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Literatura comprometida

Roberto González Echevarría


Ensayo
Es un lugar común digno de repetirse decir que la única literatura comprometida, en el sentido de ser
combativa, crítica y válida, es la que se escribe desde la oposición, jamás desde el poder, o la que se
escribe en el fragor mismo del combate, como la que surgió durante la guerra civil en España. A esa
guerra debemos algunas de las obras maestras del arte político del siglo veinte, como Guernica de
Picasso, y conocidos poemarios de Neruda y Vallejo. A la Revolución Mexicana debemos una gran
novela como Los de abajo, de Mariano Azuela, y a la guerra civil norteamericana The Red Badge of
Courage, de Stephen Crane, y así sucesivamente. Pero una vez que combatientes o simples opositores
se instalan en el poder la calidad de sus obras decae drásticamente, como si poder y creación fuesen
mutuamente excluyentes. Convertidos en burócratas y comisarios, los mediocres esgrimen doctrinas
para reprimir a los mejores, a los que no se someten a la regla, mientras que los mejores salen al exilio.
El compromiso es ahora con el poder, no con el arte.

En América Latina el conocido proceso que acabo de describir es frecuente porque los escritores son
más vulnerables que en otras sociedades a ser cooptados por los gobiernos. Poquísimos artistas
latinoamericanos tienen medios de subsistencia propios y el trabajo de que son capaces, salvo si logran
conseguir algún empleo en los medios de comunicación o el periodismo, no tiene remuneración
suficiente para poder vivir. Por lo tanto, la única forma de ganarse la vida es en puestos
gubernamentales, que van desde la enseñanza hasta la diplomacia, pasando por todos los niveles de la
burocracia estatal. Esto los convierte en dóciles víctimas de un conformismo con frecuencia abyecto,
cuando no se erigen, sin más, en voceros de la ideología dominante y panegiristas de caudillos de cuyo
beneplácito depende el pan de cada día. Aunque lo anterior se da en mayor o menor grado en
prácticamente todos los países latinoamericanos, en ninguno de manera tan implacable como en la
Cuba totalitaria de Fidel Castro. El caso de Cuba debía ser aleccionador para el resto de la América
Latina, por eso conviene repasarlo.

Casi cincuenta años de propaganda denigrando la Cuba precastrista no han logrado borrar un hecho
innegable: la calidad de la literatura cubana de 1959 para acá ha sufrido un bajón enorme en
comparación con la de la Cuba republicana. Hagamos un recuento selectivo de escritores mayores que
llegaron ya formados a 1959: Alejo Carpentier, Lidia Cabrera, José Lezama Lima, Nicolás Guillén,
Fernando Ortiz, Virgilio Piñera, Juan Marinello, Raúl Roa y, paremos aquí, Eliseo Diego. Añadamos a
esa lista los que venían ya casi hechos a ese año y publicaron sus obras más significativas en la década
de los sesenta: Reinaldo Arenas, Miguel Barnet, Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey y, para ser
severos dejémoslo aquí, Severo Sarduy. Cruel sería hacer una lista de los surgidos plenamente dentro
del proceso de burocratización estalinista, o los que se plegaron a él, para compararla con las
anteriores. Conozco a muchos de esos escritores personalmente y prefiero no ofenderlos (aunque
algunos se lo merecen), así que no voy a nombrarlos. Ellos saben quiénes son y también qué valen. El
único en descollar en el nuevo ambiente fue Antonio Benítez Rojo, pero éste tuvo que exilarse en 1980
para poder continuar su obra. Entre los demás, ha habido alguno que otro que ha dado una obra de
cierto interés, y que parecía prometer cosas mejores, pero no hay ninguno que se pueda comparar con
las figuras antes mencionadas, dignas todas de ser incluidas en cualquier antología exigente de la
literatura latinoamericana, y algunas que son parte ya de la literatura universal.
El triturador proceso cultural y político que nos ha traído a esta infeliz situación es fácil de describir
porque se rige por un precepto muy simple: la fidelidad (valga la palabra) al régimen es lo que
determina la publicación y circulación de una obra y la supervivencia de su autor. Ésta, no la calidad, es
lo que consigue prebendas y privilegios, algunos tan elementales como poder salir del país a recibir
algún reconocimiento. La sumisión hace posible la subsistencia. En la Cuba postrevolucionaria el
premio literario más sincero ha sido la persecución política. El caso de Arenas es el más notorio, pero
no el único. A Arenas se le persiguió, bajo el pretexto de su homosexualismo, porque sus relatos y
novelas eran infinitamente superiores a los de los burócratas que detentaban el poder. Mientras que
Arenas ocultaba sus manuscritos de los agentes de seguridad del estado, poemarios, novelas y
colecciones de relatos de los comisarios se publicaban y distribuían gratuitamente en Cuba y en el
extranjero, sobre todo en América Latina. Tenía que ser así porque ni regalados se han leído esos libros,
a pesar de los oscuros premios que sus autores se hacen dar por amigos y adeptos al régimen cubano
cuando la coyuntura es propicia, como lo fue en la Nicaragua sandinista. Me temo que pronto habrá
cosecha de premios venezolanos para estos “autores” cubanos. Antes, durante las dictaduras de Pérez
Jiménez y Batista, el intercambio de escritores entre Cuba y Venezuela (Carpentier y Gallegos) era de
mucho mejor nivel.

En Cuba, a la literatura “revolucionaria,” es decir a favor del régimen y por lo tanto todo menos eso, se
le consideró comprometida. Así se formuló desde el principio con la tristemente célebre consigna del
Máximo Líder: “dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada.” La lapidaria frase, pétrea
y petrificante en su esencia misma, quería decir simplemente “conmigo todo, contra mí nada.” Solícitos
comisarios se encargaron de hacer el comentario y desglose de las palabras del mesiánico orador,
dándole como era de esperar un sesgo estalinista. Se promovió el realismo socialista y la literatura de
propaganda, y se persiguió y encarceló a Heberto Padilla por un poemario desencantado de las
maravillas de la nueva Cuba.

Pero la censura y las recetas fueron aplicadas de forma selectiva, obedeciendo al principio de fidelidad
antes mencionado. Carpentier, que se sometió a todas las reglas del juego, y medró con ello, no se
plegó al mandato de escribir literatura “comprometida” o afín al realismo socialista y, salvo algún
regaño de Marinello, nadie se lo tuvo a mal. Su obra siguió por los mismos cauces que antes, se publicó
en el extranjero en lucrativas ediciones, y también en Cuba. ¿Qué tenían de realismo socialista o
literatura comprometida novelas como Concierto barroco, El arpa y la sombra, El recurso del método
o El derecho de asilo? Nada. Carpentier siguió tan barroco como siempre. Cuando al final de su vida,
en un acto que tuvo más de senil que de sumiso (aunque puedo equivocarme), se propuso escribir la
novela de la revolución, le salió La consagración de la primavera, un engendro que tuvo muy mala
recepción y que no alcanzó, tan siquiera, traducción al inglés. Pero Carpentier pudo campear por sus
barrocos fueros hasta el final, mientras que otros escritores, como el propio Lezama, sufrían un
ostracismo y hostigamiento que han sido ampliamente documentados, y Paradiso necesitó el permiso
del propio Fidel Castro para ser publicada. De todos modos, ambos Carpentier y Lezama, sobre todo el
último gozan del respeto y la admiración de los jóvenes escritores cubanos dentro y fuera de la isla, y
nadie se acuerda, sino para maldecirlos, de los comisarios culturales que empobrecieron con su
resentimiento de escritores fracasados la literatura cubana.

Es cierto que Carpentier se tuvo que pagar de su bolsillo las ediciones de El reino de este mundo (1949)
y Los pasos perdidos (1953), en una época cuando la literatura latinoamericana no estaba muy cotizada,
y en Cuba, y Venezuela, donde residía, se publicaban muy pocas novelas. Pero tuvo la libertad de
escribirlas como le dio la gana y de negociar traducciones en Francia y Estados Unidos que le trajeron
premios y reconocimientos muy merecidos que lo convirtieron en una figura de relieve internacional.
Un escritor cubano residente en la isla no tiene esa libertad, y si logra publicar fuera y descollar, tiene
que temerle a la jauría de burócratas envidiosos que lo hostigarán, como está pasando con Antonio José
Ponte, expulsado de la Unión de Escritores, y Abilio Estévez, que ha tenido que optar, como tantos
otros, por el exilio. Sin criterios de calidad independientes de las ideologías manipuladas por los
burócratas culturales que protegen sus privilegios la literatura cubana seguirá sumida en la
mediocridad. Son los gajes de la literatura “comprometida” erigida en política estatal.

Pero el envilecimiento ha descendido a niveles insospechados. Durante la crisis provocada por el niño
náufrago Elián González, varios “poetas” fueron llamados a escribir poemas sobre él y a declamarlos
por televisión. Algunos de mis amigos, no sé si por miedo o porque la abyección es contagiosa en un
ambiente represivo, comparecieron ante las cámaras y recitaron sus porquerías. ¿Lo habrán hecho sin
sentirse humillados y ridículos? Pero ha habido cosas peores. Tengo noticia de por lo menos dos
escritores que han sido miembros del Consejo de Estado, organismo que dócilmente ratifica fallos
jurídicos, inclusive las condenas a la pena capital. Varias sentencias de muerte, tal vez la de los tres
jóvenes negros que intentaron secuestrar un trasbordador hace tres años para escapar de la isla, ostentan
firmas muy conocidas en círculos culturales. No creo que se hayan registrado jamás actos más viles en
la historia de la literatura latinoamericana.

¿Se repetirá el caso de Cuba? Ojalá que no.

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