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Columna periodística de minería ilegal+

La discusión sobre la minería ilegal y la minería informal ha regresado a la campaña electoral.


Poner en agenda este tema es sumamente positivo, siempre y cuando logremos ir más allá de
lo que pueda resultar anecdótico. Respuestas como “hay dragas y dragas” solo demuestran
que, en el campo electoral, el debate está aún en un nivel muy superficial. Una primera gran
interrogante que el próximo gobierno y Congreso elegido deberán responder es si queremos
tener pequeña minería aluvial en el Perú o no.

La cuestión no pasa por decir “otros países permiten minería aluvial”, sino por tratar de
entender dónde y bajo qué circunstancias se encuentran las mejores prácticas de este tipo de
minería. Bolivia tiene minería aluvial sobre el mismo río Madre de Dios, pero no lo tiene en la
intensidad que sí se tiene del lado peruano. La Amazonía boliviana no tiene aún los
alarmantes niveles de deforestación o alteración de cuencas por minería que sí tenemos en el
Perú.

Decidir si tenemos o no pequeña minería aluvial pasa por responder, entre otras cosas, a las
siguientes preguntas: ¿qué tipo de regulaciones necesitamos?, ¿en qué ríos sí se puede
hacer minería aluvial y bajo qué condiciones?, ¿qué tipo de tecnologías se necesita para
prescindir del mercurio?, ¿cuánto va a costar implementar todo esto y cómo vamos a
repartirnos esos costos entre todos los peruanos?

Estas preguntas no se pueden responder sin abordar un debate mayor, que influirá
decisivamente en lo que se pueda hacer con la minería en la cuenca del río Madre de Dios (o
ahora en la cuenca del río Santiago): ¿qué política de pequeña minería debe y puede tener el
Perú? Sin dicho debate es irresponsable proponer la derogación de normas que puedan
abrirle el paso a cualquier tipo de minería aluvial.

En el largo plazo, una política de pequeña minería debe apuntar a un escenario en el que se
deje de premiar a la informalidad, esa que dice “hago minería, luego regularizo”. Para que eso
sea posible debemos ir más allá del enfoque de “formalización” que ha predominado desde el
2002 (dar títulos por doquier al estilo De Soto) y debemos avanzar hacia una política de
pequeña minería que considere otros ejes igual de relevantes: políticas claras de asistencia
técnica para los pequeños mineros, gestión del territorio con prospectiva, mejora en la
capacidad de gestión pública y prevención de la minería ilegal.

De estos ejes, el que cruza a todos es el de gestión del territorio ¿Cómo tenemos una
pequeña minería, competitiva, social y ambientalmente responsable, que sea incorporada de
manera ordenada y formal en los corredores económicos y productivos regionales o
interregionales? ¿Cómo definimos dentro de la zona permitida para minería de Madre de Dios,
dónde sí se puede y dónde no se puede hacer minería?

La clave pasa por el hasta ahora relegado ordenamiento territorial. Quienes han estado
luchando contra el avance de la minería ilegal en Madre de Dios, lo han estado pidiendo a
gritos, no porque se opongan a la minería (como suelen argumentar los que no le dan a esta
herramienta el valor que tiene), sino porque no quieren minería como sea –una que el propio
Estado ha promovido históricamente otorgando, por ejemplo, concesiones de pequeña minería
sobre concesiones forestales–. Ese desorden territorial es el que ha estado en la base de la
deforestación causada por la minería en Madre de Dios.

Plantear el debate sobre pequeña minería en términos como los presentados en la campaña
electoral solo revela que aún no entendemos o no queremos ver las verdaderas raíces del
problema, porque responderlas implicaría hacer reformas que pueden terminar afectando los
intereses de actores de la “economía formal”, vinculados por ejemplo a la gran minería. Más
que las dragas nuestro problema tiene que ver con la forma desordenada y prepotente en que
nos relacionamos con la casa que nos acoge. Esperemos que el debate continúe pero que
también se traslade a los temas de fondo sin quedarse en lo superficial.

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