Algunas de las cuales podemos desdeñar: La meramente rutinaria, social y comercial, La del aturdimiento (bares abiertos hasta medianoche) Y la pueril, que no es esa del niño Que ve en las lucecitas del árbol las estrellas Y en el ángel dorado con sus alas tendidas en lo alto No un ornamento, sino un ángel. El árbol navideño llena de asombro al niño: Déjenlo que preserve su espíritu de asombro En la Fiesta vivida como evento, no tan sólo un pretexto, De tal manera que el deslumbramiento, La maravilla centelleante del primer Árbol de Navidad en su memoria, De modo que el placer de las sorpresas Con cada nueva posesión (cada una Con su excitante, peculiar aroma), La expectativa del ganso o del pavo Y el esperado sobrecogimiento Ante su aparición, de modo que La reverencia y la felicidad No sean olvidadas con el paso del tiempo En la hastiada rutina, la fatiga y el tedio, En la conciencia de la muerte, En la conciencia del fracaso, O en piedad de converso Que puede inficionarse de arrogancia Y ofende al niño y desagrada a Dios (Y a mi recuerdo agradecido vuelve Santa Lucía, Su canción navideña, su corona de fuego): Así que antes del fin, antes que llegue La octogenaria Navidad (por esto De octogenaria entiéndase la última), La suma de memorias de anuales emociones Ojalá se concentre en una sola Gran alegría, que ha de ser gran miedo También, sin duda, como cuando el miedo Entró por vez primera en cada alma: Porque el principio debe recordarnos el fin, La primera venida rememorarnos la segunda.
T.S. ELIOT (San Luis, Misuri, 26.09.1888 – Londres, 4.01. 1965)