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Curso:
“Historia Ecológica de Iberoamérica”
Docente:
Lic. Antonio Elio Brailovsky *
Tomado del Boletín Electrónico de Antonio Elio Brailovsky del 1º de junio del 2010
+ Articulo
LA NATURALEZA EN LAS NACIONES AMERICANAS
LA NATURALEZA EN LAS NACIONES AMERICANAS
Por Antonio Elio Brailovsky [1]
Una característica común a diversos pueblos originarios de América fue su actividad de construir
el suelo agrícola que los sustentaba. Cuando los españoles llegaron a México se asombraron y
maravillaron, por supuesto, con las grandes pirámides y la arquitectura de los templos. Miraron
con horror los sacrificios humanos y las imágenes de esos dioses feroces, que necesitaban ser
regados con sangre de hombres para que el sol pudiera salir al día siguiente.
Hay, sin embargo, un deslumbramiento menos conocido, y es el de los espacios verdes. Para
ellos, que venían del hacinamiento de las ciudades europeas, fue un impacto especial ver las
enormes plazas de Tenochtitlán, ubicada en lo que hoy es Ciudad de México, y, muy
especialmente, las huertas y jardines. Lo dice Hernán Cortés, que quedó tan admirado por las
plantas como por el oro. "Tiene muchos cuartos altos y bajos -dice Cortés de una casa azteca en
1520-, jardines muy frescos de muchos árboles y flores olorosas; asimismo albercas de agua
dulce muy bien labradas, con sus escaleras hasta lo hondo. Tiene una muy grande huerta junto a
la casa, y sobre ella un mirador de muy hermosos corredores y salas, y dentro de la huerta una
muy grande alberca de agua dulce, muy cuadrada. Detrás de ellas todo de arboledas y hierbas
olorosas, y dentro de la alberca hay mucho pescado y muchas aves de agua, tantas que muchas
veces casi cubren el agua".
Pero lo más sugestivo es que se trata de una ciudad construida sobre un ecosistema artificial.
Como los venecianos, los aztecas eligieron construir sobre el agua porque eran débiles y ésa era
una defensa ante enemigos poderosos. La ciudad estaba en el medio de la laguna, llena de islas
construidas especialmente. Las llamaron chinampas, y son bases de troncos flotantes cubiertos
con tierra para sembrar allí hortalizas. De un espesor que varía entre 20 centímetros y un metro,
este colchón puede soportar el peso de animales grandes o de personas. Se parecen a los
camalotes, que a veces eran tan grandes que transportaban jaguares. Después plantaron sauces
sobre las islas flotantes para que sus raíces llegaran al fondo de la laguna y las fijaran en su lugar.
La existencia de grandes poblaciones en el Valle de México en la época de la conquista sólo se
puede explicar por la gran productividad de las chinampas. Una chinampa no necesita descanso y
está siempre en producción. Su fertilidad se mantiene mediante un alto uso de abonos que hace
posible que esté dando cultivo tras cultivo. Es claro que esto sólo puede hacerse en un lugar en el
que la temperatura se mantenga siempre constante; es decir, en el trópico. Estas islas artificiales
son alargadas y dejan canales para navegar entre ellas. Las góndolas de este lugar se llaman
trajineras, unas barcas de fondo chato, impulsadas con palos que se apoyan en el lecho de la
laguna. Aún hoy son una de las áreas de producción de hortalizas y flores para Ciudad de
México, y una importante atracción turística. Xochimilco ("País de las Flores"), un lugar en que
las orquestas de mariachis cantan sin llorar, porque el canto alegra los corazones, es el último
resto de las chinampas aztecas.
El descubrimiento del trópico significó una profunda conmoción sobre los conquistadores
españoles primero y sobre la visión europea del mundo, después. Recordemos que el
Renacimiento coincide con lo que llamamos “Período Glacial Breve”. Después de una Edad
Media relativamente templada, se inicia una etapa que incluye momentos de frío extremo. El
mundo se fue enfriando a partir del Renacimiento: tenemos pinturas de la época de Vivaldi que
muestran la laguna de Venecia congelada y la gente jugando en trineos como si estuvieran en
Moscú. Los glaciares de los Alpes avanzan y numerosos poblados quedan bajo los hielos.
El Atlántico Norte se llena de témpanos y se congelan tantas zonas que se hace extremadamente
difícil navegarlo. Los vikingos, que habían establecido colonias en el norte de Estados Unidos y
Canadá, se ven obligados a abandonarlas y retornar a casa. Esto obligó a que el viaje de Colón a
América fuera por el largo camino del Ecuador, al estar bloqueado el mucho más corto camino
del Atlántico Norte.
Por eso, la sorpresa de los conquistadores de encontrar que Dios había creado un lugar del
mundo en el cual el invierno no existía. Esto explica por qué Colón anunció haber encontrado el
Paraíso Terrenal en América.
Durante toda la época colonial, la naturaleza americana seguirá llamando la atención por lo
extraña y diversa. Los animales parecían una caricatura degradada de los que ya conocían, a
punto tal que las descripciones siempre tienen que ver con comparaciones entre las partes de los
cuerpos de animales europeos o conocidos en Europa.
Los primeros cronistas nos hablan del miedo de los conquistadores a la naturaleza americana.
Para los que salían de su pueblo y se iban a correr el mundo, los ríos aparecían como demasiado
caudalosos, las llanuras demasiado extensas, los animales extraños, y todo en América tenía las
proporciones de la desmesura. En América los ecosistemas son tan misteriosos que parecían no
regir las leyes de la naturaleza. Cristóbal Colón ve sirenas en la desembocadura del Orinoco y
también se encuentra con un río cuyas aguas eran tan calientes que no se podía meter la mano en
ellas. Antonio Pigafetta, el cronista de Hernando de Magallanes cree ver plantas que caminan.
Los habitantes de la Patagonia le parecen gigantes: "Ese hombre era tan grande que nuestra
cabeza llegaba apenas a su cintura. Las mujeres no son tan grandes como los hombres pero, en
compensación, son más gordas. Sus tetas, colgantes, tienen más de un pie de longitud. Nos
parecieron bastante feas. Sin embargo, sus maridos mostraban estar muy celosos". De aquí nació
una leyenda de gigantes que, durante un siglo, pobló de estos seres los mapas del sur del
continente. Por la misma época, un libro publicado en Italia muestra unos hombres con cabeza de
perro, que aullaban a la luna, y que eran muy comunes en el actual territorio brasileño.
Pero el horror a la naturaleza alcanza su máximo en el libro que dio nombre a nuestro país, en
"La Argentina", el poema de Martín del Barco Centenera. Este autor llena la tierra de una
zoología fantástica, dictada por el miedo. Describe perros que morían bailando, arrojándose
voluntariamente al fango ardiente de una laguna. Ve sirenas que lloran y huye de los diablos.
Encuentra la tierra y los ríos llenos de amenazas: un hombre "en la boca de un pez perdido había,
lo que el pez le cortó con gran porfía".
En esta tierra hostil, los hombres de la expedición de Mendoza se comieron los caballos y las
ratas, las piernas de un ahorcado, y uno de ellos, el brazo de su propio hermano. Los de la
expedición de Caboto iban de isla en isla del Paraná buscando serpientes y el cazaba alguna
"pensaba que tenía mejor manjar de comer que el Rey". También comían osos hormigueros y se
quejaban amargamente por ello. Del olor de los zorrinos decían que "da mucha pena y parece
que se entra a la persona en las entrañas". El puma era un león degenerado, el tapir un elefante
que había perdido la trompa, la llama un camello sin jorobas y así sucesivamente. De este modo
se fue creando la idea de que en América la naturaleza sufría una degradación con respecto a
otras partes del mundo, tal vez por causa del calor excesivo. Y, por supuesto, estos sentimientos
se extendieron a los pobladores originarios del continente.
Esta acumulación de monstruosidades no es neutral desde lo político. El miedo a la naturaleza
aparece asociado al miedo a los hombres que vivían en ese ambiente. Al principio dijeron: estos
hombres tan extraños que aquí vemos, ¿son realmente hombres? Es decir, ¿tienen alma como la
tienen los europeos? Lo que, por supuesto, no es una disquisición puramente teológica: si tienen
alma, hay que procurar salvarla y evangelizarlos. Si no la tienen, hay que encadenarlos y
forzarlos a trabajar como se hace con cualquier animal.
LA NATURALEZA ARTIFICIALIZADA DE LAS CIUDADES EN DAMERO
Mal lugar es América, dicen todos. No sólo queda lejos de todo lo conocido, sino que, además,
su naturaleza sigue reglas extrañas e incomprensibles. A dos y aún tres siglos de la conquista
encontramos restos del miedo originarios a la naturaleza americana, esta vez usado como
pretexto "científico" para bloquear su explotación productiva.
Félix de Azara, un autor partidario de estimular la ganadería extensiva en el Río de la Plata y
desalentar la agricultura y la industria, se esfuerza por demostrar la rareza de las condiciones
meteorológicas americanas. Afirma que "una tempestad el día 7 de octubre de 1789 arrojó
piedras de hasta diez pulgadas de diámetro a dos leguas de Asunción".
Y por si no bastaran estos bloques de hielo de veinticinco centímetros que caían del cielo por
razones incomprensibles, se dedica a hablarnos de los rayos, y a dar una explicación científica de
esas cosas del Demonio: "En cuanto a rayos -afirma-, caen diez veces más que en España, sobre
todo si viene la tormenta del noroeste". Explica que eso no puede deberse a bosques ni a
serranías, y concluye que "es preciso conjeturar que aquella atmósfera tiene más electricidad o
que posee una cualidad que condensa más vapores y que los precipita más prontamente,
causando los meteoros citados".
No era una opinión aislada. En fecha tan tardía como 1790, los sabios de la época afirmaban que
en todas las Indias de Occidente -y aún en las zonas tropicales- la tierra era tan fría a 10 o 15
centímetros de profundidad que los cereales se helaban al sembrarse. Por eso, explican, los
árboles de América "en lugar de extender sus raíces perpendicularmente, las esparcen sobre la
tierra, horizontal, evitando por instinto el hielo interior que los destruye".
Así, los naturalistas inventan una ecología tan fantástica como la zoología de los primeros
cronistas. La tierra americana era tan helada que enfriaba el aire y por eso en los trópicos no
había animales grandes. De allí deducían que las semillas traídas de Europa no podrían germinar,
y que si lo hacían, darían unas plantitas raquíticas, tan endebles como los animales domésticos
que se importaban.
Contaban el fracaso de un comerciante que en 1580 había tratado en vano de aclimatar guindos.
Del trigo, sembrado con grandes cuidados, decían que sólo producía una hierba espesa y estéril
que había obligado en muchas regiones a abandonar su cultivo. De la viña decían que no
prosperaba, aún plantada en zonas semejantes a las regiones de los grandes viñedos de Europa.
Del café, que no podía engañar el gusto de quien hubiese probado los de Oriente. Del azúcar, que
era preferible cualquier otra a la del Brasil, considerada como la mejor de América. Era la
naturaleza y no la política quien condenaba a los americanos al estancamiento económico.
Poco a poco, esta naturaleza va siendo dominada, y su degradación se presenta como
mejoramiento. A fines del siglo XVIII se decía que esa frialdad del suelo americano se iba
transformando por el continuo tráfico, por el talado de los árboles y matorrales, por la
"sequedad" de las lagunas y "el calor de las habitaciones", que templaban "la constitución del
aire".
También la agricultura calentaba la tierra, por la labranza, que al remover el suelo facilitaba la
entrada de los rayos del sol, y por las "sales de las hojas y plantas que acumuladas en una larga
serie de años forman por su corrupción un mejoramiento natural", como lo habían deducido al
observar, sobre todo, el crecimiento extraordinario de algunas plantas "en terreno allanado por el
fuego". Es decir, que para "mejorar" un bosque había que quemarlo y que la obra humana
deseable era acelerar en pocos años el mismo proceso de degradación de la naturaleza que había
necesitado muchos siglos en Europa.
La Emancipación significó la posibilidad de una nueva mirada sobre la relación con los recursos
naturales. La mayor parte de los líderes revolucionarios habían sido influidos por la obra de
Humboldt y su propuesta de un uso conservacionista de los recursos naturales. Bolívar, Caldas,
Belgrano, Sarmiento y Artigas fueron algunos de sus seguidores mas conocidos.
Estamos en 1825, poco después de las victorias que terminaron con el dominio realista en
América. En muchos países es época de anarquía y de guerras civiles. Pero también es el tiempo
de la utopía. En ese contexto, Bolívar lanza un sueño ecologista. El 19 de diciembre, desde su
palacio de gobierno en Bolivia, decreta la protección de las aguas y los bosques. En los
considerandos afirma que "una gran parte del territorio de la república carece de aguas y por
consiguiente de vegetales para el uso común de la vida". Agrega que "la esterilidad del suelo se
opone al aumento de la población y priva entretanto a la generación presente de muchas
comodidades".
Afirma también "que por falta de combustible no puede hacerse o se hace inexactamente o con
imperfección la extracción de metales y la confección de productos minerales que por ahora
hacen casi la sola riqueza del suelo".
Basándose en estos criterios decreta: "Que se visiten las vertientes de los ríos, se observe el curso
de ellos y se determinen los lugares por donde puedan conducirse aguas a los terrenos que están
privados de ellas".
"Que en todos los puntos en que el terreno prometa hacer prosperar alguna especie de planta
mayor cualquiera, se emprenda una plantación regulada a costa del estado, hasta el número de un
millón de árboles, prefiriendo los lugares donde haya más necesidad de ellos".
"Que el Director General de Agricultura proponga al Gobierno las ordenanzas que juzgue
convenientes a la creación, prosperidad y destinos de los bosques en el territorio de la
República".
Sabemos lo que pasó después. La ola de la guerra civil pasó por encima de las propuestas
ecologistas y también del sueño bolivariano de integración latinoamericana. Bolivia sigue siendo
un país sin bosques y sin agua, con el agravante de que ahora tampoco tiene el mar que tenía en
tiempos de Bolívar. En las pendientes de los Andes, el suelo se escapa después de cada cosecha,
sin que haya formas eficientes de detener la erosión. Bolivia es uno de los países en que la
desertificación avanza a mayor velocidad. En amplias zonas no hay árboles y la gente de pocos
recursos necesita leña para calentarse y cocinar, por lo que terminan con los pocos arbustos que
quedan. Sin vegetación, tampoco habrá nutrientes en el suelo. Sin suelo y sin árboles, la lluvia se
transforma en torrentes que destruyen todo a su paso para dejar, nuevamente, la tierra seca y
desierta. Una realidad muy distinta de la soñada por el Libertador, en una época en la que los
hombres prefirieron los cañones a los árboles.
Las guerras también causan epidemias. En la guerra por la liberación de Haití, las condiciones
ambientales jugaron un rol decisivo, al derrotar a los ejércitos europeos. Los ejércitos franceses
enviados por Napoleón lucharon con refuerzos masivos hasta 1803, cuando decidieron evacuar
lo que quedaba del ejército. Diez mil hombres lograron regresar a Francia y 55.000 quedaron
enterrados en la ex colonia, muertos en su mayor parte por la fiebre amarilla.
Pero las guerras generan problemas ambientales y sanitarios con independencia del sitio en que
sucedan. Al terminar el sitio de Montevideo (1812-1814) la ciudad sólo tenía 10.000 habitantes,
habiendo muerto 20.000; como resultados de combates sólo 818, con 531 heridos que quedaron
mutilados[10]. En otras palabras, que el 4 por ciento de los muertos cayó en los combates y el 96
por ciento por las enfermedades ambientales asociadas a la guerra.
En Dominicana, después de un intento español de volver a apoderarse del país, en 1864, “los
soldados españoles sufrieron mucho en esa guerra. El país no tenía ni puertos, ni caminos, ni
ferrocarriles; las intensas lluvias tropicales se alternaban con los fuertes calores de la zona; la
malaria, la buba y las enfermedades intestinales causaban miles de bajas en sus filas”[11].
Durante la guerra de la Independencia de Cuba existieron situaciones de mortandad masiva por
hambre. El jefe español “ordenó la concentración de los campesinos en los sitios donde hubiera
guarniciones españolas, con lo cual quedó virtualmente liquidada la producción de viandas y ani-
males de carne y comenzó a generalizarse el hambre y la muerte por inanición. Los cubanos, por
su parte, estaban llevando a cabo la llamada "campaña de la tea", esto es, la destrucción, por
medio del fuego, de todos los ingenios y los cañaverales”[12]. En 1897, el ejército español tuvo
30.000 bajas, sólo por enfermedades.
Es sugestivo que en casi todos los casos las enfermedades ambientales sorprenden a los militares
de todos los bandos, cuya preparación profesional los hace pensar sólo en enemigos humanos. La
ausencia de prevenciones ambientales es una constante.
A partir de mediados del siglo XIX, los países americanos ingresan al sistema de la división
internacional del trabajo. Europeizan su cultura, sus ciudades y, por supuesto, sus finanzas y su
comercio. Para integrarse a los mercados internacionales se especializan en la venta de productos
determinados en los que tienen ventajas comparativas. En Europa esta especialización se había
hecho invirtiendo en fábricas. En gran parte de América, las inversiones consistirán en
transformar los ecosistemas para hacerlos aptos para satisfacer la demanda internacional.
La pampa de los tiempos históricos no se parecía en nada a la actual. Así, todas las crónicas
coinciden en que la Buenos Aires del período colonial no tenía los campos fértiles que hoy
vemos, sino que estaba rodeada por un desierto que muchos califican como "horrible". Una
inmensa llanura de altos pajonales, casi sin un sólo árbol -salvo los del borde de los arroyos- en
el largo trayecto hasta Córdoba.
La ausencia de árboles se explica por la densidad del pajonal que sombreaba las semillas e
impedía su desarrollo. Si a pesar de eso, algún árbol conseguía crecer, era difícil que durase
mucho tiempo: las frecuentes tormentas eléctricas provocaban incendios de campos. Muy de vez
en cuando se veía un solitario ombú, cuyo tronco es prácticamente incombustible, o un pequeño
monte de chañar, cuyas semillas se activan con el fuego.
Pampa es un término indígena que significa llanura. Para Humboldt su aspecto "llena el alma del
sentimiento de lo infinito". Descripta por Sarmiento como "el mar en la tierra", su vegetación
originaria son las gramíneas y eso explica la buena adaptación que tuvieron las gramíneas
cultivadas, como el trigo y el maíz. Pero el fenómeno ecológico más extraño ocurrido en la
pampa fue la explosiva reproducción de las vacas y caballos que se le escaparon a Pedro de
Mendoza. Y que de unos pocos ejemplares pasaron a ser millones en unos cuantos años.
Sucede que una ley ecológica bastante comprobada es que hace falta una dimensión mínima para
que una población animal subsista en estado salvaje. Si son muy pocos, los accidentes y las
enfermedades genéticas agravadas por los cruzamientos consanguíneos terminan haciéndolos
desaparecer. Esto vale tanto para Adán y Eva como para los ejemplares de cualquier otra especie
animal. Salvo, claro está, que el hábitat haya sido especialmente acogedor.
Para las vacas y caballos del siglo XVI, la pampa fue un lugar muy parecido al paraíso terrenal.
Si, como dice Atahualpa Yupanqui, "hay cielo para el buen caballo", hace cuatrocientos años ese
cielo quedaba en la actual provincia de Buenos Aires. Porque esos animales se encontraron con
un ecosistema donde había un nicho ecológico desocupado: la pampa no tenía grandes
herbívoros. Apenas unos ciervos y guanacos, de mucho menor tamaño que ellos, que no
representaban competencia seria para los recién llegados. Tampoco había grandes carniceros que
se los comieran: los jaguares llegados del Litoral eran muy escasos y los pumas eran demasiado
pequeños para ellos. Sin competidores ni depredadores, el único límite a su expansión fue la
cantidad de pastos. De ese modo entraron al mito los infinitos rebaños de las pampas.
Pero además, aunque estén condicionados por el ecosistema, los animales lo cambian a su vez.
La vegetación de altos pajonales resecos va siendo reemplazada por pastos más finos, a medida
que la presencia del ganado acelera el ciclo del nitrógeno. La bosta de millones de vacas y
caballos transforma el suelo y permite el crecimiento de los pastos que hoy conocemos. En 1825,
un observador muy agudo llamado Charles Darwin cruza a caballo la provincia de Buenos Aires
de sur a norte. "Me he quedado sorprendido -dice Darwin- con el marcado cambio de aspecto del
campo después de cruzado el río salado. De una hierba gruesa pasamos a una alfombra verde de
pasto fino. Los habitantes me afirman que es preciso atribuir esa mudanza a la presencia de los
cuadrúpedos. Exactamente el mismo hecho se ha observado en praderas de la América del Norte,
donde hierbas comunes y rudas, de cinco a seis pies de altura, se transforman en césped cuando
se introducen allí animales en suficiente número".
Este profundo cambio en los ecosistemas que Darwin vio en sus comienzos culmina en el
proyecto modernizador de la Generación del 80. La fertilidad de la Pampa Húmeda es obra
humana, y la Región Pampeana que conocemos es tan artificial como una ciudad. Sólo que
nuestra falta de percepción nos lleva a confundir un paisaje agrario con un paisaje natural.
En esta etapa hay en todos los países un esfuerzo por avanzar en la transformación productiva de
sus ecosistemas naturales. Así como una generación atrás la literatura cantó el heroísmo de la
gesta libertadora, ahora se canta la conquista de la naturaleza. Andrés Bello invita a los
americanos a poner en producción los ecosistemas de sus respectivos países, que están esperando
el brazo del agricultor.
Para gozar de esos bienes, es necesario que los americanos abandonen las ciudades y vayan al
campo. “¿Por que ilusión funesta aquellos que fortuna hizo señores de tan dichosa tierra y pingüe
y varia, en el ciego tumulto se aprisionan de míseras ciudades? Romped el duro encanto que os
tiene entre murallas prisioneros. El campo es vuestra herencia: en él gozaos” [13]. Licencia
poética: Bello no habla de la tenencia de la tierra ni de las condiciones sociales. El propietario de
los latifundios seguirá residiendo en la capital del país y viajará a menudo a Europa, su segundo
hogar. Los hombres que pongan en producción esos ecosistemas no serán sus dueños y
trabajarán en condiciones durísimas, no aptas para la sensibilidad poética.
Pero el deslumbramiento de la naturaleza se transforma en un canto a la deforestación, en una
épica del hacha y del fuego. Bello no imagina la utilización productiva de los ecosistemas
tropicales, sino en su completa destrucción y reemplazo por paisajes europeos. “El intrincado
bosque el hacha rompa, consuma el fuego, abrid en luengas calles la oscuridad de su infructuosa
pompa. Abrigo den los valles a la sedienta caña; la manzana y la pera en la fresca montaña el
cielo olviden de su madre España; adorne la ladera el cafetal. De la floresta opaca oigo las voces,
siento el rumor confuso, el hierro suena, los golpes el lejano eco redobla; gime el ceibo anciano,
batido de cien hachas se estremece, estalla al fin, y rinde el ancha copa. Huyó la fiera, deja el
caro nido. Deja la prole ímplume el ave, y otro bosque no sabido de los humanos va a buscar
doliente”. Es decir, que para Bello los bosques son inagotables y simplemente la fauna busca otra
selva para asentarse. Encontraremos la misma ilusión un siglo más tarde. La ideología de la
América inagotable aún subsiste entre nosotros.
Lo mismo ocurre en Brasil. Entre las décadas de 1860 y 1870, se produce el auge de la cultura
del café en Río de Janeiro. El rápido enriquecimiento de los propietarios impulsa el crecimiento
de ciudades en la región. Para reforzar los acuerdos políticos, el Imperio reparte títulos
nobiliarios entre los ricos fazendeiros[14]. El proceso de expansión de la cultura cafetera traspasa
las fronteras de Río de Janeiro, alcanzando Minas Gerais y la porción paulista del Vale do
Paraíba, primera región de São Paulo beneficiada por el enriquecimiento que lleva consigo la
caficultura. Río de Janeiro, como capital del Imperio Brasileño, permanece como centro
financiero y controlador del comercio del café producido en el Vale do Paraíba.
Sin embargo las tierras donde se plantan los cafetales, no soportan por largo tiempo la agricultura
sobre suelos desprotegidos, debido a fuertes declives y a la deforestación. En el Vale do Paraíba
se actuó sin el menor cuidado y ni precaución técnica. El resultado de la erosión fue rápido y
fatal, "bastaron sólo unos pocos decenios para que se revelaran rendimientos acelerados
decrecientes, debilitamiento de las plantas, aparición de plagas destructoras. Se inicia la
decadencia con todo su cortejo siniestro: empobrecimiento, abandono sucesivo de las culturas,
disminución demográfica”[15].
La supervivencia de la esclavitud en Brasil hasta fines del siglo XIX podría tener mucho que ver
con el hecho de que las tecnologías de la época para las producciones tropicales (realizadas en
las grandes fazendas) requerían mano de obra no calificada, que, por tanto, no necesitaba ser
cuidada, ni tratada como una inversión. Por el contrario, las producciones de clima templado
requerían mano de obra calificada, lo que hizo ineficiente la esclavitud en el Río de la Plata.
LATIFUNDIO Y MONOCULTIVO
Los latifundios del siglo XIX estaban en manos de los grandes grupos de poder local. En el siglo
XX hay un fuerte crecimiento de los latifundios pertenecientes a empresas multinacionales, a
menudo asociadas a sistemas industriales. Su influencia en las decisiones sobre los recursos
naturales y la propia gestión política en general ha sido tan grande que llevó a incorporar al
lenguaje corriente la expresión “republiqueta bananera”. La calificación banana republic fue
acuñada por el escritor norteamericano O. Henry en una novela casi olvidada llamada “Coles y
reyes”, publicada en 1904, ambientada en Anchuria (Honduras)[19].
Las dictaduras latinoamericanas se caracterizaron por facilitar el saqueo de los recursos naturales
de sus respectivos países. El dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo otorgó a sus propias
empresas, manejadas por testaferros, grandes concesiones madereras sobre los bosques nativos.
Lo mismo hicieron otros dictadores emblemáticos como “Papa Doc” Duvalier de Haití, Alfredo
Stroessner de Paraguay o Anastasio Somoza de Dominicana.
Las obras públicas de los dictadores de esta etapa pueden llegar a tener un absoluto desprecio por
sus consecuencias ambientales. El dictador imaginario de García Márquez entrega a los
norteamericanos el mar territorial, lo que en la novela significa que se llevan el agua con grandes
exclusas y dejan la capital –antes costera- junto a un gran desierto de arena.
Muchas de las grandes obras diseñadas en tiempos de dictadura tuvieron el mismo carácter
irracional que el resto de sus políticas. El dictador cubano Fulgencio Batista intentó construir un
canal navegable que atravesara su país para acortar los tiempos de navegación. Lo iba a llenar
con agua de mar (el de Panamá utiliza agua dulce) lo que habría significado la salinización de
cursos de agua y napas subterráneas en una amplia zona.
Por su parte, Alfredo Stroessner impuso una traza absolutamente irracional para la represa
argentino-paraguaya de Yacyretá, que encareció desmesuradamente la obra, para evitar la
inundación de un palacio que usaba para ocultar sus actividades de pedofilia.
LA DEFORESTACIÓN DE UN CONTIENENTE
La deforestación del siglo XX está ligada a grandes procesos de producción. Algunos son formas
de expansión de las fronteras agropecuarias sobre tierras de bosques. Otros son extracción de
materias primas forestales, realizados en gran escala. La expansión urbana es una muy fuerte
presión a la extracción de maderas para construcción. La mata atlántica, el bosque tropical
brasileño próximo a las costas, comienza a talarse para emplear sus maderas en la expansión de
Río de Janeiro y São Paulo. Pronto se cortan en tablones las gigantescas araucarias y se las
exporta con el nombre de pino Brasil para armar en Buenos Aires incontables encofrados de
hormigón. A comienzos del siglo XX estos pinares ocupaban 50 millones de hectáreas en el
estado de Paraná. A fines de la década de 1970 había 641 mil hectáreas con formaciones densas
de esta especie y 2,5 millones con formaciones más claras[20].
La selva amazónica no es, como a menudo se cree, el pulmón del mundo. Se trata de un sistema
complejo que funciona como si fuese cerrado, y que consume prácticamente todo el oxígeno que
produce. Más allá de los mitos que circulen sobre esta región, lo cierto es que su apariencia de
fertilidad inagotable ha sido la causa de tantos proyectos fracasados sobre la región. Desde los
lejanos tiempos del marqués de Pombal, siempre se vio a la Amazonia como la tierra de
promisión, donde cualquier cultivo tendría rendimientos infinitos, casi sin esfuerzo alguno. El
retraso económico de la región se explicaba con argumentos de tipo racista, sobre la indolencia
de los nativos y la necesidad de algún capitalista extranjero capaz de explotar esas riquezas con
visión de futuro.
El primero de los salvadores modernos del Amazonas fue Henry Ford, quien en 1927 compró un
millón de hectáreas en el estado de Pará, junto al río Tapajós. Era un momento de grandes
dificultades económicas en el mercado mundial del caucho. La economía norteamericana se
apoyaba en la industria automotriz, que necesitaba de neumáticos de caucho. Por lo cual parecía
una buena idea hacer una gigantesca plantación de caucho en su misma tierra de origen. La
forma de obtención del caucho era tan primitiva y artesanal, que parecía el sitio ideal para llevar
a la práctica los principios de división del trabajo, mecanización y organización en gran escala
que caracterizaron al fordismo. Los trabajadores caucheros (seringueiros) van buscando en la
selva ejemplares de este árbol, que van sangrado periódicamente.
Ford diseñó una explotación moderna, que combinaría los criterios industriales de eficiencia para
el cultivo del caucho y la extracción y exportación de maderas duras. La ilusión de abundancia
de la naturaleza era tal que a nadie le importó conocer cómo era realmente la selva. A la
distancia sorprende la ignorancia ecológica de quienes intentaron realizar los grandes proyectos
en el Amazonas. Por una parte, tenían una ilusión de homogeneidad, que les hacía creer que era
lo mismo una parte de la selva que otra. La tierra elegida tenía colinas y suelos arenosos, que
dificultaron el uso de maquinarias. El rey de los motores a explosión tuvo que retornar a las
viejas carretas de bueyes, las únicas capaces de circular por esos terrenos.
Pero además, se realizó el emprendimiento sin tener los mínimos conocimientos sobre la
ecología de la selva. Pronto empezaron a crecer miles de hectáreas con monocultivos de caucho.
La ambición llevó a plantar los árboles tan juntos que sus ramas se rozaban. Apenas crecían, los
hongos y los insectos destruyeron una plantación tras otra. Para combatirlos, se trajeron
variedades que parecían resistentes, pero la extraordinaria capacidad de mutación de los insectos
fue generando nuevas plagas. Las 53 variedades se volvieron susceptibles, y no menos de 23
variedades de insectos depredadores también atacaron los cultivos[21].
En 1941 la Compañía Ford del Brasil tenía 2.723 empleados trabajando sus plantaciones, En
1945, después de una inversión total del orden de los 10 millones de dólares, Henry Ford II
vendió sus tierras al gobierno brasileño por 500.000 dólares. Parte de ellas seguían intactas y otra
parte había sido irreversible e inútilmente deforestada.
Durante el siglo XX las ciudades latinoamericanas tuvieron los índices de crecimiento más altos
del mundo. Un modelo agrario que no retiene población en el campo, la pérdida de fuentes de
trabajo en las pequeñas ciudades, impulsaron un continuo proceso de migración hacia las grandes
ciudades, con el consiguiente colapso ambiental y demográfico.
La homogeneización cultural lleva a construir en todas partes paisajes urbanos semejantes. Los
edificios de acero y cemento de la mayor altura posible son los símbolos urbanos de esta época.
Las capitales quedan rodeadas de un cinturón de viviendas precarias, carentes de servicios
básicos, cuyas condiciones ambientales son extremadamente deficitarias. Los sectores de
menores recursos son los que no tienen acceso al agua potable ni al saneamiento, edifican sus
viviendas entre basurales abandonados y respiran las emanaciones de la industria química y
petroquímica. En el siglo XX, los temas de nivel de vida y los de calidad de vida son,
sencillamente, los mismos.
Los niveles más críticos se encuentran en las ciudades ubicadas en valles, debido a las
dificultades de circulación del aire. Un fenómeno meteorológico llamado de “inversión térmica”
fue observado primero en Los Ángeles y después en Ciudad de México, Santiago de Chile, San
Pablo y Caracas. Los cordones de montañas que rodean la ciudad detienen los vientos que
podrían actuar sobre el humo. Una capa de aire frío se estaciona en la atmósfera e impide que el
aire contaminado ascienda y disperse los gases emitidos en la ciudad. Poco a poco se eleva la
concentración de esos gases, originados en automotores y en chimeneas de fábricas.
Durante siete meses, de noviembre a mayo, casi no llueve, con lo que se agravan las "inversiones
térmicas" que son habituales en los meses más fríos[22]. Esto llevó a empeorar la contaminación
del aire, lo que hizo que se declararan varias situaciones de emergencia ambiental. Pero el
principal responsable no es la cantidad de habitantes sino la irracionalidad de un sistema de
transporte basado en el automóvil individual.
Santiago de Chile repite el drama de Ciudad de México. Desde hace milenios, los mejores
lugares para el asentamiento de nuestra especie son los valles. Disputados en las guerras,
cantados en la literatura, a partir de esta etapa los valles son sitios en los que el aire circula con
dificultad y cuyos habitantes maldicen en el momento en que la autoridad ordena una emergencia
ambiental y la economía y el tránsito se detienen a la espera de una brisa salvadora. Así como el
verano es la época de la escasez de agua, el invierno es el tiempo de la escasez de aire, ya que es
el momento de mayor frecuencia de inversiones térmicas. Para el caso de Santiago de Chile, así
como en otras ciudades latinoamericanas, la mayor proporción de la contaminación atmosférica
proviene del transporte, sector que es la fuente principal de emisión de óxidos de nitrógeno,
hidrocarburos y monóxido de carbono. Un tema que despierta tanta angustia que en algún
momento se discutió el proyecto de dinamitar uno de los cerros de Santiago para facilitar la
circulación de los vientos[23]. ¿Es más fácil cambiar la naturaleza que las costumbres y la forma
de vivir en una ciudad?
A partir de 1926, cuando el petróleo pasó a ser el primer producto de exportación de Venezuela,
se inició un éxodo masivo hacia Caracas. A medida que se va saturando el valle, los recién
llegados se van ubicando en sitios de cada vez mayor riesgo geológico, sobre los cerros que
rodean la ciudad. Los desbordes y aludes fueron el comienzo, ya que esa población pasó a estar
en situación de riesgo ante deslaves y terremotos[24]. Al cerrarse las fuentes de trabajo del
interior del país y al definir un modelo irracional de uso del espacio urbano, sólo les quedaba a
los pobres la autoconstrucción en las laderas de los cerros. Y se creaban las condiciones para
poner en situaciones de riesgo ambiental a grandes contingentes de población.
Sin embargo, las ciudades ubicadas en llanuras abiertas tampoco están libres de tener fenómenos
semejantes. Y es que una gran ciudad genera alteraciones climáticas en su propio territorio. La
idea de que las ciudades edificadas en llanuras están “abiertas a los cuatro vientos” es una
ilusión. Lo están, pero por encima de la edificación, donde los vientos no tienen obstáculos. Pero
al nivel del suelo, o, mejor aún, al nivel del sistema respiratorio de sus habitantes, cada calle se
comporta como si fuera un valle, y obstaculiza la circulación de los vientos. Los “malos aires”
que tanto preocuparon a los urbanistas del Renacimiento, han regresado.
Hemos visto unos pocos episodios destacados de la compleja relación de América latina con su
soporte natural. Tal vez lo más importante que tengamos para decir es tratar de superar el mito de
los conquistadores, para quienes la naturaleza americana era inagotable.
Se agotan nuestros bosques, nuestra fauna, se agota el agua subterránea, se contamina el agua
superficial y aún parece agotarse la capacidad de autodepuración del aire de nuestras grandes
ciudades.
¿No será el momento de pensar algunas cosas de vuelta y tratar de mejorar nuestra relación con
la naturaleza de la que depende nuestra subsistencia?
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[1] Lic. en Economía Política, escritor. Profesor Titular en las Universidades de Buenos Aires y
Belgrano. Mail: brailovsky@uolsinectis.com.ar
[2] Bibliografía general: Brailovsky, Antonio Elio: Historia ecológica de Iberoamérica: Primer
tomo: De los mayas al Quijote:”, Buenos Aires, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2006, y
Brailovsky, Antonio Elio: “Historia ecológica de Iberoamérica: Segundo: De la Independencia a
la Globalización”, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2009.
[3] Vargas Llosa, Mario, en: Varios autores: "Descubriendo el valle del Colca", Barcelona, 1988.
[4] Arguedas, José María: “Señores e indios”, Ed. Calicanto, Buenos Aires, 1976.
[5] Desarrollado sobre la base de Brailovsky, Antonio Elio y Foguelman, Dina: “Memoria
Verde”, Sudamericana, 1992.
[6] Martínez Arzanz y Vela, Nicolás de: “Historia de la Villa Imperial de Potosí”, Buenos Aires,
1943.
[7] Capoche, Luis: “Relación General de la Villa Imperial de Potosí”, Madrid, 1959.
[8] Tandeter, Enrique: “Coacción y mercado: la minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-
1826”. Buenos Aires, Sudamericana, 1992.
[9] Coatsworth, John: “Ciclos de globalización, crecimiento económico y bienestar humano en
América Latina”.
[10] Praderi, Raúl y Bergalli, Luis: “Notas para una historia de la cirugía uruguaya”,
Montevideo, 1981
[11] Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, Madrid, Alfaguara, 1970.
[12] Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, op. cit.
[13] Bello, Andrés: "Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida", Elija Clarence Hills, ed. “The
Odes of Bello”, Olmedo and Heredia. New York: G. P. Putnam's Sons, 1920. El texto ha sido
sintetizado por razones didácticas.
[14] Larra, Raúl: “Historia de América”, ediciones Ánfora, 1973.
[15] Argollo Ferrao, André Munhoz de: “Paisaje cultural del café en Brasil”, en Tesis Doctoral,
São Paulo, 1998.
[16] Damianovich, cit en: Rodríguez, Marcelo Gabriel: “La Sanidad Militar Argentina, durante
la Guerra de la Triple Alianza”. Buenos Aires, Hospital Militar Central. 2004.
[17] Puga Borne, F: “Cómo se evita el cólera. Estudio de hijiene popular”. Santiago de Chile,
1886. Suponemos que el autor se refiere al retorno de las peregrinaciones a la Meca.
[18] “Instrucciones precaucionales dictadas durante la epidemia de cólera”.
Tomado de: Ordenanza Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, 20/12/ 1886.
[19] Ver comentarios en: Pérez-Brignoli, Héctor: “El fonógrafo en los trópicos: sobre el
concepto de banana republic en la obra de O. Henry”, en Iberoamericana, VI, 23, 2006.
[20] Cunill Grau, Pedro: “Las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano, 1930-
1990”, op. cit.
[21] Hecht, Susanna y Cockburn, Alexander: “La suerte de la selva”, Bogotá, Ediciones
Uniandes, 1993.
[22] “El reto ambiental del desarrollo en América Latina y el Caribe". CEPAL-PNUMA,
Santiago de Chile, 1990.
[23] Se trata de un proyecto imaginado durante la dictadura del general Augusto Pinochet. Es
decir, en un momento en que se intentó resolver todos los problemas mediante el uso de la
violencia ejercida desde el poder.
[24] Sarli, Alfredo Cilento: "Sobre la vulnerabilidad urbana de Caracas" Revista Venezolana de
Economía y Ciencias Sociales vol.8, n.3, Facultad de Economía y Ciencias Sociales Universidad
Central de Venezuela,
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