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escritor, sin el cual no existiría.

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escritor, un editor, una correctora, un técnico en digitalización,
una diseñadora web, un webmaster y un productor.

Si lo piratea, ya sabe a quién roba.

Si nos roba, mejor no nos lea. No va a entenderlo.

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Miguel Ángel Molfino
(foto de Mauro Machuca)

Nacido en Buenos Aires en


1949, Miguel Ángel Molfino
es periodista, publicista y
escritor. En su juventud fue
redactor del diario Norte y
fue corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires. Durante la
última dictadura militar estuvo preso y sufrió la pérdida de tres
miembros de su núcleo familiar, madre, hermana y cuñado. En los años
80 colaboró en las revistas El Porteño y Crisis. Ganó el premio Crisis
de cuento con su relato El simple arte de besar (1986). Fue asimismo,
miembro del Consejo Editorial de la revista Puro Cuento que dirigiera
Mempo Giardinelli. Sus narraciones fueron reunidas en antologías de
cuentos en Argentina, México, Brasil, Perú y Alemania. En la
actualidad es colaborador de Norte, donde los domingos publica su
columna Versiones y per-versiones, y además participa con notas en
Página/12, Miradas al Sur, El argentino.com, la revista Cuna, entre
otras. Después de publicar crónicas, cuentos, relatos y poemas,
Monstruos perfectos es su primera novela.

Obras:

Versiones y Per versiones (1986); Nueve Cuentos Nuevos (1987); El


mismo viejo ruido (1994); Prosas Escogidas (2006); Un Libro Raro
(2007); La Mágica Aldea del Crepúsculo (2009); Monstruos perfectos
(2010).

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Miguel Ángel Molfino

Y colorín, colorado, tu vida ha terminado

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A mi Madre, Noemí Esther Giannetti de Molfino, asesinada por
sicarios del Plan Cóndor.

A mi hermana Marcela y a mi cuñado, Guillermo Amarilla,


detenidos-desaparecidos.

A Ana Testa, compañera y amiga que sobrevivió a los horrores de


la ESMA.

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4 de abril de 1976,11:00 hs. PM, Buenos Aires.

—Me muero de ganas de fumar.

—Se empaña… casi no se ve… Esto me tiene las bolas rotas.

—¿Querés un chicle?

—No.

—Desempañá con este trapo.

—Es peor, el parabrisas va a quedar negro de mugre.

—Son las once y el pescado sin vender…¡Qué manera de


tronar..!

—Y de llover!... Anoche no te vi. ¿Estuviste de franco?

—Ma qué franco, ma qué franco, chupamos (1) a dos por Villa
Martelli y cuando los estábamos acomodando en Capucha (2), los
pidió el ejército, me cago en Dió, y se los tuvimos que
llevar…Volví a las cuatro, cagado de frío, mojado hasta el ojete,
me cago en Dió… ¡relámpagos de mierda!

—Ahora está haciendo frío… Ah, che, anoche apareció el


Coara (3)…

—…

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—Llegó y lo levantó en peso al Lobo Acosta… Los gritos se
escuchaban hasta en Ezeiza… Parece que se le quedó en la
máquina la hija del cónsul sueco…

—¿Y…?

—Esperá, esperá un cacho, después te la sigo, porque ahí viene…


Aquella es, ¿la ves?... Llegó la diversión…

—¿Cuál?… ¿Esa, la del vestido verde?

—No, boludo, la de camperita roja y caperuza, la morocha que


va hacia la casa… La que lleva la bolsa y el paraguas negro.

—¿Cómo hacés para ver con esta lluvia? Y encima de noche…

—Hago tiro nocturno… Te digo que sirve para todo, hasta para…

—Aquí Lobo… Atención timón 1 y timón 2… Blanco en camino,


repito, blanco en camino… No actuar hasta orden de Lobo,
entramos en fase 2… ¡Cambio y fuera!

—¡Comprendido, cambio y fuera!

—¡Cuidado, pelotudo, no me apuntés! ¡Bajá el fierro, se lo ve a


una cuadra!

—¡Pará, tagarna, aflojá!

—¡Shhh!

—Está pasando justo por acá…

—¡Shhhh!

—Lobo a Timón 1 y 2, atención, entramos en fase 3 y 4,


prepararse para operar… ¿Comprendido? ¡Cambio!

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—¡Afirmativo, Lobo! ¡Cambio!

—Dejen que llegue a la casa y entren, repito, dejen que llegue a


la casa y entren… ¡Cambio!

—Afirmativo, Lobo ¡Cambio!

—Lobo a Timón 1 y 2. Cuando el blanco esté adentro, irrumpir,


irrumpir… No queremos tiros, insisto, no queremos tiros, fase 4
en progreso, final en progreso, ¡cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera, Lobo!

—¿Dónde está Timón 2?

—En la furgoneta, una cuadra atrás nuestro… Llevá vos la


granada…

—Está buena la subversiva… Mirá qué culito tiene…

—Ahora ves, hijo de puta, ¿eh?

—Aquí Lobo, blanco está abriendo la puerta… Según plan de


operaciones, Timón 1 primero… Timón 2 después… ¡Vamos!
¡Vamos! ¡Está adentro! ¡Ya la reduje! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Entren!

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Horas antes.

—Hola Nona…

—¿Quién habla?

—Yo, Gaby, soy Gaby, Nona…

—No te escucho bien, nena, hablá más alto. Andan mal los
teléfonos, ¿Estás en la calle?

—¡QUE SOY GAABYY! ¿Me escuchás ahora?

—Sí, querida, ¿cómo andás mijita? Vivo con el corazón en la


boca con vos… ¿Estás bien?

—Muy bien, ¿y vos? ¿Cómo anda todo en la casa? ¿Todo


tranquilo?

—Pero si yo vivo sola, Gaby, ¿cómo no voy a estar tranquila?

—¿Nadie preguntó por mí, un tipo, una tipa, ves autos


estacionados cerca de tu casa?

—Noo, ¿por?

—Por nada, Nonita linda. ¿Me invitás a almorzar? Estoy por


Gerli, en un rato te caigo.

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—Dale, nena, ¿qué querés que te prepare?

—Ay, mi amor, cualquier cosa, si vos cocinás mejor que Doña


Petrona.

—¡Ya sé! ¡Unas milanesitas de peceto! ¿Te gustaría?

—¡Uy! Bárbaro, Nona, ¿puede ser con puré de zapallo?

—Claro, mijita, claro…

—Bueno, Nona, corto y llego enseguida, ¿sí? Te quiero, beso,


chau.

—Vos cuidate…

Colgó. Temblaba frente al teléfono público. Cuando escuchó los


bramidos de hierro quedó tiesa como una liebre encandilada.

Los carriers verde-oliva pasaban rechinando sus orugas


marcianas, armados hasta los dientes, erizados de soldados
camuflados. Traían la jactancia de la peor de las muertes.

Aparecieron por la calle Carabelas y dieron vuelta en la esquina


con Florencio Varela. Primero se escucharon los motores sordos y
pesados enredados en el parloteo arañado de los walkies-talkies.
Después, la masa de acero verde-oliva encaró la calle como si
avanzara para devorarla. El pavimento y las vidrieras cimbraban.

Una mujer y un niño huyeron hacia dentro de una casa celeste. En


la penumbra antigua de un bar, tres viejos tomaban caña y
jugaban dominó, se detuvieron y alzaron sus ojitos acuosos. Uno
de ellos dijo por lo bajo: Viva Perón. Sonrieron apenas, uno de
ellos guiñó un ojo. Siguieron con su juego mientras pasaba un
carrier y los barría la mirada blindada de un oficial que iba de pie,

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junto a una ametralladora antiaérea puesta al ras, a la altura de un
hombre de estatura media.

De un carrier a otro corría un grandote de bigotes cuarteleros, la


cara pintada con betún, anteojos negros, de boina roja, gritando
palabras incomprensibles a los artilleros.

Gaby empezó a caminar en dirección de los Siete Puentes. Se


encontraba a una docena de cuadras. Era cuestión de caminar
lento, como si fuera una veinteañera que regresa a su casa para
almorzar. Debajo de su campera roja, enfundada en el jean y a la
altura del riñón derecho, le pesaba una Bersa calibre 22. Dentro
del bolsillo izquierdo de la campera, en un estuchecito de madera
balsa, llevaba una pastilla de cianuro.

—Qué cara traés, Gaby, dijo la abuela al abrir la puerta–. Parece


que viste al diablo…

—Más o menos –dijo y le dio un beso.

El olor de las milanesas fritas llegaba hasta la acera. Entraron.

—No te enojás, Nona, si te dejo ni bien termine de comer. Tengo


que hacer mil cosas…

—No, querida, no. Ayudame a poner la mesa… usá el mantelito


de margaritas, el nuevo. ¿Y tu novio?

—¿Tony? Tuvo que viajar de urgencia…

—Ay, chicos, déjense de joder con la política. Tu abuelo siempre


decía que la política te arruina el alma… Las servilletas están en
el segundo cajón.

—¿Puedo dormir aquí esta noche? Cuando no está Tony me

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agarra el cagazo. ¿Estas servilletas?

—Sí, ésas. Claro, Gaby, cómo no vas a poder dormir en la casa de


tu abuelita. Vení temprano, está anunciada lluvia. Ya cambió el
viento.

—Voy a llegar medio tarde, como a las once. ¿Qué mirás, Nona?

—A vos. Con esa camperita te parecés a Caperucita Roja.

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4 de abril de 1976, 20:00 hs. PM., Buenos Aires.

Los dos tipos cruzaron el pequeño jardín aplastando los rosales y


se detuvieron frente a la puerta del chalecito prefabricado de
madera. Lloviznaba un agua fría y amarga. Los truenos
reventaban cercanos. Un helicóptero pasó por encima de ellos.
Portaba un potente reflector. La luz batía casa por casa, manzana
por manzana.

El más alto, el rubio, el que parecía el jefe, tenía unas espaldas


anchas y cargadas de jugador de rugby. El otro, atlético y
delgado, podía ser imaginado vestido de boxeador, bailoteando y
tirando jabs sobre un ring. Había un timbre simpático pero el
rubio alto prefirió golpear la puerta.

Cuando abrió, la Nona, al ver el par de hombres de traje, sintió un


feo dolor en el estómago, como una náusea.

—¿Usted es la abuela de Gaby Rizzi? –dijo el rubio alto.

—Sí, soy la abuela… ¿ Y usted, quién es?

—El Lobo.

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4 de abril de 1976, 23:25 hs.PM, Buenos Aires.

Los dos tipos del grupo Timón 1, entraron a la vivienda armados


con un FAL y una Uzi. Gaby estaba grogui en el piso, sangraba
de la nariz y se le hinchaba progresivamente el ojo izquierdo. Un
silbido desgarrado le nacía de los pulmones, como si le hubieran
hecho papilla los bronquios.

Minutos después, los tres marinos del Timón 2 ya habían


ingresado. Revolvían la pequeña biblioteca, los placares,
revoleaban las bombachas y corpiños de la anciana, papeles,
cartas, rompían jarrones, vaciaban alhajeros; arrasaban con la
alacena, volteaban tarros de café, el arroz, fideos, salsas, en
silencio, al mando de la mirada azul del Ángel Artiz, el del
aspecto de boxeador welter.

El rubio alto, el Lobo Acosta, en la sala, interrogaba en voz baja y


dura a Gaby. Sobre la mesita del teléfono se veía la Bersa 22 y la
pastilla de cianuro que traía consigo la muchacha.

—¿Qué hizo de mi abuela? ¿Dónde está?

—Ya no está. Me la comí.

—¿Qué?

—Carne vieja, carne dura, un asco.

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Agitado, con un libro en la mano, uno de los Timón 2 hizo una
entrada dramática en la sala.

—¡Jefe! ¡Mire lo que tenían entre los libros! ¡El Principito!

El Lobo cabeceó lentamente hacia los costados, miró a la ya


desfigurada Gaby.

—Así que te gusta Saint Exupéry…

Gaby no podía creer lo que estaba sucediendo. Tuvo un eructo de


sangre.

El Lobo se irguió, tomó el libro, con un ademán echó al marino


de la sala, empezó a hojearlo, caminando, sin mirarla. Gaby
sangraba por la boca.

—¿Qué querían meter en la cabeza de la gente con esta pelotudez


de que hay un elefante dentro de un sombrero?

Hizo un silencio. Lo único que se oía era el silbido desgarrado de


los pulmones de Gaby.

—¿Enseñaban a infiltrarse? –prendió un cigarrillo–. Lo esencial


es invisible a los ojos, ¿no? Ustedes son una mierda, manga de
zurdos hijos de puta… ¿Y qué significan los baobabs? ¡Hablá,
puta de mierda!

La patada le hizo crujir el pómulo izquierdo. Gaby gemía y las


piernas, sólo las piernas, entraron en convulsión.

—¡Grupo! ¡Atención!–gritó el Lobo– Nos retiramos. La llevamos


a la Escuela.

—¿Y la abuela? –dijo Ortíz.

—A la Escuela, para que también aprenda. Hay que tabicarla (4),


no hay que enterar a la turra ésta que la vieja está viva.

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10 días después. Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).

El Lobo Acosta taconeaba rumbo a la puerta 6. Vestía de fajina,


un mameluco verde oliva de piloto naval. Unas manchas de
sangre le condecoraban el pecho y las mangas. Un cartel presidía
el largo pasillo festoneado de puertas blancas, numeradas y
cerradas. El cartel decía: Avenida de la Felicidad.

De las puertas blancas, numeradas y cerradas salían alaridos


inhumanos. Una borrasca de alaridos. Los berridos desesperantes
de un bebé rebotaban en el pasillo. A esos cuartos los llamaban
camarotes y estaban repletos de chupados. Y de agentes de la
marina torturándolos. Aquello era un infierno. Se notaba. No sólo
por los gritos, sino también por los intermitentes bajones de las
luces del pasillo. Las picanas eléctricas estaban trabajando a
destajo.

Lobo entró al camarote 6. El olor era inmundo, olía a sangre, y a


carne humana quemada, hacía un calor húmedo. Cuatro marinos
vestidos con delantales de carnicero, empapados de sangre, se
cuadraron ante la llegada del alto oficial.

—¡Continuad! –gritó Lobo.

—¡Voy a hacer continuar, mi Capitán de Corbeta!

Sobre una plancha de piedra rugosa yacía un muchacho flaco, de

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rostro desencajado, desnudo y adelgazado por hambre. De la
cintura para abajo estaba sucio de su propia materia fecal. Parecía
tener un brote de varicela pero eran las huellas de los picanazos.
Mostraba una herida profunda en el vientre, de unos quince
centímetros de largo. Cada vez que respiraba, se hinchaba una
burbuja de sangre.

—Hola Tony… Mi querido Tony Molina… ¿Te acordás de mí?

—Sí, usted es Lobo –respondió en un hilo de voz.

—¿Sabés que a dos puertas de aquí tenemos a tu caperucita roja?


Ya nos hizo saltar los tapones dos veces.

Los ojos flacos de Tony se llenaron lentamente de lágrimas.

—Ya te cantó… ¿Por qué no cantás vos también, pedazo de


boludo? Cantás y ya no te jodemos más…

—Yo sé que me estoy muriendo…

—¡Pero qué tipo negativo me salió este oficial montonero! Ella


me habló de un tal Petete… ¿Quién es ese Petete? ¿Es el Pony
Alzaga? ¿Adónde podemos encontrarlo para invitarlo a tomar el
té?

—…

—¿Querés verla a tu caperucita?

Tony, llorando en silencio, haciendo flotar su burbuja de sangre


del vientre, asintió con la cabeza. Miró al Lobo como
agradeciéndole pero una tormenta de rabia le borró la piedad.

Mirando a sus subordinados, les ordenó.

—¡Sigan!

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Se acercó al oído de uno de ellos y murmuró

—Ábranlo en canal pero no lo maten. Tiene reserva en el avión


que sale el jueves.

Lobo se marchó con un portazo. El subordinado tomó un sable


bayoneta de una de las mesas enrojecidas.

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ESMA, Sección Pecera (5). Mismo día.

Díaz Zurlo, Mario

Verón, Liliana Elsa

Molina, Tony

Robaina, María Elena

Mateo, Fidel

Sessa, Ubaldo

Arce, Alina

Zucker, Berta Lifchitz de

Zucker, Aarón

Loiácono, Héctor Manuel

Lauroni, Enzo

Almirón, Mónica

Amahad, Tomás Guillermo

Rollano, Marcela Esther

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Torrealba, Hugo Alberto

Méndez, Juan Martín

Lynch, Ernesto

Bellotti, Giussepe

Thompson, Herman

Veronesi, Orlando Luis

Berdullas, María Irene Vaena de

Lobo se paró a espaldas del Traidor Lauletta que anotaba los


nombres con dedicación.

—Che, Lauletta, todos ésos no te van a entrar en el Hércules.

—Sí, entran, señor.

—¿Cuántos más tenés para el jueves?

—Y… A ver… Unos seis más.

—¿Quién te dio la lista?

—Sérpico, el nuevo de Inteligencia.

—Antes de entregársela, pasámela, que voy a meter un par más.


Cuando ando caliente, caliente, me dan ganas de llenar el
Hércules. Tengo ganas de coger, Lauletta, y vos no me gustás.

Lauletta se rió con discreción. Le tenía pánico al Lobo Acosta.

El Traidor recordó por unos segundos cómo había ingresado a


Montoneros. No quería recordar cómo se entregó, ni a cuántos

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entregó, ni a cuántos compañeros torturó y mató con sus propias
manos.

Suspiró. Creyó que era un tipo afortunado. O por lo menos, un


tipo con vida.

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Mismo día. ESMA, Avenida de la Felicidad.

La puerta 4 se abrió y empezaron a sacarla entre dos marinos.


Gaby no podía sostenerse sola, se quejaba. Los ojos vendados y
desnuda, el cuerpo hinchado por la electricidad, sangrando desde
donde pocas horas antes había tenido los pezones, parecía un
atormentado animal capturado por cazadores monstruosos.

De pronto, entró al pasillo el Ángel Artiz. Venía corriendo y a los


gritos. Traía un Magnum 44 en una de sus manos.

Más allá de la entrada, se oían órdenes nerviosas, ruidos de


correajes, armas y motores de camiones Unimog. El aire se
impregnó del ácido que destila el miedo. Entre la vocinglería del
zafarrancho, también se oía la voz inconfundible de un loro.

—¡Entren a esa prisionera, entren a esa prisionera! ¡Hay un


ingreso! ¿Qué camarote está desocupado? ¡Llegan siete, son siete
los que traemos! –Gritaba Artiz.

—¡Jefe! ¡Están todos ocupados! –Respondió uno de los marinos


que ya estaba entrando a Gaby al camarote 4.

—¡Carajo! Entonces ¿¡cuál es el menos lleno!?

—¡El 8, jefe! Allí están interrogando sólo a un tipo.

—¡Vamos al 8, Grupo! ¡Mierda, esto ya parece el Sheraton!

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Empezaron a entrar a la Avenida de la Felicidad, encapuchados,
esposados a la espalda y arreados por marinos de civil, los nuevos
prisioneros. Uno venía perdiendo sangre.

—¡Jefe! ¿Qué hacemos con el loro? –Gritó uno de los operativos.

—¡Traigan al loro también, ya que estamos! –Dijo Artiz.

Cerrando la caravana de secuestrados, pasó corriendo un


marinero de uniforme con un loro que chillaba en sus manos.

Minutos después, dando pasos enfurecidos, llegó el Lobo Acosta


al camarote 8. Se lo veía frenético. No podía creer que su gente
anduviera secuestrando pajarracos por Buenos Aires.

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Mismo día. ESMA. Avenida de la Felicidad, Camarote 6.

Creyó que había quedado ciega. Cuando le quitaron la venda,


Gaby se aterró: sólo veía siluetas vagas y amarillentas. La venda
mugrienta y permanente le había infectado los ojos. Con un trapo
enjabonado le quitaron las lagañas endurecidas y el pus. Fue
entonces cuando vio. Apagó un grito y no pudo llorar. Casi se
desplomó. Los marinos vestidos de carniceros le alcanzaron una
silla y la sentaron.

Allí estaba Tony, agonizando. Le habían abierto todo el abdomen


y la burbuja de sangre ahora era enorme. Se le podían ver los
órganos. Sangraba poco ya. Sus ojos sonrieron con una alegría
triste al ver a Gaby. Alcanzó a silabear

—¿Aquí te dicen Caperucita?

—Te amo, siempre te voy a amar, Tony, por favor, vida mía,
hablá, hablá, por el amor de Dios –Gaby, llorando.

—Aguante, compañera… –murmuró y la vida se le fue por los


ojos, de golpe.

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Mismo día. ESMA. Diálogo entre dos guardias en capucha.

—Hoy dos cagaron la fruta.

—¿Quiénes?

—El del camarote 6 y un loro.

—¿Cómo, un loro?

—Sí, un loro…Cayó una casa, se chuparon a los tipos y al loro


que tenían… Le metieron un picanazo y chau loro.

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26 de abril de 1976. ESMA. Día de traslado. Madrugada.
Casino de oficiales.

Las noches previas a los traslados de prisioneros, el Lobo Acosta


no dormía. Se encerraba en el comedor de oficiales y escuchaba
óperas por Radio Nacional. Adoraba especialmente Don
Giovanni, era lo único de Mozart que lo emocionaba. Después,
prefería Wagner y el aria Nessun Dorma de la ópera Turandot de
Puccini.

A veces pedía que le trajeran a Ruth. El Lobo había fusilado al


marido con su propia pistola en el camarote 3, meses antes. Y se
lo hizo saber a Ruth. La había mandado llamar y que le quitaran
la venda. Le dijo: Ya sos viuda, acabo de meterle un balazo en la
nuca a tu marido. Ahora podremos coger tranquilos sin que nada
ni nadie nos moleste.

Ese era el Lobo.

Ruth poseía una belleza pálida, definitivamente mortificada.


Cantaba muy bien acompañándose con la guitarra. Era del Chaco
pero había sido chupada en Berisso. Militando, había sido una
montonera pesada –según la inteligencia naval–, y el Lobo la
obligaba a cantar mientras cenaba. La sentaba en una silla a tres o
cuatro metros de su mesa y bajaba las luces hasta la penumbra.
En esas ocasiones, la prohibición de entrar al salón era tajante.
Sólo se escuchaba la voz y la guitarra de Ruth en la soledad

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profunda del comedor decorado con cierto prusiano refinamiento.
Ella cantaba y los cubiertos de plata, al tocar la vajilla Limoges,
solían hendir el aire taciturno. Provocar esa humillación le
producía un raro placer al Lobo.

Siempre había querido cogerla. Pero jamás pudo. Ya desnuda y


tirada en la habitación del Casino de Oficiales, Ruth, la severa y
altiva mirada de Ruth, lo reducía a la impotencia. Entonces la
echaba y ordenaba que le volvieran a ponerle la capucha y la
encerraran. Ya solo, le sobrevenía una erección y se masturbaba
plañendo el nombre de la prisionera.

Eran las dos de la mañana y repasaba una y otra vez la lista de los
prisioneros que serían arrojados al mar esa misma madrugada.
Tomó una birome y agregó un nombre: Rizzi, Gabriela. Se detuvo
unos segundos jugando con la birome y como si lo divirtiera,
anotó entre paréntesis (Caperucita) y sonrió. Se echó hacia atrás
como quien aprecia una pintura y juntando las manos hizo tronar
sus dedos. Prendió un cigarrillo y llamó a su ayudante que hacía
guardia en la puerta. Le pidió que retirara los restos de la cena.
Había empezado a oír los movimientos y los ruidos metálicos que
despertaban para iniciar el traslado.

Apagó el cigarrillo y levantó el volumen de la radio en el instante


en que un tenor parecía abrir con su voz, las puertas y los
inciensos negros del horror.

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26 de abril de 1976. 4:45 AM. Brigada Aérea del Palomar,
Buenos Aires.

Desde el hangar del Área Restringida y a pesar de la densa


oscuridad de la madrugada, podía distinguirse la silueta del
corpulento C-130 Hércules que cargaría en su enorme buche más
de 30 detenidos rumbo al mar. Las turbohélices ya estaban en
marcha. Un viento arrachado cruzaba la pista, enfriándola. Las
luces de la Base, lejanas y viscosas de neblina, contribuían a
crear una sensación de irrealidad, de otro mundo, vacío y sin
alma.

Dentro del hangar, voces y órdenes se amplificaban en las chapas


combadas del techo. Entraba y salía un Jeep. Una ambulancia
estacionada fuera del hangar arrancó de pronto y se llevó a los
dos médicos que doparon a los cautivos. Del Jeep bajó un
sacerdote.

El Lobo Acosta, acompañado del Ángel Artiz, perniabierto y los


brazos en jarra, vestido de combate, las manos enfundadas en
guantes de cuero negro, pedía a los gritos más rapidez en la
descarga de los prisioneros, ya atontados por la inyección de
Pentotal (6). Esa pose se la había visto de niño a Maximilian
Schell en una película de nazis. Y tal vez fue esa postura, entre
tantas otras cosas, la que lo llevó, años más tarde, al Liceo Naval
y a su feroz carrera militar.

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A medida que los bajaban, los introducían a un microbús y los
sentaban como si fueran muñecos. Vestida con un pijama de
hombre, Gaby fue acomodada de un golpe y se zarandeó hacia
adelante. Al hamacarse, dopada como estaba, alcanzó a ver a su
abuela dormida y babeante, amarrada a tres asientos del suyo.
Gaby quiso llamarla, nombrarla, pero no podía pronunciar más
que ruidos guturales. Imaginó que todo sería muy diferente
cuando las alojaran en el penal de Rawson, como le habían dicho.
Se sintió aliviada. No sabía que su Nona había estado cautiva
todo ese tiempo Su alivio nacía de la convicción de que dejaban,
atrás y para siempre, la Escuela de Mecánica de la Armada.

La rampa del enorme avión ya se hallaba baja. El microbús


estacionó a pocos metros. Y comenzaron los marinos a cargar los
cuerpos cada vez más dopados de los cautivos.

A medida de que los arrojaban al interior del avión, los dejaban


tirados en el piso de metal y goma. Apenas se movían. Algunos
lloriqueaban como niñitos, otros gemían. Cuando ya todos los
chupados estaban apilados en el piso, ingresaron una larga caja de
madera barata. El Lobo Acosta caminó hacia ella, sorteando con
zancadas los cuerpos de los prisioneros. Ubicó a Gaby, la tomó de
las axilas y la arrastró hasta esa especie de cajón. El Lobo levantó
la tapa y los ojos de Gaby se llevaron por delante el rostro
hinchado y muerto de Tony. Los ojos abiertos parecían de cera.

—Quiso viajar con vos –sonrió el Lobo mientras acariciaba el


cabello sucio, endurecido, de Tony.

Gaby quería gritarle, escupirle, pero el Pentotal ya estaba en todo


su cuerpo, como el rápido veneno de una cascabel. Antes de
entrar en un sopor más profundo, pensó que ese vuelo que
estaban por emprender era uno de los vuelos de la muerte de los
que tanto se rumoreaban en la ESMA.

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12
Minutos después. En vuelo.

Turbulencia. El Hércules se zarandeaba y sacudía a los cuerpos


inermes de los detenidos. El Lobo viajaba en la cabina, de pie,
apoyando sus brazos en el respaldo de la butaca del comandante
del vuelo, un tal capitán Scilingo. A medida de que se adentraban
al mar, la turbulencia se diluía. Avanzando entre las nubes gordas
y espumosas, el sol era una moneda de fuego. Amanecía. El Lobo
Acosta miró su reloj y dijo ya es hora. Scilingo lo miró por
encima de su hombro, dijo OK, bajó unas perillas del tablero
frontal, rebajó el joystick lateral, apretó otras de las botoneras del
techo y el Hércules comenzó a perder altura.

Paso de IFR a VFR, radió Scilingo. Una respuesta ronca y corta


le respondió desde la Base.

El Lobo salió de la cabina y se encontró con el Ángel Artiz.

—Todo listo, Jefe

El ruido dentro del avión era ensordecedor. El Lobo ordenó bajar


la rampa de cola.

—Espero que estos hijos de puta no aparezcan después en las


playas de Uruguay.

—Esta vez no, Jefe, tomamos rumbo nordeste y dejamos muy


atrás el Río de la Plata.

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Al abrirse, los vientos helados de altura inundaron el interior del
fuselaje. El Ángel Artiz levantó su mano derecha y mostró los
cinco dedos a un grupo de marinos que ya se encontraban junto a
la pila de los cuerpos drogados.

El fuerte viento hacía difícil la tarea de levantarlos. Hasta que se


vio cómo salía volando el primero de los detenidos. Planeó
blando como si no tuviera huesos, después se perdió de vista
entre las nubes bajas.

El Lobo se acercó hasta el cuerpo dormido de Gaby.

La levantó tomándola del cabello y la arrastró hasta el borde de la


rampa desde donde un cabo de prefectura acababa de arrojar al
mar a la abuela de Gaby y a un muchacho que no tendría más de
diecisiete años

Ya en el borde, el Lobo se le acercó al oído.

—Chau, Caperucita…

De una patada en la espalda la empujó. Su cuerpo ascendió unos


metros, entró en un tirabuzón de aire y de golpe, bruscamente,
cayó recta. Las nubes la envolvieron y desapareció.

—Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado –dijo el Lobo


Acosta y bostezó.

El Ángel Artiz estiró una sonrisa muy parecida a un tajo.

Dos años después, mientras participaba de una partida de caza en


un coto de ciervos patagónicos en San Martín de los Andes, un
cazador furtivo mató al Lobo Acosta, atravesándole el cuello con
un proyectil 243, al confundirlo con un animal.

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NOTAS:

(1) Chupado: Secuestrado, en la jerga de la dictadura militar argentina


(1976-1983)

(2) Capucha: Después de ser torturados, los detenidos desaparecidos eran


alojados en un lugar del altillo de la ESMA llamado Capucha hasta que se
definiera el destino final de cada uno de ellos. En ese purgatorio, eran
mantenidos con capuchas de tela cubriéndoles las cabezas.

(3) COARA: Sigla y nombre de guerra utilizado por el jefe de la Armada,


Emilio Eduardo Massera, dueño y señor del campo de exterminio de la
ESMA. La sigla correspondía a «COmandante de la ARmada Argentina».

(4) Tabicar: Acción de compartimentar físicamente a un detenido mediante


una venda o capucha. También significa aislar a un cautivo de determinadas
informaciones.

(5) La Pecera era una serie de pequeñas oficinas, unidas por un pasillo
central. Allí se hallaba el archivo de prensa y la biblioteca. En ese lugar
«trabajaban» los detenidos-desaparecidos que, por diferentes razones
(colaboración, profesión, etc.) sobrevivían lejos de las amenazas de traslados
o vuelos de la muerte.

(6) Pentotal: es una droga derivada del Acido Barbitúrico. Es una sustancia
hipnótica que también fue utilizada en los interrogatorios de los detenidos, ya
que actúa deprimiendo la actividad superior cortical, lo cual anula la voluntad
y deja fluir la «verdad» que oculta un individuo. Los represores marinos lo
llamaban pentonaval.

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