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Ningún evento concreto determina el fin de la antigüedad y el inicio de la edad media: ni el

saqueo de Roma por los godos dirigidos por Alarico I en el 410, ni el derrocamiento
de Rómulo Augústulo (último emperador romano de Occidente) fueron sucesos que sus
contemporáneos consideraran iniciadores de una nueva época.

La culminación a finales del siglo V de una serie de procesos de larga duración, entre
ellos la grave dislocación económica y las invasiones y asentamiento de los pueblos
germanos en el Imperio romano, hizo cambiar la faz de Europa. Durante los siguientes
300 años Europa occidental mantuvo una cultura primitiva aunque instalada sobre la
compleja y elaborada cultura del Imperio romano, que nunca llegó a perderse u olvidarse
por completo.

La Edad Media no nace, sino que "se hace" a consecuencia de todo un largo y lento
proceso que se extiende por espacio de cinco siglos y que provoca cambios enormes a
todos los niveles de una forma muy profunda que incluso repercutirán hasta estos días.
Podemos considerar que ese proceso empieza con la crisis del siglo III, vinculada a los
problemas de reproducción inherentes al modo de producción esclavista, que necesitaba
una expansión imperial continua que ya no se producía tras la fijación del limes romano.

Posiblemente también confluyeran factores climáticos para la sucesión de malas


cosechas y epidemias; y de un modo mucho más evidente las primeras invasiones
germánicas y sublevaciones campesinas (bagaudas), en un periodo en que se suceden
muchos breves y trágicos mandatos imperiales. Desde Caracalla la ciudadanía romana
estaba extendida a todos los hombres libres del Imperio, muestra de que tal condición,
antes tan codiciada, había dejado de ser atractiva. El Bajo Imperio adquiere un aspecto
cada vez más medieval desde principios del siglo IV con las reformas de Diocleciano:
difuminación de las diferencias entre los esclavos, cada vez más escasos, y los colonos,
campesinos libres, pero sujetos a condiciones cada vez mayores de servidumbre, que
pierden la libertad de cambiar de domicilio, teniendo que trabajar siempre la misma tierra;
herencia obligatoria de cargos públicos -antes disputados en reñidas elecciones- y oficios
artesanales, sometidos a colegiación -precedente de los gremios-, todo para evitar la
evasión fiscal y la despoblación de las ciudades, cuyo papel de centro de consumo y de
comercio y de articulación de las zonas rurales cada vez es menos importante.

Al menos, las reformas consiguen mantener el edificio institucional romano, aunque no sin
intensificar la ruralización y aristocratización (pasos claros hacia el feudalismo), sobre
todo en Occidente, que queda desvinculado de Oriente con la partición del Imperio. Otro
cambio decisivo fue la implantación del cristianismo como nueva religión oficial por el
Edicto de Tesalónica de Teodosio I el Grande (380) precedido por el Edicto de Milán (313)
con el que Constantino I el Grande recompensó a los hasta entonces subversivos por su
providencialista ayuda en la Batalla del Puente Milvio (312), junto con otras presuntas
cesiones más temporales cuya fraudulenta reclamación (Pseudo-donación de
Constantino) fue una constante de los Estados Pontificios durante toda la Edad Media,
incluso tras la evidencia de su refutación por el humanista Lorenzo Valla 1440.

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