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Replanteamiento de la ética desde la alteridad

1. La alteridad

La alteridad es un precepto ético que guía al entendimiento para establecer la bondad o


la maldad de las acciones. Este concepto fue acuñado por el filósofo francés Emmanuel
Levinas (1906- 1995). Consiste en el reconocimiento y aceptación “del otro” (alter,
pues, significa en latín: otro). Como criterio ético fundamental exige que salgamos de
nuestra “mismidad”, rompiendo ese individualista reducto que se impone
tradicionalmente como único continente de nuestro ser, para abrir nuestro horizonte de
acciones y de pensamiento poniéndonos “en el lugar del otro”; ese otro que como ser
humano pertenece igual que yo a la humanidad.

En efecto, el hombre se ha visto desde siempre enmarcado en su propio ser. El modo de


pensar y sus acciones las ha emprendido habitualmente en vistas a la concreción
singular de sus objetivos, sus sueños, de sus ideales o metas, de sus apetitos; se ha
preocupado únicamente por su propia supervivencia, pero a tal extremo ha llegado su
egoísmo que ha caído en la negación total de la existencia del otro.

Es por ello que la falta de entendimiento de este precepto ético ha generado el esquema
perverso de injusticia y dominación. Históricamente, el hombre ha negado “al otro”, de
una manera sistemática; históricamente, el hombre ha invadido y se ha apoderado del
otro, sin conocer que la violación de los derechos básicos significa precisamente la
violación a sí mismo. Tan profundo y complejo es este concepto, que sostenemos
justamente que la propia mismidad del ser del hombre está inexorablemente
emparentada con la alteridad: somos unos-con-otros, y allí es donde empieza la
verdadera experiencia de vida moral de la humanidad.

Evidentemente, el entendimiento de este principio conlleva a sostener que la única


salida para consolidar la alteridad ética es la convivencia democrática, pacífica,
participativa y pluralista. La participación de aquel que originariamente es marginado,
de aquel que es postergado o de alguna manera “sobreentendido” al momento de
establecer acciones y políticas; el hecho de escuchar la voz del oprimido, de aquel
carenciado que ha sido inveteradamente suprimido; dejando atrás posturas mezquinas y
carentes de significado social; haciendo lugar a la creatividad y al diálogo crítico, dará
el matiz enriquecedor y traerá la justicia y la auténtica paz social para la humanidad
entera.

Desde el punto de vista económico la alteridad significa el abandono del individualismo


extremo que envuelve a las acciones emprendidas en el afán desmedido del lucro;
acciones que afectan la dignidad y la postulación del otro. Desde el punto de vista social
la alteridad implica el rechazo del etnocentrismo, la búsqueda, aceptación y
participación “en” y el otro y “para” el otro; implica, asimismo el término total de la
angustiosa marginalidad, que como frecuente vicio perpetrado por la sociedad actual ha
desembocado en verdadera miseria para el hombre. A lo que agregamos que Levinas
propone desde su teoría la llamada “alteridad erótica”; al referirse al reconocimiento y
valoración del varón y de la mujer, en plena paridad.
Sin embargo, hoy persisten algunas prácticas sociales que son continuadoras de las
estructuras de dominación. Notemos, como un primer ejemplo: que la docencia contra la
mujer en nuestro país en los últimos años parece recrudecer y tomar peculiares matices;
por lo que nos preguntamos incluso cuánto aún hay por trabajar en el campo del
reconocimiento y la valoración de los géneros. Asimismo; como una lesión a la
alteridad ética existe también en nuestra realidad nacional la lamentable práctica del
asistencialismo. El asistencialismo preconiza la ayuda urgente, la satisfacción inmediata
de ciertas necesidades materiales para los grandes sectores carenciados; sin mirar lo
trascendente: que la necesidad y la carencia atentan verdaderamente contra la plenitud y
la autorrealización en todos los sentidos humanos; no sólo en la supervivencia material,
y que las acciones para resolver el problema del otro, de ese que es igual a mí en
dignidad y derechos; deben contemplar integralmente el mejoramiento y el
reconocimiento de dignidad humana en todos los aspectos. También la alteridad en el
campo de las acciones y costumbres políticas ha sido indefectiblemente negada. Los
actos que interesan a la convivencia mundial y las decisiones tomadas en tal sentido se
han basado sistemáticamente en avasallar esa “condición de ser otro” dejando fuera de
las previsiones comunes las necesidades, carencias y visiones de los demás; las naciones
y regiones poderosas se han ocupado habitualmente en no escuchar la voz de quienes -
ellos llaman protocolarmente- son los países “hermanos”.

Por ello, cabe intentar comprender muy profundamente, desde nosotros mismos y la
realidad que vivimos, cuáles son las varias maneras en que ocurren esas negaciones; y
cómo la postergación del otro toma lugar concretándose en la vivencia diaria. El análisis
de la realidad social ha de convertirse en un saludable hábito para la crítica desde el
punto de vista de la ética; y en éste no se ha de olvidar que esa realidad social no sólo es
resultado de la coexistencia y convivencia de personas, sino también de la coexistencia
de poderes económicos, estatales, supranacionales, regionales y otros.

Lo claro y concreto es que no se puede hacer un análisis de la alteridad escindido del


estudio de la dignidad humana.

Aunque la dignidad no es fácil de definir, podemos hacer uso de una noción de ella;
describiendo su contenido: es todo aquello que hace que el hombre sea hombre y no
animal, no otro ser. Es una característica que distingue a la humanidad, debido a su
racionalidad y autodeterminación, característica que no poseen los demás seres
sensitivos. Por tanto, de suyo, el ser racional es libre, se puede autodeterminar, se
encuentra a sí mismo en una escala mayor a los demás seres de la naturaleza y en ello
consiste la dignidad.

Alteridad no existe sin dignidad. Todo aquello que atente la esencial dignidad del ser
del hombre atenta contra la alteridad; se constituye en un obstáculo para la
autodeterminación. En este punto se hace preciso recalcar que la alteridad no es una
simple empatía, una simple emoción momentánea; una simpatía pasajera por el otro. Es
tener al otro como alguien que está allí, permanentemente; un “rostro” demandante,
exigente, que irrumpe con su propio ser en mí. Es por estas razones que las visiones
parcialistas deberán ser abandonadas, el hombre por fin tiene el deber de entender que el
correcto camino es el de fraternizar y optar por los otros, para hallar la plena
realización. El hombre debe hallar el camino para que la dignidad humana sea respetada
y exaltada, universal e íntegramente y en este cometido la alteridad se impone como el
criterio ético fundamental que ha de guiar esa misión.
RESCK, Luis (2012). Ética en su dimensión individual y social. Recuperado de:
https://www.portalguarani.com/3044_luis_alfonso_resck_haiter/22293_etica_en_su_di
mension_individual_y_social_2012__por_luis_alfonso_resck_haiter.html

2. La totalidad cerrada

Los grandes sistemas filosóficos han sido producto y reflejo de una sociedad, la
sociedad occidental. Característico de dicha sociedad es su autoidentificación con el
ser, la verdad, la bondad. Desde los griegos, pasando por el Imperio Romano, la
cristiandad medieval, el Renacimiento, la modernidad, la Ilustración y el progresismo,
hasta el imperialismo industrial de nuestros días, los pueblos occidentales han formado
una Totalidad cerrada, desconociendo el derecho, la verdad y la bondad de los demás
pueblos: los bárbaros, los subdesarrollados. La Totalidad es considerada como el ser; lo
que no pertenece a ella es nada. Ella posee la revelación del Dios verdadero, que le
confiere el derecho absoluto sobre todos los demás pueblos.

Esta mentalidad autocrática, que había justificado las guerras de conquistas


helénicas y romanas, justifica luego las “guerras santas” de la cristiandad medieval y
más tarde la invasión, conquista y colonización de los “nuevos” mundos descubiertos en
América, África y Asia. Conquistar, someter, matar, destruir, esclavizar, violar, todo se
justifica, todo es “bueno”, porque beneficia a la Totalidad. La vida de “el otro” no
cuenta para nada, carece de valor y sólo lo recibe en la medida en que útil al servicio del
dominador. El dominador es la representación del yo. Todo el pensamiento de la
modernidad occidental tiene por eje al yo; ese yo que fundamentaba en Descartes el
único camino para llegar a la verdad (“yo pienso, luego existo”) y que aseguraba la
bienaventuranza al conquistador (“yo conquisto, luego me salvo” podían haber dicho el
emperador Cortés o Pizarro.

Esta actitud totalizante ha llegado hasta nuestros días. Vemos nuestra sociedad
escindida en dos: los que viven del sistema y los que son explotados por él. Hoy sigue
siendo moralmente bueno pagar el salario mínimo aunque sea un salario de hambre,
acaparar tierras y capitales aunque haya desempleo y miseria, enriquecerse mediante el
comercio de artículos de primera necesidad aunque debido a la carestía no puedan
alimentarse suficiente millones de familias campesinas y obreras. En último término
esto responde a un fenómeno tan antiguo como la humanidad: el aprovechamiento de
los débiles por parte de los poderosos. Los poderosos conforman la totalidad, ya sea
como oligarquía, como partido dictatorial, como iglesia oficial, como grupos financieros
o transnacionales, como cultura elitista, etc. Los débiles, los pobres, tienen que
someterse a los designios de la totalidad y ofrecerle sus pobres vidas sin protestar.

Esto estructura toda una ética: la justicia otorga derechos al poderosos e impone
obligaciones la pobre, la religión perdona los excesos del primero y condena los
pecados del segundo, la propiedad privada es garantía de seguridad para el que tiene y
encadenamiento a la miseria para el que no tiene, la virtud es saludable gimnasia para el
acomodado y heroísmo impracticable para el miserable. Esa es la ética refinada del
sistema al servicio de los poderosos. Contra ella se levantó hace muchos siglos una
ética de la alteridad, una ética en defensa de “los otros”, los pobres, los oprimidos. Es la
ética del judeo-cristianismo original, por cuya defensa perdieron sus vidas muchos
profetas defensores del derecho del pobre, entre ellos Jesús de Nazaret.
Hoy América Latina queremos revivir esta ética de la alteridad, porque es la única que
se ajusta al bien moral que hemos definido como la vida con dignidad para todos. Obrar
el bien hoy, entre nosotros, tiene un significado muy preciso: permitir la vida de “el
otro”. El bien moral es el “sí-al-otro”, entendido como práctica de la justicia a favor de
la vida del oprimido. Desde esta perspectiva es necesario replantear hoy toda la ética
tradicional. Y, puesto que la mayoría nos sentimos cristianos, no está demás aclarar que
la moral de nuestra sociedad oficialmente cristiana y las éticas hedonistas, utilitaristas,
idealistas y pragmáticas que la nutren nada tienen que ver con la ética-de-justicia del
cristianismo original.

3. Crítica a los diferentes modelos éticos desde la alteridad

Si comenzamos por la ética de Aristóteles, centrada en la virtud, vemos que es


elitista y clasista. Elitista porque su ideal está pensando para una aristocracia de
hombres libres, entre los cuales se encuentra el filósofo. Clasista porque acepta y
justifica como necesarias las diferencias de clase de la época, la esclavitud. Su ideal de
perfección es un ideal apropiado para la vida tranquila de los ciudadanos libres, pero
resulta totalmente inadecuado para orientar la superación de los conflictos sociales. Se
basa en la primacía de la teoría sobre la praxis, que desemboca en el desprecio del
trabajo físico y de quienes lo realizan. Reforzando así el egoísmo de clase, está reñida
con una ética de la alteridad, cuya máxima preocupación consiste en la posibilitación
concreta de una vida digna para el pobre, el explotado, el marginado.

No otra cosa le sucede al epicureismo y al utilitarismo. Buscando el individuo


su placer, su felicidad, no hay lugar para el sacrificio por el bien de los demás, sobre
todo cuando éstos son pobres y no tienen forma de recompensar el sacrificio realizado
por los acomodados. El interés por los demás, por ejemplo en la amistad, sólo se
justifica en cuanto nos produce satisfacción y felicidad. Esto revela una actitud egoísta,
de preocupación de cada uno por su propio bien, el de su familia, de su clase, de su
ciudad, de su nación. El bien del otro no cuenta. La misma ascética, el control
razonable de sí, como objetivo el logro de un placer más puro y refinado.

La ética estoica, a pesar de su humanitarismo universal, en el fondo es


individualista. Su aspiración máxima no consiste en el compromiso social, sino en la
perfección individual. La obsesión por alcanzar el completo autodominio de sí y el
ajuste de la propia vida a las leyes del devenir universal, propicia el que el individuo se
cierre sobre sí mismo y se llene de orgullo perfeccionista. La perfección no se sitúa en
el servicio al otro sino en el ordenamiento de la propia vida. El estoico es un atleta, en
permanente entrenamiento moral para alcanzar la propia perfección.

La ética platónica y neoplatónica es estrictamente individualista. Llama al


individuo a la superación mediante una rigurosa ascesis que lo llevará a la perfección
espiritual. Su práctica moral es aristocrática, reservada a algunos iniciados, y llena de
desprecio hacia las miserias en que se debate la masa de la humanidad. Por su dualismo
rechaza todo lo corpóreo y lo material. Su ideal está en la fuga del mundo, no en el
compromiso con sus miserias en cuantas limitaciones materiales que deben ser
superadas.
La ética kantiana se halla reforzadas las tendencias a centrar al individuo sobre
sí mismo. El yo, representado por la voluntad autónoma, se constituye en árbitro y juez
de la vida moral. Se cae así en el voluntarismo y el formalismo moral: no importa el
resultado de la acción, sino la intención que “yo” tengo al hacerla; no importa el
contenido de la acción, sino su formalidad. Es el estilo moral de la burguesía: orden,
ley, puntualidad, reglamento, buenas costumbres. El otro, el pobre, la masa miserable,
queda por fuera de esta moral, ya que nunca será capaz de cumplir sus máximas
estrictas, las angustias vitales de la miseria no dejan espacio para la reflexión sobre las
exigencias formales del deber.

Sin duda, la máxima formulación de una ética contraria al sentido de la alteridad


se encuentra en la ética nietzscheana del superhombre. La voluntad del poder justifica
directamente la opresión del otro, en tanto en cuanto éste obstaculiza el logro de mi
propósito. Una moral de alteridad resulta absurda para quién ve en los necesitados no
unos hombres con dignidad a quienes hay que ayudar, sino un rebaño de esclavos
infelices a quienes los hombres superiores deben explotar. Es ésta a moral clasista y
racista por excelencia, que puede llegar a justificar las mayores aberraciones, como lo
demostró el nazismo.

El marxismo se mueve en un profundo sentido de la alteridad. Todo él se


resuelve en un esfuerzo por liberar al otro, el explotado y oprimido, de la alienación en
que lo mantiene el sistema. Sin embargo, en la práctica, el comunismo real se ha
convertido en una nueva Totalidad, a veces más excluyente y represiva que la Totalidad
capitalista contra la que se levantó. Preocupado sobre todo por el bienestar material de
la colectividad, cuya vocería asume dictatorialmente la élite dirigente, puede llegar a
reducir el hombre a una pieza o elemento productivo del todo social, el cual dispone de
su vida a su antojo. La singularidad de la vida personal pasa a un segundo plano y
consiguientemente se distorsiona el verdadero sentido de la alteridad, tanto inmanente
como trascendente. La ética axiológica brinda la posibilidad de comprender con mayor
claridad el fenómeno social de la moral y las motivaciones del comportamiento, tanto en
los individuos como en los grupos. Por esa razón en la próxima unidad analizaremos el
concepto de valor, como uno de los elementos claves de la actividad moral. Ahora bien,
lo importante no es la formalidad de los valores, sino su materialidad, el contenido
existencial o vivencial que encierra cada uno. Podemos estar todos a favor de valores
como la justicia, la libertad, la paz, etc., y, sin embargo, entender sus exigencias en
forma tan diferente que no podamos llegar a un acuerdo sobre ellas. Ahí reside la
deficiencia que encontramos en la ética axiológica.

Algo similar sucede con el aporte de las éticas dialógicas. Por el hecho de destacar el
valor del diálogo y el consenso como única forma válida para hallar normas morales de
valor universal respetando la autonomía de las personas, han llamado positivamente la
atención de las sociedades contemporáneas tanto desarrolladas como subdesarrolladas,
que tiene un vivo sentido de la democracia. Pero quienes vivimos en estas últimas
somos más conscientes de que es completamente utópico pensar en la realización
histórica de la comunidad ideal de comunicación. Las desigualdades sociales son tan
extremas y los intereses económicos que las generan están tan bien protegidos por el
sistema que resulta imposible por la vía del diálogo y el consenso implantar normas de
comportamiento basadas en la justicia exigida por los sectores oprimidos. Por ello la
ética de la liberación parece no poder aceptar sus planteamientos tal como son
propuestos en Europa.
Tomado de:

GUATO, Guillermo (2014). Etica de la Persona. Compilación. Quito: Universidad Politécnica


Salesiana-Area de Razón y Fe.

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