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PRE-HISTORIA
En la Roma de césar Augusto se adoptaron medidas para evitar la acumulación de los vertidos
en las ciudades, como la fabulosa red de alcantarillado de la ciudad (Carreras et ál., 1992). El
Derecho Romano trata la contaminación del agua, los efectos contaminantes de los
estercoleros, la contaminación ambiental derivada de las cañerías y de los efectos negativos
provenientes de la existencia de cloacas (Martín, 2005). En la época de la dominación por el
Imperio Romano, en muchas ciudades, las basuras se recogían en contenedores de arcilla o en
fosas que se vaciaban y limpiaban periódicamente. En otras, los residuos se vertían en las
afueras y se cubrían con tierra, para regularmente quemarlas. La introducción del alcantarillado
en la Europa mediterránea por griegos y romanos supuso un gran avance en la gestión de los
residuos que, tras las invasiones germánicas, sufriría un proceso de retroceso (Calvo, 1997). En
Iruña de Oca (Álava, España) se descubrió, bajo una extensión de varias hectáreas de cultivo de
cereal, el vertedero en el cual se convirtió uno de los mercados de la domus de Pompeya
Valentina (como si fuera un solar vacío de una ciudad actual), lo que ha permitido el
descubrimiento de costumbres ancestrales de enterramientos. Otro interesante ejemplo se
observa en el descubrimiento de una gran cloaca, de más de siete metros de profundidad que,
atravesando la actual Plaza de la Seo (Zaragoza, España), se dirigía al río Ebro. Esta cloaca del
siglo I de la era común, estaba cubierta por un testar (vertedero de piezas taradas o semirrotas)
con más de 100 mil piezas de cerámica procedentes de un alfar del siglo I antes de la era común.
En la Edad Media, muchos de los conocimientos tecnológicos y normas de higiene de la
Antigüedad se perdieron. Además, las ciudades eran ya de un tamaño considerable y carentes
de las mínimas infraestructuras de saneamiento, habitadas por una población sin cultura ni
estudios, sin protec ción social ni sanitaria. Tenían un bajo nivel de vida y vivían a expensas de
los caprichos del señor feudal. Los restos de comida y otros residuos, incluidos detritus, se
arrojaban por las ventanas al grito de “¡agua va!” de forma incontrolada a las calles, caminos y
terrenos vacíos. Las necesidades fi siológicas se hacían en callejones o patios interiores. “El
escritor y científi co alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en
Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que
en el patio”.1 En verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en
invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios, convertían las calles en
lodazales y arrastraban los residuos blandos a los sumideros que desembocaban en el cauce de
agua, destino fi nal de todos los desechos humanos y animales. Hasta hace relativamente poco
tiempo, los europeos eran conocidos en México por su falta de baño y los olores que
desprendían, probablemente porque en la época en que Hernán Cortés descubrió México los
aztecas tenían los baños como una de sus costumbres cotidianas y, por el contrario, en Europa
la gente no se lavaba con excesiva frecuencia. De hecho, los antepasados mexicas tenían una
diosa de la basura, Tlazoltéotl (devoradora de la mugre), encargada de limpiar “la suciedad, la
basura humana y la culpa del amor carnal” (Trejo, 2007). Los aztecas limpiaban sus casas, calles,
templos, azoteas, patios grandes y pequeños, habitaciones, escrupulosamente, de la misma
manera como hacían su limpieza corporal. Temazcaltoci era la diosa “abuela de la casa de los
baños” y representaba el aseo de los individuos asociado con la higiene y la salud. También
acostumbraban enterrar los residuos domésticos en patios interiores, se los daban a los
animales como alimento o lo mezclaban con hierbas como abono.
Tanto las basuras como el vertido de aguas fecales a las calles fue, casi con seguridad, las causas
de la epidemia de la peste que dio lugar a la muerte de casi la mitad de la población europea
(Hontoria et ál., 2000). Este depósito incontrolado de restos de alimentos, excrementos y
residuos de todo tipo en unas vías públicas generalmente sin pavimentar, en terrenos sin edifi
car y en zonas próximas a las ciudades, facilitó una enorme proliferación de ratas, cuyas pulgas
(Xenopsylla cheapis) provocaron durante años la peste bubónica. España estuvo azotada por
esta plaga, algo más benigna que en el resto de Europa, donde murió un tercio de sus habitantes,
durante los siglos XIV, XV, XVI y XVII, especialmente cruenta en este último. Un buen ejemplo lo
representa la ciudad de Sevilla, que empieza por ser escenario de una gran mortandad entre
1505 y 1510. Después de un respiro entre 1510 y 1520, sufre de nuevo el castigo de la peste
hasta 1524. Un insigne médico de la época dejó este testimonio: “Empero mucho mayor fue la
pestilencia de quinientos y veinte y cuatro, y duró más, y yo he oído decir a un antiguo que
cuando vio ya la ciudad en mejor disposición, se hallaba por la lista de los curas de las iglesias
que cada día morían ochocientos”. A partir de 1524 la enfermedad afl ora intermitentemente
en cada década salvo en la del setenta, y el siglo se cierra con la más importante de todas las
habidas en la ciudad. La epidemia de 1580 mató a 12.000 personas; la de 1586 duró seis meses.
Después de un rebrote muy importante en 1594, la ciudad volvería a sufrirla durante cuatro
años consecutivos, de 1599 a 1602. Curiosamente, los esfuerzos de las autoridades se centraron
más en curar la enfermedad que en conocer y profundizar en las posibles causas que originaban
la epidemia. No obstante, ya en esos años se ve la necesidad de organizar, aunque de forma
primaria, la gestión de los residuos producidos en las grandes ciudades con un enfoque básico
de prevención y control de los vectores sanitarios. Posteriormente, debido al crecimiento de las
ciudades y al miedo a grandes plagas, se tomaron medidas de protección a la comunidad en el
medio urbano, como por ejemplo, las ordenanzas de las ciudades que prohibían arrojar basuras
y desperdicios (Jaquenod, 1991). En el siglo XVIII se comenzó a autorizar la recogida de los
residuos por los agricultores para utilizar la fracción orgánica como fertilizante para sus cultivos
y como alimento para la ganadería, fundamentalmente cerdos (Hontoria et ál., 2000). En esta
época, las autoridades españolas se tuvieron que preocupar por la salud pública de sus ciudades,
tanto en la península como en el virreinato, asoladas en algunos casos por las epidemias de tifus,
fi ebre amarilla, etc. Tal es el caso de la ciudad de Buenos Aires, donde en el siglo XVIII se
dispusieron medidas para evitar diversas epidemias. Se prohibió a los ciudadanos que arrojaran
la basura a las calles o en cualquier lugar, ya que era una causa importante de enfermedades
(Bermúdez, 2003). En España, en este mismo siglo, con el reinado de Carlos III, se desarrolla la
primera red de alcantarillado y servicios de limpieza municipales en la capital (Calvo, 1997). Estas
medidas en realidad no fueron desarrolladas con amplitud hasta fi nales del siglo XVIII, cuando
llegaron desde Francia las nuevas tendencias higienistas desarrolladas gracias a los avances
científi cos y prácticos de la medicina. La política higienista se difundió por toda la Península,
originando y aumentando las críticas a las actividades industriales dentro de las ciudades por
considerarlas insalubres. Se inició entonces una amplia política de establecimiento de
ordenanzas urbanas para reorganizar el espacio urbano, la planifi cación de infraestructuras
municipales, cementerios, la construcción de redes de alcantarillado, el abastecimiento de
aguas, hospitales, etc. Como consecuencia, las ciudades se vieron sometidas a profundas
transformaciones urbanísticas con claros tintes higienistas: grandes avenidas, edifi caciones con
mayores servicios, importantes infraestructuras municipales, etc. (Aborgase-Edifesa, 2001). No
obstante, en este grupo de medidas expuestas no existe la concepción del medio ambiente tal
y como se entiende hoy desde el punto de vista del derecho, dado que su fi nalidad era garantizar
la salud pública y la higiene humana (Martínez, 2002). La única aproximación a esta materia por
vía legislativa era de carácter higienista y pretendía evitar perjuicios de esta índole para el
hombre (Martín, 2005). Durante el reinado de Carlos III en España, la visión medioambiental
seguía limitada a lo relacionado con la salud de los ciudadanos, pero algunos personajes
propiciaron transformaciones fundamentales en las poblaciones españolas, hombres avanzados
en sus ideas que abordaron tratamientos de conjunto en las ciudades con enfoques
multidisciplinares y revolucionarios. Olavide en Sevilla, Jovellanos que propuso a la Corona leyes
muy progresistas y que afectaron a Madrid, Gijón y Bilbao, el arquitecto Pedro Manuel de
Ugartemendia en San Sebastián, Sabatini también en Madrid, entre otros. Las normas que este
último, el arquitecto de la corte, dictó para la limpieza urbana lograron cambiar el aspecto
externo de la ciudad en apenas cinco años. El programa comprendía dos operaciones básicas: el
empedrado de las calles para facilitar su limpieza y la evacuación de las aguas menores y
mayores, llamadas “inmundicia principal”. Los gastos ocasionados por estas obras repercutieron
en los alquileres, provocando un aumento de los precios que, unidos a los graves problemas de
subsistencia de la población, dieron lugar a un motín contra Esquilache, ministro de Carlos III e
impulsor de dichas reformas. La incomprensión del pueblo respecto a unas reformas básicas de
la ciudad, de sus condiciones higiénico-sanitarias y de la calidad de vida de sus habitantes hizo
que los amotinados apedrearan la casa de Sabatini por considerarlo responsable del aumento
de los alquileres (AborgaseEdifesa, 2001).
En Buenos Aires, el basurero más a mano era la calle; allí iban las aguas residuales, los residuos
domésticos, los animales muertos. También los arroyos, por entonces llamados “Terceros”, eran
importantes sumideros de residuos. El “Tercero del Sur” recibía gran parte de los residuos de la
ciudad, y aun después de ser entubado en 1865 fue cubierto por basuras y escombros. A través
de un estudio arqueológico, realizado en 1986 en el antiguo cauce del río, se recuperaron
numerosos objetos que hacían parte de la vida cotidiana de los porteños de los siglos XVIII y XIX:
botellas, platos, vasos, cubiertos, restos de muñecas de porcelana, armas, herraduras, botones,
clavos, herramientas de trabajo, zapatos, todo tipo de fragmentos de loza, cerámica, porcelana,
cristal, vidrios, hierros, entre otros (Schávelzon, 1992). Algunos años más tarde, el gobernador
Diego Esteban Dávila ordena a todos los vecinos que limpien las calles y arrojen la basura en el
campo los días sábados. La multa por no atender esta regla era de dos pesos, uno iba para los
pobres del hospital, otro para el denunciante. Pero si el contraventor era negro o indio, le
correspondían cien azotes en la Plaza Pública (Municipalidad de Buenos Aires, 1906). Mientras
que la falta de medidas sanitarias apropiadas provocaba epidemias como la de 1678, vecinos y
gobernadores apostaban a las plegarias religiosas para que la justicia divina perdonara las culpas
de la entonces “aldea porteña”. La Revolución Industrial del siglo XIX fue la que dio lugar a la
gran explosión en la aparición de residuos. La gestión de estos era todavía insufi ciente, por lo
que se producían graves problemas sanitarios, sobre todo en los abastecimientos de agua, los
vertidos de aguas residuales y la acumulación de basuras. Todo esto volvió a provocar la
aparición de numerosas enfermedades como el cólera o el tifus (Hontoria et ál., 2000). A esto
se unió la generación de nuevos tipos de residuos, resultado de los avances tecnológicos y de la
expansión demográfi ca.
La consecuencia fue una irracional explotación de los recursos naturales, una degradación y
carestía de los recursos hídricos, deforestación, reducción de la biodiversidad, polución
atmosférica, degradación de suelos y contaminación de aguas subterráneas (Carreras et ál.,
1992). A fi nales del siglo XIX, las condiciones que provocó el problema de la evacuación de los
residuos sólidos eran tan desastrosas que en Inglaterra se aprobó un acta de sanidad urbana, en
la cual se prohibía arrojar residuos sólidos en diques, ríos y aguas (Seco et ál., 2003). En Buenos
Aires las fuentes de contaminación y enfermedad, más las condiciones en las cuales se
establecieron los miles de inmigrantes que llegaron a partir de 1850, originaron las grandes
epidemias de fi ebre tifoidea, fi ebre amarilla, viruela, difteria y cólera. En 1871, la fi ebre
amarilla, que se transmite por los mosquitos, provocó la muerte de 13.614 ciudadanos. La
viruela, entre 1871 y 1906, mató a 17.000. La difteria, entre 1886 y 1893, se llevó 5.634 vidas y
el cólera, en 1867, acabó con 1.653 personas. En vista de esos problemas, en Argentina también
surgieron los “higienistas”. Desde la óptica de estos, la ciudad comienza a ser mirada como un
organismo que respira y procesa materia, donde ciertos elementos de su infraestructura pueden
ser signos de insalubridad. En ese sentido, en 1876 Rawson consideraba las calles como
pulmones de la ciudad y señalaba que en calles angostas no circula el aire con facilidad y que las
epidemias se agudizan en calles más estrechas. De esta manera también elaboraron una nueva
concepción de los residuos: para ellos no solo afeaban la ciudad y entorpecían la circulación,
sino que principalmente eran un agente de contaminación y, a la vez, un potencial insumo
productivo. En 1885 Wilde pensaba en alternativas de reutilización. “Las basuras contienen
partes utilizables y partes inutilizables; la separación de estas partes es de suma conveniencia
para la industria y para la hi giene; las basuras contienen además abonos, que la agricultura
puede aprovechar” (Suárez, 1998). La primera norma española que contempla un atisbo de
regulación ambiental es la Real Orden del 11 de abril de 1860, promulgada a raíz del creciente
impacto ambiental derivado del fuerte crecimiento que la industria experimenta en la época
(Martínez, 2002). Por otro lado, como se puede observar en la fi gura 1.1, la explosión demográfi
ca del siglo XX y, sobre todo, en su segunda mitad en la mayoría de países del mundo ha
propiciado e incrementado la problemática producida por lo residuos, complicando en exceso
su tratamiento y gestión, así como forzando a investigar nuevos métodos de eliminación.
XIX y principios del XX. Un ejemplo interesante se plasma en el “tío Calet” de Meliana, que nos
contaba que se levantaba a las cinco de la mañana y con su mula y su carro se iba a recoger las
basuras orgánicas, por las cuales pagaba, que desechaban los habitantes de varios barrios de la
ciudad y que las usaba para alimentar al ganado y para fertilizar sus campos (Colomer y Gallardo,
2007). En Barcelona, Madrid, Bilbao y en casi todas las ciudades, esta fue la primera forma
ordenada de recogida de residuos sólidos urbanos. Estos huertanos se unieron a lo largo del
tiempo en asociaciones y empresas de las que surgieron varias de las compañías que
actualmente se dedican a esta actividad, como la Cooperativa de Usuarios del Servicio de
Limpieza Pública Domiciliaria de Barcelona, y la Sociedad de Agricultores de la Vega de Valencia.
El operativo normal consistía en asignar a cada familia de hortelanos un área de la ciudad. La
recogida se llevaba a cabo con carros tirados por caballerías y el servicio solía prestarse en el
propio domicilio. Era muy frecuente que el basurero regalase en Navidad a las casas pudientes
los pavos o los pollos tradicionales de las comidas navideñas como contraprestación de los
residuos del año. Los huertanos trasladaban los restos hasta las afueras de la ciudad, donde
disponían de asentamientos propios en que, generalmente las mujeres de la familia, procedían
al triaje de los residuos en cuatro grandes fracciones: una destinada a alimento para el ganado,
generalmente terneras y cerdos; otra, al abonado de los campos, mezclándola con el estiércol
de los animales; otra compuesta por los pocos objetos reutilizables de los que se desprendían
los ciudadanos, y un resto de elementos de aparente inutilidad (SAV, 2003). Otro representativo
ejemplo se encuentra en los traperos que, no hace muchos años, recogían papeles y cartones
usados para luego venderlos. También existía el “pelero” que se apro-
visionaba de las pieles procedentes de animales sacrifi cados para emplearlos como forro del
calzado. Aunque estos ejemplos parecen sacados de la época de la posguerra española, en
algunas poblaciones rurales estas personas realizaban su trabajo hasta 1980. En Buenos Aires,
en 1887, 178 carros se ocupaban de recoger entre 800 y 900 kilos de basura cada uno, y se
realizaban mensualmente 124 viajes en tren que transportaban alrededor de 15.000 toneladas.
El vaciadero empleaba a 90 personas, en la quema y recuperación de materiales, y la empresa
contratista comercializaba los desechos recuperados. La cantidad de residuos fue en aumento:
en 1887 se recibieron en el vaciadero 180.000 toneladas y en 1909, 250.000 toneladas. Además,
en torno al vaciadero se formó un barrio marginal, conocido como “barrio de las Ranas” o
“pueblo de las Latas”. Se estima que en 1899, 3.000 hombres, mujeres y niños hurgaban en la
basura buscando materiales para comercializar. Las condiciones sanitarias de ese barrio eran
muy malas. En 1899 se registró la muerte de 49 menores por tétano. En 1911, la municipalidad
resolvió sanear el lugar, trasladando el vaciadero a Nueva Chicago y desalojando a los
pobladores de “las Ranas” (Fundación Metropolitana, 2004) En Norteamérica, el movimiento
ambiental se inició en el siglo XIX, cuando se le encargó al Servicio de Salud Pública de Estados
Unidos (USPHS), la erradicación de un número importante de enfermedades contagiosas, entre
las cuales estaban el tifus, la difteria y la fi ebre amarilla (Díaz et ál., 2002). En 1937 se formó la
American Public Works Association (APWA) por la fusión de la Sociedad Americana de Ingeniería
Civil (ASCE) y la Asociación Internacional de Trabajos Públicos Ofi ciales, publicando uno de los
primeros manuales de gestión de residuos sólidos, en el cual se establecían los requerimientos
técnicos y económicos necesarios para la gestión integral de los residuos sólidos.
HISTORIA
El depósito y almacenamiento fue el primer destino de los desechos humanos. Pero en aquella
época no tenía consecuencias ya que todos estos desechos eran residuos inertes
biodegradables. En la Edad Media, los residuos Urbanos se vertían en las calles o en los ríos. Esto
planteaba problemas de salud. Algunos residuos se recuperaban de la basura para su reciclado.
En el siglo XIX, nos damos cuenta de que la higiene es importante para prevenir las
enfermedades y en 1883, el Prefecto de París, Eugene Poybille, obliga a los parisinos a arrojar
sus residuos en un contenedor, que fue rebautizado con el nombre de “basurero.”
“La revolución industrial, la ciencia y la tecnología nos han traído, además de fabulosos cambios,
el desarrollo científico tecnológico, cambios en nuestros hábitos de consumo: el novedoso
sistema de cosas desechables, tarros desechables, frascos, pañales, vestidos de usar y botar,
doble, triple y cuádruple empaque, platos para usar y dejar; en fin, sistemas que aunque
cómodos exigen que para el simple uso de un objeto sea necesario generar varias veces su peso
en basura”. (1:14) Por lo tanto, se puede establecer que a lo largo de la historia, el primer
problema de los residuos sólidos ha sido su eliminación, pues su presencia es más evidente que
otro tipo de residuos y su proximidad resulta molesta. La sociedad solucionó este problema
quitándolo de la vista, arrojándolo a las afueras de las ciudades, cauces de los ríos o en el mar u
ocultándolo mediante enterramiento.