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“Del mito, del símbolo y otras cosas”

Cesare Pavese (Fiestas de agosto, 1946)

Una llanura entre colinas, hecha de prados y árboles en bastidores sucesivos y atravesados por
anchos claros, en la mañana de septiembre, cuando un poco de calina se desprende del suelo, te
interesa por el evidente carácter de lugar sagrado que debió de asumir en el pasado. En los claros,
fiestas, flores, sacrificios al borde del misterio que se insinúa y amenaza entre las sombras
silvestres. Allí, en el confín entre cielo y tronco, podía aparecer de repente el dios. Ahora bien, el
carácter, no digo de la poesía, sino de la fábula mítica es la consagración de los fugares únicos,
ligados a un hecho, a una gesta, a un acontecimiento. A un lugar, entre todos, se le asigna un
significado absoluto, aislándolo en el mundo. Así han nacido los santuarios. Así retornan a la
memoria de cada uno los lugares de la infancia; en ellos ocurrieron cosas que los hicieron únicos
y los entresacan del resto del mundo con este sello mítico.

Pero el paralelo de la infancia aclara al punto cómo el lugar mítico no es tanto singular, el
santuario, cuanto el de nombre común, universal, el prado, la selva, la gruta, la playa, la casa, que
con su indeterminación evoca todos los prados, las selvas, etc. , y a todos los anima con su
escalofrío simbólico. Ni siquiera en la memoria de la infancia el prado, la selva, la playa son
objetos reales entre otros muchos, sino el prado, la playa como se nos revelaron en absoluto y
dieron forma a nuestra imagen. (Si luego estas formas primordiales se enriquecieron aún más
con los sedimentos sucesivos del recuerdo, vale como riqueza poética y es algo muy distinto de
su significado originario).

La hazaña del héroe mítico no es tal porque está sembrada de casos [217] sobrenaturales
o fracturas de la normalidad (éstas incluso suponen, en el creyente, la conciencia de una
normalidad, lo cual no es muy propicio para la concepción mítica), sino porque alcanza un valor
absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela perennemente interpretable
ex novo, polivalente, simbólica, en suma. Debes guardarte de confundir el mito con las
redacciones poéticas que de él se han hecho o se están haciendo; precede a la expresión que se le
da, no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido distinto de la
forma (aunque de una forma, por sumaria que sea, jamás se pueda prescindir); y esto lo prueba el
hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese con palabras, con signos, o
con mímica. El mito es en suma una norma, el esquema de un hecho concurrido de una vez por
todas, extrae su valor de esta unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra
como revelación. Por eso siempre se produce en los orígenes, como en la infancia: está fuera del
tiempo. Un hombre aparecido un día, quién sabe cuándo, en tus colinas, que hubiera pedido
sauces y trenzado un canasto para desaparecer después, sería el genuino y más sencillo héroe
civilizador. Mítica sería esta revelación del arte, siempre que ese gesto fuese, por supuesto, de una
unicidad absoluta, no tuviera presente y no tuviera pasado, sino que ascendiese a una sacral
eternidad que fuese paradigma de todo trenzador de sauces. Y una era entre todas, donde se
hubiera sentado, serla santuario; pero ésta parece ya una concepción posterior, más materialista,
en el sentido de naturalista. Genuinamente mítico es un acontecimiento que al igual que fuera del
tiempo se realiza fuera del espacio. La era de mi héroe debe ser todas las eras: y en cada una de
ellas, el creyente asiste al recelebrarse de la revelación. La unicidad material del lugar (el
santuario) es una concesión a la matter-of-factness del creyente, pero sobre todo a su fantasía

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siempre necesitada de expresión corporal, siempre más poética que mítica. Por lo demás, decir
por ejemplo Olimpo era decir, en cierto momento de la prehistoria griega, algo así como
montaña, como montañas, como todas las montañas. Del mismo modo que Hércules era
cualquier héroe de aldea que volviese de la aventura, cada mito al hallar su expresión se
encarnaba en determinaciones culturales y geográficas que variaban según los lugares.

Es menester aferrarse a esta fiebre de unicidad de la cual rezuma el mito. Hay en ello un
núcleo religioso, no cabe duda. La vida se puebla y enriquece con acontecimientos insustituibles
que, justamente por haber ocurrido de una vez por todas y al margen de las leyes del mundo
sublunar, valen como módulos supremos de la realidad, como su contenido, significado y
médula, y todas las peripecias cotidianas adquieren sentido y valor en la medida que son su
repetición o su reflejo. Un mito es siempre simbólico; por eso no tiene nunca un significado
unívoco, alegórico, sino que vive con una vida encapsulada que, según el terreno y el humor que
lo envuelva, puede explotar en las más diversas y múltiples floraciones. Es un acontecimiento
único, absoluto; un concentrado de potencia vital de otras esferas que la nuestra cotidiana, y
como tal derrama un aura de milagro en todo lo que lo presupone y se le asemeja. No se puede
dar otra definición del símbolo sino que también él es un objeto, una cualidad, un [218]
acontecimiento al que un valor único, absoluto, arrebata a la causalidad naturalista y aísla en
medio de la realidad. El más sencillo de los símbolos, un pañuelo que el enamorado ha recibido
como don de su amada, es tal en cuanto ha adquirido un valor absoluto que lo carga de
significados multíplice, y éstos duran mientras dura la exaltación amorosa.

Ningún niño tiene conciencia de vivir en un mundo mítico. Esto va acompañado por el
otro conocido hecho de que ningún niño sabe nada del “paraíso infantil” en el cual en su
momento el hombre adulto se dará cuenta de haber vivido. La razón es que en los años míticos
el niño tiene cosas mejores que hacer que dar un nombre a su estado. Le toca vivir ese estado y
conocer el mundo. Ahora bien, de niños el mundo se aprende a conocerlo no (como parecía) con
inmediato y originario contacto con las cosas sino a través de los signos de éstas: palabras,
viñetas, cuentos. Si nos remontamos a cualquier momento de emoción estática frente a cualquier
cosa del mundo, hallamos que nos conmovemos porque ya nos hemos conmovido; y nos hemos
ya conmovido porque un día algo se nos apareció transfigurado, aislado de lo demás, por una
palabra, una fábula, una fantasía que se refería a ello y lo contenía. Para el niño este signo se
convierte en símbolo, porque naturalmente en aquel tiempo la fantasía le llega como realidad,
como conocimiento objetivo y no como invención. (El que la infancia sea poética, es sólo una
fantasía de la edad madura). Pero este símbolo, en su carácter absoluto, eleva a su atmósfera la
cosa significada, que con el tiempo se convierte en nuestra forma imaginativa absoluta. Tal es la
mitopeya infantil, y en ella se confirma que las cosas se descubren, se bautizan, sólo a través de
los recuerdos que de ellas se tienen. Puesto que, en rigor, no existe un “ver las cosas por primera
vez”: lo que importa es siempre una segunda.

El concebir mítico de la infancia es, en suma, un alzar a la esfera de acontecimientos


únicos y absolutos de las sucesivas revelaciones de las cosas, por lo cual éstas vivirán en la
conciencia como resquemas normativos de la imaginación afectiva. Así cada uno de nosotros
posee una mitología personal (feble eco de la otra) que da valor, un valor absoluto, a su mundo
más remoto, y le reviste pobres cosas del pasado con un ambiguo y seductor esplendor donde
parece, como en un símbolo, resumirse el sentido de toda la vida. A este “temps retrouvé” no le
falta del mito genuino ni siquiera la respetabilidad, es decir, la facultad de reencarnarse en

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repeticiones que aparecen y son creaciones ex novo, al igual que la fiesta recelebra el mito y a un
tiempo lo instaura como si cada vez fuese la primera.

La poesía es otra cosa. En ella se sabe que se inventa, lo cual no ocurre en el concebir mítico. La
razón de que la poesía pueda nacer siempre y en cualquier lugar y en cambio todo pueblo acaba
por salir de su estado mitológico, es que para transformar en fe la invención no basta con
quererlo. La ingenuidad de la barbarie para la cual la fantasía es conocimiento objetivo, no
retorna, una vez violada. El milagro de la infancia queda pronto sumergido en el conocimiento
de la realidad y perdura sólo como inconsciente forma de nuestro fantasear, continuamente
derrotada por la [219] conciencia que de ella tenemos. La vida de cada artista y de cada hombre
es, como la de los pueblos, un incesante esfuerzo para reducir a claridad sus mitos, pero no se
puede hacer que en ellos no exista el fuego vital, la ratio última, por ser inconsciente, de la vida
anterior. El tónico poderoso que de ellos se absorbe, la única y sola inspiración digna de este
nombre abusivo., es la prueba. Sólo que no es preciso prohibirse estéticamente el esfuerzo más
asiduo para reducirlos a claridad, o sea, destruirlos. Sólo lo que quedará después de este esfuerzo
(y algo no puede dejar de quedar siempre, si es cierto que el espíritu es inagotable), podrá valer
como fuente de vida.

La poesía trata a menudo de revirginarse, recurriendo al simbolismo, en las memorias de


la infancia y también en los mitos. Confiesa sentir en estas formas espirituales una alta tensión
imaginativa que le hace la boca agua, y se hace la ilusión de que para derivar esta tensión a su
campo basta on un acto de voluntad. Calca las formas del mito y del símbolo, esperando que en
ellas vuelva a latir mágicamente el corazón. Pero olvida que ella sabe inventar, y que el mito, en
cambio, vive de fe.

En las fórmulas tomadas en préstamo duerme un absoluto que sólo puede despertarse si
es acogido como revelación vital antes que poética. Sin embargo, ocurre a veces que en torno al
viejo esqueleto crece y florece una nueva carne que es algo muy distinto de lo que el creador se
esperaba y sabía. No se habla aquí de la poesía, que es siempre posible, en especial cuando se la
desea, y en definitiva depende sólo de la paciencia y el ojo limpio. Sino de esa imagen o
inspiración central, formalmente inconfundible, a la que la fantasía de cada creador tiende
inconscientemente a tornar y que más lo caldea con su omnipresencia misteriosa. Mítica es esta
imagen en la medida en que el creador torna siempre a ella como a algo único, que simboliza
toda su experiencia. Ella es el foco central no sólo de su poesía sino de toda su vida. Cuanto más
capaz y robusta sea, más amplia y vital será la poesía que de ella brote. Pero, inútil decirlo, en
cuanto el creador se ha dado cuenta críticamente de eso y continúa explotándola, la poesía se
extingue.

Esta inspiración hunde sus raíces en el pasado más remoto del individuo y traduce la
quintaesencia de su descubrimiento de las cosas. A veces, a través de los esquemas que él se hace
la ilusión de exhumar, se trasluce en breves imágenes marginales, casi casuales; más a menudo se
encarna en situaciones absorbentes, poderosas y monótonas que, sea cual sea el tema de la
fábula, estallan siempre iguales a sí mismas y le dan su verdadero sentido. De ellas el creador no
sabría decir otra cosa sino que son su mito, su acontecimiento único, que cada vez tiene un
carácter de revelación inaudita como para el creyente una fiesta ritual. En su interior contempla,

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cuando llega a verlas, como se contemplaron en tiempos los dolores de Dionisio o la
transfiguración de Cristo. Son misterios, en el sentido religioso más genuino.

Has descrito así lo que Baudelaire llama el “extase”. La espontaneidad del inspirado que
es algo muy distinto de los “subtils complots” del poeta. Para bautizar las cosas se necesita la
ingenuidad de la fe, y cada bautismo es un milagro como en el culto. Aquí en verdad se está
inspirado, porque ante lo absoluto, lo que es único, uno se recoge y a un tiempo se [220]
abandona, y sólo ciertos temples extraordinarios de creadores logran conservar bajo esta tensión
religiosa la prontitud y la agilidad del oficio poético. Casi siempre es justamente la inspiración
(esta inspiración) la que deteriora la poesía, la diluye, la malgasta. Esa porción de disciplina
formal que se poseía, se derrumba bajo lo indeterminado del sentimiento incontenible. Son raros
los creadores que saben hacer coincidir la profunda exigencia formal implícita en la impronta de
su ma´ps remoto contacto con el mundo de los medios expresivos proporcionados a toda una
generación la cultura. Su tarea es un compromiso, una parcial traición a la ingenuidad, una
tentativa de ver, en el torbellino del mito que los aferra, lo más nítidamente posible aunque sólo
hasta el punto de que la hermosa fábula no se disuelva en naturalidad. Por eso ocurre que
algunos se salvan haciendo otra cosa de lo que esperaban y sabían. Pero los más fuertes, los más
diabólicamente devotos y conscientes, hacen lo que quieren, desfondan del mito y al tiempo lo
preservan reducido a claridad. Este es su modo de contribuir a la unicidad del milagro. [221]

Pavese, Cesare. La playa. Fiestas de agosto. Barcelona: Editorial Bruguera, 1981.

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