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Desconfianza, guerra y el devenir del Estado desde el Leviatán de Thomas Hobbes

Por Juan Camilo Restrepo Narváez


Presentado a Carlos Alberto Carvajal Correa
Suficiencia de Filosofía Contemporánea
25 de septiembre de 2017

El hombre es un ser que desea. Entre todos los entes que se presentan en la realidad, esta es
la nota característica de la especie humana. Los inertes no tienen movimiento propio, y los
animales, que por definición lo poseen, no eligen lo que persiguen y, por lo tanto, no desean
propiamente. Solamente el hombre, con la determinación racional de su voluntad conoce lo
que quiere, y esto le hace superior a todo lo demás que le rodea.

Este deseo natural, sin embargo, es causa de ingentes conflictos entre los individuos de la
especie pues, aunque el deseo es general e intrínseco en cada persona, los objetos
disponibles para su satisfacción son limitados. Esto produce, de esta manera, odios,
inquinas, desconfianzas y guerras. Sin embargo, ¿cómo ha sido posible que, pese a esto, los
hombres hayan llegado, como lo han hecho, a un grado de civilización que permita
sociedades más o menos sostenibles y más o menos justas? Esta pregunta podría orientar
este trabajo que, temáticamente, dividimos en dos partes: primero, una exposición de los
capítulos XIII y XIV de la primera parte del Leviatán de Thomas Hobbes, para luego
proponer algunas tesis donde observaremos cómo la desconfianza, el miedo y la guerra
sirvieron para el origen del Estado entendido como una comunidad de hombres iguales
amparados bajo una misma ley.

Comienza Hobbes su disertación en el capítulo XIII del Leviatán de la siguiente manera: la


Naturaleza ha hecho a los hombres iguales si se consideran en su conjunto: por ninguna
clase de bien sobrepujan unos a otros absolutamente. Hasta el más débil, si es sagaz, puede
matar al más fuerte; y el más tonto, si se esfuerza, puede superar al inteligente, pero
perezoso.

Hobbes sigue a Descartes en aquello de que la inteligencia es lo mejor repartido, pues


todos participamos de una forma casi idéntica de ella. La inteligencia de la que habla
Hobbes es la prudencia, o mejor, la sagacidad, de la cual los hombres participan gracias a
la experiencia. Todos los hombres se creen superiores a sus congéneres, y solo dan valor a
los famosos y a quienes coinciden con ellos (cfr. Hobbes, 1994, pg. 100). Los hombres
reconocen las virtudes de los otros, pero jamás de una manera absoluta, pues solo ven su
bien a mano, mientras que el de los otros, a la distancia. Cada cual está satisfecho con la
porción que le corresponde.

Así es que, cuando dos hombres iguales se encuentran con que desean lo mismo, pero el
objeto de su deseo solamente puede satisfacer a uno, se hacen enemigos. Así es que, cada
hombre que ha hallado su bonanza, teme perderla violentamente a manos de otro; y quien
violentamente ha arrebatado un bien, desconfía de que hagan con lo suyo lo mismo.

Esta es la razón por la cual, en primer lugar, un hombre sojuzga, esclaviza y destruye al
otro: para evitar que este haga eso mismo con él. La mejor defensa es la anticipación. Lo
mejor es dominar a todos los hombres que sea posible y por la mayor cantidad de tiempo,
con el fin de evitar todo posible peligro. Sin embargo, muchas veces estos hombres,
disfrutando ver su propio poder, exceden el límite de salvaguardar su seguridad y se dejan
llevar de una ambición exacerbada, que no es otra cosa que una desconfianza patológica
hacia todo ser que pueda llegar a amenazarle (pues en la ambición hay un deseo de ser más
que los otros, solo por el hecho de que se desconfía de su propia valía innata).

Ahora, la conquista no siempre es mala: si un hombre o una comunidad se ven azarados por
todas partes por enemigos, conviene más que los conquiste por propia voluntad a que
espere embates constantes de unos o de otros. Esta es la idea subyacente en todo el dominio
militar de Roma. Sucedía, precisamente, que el incipiente reino romano se veía rodeado por
todas partes, más allá del Tíber y a lo largo del Latio, por numerosos pueblos que deseaban
tener la hegemonía del valle: los etruscos, los griegos de Eléa, los celtas y los germanos.
Los primeros reyes y Cónsules, desde Numa hasta Publícola y Camilo, vieron claramente
que la mejor defensa es el ataque, y no dudaron en imponer la paz con la fuerza. Con el
devenir de los siglos, esta idea se manifestaría de forma tan patente en el espíritu de los
hijos de Rómulo, el divino Quirino, que todas las generaciones posteriores a la de ellos
recordarán la pax romana, el sojuzgamiento de todos los enemigos bajo el trono imperial.
Estos hombres que desconfían unos de otros, de esta manera, no muestran agrado en
reunirse, a no ser que una fuerza mayor a todos ellos se los imponga. Además, ningún
hombre disfruta sintiéndose inferior a otros que considera igual que él, y mucho menos
viendo que ellos reciben aprecio, sin gustar darlo ellos mismos. Esto produce constantes
inquinas y luchas, pues todos quieren demostrar por la fuerza que son valiosos, y no solo
considerados en sí mismos, sino fundamentalmente en comparación con los demás. Así,
Hobbes enumera para nosotros tres causas de la discordia: la competencia, la desconfianza
y la gloria. Veremos, más adelante, como todas estas causas pueden resumirse en la
desconfianza.

La primera causa busca la agresión con el fin de un beneficio; la segunda, la seguridad; y la


tercera, el aumento de la reputación. La primera representa el modo de la subordinación
material, pues se busca, por medio de la guerra, arrebatar toda clase de bienes materiales a
sus propietarios originales; la segunda, es subsidiaria, ya que busca defenderlos; y la
tercera, se inscribe en la subordinación moral, pues su único objeto es ganar las muestras de
estimación de sus semejantes: una sonrisa, una congratulación, una opinión buena, etc.

Aquí es donde Hobbes introduce su premisa capital: mientras que todos estos hombres con
deseos contradictorios no tengan una fuerza que los obligue por igual y en su conjunto,
nunca podrán salir del estado natural de guerra. Desde que exista desconfianza, habrá
guerra: “porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se
da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchas se manifieste de modo
suficiente” (Hobbes, 1994, pg. 102). Aquí el tiempo es capital: no hacen dos lloviznas un
invierno. De igual manera, la guerra solamente se manifiesta cuando la voluntad hostil
sobrevive el paso del tiempo, como la discordia en presencia de quien se odia por un mal
pasado.

El estado de guerra, así como lo es la guerra actual entre pueblos, significa una
circunstancia en la cual ninguna persona confía en sus semejantes, pues todos temen ser
atacados, y por esta misma razón, constantemente atacan a sus vecinos, viendo en ellos
siempre a hostiles. Ya que no hay ley, pues este estado es anterior a ella, cada uno depende
de lo que sus propios ingenio y fuerza puedan hacer para defenderle. Que este estado sea el
propio de la barbarie se ve inmediatamente: si no hay una fuerza que aúne a los hombres, y
la propiedad de cada uno está permanentemente amenazada, no es posible que haya
industria o agricultura; y sin esto, no habrá comercio ni riqueza acumulada. No habría
calendario, artes ni ciencia. En una palabra, no existiría la sociedad y sus frutos (cfr.
Hobbes, 1994, pg. 103). La vida del hombre en tales circunstancias sería tosca, solitaria,
angustiosa y brutal.

Esta tesis antropológica se ve confirmada por nuestro comportamiento diario: acaso, aún
sabiendo que hay unas leyes y una policía que nos defienden, ¿no cerramos nuestras puertas
con llave cuando salimos, acaso no van los carros de seguros con una escolta armada, acaso
no preferimos comprar viviendo cerca de un CAI? Todas estas cosas nos indican que
desconfiamos de los otros, y que la única razón por la que no actuamos violentamente
contra ellos, más allá de algún escrúpulo moral, es la confianza que tenemos en las leyes;
confianza que, además, no viene desde el fondo de nuestra inclinación, sino como único
recurso que tenemos de creernos seguros. Ahora, nos dice Hobbes, para que haya ley debe
estar la comunidad “de acuerdo con respecto a la persona que debo promulgarla” (Hobbes,
1994, pg. 103).

Aunque nunca haya existido tal estado de guerra, prosigue Hobbes, todos los reyes de la
tierra se encuentran celosos de que se les robe su poder, y como los únicos que podrían
quitárselo son los dueños de las demás naciones, pone cada uno a su pueblo en guerra con
el otro, todo por no perder el imperio de que han sido revestidos. Así mismo, como
prevención y resultado de este recelo, cada rey protege la industria de sus súbditos, pues
sabe que esto redunda en su seguridad.

En este estado de guerra, donde nadie es deudo de nadie, donde los lazos de la concordia no
se hacen patentes, no puede haber justicia, así como nada puede presentarse como injusto.
¿Qué es en cada caso justo? Lo que la fuerza de cada uno pueda procurarle, en detrimento
de las necesidades de los demás. Nada es propio, pues la propiedad depende que la ley exija
a cada uno el respeto del derecho del otro; mas en la guerra no hay derecho y, por lo tanto,
tampoco justicia. Finalmente, nos dice Hobbes que aquellas cosas que inclinan al hombre a
superar este pobre estado de guerra son: el temor a la muerte, el deseo de una vida buena y
la esperanza de poder obtenerlas (cfr. Hobbes, 1994, pg. 105).
Ya en el capítulo XIV, Hobbes ha llamado la atención sobre un medio para superar este
estado de guerra: estas son normas propias de la razón de la razón humana y que denominó
leyes naturales, lo que los juristas llaman ius naturale. Hobbes nos da una definición al
principio del capítulo XIV:

Es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la
conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para
hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para
lograr este fin (Hobbes, 1994, pg. 106).

De igual manera, prosigue con una definición bastante mecanicista de libertad: esta
consiste en la carencia de impedimentos externos para la acción y el movimiento; y si este
ser viere limitado en cierto sentido, la libertad consistiría en la autodeterminación que tiene
el hombre para usar el poder que le restase según sea la determinación de su voluntad y su
razón.

Ahora, esta ley de naturaleza es aquella que nosotros podríamos llamar ley de
conservación, pues indica que todo ser racional debe conservar su vida y los medios para
llegar a este fin, siempre de acuerdo a la recta razón. Llama Hobbes a esta ley de esta
manera, y no derecho, en tanto la primera determina lo que debe hacerse o debe omitirse,
con fuerza obligatoria; mientras que lo segundo delimita la libertad de hacer o de omitir, sin
que exista una coacción para ellos. La auto-conservación es, pues, un imperativo moral (cfr.
Hobbes, 1994, pg. 106).

Así, en el estado de guerra, existe el derecho, más no la ley. El derecho depende de la


autodeterminación racional de cada uno (entendido derecho en el sentido más amplio, más
allá del ámbito de la ley positiva), de hacer u omitir ciertas acciones con miras a su propio
bien; mas la ley, que tiene como determinación objetiva a la razón universal, y no a las
motivaciones racionales particulares, no podría existir, pues no hay una autoridad única que
obligue. Así, si esta ley natural depende del derecho subjetivo y no de la ley objetiva (en
ese caso, podríamos decir que no hablamos entonces de ley propiamente al referirnos a la
ley natural, sino de derecho natural), no puede haber seguridad para nadie mientras ella
impere, pues los hombres estarían lanzados en una guerra de derechos, y la única forma de
dirimirlos sería la fuerza y la violencia.
Esta aporía se resuelve en sí misma, y por los mismos medios que la causan: si lo que se
teme es la violencia de unos contra otros por la ambición de los bienes ajenos, la naturaleza
racional propone que debe buscarse la paz por encima de todas las cosas, aun cuando el
mecanismo utilizado para lograrla sea la guerra y la coacción. Es necesario, para la
comunidad, buscar la paz y seguirla, y entre tanto, defendernos y buscar nuestra propia
seguridad. En efecto, la paz se busca, no en sí misma, sino en miras de la seguridad del
pueblo.

De esta ley de naturaleza, nos dice Hobbes, se deriva aquella segunda que funda todo
principio contractual: que debemos acceder, si todos acceden igualmente, a renunciar a ese
derecho de hacer cuanto esté en nuestro poder con miras a la paz, por el tiempo que sea
necesario para garantizar nuestra propia seguridad y subsistencia. En efecto, Hobbes señala,
“mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran
en situación de guerra” (Hobbes, 1994, pg. 107).

Renunciar a este derecho implica quitarse del camino del otro. No es conceder un derecho a
quien no lo tenía, sino que consiste en apartarse de la posibilidad de ser un obstáculo para la
libertad ajena. Esto se realiza por transferencia o simple renunciación. En la primera, el
derecho se cede a una persona o un grupo determinados; en el segundo, esto no importa.
Quien cede su derecho está obligado a no anularlo por su propia voluntad. Si llegase a
hacerlo, sería en derecho lo que en lógica llamamos contradicción, y caería en injusticia,
pues se desdiría a sí mismo en detrimento de otro. Ahora, esta cesión de derechos se realiza
a partir de actos, palabras y señas explícitas de que se quiere realizar dicho beneficio, y su
cumplimiento depende de que algo malo pueda pasarles. He ahí, en nacimiento de todos
los contratos. Desde aquí, Hobbes realizará un minucioso detalle de las características que
estos deberían tener.

Nadie da nada gratuitamente. Así, quien se desembaraza de su derecho, recibe, u otro


derecho equivalente o un beneficio suficiente, pues todo acto voluntario apunta a un bien
para sí mismo. De esta manera, nadie puede renunciar a su derecho a vivir, así como
tampoco a su libertad personal. Ahora, antes de todo contrato, sea esta una tradición o no,
las acciones por las cuales las personas se prometen beneficio mutuo con fin de realizar el
contrato se llama pacto, y este deviene de una buena fe que uno y otro se tienen con
respecto al bien que espera cada uno recibir (cfr. Hobbes, 1994, pg. 109). Así mismo,
cuando el derecho cedido no tiene como objeto un algo material o un derecho por parte del
beneficiado, hablamos de donación o liberalidad.

Los signos del contrato, que se realizan desde el pacto de contratar, pueden ser expresos o
inferidos. Los primeros pueden ser palabras y acciones presentes, o palabras futuras (yo
prometo, yo haré, etc.); y los segundos se constituyen a partir de la observación suficiente
de las acciones de la contraparte con el fin de elucidar cuál sea su voluntad. Ahora, las
palabras por sí mismas nada obligan, a menos que estas expresen claramente la voluntad
presente (yo quiero) o que de facto signifiquen ya la concesión de la cosa (yo te he dado).
Las promesas futuras sin una determinación presente (el disfrute actual de la cosa se
incluye aquí, como en el caso del pago por adelantado) no pueden ser obligantes.

El mérito es el efecto del contrato. En efecto, cuando se realiza una donación el mérito
consiste en recibir el beneficio, mientras que en una competencia, el mérito del premio está
en ganarlo. Así mismo, en el contrato ambas partes, por su compromiso, merecen la
transferencia del derecho del otro. Sea un premio, sea una donación ya enajenada o un
contrato común, la cosa prometida se tiene como cosa debida si las condiciones del
merecimiento se encuentran de facto en el beneficiario (cfr. Hobbes, 1994, pg. 112).

Los contratos en el estado de naturaleza pueden ser nulos ante la más mínima sospecha,
pues nada garantiza que las pasiones egoístas no venzan sobre las promesas. Solamente en
cuando hay una fuerza obligante sobre toda la comunidad de contratantes se puede realizar
estos actos, sin el peligro de que se violen apenas nacidos estos. El estado civil es lo que
posibilita que este temor de incumplimiento pueda ser destruido: la ley garantiza que los
beneficios prometidos se cumplan.

Quien transfiere un derecho sobre la cosa, como fin es disfrutar de ella, debe posibilitar así
mismo los medios para esto (quien vende una tierra no puede impedir que esta se labre, por
ejemplo). Entre otros detalles nos indica Hobbes: no puede hacerse un pacto con las bestias,
pues no tienen lenguaje; ni tampoco con Dios, pues no podemos, ni obligarle de ningún
modo, ni conocer su voluntad expresa.
Siguiendo a Aristóteles, Hobbes señala que todo pacto es un acto de deliberación, y que
como tal deben estar las acciones deliberadas, así como su objeto, dentro de las
posibilidades de hacer de quienes contratan: “en consecuencia, prometer lo que se sabe que
es imposible, no es un pacto” (Hobbes, 1994, pg. 113). Sin embargo, si luego se prueba que
lo que se consideró como posible resultó no serlo, el pacto obliga, pero solamente hasta
donde sea posible su cumplimiento.

Ahora, dos son los medios de extinguir una obligación: o por el cumplimiento de la misma,
o por la exoneración por parte del obligante de ella. Seguido a esto, el temor no puede ser
una excusa de nulidad, pues el pacto hecho por miedo (por ejemplo, a perder la vida a
manos de un atracador) es también obligante: “porque todo cuanto yo puedo hacer
legalmente sin obligación, puedo estipularlo legalmente por miedo; y lo que yo legalmente
estipule, legalmente no puedo quebrantarlo” (Hobbes, 1994, pg. 114). De manera similar,
un pacto anterior anula a otro ulterior.

Siguiendo el principio de que es un deber proteger la propia vida, nadie puede pactar no
defenderla, incluso si tiene la posibilidad de pactar aceptar su propia muerte si incumple la
condición pactada. No hemos de olvidar los instintos más primitivos y fuertes del hombre:
escoger siempre el mal menor, empleando para ello todos los medios posibles. Por esta
misma razón, nos dice Hobbes, es “inválido un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía
de perdón” (Hobbes, 1994, pg. 115). Ninguna fuerza, y éste es enunciado como un
principio de naturaleza, puede ser aceptada sin resistencia. El ciudadano debe respetar la
ley; pero no puede negársele que actúe con desesperación ante el castigo, aún cuando venga
de ella en justicia. Asimismo, ningún hombre está obligado a dar testimonio en contra de su
propia voluntad. De la tortura, igualmente, jamás saldrá un testimonio válido, pues es un
acto de violencia contra la voluntad del torturado.

Como la palabra no es lo suficientemente fuerte para resguardar los pactos, la naturaleza


humana provee de dos medios para coaccionar interiormente a los hombres: el miedo a las
consecuencias de quebrar sus promesas, y la deshonra que para ellos esto pueda
significarles. Sin embargo, estos últimos son casos extraños. Los hombres venales y adictos
a los placeres sensuales, que son la mayoría de los hombres, se mueven casi siempre por el
temor, sea a seres invisibles o a verdugos humanos. Usualmente temen más al segundo,
pues es más inmediato, pero el temor al primero es anterior a la sociedad civil, pues, antes
de que exista una fuerza obligante del cumplimiento de la ley, solo quedaba aspirar al dios
vengador de los crímenes que cada uno cometa. De aquí que, además de la promesa,
muchas veces se refuerce un pacto por medio de un juramento, el cual se hace siempre ante
Dios (cfr. Hobbes, 1994, pg. 116).

De la desconfianza y de la necesidad del contrato

De lo analizado en la primera parte de este ensayo, nada más expositiva, quisiera sacar dos
tesis principales, que constituyen, desde la perspectiva de Hobbes, el quid del asunto de la
formación del Estado, y desde allí poder elucidar cuál podría ser la solución para tales
aporías.

En una primer parte analizaremos la relación existente entre el miedo y la desconfianza, las
cuales en su conjunción son el origen de toda guerra e inquina. En una segunda parte,
observaremos cómo esta guerra, nacida de las causas aducidas, procura en el hombre el
primer modo de gobierno, aún lejos de uno que atienda cabalmente al principio de
igualdad: el dominio despótico. En esta parte nos ayudaremos un poco del desarrollo por
parte de Hegel de la famosa dialéctica del amo y el esclavo. Finalmente, luego de
tematizados estos dos problemas, procederemos a proveer una solución para ambos,
siempre de la mano de lo propuesto por Hobbes: el pacto de la comunidad de enemigos con
miras a constituir un gobierno común, donde se atienda el dicho principio de igualdad.

En primer lugar, cabe notar que no hay nada que produzca más miedo que el semejante. Ya
lo pensaba muy bien Sören Kierkagaard cuando exponía maravillosamente cómo el temor a
la posibilidad de la propia libertad se reflejaba perfectamente en el terror que todos tenemos
de que nos venga un daño desde fuera. En efecto, así como en nosotros mismos vemos las
potencias suficientes para destruir al otro, para mentir, para saquear y para matar, aún
cuando a nosotros mismos nos pudiera sorprender encontrarnos en dicha situación, estas
mismas posibilidades de la determinación de la libertad también puede hallarse en el actuar
de los otros, y peor aún, con respecto a nosotros mismos.

Precisamente esta consciencia íntima de la identidad de las motivaciones de los otros y de


nosotros mismos es lo que llevó a Kant a formular el imperativo categórico: cuando nos
dice actúa de tal manera que la máxima de tu acción puede ser tomada como un principio
universal, no nos dice otra sino que todo lo bueno o malo que nosotros podamos hacer,
otro puede, a su vez, hacerlo a nosotros mismos.

Si partimos de un argumento puramente empírico, casi que casuístico, nos damos cuenta
que produce más temor la igualdad que la desigualdad en cualquier clase de comunidad.
Pensemos en un ambiente de trabajo cualquiera, digamos, una oficina. Allí existe una
desigualdad natural entre algunas especies de trabajadores: podemos encontrar jefes,
supervisores y gerentes, por una parte, mientras que por otra hallamos toda una variedad de
obreros que, aunque cualitativamente son distintos, pues cada uno ocupa una función
distinta, no difieren en absoluta sobre la cantidad. Esta cantidad podemos medirla en fuerza
de obligación, es decir, la capacidad que tiene de obligar a otros. Sencillamente, el jefe
manda al supervisor, y el este al obrero. Los primeros son superiores al tercero, y el
primero al segundo.
Nadie desconfía de quien es superior, al menos respecto de aquello en que aquel posee
dicha superioridad. Con el mejor no hay competencia posible, pues, ya que su virtud es
reputada por todos, es evidente por sí misma y por sus acciones derivadas, nadie entra en
lid con él, a menos que sea un loco. Él es ya dominador, sea por la fuerza o sea por la ley
(como en el caso de un juez o un policía debidamente constituido), y por lo tanto nadie
teme que entre en abusos. De alguna manera, si este atemoriza, es solo en virtud de su
poder, más no por algo que de él sea inesperado. Ya que todos conocen de su fuerza, no hay
ninguna sospecha en su proceder, no hay misterio ni necesidad de disimulo. El desarrollo
de su libertad en medio de la comunidad no genera angustia.

En cambio, algo distinto sucede entre aquellos que son iguales. Santillán nos indica:

De la condición de igualdad nace la desconfianza: efectivamente, esta igualdad trae como


consecuencia el que cada uno esté convencido de poder lograr lo que desea (…), pero
tomando en consideración que todas las cosas pueden ser deseadas por cualquier persona,
cada uno sabe que debe desconfiar de cualquier otro (Santillán, 1998, pg. 21).

Cuando varios sujetos que se sienten iguales habitan un mismo territorio, sea este geográfico o
social, y todos los objetos que les rodean se presentan para ellos con las mismas posibilidades de ser
de uno o de otro, pues, como dice Hobbes, en el estado de naturaleza no existe ningún tipo de
propiedad personal, ya que todo está a disposición de quien alargue su mano y lo tome, es
inevitable que el deseo que estos objetos despiertan en cada uno de ellos no los contrapongan
eventualmente.

Precisamente esta posibilidad de que el deseo del otro sobre el objeto que yo deseo se sobreponga al
mío y a mis medios materiales para obtenerlo, y me lo arrebate, es lo que procura que estos sujetos
iguales cuantitativamente desconfíen los unos de los otros. Todos miran con recelo su presa, y todos
esperan el momento adecuado para atacar. Cada uno sabe que entre menos sean los oponentes, más
seguramente podrán llegar a su objeto, y piensan, como los protagonistas de la Novia de Mesina,
que la mejor solución para su predicamento es la anticipación, es eliminar a sus adversarios.

Ahora, aparece un problema en la mente de este potencial homicida (o mejor, fratricida, como en
las comunidades más antiguas donde los hombres se dieron cuenta que el deseo era infinito, pero
los bienes, limitados): ¿cómo puedo yo, que soy igual a este otro, sobreponerme a él?
Matemáticamente hablando, dos cantidades iguales restadas suman cero, y hablando de física, dos
fuerzas contrapuestas se anulan. La única manera de que un igual se sobreponga sobre otro igual es
que gane más poder, y este poder se gana, en un primer instante, deseándolo. Esto suena extraño,
pero en realidad es sencillo. Recordemos el dicho evangélico: cuando pidas algo, actúa ya como si
lo tuvieres. Así, si quiere tener dominio sobre los otros, debo actuar como si lo tuviera actualmente,
y en ese movimiento, podré inspirar miedo a los otros. Si todos los hombres son iguales, todos
pueden vulnerar y ser vulnerados igualmente. Solamente hace falta que uno tome la decisión, con
convencimiento, de hacerlo.

Y así, quien ha tomado la determinación de atacar para ganar dominio sobre el otro y someterlo, y
asegurar de este modo la adquisición segura de aquello que desea, deberá conservar el precario
poder que ha obtenido de la única manera en que esto puede ser posible: obteniendo más y más
poder, es decir, ganando más y más dominio sobre lo que otrora eran iguales a sí mismo, pero que
ahora, por la cantidad, han devenido inferiores. Este acto de dominio produce dos cosas: primero,
causa miedo entre quienes ven que pueden ser dominados; y, por otro, genera desconfianza entre los
que, siendo iguales, perciben que uno de ellos pueda levantarse y dominarles.

En efecto, en primer lugar, el miedo alimenta la consecución de poder, pues buscamos apoderarnos
de todos los contendientes para la adquisición de nuestro deseo, por lo cual, conquistamos a lo que
tememos. Este es el principio del primer estado pacífico: todos están bajo el gobierno de un solo
señor que, a su vez, algún día, por temor, los coligó bajo un mismo yugo. Nos dice al respecto
David van Mill:

It is the fear of powerful enemies that makes us so acquisitive of power; remove the fear and
our passion for power will be tempered and controlled by reason, so that the realm of
instrumentally effective action is greatly expanded1 (Mill, 1994, pg. 292).

En segundo lugar, este miedo y este acto de dominación, al hacerse usual dentro de las comunidades
humanas, cualquiera que esta sea, produjo más miedo y más desconfianza, esto porque la
observación continua de los fenómenos asociados a la violencia y a la esclavización procuraron que
los hombres iguales temieran que esto les sucediera y sospecharon cada vez más de sus iguales.
Este es un tipo de inferencia inductiva que realiza Hobbes, por lo cual se gana, con razón, un lugar
dentro de las grandes figuras del empirismo político: fue la costumbre la que engendró al miedo; y
el miedo, a su vez, produjo la costumbre que permite a los hombres ser dominados ideológicamente
por las clases superiores. Tal argumento, incluso, lo utilizó más adelante Marx al hablar de la

1
Es el miedo hacia los enemigos poderosos que nosotros nos volvemos tan ávidos de poder; removed el
miedo y la pasión por el poder será temperado y controlado por la razón, de tal manera que el reino de de la
acción instrumentalmente efectiva se verá grandemente expandida.
opresión de clases por parte de la burguesía, al decir que aquello que en la acumulación originaria
comenzó como un acto de violencia, por el tiempo y el uso, terminó siendo lo correcto y lo
aceptado socialmente como lo normal2 .

Esto es el nacimiento de todas las guerras: pues los miembros de un grupo humano (pues no
constituyen comunidad alguna) temen la agresión de unos y otros, y ven que este tipo de agresiones,
con miras al dominio absoluto, se dan con frecuencia, todos deciden resguardarse los unos a los
otros y atacar en anticipación para evitar ser destruidos. Así, por este miedo y esta desconfianza, el
estado de guerra se mantiene; mas, por esta guerra misma hay ya una posibilidad de que un solo
poder se imponga y se pueda conseguir la paz de las leyes, del pacto contractual del que se habla en
el capítulo XIV del Leviatán.

En segundo lugar, podemos comenzar diciendo que el estado de guerra no significa un estado de
conflicto permanente: en algún momento, cuando un individuo venza con la cadena de agresiones y
venganzas, y él o su clan se hagan dominadores, la guerra cesará. Cuando los hijos pelean entre
ellos dentro de seno del hogar mientras que la madre está ausente, basta con que ella se haga
presente para que la gresca termine ipso facto. De igual manera, cuando en un salón de clases
caótico llega el maestro e impone la disciplina con su presencia, todo calla, y el orden sucede al
caos. Basta, pues, con que las partes de la beligerancia sientan un yugo común para que cesen con
su hostilidad.

Podría pensarse que el estado de naturaleza significa un estado de absoluta libertad. En efecto, si
nada me constriñe naturalmente para moverme, para pensar y para actuar llevado de cualquier deseo
que pueda tener, y además todos los objetos que se me presentan están a mi mano, de una u otra
forma, mi libertad no puede encontrar ninguna traba. Sin embargo, esto solo sería cierto para un
sujeto que viva en un mundo vacío. En el momento en que un sujeto real intente llevar al acto todos
sus deseos, y mueva su humanidad hacia los objetos que le son apetecibles, encontrará que el estado
de guerra que significa el choque con el deseo de los otros limitará la agencia de su libertad, y la
medida en que pueda ejercerla será la misma medida en que sea poderoso. De aquí, como dijimos,
nace el miedo, y por esto nos recuerda Mill: “fear is not a lack of liberty, but once again a lack of
power” (Mill, 1994, pg. 447).

Así, pues, en el estado de naturaleza no existe la libertad propiamente dicha. Aunque clásicamente
se ha interpretado que la tesis contractualista contenida en el Leviatán implica una pérdida de la
libertad natural a favor de un derecho a ser protegido por el estado y las leyes, podemos ver cómo,

2
Ver el capítulo XXIV del Capital en su tercera parte.
en realidad, la verdadera libertad solamente nace luego del sometimiento, pues, sencillamente, sin
este determinado movimiento de sumisión no hay vida posible.

El miedo a perder la vida es, también, un miedo a perder la libertad (entendida como posibilidad de
obrar), ya que sin vida no se puede actuar de ninguna manera, y la libertad está en la acción. Esto es
lo que produce en los espíritus más débiles que puedan llegar a ser esclavos antes que perder la
vida. Suena contradictorio, al menos a la primera oída, que digamos que alguien prefiere ser esclavo
que dejar de ser libre, pero es más libre el esclavo que el hombre muerto. En una relación de poder,
donde dos deseos de dominio se encuentran, la parte débil caerá ante la más fuerte, y ambos
gozarán de la cantidad de libertad que merecen, según venzan o sean vencidos. Empero, debemos
tener claro una cosa: ni aun siendo esclavo se pierde toda la libertad. No puede pensarse a un
hombre que sea absolutamente carente de libertad, pero, sí podemos pensar a unos hombres tan
libres que se crean dioses, y a otros tan poco libres, que se crean esclavos.

El miedo a perder la vida es lo que procura, como en Hegel, que unos hombres se sometan
a otros, que unos tengan dominio sobre ellos, aun cuando esto pueda molestar a los sectores
más democráticos de nuestras sociedades: “applied to political relations, which are believed
to be naturally free, ‘dominion’ is a term of opprobrium for proponents of republicanism or
popular sovereignty; it signals the perversion of such relations by rule that is or has become
arbitrary3” (Nyquist, 2009, pg. 8). La verdad es que, antes de todo gobierno basado en el
mencionado principio de igualdad, donde las relaciones políticas sean llevadas
ecuánimemente, la primera paz posible se hizo por medio de la violencia, por medio de
cargar de grillos los brazos que antes luchaban. En este punto, nos sirve comprender un
poco lo que pensaba Hegel de esta lucha intestina, que luego retomaría Marx y de la cuál
Hobbes es consciente, aún siendo anterior a estos dos pensadores alemanes.

Cuando dos consciencias se encuentran una frente a la otra, surgen de inmediato dos
opciones: o se reconocen como iguales y devienen autoconscientes, o entran en pugna y se
intentan avasallar entre ambas. En el parágrafo 180 de la Fenomenología del Espíritu,
Hegel nos dice que la auto-consciencia “must supersede this otherness of itself (…) in

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Cuando lo aplicamos a las relaciones políticas, las cuales suponemos que son naturalmente libres, dominio
es un término de oprobio para los proponentes del republicanismo o del gobierno popular; este señala la
perversión de tales relaciones por medio de un gobierno que es o ha devenido arbitrario.
doing so it proceeds to supersede its own self, for this other is itself4” (Hegel, 1977, pg.
172). Así, la mismidad original de esta autoconsciencia retorna a sí misma por la
superación de su otredad, a la vez que la otra autoconsciencia también retorna a su libertad,
por el reencuentro de su mismidad.

Sin embargo, esta libertad que una autoconsciencia da a la otra, no es una libertad
definitiva, ni efectiva. En efecto, nos dice Hegel:

The first does not have the object before it merely as it exists primarily for desire, but
as something that has an independent existence of its own, which, therefore, it cannot
utilize for its own purposes, if that object does not of its own accord do what the first
does to it5 (Hegel, 1977, pg. 172).

Así entendido, la primera autoconsciencia que desea el reconocimiento de la otra


autoconsciencia, pues es libre (y ya dijimos que la libertad depende del deseo, que a su vez
se materializa en la capacidad de llevar al acto este deseo), tratará de imponerse, aún
recurriendo a la violencia, para obtener dicho reconocimiento por parte de la otra. En este
punto, como Hegel dice en el parágrafo 185, la lucha de las fuerzas en este proceso de la
noción pura del reconocimiento, rompe la unidad de la consciencia y revela la inequidad
entre las dos partes, por lo cual el término medio desaparece y solo queda la oposición de
los extremos, donde uno es reconocido, el amo, y el otro solamente reconoce, el esclavo
(cfr. Hegel, 1977, pg. 174).

Precisamente, la figura misma de la autoconsciencia rechaza toda forma del ser-para-el-


otro de una manera absoluta. Como se dijo, en parte la autoconsciencia pasa por esta etapa,
pero esta misma debe ser descartada para llegar al grado de la absoluta abstracción. El ser
autoconsciente es aquel que vive para sí mismo, es un ser-para-sí y debe, en virtud de dicho
estado, rechazar lo otro como un ser in-esencial y negativo, pues el objeto absoluto de la
autoconsciencia es el Yo.

4
[La autoconsciencia] debe sublimar esta otredad de sí mismo (…) haciendo esto ella procede a sublimar su
propio sí mismo, porque este otro es él mismo.
5
La primera [autoconsciencia] no tiene al objeto frente a sí solamente como existe para el deseo, sino como
algo que tiene una existencia independiente, que, por lo tanto, no puede utilizar para sus propios
propósitos, en el caso en que ese objeto no haga lo que el primero le hace a él.
De no ser así, se llegaría a lo que el Alemán denomina Struggle to death6 (en la traducción
inglesa que manejamos en esta parte del ensayo), donde, como ya se dijo, uno sería el
subyugador y el otro el subyugado, pero allí la meta del reconocimiento no se lograría, ya
que este requiere libertad y el esclavo no la tiene en la absoluto, pues su consciencia se ha
enajenado (cfr. Hegel, 1977, pg. 175). Este es, precisamente, el caso de los hombres
hallados en el estado de naturaleza: no pueden reafirmarse como autoconsciencias, ya que
sus deseos contrapuestos los llevan a la lucha definitiva, donde el miedo a la muerte lleva a
uno o a otro a la esclavitud y al sometimiento, el cual, sin embargo, atendiendo a la
dialéctica propia de la historia, es necesario para que el Estado y el imperio de una ley
pueda ser instituido. Al principio, como veremos brevemente, esa ley es la del padre, del
ἅναξ o dominador por medio de la violencia.

Este es, implícitamente (y Hobbes da vía libre a la existencia de este tipo de pactos) el
primer tipo de contrato social: nos sometemos, nosotros que éramos enemigos, a un
dominio común al cual todos tememos, si no, perderemos nuestra vida. Este es el
movimiento que filosóficamente describe Hegel, y que Hobbes recorre más
antropológicamente. En este tipo de dominio la libertad queda como suspendida, pero no
anulada. Como Hobbes señala en De Cive, la ley del amo no limita tanto la libertad como el
poder, pues el poder el que determinar a la libertad como poder obrar (cfr. Mill, 1994, pg.
448).

El tipo de dominio al que nos referimos aquí es el despótico, al patriarcado y a aquella


donde los dominados son tratados como hijos, y a los hijos como esclavos. Así nacieron
todos los clanes y las castas antiguas, donde, originalmente, no había relación de sangre.
Aristóteles reconoció esto en su Política, cuando señalaba lo siguiente:

En efecto, el que es capaz de prever con la mente es naturalmente jefe y señor por naturaleza,
y el que puede ejecutar con su cuerpo esas previsiones es súbdito y esclavo por naturaleza;
por eso el señor y el esclavo tienen los mismos intereses (Política, I, 2, 1252a31).

Ser capaz de prever con la mente se refiere a la utilización de la inteligencia con medios
pragmáticos, es decir, en nuestro caso, reconocer que la sagacidad en la guerra da la ventaja de uno
sobre otro. La fuerza, entre los hombres, no se mide tanto con los músculos, sino con la razón y el

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Lucha a muerte, podría ser una buena traducción. Aunque, lucha desesperada y agonía, serían mejores.
uso que de ella se haga. Ahora, el que no tiene disposiciones intelectuales y está abocado solamente
a su cuerpo, es un esclavo, pues su naturaleza es el obrar manualmente (con su cuerpo), y a los ojos
del Estagirita esto es trabajo servil. Así, quien con argucias y estrategias violentó la libertad de
muchos en el estado de guerra original, ese se convirtió en gobernante y avasalló a los que antes
veía con miedo.

Señor y esclavo tienen los mismo intereses, en cuanto ambos quieren satisfacer sus deseos, y en
cierta medida, aunque un poco perversa, lo logran con uno y otro: el señor desea llegar a sus objetos
de satisfacción por medio de la esclavización de los otros, mientras que el siervo desea, más que
nada, conservar su vida y disfrutar de la poca o mucha libertad (y en la especie que sea) que le
conceda el amo. Así, la paz, al menos preliminarmente, es alcanzada y el estado de guerra para,
aunque no bajo un principio de igualdad, pues el yugo es impuesto y no auto-impuesto, lo cual
indica una diferencia cualitativa.

En tercer lugar, si el estado de miedo y desconfianza no permite que florezca la sociedad, y el


estado de dominio despótico no es aún una comunidad propiamente dicha, pues lo común es un
valor negativo (el miedo a la muerte), ¿cuál podría ser una solución a partir de lo que nos indica
Hobbes? Al respecto, Santillán nos indica:

La salida entonces se hace posible sólo a través de tal constitución del poder común. Cuando
emerge el poder común, poder soberano, para Hobbes aparece la obligación absoluta, que
significa para los súbditos el deber de obedecer las leyes impuestas por el soberano aunque
puedan ser contrarias a la ley natural (Santillán, 1988, pg. 31).

A este respecto, podemos decir dos cosas muy sencillas. En el estado de pura naturaleza,
dos son los móviles de la voluntad humana: sus instintos y su razón natural. Por los
instintos el hombre se mueve en dirección de cualquier objeto de deseo que se le presente,
sin considerar en la acción misma los peligros inherentes a que puedan existir adversarios
en el camino de adquirir dicho bien. En la génesis de todo asesinato impulsivo, por
ejemplo, está este resorte natural de buscar el objeto de deseo a costa de todo, incluso del
propio bien ulterior.

No obstante, el hombre no vive absolutamente en la inmediatez que significa la vida


instintiva: el hombre, aún aquel que es anterior a la sociedad como comunidad, posee una
luz natural, la razón, que lo insta a considerar más a fondo y con más detenimiento lo que le
propone el instinto. Nos dice Mill: “The laws of nature stand opposed to the idea of
freedom as license and demonstrate the need for rational constrain rather than the
gratification of passions7” (Mill, 1994, pg. 299). En efecto, antes de la ley positiva, el
hombre conoce en su interior que debe preservar su vida y los medios para este fin, y esta
misma guía íntima le conduce a buscar la paz y a evitar ciertos comportamientos. Sin
embargo, esto no es suficiente.

El Estado basado en el principio de igualdad debe ser uno en el cuál se tenga en cuenta el
deseo de todos en la medida de lo posible, pues, si todos tienen igual capacidad natural para
desear, todos debería tener al menos cierta cantidad de medios materiales para realizarlos.
Por una parte, en el estado de naturaleza los contratos son imposibles pues, aunque dos
personas se asocien y cedan sus derechos sobre un determinado objeto para obtener un
beneficio mutuo, no existe una ley ni una autoridad común y superior a ellos que la obligue,
y el contrato quedará destruido al menos movimiento por una de las dos partes o de un
tercero que tenga interés en que dicha relación contractual se extinga.

Por otra parte, en el modo de gobierno despótico o patriarcal, los contratos se ven como
imposibles, ya que el contrato es el acuerdo del deseo de dos personas que, en su libertad,
ceden sus derechos absolutos sobre la cosa para el bien de ambos. Sin embargo, como en
este tipo de Estado (aunque en realidad este aún no lo sea) nadie es libre y los objetos no
pueden ser de la pertenencia de ningún particular salvo el amo, aunque exista una ley y una
cierta paz tensa que garantiza la no agresión, no existe el quid del contrato, el cuál es el uso
libre de la cosa sobre la cual se contrata. El contrato, que se ve necesario para mantener la
paz y para fundar la comunidad, no puede sobrevivir en estos términos.

La única salida, pues, a este estado de naturaleza y a este gobierno despótico es, sin pensar
en el anacronismo que significaría la democracia, la decisión común de todos los miembros
del conjunto de hombres de someterse unos a otros a una misma ley y a un mismo
gobernante. Si todos los deseos se contraponen, si no existe un pacto de todos con todos,
no puede existir la paz; y si ese acuerdo no es libre, en la medida en que sea objeto de
elección deliberada, sino producto de la arbitraria decisión de un hombre más fuerte que se
impuso por la violencia, tampoco se puede pensar en un Estado.

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Las leyes de la naturaleza se oponen a la idea de libertad como libertinaje, y demuestran la necesidad de
un constreñimiento racional más que la gratificación de las pasiones.
En conclusión, vemos cómo se describe la formación del Estado a partir de una clásica
oposición de antinomias. Primero está la violencia, representada por el estado de
naturaleza, donde se encuentran todos los miembros de un conjunto humano en una
constante e inmediata contradicción y, por lo tanto, en una incesante guerra, azuzada por el
miedo y la desconfianza. Luego, a partir de esta desconfianza, surge un primero que,
desconfiando de los otros, confía en su propio poder y los domine, e imponga sobre ellos
una paz negativa, donde no hay ya derecho, pero sí una ley: el imperio de aquel amo, que
es el más fuerte (y en esta fuerza incluimos la inteligencia). Ahora, finalmente, entre este
estado de naturaleza donde el derecho de cada cual se manifiesta como absoluto, y esta otra
circunstancia despótica donde no hay derecho, pues no hay libertad, nace el Estado, que no
representa ni el primer estadio ni el segundo, pero que los necesita: por un lado, las libertad
individuales, y por otro, la coerción general, ambas en una simbiosis equilibrada que no
destruya a ninguna de las dos a favor de la otra.
Referencias

- Aristóteles; Política; Editorial Gredos; Madrid; 1988.

- Hegel, Georg; Phenomenology of Spirit; Oxford University Press; New York; 1977.

- Hobbes, Thomas; Leviatán o la material, forma y poder de una república eclesiástica y


civil; Fondo de Cultura Económica; México D.F.; 1994.

- Mill, David; Hobbes’s Theories of Freedom; The Journal of Politics, Vol. 57, No. 2
(mayo, 1995), pgs. 443-459; The University of Chicago Press; Chicago.

- Mill, David; Rationality, Action and Autonomy in Hobbes’s ‘Leviathan’; Polity, Vol. 27,
No. 2 (diciembre, 1994), pgs. 285-306; The University of Chicago Press; Chicago.

- Nyquist, Mary; Hobbes, Slavery and Despotical Rule; Representations, Vol. 106, No. 1
(abril, 2009), pgs. 1-33; University of California Press; Oakland.

- Santillán, José; Hobbes y Rousseau: entre la autocracia y la democracia; Fondo de


Cultura Económica; México D.F.; 1988.

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