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[81] Leopoldo (sus trabajos) Ufanamente, casi con orgullo, Leopoldo Ralén empujé la puerta giratoria y efectué por enésima vez su triunfal entrada en la biblioteca. Recorrié las mesas, con un amplio y cansado vistazo, en busca de un lugar cémodo y tranquilo; saludé a dos 0 tres conocidos con su resig- nado gesto habitual de «pues bien, aqui me tienen de nuevo en la tarea», y avanz6 sin prisa, seguro de si mismo, abriéndose paso por medio de repetidos «con permiso, con permiso», que sus labios no pronunciaban, pero que eran faciles de adivinar en su expresién amable y conciliadora. Tuvo la fortuna de encontrar su lugar preferido. Le gustaba sentarse frente a la puerta de calle, lo que le ofrecia la oportunidad de hacer un descanso en sus fatigosas investigaciones cada vez que entraba una persona. Cuando ésta era del género femeni- no, Leopoldo dejaba momentdneamente el libro y se dedicaba a observarla con su penetracién de costumbre, con esa mirada Ilena del brillo que da la inteligencia alerta. A Leopoldo le gustaban los cuerpos bien formados; pero no era éste el principal motivo de su observacién. Lo movian razones literarias. Esté bien leer mucho, estudiar con ahinco, se decia con frecuencia: pero observar a [82] las personas le sirve més a un escritor que la lectura de los mejores libros. El autor que se olvide de esto esta perdido. La cantina, la calle, las oficinas publicas, rebosan de estimulos literarios. Se podria por ejemplo, escribir un 58 cuento sobre la forma que tienen algunas personas de llegar a una biblioteca, o sobre su modo de pedir un libro, 0 sobre la manera de sentarse de algunas mujeres. Estaba convencido de que podia escribir- se un cuento sobre cualquier cosa. Habia descubierto (y tomado certeras notas sobre ello) que los mejores cuentos, y aun las mejores novelas, estan basados en hechos triviales, en acontecimientos cotidia- nos y sin importancia aparente. El estilo, cierta gracia para hacer resaltar los detalles, lo era todo. La obra superaba a la materia. No cabia duda, el mejor escritor era el que de un asunto baladi hacia una obra maestra, un objeto de arte perdurable. «El escritor —dijo una tarde en el café— que més se parece a Dios, el ms grande creador, es don Juan Valera: no dice absolutamente nada. De esa nada ha creado una docena de libros.» Lo habia dicho por casualidad, casi sin sentirlo. Pero esta frase hizo reir a sus amigos y confirmé con ella su fama de ingenioso. Por su parte, Leopoldo tomé nota de aquellas memorables palabras y esperé la oportunidad para usarlas en un cuento. Dejé sus papeles sobre la mesa. Una vez asegurado de que nadie se atreveria a usurpar sus derechos, se levanté y dirigié sus pasos hacia la bi-[83]bliotecaria. Tomé una boleta. Extrajo con elegancia del bolsillo su fiel estilografica y con su mejor letra, con lentitud cuidadosa, escribié: E-42-326. Katz, David. Animales y hombres. Leopoldo Ralén. Estudiante. 32 afios. Desde hacia ocho se venia quitando dos. Desde hacia ocho ya no era estudiante. 59 Poco después Leopoldo estaba otra vez sentado, con el libro abier- to por el indice, en busca del capitulo relativo a los perros. Varias hojas de papel blanco y su estilogréfica esperaban impacientes sobre la mesa el momento de registrar cualquier dato de interés, Leopoldo era un escritor minucioso, implacable consigo mismo. A partir de los diecisiete afios habia concedido todo su tiempo a las letras. Durante todo el dia su pensamiento estaba fijo en la literatura. Su mente trabajaba con intensidad y nunca se dejé vencer por el suefio antes de las diez y media, Leopoldo adolecia, sin embargo, de un defecto: no le gustaba escribir. Leia, tomaba notas, observaba, asistia a ciclos de conferencias, criticaba acerbamente el deplorable castellano que se usa en los periddicos, resolvia arduos crucigramas como ejerci- cio (0 como descanso) mental; sélo tenia amigos escritores, pensaba, hablaba, comfa y dormia como escritor; pero era presa de un profundo terror cuando se trataba de tomar la pluma. A pesar de que su mas firme ilusién consistia en llegar a ser un escritor famoso, fue poster- gando el momento de lograrlo con las excusas clasicas, a saber: prime- ro hay que vivir, [84] antes se necesita haberlo leido todo, Cervantes escribié el Quijote a una edad avanzada, sin experiencias no hay artista, y otras por el estilo. Hasta los diecisiete afios no habia pensado en ser un creador. Su vocacién le vino mas bien de fuera. Lo obligaron las circunstancias. Leopoldo rememoré cémo habia sido la cosa y pens6 que hasta podia escribirse un cuento. Por unos instantes distrajo su atencién del libro de Katz. 60

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