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En el libro de Génesis
Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la
narración, hay un significado espiritual más profundo.
A. B. Simpson (1901)
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Capítulo 1
Símbolos y tipos en la Creación
La creación
Luego, el primer tipo de Cristo en ambas creaciones es la Luz que amanece. «Porque Dios,
que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros
corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo»
(Segunda de Corintios 4: 6). La luz va seguida por la ordenación y la separación de las cosas
que difieren, y esta palabra «separación» es casi la nota clave de toda la vida espiritual.
En la antigua creación había mucha luz antes de que las luminarias aparecieran en el
firmamento. Recién éstas aparecieron en el cuarto día. Lo mismo en la vida espiritual, la
manifestación de Jesús en su revestimiento personal y su gloria viene con frecuencia en una
etapa posterior, y quizá los tres días que la preceden en el relato de la creación sugieren la
experiencia de resurrección que tiene que precederla siempre.
La salvación nos trae la luz del Espíritu Santo, pero nuestra consagración y unión más
profunda con él nos introduce a la plena gloria del Sol de Justicia. Esto va seguido en la
antigua creación por la introducción de la vida del reino animal, con todas sus formas y
plenitud; y lo mismo en la nueva creación, la revelación del Cristo que nos reviste despierta
a la vida a todo el ser espiritual y lo llena en todas sus partes de fecundidad y plenitud de
vida, lo que alcanza su culminación en el nuevo hombre maduro, reflejando la gloriosa
imagen de Dios.
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Tanto en la antigua como en la nueva creación hay etapas sucesivas con intervalos
marcados, como las grandes capas del globo terráqueo, que contienen rastros de catástrofes
y convulsiones tremendas. Así también, en la transformación de nuestra vida espiritual,
Dios tiene que partir de las antiguas experiencias y llevarnos a planos más elevados por
medio de fuerzas que con frecuencia dan lugar a convulsiones como las que moldearon las
antiguas edades de la tierra.
Y en cada caso puede notarse en los relatos de Génesis que el progreso es desde lo inferior
a lo superior, desde lo más oscuro a lo más claro, desde la tarde a la mañana.
Toda nueva etapa empieza por la tarde (con relativamente menos claridad) y termina en
una mañana resplandeciente. Y esto es verdad ahora como lo era en los días de la creación.
«Y fue la tarde y la mañana un día». Así que la transformación va hacia adelante en el
corazón de cada cristiano, y «la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en
aumento hasta que el día es perfecto» (Proverbios 4: 18). Lo mismo el reino de Dios va en
aumento a través de las edades y vendrá un momento en que llegará a ser tarde y mañana:
un día eterno. «Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las
cosas» (Apocalipsis 21: 5).
Era natural, pues, que si la creación natural es simbólica de la redención, mucho más es la
creación del hombre un tipo de la obra de la gracia, la principal del Espíritu Santo, la
renovación y restauración del alma humana. De allí que hallamos en las epístolas del Nuevo
Testamento palabras como las siguientes: «Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en
la justicia y santidad de la verdad» (Efesios 4: 24); «revestido del nuevo, el cual conforme a
la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno» (Colosenses 3: 10).
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Además, el primer hombre fue creado según la semejanza de Dios, y lo mismo la nueva
creación progresa hacia este glorioso ideal: ser «hechos conformes a la imagen de su Hijo»
(Romanos 8: 29); «Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por
lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebreos 2: 11); «Sabemos que cuando él
se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3: 2).
Hay todavía un símbolo más alto en la creación del hombre, que el apóstol Pablo ha
desarrollado con gran hermosura en Romanos y Corintios. Es la relación que tiene Adán
con el Señor Jesucristo como tipo de la Cabeza de la humanidad redimida. Adán no fue
creado sólo como un individuo aislado, sino como padre y representante de toda la raza, y
su caída arrastró a toda su descendencia a consecuencias amargas y desastrosas.
El hermoso texto que ya hemos citado de Primera de Corintios 15 está en perfecto acuerdo
con esta enseñanza: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán
vivificados». La gran cuestión para cada uno de nosotros es, entonces, si hemos pasado de
la vida de Adán a la vida de Cristo. La salvación no es en sentido alguno un cultivo o una
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mejora en nuestra vida natural, sino que es una renuncia y crucifixión, no sólo al pecado,
sino al propio yo. Toda la naturaleza tiene que morir, y todo lo que ha de vivir para siempre
ha de nacer de Cristo, a través del Espíritu Santo en nuestros corazones.
La salvación es, pues, una sentencia de muerte radical e inexorable sobre la carne, tanto lo
más bajo como lo más alto, y es una creación sobrenatural y divina, más maravillosa que el
nacimiento del universo, y equivalente a la resurrección de los muertos. ¡Qué hecho tan
estupendo! ¡La obra magnífica de Dios! Lector: ¿Has experimentado este nuevo nacimiento
y puedes decir: «He aquí todas las cosas son hechas nuevas»?
La creación de la mujer
La historia del nacimiento de Eva es de una belleza exquisita, superior a cualquier sueño de
la poesía antigua o concepción de arte o imaginación. Lo que más se acerca es la famosa
descripción de Sócrates en la literatura griega, en que se representa la forma humana como
originalmente doble, mirando en dos direcciones, y después dividida por los dioses en
sexos, de modo que todo hombre y toda mujer forma una unidad de su antiguo ser, y por
ello está constantemente buscando la otra parte.
Pero esto es burdo en comparación con el idilio sagrado del hermoso nacimiento de la mujer,
que se representa como originalmente en el hombre y sacada de él, suavemente, mientras
dormía, creada en hermosura apropiada para su compañía, y entonces devuelta a él como
su compañera y ayuda para toda la vida.
La significación exquisita de esto en conexión con las relaciones humanas y sociales del
hombre y la mujer, la tierna unidad, la perfecta igualdad, la mutua independencia, el
sagrado afecto que debería enlazarlos, nada de esto pertenece a nuestra era presente. Pero
su hermosura y enseñanza espiritual son aún más hermosas y maravillosas, porque aquí
tenemos la parábola del Señor Jesucristo mismo y sus relaciones con la iglesia, su Esposa
celestial, que contiene en germen el misterio entero de la redención.
Primero, vemos a Eva en su creación original en Adán. Lo mismo, la Iglesia estaba en Cristo.
Adán era un ser individual, pero bien un hombre en el sentido general, que contenía en sí
mismo, en su formación original, tanto a la mujer como al hombre. Así el Señor Jesús, no
sólo era uno de los hijos de los hombres, sino el Hijo del Hombre, la humanidad subsumida
en una personalidad completa, que contenía en sí mismo el germen y sustancia de todas las
vidas espirituales que habían de nacer de él. Por tanto, estamos identificados realmente con
él, y por ello su vida, su muerte, sus sufrimientos y obediencia son realmente nuestros, para
nosotros, así como para él.
En segundo lugar, Eva fue sacada de Adán mientras éste dormía, y realmente formaba parte
de su sustancia física; y también, mientras Jesús dormía en el sepulcro, en la muerte, la
Iglesia fue sacada de su sustancia, y todo creyente es creado de nuevo en Cristo Jesús.
Nuestra vida es parte de su mismo ser. Somos «participantes de la naturaleza divina». Cristo
es formado realmente en nosotros, y nosotros somos parte de su vida de resurrección, de un
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modo tan cierto como Eva estaba en Adán. Se nos describe, como «resucitados con Cristo»,
y se dice que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo es nuestra vida. Éste es
el gran misterio de la vida espiritual; es un milagro de vida; no es meramente vida, sino la
vida de Cristo.
La expresión hebrea que describe la formación de Eva es la palabra «edificada». Dios edificó
a una mujer de la costilla. De qué modo tan perfecto describe esto todo el proceso de la
perfección y formación plena del cuerpo de Cristo. La misma palabra es usada por el apóstol
al describirlo: «En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios
en el Espíritu». El lenguaje que usa Adán acerca de su compañera: «Esto es ahora huesos de
mis huesos y carne de mi carne» era literalmente verdad, pero no menos cierto es ahora que
nosotros «somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos».
Tercero, Eva devuelta a Adán para que fuera su compañera, esposa y ayudadora. Su misma
vida, en lo que se refiere a su origen y su intención, fue para él, y no para ella; por tanto, la
mujer, por su misma constitución, no ha sido hecha para el egoísmo, sino para el servicio y
el amor.
Esta maravillosa verdad circula como una guirnalda nupcial por todas las Sagradas
Escrituras. Lo vemos no sólo en las bodas del Edén, sino en las bodas de Rebeca, en el amor
de Jacob y Raquel, en el Cantar de los Cantares de Salomón, en la visión de Oseas, en la
fiesta de las bodas de Caná, en la parábola de las diez vírgenes, en el extraño lenguaje
figurado que Pablo usa de Cristo y de la Iglesia, y, finalmente, en la majestuosa visión de la
cena de las bodas del Cordero.
No sólo es verdad esto de la Iglesia como un todo, sino que ha de ser de modo también real
en la experiencia de aquellos que somos miembros de este cuerpo místico. De cada uno de
nosotros, como individuos, él dice: «Tu Hacedor es tu marido». «Tú serás llamado Ishi» (mi
marido). «Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y
deseará el rey tu hermosura; e inclínate a él, porque él es tu señor». «El cuerpo es… para el
Señor, y el Señor para el cuerpo». «Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus
huesos». Preguntémonos si hemos aprendido este secreto tierno, inefable y santo del Señor
y del corazón, y dentro del recinto de su presencia ha sido verdadero para nosotros:
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El día de reposo o sábado
La creación del mundo y de la familia va seguida por la designación del sábado, que, con el
hogar, forma las dos únicas reliquias que quedan del Edén al hombre. Aunque,
indudablemente, ha de entenderse de modo literal y observarse como un día de reposo
santo, y aunque la creación es realmente la base de toda legislación subsiguiente con
referencia a este día, y aun la institución mosaica no fue sino una reactivación del sábado de
la Creación, y las palabras de Cristo con respecto al mismo vuelven al mismo principio;
aunque todo esto es verdad, con todo, y más allá del día natural y de sus obligaciones, en él
se encuentra escondido un profundo simbolismo espiritual.
En el cuarto capítulo de los Hebreos, el apóstol implica que ha sido designado para ser la
figura del descanso espiritual más profundo, al cual él va a conducir a su pueblo. La fuente
y naturaleza de ese descanso se expresan delicadamente por las palabras sugeridas por el
significado del día: «Porque el que ha entrado en el reposo, también ha reposado de sus
obras, como Dios de las suyas». Es el verdadero secreto de entrar en el descanso de Cristo.
En tanto que luchamos para nuestra propia justicia, y nos esforzamos con nuestra propia
voluntad, nunca lo alcanzaremos. «Venid a mí todos los que estás trabajados y cargados»,
dice Cristo, «y yo os haré descansar».
Es notable y hermoso que, aunque después, en cuanto a la medición del tiempo, hasta la
resurrección de Cristo, el sábado o día de reposo fue el séptimo día de la semana, en realidad
era el primer día de la vida de Adán. La primera aurora que contempló Adán fue la del sol
del día de reposo, porque fue creado la tarde del día sexto; de modo que el día de reposo de
Adán fue en este aspecto una prefiguración del día de reposo cristiano. La hermosa
enseñanza de este hecho es que necesitamos empezar con el reposo, y no esperar, para
terminar con él. No somos aptos para el servicio hasta que hemos descansado primero en la
paz de Dios.
Cristo no va a poner su carga sobre un corazón cargado, como una persona no sobrecargaría
a su propio animal de carga; por tanto, el día de reposo cristiano da comienzo a la semana,
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enseñándonos que hemos de entrar en el reposo para poder estar preparados para el
servicio.
El cielo que contemplan muchos para cuando mueran debe venir tan pronto como han
empezado a vivir y prepararlos para todas las labores y cargas de la vida. Por tanto, nuestro
querido Señor dijo: «Venid a mí», primero, y «os haré descansar». Luego: «Tomad mi yugo
sobre vosotros» y «con el corazón descansado, id, servidme». ¿Hemos entrado en su
descanso, su glorioso descanso? ¿Tenemos ya no sólo la paz, sino la «paz, paz» en la cual él
va a guardar el corazón que permanece en él? ¡Oh, escuchemos la voz dulce que viene a
nosotros en la serena mañana del Edén, y del otro huerto y mañana, junto a la tumba vacía
de José de Arimatea, donde la inquietud y la ansiedad hallan reposo en su seno, suficiente
en todo.
En la puerta de una catedral inglesa, en la isla de Wight, está la figura de mármol de una
mujer echada, con la cabeza reposando en una Biblia abierta, y las palabras: «Venid a mí,
todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar». Es un recuerdo de una
princesa real, cuya vida se consumió durante muchos años en una prisión cercana, y que al
fin fue hallada una mañana con su hermosa cabeza descansando sobre este versículo, la
página todavía humedecida por las lágrimas. Su cansancio había hallado como almohada el
pecho de Jesús. Así que descansemos, antes que la mano fría de la muerte destruya nuestro
agitado pulso, y apoyándonos en su fuerza hallaremos que:
El jardín
No tiene por objetivo la indolencia o el deleite sensual, sino que ha de ser un hogar
apropiado, de actividad y servicio para una raza santa y feliz. Dios siempre quiso que sus
criaturas inteligentes estuvieran ocupadas, y el cielo será un lugar de servicio activo y
continuo.
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montes y los collados levantarán canción delante de vosotros, y todos los árboles del campo
darán palmadas de aplauso» (Isaías 55: 12). El sueño de hermosura más elevado del hombre
y el ideal divino de bendición se realizará plenamente y la tierra va a sonreír con la suavidad
y dulzura del paraíso restaurado. Demos una mirada al cuadro y apresurémonos a procurar
su realización mediante nuestro trabajo y oración para que se acelere su venida. Sin Él la
tierra no puede volver a ser un paraíso.
La figura del jardín está unida con todas las escenas de la redención. No sólo los recuerdos
felices del Edén, la triste historia de la Caída, sino que fue en un jardín que la marea del
pecado y del juicio arrolló al sufriente Redentor cuando con su agonía indescriptible y
sudando gotas de sangre, canceló nuestros pecados en Getsemaní, y plantó en el jardín de
nuestra vida aquellas mismas gotas en forma de semillas de esperanza y promesa. Fue en
un jardín, también, que fue enterrado, y donde la semilla de su preciosa sangre fue plantada
como trigo que cae en el suelo y muere conforme a la sublime figura que él mismo nos dio.
Y fue en un jardín que se levantó otra vez; fue saliendo de una aurora primaveral, en la
mañana de la Pascua, que la simiente de la promesa brotó en luz y vida inmortal, y las
esperanzas de nuestra salvación y gloria surgieron de la vida resurrecta de Jesús.
El jardín de Getsemaní y el huerto de José de Arimatea han deshecho el mal del jardín de la
Caída, y han abierto otra vez las puertas del Edén y su inocencia y felicidad. Y la figura del
jardín es llevada en el rico simbolismo de los profetas y poetas de la Biblia a la región de
nuestra vida espiritual. «Un huerto con vallado», «un huerto de granados», y preciosos
frutos y flores celestiales es la metáfora con la que el Maestro describe la obra de la gracia
en el corazón consagrado. Las gracias de la vida cristiana son exhibidas bajo la figura de
todos los frutos de la naturaleza; el cuidado del labrador es ilustrado por los métodos y
formas de cultivo humano; y aun los ríos del Edén pasan a ser una sugerencia, sino un
símbolo, de las corrientes de la gracia que alegran la Ciudad de Dios.
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El árbol de la vida
Se le describe en términos literales como uno de los árboles del jardín. Se hallaba en medio
del huerto, y quizá era su corona y su gloria. Es evidente que era el medio de sustento y
continuidad de la vida física del hombre, porque después de la caída del hombre el árbol
fue quitado de su alcance, por el motivo expreso de que el hombre no era apto, con su
naturaleza caída, de tomar del árbol de la vida, comer de él y vivir para siempre. Una vida
física perpetua en su nueva condición no sólo habría sido contraria a la maldición que ya
había sido pronunciada, sino que habría sido en sí una maldición para él.
Queda claro, pues, que incluso en el Edén su vida física no se sostenía por sí misma, sino
que dependía de provisiones que procedían de fuentes externas a él. Pregunto: ¿No tenía
esto el propósito de enseñarnos que nuestra vida física no está constituida en sí misma, sino
que necesita ser sostenida divinamente? Si el árbol de la vida es un tipo de Jesucristo, si él
es la fuente y centro de toda vida para el hombre caído, entonces la lección que hay en ello
es, de modo enfático y bendito, que él es para nosotros la Fuente de nuestra fuerza y
bienestar físico, así como espiritual. Pregunto: ¿No nos enseñó esto de modo expreso en sus
propias palabras en la tentación: «No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios»; y todavía más clara y vívidamente en sus palabras referentes al pan
de vida: «El que me come, vivirá por mí»; «El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí, y yo en él»?
Puede objetarse que el árbol de la vida fue apartado después de la Caída, y que esto nos
enseña que no tenemos derecho a esperar fuerza física sobrenaturalmente, a causa de
nuestro estado caído y nuestra maldición moral. Pero en la revelación de misericordia hecha
después de la Caída, se nos dice en un lenguaje que veremos de modo más explícito más
adelante, que Dios colocó serafines a la puerta del jardín, etc., «para guardar el camino del
árbol de la vida»; no para cerrar ese camino, sino para vigilarlo.
Ahora bien, si estos querubines eran, como veremos, tipos de Cristo y de su obra redentora,
el significado es muy claro y hermoso, y en tanto que la Caída ha cerrado el Edén para
nosotros, con sus antiguas fuentes de vida, y no podemos acercarnos al árbol de la vida a
través del Edén, con todo, hay provisto un nuevo camino a través de Cristo, y podemos
acercarnos a él por el camino de los querubines, esto es, por el camino del Señor Jesús, y por
medio de él recibir la fuerza que da vida a la medida de nuestras necesidades en este estado
mortal; y luego, más adelante, participar de su plenitud en la gloria de resurrección del
futuro eterno.
Pregunto: ¿Hemos entendido estas cosas? «Por eso, todo escriba docto en el reino de los
cielos es semejante al padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas»
(Mateo 13: 52). ¿Hemos recibido no sólo la verdad, sino «el Espíritu que es de Dios, para que
podamos conocer las cosas que nos son dadas gratuitamente por Dios? Estamos en un
hermoso palacio; el intérprete o guía nos conduce, y nos muestra todos sus tesoros. Se para
y dice: «Todas estas cosas son vuestras». Son la nueva creación, el amor del esposo, el reposo
de Dios, las flores y frutos de la labranza espiritual, y la vida de Cristo para ser manifestada
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incluso en nuestra carne mortal. Si es así, realmente, para nosotros es válida ya la palabra:
«Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas… Y me
dijo: Hecho está… Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la
vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo»
(Apocalipsis 21: 5 al 7).
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Capítulo 2
Símbolos y tipos en la historia de la Caída
La serpiente o la tentación
Aunque, como es natural, creemos que hubo una serpiente literal empleada como
instrumento de la tentación, con todo, el lenguaje de la Biblia muestra con claridad y
precisión una personalidad más fuerte detrás del agente visible, al cual se aplica este nombre
(serpiente) en muchas alusiones subsiguientes. Los escritores del Nuevo Testamento hablan
de modo invariable de Satanás bajo esta figura, y en las escenas finales del Apocalipsis se
revela la visión de su juicio y destrucción finales.
La serpiente literal
No debe sorprendernos que Satanás se presentara ante nuestros primeros padres bajo esta
forma, y que, al parecer, al verlo, Eva no se sobresaltara. No conociendo todavía todas las
propiedades y características aún de la creación natural, ella debe de haber considerado
como algo corriente que la serpiente se le dirigiera. Nunca había sido tentada antes, por lo
que no había motivo para que se guardara contra la tentación. La lección para nosotros es
evidente y solemne: que la tentación no nos asaltará, por lo general, en su aspecto repulsivo
y en su fuerza satánica sin disfraz, sino que vendrá a través de una causa segunda, y siempre
de una forma de la que en modo alguno vamos a sospechar.
La idea tradicional de que el diablo se presentó ante nuestro Señor con pezuñas y forma
diabólica es contraria a la misma idea de la tentación; una criatura así no es probable que
engañara a nadie o le persuadiera. Un viejo escocés, mirando un cuadro de la tentación,
sonrió con ironía al ver la figura de un feroz enemigo, y respondió secamente: «Un diablo
así nunca conseguiría tentarme». Sospechamos, pues, del mal que se nos acerca en formas
insidiosas, no en apariencias sobrecogedoras o manifestaciones espeluznantes, sino en el
simple quehacer de lo común, sucesos y objetos de nuestra vida cotidiana, y recordemos
siempre que el precio de la seguridad es la vigilancia perpetua.
El tentador real
Tenemos, pues, que insistir en que se trataba del diablo. Isaías le llama «leviatán serpiente
veloz… serpiente tortuosa… dragón que está en el mar» (Isaías 27: 1). Pablo le llama la
serpiente que engañó a Eva con astucia, y Juan le llama serpiente antigua, y dragón, que es
el diablo y Satanás.
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originalmente era uno de los seres creados más inteligentes: «Tú, querubín grande,
protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de
fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta
que se halló en ti maldad» (Ezequiel 28: 14 al 15). Es la personificación del conocimiento sin
pureza, de la sabiduría sin principios, de las características más brillantes del intelecto,
hermanadas con los motivos más egoístas, malignos y atrozmente malvados. Como la
serpiente, su recurso principal es la astucia; sus artimañas han de ser temidas más que sus
ataques directos. Es evidente por este relato, que su carrera de maldad y ruindad empezó
hace ya mucho tiempo. Arrastró consigo a un grupo de ángeles que no observaron su primer
estado, y con él siguieron su curso desesperado, y ahora ha venido para echar a perder la
pureza y felicidad de este hermoso mundo nuevo que ha salido de las manos del Creador.
El por qué Dios le permitió, aunque sólo fuera por una temporada, que pudiera tocar con
su influencia la creación, es uno de los misterios del gobierno divino, pregunta que seguimos
haciéndonos día tras día. La respuesta a esta pregunta que probablemente nos da la razón
suficiente es que el bien tiene que ser puesto a prueba antes de recibir la recompensa, y que
todo carácter y justicia debe estar a prueba del diablo antes de que pueda ser aprobado y
recompensado de modo final.
El método de la tentación
El método que sigue la serpiente para engañar a Eva es fingir un asentimiento total a lo que
luego va a poner en duda y negar. El objetivo es no poner en guardia al otro, ponerse de su
lado, adoptar su punto de vista para acercársele más. Es esta la forma en que siempre se
acerca a nosotros. Siempre prefiere luchar a favor de él mismo si estuviera a nuestro lado en
la pelea. El diablo preferiría, con mucho, trabajar desde un púlpito cristiano que desde la
prensa incrédula o desde un escenario de teatro.
Lo primero que dice es una mentira redomada, y a partir de aquel día ha seguido
diciéndolas. Nuestro Salvador le llamó mentiroso y padre de mentira. La única manera de
entenderle y pararle los pies es sospechar que lo que promete son maldiciones y lo que
amenaza son promesas de bendición divina, es decir, ver en lo que dice que lo opuesto es
probablemente la verdad.
Luego viene una pregunta. Con razón se ha dicho que el punto de interrogación es también
la figura real de la serpiente, que es sinuosa. Las preguntas son su arma favorita. No ataca
directamente nuestra fe, sino que astutamente hace preguntas insidiosas, de todos los
matices; y cuando ha depositado la pregunta, como hace la araña con su tela con la mosca,
con exquisita habilidad y rapidez nos enreda en ella como una trampa fatal.
Sus preguntas se dirigen directamente a las palabras de Dios: «¿Conque Dios os ha dicho?».
Este es su dardo predilecto, y nunca tan efectivo como cuando va acompañado de una
supuesta adhesión. El «Dios no ha dicho» ateo afirmado por Voltaire o Paine no es ni la
mitad tan peligroso como el fino escepticismo insinuante que es su instrumento preferido
en el púlpito y la prensa religiosa, y que dice: «No moriréis».
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El espíritu del escepticismo respecto de la inspiración de la Biblia siempre va seguido de un
aflojamiento en la creencia en las sanciones del gobierno divino y la negativa de su
retribución.
Las enseñanzas extendidas y perniciosas de las numerosas voces que se dicen consagradas
con respecto al futuro y los intentos de establecer un sistema de fácil indulgencia y un
tiempo indefinido en que se pone a prueba al impenitente y obstinado, no son sino las voces
del Edén que se repiten en ecos múltiples en estos últimos tiempos, en que las edades llegan
a su fin, y los prototipos del pasado están recibiendo su cumplimiento final y definitivo.
Observemos que la promesa de Satán a Eva: «Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como
Dios, sabiendo el bien y el mal», no era en modo alguno falsa. El diablo no siempre miente,
pues de ser así, a estas alturas nadie daría crédito a sus falsedades.
Sus afirmaciones contienen bastante verdad para que puedan pasar por buenas; sus drogas
son bastante dulces para hacerlas aceptables al paladar; sus promesas son bastante creíbles
para que pueda enredarnos con ellas en su trampa. Sus víctimas se vuelven como dioses,
realmente, incluso como él mismo ha pasado a ser, al rechazar la autoridad de Dios y ser su
propio dueño y señor de su voluntad y de su vida. Pero ésta es la misma maldición de
nuestro estado caído, de la cual sólo podemos ser salvos por la muerte del yo y la vida de
resurrección del Señor Jesucristo.
Cuando dejamos esta escena ¡qué cuadro tan triste y tan solemne es el de la primera
tentación!: un Edén de delicia; una herencia rica en toda clase de bendición; una hora de
amor supremo por parte del cielo, y, con todo, la hora del peligro; la hora del poder de las
tinieblas; la hora escogida por nuestro tentador y destructor; una hora en que tuvo lugar el
desastroso naufragio y ruina de un mundo, y que proyectó su sombra sobre la eternidad. Es
a nuestro Edén que viene la serpiente en el momento en que nos consideramos más seguros.
Por tanto, «velad y orad, para que no entréis en tentación».
El relato implica que éste era un árbol literal; el nombre que se le aplica es posible que
proceda de alguna propiedad en el que estimulara o impartiera sabiduría prohibida, pero
más probablemente debido a que, al comer de él, y con ello entrar en una condición de
pecado, el hombre en su propia experiencia, obtenía el secreto del conocimiento del mal y
la diferencia entre el bien y el mal.
Sugiere la importante lección de que los principales ataques de Satán contra nosotros van
dirigidos contra nuestro entendimiento, y que estamos en el peligro principalmente de caer
debido a nuestro intelecto.
El árbol simbólico del mal es un árbol del conocimiento; el símbolo del bien es el árbol de la
vida. La promesa que nos hace el diablo es de sabiduría superior; el don del Señor es de vida
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eterna. La jactanciosa sabiduría del mundo es necedad para Dios; el principal obstáculo a
una fe simple es el espíritu de raciocinio humano y de confianza excesiva en nuestras
propias ideas y juicios. Por tanto, si un hombre quiere aprender de Dios: «Hágase necio,
para que pueda ser sabio».
Rowland Hill solía decir que la mayor necesidad de muchos hombres era que se les
amputara el cuerpo a nivel del cuello de la camisa. Antes de que se nos pueda enseñar
verdaderamente a ser guiados por el Espíritu es necesario que primero se nos corte la cabeza
y que se nos ponga otra nueva en Cristo. Sin Cristo el árbol del conocimiento es una
maldición.
El proceso de conocimiento divino es primero vida, «y la vida era la luz de los hombres». El
conocimiento del mal ha de ser temido de modo especial. La inocencia consiste
esencialmente en la ignorancia del mal, y tan pronto como nos demos cuenta de ello, con
toda seguridad, vamos a renunciar a ese fruto prohibido y llegar a la idea escritural, sabia,
respecto a lo que es bueno, simple, respecto a lo que es malo.
El proceso del pecado y la tentación en la mente de Eva, en conexión con el árbol prohibido,
es también instructivo, visto desde el lado del tentador. Primero vemos que el diablo apeló
a su naturaleza inferior y estimuló sus apetitos físicos. Vemos que el árbol era «bueno para
comer». Este es el «deseo de la carne» que menciona Juan como el primer estadio del deseo
pecaminoso. Luego viene el que era «agradable a los ojos», esto es, el estadio estético, el
contacto de la tentación con la naturaleza física, representando las incitaciones que afectan
a nuestros gustos, sensibilidad, intelecto y naturaleza emocional.
La lección más solemne que nos viene de este símbolo del pecado es el hecho de que, en sí
mismo, el acto de Eva era, al parecer, completamente trivial. No había duda en su carácter
inherente de pecado que lo hiciera parecer espantoso. El comer una simple fruta era algo
que tenía que parecer incapaz de dar lugar a consecuencias serias. Si hubiera sido un acto
blasfemo, sangriento o de violencia explosiva estaríamos preparados para esperar de él
consecuencias desastrosas, pero que una cosa tan trivial como saborear una simple fruta
hubiera de ser el pivote sobre el que girara el destino del mundo es algo que nos deja
atónitos.
Pero aquí se halla la misma esencia del principio moral y la delgada línea que separa el bien
y el mal a mayor distancia que los polos uno del otro; es decir, que el bien es bien, y el mal
es mal no de modo graduable según las circunstancias o consecuencias, sino de modo
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absoluto, debido al principio; y cuanto menos importantes son las circunstancias, más
énfasis se hace sobre el principio.
Cuando hacemos algo o nos abstenemos de hacerlo debido a los resultados adversos que se
siguen de ello, estamos obrando por motivos distintos del principio en sí; pero cuando la
cosa no es importante en sí, hasta el punto de quedar desligada de otras cuestiones, y el acto
es ejecutado simplemente porque nos ha sido ordenado, entonces es de modo manifiesto un
acto más perfecto de absoluta obediencia.
Las grandes pruebas de la obediencia, pues, con frecuencia consisten en cosas muy
pequeñas. Si podemos obedecer a Dios en lo que parece una bagatela, damos muestras de
un espíritu de obediencia puro y simple, y cuando le obedecemos en un pequeño detalle,
que incluso es posible que no entendamos, y cuyas consecuencias no captamos, nuestra
obediencia es más perfecta y agradable para él.
Por tanto, hallamos que Saúl perdió su reinado debido a un pequeño acto de desobediencia,
y un profeta de Israel perdió su vida simplemente porque fue a dormir a la casa de un amigo,
en contra de lo que se le había mandado; en tanto que, por otra parte, el pacto de Abraham
fue establecido mediante un acto de obediencia estricta a una orden que parecía
incomprensible. Eva echó a perder el mundo debido a un pequeño acto de desobediencia y
los asuntos, en nuestras vidas, giran asimismo alrededor de puntas tan precisas y
minúsculas como las joyas sobre las que dan vuelta las ruedecitas de nuestros relojes. En
esta triste figura, la raíz del pecado es la duda; el árbol, la desobediencia, y el fruto, la
muerte.
El primer efecto del pecado es la vergüenza, una sensación de desnudez, una vivencia
extraña que hace incluso que lo que era inocente y puro se vea sucio, repugnante, malo.
Cuando desobedecemos a Dios, incluso las cosas más santas de la vida y la naturaleza
quedan contaminadas. La pareja culpable al instante descubrió que tenían conocimiento del
mal, y su sentimiento de vergüenza y desnudez implicaba mucho más que el mero darse
cuenta de ello físicamente, porque era el comienzo de una mala conciencia, y el roer de esta
autoincriminación que constituye la maldición del pecado.
El instinto por el que se procuraron el modo de cubrir sus personas por medio de hojas de
higuera en el huerto, es un símbolo de los intentos vanos del hombre culpable, en cada
época, de hallar algo con qué cubrir su vergüenza y su castigo. Este algo pueden ser excusas
e intentos de paliarlo con que el alma al principio procura evitar enfrentarse con lo hecho y
cubrir su culpa. Esto lo vemos en los pobres pretextos y muchas recriminaciones de Adán y
Eva en este capítulo.
Las hojas de higuera pueden simbolizar también la justicia propia del hombre, representada
en el capítulo próximo por la ofrenda de Caín y en épocas ulteriores por las ceremonias y
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servicios externos de las falsas religiones de la tierra, que nunca pueden cubrir la desnudez
del corazón pecaminoso o satisfacer las exigencias divinas de amor y pureza perfectos.
Quizás, más que nada, está cubierta representa los innumerables métodos con que la
humanidad ha resuelto, a su modo, la cuestión del pecado y satisfecho la conciencia culpable
mediante sacrificios, torturas autoinfligidas y toda la cruel y abominable serie de ritos de la
idolatría pagana.
Todos ellos no son sino harapos inmundos que va a arrancarnos la inexorable mano de la
justicia dejando al pecador temblando y expuesto en su culpa desnuda ante el ojo penetrante
del juicio de Dios. Pecador, ¿en qué forma has cubierto tu alma desnuda y satisfecho tu
conciencia culpable? Sólo hay una vestidura que pueda esconder tu pecado y cubrir tu
desnudez: la túnica sin costura de la justicia de Cristo.
La simiente prometida
La primera palabra de juicio en esta hora sombría fue pronunciada sobre la serpiente en el
acto de juicio de los dos que temblaban por su pecado, y fue una palabra para ellos extraña,
y quizás en aquel momento, de incomprensible misericordia. «Su simiente te herirá en la
cabeza». Esta fue la primera promesa de la redención. Lo maravilloso de ello fue la calma e
infinitos recursos de la gracia divina, que ya había preparado este maravilloso remedio, y
que sin ninguna expresión de impaciencia o perplejidad sigue desplegando sus propósitos
de salvación que tenían que deshacer el daño hecho en esta hora terrible.
Si a nosotros nos hubieran llamado a hacernos cargo de esta situación, y hubiéramos visto
que nuestros intentos más nobles habían sido desbaratados por la maldad de nuestro
enemigo y la infidelidad de nuestros amigos, es más que seguro que nos habría arrebatado
la indignación y el desengaño.
Pero Dios estaba preparado para esta situación. Con antelación, ya en edades anteriores,
había preparado su plan: el Cordero inmolado desde la fundación del mundo; y aplazando
el juicio de los transgresores hasta que primero hubiera provisto el remedio, empezó a
desenrollar el pergamino de la promesa de redención que, al fin, llegó a su cumplimiento
en la cruz del Calvario y la consumación de esta redención.
Riquezas maravillosas de gracia con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en
nuestros delitos y pecados, «para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas
de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús». El lenguaje de esta promesa
a través de todo el velo del símbolo y la figura resplandece con el amor y la refulgencia del
evangelio.
El mismo término «simiente» sugiere la figura que el Maestro se aplicó a sí mismo como el
gran tipo natural de la vida a través de la muerte. Él es la verdadera simiente de toda vida
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espiritual, plantada como el grano de trigo en el suelo para morir, pero para brotar y dar
mucho fruto de descendencia espiritual.
Pero hay un matiz oscuro y triste en toda esta gloria y victoria, y es el cuadro del Salvador
que sufre: «Tú le herirás en el talón» es una visión de Getsemaní y el Calvario, y la sangre y
muerte del vencedor de Satán:
«Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (Génesis 3: 21).
Tras este simple enunciado hay todo un mundo de sugerencia espiritual. ¿Por qué había que
quitar las pieles de los animales para cubrirlos cuando podían haberse provisto vestiduras
más simples, sin el costo y sufrimiento, y la vida del animal? ¿Por qué ha de seguir tan
pronto la muerte, de modo especial, la muerte de criaturas inofensivas que les rodeaban?
En el capítulo siguiente se introduce la figura del sacrificio, y vemos al cordero que sangra
y muere sacrificado en el altar: la víctima designada divinamente para cubrir el pecado de
Abel.
¿Cuándo fue inaugurado este rito? ¿No fue en este momento en que el plan de la salvación
acababa de ser revelado y se había prometido al redentor sufriente? ¿Qué podía ser más
apropiado que este extraño misterio del sufrimiento y la muerte de este cordero
ensangrentado que se les mandó que sacrificaran para enseñar a nuestros padres
atemorizados el significado de la muerte en que ellos habían incurrido, y la muerte sacrificial
de Aquel que iba a salvarlos de la amargura eterna?
Y luego, cuando su sangre fue rociada en el altar y su carne consumida en el fuego simbólico,
¡con qué perfección habría expresado la justicia justificadora del Salvador que vendría, el
que se les quitara la piel y se les vistiera a ellos con una túnica hecha de estas pieles, en vez
de las hojas de higuera de su propia auto justificación!
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Un pastor ilustró una vez esta idea con singular belleza. Una de sus ovejas había perdido su
cordero y él trataba de inducirla a cuidar en su lugar a otro cordero, pero era en vano.
Entonces despellejó al cordero muerto y cubrió con su piel al vivo. Al instante, la madre
cambió de actitud; en vez de rechazar al cordero, lo recibió con afecto y le permitió ocupar
el lugar del otro, el suyo propio.
Y lo mismo vemos con la túnica de Cristo. Unidos a su vida y justicia somos aceptos en el
Amado y estamos en la misma relación con nuestro Padre celestial y su propio querido Hijo.
Querido amigo, ¿has llegado a conocer la bienaventuranza del hombre cuya transgresión es
así perdonada y que puede cantar: «Jesús, tu sangre y tu justicia, mi gloria y hermosura
son…»?
Los querubines
El último símbolo de esta escena y el más sublime es la figura que Dios colocó en la puerta
del Edén, llamándolos ‘querubines’, y la espada encendida que se revolvía por todos lados
para guardar el camino del árbol de la vida.
Podemos descubrir mucho en el significado espiritual de estas extrañas figuras por el lugar
que ocupan en cuadros y revelaciones subsiguientes. Vuelven a aparecer en el Tabernáculo
como el complemento y corona del propiciatorio sobre el arca, y habían sido batidos del
mismo trozo de oro, implicando sin duda que habían de tener el mismo significado.
Esto indica de modo imperativo la persona y obra de Jesucristo, del cual el propiciatorio y
el arca eran los símbolos más perfectos. Volvemos a encontrarlos en la presencia de Dios
cuando él reveló su propósito de salvar a Israel y luego retiró su presencia del santuario
hasta que su plan de juicio se hubo cumplido. Y finalmente, encontramos este símbolo en el
libro de Apocalipsis, como los cuatro seres vivientes relacionados con el trono y el Cordero,
cantando el nuevo cántico de la redención a Aquel que nos ha redimido de todo pueblo,
tribu y nación. Allí parece que no sólo representan la persona de Cristo, sino de modo más
especial a su pueblo redimido.
Sin entrar en detalles sobre la argumentación de esta opinión, es suficiente para nosotros
aquí que asumamos que son símbolos divinos. Primero simbolizan la persona y atributos
del Señor Jesucristo como nuestro Redentor y Cabeza; y segundo, como representantes y
tipos del pueblo redimido. Es el principio glorioso, tan divinamente verdadero que, como
él es, así somos nosotros, y que la gloria que le pertenece a él, él nos la da y la compartiremos
con él.
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la humanidad redimida; primero en la persona de su gloriosa Cabeza, y finalmente, en los
rescatados y su pueblo glorificado.
Con esto a la vista, los detalles del símbolo pasan a ser muy instructivos y hermosos.
Comprenden y combinan una figura con las alas extendidas y cuatro rostros. La primera
representa a un hombre, y por ello representa la perfecta humanidad del Señor Jesucristo y
su pueblo, simbolizando así las cualidades humanas de afecto e inteligencia.
El cuarto era el rostro de un águila, que de modo sublime nos sugiere la agudeza de visión
y lo elevado del vuelo, y el lugar exaltado de gloria y bendición al que Cristo y sus
seguidores ascenderán en la consumación del plan de gracia.
Todo esto es tan verdadero, que los padres primitivos usaron estos cuatro símbolos como
los signos de los cuatro Evangelios. Mateo es representado por el león; Marcos, el buey;
Lucas, el hombre; y Juan, el águila que se remonta: el cuádruple retrato de su Hijo. Uno a
uno, también, siguiendo en sublime procesión y entrando en el espíritu del nuevo hombre
y del Hijo del Hombre vienen la majestad de su filiación, la fuerza y paciencia de su vida
crucificada y levantada y la intimidad y exaltación de su ascensión y su comunión celestial.
Éste era el ideal de la humanidad redimida que Dios colocó como un grupo escultórico
celestial, como una promesa de nuestro futuro destino, como un objetivo de nuestras
aspiraciones más elevadas, en el mismo umbral de la herencia perdida por el hombre, y en
el mismo momento de la caída y tinieblas más sombrías y profundas del hombre.
Así que, cuando las cosas parecen más tristes y el temor nos deja sobrecogidos, el mismo
autor invencible viene a nuestra impotencia, eleva nuestra debilidad, e indica a nuestro ojo
macilento el premio, arriba, que tenemos delante, comprado para nosotros por el glorioso
capitán de nuestra salvación.
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Capítulo 3
Símbolos y tipos en tiempos antediluvianos
El sacrificio de Abel
En los dos hijos de Adán y Eva la naturaleza humana se ramificó en sus dos grandes
familias, y estas dos razas han venido llenando desde entonces la historia de la vida humana.
El oficio que eligió, pastor, indica quizá un espíritu quieto y reflexivo, libre de las ambiciones
burdas del mundo; y le pone en la misma línea de Abraham, David y otros elegidos de Dios,
y hace de él un tipo apropiado del Gran Pastor a quien va a prefigurar luego con su propia
muerte. Él es el primer ejemplo definido en las Santas Escrituras del rito de la adoración
sacrificial y es mencionado en este sentido en la Epístola a los Hebreos como el primer tipo
de fe justificadora.
No hay duda que la institución del sacrificio ya había sido dada a nuestros primeros padres,
pero fue Abel el primero a quien contemplamos llevando su cordero a las puertas del Edén,
y presentando su víctima ensangrentada ante el divino altar bajo las alas protectoras del
querubín. «Por fe», se nos dice, «Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por
lo cual alcanzó testimonio que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto,
aún habla por ella».
El sacrificio de Abel, pues, nos habla a través de seis mil años, como la nota clave del
Evangelio de la Redención.
Hay otras voces que han hablado desde entonces, pero la suya será la primera, para siempre.
Su vida fue breve y simple, pero este acto fue suficiente para colocar testimonio a la cabecera
de la nube de testigos y darle el lugar más prominente, por toda la eternidad, en el coro que
entonará alrededor del trono: «El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las
riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza».
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puerta», parece dar este significado al sacrificio de Abel; y la referencia a la «gordura» en el
versículo 4 identifica claramente este sacrificio con la ofrenda de paz de Levítico, en la cual
la grasa o sebo era ofrecido especialmente a Dios como representando su parte en la ofrenda
de Cristo.
Estas dos ofrendas expresan con gran viveza y hermosura el efecto de la muerte de Cristo
en la expiación plena de nuestros pecados y su anulación, que efectúa nuestra reconciliación
y nos lleva a la comunión con Dios. La idea específica de la ofrenda de paz era la de una
fiesta de comunión entre Dios y el pecador. Simbólicamente, él se alimentaba del sebo del
sacrificio y el pecador de la carne, en tanto que la sangre hacía expiación y quitaba de en
medio la culpa y la conciencia del pecado.
No sabemos hasta qué punto estos detalles fueron revelados a Abel, pero sí es cierto que
presentó su cordero como una expresión de fe simple en la expiación de Jesucristo y quedó
justificado por ella precisamente como lo somos nosotros bajo el Evangelio.
Y por ello, en cada etapa, la humanidad más profunda sigue el paso de la confianza más
elevada, y la cruz de Cristo es el principal instrumento de Dios para convencernos de pecado
y crucificarnos a nosotros mismos así como al mundo. Ningún alma puede ver a su Salvador
hasta que ve su pecado, y entonces verá y sentirá más profundamente su pecado cuando
contempla a su Salvador. Hemos de ocupar el lugar del publicano antes de que podamos
ser perdonados. La única base para creer es que estemos al pie de la cruz de rodillas
clamando penitentes: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
3. El acto de Abel fue un acto de obediencia y sumisión al plan de misericordia revelado por
Dios, ya que sin duda había sido dado a conocer a nuestros primeros padres a partir de la
caída. Éste era el evangelio de aquellos días primitivos, y al recibirlo, Abel hizo exactamente
lo que se le había mandado que hiciera y que se nos manda a nosotros que hagamos ahora,
y lo que Caín y toda su raza se han negado a hacer por orgullo e incredulidad. «Porque
ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a
la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree»
(Romanos 10: 3 al 4). Abel no se entretuvo a razonar sobre el asunto, sino que simplemente
acudió en la forma que Dios le había indicado, y fue aceptado.
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Esto es fe, y todo lo demás es incredulidad. Caín trató de hallar un camino suyo propio, y
pereció. Naamán pensó que las aguas de los ríos Abana y Farfar de Damasco eran tan
buenas como las del Jordán, y él también habría perecido si no hubiera obedecido las
instrucciones de Dios, cosa que hizo después. Los fariseos eran de la misma raza, y por su
orgullo e incredulidad perdieron la salvación de su propio Mesías. Y así hoy, hay dos clases
de personas también que van en direcciones opuestas: la una siguiendo su propio camino,
y la otra sometiéndose al camino de Dios. ¿En dónde te encuentras tú? Reduzcamos nuestros
corazones implícitamente a la obediencia de la fe, sometámonos a su juicio como pecadores
condenados y luego a su gracia como pecadores perdonados, y así podemos reclamar no
sólo su misericordia, sino su justicia y su fidelidad que nos reivindicarán cuando nos
hallamos en el lugar que él ha dicho nos corresponde, y nos acercamos a él en la forma
designada por él.
4. Nos dice el apóstol que el sacrificio de Abel implicaba todavía otro elemento; a saber,
creyó que era justificado y justo por los méritos de su ofrenda. No sólo creyó que era un
pecador, sino que creyó con la misma fuerza, que era un pecador perdonado. No sólo ocupó
el lugar de la condenación ante la palabra de Dios, sino que se levantó al lugar de la
aceptación y la filiación. «Por la fe… alcanzó testimonio de que era justo». La fe no debe
detenerse en el ruego del penitente, sino que ha de elevarse al cántico del perdonado: «Oh,
Señor, te alabaré; tú estabas enojado conmigo; tu ira se ha apartado, y tú me consuelas. He
aquí, Dios de mi salvación, confiaré y no temeré». No hay presunción en esto, es
simplemente hacer honor a la propia palabra de Dios, y él se complace más en ello que en
nuestras lágrimas y ruegos después que hemos reclamado la promesa y la sangre. Su
palabra absoluta es: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad». El hecho de no creer, o sea, no fiarnos
de esto, le hace a Dios mentiroso y añade este pecado de incredulidad a los que ya estamos
confesando. No habría sido humildad por parte del hijo pródigo el que se hubiera escurrido
a la cocina o al establo después de que su padre le había abrazado con lágrimas de
reconciliación.
El buen Francisco de Sales recibió la visita de un pecador tembloroso, el cual le contó con
lágrimas amargas la maldad infamante de su vida. El buen hombre escuchó y luego,
arrodillándose con el penitente, reclamó el perdón divino en unas simples palabras de
confianza, y luego, volviéndose al penitente, le dijo: «Ahora, querido hermano, ¿quieres orar
por mí y bendecirme?».
El hombre se dio cuenta inmediatamente de la posición que Dios requería que adoptara, y,
temblando por el mismo gozo que sentía, se atrevió a reclamar su lugar como un hijo del
amor infinito y eterno.
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Sí, ésta es verdaderamente nuestra posición. «con la cual nos hizo aceptos en el Amado».
¡Oh qué transformación! ¡Qué milagro de divina transición! Un momento antes perdido,
ahora salvado; antes hijo de ira, ahora hijo de Dios; en la misma hora, culpable de sangre y
blanco como la nieve. ¡Oh! ¿has reclamado tu lugar? ¿Has aceptado este don inefable?
Abel llegó a conocer esto simplemente creyendo. No hay duda, sin embargo, que Dios
añadió, después que hubo creído, una muestra visible de la aceptación de su sacrificio,
según se expresa en las palabras. «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda». Lo
mismo, nuestra fe en la promesa de Cristo es también sellada por el testimonio de Dios y el
sello del Espíritu Santo en el corazón, y también por el nuevo lugar de amor, honor y
bendición al que Dios al instante nos exalta.
Esto se expresa con la palabra agrado. Dios nos trata con respeto divino. En el momento en
que nos unimos a Cristo, somos objeto de la más elevada consideración por parte de Dios;
nos concede la consideración que da a su propio Hijo; nuestras personas, nuestras oraciones,
y todos nuestros intereses pasan a ser infinitamente importantes para él, y todo ángel del
cielo se siente orgulloso de ministrar para nuestro bienestar y estar a la expectativa de sus
órdenes a favor de sus hijos e hijas. ¡Oh, a qué lugar de honor y dignidad nos ha llevado
Cristo! «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios».
5. Pero Abel también tuvo que sufrir por su fe. Le costó la vida. No sólo fue el primer testigo
de la fe, sino también el primer mártir por Jesús; y, por ello, se usa la misma palabra para
testigo y mártir, que es igual en la lengua griega en el capítulo 11 de Hebreos.
Con frecuencia, nuestro testimonio a favor de Cristo tiene que ser por medio del sufrimiento
y algunas veces mediante la muerte. Aunque nos gozamos en los honores de nuestra
elevada vocación, seamos fieles también en nuestro testimonio, para que no sólo en vida,
sino también «ya muertos» podamos seguir hablando, según dice de Abel el apóstol.
Su vida como labrador quizá exprese, hasta cierto punto, su orgullosa decisión de vencer la
maldición de la caída y de sacar de la tierra, por medio del trabajo y el cultivo, algo que
contradijera o contrarrestara los espinos y los cardos de la maldición. Estaba orgulloso de
su trabajo, y sin duda olvidó que la tierra había sido maldecida por el pecado del hombre.
No sólo pasó la tierra a ser la esfera de su ocupación, sino también el símbolo de su espíritu.
Su corazón y su vida eran de la tierra, terrenales. No conocía otra religión más elevada que
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la que había nacido de la tierra y no tenía otro objetivo o propósito que sus placeres y
empresas.
Y así, cuando llegó el momento del culto público de adoración, la ofrenda que trajo fue
simplemente el fruto de su propio trabajo, los productos de su esfuerzo. No reconoció la
condición del pecado o la necesidad del perdón, sino que trató a Dios en términos propios,
como el que se siente libre para intercambiar presentes con un amigo humano. Caín no
carecía de religión, cosa que ocurre a pocos hombres, pero su religión no reconocía el pecado
y, por tanto, no tenía necesidad de expiación.
Al mismo tiempo, hemos de admitir que quizá era una religión muy hermosa, como las
religiones sin Cristo son con frecuencia. Su altar a la puerta del Edén puede que tuviera
mucho más atractivo al ojo que el de Abel, y probablemente era una escena rústica de gusto,
adornada con flores y hojas, cargadas de espigas doradas de la cosecha y frutos de colores
variados de su huerto, con el mismo espíritu que hoy se emplean ornamentos oratorios,
música, decoraciones arquitectónicas y el esplendor de un ritual magnífico y ceremonias.
Como en la ofrenda de Caín no se reconocía el pecado, tampoco había en ella lugar para
Cristo. No había símbolo del Salvador venidero, no había la figura de cordero expiatorio, ni
el temor de la necesidad de sufrimiento y justicia para satisfacer a un Dios santo. Ésta es
siempre la característica de la religión natural; ésta es siempre la prueba del verdadero
evangelio.
A un viejo monje, en las vigilias de su celda, se dice que se le apareció el diablo en una forma
fascinante. Parecía un ángel y le habló como un dios. Le dijo: «Yo soy tu salvador; he venido
a traerte la seguridad de mi amor y la visión de mi gloria, y quiero que me adores». El santo
casi quedó engañado, pero de repente volvió los ojos a su visitante, y le dijo: «Si tú eres mi
salvador, voy a adorarte; pero si lo eres, no me rehúses darme la prueba que te pido. Si eres
Jesús tendrás en las manos, los pies y el costado, las marcas de los clavos y de la lanza».
En un momento cambió la aparición; se extendió una nube negra por su rostro, y con
maldiciones y silbidos el aparecido desapareció de la celda. Así podemos siempre poner a
prueba la verdadera fe y el verdadero Evangelio. Siempre tendrá las marcas del crucificado.
Descartemos toda clase de forma de culto y religión que no reconozca plenamente nuestra
pecaminosidad y condición de perdidos, y donde no ensalcemos de modo inconfundible y
decidido el sufrimiento del Salvador que expía el pecado.
La ofrenda de Caín eran simplemente obras, las cosas que él había realizado con sus manos
pecadoras. Es el tipo perfecto de toda forma de autojustificación. Eran inaceptables porque
eran las obras de un hombre pecador y los frutos de una tierra maldita. Y así, nuestras
mejores obras están manchadas por el hecho que nosotros, que las ejecutamos, somos
pecadores, y brotan del suelo de nuestra naturaleza humana, que ya está bajo maldición.
Hay muchas variedades y grados de maldad, pero cualquiera de ellos es bastante para
manchar nuestra mejor justicia y dejarla como «trapos de inmundicia». Y así Caín fue
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rechazado como toda alma tiene que serlo ante la presencia de Dios. ¿Dónde te encuentras,
querido amigo? ¿Cuentas todavía con tu propia justicia, o te has apropiado ya de la justicia
de Jesucristo?
Muchas personas consideran esta pregunta como un mero juego de palabras o una cuestión
de dogmas, pero nosotros vemos con tristeza, en la historia de Caín que la fe de un hombre
es la fuente real de donde brota su vida y su conducta, y que un defecto aquí va a ser fatal
en todo lo que se refiera al carácter y el destino. La incredulidad, en Caín, dio lugar al
desarrollo de una forma grave y violenta de maldad, y le llevó de modo irreparable a la
destrucción. El primer paso fue simplemente la justicia propia y el rechazo de Cristo; el
segundo fue la malicia, la envidia y el homicidio.
Pero aún hay otra etapa en la carrera de Caín. Este capítulo termina, no con una sentencia
de juicio eterno, sino con un cuadro brillante y fascinador de la primera ciudad humana y
escenas de alta civilización, riqueza y deleite sensual. Separado de Dios y perdido para la
esperanza eterna, Caín, como ocurre con otros, se volvió al mundo y se lanzó a sus goces y
ofrecimientos. La religión que nació de la tierra, como se muestra en su ciudad, termina en
la tierra.
Los nombres de la familia de Caín y sus empresas están todos relacionados con fases
variadas de la riqueza y la cultura. En su linaje tuvieron nacimiento las artes, la fabricación,
las riquezas y los placeres sociales y sensuales. En ellas vemos los primeros tipos de belleza
física, de gusto musical, de empresas ambiciosas, de vida urbana, poligamia y el panorama
de placer terreno y civilización humana que, a partir de entonces, ha crecido en
proporciones tan vastas y ha desviado a los hombres de Dios y de su justicia.
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El traslado de Enoc
Los números y los nombres simbólicos tienen un lugar muy importante en las Sagradas
Escrituras. Encontramos los dos en la historia de Enoc. Era el séptimo desde Adán, y el
número siete es el número de la perfección.
En Enoc, la raza alcanzó su tipo ideal, y aquello que, al final, Dios va a llevar a la humanidad
redimida a realizar tanto en carácter como en destino; porque Enoc realizó el ideal más
elevado de Dios en ambas cosas. Anduvo con Dios, agradó a Dios, y Dios se lo llevó en un
carro de gloria por encima de las olas de la muerte.
1. Anduvo con Dios: No fue una santidad independiente, establecida por él mismo, sino un
contacto personal con el Padre, en quien se apoyaba en toda necesidad, y con quien andaba
paso a paso, como podemos hacer nosotros todavía en el camino celestial con nuestro
bendito Maestro. La vida de santidad no es nuestra vida, sino la de Cristo en nosotros, una
suficiencia y presencia permanentes.
2. Enoc anduvo por fe. Por tanto, no fue por las obras que Enoc agradó a Dios, sino por
medio de una vida de confianza y simple dependencia.
3. Enoc agradó a Dios y tuvo testimonio de que le había agradado. Su objetivo era agradar
a Dios; esperaba agradar a Dios, y tenía presente siempre que agradaba a Dios. Creía que
Dios aceptaba los propósitos sinceros de su corazón y Dios le dio testimonio en la conciencia
de este estado de comunión ininterrumpida.
¿Estamos andando de esta manera con Dios, andando por fe, agradándole y al calor de su
aceptación y a la luz de su contento? ¡Qué lugar tan feliz! Si no nos lleva al cielo en un
traslado inmediato, por lo menos nos trae el cielo allí donde nos encontramos nosotros.
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El punto culminante apropiado a una vida así fue alcanzado al final y fue la intervención
majestuosa del poder de Dios en la era antediluviana, así como el tipo y figura más sublime
del futuro que aguardaba a la iglesia de Dios en los últimos días presentes. Sin la
intervención de la muerte, sin temor ni dolor, y quizá a la vista de la generación ante la cual
había dado testimonio, especialmente del futuro juicio y de la venida de Cristo, el santo fue
trasladado, como luego lo fue Elías, y como lo fue su glorioso Señor desde el Monte de los
Olivos, al mundo celestial.
Indudablemente, esto ocurrió con miras a nosotros, para darnos una figura del traslado que
aguarda a los hijos fieles de Dios en el momento de la segunda venida del Señor Jesucristo.
Así como la liberación de Noé por medio del arca y el diluvio es una figura del destino de
aquellos que pasarán por los días de la tribulación que ha de venir sobre la tierra y serán
llevados a salvo a la edad milenial más allá, el traslado de Enoc representa más bien la gloria
que aguarda a los que esperan, y que serán hallados andando con Dios al principio de este
tiempo de la tribulación: «Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire».
Parece que esta bienaventurada esperanza está enlazada de modo especial a una vida de
santidad y un testimonio impávido de la Segunda Venida, las dos cosas ejemplificadas en
el santo y fiel Enoc. Vivió una vida de santidad, y predicó la venida del Señor; así que Dios
puso este glorioso sello sobre su vida y su testimonio. Velemos y tengamos listos nuestros
vestidos para aquel día. Cuando venga la cena de la boda, entonces estaremos preparados
para entrar y los que aman Su venida recibirán la corona de justicia.
De modo que hemos visto en estas edades antiguas la plenitud del Evangelio en tipo y
símbolo: la fe de Abel, la santidad de Enoc y la esperanza de la gloria; y en contraste, la
incredulidad que rechaza la sangre, halla su porción en el mundo y da sus frutos de pecado
y miseria. El Señor nos salve del camino de Caín, y nos guíe y guarde en la fe de Abel, el
camino de Enoc y la esperanza de la venida de nuestro Señor.
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Capítulo 4
Símbolos y tipos en la historia del diluvio
El diluvio
No es desde el punto de vista histórico, sin embargo, que queremos ver el diluvio aquí, sino
simbólicamente, para ver qué verdades más profundas hay bajo la narración. Sería un gran
error leer la Biblia sólo simbólicamente; pero es hermoso ver las verdades que se esconden
debajo de la historia, y encima y alrededor, como la luz nebulosa que rodea ciertas estrellas
con una nube de gloria.
El diluvio fue una señal para el hombre, de que Dios es santo, justo, y puro, y que tratará el
pecado con justicia. Fue una gran lección objetiva de su retribución por el pecado. Fue
también una prefiguración del juicio venidero. Es un tipo del diluvio de fuego que un día
va a envolver el mundo otra vez. Tanto nuestro Señor como sus apóstoles hablan del diluvio
como una figura del día futuro en que «los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los
elementos, siendo quemados, se fundirán!». «Como en los días de Noé, así será también la
venida del Hijo del Hombre».
Aprendemos también del diluvio el gran principio de la muerte y resurrección. Quizá esta
idea no podría haber sido encarnada en una figura más clara y vívida. En el diluvio, la
pequeña iglesia fue enterrada en lo que parecía una tumba, y salió en el Ararat como
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resucitando de los muertos. Fue el gran tipo de la muerte y resurrección de Cristo, y señala
hacia delante, también, a su Segunda Venida, cuando la tierra pasará a través de su último
bautismo de sufrimiento y será introducida la nueva edad de bienaventuranza y pureza. Y,
por tanto, Pedro la relaciona con el profundo significado del bautismo cristiano: «El
bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne,
sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de
Jesucristo».
El arca
Ésta tiene también un significado espiritual y tipológico. Es la figura del Señor Jesucristo
como un refugio de las tormentas del juicio y las tempestades de la vida.
Jesucristo, como el arca de Noé, es la provisión de Dios para nuestra seguridad y salvación
del diluvio del juicio. El arca no estaba construida según los planes científicos de los
carpinteros humanos. Probablemente no habría sido aprobada si sus planos hubieran sido
presentados a un inspector de nuestros días. Pero era un refugio para cuando llegara la
tormenta. Fue construida por Noé en exacta conformidad con las instrucciones que se le
habían dado, y salvó a todos los que confiaron en ella.
Jesucristo no ha sido preparado según las ideas de las cosas que tienen los hombres. Cuando
le veamos «no hallaremos parecer en él, ni hermosura, le veremos, mas sin atractivo para
que le deseemos». Él es el escondite para los que confían en él en todo tiempo de necesidad.
En él estamos a salvo de los diluvios del juicio que vendrá sobre los impíos y de todas las
tormentas y pruebas de la vida. Y él es el único bote salvavidas por medio del cual podemos
alcanzar el puerto.
Es en él que morimos y en él que resucitamos a novedad de vida. Noé pareció que había
muerto en aquella arca. Sin embargo, sólo lo parecía, y antes de poco se hallaba bajo el arco
iris, a la luz y gloria de un mundo nuevo. Lo mismo nosotros, somos sepultados en el
bautismo de sus brazos. Es una tumba simbólica, pero no morimos. Sólo es en apariencia.
Él tuvo la amargura de la muerte. Nosotros estamos seguros incluso en ella. Estamos tan a
salvo en nuestra muerte aparente como Noé lo estaba en el arca. Por medio de Él entramos
en la muerte y salimos de él para vida eterna.
Pregunto:¿Hubo algún barco antes, que empezara su trayectoria desde un valle de la tierra
y atracara en la cumbre de una montaña, tocando casi el cielo? Sin duda, no hubo nunca
ninguno, excepto el barco de la gracia que se hace a la vela desde la tierra rumbo al cielo.
Pregunto: ¿Hubo alguna vez un viaje semejante?
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El cuervo
Cuando las agitadas olas del diluvio empezaron a calmarse, apareció una extraña figura
sobre la superficie de las aguas, el único ser que es feliz y a sus anchas en el fiero conflicto
de los elementos y la desolación. Era el cuervo, que Noé envió desde el arca, y que fue de
un lado a otro sobre la superficie de las aguas hasta que las aguas del diluvio hubieron
descendido de nivel sobre la tierra. ¡Qué tipo es este de la gran personalidad del mal: el
príncipe de todo mal, el mismo Satanás! Es la misma figura de mal agüero, tanto si se trata
de él como de sus seguidores.
El cuervo se caracteriza por estar siempre inquieto. Fue de un sitio a otro, sin un momento
de sosiego, pero no regresó al arca. Fue de acá para allá, con sus alas rozando las olas,
hallándose en su elemento en el mar bravío, en las carroñas que se descomponían y la
vegetación que se estaba pudriendo. Era un alma desasosegada, sin reposo. ¡Qué imagen de
aquel que va de un sitio a otro constantemente buscando a quién devorar! Es también la
imagen del espíritu desasosegado e inquieto del hombre. Se puede ver este desasosiego en
el espíritu del mundo, sea en una sala de baile o en una oficina. En su incesante giro de
excitación está siempre buscando reposo y satisfacción, pero es en vano; nunca la hallará
hasta que el cuervo sea expulsado de él y en su lugar entre la paloma. En el cielo no tendría
descanso, sino que andaría desasosegado para escaparse y hallar su lugar en el abismo
eterno de tinieblas y en la compañía de otros espíritus tan inquietos e insatisfechos como él.
El cuervo es un ave de gran melancolía. Su espíritu es tan mórbido como el alimento que
devora. Es un ave de desesperación. El poeta le describe como sentado a la puerta de su
corazón y gritando: «¡Nunca más!». ¡Qué cuadro de inquietud, suciedad y morbidez! Es una
figura, y que el Señor nos salve de esta realidad.
La paloma
Hay otro tipo en el arca, muy diferente del anterior. Es la paloma. No se halla en los lugares
en que se deleita el cuervo. Salió del arca volando suavemente y se movió durante un rato
por encima de la superficie de las aguas, pero incapaz de hallar apoyo para el pie, no
encontrando su hogar, regresó al arca. Salió por segunda vez, y esta vez halló una rama de
olivo, emblema de su propio espíritu dulce, que arrancó de algún olivo y se apresuró a
regresar con ella al arca. Por tercera vez la soltó Noé, pero ahora las aguas habían
descendido mucho, el diluvio había terminado y no hubo otro diluvio más.
Todo esto es sugerente del Espíritu Santo y del corazón que descansa en él.
Las tres salidas de la paloma del arca son, las tres, simbólicas de la obra del Espíritu Santo.
La primera vez que salió y fue revoloteando de un lado a otro sobre la superficie de las
aguas, pero no halló reposo, regresó al arca. Lo mismo en las edades antes de Cristo salió el
Espíritu Santo sobre la tierra, buscando un lugar donde descansar, pero no halló ninguno,
31
por lo que entró en contacto con el hombre, de modo aislado, pero no se aposentó con los
hombres, ni se esforzó con ellos.
Estuvo con Abraham e Isaías, Jeremías y David, pero no se quedó a morar en la tierra,
porque Jesús aún no había venido. Estuvo en muchas partes de la tierra, buscando un lugar
en que hacer nido y quedarse, pero no pudo hallar ninguno y regresó al seno del Padre.
Por segunda vez vino a la tierra, y esta vez pudo hallar algo. Vino durante el ministerio de
Jesús en la tierra. Descansó en él como una paloma, y de esta forma se detuvo durante un
tiempo en el mundo. Arrancó una hoja de olivo de paz en la cruz del Calvario y con esta
muestra de perdón y reconciliación de la tierra regresó al cielo, con el mensaje de que el
diluvio del juicio estaba menguando.
Por tercera vez salió y esto ocurrió en el día de Pentecostés. El mundo estaba preparado para
él ahora. El diluvio había desaparecido y había un lugar en que podía hacer su nido, doblar
las alas y descansar. Y ahora no vino como un invitado pasajero, sino para una presencia
permanente. Vino a hacer un nido y criar sus pequeños. Amado, ¿tiene la dulce paloma un
nido en tu corazón? ¿Está criando a sus pequeños en tu casa? Si tiene el nido, el Espíritu de
Cristo está en ella, y «el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
fe, mansedumbre, templanza».
El altar de Noé
Cuando el diluvio terminó y Noé pudo salir, edificó un altar y ofreció sacrificios al Señor,
sin duda, bajo la dirección divina. El Señor miró la escena con satisfacción. Hacía ya mucho
que estaba disgustado con lo que veía en la tierra. Había percibido el hedor del pecado hasta
que ya no podía tolerarlo más, y por fin dio salida a las aguas del diluvio para que lo
limpiaran todo. Pero el juicio no fue placentero para él en modo alguno. Todo aquello fue
una carnicería, y era terrible para el cielo. Pero al fin hubo algo en la tierra que agradó a
Dios. «Y percibió Jehová olor grato».
Hay personas hoy que se llaman cristianos y están predicando en iglesias evangélicas que,
o bien repudian abiertamente la doctrina de la expiación por la sangre, o la refinan de modo
que no queda casi nada de ella; han quitado del todo la sangre del Evangelio, y han
eliminado enteramente la idea de sufrimiento vicario por el pecado por parte de Cristo.
Dicen que no pueden admitir que Dios quisiera permitir que muriera su propio Hijo a causa
del pecado. Que esto es cruel y no es propio de Dios. No pueden tolerar ni el olor de la
sangre y la llaman una doctrina de matadero. ¡Cuán diferente es la historia que vemos aquí
en el Génesis!
Cuando Noé hubo erigido el altar y la víctima ensangrentada yacía sobre él, no se nos dice
que Dios se apartara con desagrado: el olor que percibió fue grato para él. Vio que el hombre
no era mejor que antes; vio que su corazón era tan turbio como antes. Miró a Noé y vio que
dentro de poco él mismo estaría borracho en su tienda, y con todo, a pesar de todo ello,
prometió que nunca más caería sobre la tierra su maldición por causa del hombre, «porque
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el designio del corazón del hombre es de continuo solamente el mal». No iba a esperar nada
del hombre, porque era una criatura pobre, inerme; sino que decidió contar con Jesucristo.
La cruz del Calvario ha enviado un grato olor a Dios continuamente desde entonces. No
maldeciría al hombre más, sino que lo aceptaría por malo que fuera, por amor de Jesús. A
partir de entonces, él miraría la injusticia del hombre como cubierta por la justicia de Cristo,
y le consideraría como digno, a pesar de su indignidad, por amor a Jesús.
Cuando Jesús está ante Dios como una ofrenda, Dios te mira y en él percibe un olor grato;
es el olor grato de Cristo, no el tuyo. Tenle siempre sobre el altar de tu corazón, querido, que
arda en él el fuego del Espíritu Santo; de modo que puedas ser rociado con la sangre de la
expiación y Dios siempre te dirá: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo contentamiento».
Entonces, también la Paloma se posará sobre ti y hallará un hogar para sí en tu corazón que
se le habrá rendido, y en el cual el Padre, Hijo y Espíritu Santo van a hacer su morada
permanente.
El arco iris
El punto culminante sublime y majestuoso de esta serie de tipos es el espléndido arco iris
que se extiende por el firmamento cuando Noé mira las nubes que se apartan. ¡Qué vista
tiene que haber sido para el primer ojo que lo contempló! No hay nada más hermoso para
el ojo de un niño que la presencia magnífica del arco iris. Es el símbolo último relacionado
con el diluvio. «Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal del pacto entre mí y la
tierra». Así que el arco iris es una señal del pacto de Dios con nosotros. Leemos sobre esto
en el libro de Apocalipsis, como habiendo dado un círculo completo: «Y había alrededor del
trono un arco iris, semejante en aspecto a la esmeralda».
Hay un significado bienaventurado en esto para nuestra vida cristiana. Es una muestra del
pacto de Dios con nosotros para bendición espiritual. Es un tipo de la intimidad a la cual él
quiere llevarnos consigo. Es un símbolo del pacto de su eterno amor, «juré que nunca más
las aguas de Noé pasarían sobre la tierra; así he jurado que no me enojaré contra ti, ni te
reñiré» (Isaías 54: 9). La aflicción es un fondo oscuro sobre el cual él pinta esta muestra de
su amor. El arco iris está formado por una combinación de luz y oscuridad; la luz brilla sobre
pequeñas gotas de lluvia, y es separada en estos hermosos colores.
Su gracia puede tomar las nubes de la tormenta y arrancar gotas de nuestra vida y
transformarlas en arcos de triunfo y joyas de resplandor glorioso.
Llega el tiempo en que nuestro arco iris será un círculo completo. No tendremos victorias a
medias entonces, como las tenemos ahora. Lo que ahora vemos sólo a medias, y que nos
deja perplejos y desazonados, se desarrollará en un círculo completo de luz y de gloria.
Entonces conoceremos cómo somos conocidos y, nuestra tristeza se transformará en gozo.
La ciencia nos dice hoy que las causas que producen el arco iris tienen que haber existido en
la tierra antes del diluvio y, por tanto, que no puede ser ésta la primera ocasión en que
aparecieron. Las causas tienen que haber existido, pero, con todo, es posible que nunca
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hubieran dado lugar a un arco iris. No vemos el arco iris cada vez que llueve. Dios deja que
la luz dé sobre la nube con frecuencia a un ángulo tal que no se produce el arco iris. Él podría
haber impedido al sol y la lluvia de estar en una posición que produjera esta hermosa
apariencia si él lo hubiera deseado. No hay duda que podría haberlo hecho. Quizá durante
dos mil años todas las causas del arco iris no se combinaron nunca, y Dios las tenía en
reserva hasta que llegara el momento oportuno, y entonces, de repente, dejó que en el cielo
se proyectara la luz en el ángulo exacto que divide a los rayos en sus colores y se formó el
arco majestuoso por primera vez.
Amados, hay causas escondidas en nosotros que podrían producir en cualquier momento
arco iris espirituales. Dios las retiene, pero algún día él las dejará actuar. Es posible ir
preparando cada día, por medio de una resistencia paciente en las pruebas, por medio de
victorias ganadas mediante la fe en su Nombre, una corona de gloria para nuestra cabeza
cuando Dios dejará que la luz brille en estas tribulaciones y tentaciones, y éstas van a tomar
un aspecto diferente, y se transformarán en arcos triunfales y coronas de joyas, que
contemplaremos arrobados en alabanza.
Demos gracias a Dios, queridos amigos, por las cosas que no hemos visto todavía, por las
sorpresas que él nos está preparando, y van a salir de estos quebrantos que tan terribles nos
parecen ahora. Cuando él enjugue nuestras lágrimas sabremos que es verdadera la promesa:
«Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente
y eterno peso de gloria» (2 Corintios 4: 17).
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Capítulo 5
Símbolos y tipos en la vida de Abraham
La primera lección de la tienda de Abraham es la del peregrinaje cristiano. Como él, los hijos
de la fe tienen que separarse del mundo y vivir como extranjeros y peregrinos sobre la tierra,
confesando que aquí no tienen una ciudad permanente, sino que buscan una futura.
Además, la tienda de Abraham no sólo nos habla de la vida de peregrino, sino también de
las verdaderas esperanzas y eternas promesas que la fe espera, poseyendo ahora lo que
tenemos sólo en la forma en que él poseía la tierra, como un pasajero. Era suya propia, y al
mismo tiempo era su herencia literal; pero, durante su vida terrenal no halló en ella un lugar
en que permanecer para descansar. Lo mismo la fe tiene que aceptar su herencia y aprender
no sólo a esperar, sino también a esperar la salvación de Dios.
35
El altar de Abraham o la vida consagrada
Doquiera que el patriarca plantara su tienda, allí erigía un altar a su Dios. Ésta era la
expresión, en primer lugar, de su fe firme en el plan de misericordia que Dios había revelado
a la puerta del Edén, mediante los sacrificios que Él mismo había designado. Este altar
representaba para su piedad todo lo que para nosotros implica la cruz del Calvario y la
sangre de Jesús. Esto era siempre la fuente de su consagración y el apoyo de sus esperanzas
futuras. Vio desde lejos la venida del Redentor, y confió en su gracia, incluso en la luz velada
del Evangelio que le había sido revelada en estos simples símbolos. Este misterio de la
muerte y resurrección del Salvador fue desplegado más tarde con mayor claridad, en la
ofrenda de su propio hijo en el monte, y la substitución del hijo por la víctima provista por
Jehová en lugar del hijo.
Para nosotros, también, la cruz de Jesús y la fe simple que reposa en su sangre expiatoria
tiene que ser siempre la fuente y apoyo de toda gracia. Pero el altar de Abraham no sólo era
una expresión de la sangre del Salvador, sino de su propia consagración. Las ofrendas
quemadas que él estaba acostumbrado a colocar sobre el altar eran la expresión especial de
toda la devoción de su ser a Dios, de la cual su vida obediente era una constante evidencia
y garantía, y el sacrificio incluso de sus afectos más caros y las divinas promesas y
esperanzas era la prueba suprema. No sólo dejó sus pecados al pie del altar y se puso a sí
mismo como un sacrificio vivo en él, sino que el mismo hijo de Dios le había dado, y las
promesas que estaban enlazadas de modo inseparable con él, fueron puestas allí, sin
reservas, y entregadas. Esto es la altura máxima y más sublime de la vida cristiana, dar a
Dios no sólo lo que podemos, sino devolverle y tener como suyo lo que él nos ha dado. Fue
esto lo que Dios evaluó tanto en el espíritu de su siervo y por lo que le bendijo y honró tanto.
Esta confianza y esta consagración nunca deben temer que pueda perder algo a causa de
esta entrega absoluta.
En realidad, nuestras bendiciones nunca son bendecidas del todo hasta que, como Isaac, son
devueltas como de entre los muertos, y a partir de entonces ya no son consideradas como
nuestras, sino como un depósito que guardamos. ¿Hemos acudido al altar como Abraham?
¿Hemos dejado nuestros pecados bajo la sangre que fluye y aceptado la expiación de su gran
sacrificio, y luego nos hemos puesto a nosotros mismos en él, identificándonos con aquel
sacrificio divino, el holocausto ofrecido a Dios? Sí, ¿hemos puesto incluso sobre el altar a
nuestros Isaacs de afecto: es más, incluso de promesa divina y de expectativa espiritual, y lo
tenemos todo, incluso nuestras esperanzas e intereses más sagrados, como encomiendas
divinas que han sido puestas en nuestras manos para su servicio y gloria? Sólo de esta
manera podremos conocer los secretos de la fe de Abraham, cuando entremos en la plenitud
de su consagración.
Hablando de la intimidad con la cual Dios le trató, Dios da este dato significativo: «Porque
le conozco». Si bien es verdad que Abraham confiaba plenamente en Dios, Dios sabía
también que podía confiar plenamente en Abraham. Querido amigo, ¿puede Dios confiar
en ti y en tu absoluta devoción y fidelidad a Él?
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La simiente de Abraham, o la vida de fe
Fue con relación a la promesa de su descendencia que la fe del patriarca fue ejercitada y
puesta a prueba. Al principio la promesa que recibió y comprendió se refería a su
descendencia literal, pero cuando el pacto fue haciéndose más explícito y la luz más viva, se
extendió a un significado mucho más amplio y la promesa de la descendencia pasó a ser
para él el símbolo de su futuro Salvador. Que esto era así se desprende del lenguaje del
apóstol en Gálatas 3: 16: «No dice: Y a las simientes, como refiriéndose a muchos, sino a uno.
Y a tu simiente, la cual es Cristo». Que Abraham lo entendió queda implicado en las palabras
de Cristo a los fariseos: «Abraham vuestro padre se regocijó de que había de ver mi día; lo
vio, y se regocijó» (Juan 8: 56). De modo que la fe y las promesas de Abraham estaban todas
resumidas y centradas en la persona de Cristo. Así que dejemos que nuestra fe halle su
centro, y nuestras promesas siempre alcanzarán el verdadero foco en Él, que es el primero
y el último, y el todo de la fe y la esperanza cristianas.
Que nuestros más queridos afectos y expectativas terrenales, como el amado hijo de
Abraham, se enlacen y se pierdan en la persona de Jesús mismo. Entonces, verdaderamente,
toda nuestra vida será celestial, y todas las cuerdas de nuestro corazón nos atarán a su
corazón de amor. Pero hay otra idea más importante sugerida por la simiente de Abraham;
es decir, que su fe y esperanza fueron elevadas más allá de él mismo y de los límites
estrechos de su corta vida, para hallar su cumplimiento y fruto en las vidas de otros y
alcanzar su plenitud, no ya en las bendiciones que él recibía, sino en la bendición que había
de ser para otros. El enlace de todas sus promesas con su descendencia fue el estímulo
constante de su espíritu desinteresado, y nos enseña a nosotros que hemos también de
perder nuestras vidas en las vidas de otros, y hallar nuestra bendición siendo una bendición.
La ciencia natural nos enseña que el gran designio de cada planta en la naturaleza se expresa
en la semilla y es realizada en el principio de reproducción. En tanto que podemos valorar
el árbol frutal principalmente por su rico y lozano fruto, la naturaleza reconoce la pequeña
semilla incrustada dentro del fruto como el valor verdadero y esencial de la planta, no la
pulpa y el jugo; y del mismo modo Dios nos evalúa, no tanto por lo que somos, como por lo
que podemos llegar a ser en los asuntos de nuestra vida. El árbol es conocido, pues, por su
fruto y la prueba y estándar del fruto establecido por Cristo es: «Algunos a treinta, otros a
sesenta y otros a ciento».
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La misma espléndida figura se usa para describir las recompensas y expectativas del
servicio cristiano. «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los
que enseñaron a muchos la justicia como las estrellas a perpetua eternidad». Nosotros
podemos reclamar las mismas gloriosas promesas y posibilidades. Éste es el verdadero
objetivo y la recompensa más satisfactoria de la vida humana. Cuando el aplauso o las
críticas de los hombres ya habrán sido olvidadas, cuando las incomodidades pasajeras y los
goces de la vida hayan pasado, cuando el fuego en que habrá sido probada la obra de cada
hombre, y la madera y la paja se hayan convertido en ceniza en la última conflagración; ¡oh!,
entonces será bienaventurado, verdaderamente, recoger del naufragio de la vida los tesoros
de almas preciosas que se nos habrá permitido salvar y colocarlos en Su corona y en la
nuestra. Dios conceda que podamos tener muchas de estas constelaciones en aquel
firmamento.
El pacto de Dios con Abraham fue ratificado por medio de un signo especial que se llama el
sello, esto es, una marca divina cuyo objeto era señalar la importancia y certeza del trato y
la estabilidad o firmeza de las promesas implicadas. El sello era el rito de la circuncisión
que, a partir de entonces, pasó a ser la marca distintiva del pacto del Antiguo Testamento,
el rito iniciatorio del judaísmo. No era un signo meramente arbitrario, sino que era
apropiado para expresar en su naturaleza propia las verdades más importantes. Era
especialmente significativo de este gran principio que sostiene toda la economía de la gracia;
a saber, la muerte de la vida vieja y la resurrección de una vida nueva.
La circuncisión era la muerte de la carne y servía para expresar el gran hecho de que nuestra
naturaleza carnal y nuestra vida misma, en su centro más interno y en sus fuentes, debe ser
crucificada y entonces renovada y purificada divinamente. Esta es la misma verdad que nos
enseña la ordenanza del Nuevo Testamento que llamamos bautismo cristiano, sólo que este
última hace más énfasis en la vida, en tanto que la primera lo hace en el aspecto de la muerte
de la figura, como podría naturalmente esperarse del lugar de estas ordenanzas en las dos
dispensaciones. Tan temprano y de modo tan vívido empezó a enseñar a su pueblo que la
nueva vida debe ser una creación y ha de brotar de la tumba; y que la naturaleza caída del
hombre no puede mejorar por la cultura o la elevación gradual a la pureza y el cielo, sino
que la frase pronunciada con ocasión del diluvio debe cumplirse de modo literal: «El fin de
toda carne está delante de mí».
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bienaventurada? Y bienaventurado es que podamos morir a este triste y pecaminoso yo, y
vivir con el que murió por nosotros y resucitó. ¿Hemos entrado en el poder de la
resurrección y hemos sido modelados conforme a su muerte, y nos consideramos como
muertos, realmente, para el pecado, pero vivos para Dios por medio de Jesucristo? El fallo
aquí es el secreto de casi todos nuestros fracasos. La fidelidad y la meticulosidad aquí van a
ahorrarnos mil muertes en la vida cristiana y va a ser causa de una vida de gozo y de poder.
El día prescrito para el rito de la circuncisión era tan expresivo como el rito en sí. El día
octavo es el comienzo de una nueva semana, y de esta manera expresa plenamente la idea
de la nueva creación y la vida de resurrección. Dios nos conceda que podamos conocer el
pleno sentido de este antiguo sello y pasar de los siete días de la vida natural al octavo día
del poder de resurrección y bendición.
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contraria al sentido común, y con todo, la adopción del nuevo nombre tenía que ser conocida
por todos sus amigos y familiares, por necesidad, y por tanto Abraham había de explicar y
proclamar sus expectativas no razonables. Para uno que poseía la dignidad e influencia que
tenía Abram entre su familia y seguidores, esto tenía que haber sido algo difícil de hacer,
que le ponía a prueba, y esta prueba se hacía más difícil cuando iba siendo prorrogada por
medio de una temporada de espera al parecer infructuosa. Pero la fe de Abraham no
disminuyó durante toda la prueba. No sólo declaró su confianza en el cumplimiento por
parte de su Padre de la promesa, sino que empezó a obrar en conformidad con la misma
como si ya se hubiera cumplido, y de esta forma pasó a ser un testigo en el grado más alto
de la fe: el principio que es, quizás, esencial a toda verdadera fe, que el apóstol dice que es
«llamar lo que no es como si ya fuera».
Esta es, realmente, la fe atribuida por Dios a sí mismo por el apóstol en Romanos 4: 17, y a
la luz de este principio Él está obrando constantemente en relación con sucesos futuros,
como si ya fueran reales. Así, su propio Hijo era considerado como inmolado desde la
fundación del mundo. Así, somos reconocidos, incluso en nuestra vida terrenal, como
sentados con Cristo en lugares celestiales e investidos ya de las dignidades y gloria de
nuestra herencia futura. Esta es la fe que Dios requiere de su pueblo y que está dispuesto a
darles; y realmente, no hay nada, excepto el mismo Espíritu de Cristo, dentro de nosotros
que pueda capacitarnos para creer y obrar de esta forma. Preguntémonos, otra vez, ¿de qué
es que damos testimonio en nuestras vidas? ¿Hasta dónde nos hemos aventurado bajo la
simple palabra de Dios y considerado las cosas que no son como si ya fueran, no sólo en
nuestros corazones, sino con todo el testimonio de nuestras vidas? ¿Hemos aceptado su
perdón y lo hemos confesado? ¿Hemos recibido su gracia santificadora y reclamado nuestra
herencia en la plenitud de Cristo? ¿Hemos, pues, tomado a Cristo para nuestras necesidades
temporales y físicas y hemos emprendido la marcha sin esperar la evidencia confirmadora,
sólo con su palabra simple y escueta? En los relatos de los antiguos santos de Dios se nos
dice que eran testigos de fe. En el capítulo 11 de Hebreos resplandecen como estrellas, como
constelaciones en el firmamento, del Antiguo Testamento. ¿Van a resplandecer igualmente
nuestros nombres en los anales de esta dispensación? Estamos escribiendo nuestro historial
cada día; que Dios nos ayude a inscribirlo con la punta de un diamante en la Roca, para
siempre; y que lo registrado sea: «Creo en Dios», y «Sé en quién he creído, y estoy
persuadido que es capaz de guardar mi depósito hasta aquel día».
Más tarde o más temprano, la prueba del sufrimiento tiene que seguir a toda promesa y
profesión de fe. A Abraham le vino en un símbolo lleno de significado que se registra en el
capítulo 15 de Génesis, la visión del horno humeante y la antorcha ardiente, que pasaba por
entre los animales del sacrificio divididos, en la oscuridad de la noche y las profundas
tinieblas que se habían arremolinado sobre su espíritu. Y lo mismo con nosotros, las
promesas de Dios pueden ser seguidas por un ponerse el sol de la tierra en pruebas y
tribulaciones, incluso en el horror y tinieblas que a veces caen sobre nuestro horizonte
interior; y entonces, en medio de la oscuridad, viene un horno ardiente que escudriña el
corazón con angustia y sufrimiento. Los hijos de la fe tienen que ser puestos a prueba en el
mismo fuego, y cuanto más victoriosa es la fe y más glorioso el testigo, más ardiente ha de
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ser la llama, hasta que parezca que la vida y la fe han de ser las dos consumidas. Pero el oro
es indestructible y la fe sobrevive y se abrillanta con esta prueba.
Había otra figura en la visión y era la antorcha ardiente que brillaba en la oscuridad, por
encima del humo del horno. Esta es la presencia celestial que nunca nos abandona en la hora
más oscura. Era, a su vez, un símbolo majestuoso de otra figura, mayor aún, que más tarde
apareció a Israel, cuando ellos ya habían salido del horno humeante de Egipto, a saber, la
columna de nube y de fuego, el tipo de la luz y la protección que el Espíritu Santo
proporciona al corazón cansado que confía cuando pasa por el desierto. Fue en esta hora de
tinieblas e ígnea visión, que Dios dio a Abraham la promesa más clara y precisa de su futura
herencia, escribiendo a la luz vívida de las llamas del horno los mismos nombres de las
naciones que iba a expulsar de la tierra a través de su descendencia y hablando de todo ello
en tiempo perfecto, como si ya se hubiera realizado. Pregunto: ¿No ocurre lo mismo con
nosotros, que en la hora del sufrimiento más vivo Dios siempre nos ha hablado en sus
palabras más grandes, y ha grabado al fuego en la visión con una precisión y claridad que
la fe no puede olvidar nunca las promesas que El está ahora cumpliendo en nuestras vidas
agradecidas? No temamos la oscuridad y el fuego, sino confiemos más por causa de aquello
que viene a poner a prueba nuestra confianza El sufrimiento no sólo viene a quemar la
escoria, sino que viene a grabar al fuego la promesa. No pensemos que sea extraña la prueba
ardiente a que estamos sometidos; es más preciosa aún para el que la envía que el oro, que
perece, y se hallará que ha redundado en «alabanza y honor y gloria a la venida de nuestro
Señor Jesucristo».
Una figura humana misteriosa se cruzó en el camino, de Abraham durante unas horas,
dejando una impresión tan vívida que ha permanecido como una visión profética de la
venida del Mesías, tanto en los salmos como en el Nuevo Testamento. Esta figura es
considerada por muchos como verdaderamente sobrehumana, y como nada menos que el
mismo Cristo personal y real viviendo en la tierra antes de su advenimiento en forma
humana, a fin de mostrar de algún modo a Abraham lo que su vida terrenal después
representaría para el mundo, su carácter y obra de mediador. No podemos aceptar este
punto de vista a menos de poseer evidencia más sólida que la que podemos hallar en las
Escrituras. Sería innecesario que Cristo tuviera que aparecer dos veces en la tierra en su
personalidad real. Lo que creemos es que él apareció a Abraham en forma humana poco
antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra, pero se trataba indudablemente de una
apariencia asumida. Melquisedec se nos muestra como un personaje humano real. Era el rey
de Salem, la antigua Jerusalén; y era también un verdadero adorador y un sacerdote oficial
del Dios Altísimo; probablemente como Job, que había sido preservado de la primitiva fe,
que había pasado desde Noé sin corrupción, y Dios lo usó como un tipo especial del carácter
oficial y la obra mediadora del futuro Mesías.
El apóstol declara que carecía de padre, era sin genealogía. Esto ha de significar que su árbol
genealógico es misterioso y desconocido, y que se presenta en el curso del tiempo sin
introducción, una figura vívida y pasajera que expresa en una breve mirada los aspectos
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que Dios quería revelarnos de su Hijo. Esto se expresa en el nombre, la posición y el oficio
de Melquisedec.
Su nombre en hebreo significa «Rey de justicia»; su posición política era la de rey de Salem,
que significa «paz»; y su carácter oficial era el de sacerdote. Así combina en su persona los
dos cargos de sacerdote y rey, y las dos cualidades de justicia y paz.
Éstas son las cuatro ideas básicas en la obra y cargo de mediador de Cristo. Es nuestro
Sacerdote y Rey, y nos trae su justicia y su paz. Como nuestro sacerdote, dirime para
nosotros la cuestión del pecado y nos garantiza nuestra posición y privilegios con respecto
a Dios; del mismo modo, nuestro rey, nos protege, somos sus súbditos, nos gobierna y nos
guía y vence a nuestros enemigos y los suyos. Como nuestro verdadero Melquisedec, él
reúne estos dos cargos en una persona, el de rey, cuya majestad podemos temer, es el
sacerdote, cuyos sufrimientos e intercesión nos han salvado de nuestros pecados y nos han
reconciliado a su favor. Él nos trae su justicia que nos justifica y santifica y pasa a ser para
nosotros el Señor, nuestra justicia. Y él va a bendecir a su pueblo con su paz. Su sangre
rociada pacifica la conciencia culpable. Su amor perdonador nos pone en paz con Dios. Su
Espíritu manso alienta en nuestro corazón su reposo. Su seno nos ofrece descanso de todo
cuidado y temor, y en la cámara interna de su presencia hallamos la paz que sobrepasa todo
conocimiento. Todo esto representó Melquisedec a Abraham. Todo esto es Cristo para
nosotros. Pregunto: ¿Hemos ya conocido y aceptado a Cristo como hizo el antiguo patriarca?
¿Nos hemos puesto a su disposición con nuestra adoración y sumisión? ¿Ha pasado a ser
nuestro gran Sumo Sacerdote, nuestro Rey supremo y glorioso? ¿Nos ha cubierto con su
justicia, y ha pasado a ser nuestra santificación? ¿Y nos hemos postrado en el estrado de su
trono y le hemos recibido como Príncipe de Paz y hallado que es verdad en nuestra feliz
experiencia que lo dilatado de su imperio y la paz no tienen límite?
Éstos son algunos de los símbolos de la vida de Abraham. Al dejarlos, ¿nos dejan ellos, a su
vez, en nuestro peregrinaje por una patria mejor que él ya ha alcanzado, y en el altar del
sacrificio en que él lo halló todo al darlo todo? ¿Nos han traído la visión de nuestra
descendencia, nos han sellado con el secreto de nuestra verdadera vida, la muerte del yo y
la vida de resurrección de Cristo? ¿Y saldremos adelante, dando testimonio, como él, de
nuestras promesas del pacto, incluso si ha de ser en el horno humeante, y en las tinieblas
nocturnas de las pruebas más profundas de la vida? Y por encima de todas las otras
lecciones, mayor que Abraham y que la fe de Abraham, ¿nos han llevado estos símbolos a
nosotros mismos a los pies del Príncipe de Paz y del Rey de Justicia, como Autor y
Consumador de nuestra fe, como Alfa y Omega de todas nuestras esperanzas y
bendiciones?
En el capítulo 4 de Gálatas, el apóstol nos da una clave de algunos de los sucesos más
importantes de la vida de Isaac, y junto con estos, un principio que puede ser aplicado a
otras porciones de las Escrituras históricas, como una clave para su interpretación. Nos dice
que el nacimiento de Ismael y el de Isaac eran típicos de las dos dispensaciones: el primero
representando la Ley y la carne; el último, el Evangelio y la descendencia espiritual; y que
la expulsión de Ismael y la herencia única de Isaac completaba el tipo referente a la
caducidad de la ley y la permanencia del Evangelio. Aplica también la enseñanza de estos
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símbolos a la vida espiritual del cristiano individual. Autorizados por esta pauta divina,
procuraremos con reverencia reunir las lecciones espirituales, no sólo de estos hechos, sino
también de otros en la vida de este personaje notable. Más reservado y pasivo que los otros
patriarcas, Isaac es, quizá, más oscuro y menos entendido por la mayoría de los cristianos
que ningún otro de los personajes del libro de Génesis; pero no hay tal, cuando se le
comprende debidamente, ya que se imprime de modo vívido en el corazón y nos enseña
profundas y escrutadoras lecciones para la vida cristiana. Una vida compuesta casi
exclusivamente de sucesos comunes, es precisamente la vida que cubre las necesidades, los
fallos y las pruebas de la mayoría; y confiamos que vamos a hallar muchos puntos de
contacto con lo que es más real y esencial en nuestra experiencia religiosa.
43
Capítulo 6
Símbolos y tipos en la vida de Isaac
El nacimiento de Isaac
El apóstol a quien nos hemos referido declara que Isaac nació según el Espíritu y conforme
a la promesa. Su nacimiento no fue natural y corriente, sino extraordinario y sobrenatural.
No fue hasta que la naturaleza hubo caducado, y la esperanza de que los cuerpos de
Abraham y Sara engendraran un hijo se hizo humanamente improbable, que Dios prometió
la descendencia del pacto; y, no sólo esto, sino que después vino un intervalo de prueba
antes de que se realizara la promesa. Su nacimiento, pues, fue el resultado directo de la
intervención del Omnipotente y así se destaca como el tipo del nacimiento mayor que, en
edades futuras, llegó a través de María de Belén, a saber, la encarnación del eterno Hijo de
Dios. Este mayor misterio y milagro más poderoso fue prefigurado de modo claro y distinto
en el hijo de la promesa que llegó a la tienda de Hebrón.
Hay otro milagro y misterio de gracia que fue prefigurado por el nacimiento de Isaac, esto
es, el nuevo nacimiento de toda la descendencia espiritual de Abraham. Del mismo modo
que Isaac nació del Espíritu, y que Jesús se encarnó por haber hecho sombra sobre María el
Espíritu Santo, también, «a menos que el hombre nazca del Espíritu, no puede entrar en el
reino de Dios». Esto no es una reforma natural, no es el resultado de la energía humana, o
de la voluntad humana, sino el poder del omnipotente Espíritu más allá del poder de la
naturaleza, y cuando ésta ha fallado. «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en
su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de
sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios». ¿Hemos
experimentado esta poderosa nueva creación? Bendito sea Dios que este nacimiento es para
nosotros como lo fue para Abraham.
El nacimiento de Ismael
Ismael representa la carne y la cruz natural y la servidumbre bajo la ley en que se encuentra.
Cuando hablamos de la carne, no queremos decir meramente lo que es burdo, sensual y bajo
en la naturaleza humana, sino todo lo que nace de Adán y es parte de la vida natural. Ismael
y Esaú tenían muchas cualidades humanas superiores, y la raza de Ismael hoy presenta
rasgos de nobleza superiores a sus compañeros; y así también, el hombre natural es, con
frecuencia, generoso, culto y moral. La mujer no regenerada puede ser hermosa, fiel esposa,
madre afectuosa, incluso un benefactor social; pero esto puede ser todo mero instinto y
44
humanidad. No hay que despreciarlo; no lo menosprecian tampoco las Escrituras; pero no
puede entrar en el reino de los cielos. La palabra «natural» en las epístolas es literalmente
«psíquico», el alma del hombre más bien que el hombre espiritual. Esta es la naturaleza que
heredan todos los hijos de Adán, y que el pecado ha contaminado y sobre la que se cierne la
maldición.
La expulsión de Ismael
La posición del niño Isaac en la tienda de Abraham, al lado de Ismael, es muy similar a la
posición del recién nacido de nuevo, pero todavía con el alma no santificada en el conflicto
con su vieja naturaleza carnal. Podemos fácilmente imaginar las molestias innumerables a
que se vería sometido el pequeño rival del hijo de Agar. Es el tipo de la batalla que se lucha
en el alma de muchos cristianos durante mucho tiempo; en la cual el cristiano se esfuerza
con sus propias nuevas fuerzas; pero con frecuencia en vano, contra los impulsos más
poderosos y las tendencias de un corazón malo. El cuadro se bosqueja en el capítulo 7 de
Romanos de modo penosamente vívido, y termina al final con el grito amargo del alma
desconcertada: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». La lucha
en la tienda de Abraham la terminó Sara, la cual, dándose cuenta de lo imposible de seguir
de esta manera, y del peligro que corrían sus más preciosas esperanzas y promesas, exigió
la inmediata expulsión del rival de Isaac. «¡Echa a esta sierva y a su hijo!», fue el
requerimiento inexorable, ante el cual el afecto de Abraham se retrajo, pero que Dios aprobó
y confirmó por su sabiduría y que Abraham vio al fin como inevitable; por lo que Ismael
salió del lugar en que estaba, e Isaac se quedó como el heredero indiscutible de las promesas
del pacto y dueño pacífico de la herencia patriarcal.
Es evidente que esto representa el momento decisivo en que el alma regenerada se eleva a
su libertad. Rinde de modo definitivo y total el viejo corazón a la muerte y recibe al Espíritu
Santo y al Cristo personal para pelear la batalla de entonces en adelante en una fe victoriosa,
poseyendo todo el Espíritu en reposo, pureza y consagración completa.
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No fue necesario que Ismael dejara de existir, ni tampoco podemos decir que el pecado haya
muerto, pero Ismael se hallaba a partir de entonces fuera de la tienda de Isaac, y lo mismo
el yo y el pecado deben hallarse fuera de la ciudadela de la voluntad y del santuario del
corazón. El pecado y Satanás no han muerto, pero nosotros, a partir de entonces, hemos
muerto para el pecado y vivimos para Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor.
Hay una gran diferencia en la forma en que podemos entender una simple frase de la
epístola a los Gálatas: «El deseo de la carne es contra el espíritu y el espíritu contra la carne»;
éste es un cuadro triste de la contienda incesante entre nuestro espíritu y nuestra carne. Pero
si decimos: «El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne», esto
describe la batalla en la cual el Espíritu Santo, no nuestro espíritu, es el que lucha, y siempre
lleva la victoria. Que el Señor lleva a cada corazón cansado a su propia rendición y a la
decisiva confianza que le traerá este glorioso triunfo. Éste es nuestro derecho bajo el
Evangelio, del mismo modo que fue el de Isaac bajo la promesa. Sara, en esto, representa al
Espíritu Santo, el cual siempre está exigiendo de nosotros nuestros derechos santificados e
impulsándonos a que los reclamemos. Cedamos a sus ruegos y «echemos a esta sierva y a
su hijo».
Va implicado también que esta liberación nos lleva no sólo a la vida del Espíritu, sino
también a la libertad del Evangelio. «Si sois guiados por el Espíritu no estáis bajo la ley».
Hasta que alcancemos esta experiencia, el alma siempre está actuando en algún sentido bajo
la servidumbre y la compulsión. A partir de entonces, su servicio brota de la vida y el amor,
y es «la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
Además de su aplicación a la vida del cristiano individual, este incidente hace referencia en
un sentido más amplio a las dos dispensaciones de la ley de la gracia; Agar y su hijo
representan el sistema mosaico, e Isaac y su descendencia representan la dispensación de la
gracia gratuita bajo el Evangelio. Como en el caso de Ismael e Isaac, la primera ha dejado el
lugar a esta última, y nosotros vivimos en el goce de su luz, amor y santa libertad. Contra la
idea de volver a la servidumbre de esta ley en el espíritu judío, protestó con vehemencia
Pablo en su carta a los Gálatas, y de modo enfático nos enseña que el espíritu de la ley nos
llevaría siempre a las obras de la carne. Esto es también verdad hoy, y es necesario que lo
recordemos. La mera moralidad y disciplina siempre van a fallar en producir los frutos de
la verdadera santidad. Sólo pueden proceder de la gloria de Dios, del amor de Cristo y del
poder vivo del Espíritu Santo.
46
El sacrificio de Isaac
La expulsión de Ismael no puso fin a las tribulaciones del hijo del pacto de Abraham; todavía
había de pasar una prueba más profunda y una lección más difícil, una prueba y una lección
que tienen su paralelo en toda vida consagrada. Una mañana llegó súbitamente una orden,
que ponía fin a toda esta esperanza y felicidad con un decreto incomprensible e inexorable
de muerte. «Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas», es el mandato misterioso,
«y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré».
Lo que podemos decir de Abraham podemos decirlo de Isaac, como si el sacrificio hubiera
sido realizado. La amargura de la muerte pasada, y todo el tiempo y la eternidad no pueden
hacer olvidar a Isaac los recuerdos de aquel momento. Había muerto realmente en la entrega
de su voluntad y en su vida futura Isaac quedaba bajo la sombra de la vivencia de que era
como uno que ha vuelto de la muerte. Así nos hablan de ello las Escrituras, y así debe
haberlo experimentado.
No sólo hemos de ver en esto una figura, más clara que en ninguna otra, del sacrificio de
Jesucristo por la mano de su Padre para nuestra salvación –un sacrificio que no se detiene
porque no hay voz que diga: «Ahí hay un carnero que ocupará su lugar»–, sino que tiene
otro mensaje de importancia equivalente para nuestra vida espiritual. Es para nosotros el
símbolo de la muerte al yo y la entrega de nuestra vida interior a Dios que viene con
frecuencia en la experiencia del cristiano, incluso después que ya ha empezado esta vida
más profunda que vimos en la última sección. La expulsión de Ismael significó separación
del pecado y de la carne. El sacrificio de Isaac significó la muerte del yo y la dedicación de
la voluntad, la vida y el ser a Dios.
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La prueba escrutadora se realiza de varias maneras, y el alma es llevada a rendirse a la
voluntad de Dios, y en la hora del sacrificio, halla su vida, y «no vive en adelante para sí,
sino para aquel que murió por él y resucitó». A partir de entonces es fácil ceder en todo a la
voluntad de Dios. El espíritu ha cedido y se ha inclinado. La cabeza ha sido colocada sobre
el pecho de Jesús y la nota clave de la vida es: «No mi voluntad sino la tuya»; y si bien Dios
nos devuelve incluso a Isaac; nos da su voluntad más alta y mejor a cada uno, a partir de
ahora todo es diferente. Nuestra voluntad está unida a él, y tan unida con nuestra renuncia
a nosotros mismos que ya no «vivimos nosotros sino que Cristo vive en nosotros». Así que
hemos de aprender a deponerlo todo, no sólo lo malo, sino incluso lo bueno, en su altar, y
considerar nuestras esperanzas más altas y nuestras promesas más dulces y sus divinas
bendiciones y lo más íntimo de nuestra vida como suyo y todo para él, escribiendo sobre
ello: «De él, y por él y para él sean todas las cosas: a quien sea la gloria para siempre jamás.
Amén».
El casamiento de Isaac
El hecho que Isaac tuviera sólo una esposa en una edad de poligamia, lo hace un tipo
marcado de su ilustre Antitipo, el Señor Jesucristo, quien allega junto a sí a su cónyuge
espiritual querida a la comunión de su gloria y de su reino. La esposa de Isaac fue escogida
después de un consejo y cuidado explícitos entre sus parientes en la distante Mesopotamia;
del mismo modo, Dios está llamando de entre el mundo remoto a un pueblo para su Hijo,
una raza que está unida a él por lazos de parentesco de su misma sangre.
Eliezer, el siervo de Abraham, recibe el encargo de escoger a la novia, y es un tipo, tanto por
su nombre como por su carácter, del Espíritu Santo, por medio del cual Dios nos está
llamando y conduciendo a Cristo. Como el fiel siervo, el Espíritu bendito viene en su viaje
largo y de lejos para buscar y hallar el alma que Él está cortejando. El Espíritu nos halla,
como halló a Rebeca, en nuestra vida cotidiana y en los simples incidentes de nuestra
experiencia humana, que con frecuencia llevan a las decisiones más importantes de la vida.
Así como él presentó a Rebeca y a su familia las pretensiones de Isaac, y habló no ya de él,
sino de su amo y del hijo, y de su riqueza y gloria, lo mismo el Espíritu Santo se retira tras
su obra y su mensaje, y lo que procura hacer es revelarnos la gloria y hermosura y las
pretensiones de Jesús respecto a nosotros.
Como Eliezer mostró a Rebeca los tesoros que Isaac había enviado y aun colocó algunos de
ellos sobre su persona, lo mismo el Espíritu no sólo nos muestra las cosas preciosas de
Cristo, sino que nos las da y nos bendice con las muestras de su amor incluso antes de
nuestros esponsales y nuestra consagración incondicional. Como este antiguo mensajero,
espera paciente un poco a que le demos la respuesta, y luego, como él, nos apremia a la
llamada imperiosa: «¿Vas a ir con este hombre?». Como Rebeca, cada uno de nosotros tiene
que contestar por sí mismo. Cristo no quiere maridar a nadie en contra de su voluntad, sino
que exige que la entrega sea gozosa, franca y libre. «Oye, hija, y mira, y pon atento oído:
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Olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y se prenderá el rey de tu hermosura e inclínate ante
él, porque él es tu Señor» (Salmo 45: 10 al 11). La respuesta de Rebeca fue tan rápida e
inequívoca como debería ser la nuestra. «Iré», fue la respuesta que la unió para siempre a
las esperanzas y destinos más gloriosos de la humanidad. No podía ofrecer nada, excepto
ella misma; y esto es todo lo que Él requiere de nosotros. Los mismos vestidos de boda, y
aun el velo en que tenía que ser presentada a Isaac, los trajo el siervo y se los entregó antes
que ella se encontrara con su novio; y vestida con los vestidos recibidos, montada sobre el
camello, guiada por el siervo, y totalmente consagrada para ser de él, emprendió la marcha
para ir a su encuentro.
¡Qué cabalgata! ¡Qué cortejo! ¡Qué cuadro de nuestra permanencia! Así también nosotros
podemos llevar los vestidos de boda, antes de habernos encontrado con él en la boda. Él no
nos pide nada costoso, sino que nos da todo lo que requiere de nosotros. Si bien se nos dice
en un versículo que «las bodas del Cordero han llegado, y su esposa se ha preparado», se
nos dice también en el siguiente: «…se le ha concedido vestirse de lino fino, limpio y
resplandeciente… las acciones justas de los santos». Sus vestidos eran «concedidos» como
lo fueron los de Rebeca y como eran los antiguos vestidos de boda a la misma puerta del
palacio del rey. Le recibimos a Él en su propia hermosura y carácter y somos aceptados no
por lo que somos, sino por lo que Él hace de nosotros y ha hecho para nosotros. La
santificación, pues, es toda de gracia, porque «somos obra suya, creados en Cristo Jesús para
buenas obras, que Dios ordenó para que pudiéramos andar en ellas».
La larga cabalgata al fin se acerca al hogar, e Isaac sale a recibirlos. Es al atardecer, y los
demás no ven el encuentro plenamente, cuando, unidos en un abrazo, entran en la tienda
nupcial y Rebeca pasa a ser la esposa de la simiente escogida y la futura madre del mismo
Redentor. Así también será dentro de poco; contemplaremos en el horizonte distante las
señales del hogar, pero antes de que lleguemos, nuestro Señor se apresurará a venir a
recibirnos. Puede que sea al atardecer de la vida. Será al atardecer de la historia del mundo;
y nuestro encuentro con Él, en el aire, es posible que no sea visto por los enjambres que se
mueven ajetreados por la tierra, pero nosotros le conoceremos y él nos reconocerá por las
prendas que nos ha dado y por el vestido que llevamos y por el testimonio del Espíritu Santo
que estará con nosotros todavía. ¡Feliz encuentro! ¡Bienaventurada esperanza! ¡Verdadero
hogar! ¡La idea eterna de toda boda y de todo velo matrimonial y de todo latido del amor
humano. Dios nos conceda que podamos hallarnos en esta feliz compañía.
49
Los pozos de Isaac
Las últimas escenas de la vida de Isaac no están exentas de nubes. En una hora de prueba y
de hambre parece que Isaac obró prescindiendo del consejo divino. Descendió a la tierra de
los filisteos, donde había abundancia de comida y disfrutó de una extraordinaria
prosperidad mundana, pero en tanto se halla allí no tenemos registrado ningún caso en que
disfrutara de la divina presencia, y se vio constantemente envuelto en problemas con los
habitantes de la tierra. Parece seguro que en esto obró equivocado y ha pasado a ser un
ejemplo para nosotros de las tribulaciones innecesarias y las pérdidas espirituales
inevitables que se siguen de una desobediencia, incluso tácita, y de actuar conforme a la
sabiduría, prudencia y voluntad propia.
El primer problema fue debido a la falta de agua; y cuando cavaron los pozos necesarios, o
más bien, abrieron los antiguos pozos de Abraham, los enemigos lucharon con ellos y
reclamaron prioridad en el derecho a los pozos. El mundo fácilmente se va a salir con la
suya cuando nosotros luchamos en un terreno que nos es prohibido. Isaac mostró por lo
menos el poder de la gracia en el espíritu que manifestó, a pesar de su error. No contendió
con ellos, sino que fue apartándose de pozo en pozo, dejándoselos en posesión y llamando
los pozos con los nombres sugeridos por sus amargas experiencias: «Rencilla», «Odio» y
finalmente «Ensanchamiento», cuando al fin le dejaron en paz. Siempre hallaremos espacio
cuando, como él, seguimos un curso de mansedumbre y preferimos un sacrificio temporal
a una lucha impropia.
Esta característica de paciencia y resistencia aparece más fuerte en Isaac que en ningún otro
de los patriarcas, y tiene su raíz real en su propio sacrificio, por el que pasó en el
monte Moriah. De modo que los que han muerto con Cristo una vez por todas, no van a
hallar difícil morir diariamente en las innumerables cruces de las pruebas de la vida.
Al fin salió del todo de la tierra en que se hallaba y plantó sus tiendas en Beerseba, en la
tierra de promisión. Inmediatamente, aquella misma noche, Dios se le apareció como prueba
de su aprobación, y renovó con él el pacto, en tanto que su siervo le llevaba las noticias de
un pozo reciente y valioso que había derramado agua abundante sobre el campamento. Le
dieron el nombre del pacto que acababa de ser renovado y lo llamaron Seba, o sea, el «pozo
del juramento». Y lo mismo veremos nosotros que un decidido retorno a la línea exacta del
pacto de Dios nos traerá liberación de nuestras tribulaciones, la presencia de Dios y fuentes
de bendición.
No sólo esto, sino que los filisteos estuvieron contentos de acudir a Beerseba y solicitaron
una alianza con Isaac y con su tribu. El hombre a quien habían perseguido y a quien habían
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requerido que saliera de su presencia, en tanto que se hallaba a su nivel, era buscado como
amigo y consejero cuando se colocó en el lugar que le correspondía y se separó de ellos.
Así nosotros nunca podemos bendecir al mundo hasta que nos hemos separado de él, y
nunca podemos elevarlo hasta que nosotros estamos en un plano más alto que el suyo. El
hombre que no teme perder su influencia es el hombre a quien Dios da influencia sobre los
demás. El hombre que está dispuesto a arriesgar la pérdida de la amistad del mundo, por
amor de Dios, es el hombre a cuya puerta el mundo va a acudir en su hora de necesidad
para encontrar consuelo, ayuda y bendición celestial.
¡Seamos fieles a Dios! Mantengámonos siempre dentro de los confines de nuestra herencia,
y Dios nos bendecirá y hará de nosotros bendición.
51
Capítulo 7
Símbolos y tipos en la vida de Jacob
Jacob tiene mucho que decirnos, más que ningún otro de los antiguos patriarcas. Está más
cerca de nuestra vida, en nuestras flaquezas e imperfecciones humanas, indignidad e
inutilidad humana, sufrimiento, pruebas y disciplina humana, y en la gracia de Dios, que
quedó engrandecida por todas esas insuficiencias.
El nacimiento de Jacob
El primer símbolo que vemos en la vida de Jacob es su nacimiento. Tenemos aquí una figura
de su futuro. Podría parecernos que había en él, ya en la misma matriz de su madre, algo de
su espíritu innato: el comienzo de aquella fe que luego se desarrolló tan poderosamente. Por
ello Oseas dice: «En el seno materno tomó por el calcañar a su hermano», como si en alguna
forma tuviera en él algo de lo que luego le impulsó a reclamar las poderosas promesas de
Dios.
Su derecho de primogenitura
El derecho de primogenitura, para los antiguos patriarcas, parece llevar implicado no solo
el ser cabeza de la tribu, sino también privilegios espirituales del pacto divino.
Indudablemente, su madre le había hablado de las esperanzas enlazadas con su nacimiento
y de las promesas que lo habían anunciado, y mirando a las edades venideras, es posible
que hubiera visto la venida del Salvador, y, unida a ella, la esperanza de su futuro eterno.
Fue esto lo que le hizo obrar reclamando el derecho y que, a pesar de todo lo bajo y egoísta
en la forma en que lo obtuvo, es un acto digno de elogio. Si hubiera reclamado esto por los
derechos que le correspondían, según las promesas dadas antes de que naciera, habría sido
un acto del tipo más elevado. Es el mismo acto que realizamos cuando evaluamos y
reclamamos la oferta de nuestra salvación y la filiación en la familia de Dios, y dejamos todo
lo demás para asegurárnoslo. Esto le había sido prometido antes de su nacimiento, como sin
duda le había sido enseñado por su madre, y él debería haber presentado sus derechos y
dejar todo lo demás para asegurárselo. Jacob, sin embargo, mezcló su propia flaqueza con
la fe que de otro modo habría sido recta y en su lugar.
Reclamó la recompensa con la tenacidad de la fe, y luego dañó la fe al añadir sus propias
obras. Dios consideró la fe, puso a un lado las obras y consumió el pecado con la disciplina
y el sufrimiento. Y, con todo, no podemos olvidar que Jacob vio el valor del derecho de
primogenitura en tanto que Esaú lo despreció. Esaú dijo: «He aquí, yo me voy a morir; ¿para
qué, pues, me servirá la primogenitura?». Él no tenía sentido del futuro eterno, pues de otro
modo le habría dado valor por sobre todos los tesoros materiales, aun en la hora de su
muerte. Jacob vio el tesoro y lo reclamó con insistencia y lo hizo suyo. Así que estamos con
52
Jacob cuando reclamamos la primogenitura; cuando echamos mano de los derechos del
Evangelio, cuando tomamos con fe firme, no solo el pacto de la misericordia prometida
antes de haber nacido nosotros, sino cuando seguimos adelante y echamos mano de toda la
herencia de Dios; no solo el ser salvos, sino el ser santificados; no solo el creer, sino el llegar
a ser herederos de Dios, príncipes en Israel y participantes de la gloria de nuestro Salvador.
Este es el significado del derecho de primogenitura y la fe que lo reclama.
Pero, en tanto que imitamos la fe, evitemos la incredulidad. El que cree entra en el reposo.
El que obra, obra porque no cree. Cuando estamos seguros de que Dios nos ha dado la
bendición, reposamos. Pero cuando tememos que Dios va a fallar, o Esaú maniobrando se
saldrá con la suya, o tratamos de hacer algo que solo servirá para estorbar. Las caídas de
Jacob fueron causadas por lo turbio de su propia naturaleza que Dios tenía que clarificar.
Dios nos ayude a aprender la lección y a creer de forma que «en quietud y en confianza será
vuestra fortaleza», y no solo esperaremos, sino que esperaremos quietos la salvación de
Dios.
La visión de Jacob
Llegó en el momento más oscuro de su vida, cuando le circundaban la noche, cuando tenía
una piedra por almohada: un símbolo de la suerte dura y triste que parecía aguardarle. Y
con todo, fue en esta hora oscura en el desierto, y en esta almohada de piedra, que el Dios
del cielo iba a concederle la bendición del pacto. La visión de Betel nos habla de la primera
revelación que hace Dios de sí mismo al alma que le ha escogido. Jacob escogió a Dios
cuando escogió la primogenitura. Pero Dios no había tenido ningún encuentro con Jacob.
Jacob era como nosotros cuando aceptamos la promesa pero no hemos visto todavía al que
promete. Te arrodillas ante el altar y reclamas la bendición, la haces tuya por fe, pero Dios
siempre hace una realidad de la fe. Pasan los días y cuando parece que Él ha olvidado su
promesa, la fe empieza a desfallecer y es entonces que todo el cielo te va rodeando más y
más de cerca. Tú confías en Dios. Cuando empieza a oscurecerse y a hacerse peligroso,
cuando Esaú amenaza tu vida, cuando te hallas en el yermo y a medianoche con la cabeza
sobre una almohada de piedra, entonces viene Dios a tu encuentro, y hace real para tu alma
lo que habías aceptado por simple fe antes. Así te ha ocurrido con la revelación del Espíritu
de Cristo que te reviste: quizá en la curación de tu cuerpo, o ha sido así en la oración en
petición de cosas temporales que habías creído obtendrías. La visión primero; la simple
confianza en su Palabra, y luego Dios mismo en toda la plenitud de su bendita realización.
La visión de Jacob era también una prefiguración del camino de su propia vida. Vio una
escalera cuyo extremo tocaba el cielo, y Dios apareció en lo alto, como el Dios de sus padres.
Esto nos enseña que la única verdadera escalera de la vida es la que alcanza el cielo. La
escalera de Jacob llegaba al cielo. Las escaleras de la ambición humana solo llegan a unos
pocos años adelante. La máxima ambición del hombre queda satisfecha cuando llega al
pináculo de la fama o alcanza el cumplimiento de algún sueño acariciado; conocimiento,
amistad, o quizá riqueza. Esta es la longitud de su escalera; solo llega a un trecho del camino.
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Son cincuenta, sesenta, setenta, o si se quiere, ochenta años, pero la escalera de Jacob, para
entonces, apenas ha empezado; llega al cielo. ¡Oh, tú que eres joven y estás mirando al futuro
y cuentas tanto con él, ¿estás seguro que te has asegurado de las cosas más importantes de
la vida y de la eternidad? Deja que tu escalera llegue al cielo.
Y luego, la escalera de Jacob no solo era larga, sino que se subía peldaño a peldaño; no solo
de un salto, sino poco a poco, momento a momento; de este modo también nos conduce a
Dios, paso a paso. ¿Estás dispuesto a andar de esta forma, con paciencia, momento tras
momento, venciendo y ascendiendo?
Pero lo mejor de la escalera de Jacob es que terminaba con Dios, y tenía a Dios en lo alto de
la misma, y Dios debajo de la misma, sosteniéndola para que no se deslizara, apoyando al
viajero a cada paso. Deja que tu escalera sea guiada por su mano, no apoyándose en alguna
torre de nubes de tu ambición sino en las manos que fueron taladradas por ti. ¿Has notado,
cuando alguien en tu casa ha de subir una escalera de mano, cómo desea que tú la sostengas?
Hay uno, queridos amigos, que te sostiene la escalera mientras tú subes a las alturas, que te
harían temblar si no fuera por sus brazos eternos.
Y además, se nos enseña que no solo está Dios en lo alto de la escalera, sino que los ángeles
de su providencia están subiendo y bajando por ella, guardando tus pies en los peldaños.
Cada paso está bajo tu cuidado. Y así él te dice, como a Jacob: «He aquí, yo estoy contigo, y
te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré
hasta que haya hecho lo que te he dicho».
Además, la visión de Jacob es el símbolo no solo del camino de la vida, sino de Jesucristo
mismo: la puerta abierta, y el único medio de comunión y comunicación con el cielo. Cristo
mismo nos ha dado esta interpretación de la visión de Jacob. Hablando con Natanael, bajo
la higuera (que parece había estado leyendo este mismo capítulo), le dice: «De aquí adelante
veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del
Hombre». Era como si le hubiera dicho: «Yo soy la escalera de Jacob; es a través de mí que
los cielos estarán abiertos; es como resultado de mi obra que los ángeles de Dios vendrán, y
a partir de ahora tendréis comunión con Dios, no en la forma antigua de visiones, sino a
través de la carne del Hijo de Dios. De modo que Dios no solo está en lo alto de la escalera,
sino a lo largo de toda ella. Jesucristo viene de Dios y llega hasta los hombres, una escalera
viva de peldaños humanos, diciendo a cada paso: «Yo soy el camino; Yo soy el pastor; Yo
soy el guía; Yo soy la vida; Yo soy el autor y consumador de vuestra fe». ¿Es Jesús tu escalera,
querido amigo?, ¿es tu camino?, ¿es tu vida? ¿Das cada paso con Jesús? ¿En Jesús?
¿Andando con Jesús? ¿Andando en Él como también con Él; hallando que Él es algo en ti,
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esta semana, semana tras semana, algo que no había sido antes? Éste es el sentido
bienaventurado de la escalera. Dios está al principio, Dios está al final, Dios está a lo largo
del camino, y Dios lo es todo en todo.
La victoria de Peniel
Aquí vemos a Jacob muchos años después de Betel, pero sin muchos cambios. Está más o
menos donde estaba entonces, y por ello Dios tiene que sacudirle con fuerza para que
despierte al verdadero significado de la vida. Dios deja que le llegue una prueba que hace
alborear su vida y la de los suyos.
Su hermano se acerca a él furioso, con centenares de hombres armados. Estaban allí los
pequeños, y sus esposas y ganados, todos indefensos, y él mismo, como un peregrino, con
su bordón en la mano, inerme contra un poderoso guerrero. Era una hora de prueba
extrema; pero el pobre Jacob vuelve a las andadas, sacando los tentáculos, enviando
presentes, tratando de persuadir al león, con su ingenio para resolver problemas. Luego
parece que se apodera de él el sentimiento de su impotencia, y, poniendo a sus deudos en
las manos de Dios, va solo al encuentro de su hermano, cruzando el vado de Jaboc.
Era de noche, nuevamente, una noche oscura; no había una estrella en el cielo, y mucho me
temo que ni se veía la escalera ahora; pero Jacob tuvo que habérselas con Dios, y Dios se
acercó a él más que con ocasión de la escalera, en el sueño. Nubes y espesas tinieblas rodean
su trono, y en las espesas nubes es donde le encontraremos.
Pero fue todo diferente de la visión de Betel. El peligro estaba más cerca ahora, y Dios estaba
también más cerca. Entonces Dios estaba en lo alto de la escalera, ahora Dios estaba a nivel
de Jacob, luchando con él, teniendo a Jacob en sus mismos brazos; y Jacob pudo rodear con
sus brazos al mismo Dios. Dios se acercó mucho a Jacob, porque Dios quería que, a partir
de entonces, Jacob viviera muy cerca de él.
En esta lucha hay mucho que es misterioso. Esta lucha convulsiva, profunda, la podemos
entender quienes hemos tenido una noche de agonía en la cual nos ha parecido que nuestros
mismos lomos estaban afectados, y las cuerdas del corazón se apoderaban de algo invisible.
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Así, Jacob pasó por el misterio de la prueba y salió de ella siendo otro hombre a la mañana
siguiente.
Es imposible analizar todo esto sin destruir su hermosura. Arranqué la flor de un Jacinto
esta mañana; era muy hermosa y fragante, hice presión en ella con los dedos, y su fragancia
desapareció. Igualmente, hay que tomar el espíritu de estas cosas. Hay lecciones aquí que
tocan muchos puntos. Nos enseña que de lo más difícil viene a veces la mayor bendición.
De aquello que, en tu vida, has considerado que te aplastaba casi, viene tu mayor victoria.
De aquello que parecía estar a punto de vencerte y destruirte, Dios quiere traerte una fe que
no habías tenido y una revelación de su amor y su poder que nunca habías soñado. Esto
mismo que tú pensabas que era una piedra de tropiezo, Dios quiere hacerlo una almohada
para tu cabeza y una escalera para ascender a su misma presencia.
Así que no esperes hasta encontrarte en una posición cómoda y entonces decir que vas a
vivir una vida cristiana. «Tengo que llegar hasta cierto punto, y voy a poner en orden las
cosas; entonces serviré a Dios». No digas esto, sino ve a Dios, y déjale a él que ponga las
cosas en orden, y serás un cristiano más fiel a través de esta misma experiencia que te ha
traído la prueba y la liberación.
Hay algo más aquí que hemos de tener para ser fuertes en la oración, y es un elemento de
intensa sinceridad y fervor. Hay algo más en la oración, ya lo sé, reposo y confianza; pero
no creo que el reposo venga hasta que hayan pasado las agonías. Hay algo en la oración que
echa mano de Dios y exclama: «No te dejaré, si no me bendices». No es debilidad: es
sinceridad; es vida; son dolores de parto y agonía que no pueden venir de ninguna otra
manera. No es duda; es poder, y va a terminar en reposo si dejas que Dios haga las cosas a
su manera.
Y entonces de nuevo, aprendemos en Peniel no solo sobre la eficacia de la oración que vence,
sino del elemento que se quiebra. Jacob no obtuvo su respuesta por el hecho de luchar: fue
cuando al fin cedió y cayó postrado a los pies de Aquel que había luchado con él que recibió
la bendición.
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es verdad, pero se apoyaba en el Omnipotente. Su muslo no era tan fuerte, pero tenía un
Salvador infinitamente más fuerte. Y así, querido, cuando llegamos a este lugar también, en
que desaparece nuestra fuerza, en que no tenemos brazos sino los de Cristo, estoy seguro
que después de ello podemos decir: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece».
No hay que decir que la respuesta de Jacob le llegó a la mañana siguiente. Dios fue a él allí,
y Esaú tenía que seguir. El día siguiente Esaú estaba allí – pero era un león domado –
llorando y con brazos amorosos, y un corazón de hermano, recibiendo a su hermano con
reconciliación y ternura. Dios lo había hecho todo. Hemos de tener poder para con Dios
primero, y entonces lo tenemos para con los demás.
Pero lo mejor de todo fue que Jacob era un nuevo hombre. Y Dios le dijo cuando se levantó:
«No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los
hombres, y has vencido».
Jacob no tuvo su plena bendición de una vez; parece que perdió algo de ella al poco tiempo,
y Dios le dijo algo más tarde: «Levántate, ve a Betel y reside allí». Después de nuestras horas
de oración y victoria, puede que retrocedamos. Dices: ‘Tuve esta o aquella bendición y la he
perdido’. Puedes regresar a Betel y residir allí. Quizás no puedes ir al mismo altar, pero
puedes estar en los mismos brazos. Vuelve a Betel; entonces Dios va a terminar la obra, y el
pecado será juzgado para siempre.
El fallo de Jacob en hacer esto de modo pleno fue, quizás, el secreto de todas las pruebas
ulteriores que tuvo que pasar; Jacob regresó, pero no se quedó allí. Si lo hubiera hecho habría
evitado las amargas pruebas que siguieron. Pues, un poco más adelante, leemos que Jacob
iba de un sitio a otro otra vez. Y pronto vino la vergüenza, la caída de Dina, la lucha de sus
hijos, la traición y venta de José a los madianitas, y el hundimiento de las esperanzas de
Jacob durante años. ¡Oh, hijos consagrados de Dios, es algo glorioso cruzar el Jaboc, pero es
algo terrible el cruzarlo otra vez, entonces, en dirección opuesta!
Y esto es lo que hizo Jacob. Dejó a Betel, y durante unos años tuvo que beber la copa más
amarga que ha bebido un mortal. No conozco nada más triste que el segundo fracaso
después de la consagración.
Leemos en los Jueces que después que los israelitas hubieron entrado en la tierra de la
promesa, recayeron en el pecado, y su caída duró cuatrocientos años. ¡Oh, vosotros los que
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habéis venido, aseguraos de quedaros en Betel; edificad vuestro altar y resistid para siempre
a la sombra de su presencia!
Las escenas finales de la vida de Jacob están llenas de instrucción y consuelo. Al fin todo fue
bien, y delante de Faraón, Jacob pudo decir en realidad: «Todas las cosas han cooperado
para bien», y luego: «El Ángel que me ha redimido de todo mal, bendiga a los muchachos».
Todo fue bien al final, y lo mismo diremos nosotros, pobres descarriados. ¡Pero cuántas
penas podríamos ahorrarnos y cuántos lazos podríamos esquivar, si siempre obedeciéramos
de modo literal y completo a nuestro Dios del pacto y permaneciéramos en Él!
La tumba de Jacob
El último símbolo que consideraremos es la tumba de Jacob. Murió en Egipto; llamó a los
suyos a su alrededor y a su amado José y dijo: «Si he hallado ahora gracia en tus ojos… haz
conmigo misericordia y verdad: Te ruego que no me entierres en Egipto; mas cuando
duerma con mis padres me sepultarás en el sepulcro de ellos». Y se lo juraron y no mucho
después se movía una larga caravana que se detuvo en la cueva de Macpela.
Jacob tenía la vista puesta en el día en que sonaría la trompeta y los muertos se levantarían,
y quería que sus mismos huesos estuvieran dentro del pacto de Dios. Y así, queridos, ¿habéis
escogido vuestra sepultura entre el pueblo de Israel?, y no me refiero a la tumba literal, sino
a la gloria de la resurrección.
Esta fue la hermosa fe de Jacob cuando murió. Ordenó que sus huesos fueran llevados a
Israel cuando sus descendientes cruzaran el Mar Rojo. Y Dios quiere que pensemos en
nuestros huesos: no como hacen algunos, haciendo preparativos costosos para su entierro o
la losa de su tumba, sino para el momento en que resucitaremos y nuestro polvo será
glorificado con Cristo y sus redimidos, o será cubierto para siempre de oprobio y desprecio.
Queridos amigos, ¡qué vida, qué débil, qué pobre, qué equivocada, en qué necesidad estaba
de la gracia de Dios! Pero el Dios de Jacob: ¡Qué tierno, qué fiel, qué bueno, qué paciente! Y
él está dispuesto a ser tu Dios y el mío. Aceptémosle en el espíritu del antiguo himno, que
fue el canto, la canción de cuna de nuestra infancia.
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Capítulo 8
Símbolos y tipos en la vida de José
(Primera parte)
La bella historia de la vida de José es el clímax digno del primer libro de la Biblia, y bien
puede ser uno de los pilares majestuosos y colosales en el portal del Templo de la Verdad
Divina. Es una de las pocas vidas intachables de la Biblia, y está al lado de Enoc y Daniel en
su encanto inmaculado. Está lleno de las lecciones más prácticas y afectivas para nuestra
vida cristiana, y toca en cada punto nuestra experiencia de sufrimiento y prueba como hijos
de Dios, y los grandes principios de la Divina Providencia que Dios está trabajando en cada
una de nuestras vidas. Y, en el ámbito superior de la enseñanza típica, prefigura el carácter
y los sufrimientos, la gracia y la gloria del Señor Jesucristo con una intensidad y poder
insuperables por cualquiera de las figuras en toda esta galería maravillosa del simbolismo
divino. Echaremos un vistazo a la vida y el carácter de José en ambas conexiones, con
respecto no solo a nuestra vida y carácter cristianos, sino también a su gran antitipo, el Señor
Jesucristo, mezclando ambos aspectos tal como lo requiere el panorama cambiante.
El nacimiento de José
Él era el hijo amado de su padre, y por lo tanto, el tipo apropiado del muy amado Hijo de
Dios. Tampoco debemos temer reclamar el mismo lugar y compañerismo en Él, porque Él
mismo nos ha enseñado que si estamos unidos a Él, y él permanece en nosotros, el amor con
que el Padre lo ama también está en nosotros, y somos aceptos en el amado. Hará nuestras
pruebas más fáciles si siempre comenzamos la historia de nuestra vida como la de José, con
esta bendita certeza de que somos los amados de Dios.
Hay algo bello en la sencillez con la que Juan se llama a sí mismo "el discípulo a quien amaba
Jesús", sin la más mínima conciencia de presunción. Así que permítannos estar cerca del
corazón Divino, y el amor obtendrá el lugar que reclama.
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visión de su gran vocación. Algunas veces el velo se levanta más alto, y se le permite al alma
conocer el plan divino para prepararlo para el servicio, fortificarlo contra pruebas y
sufrimientos, e inspirarlo para sacrificios y triunfos en la causa de Cristo. Entonces el gran
Apóstol siguió adelante con el grito invencible:
“Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído,
y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.” Segunda de
Timoteo 1: 12.
“Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante
de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.”
Hebreos 12: 2.
Y nosotros, también, venceremos a medida que sostengamos constantemente nuestra alta
vocación y nuestra corona inmortal.
Los sufrimientos de José son preeminentemente típicos de las aflicciones que cayeron sobre
su gran Antitipo, nuestro Señor Jesucristo.
1. Fue aborrecido por sus hermanos a causa de su testimonio con referencia a sí mismo y sus
pretensiones al amor especial de su padre; lo mismo Cristo, fue aborrecido por sus
hermanos, perseguido, rechazado y al fin condenado y crucificado, principalmente a causa
de su pretensión de ser el Hijo de Dios y el testimonio de su Mesiazgo y gloria.
2. José fue vendido a sus enemigos por veinte piezas de plata; y lo mismo el Señor Jesús, fue
traicionado y entregado en manos de los gentiles por el concilio de los de su propia nación,
y juzgado y condenado a pesar de los intentos de Pilato de dejarle en libertad.
3. José estuvo separado durante años de su amado padre, y se le tuvo en realidad por
muerto; y lo mismo Jesús, dejó el seno de su Padre y aun soportó que su Padre escondiera
de él su rostro, y la angustia de su ira y su juicio a causa del pecado, y al fin murió bajo la
espesa nube del juicio divino.
4. José fue expuesto a las tentaciones más potentes del mundo, de la carne y el diablo, pero
resistió con inflexible fidelidad a la voluntad de Dios y a la voz de su conciencia; lo mismo
el Hijo de Dios, fue asaltado por Satanás con todos los atractivos del mal, pero no pudo
hallarse nada en Él. De José no se nos menciona ninguna mancha o pecado voluntario, pero
de Jesús sabemos que fue «santo, inocente, sin mancha», puro y separado de los pecadores,
y que «en todo fue tentado según nuestra semejanza, pero sin pecado».
5. José fue considerado culpable del pecado de otros y sufrió siendo inocente debido a la
maldad de otros; lo mismo Jesús, «que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado», y
«llevó la iniquidad de todos nosotros». Fue crucificado bajo el juicio humano y la ley
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eclesiástica como criminal, y se le tuvo como tal por sus propios contemporáneos y jueces.
Ésta es la más viva de todas las humillaciones, el ser tenido por culpable de lo que más
aborrecemos. La sombra del pecado sobre su alma es más oscura aunque su castigo.
8. José fue la víctima de hombres malvados y, en todos sus sufrimientos, sabía que era tenido
como responsable de la maldad voluntaria de ellos; con todo reconocimiento en toda su
triste experiencia que era la voluntad de Dios, usando y volviendo al revés los resultados de
las pasiones de los hombres para realizar los propósitos más elevados de su bondad y
sabiduría. Al hablar, años después, de su sufrimiento, José no añadió ninguna palabra de
lamento; vio la mano de Dios en cada paso y por encima de toda mano pecadora. Dijo:
«porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros».
Lo mismo el Señor Jesucristo, reconoció siempre sus sufrimientos y muerte como el plan de
la sabiduría y amor de su Padre y escogió el camino de la redención humana y, con todo, al
mismo tiempo, sus actos, implicaba por parte de aquellos que procuraban perversamente
su destrucción un grado no menor de culpa. Pedro declara al principio de los Hechos: «A
éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis
y matasteis por manos de inicuos, crucificándole». Y así el mismo Señor declaró a su juez
terrenal: «Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba», y, con todo,
y con extraña solemnidad añadió, en el mismo espíritu de verdad que hemos mencionado
antes: «Por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene».
9. Los sufrimientos de José no fueron perdidos, sino que fueron el medio en la maravillosa
providencia de Dios de salvar a su casa y toda la tierra del hambre, y aun la muerte; y este
tipo se cumple de modo trascendental en la gloria y resultados eternos de la cruz y
vergüenza de Cristo, en la salvación de millones de redimidos de la muerte eterna. Fue esto
lo que le permitió en el umbral de la cruz exclamar: «De cierto os digo, que si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto». «Ha llegado
la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado». «Y si fuere levantado de la tierra, a
todos atraeré a mí mismo».
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Volviendo ahora a la aplicación de todo esto a nuestras propias vidas, hallamos en los
sufrimientos de José un ejemplo hermoso del espíritu que un cristiano deje ejemplificar en
la prueba y la aflicción.
1. Como José, nuestros sufrimientos pueden con frecuencia ser originados por nuestros
propios hermanos. Muchas de las copas más amargas en nuestras vidas nos las ponen en
los labios las manos de aquellos a quienes más amamos. Cuando un hombre intenta pulir
un diamante ha de hacerlo con otro diamante más duro, o con una piedra de pedernal, y lo
mismo Dios ha de purificarnos por la dura traición causada por nuestros más queridos
amigos y a veces nuestros hermanos cristianos. ¿No veremos, como José, la mano de Dios
por encima de la de ellos, y no aprenderemos la lección y retendremos nuestra victoria?
2. Como José, hemos también de esperar ser puestos a prueba, malentendidos, aborrecidos,
perseguidos y tratados injustamente por el mundo. No podemos esperar menos que nuestro
Maestro: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán». El secreto de la
victoria se halla en el espíritu de integridad y la confianza infalible en Dios como Aquel que
es más poderoso que el mundo, quien «sacará a la luz tu justicia»; «hará resplandecer tu
justicia como la luz, y tu juicio como el mediodía». «De modo que los que padecen según la
voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien».
3. Como José, nuestros sufrimientos con frecuencia nos vendrán como resultado de las más
burdas injusticias por parte de los hombres, implicando pérdidas y aun oprobio vergonzoso.
Los veredictos de la opinión pública y la autoridad humana no siempre son equitativos, y
muchos de los hijos más queridos de Dios han vivido bajo el reproche y ostracismo de la
injusticia más rígida. Esto parece al principio muy difícil de sobrellevar a la naturaleza
humana, y, con todo, el apóstol ha dicho que es mejor sufrir por obrar bien que por obrar
mal. «Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante
de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros,
dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño
en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente».
4. Como los sufrimientos de José, los nuestros pueden ser agravados y prolongados por el
descuido y la ingratitud de otros, incluso de aquellos a quienes hemos tratado con mayor
afecto. El compañero de cárcel, cuya libertad había predicho José, se olvidó de él en cuanto
regresó a su puesto y se libró de su propia miseria, dejando a José en la cárcel durante años,
cuando con una sola palabra podía haberle puesto en libertad.
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Un jefe militar cristiano, cuando estaba sediento después de una batalla sangrienta, pidió
agua y le fue entregado un vaso de agua por su ayudante. Cuando iba a beberlo, vio los ojos
ávidos de un soldado enemigo herido fijos en el agua. Se apresuró a su lado y puso la copa
a su alcance, pero el herido en vez de tomarla, fingió desmayarse y luego con un rápido
movimiento procuró herir de muerte al que le mostraba amor. El oficial dio un salto hacia
atrás y salvó su vida, pero el ayudante, indignado, levantó la espada, e iba a hundirla en el
cuerpo del malvado. El buen hombre le retuvo, desarmó al enemigo herido y luego le
entregó la copa de agua al ayudante diciéndole: «Dale el agua a pesar de todo». Así que,
amemos y bendigamos.
El hombre que fracasa en una posición difícil no es capaz de hacerse cargo de otra más fácil.
Esta lección de la vida de José, más que ninguna otra en las Escrituras, hace referencia a las
cuestiones prácticas con que nos encontramos, y es aplicable de modo especial a todo joven,
en la batalla de la vida.
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8. El apoyo de José en su prueba era la confianza y la conciencia de la presencia divina y la
seguridad constante que brotaba de su fe persistente de que la mano de Dios estaba
dirigiendo toda su vida. No puede haber duda de que en estas horas sombrías sus anteriores
sueños brillaron siempre como una estrella polar de esperanza en el cielo de su noche, y
como Cristo, «por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz, menospreciando el oprobio».
9. Como José, seamos cuidadosos en aprender las lecciones en la escuela de la aflicción, más
bien que esperar con ansia la hora de la liberación. Hay un «es necesario» para cada lección,
y cuando estemos preparados, vendrá sin duda nuestra liberación, y hallaremos que no
podríamos haber permanecido en nuestro lugar de alto servicio sin la experiencia de las
mismas cosas que aprendimos en medio de la prueba. Dios nos está educando para un
futuro de mayor servicio y de más nobles bendiciones; y si tenemos las cualidades que nos
hacen aptos para un trono, ni la tierra ni el infierno juntos podrán impedir que nos sentemos
en él cuando el tiempo designado por Dios haya llegado. Es posible que no podamos verlo
ahora, pero sin duda hallaremos, en el «después» de Dios, los beneficios y la necesidad de
la disciplina a que su amor paciente nos ha sometido de modo tan estricto, aunque tan
prudente también, en la experiencia de la vida.
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Capítulo 9
Símbolos y tipos en la vida de José
(Segunda parte)
El ensalzamiento de José
Lo súbito del cambio y la trascendente grandeza que acaeció en la vida de José en pocas
horas parece casi algo romántico, difícil de creer, pero estas transiciones no son tan súbitas
como parece.
José había venido preparándose quietamente para todo ello durante los años precedentes, y
había aprendido las lecciones tan bien que las meras circunstancias exteriores de su ascenso
fueron mucho menos para él de lo que pareció a otros. Reconoció en su nueva posición una
llamada divina a un nuevo servicio, una situación que requería nuevos deberes y apoyo
divino, y emprendió el cumplimiento de sus nuevas responsabilidades con la misma
fidelidad simple que había mostrado en sus cargos más humildes.
Aunque era virtualmente el gobernante de Egipto, usó este alto cargo como un lugar de
servicio y viajó inspeccionando toda la tierra de Egipto con el mismo cuidado y
minuciosidad de uno de sus humildes subordinados.
El cambio que acaeció a José fue súbito y completo. Su cárcel fue cambiada por un palacio,
su oprobio por el más alto honor, su posición de degradación por otra de autoridad y
prominencia, y su vida de soledad y aislamiento cambió en un hogar y la compañía de una
esposa y una familia noble.
Al ir pasando los años, todo lo que parecía perdido fue restaurado, los vínculos con el hogar
que habían sido rotos fueron reanudados, su padre y su querido hermano le fueron
devueltos, y los mismos hermanos que le habían traicionado fueron reconciliados a su afecto
y se dieron cuenta de su pecado y la locura de su crimen de una forma tan maravillosa que
arrancó el aguijón de sus recuerdos amargos; y las pruebas más tristes que había pasado se
convirtieron en las bendiciones más dulces de su vida y de la de otros.
Y la escena termina con lo que para él había de ser el mayor de los goces: el poder devolver
bien por mal, el ministrar la felicidad de aquellos a quienes amaba, cuidando y alimentando
la casa de su padre y sus hermanos con todas las riquezas de su gloria, y viéndolos a ellos y
al mundo salvado mediante el ministerio de su vida. Sin duda, ésta fue una transformación
del sufrimiento en gloria y bendición. Todo esto era el tipo de la exaltación de Cristo y la
promesa y garantía de nuestra recompensa.
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1. Prefigura la exaltación de Jesús, después de la vergüenza y sufrimiento de la cruz, a la
vida de resurrección y gloria celestial en la cual ha entrado.
2. La relación de José con Faraón sugiere el oficio de mediador de Jesucristo con el Padre,
administrando el gobierno del universo, y teniendo todas las cosas entregadas en sus manos.
Faraón contestaba toda petición que le llegaba con: «¡Id a José! », y lo mismo nosotros
tenemos acceso al Padre a través de Él y recibimos las riquezas de gracia y bendición que
necesitamos y pedimos. Todos los tesoros de Egipto estaban en las manos de José; todo lo
almacenado, que salvó y alimentó al pueblo hambriento, era distribuido a sus órdenes; y
con ello «agradó al Padre que en él habitase toda plenitud», y «de su plenitud tomamos
todos, y gracia sobre gracia».
5. Los años de abundancia, y luego los de escasez que siguieron, parecen prefigurar,
primero, la dispensación de la gracia que ahora transcurre, y segundo, el tiempo de la
tribulación que ha de venir sobre la tierra antes del fin, del cual va a eximir a su pueblo que
se unirá antes con él en el aire.
Fue durante este tiempo de hambre que los hermanos de José acudieron a él y fueron
reconciliados. Y así será durante los días de la tribulación que los hermanos de Cristo según
la carne, los judíos, le reconocerán, se arrepentirán de sus pecados, y serán restaurados a su
amistad y bendición y después compartirán con él, en su vida separada nacional, como en
el Egipto de antaño, la bendición de su reino milenial.
Esta ha de ser una de las glorias principales del que fue un Nazareno rechazado, que
«mirarán al que taladraron y se lamentarán». Serán reconciliados con el Mesías al cual
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entregaron a los gentiles, como ocurrió con José. Toda esta historia, pues, es el cuadro de los
tiempos mileniales, por lo menos en algún grado, y no hay duda de que el cumplimiento va
a mostrar muchas semejanzas y correspondencias que no podemos prever ahora.
La historia de José no solo es un cuadro del ensalzamiento de Cristo, sino que es para
nosotros la garantía de que las tribulaciones que sufrimos por Cristo «obran para nosotros
un sobremanera grande y eterno peso de gloria». Dentro de poco las tribulaciones presentes
serán cambiadas en gloria y gozo, que nos hará avergonzar de haber murmurado o habernos
retraído en la breve prueba que fue solo una lección benéfica de Dios para educarnos para
su reino.
Un antiguo monarca halló, cuando subió al trono, del cual le había excluido durante largo
tiempo un usurpador, que uno de sus fieles partidarios estaba en la cárcel debido a que se
había atrevido a disputar las pretensiones del tirano y había sido fiel a su señor exiliado
durante los años de su ostracismo. El rey victorioso dio orden de que el noble capitán fuera
traído ante su presencia y que le quitaran delante de él las cadenas. Entonces ordenó a un
ayudante que las pesara y que trajeran del tesoro del palacio una cantidad de oro que pesara
en las balanzas igual que las cadenas. Luego, dirigiéndose a su fiel amigo, le dijo: «Tú has
sufrido estas cadenas por mí; ahora tendrás su peso en oro; estuviste en la cárcel por mí,
ahora estarás en mi palacio; tus sufrimientos tendrán una recompensa equivalente en
riquezas y honor».
Y así es para nosotros. «Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con
él; si sufrimos, también reinaremos con él».
Más alto que toda su gloria es el hecho glorioso que esta gloria solo la usó para otros. La
mejor joya del carácter de José, como el de su gran antitipo, es el amor. Destaca para siempre
como el tipo más elevado de Jesús, nuestro hermano perdonador y sufriente, y nuestro
Señor lleno de gracia y benigno.
1. Vemos lo beneficioso del espíritu de José en su bondad, aun en la humillación, hacia todos
los que le rodeaban. Ministró a los sufrimientos de sus compañeros de prisión. Y lo mismo,
Cristo anduvo constantemente de un lado a otro haciendo bien, y todos los que son como
Cristo vivirán para usar su estado como una oportunidad para el servicio, y dejarán en el
lugar que ocupen, aunque sea humilde, solo memorias de bendición.
2. Vemos, luego, su gracia en el uso de su poder. No usó el cetro de Egipto para sí mismo,
sino para el pueblo al cual servía y salvaba. La abundancia que vino bajo su cuidado fue
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simplemente considerada como un depósito puesto en sus manos que tenía que administrar
durante un tiempo para sus necesidades.
También Cristo fue ensalzado a la diestra de poder, no para su propia magnificencia y goce,
sino para poder ser un Príncipe y Salvador. Por ello ha recibido toda la plenitud del Padre
para que él pueda darla a la raza por la que murió. Su vida celestial es tan generosa como
su vida terrenal, y si pudiéramos contemplarle ahora, le veríamos como un sacerdote
ministrante, el siervo ceñido, el benefactor siempre dispuesto para todos los que necesitan
ayuda. No es un déspota oriental, sino un amigo amante y accesible; nunca perplejo o
abrumado por alguna situación difícil, ni preocupado, sino dispuestos los oídos, el corazón
y la mano, para escuchar y ayudar.
Como nuestro Señor ensalzado y benéfico, nosotros también hemos de usar nuestros lugares
de privilegio y bendición para el servicio y para otros. Somos mayordomos responsables de
administrar la múltiple gracia de Dios, y cuanto más recibimos, más plenamente hemos de
aprender que «más bienaventurado es dar que recibir», y que la misma condición de
conservar nuestra bendición es que nosotros seamos bendición para otros.
3. Vemos una figura preeminente del corazón de Cristo en la relación de José con sus
hermanos, y su amor prudente, pero tierno, su amor perdonador.
En el hermano herido y tratado con injusticia vemos al Salvador, y su rechazo por parte de
aquellos para los cuales murió. En los largos años de indiferencia y olvido que siguieron,
vemos un cuadro de la paciencia que espera, en tanto que los hombres continúan en su
insensibilidad y dureza de corazón. En las tribulaciones que al fin les alcanzaron y que les
llevaron, sin saberlo, al hermano a quien habían perjudicado para pedir socorro, vemos la
forma en que Dios al fin impulsa al corazón endurecido por medio de pruebas amargas para
que vaya a él, aunque él no le conozca.
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En la posición de los hermanos a los pies de José, sin saberlo ellos, aunque sabiéndolo José,
vemos al pecador a quien Cristo está atrayendo a sí mismo, pero que todavía no sabe que es
Él que le atrae, sino que sigue un curso de desesperación y ceguera. En la disciplina
prudente y severa por la cual José los llevó poco a poco a que reflexionaran y recordaran su
pecado, y despertó en sus pechos la voz de la conciencia adormilada, vemos el proceso
delicado por el que el Espíritu Santo redarguye el corazón endurecido del pecador y hace
que sus propios recuerdos y convicciones vayan preparándole suavemente para recibir su
misericordia. En la profunda ternura que José se abstuvo de expresar durante toda esta larga
prueba, vemos el amor que Cristo con frecuencia vela bajo la más severa disciplina, y anhela
derramar sobre nuestro pecho cuando estamos preparados para recibirlo.
Por fin llegó la hora de la reconciliación; y como en nuestro caso, lo mismo empezó con José
y no con los hermanos culpables. Dios es el primero que viene a nuestro encuentro en la
reconciliación, y es su amor que despierta nuestra confianza, y su gracia la que aviva nuestro
corazón para la gracia.
José perdona plenamente. Con qué ternura se acerca a estos hombres que le habían tratado
sin piedad; con qué generosidad insiste en que ellos lo olvidarán y se perdonarán a sí
mismos; cómo procura ahuyentar todo recuerdo penoso; cómo los recibe en su propio
corazón y su hogar, y les da un banquete en que no hay otros invitados presentes; y con qué
generosidad regia provee para ellos y para los suyos, compartiendo con ellos su riqueza y
su gloria, y enviándolos a residir con él, en medio de la abundancia en la mejor región del
país.
Todo esto se realiza de modo infinitamente más perfecto en el amor de Jesús, a quien se
trató con mayor crueldad e injusticia. Jesús atrae con influencias tiernas de amor y de poder.
Es el que dice: «Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de
ellos» (Oseas 14: 4). No solo perdona, sino que olvida; no solo salva de la ira, sino que nos
recibe en su amistad, nos banquetea en su mesa, nos alimenta con su propia vida, comparte
con nosotros sus riquezas y gloria, y nos lleva consigo para que estemos con él donde están
todas las riquezas de su reino y su herencia.
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