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[Publicado en Encrucijadas, Revista de la Universidad de Buenos Aires, N° 15, Buenos Aires, enero de 2002 e

incluido luego en Nación y Estado en Iberoamérica, El lenguaje político en tiempos de las independencias,
Buenos Aires, Sudamericana, 2004]

ELOGIO DE LA DIVERSIDAD. EN TORNO A LA NOCIÓN DE IDENTIDAD NACIONAL

José Carlos Chiaramonte

1. Si revisamos las características del debate de los últimos años sobre la formación de las naciones
iberoamericanas parece necesario reflexionar sobre algunas cuestiones que perturban el análisis. Cuestiones
motivadas por la naturaleza de un tema que afecta los presupuestos no historiográficos de la labor de los
historiadores y la complican más de lo habitual.

Sucede que examinar los orígenes de una nación entraña un riesgo para el historiador perteneciente a ella.
Ese riesgo consiste en que el ineludible procedimiento crítico de la investigación histórica, sin el cual se
invalidarían sus resultados, al ejercerse sobre los fundamentos de su Estado nacional, puede llevarlo, o a
chocar con el conjunto de creencias colectivas sobre el que se suele hacer reposar el sentimiento de
nacionalidad que se considera soporte de ese Estado, o a falsear su análisis histórico por la actitud prejuiciosa
que derivaría de las limitaciones inherentes a su lealtad a esa afección colectiva.

Pocas veces se hace explícito el problema. Una especie de pudor, o quizás de malestar generado por el dilema,
inclina a eludirlo. Un historiador uruguayo lo ha afrontado con franqueza, aunque sus conclusiones son
curiosamente contradictorias, confirmando así las apuntadas dificultades. Se trata de Carlos Real de Azúa, que
en la Introducción a un libro póstumo sobre la génesis de la nacionalidad uruguaya afronta de entrada la
peculiar dificultad del tema que...

"...suele resistir, mucho más que otros, el examen científico, la mirada de intención objetiva. Parecería
existir en todas partes una tendencia incoercible a ritualizar la fuerza de los dictámenes tradicionales
sobre la cuestión, a preservarla por una especie de sacralización o tabuización, contra todo
‛revisionismo' y cualquier variación crítica."

Pero en la página siguiente, el autor de El Patriciado uruguayo, pese a lo que este comienzo haría suponer,
admite como legítimas ciertas limitaciones :

"Parece indiscutible -hay que reconocerlo- que no debe hurgarse demasiado, replantear demasiado
‛las últimas razones' por las cuales una comunidad se mantiene junta, las telas más íntimas, delicadas,
de esa ‛concordia', de esa ‛cordialidad' recíproca supremamente deseable como fundamento de la
mejor convivencia. Si, como más de una vez se ha observado, esto es cierto para la pareja humana,
también lo es para el enorme grupo secundario que una nación constituye." 1
1
Carlos Real de Azúa, Los orígenes de la nacionalidad uruguaya, Montevideo, Arca, [1990], págs. 13 y 14.
2

Habría que agregar, en homenaje al citado autor, que pese a estas reticencias, al arremeter contra algunas
interpretaciones prejuiciosas de su tema puso por delante las exigencias de probidad intelectual de su oficio
con la excepcional agudeza que lo caracterizaba.2

Si las limitaciones que se suelen considerar necesarias para el tratamiento de ciertos temas llevan consigo
irremediablemente un falseamiento de los resultados de la investigación histórica, fuese por deformación o
por omisión, tampoco es convincente que se las fundamente en el temor a los riesgos que esa investigación, al
ejercerse sin trabas, podría entrañar para los fundamentos de una nación. Mal puede corroer las bases del
organismo social -empleo expresiones corrientes, de las que veremos enseguida un caso- el examen sin
prejuicios de la Historia, pues los supuestos mismos de nuestra cultura proscriben toda limitación que pueda
impedir el mejor conocimiento de una realidad dada y la difusión de ese conocimiento.

Pero no es a esto a lo que me refiero al descreer de las razones en que se apoya la demanda de limitar el
conocimiento de ciertos temas. Cabe además al respecto la conjetura de que quienes aconsejan esas
limitaciones estén en realidad, y posiblemente en forma no consciente, buscando salvaguardar su autoridad,
personal o grupal, sobre un público "cautivo" (cautivo de los presupuestos de una comunidad política,
ideológica o confesional); la presunción en suma, de que estén poniendo a resguardo de la crítica el liderazgo
que ejercen sobre una comunidad, en la medida que esa crítica compromete los supuestos doctrinarios con
los que se identifica su liderazgo.

Veamos una clara muestra de esto en un incidente ocurrido en Buenos Aires a comienzos del siglo XX. En el
año 1904, el decano saliente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Miguel
Cané, se veía obligado a formular algunas reflexiones motivadas por el ciclo de conferencias que había
pronunciado un joven historiador, David Peña, sobre Facundo Quiroga -el caudillo de la primera mitad del siglo
XIX que Sarmiento hizo célebre-, al que se consideraba entonces inconveniente abordar en una casa de
estudios. Afirmaba Cané en su discurso:

"Por mi parte he seguido con interés un ensayo de reivindicación de uno de nuestros más sombríos
personajes, hecho por un joven profesor de esta casa, lleno de brío y talento, ensayo que, si bien más
brillante que eficaz, constituía a mis ojos una verdadera lección sobre las distintas maneras como la
historia puede encararse"

Pero advertía luego que ese atrevimiento socavaba los fundamentos del orden social:

"En la alta enseñanza, la libertad del profesor no debe tener más límite que los que su propia cultura
moral e intelectual le señalan; la primera le impedirá ir siempre contra lo que él cree la verdad; la

2
Además, Real de Azúa defiende el análisis histórico de la posible acusación de que con su "frialdad" pueda resultar adverso a "...las
convenciones y tradiciones en que se funda una credibilidad nacional. Por el contrario, pueden fundarla mejor, hacerla más
resistente a tentativas más tendenciosas de demolición, prestigiarla intelectualmente, en suma." Id., pág. 14.
3
segunda chocar sin necesidad, contra opiniones y sentimientos que son la base del organismo social a
que él mismo debe el noble privilegio de enseñar."3 [subrayado nuestro]

Hoy parece incomprensible que se objete el estudio de un personaje histórico como el controvertido caudillo
riojano, por más controversia que pudo y pueda suscitar. Sin embargo, el decano de la Facultad que cobijaba
los estudios históricos interpretaba que ello comprometía los cimientos de la sociedad. La pregunta que este
incidente nos motiva de inmediato es si Miguel Cané no estaba confundiendo los fundamentos del orden
social con los del liderazgo que sobre la cultura argentina ejercía entonces un conjunto de intelectuales, del
que formaba parte, para los cuales ciertas figuras y ciertas etapas del pasado debían ser ignoradas. Agregaría
que no es necesario interpretar lo que apunto como un mezquino interés personal de Cané, sino como uno de
los tantos casos en que un grupo dirigente confunde los fundamentos de la sociedad con su particular
profesión de fe.

2. Según lo que hemos comprobado en anteriores trabajos sobre el Río de la Plata, e indagado con respecto a
otras regiones de Iberoamérica, en tiempos de las independencias no existían las actuales naciones
iberoamericanas -ni las correspondientes nacionalidades-, las que no fueron fundamento sino fruto, muchas
veces tardío, de esos movimientos. Si observamos lo que realmente existió, esto es, el carácter soberano de
las entidades -ciudades, provincias...- que integraron los movimientos de autonomismo e independencia,
entonces todo lo que se ha acostumbrado afirmar de ese movimiento, y de sus resultados durante un largo
período, puede quedar alterado en su misma sustancia. Porque, para tomar lo más notorio, mal pueden
enunciarse predicados de índole estatal nacional para una geografía de unidades políticas independientes y
soberanas que iniciaban la formación de alianzas o confederaciones. Y mal puede suponerse la constitución de
una ciudadanía nacional -venezolana, mexicana, argentina y otras-, cuando las entidades soberanas eran
justamente esas ciudades o "provincias" que protagonizaron buena parte de las primeras décadas del siglo
XIX.

Es cierto que es cada vez más frecuente que se advierta la tardía emergencia de la nación, esto es, su carácter
de resultado, no fundamento, del proceso de independencia. Pero esto no se ha traducido necesariamente en
una mejor comprensión de qué es entonces lo que habría existido en lugar de la entidad nacional. Aún
desaparecido el supuesto de poner la nación al comienzo, él sigue dominando la labor historiográfica porque
su larga influencia nos ha impedido indagar la real naturaleza de las formas de organización y de acción
política en el período que corre entre el desplome de los imperios ibéricos y la formación de los Estados
nacionales. Y, peor aún, frecuentemente se continúa insistiendo en interpretar los conflictos políticos de la
primera mitad del siglo XIX con un esquema reducido a la pugna entre quienes habrían sido loables portadores
del espíritu nacional y quienes son vistos como mezquinos representantes de intereses localistas.

Es decir que podríamos considerar que el supuesto de la nación como punto de partida influye aún en la
historiografía por medio de dos modalidades. Una, directa, es la que pone la nación al comienzo. Otra,
indirecta, es la que aún habiendo corregido tal error de percepción, continúa sin embargo dominada por la
3
Reproducido en David Peña, Facundo, Buenos Aires, 1986, pág. 9.
4
preocupación de la génesis de la nación, de manera tal que toda la historia anterior a su constitución se
conforma teleológicamente en función de explicarla. Y, de tal modo, permanece en un mundo de “protos”
nacionalismos, de "anticipaciones" o de "demoras", de tendencias favorables o de obstáculos a su emergencia.

3. Una forma que asume esta perspectiva es la de interpretar todo sentimiento de identidad colectiva, aún en
épocas tan remotas como el siglo XVI, como manifestaciones o anticipaciones de las identidades nacionales
del siglo XIX. Nos parece que datar así la génesis de los sentimientos de nacionalidad equivale a confundir la
ficción del Estado contemporáneo, implícita en el principio de las nacionalidades, de estar fundado sobre una
nacionalidad, con los sentimientos de identidad colectiva que siempre han existido en la Historia y que, entre
los siglos XVI y XVIII, se daban en comunidades políticas sin pretensiones de independencia soberana, tales
como las ciudades, “provincias” y “reinos” que integraban las monarquías europeas.

Al hacerlo así, se admite implícitamente que la identidad nacional actual, contraparte de un Estado nacional,
no es una construcción de base política sino un sentimiento reflejo de una supuesta homogeneidad étnica.
Homogeneidad que, como la historiografía de las últimas décadas ha mostrado, tanto para la historia europea
como americana, no es sino otro caso de “invención de tradiciones”, pues no existía en la amplia mayoría de
las actuales naciones. O, en el caso de Hispanoamérica, cubría a la mayor parte de la población libre desde la
Nueva España hasta el Río de la Plata, sin que de ello se siguiera la existencia de una sola nación
hispanoamericana.

4. Otro de los anacronismos que perturba fuertemente la comprensión del carácter de las unidades políticas
soberanas emergentes de las independencias, es nuestra tendencia a reducir la variedad de esas “soberanías”
a la dicotomía Estado independiente/colonia, con alguna admisión de situación intermedia en términos de
“dependencia”. Esta composición de lugar, que refleja aproximadamente la realidad internacional
contemporánea, no se ajusta al abigarrado panorama de entidades soberanas que recorre los siglos XVI a XVIII
y que aún se prolonga en el XIX. Como observa un historiador del pensamiento político moderno con respecto
de la peculiaridad de la vida política alemana en el siglo XVII, la multitud de entidades políticas soberanas es
sorprendente para quienes estamos acostumbrados a la imagen de los grandes Estados dinásticos de la
Europa occidental, y constituye una circunstancia que torna más sugestiva las concepciones políticas relativas
a “sociedades políticas de dimensiones reducidas” propias de aquella región europea -aunque en realidad, en
mayor o menor medida, no privativas de ella.4 Rasgos que tienen un también sorprendente reflejo en la
dimensión mínima de una república soberana que establecía Bodino: un mínimo de tres familias, compuestas
éstas con un mínimo de cinco personas bastan para definir un Estado soberano... 5
4
“Desde este punto de vista, es particularmente sugestiva para nosotros, acostumbrados a tomar como punto de mira el Estado
dinástico, y luego nacional, centralizado, propio de la Europa occidental, la concepción política de cuño centroeuropeo, referida a las
sociedades políticas de dimensiones reducidas, como las que existían en los Países Bajos y en Suiza, que Altusio nos ofrece”. Antonio
Truyol y Serra , “Presentación”, en Juan Altusio, La Política, Metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos,
[1603,] Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990, págs. XI y XII. Por ejemplo, en el capítulo en que Altusio trata de las
confederaciones, se lee que en ellas se unen “reinos, provincias, ciudades, pagos o municipios...” Id., pág. 179.
5
Jean Bodin, Los seis libros de la República, [1756],Madrid, Tecnos, 1985, págs. 16 y 17.
5

Es de notar también, al respecto, que al recordar que en tiempos de las independencias se consideraban como
sinónimos los conceptos de Estado y nación, podemos sentir extrañeza, y malinterpretar el sentido de época
de esos términos, por proyección inconsciente de nuestra experiencia actual respecto de la noción de Estado.
En el uso de ese entonces, al asimilar nación y Estado éste no era visto como un conjunto institucional
complejo, tal como se refleja, por ejemplo, en la expresión relativamente reciente de “aparato” estatal, sino
que “estado” -o “república”- eran vistos como conjuntos humanos con un cierto orden y una cierta modalidad
de mando y obediencia, criterio que hacía posible asimilar ambos conceptos.

Este tipo de observaciones resulta doblemente sugestivo por cuanto ilustra no sólo sobre un mundo político
de muy variadas manifestaciones de autonomía, sino también sobre una realidad en la que las unidades
políticas con mayor o menor carácter soberano pueden ser de dimensiones muy reducidas. Se trata de una
característica que resultará casi inviable en las condiciones internacionales de los siglos XIX y XX pero aún
presente en el escenario político abierto por las independencias iberoamericanas, cuando “provincias” de
diversa magnitud, frecuentemente compuestas de una ciudad y un territorio rural bajo su jurisdicción, se
proclamaron Estados soberanos e independientes, manteniendo tal pretensión de independencia soberana
con suerte diversa. Pues, bajo la infructuosa tentativa de los Borbones españoles de unificar políticamente la
monarquía, habían seguido presentes en la estructura política hispana los remanentes de esa variedad de
poderes intermedios condenados por los teóricos del Estado moderno como fuente de anarquía, que
afloraron luego en sus colonias en las primeras décadas del siglo XIX y que hacían escribir en Buenos Aires a un
indignado prosélito del Estado unitario que los partidarios de la confederación pretendían que “la república
federativa se componga de tantas partes integrantes cuantas ciudades y villas tiene el país, por miserables que
sean” y “que cada pueblo, en donde hay municipalidad, aunque no tenga cincuenta vecinos sea una provincia
y un estado independiente.”6

5. De tal manera, la evaluación de los sentimientos de identidad existentes en Iberoamérica hacia el filo de las
independencias requiere dos advertencias. La primera de ella es que, como lo hemos expuesto en diversos
trabajos,7 al comienzo de los movimientos de independencia en Iberoamérica lo predominante en el plano
político era el sentimiento de español americano y no el correspondiente a alguna de las futuras naciones.
Esto es, una identidad regional, americana, dentro de la nación española, que asimismo coexistía con diversas
formas de identidad regional y local dentro del territorio americano.

En la medida en que toda identidad es al mismo tiempo una oposición, esto es, en cuanto la afirmación de un
nosotros es al mismo tiempo la de uno o muchos otros, se puede decir que la denominación de español
6
"Continúan las observaciones sobre la facción federal", La Gaceta de Buenos Ayres, miércoles 2 de mayo de 1821.
7
Entre ellos: "Formas de identidad política en el Río de la Plata luego de 1810", Boletín del Instituto de Historia Argentina y
Americana "Dr. Emilio Ravignani", 3a. Serie, No. 1, Buenos Aires, 1989, y El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana,
Cuaderno Nº 2, Buenos Aires, Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani", 1991. Estos trabajos han sido
posteriormente incorporados en nuestro libro Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (1800-1846), Biblioteca
del Pensamiento Argentino I, Buenos Aires, Ariel, 1997.
6
americano reflejaba la primera forma en que pudo pensarse a sí mismo un súbdito de Su Majestad católica
nacido en América, a diferencia del nacido en la Península. Español americano fue entonces la forma de
identidad que distinguía a los españoles nacidos en las Indias de los nacidos en la Península. Era, por lo tanto,
un sentimiento de identidad regional americana dentro los dominios del rey de España.

Este sentimiento que a veces se expresaba como un nosotros frente a lo español, a veces frente a todo lo
europeo, dará pie al primer sentimiento de identidad política independiente. Y ese sentimiento fue
americano. En la literatura política del continente, cuando alguien se dirigía a la opinión publica, se dirigía
como americano a otros americanos. Y esto no era un artificio del lenguaje, ni tampoco un sinónimo con que,
por ejemplo, un mexicano quería referirse a sí mismo y en vez de llamarse mexicano se llamaba americano.

De manera, entonces, que lo que se advierte en el Río de la Plata en los primeros días luego de la
independencia es el predominio de este sentimiento americano. Por ejemplo, todavía constituciones
provinciales que se redactan a partir de 1819 en adelante, conceden la ciudadanía a los americanos, a los
nacidos en las colonias antes españolas. Lo mismo se observa en otros lugares, por ejemplo, en la Constitución
Federal de Venezuela de 1811, que concede la ciudadanía a los habitantes de las antiguas colonias españolas.

Este sentimiento americano entra en declinación rápidamente por la imposibilidad de construir un organismo
político de las dimensiones de la América o de la América del Sur. Paralelamente, se echan a andar proyectos
de unidades políticas menores que derivarán en las futuras naciones latinoamericanas. Pero como en el
territorio de lo que es la actual Argentina el proceso va a ser largo y accidentado, la identidad argentina va a
formarse tardíamente. Mientras tanto crece rápida y fuertemente el sentimiento de identidad provincial. A
partir de la organización de las nuevas provincias rioplatenses será perceptible un sentimiento de orgullo
provincial que se traduce en demandas políticas y cimienta los intentos de formación de Estados provinciales.
Estos Estados preferían unirse en forma de confederación y no de estado unitario. Por eso, hay que advertir
que lo que se suele llamar federalismo en la historiografía rioplatense es en realidad confederacionismo. Como
se sabe, según el Derecho Político actual, la confederación es una forma de gobierno constituida por entidades
soberanas y autónomas con plena personalidad en el terreno internacional. De manera que, cuando las
provincias rioplatenses se afirman como provincias soberanas independientes y reclaman su confederación
con las otras provincias rioplatenses, afirman en realidad, pese a usar el término «provincia», su carácter de
Estados independientes, sujetos de derecho internacional.

Esta característica no es siempre explícita, lo cual ha facilitado la confusión de toda la historiografía


rioplatense que toma a las provincias como parte de una nación preexistente. En realidad, el proceso es muy
distinto. A partir del año 1820, los pueblos rioplatenses, ya fracasados los intentos constitucionales del 13 y
del 19, se van a afirmar como entidades soberanas e independientes. Después, fracasados los nuevos intentos
de organización constitucional (1824-27, 1828) se conservarán unidos por una débil confederación desde el
Pacto Federal de 1831 hasta 1852.

Pero ya hacia 1831 se advierten indicios de una nueva forma de identidad colectiva, la identidad argentina,
que corresponde a lo que también comienza a denominarse nación argentina -entendiendo por tal el conjunto
de pueblos soberanos unidos en confederación. Esto comienza a aparecer en el nivel de las relaciones entre
7
los líderes políticos -tal como se observa en el título de la fracasada constitución unitaria de 1826 o en los
documentos relativos al Pacto Federal de 1831-, pero no todavía en el seno de los pueblos rioplatenses que
siguen fuertemente inmersos en su identidad provincial, tal como lo advertía Esteban Echeverría en el Dogma
Socialista. Faltaba aún mucho para que naciera un pueblo argentino, proceso que comienza con el Acuerdo de
San Nicolás, la Constitución de 1853 y las reformas de 1860, y que va a llevar aún bastante tiempo para
convertirse en realidad.

Hay que recordar aquí que el término argentino designaba, a fines del período colonial, sólo a los habitantes
de Buenos Aires, tal como lo mostró Ángel Rosenblat en aquel libro, El nombre de la Argentina, publicado por
Eudeba en 1964. Pero esto perduró mucho tiempo después, como lo muestran diversos testimonios. 8 Y,
paradójicamente, cuando ya líderes políticos del Interior comiencen a aceptar la denominación de argentinos,
se da el caso de que se encuentren ante la negativa de líderes porteños de considerarlos argentinos. Tal como,
respectivamente, lo recuerdan en sus memorias el General Paz y el líder correntino Pedro Ferré.9 Frente a una
larga tradición historiográfica que ha considerado la existencia de una nacionalidad argentina como
fundamento de la independencia, puede causar sorpresa testimonios como el que se refleja en el siguiente
documento, de 1833, del gobernador entrerriano Pascual Echagüe:

“...por la exactitud de los conceptos concebidos por el cuerpo representativo de esta Provincia el año
XXII respecto al pabellón que debía cubrir todos Estados Federales de la República ó Unidos en
cualquiera forma de Gobierno, se adoptó el pabellón azul y blanco que cubría la Provincia de Buenos
Aires considerado acaso que de hecho debía ser este Nacional; pero como ha sucedido todo lo
contrario y que cada Provincia ha elevado un pabellón distinto a todos los demás de la República, el
expresado gobierno es de opinión que la de Entre Ríos debe diferenciar el suyo del de Buenos Aires a
fin de que por este distintivo se conozcan los individuos que dependen de ella y que en cualquier
puerto ó rada de los demás de la República sean respetados los buques cubiertos con dicha bandera” 10

6. La segunda de las advertencias a las que aludimos más arriba se refiere a la necesidad de tener en cuenta
que los sentimientos de identidad perceptibles en tiempos de las independencias iberoamericanas no llevaban
consigo necesariamente un corolario político. Esto es, no se concebía fundar en ellos la legitimidad de alguna
de las diversas formas de organización política que se proyectaron luego de comenzado el movimiento de
independencia. Porque la legitimad política se fundaba en los presupuestos contractualistas propios de la
general vigencia del Iusnaturalismo como fundamento del pensamiento político de la época. De acuerdo con

8
Véase al respecto nuestro libro Ciudades..., ob. cit.
9
José María Paz, Memorias póstumas, 4 vols., Buenos Aires, Estrada, 1957, vol. II, pág. 69; Pedro Ferré, Memoria..., Buenos Aires,
Coni, 1921, pág. 57.
10
Mensaje de Diciembre 13 de 1833 aprobado por el Congreso el 28 del mismo mes y año, cit. en Benigno T. Martínez, Historia de la
Provincia de Entre Ríos, Tomo Segundo, Buenos Aires, 1910, pág. 307. Debe advertirse que el Congreso constituyente entrerriano de
1822 había ordenado el uso del pabellón adoptado por la Asamblea del año XIII, si bien con el escudo propio de Entre Ríos (Id., pág.
97)
8
esos supuestos, como hemos recordado más arriba, el sentido el término nación propio de siglo XVIII y
predominante aún en las primeras décadas del siglo XIX era entonces el mismo que el de Estado. Esto es,
nación y Estado eran sinónimos, designaban a un conjunto humano unido por su dependencia de un mismo
gobierno y leyes, y carecían de toda implicancia de nacionalidad. Tal como, para tomar aquí un sólo ejemplo,
lo expresaba la Gazeta de Buenos Ayres en 1815: "Una nación no es más que la reunión de muchos Pueblos y
Provincias sujetas a un mismo gobierno central, y a unas mismas leyes..."11 Palabras muy similares, en lo que a
esto respecta, a las del Abate Sieyés: "Qué es una nación? Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley
común y están representados por la misma legislatura."12

Como se puede observar, en este criterio no existe nota alguna de etnicidad, nada que responde a lo que se
llamará más tarde nacionalidad. Porque será recién con la difusión del llamado principio de las nacionalidades,
paralelamente al Romanticismo, cuando la legitimidad política tienda a fundarse sobre la nacionalidad y, al
mismo tiempo, se considere que las naciones contemporáneas han surgido de respectivas nacionalidades,
cosa que la historia europea y americana no confirman. Pues, por una parte, como es el caso de las principales
naciones europeas, muchas de ellas han sido pluriétnicas en el proceso de su emergencia. Y otras, como las
hispanoamericanas, se constituyeron como naciones independientes pese a la homogeneidad cultural -por
razones de idioma, culto y tradiciones políticas, entre otras- que existía desde México hasta el Río de la Plata.

Recordemos que la mayoría de historiadores y científicos sociales han considerado que la emergencia de la
Nación como fundamento y/o correlato de los Estados nacionales y del nacionalismo es un fenómeno
moderno, que nace en las postrimerías del siglo XVIII. Un fenómeno que, en sus orígenes, aparecía como
popular y democrático, opuesto a las aún vivas manifestaciones del feudalismo -fuese en las variadas formas
de particularismos, fuese en las opresivas prácticas de tiranía-, y tendiente a la organización de más amplios
ámbitos políticos y económicos unificados en base a la doctrina de la soberanía popular. 13

En este desarrollo, la noción de nacionalidad como fundamento de la legitimidad de los nuevos Estados
cumplió un papel esencial. Una de las más influyentes concepciones de la nacionalidad -desarrollada a partir
de criterios que generalmente se remiten a Herder y de allí, a través de Fichte, a un más amplio escenario
europeo-, la vinculaba a niveles afectivos de la conducta humana, en oposición al énfasis racionalista de la
11
La Gaceta de Buenos Ayres, 13 de mayo de 1815, Reimpresión facsimilar..., pág. 261.
12
Emmanuel J. Sieyès, Qué es el Tercer Estado?, Seguido del Ensayo sobre los privilegios, México, U.N.A.M., 1983, pág. 61. Nótese,
sin embargo que la definición de Sieyès difiere de la del periódico rioplatense al añadir la existencia de un cuerpo representativo.
Pero esta diferencia, sustancial en lo que hace a las formas de representación política, no lo es en cuanto a lo que comentamos en el
texto. Este concepto de nación recoge criterios más antiguos, como el que Locke expone respecto del concepto de "sociedad
política" o "sociedad civil", que en cierto modo es equivalente a lo que a comienzos del sigo XIX se llamaba nación: "Aquellos que
están unidos en un cuerpo y tienen una establecida ley común y una judicatura a la que apelar, con autoridad para decidir entre las
controversias y castigar a los ofensores, forman entre sí una sociedad civil." John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil,
Madrid, Alianza, 1990, pág. 103.
13
Hay también críticas a la “tesis modernista” sobre el origen de las naciones. Véase una síntesis del tema en Anthony Smith,
Nationalism and Modernism, A critical survey of recent theories of nations and nationalism, London, Routledge, 1998. Asimismo,
Adrian Hastings, La construcción de las nacionalidades, Etnicidad, religión y nacionalismo, Madrid, Cambridge University Press, 2000.
9
cultura de la Ilustración, y tendía a sustituir con esa nueva noción el papel que la de contrato había cumplido
hasta entonces en la fundamentación teórica de la legitimidad de los Estados. Mientras otra corriente, que
generalmente se considera enraizada en la revolución francesa, haría de la nacionalidad un concepto
compatible con el racionalismo del siglo XVIII y asimismo capaz de armonizarse con el supuesto contractualista
de la génesis de la nación.

Sin embargo, en la explosión nacionalista de fines del siglo XIX en adelante, con su secuela de conflictos y
guerras en amplia escala, el concepto de la nacionalidad se plegaría en la práctica a la modalidad adversa al
racionalismo. De esta manera, la idea de nacionalidad se superpondría a la diversidad de intereses de cada
sociedad nacional, esa diversidad que la noción de contrato permitía admitir y, al menos en teoría, manejar
con atención a los intereses de las partes. Y asociado a otro concepto, el de pueblo, que en la amplitud de
cobertura social también permitía atenuar la percepción de esa diversidad de intereses, adquiriría una útil
funcionalidad para el ejercicio de la hegemonía política de los grupos políticos de mayor peso dentro de cada
país.

7. La nacionalidad argentina, como también ocurrió en las demás naciones iberoamericanas, surgida como
producto de decisiones políticas luego de una accidentada sucesión de conflictos diversos, se fue fortaleciendo
con el tiempo en función tanto de experiencias colectivas reales como por efecto de ese proceso que los
historiadores suelen denominar invención de tradiciones.14 Desde esta perspectiva, la identidad nacional
resulta reflejo de un proceso histórico de construcción de la unidad política del país, iniciado hacia 1810 y en
gran parte completado hacia fines de esa centuria, fortalecida por la conciencia de las experiencias comunes
vividas en el pasado. Pero, pese a lo que se derivaría de una perspectiva ideologizada de los orígenes
nacionales, el desarrollo de la sociedad y de la cultura argentinas no ha mostrado la homogeneidad cultural
correspondiente al concepto romántico de nacionalidad, sino una notable heterogeneidad cultural, entre
otras razones por el fuerte aporte demográfico europeo a través del proceso de inmigración masiva
comenzado en la segunda mitad del siglo XIX.

Otra de las interpretaciones sobre el particular, según lo que hemos recordado más arriba, atribuye a la
identidad nacional un antiguo sustrato, el de una nacionalidad que habría comenzado a dibujarse ya en
tiempos coloniales. Se trata de lo que a veces suele llamarse una concepción esencialista, en cuanto tiende a
considerar a la identidad nacional como efecto de una esencia nacional previa. Por un efecto ideológico, entre
esas experiencias y valores comunes que darían la distintividad propia de la identidad nacional son
computados rasgos que no son justamente privativos del pueblo argentino, como el culto religioso
predominante en toda Iberoamérica y en otras regiones del mundo, la participación en las guerras de la
independencia -de fuerte contenido americano-, el idioma común a toda Hispanoamérica y países de otros
continentes, entre otros.

14
Respecto de la construcción de la nacionalidad como proyecto consciente de los líderes políticos del país, véase Lilia Ana Bertoni,
Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas, La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, México, FCE, 2001.
10
Por otra parte, la señalada heterogeneidad que ha caracterizado a la cultura argentina ha dado origen a dos
actitudes que, esquemáticamente, podríamos resumir así: Una, se expresaba en interrogantes, a menudo
angustiados, sobre la existencia o inexistencia de una nacionalidad argentina y sobre cuáles serían, en caso
afirmativo, sus rasgos definitorios “¿Existe un ser nacional argentino?” era una característica pregunta que
expresaba esa inquietud. Otra, ha considerado que la heterogeneidad cultural del país, efecto de la
inmigración masiva, sería sólo una etapa de un todavía inconcluso proceso de homogeneización cultural,
dando por supuesto que ese proceso debía concluir en la fragua de una nacionalidad poseedora de esa
homogeneidad que implicaba el principio de las nacionalidades.

Sin embargo, no parece atendible, a esta altura de los intercambios culturales del cada vez más inter
relacionado mundo contemporáneo, que se trata de una fase de un aún no completado proceso de
homogeneización. Esta perspectiva, derivada del principio de las nacionalidades, es un falso supuesto
histórico y puede convertirse en un peligroso argumento en manos de gobiernos autoritarios. Por eso, a la
pregunta sobre nuestra identidad, esto es, a la pregunta “¿cómo son los argentinos”, se me ocurre responder
que, afortunadamente, muy diversos entre sí en muchas de sus pautas culturales, dado que uno de los más
valiosos rasgos de la nación argentina es la de haber podido construir un ámbito de convivencia entre gente
de distintos orígenes culturales. Y que su principal unidad, sustento de su identidad nacional, proviene del
contenido de los compromisos concertados a lo largo de su historia para asegurar “el bienestar del pueblo
argentino”, compromisos que, entre otras expresiones, incluye las contenidas en el texto constitucional, desde
1853 hasta la actualidad, cuya salvaguardia debería ser motivo de mucha mayor preocupación.

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