Está en la página 1de 1

ESTETICA MURAKAMI FRAGMENTO DE LA MUERTE DEL COMENDADOR

Para mí, era una atmósfera nueva, un lugar donde se intensificaban mis ganas de ponerme a
pintar de nuevo. El estímulo era tal que sentía como un dolor sordo, y, además, disponía de un
tiempo casi ilimitado. No me veía obligado a pintar retratos insulsos para ganarme la vida, ni debía
prepararle la cena a mi mujer antes de que volviera del trabajo (cocinar nunca me había supuesto
un sacrificio, pero no por ello dejaba de ser una obligación). No solo me había librado de cocinar.
Me había ganado el derecho a no hacer nada, a morir de inanición si me apetecía. Mi libertad no
tenía límites. Podía hacer lo que quisiera, sin la más mínima restricción. Sin embargo, fui incapaz
de pintar nada. Me quedaba plantado frente al lienzo en blanco durante horas y horas
contemplándolo y no se me ocurría ni la más mínima idea que pudiera empezar a plasmar allí. No
sabía por dónde empezar, no encontraba un hilo del que tirar. Simplemente estaba allí, en aquel
espacio vacío y sin decorar, como un escritor que se ha quedado sin palabras, como un músico que
ha perdido su instrumento. Nunca había experimentado esa sensación. Hasta entonces, cuando
me enfrentaba al lienzo, mi espíritu se alejaba enseguida del mundo más cotidiano y siempre se
me ocurría algo. A veces eran ideas útiles, con cierta sustancia. Otras, simples delirios, pero
siempre me venía algo a la cabeza. Me quedaba con lo más conveniente, lo trasladaba al lienzo y
me servía de la intuición para desarrollarlo. Trabajaba así, guiado por una especie de
automatismo. Sin embargo, en ese momento seguía sin encontrar el punto de partida. Por muchas
ganas que tuviera de pintar, por mucho que sintiera un cosquilleo en el pecho, era imprescindible
algo concreto para poder comenzar.

También podría gustarte