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DE DESCARTES A FREUD.

LA CIENCIA Y EL SUJETO

1. El saber y la causa

La idea de que el saber existe se postula como efecto del previo reconocimiento de que
los fenómenos responden a un orden, esto es, que el acaecimiento de ellos no obedece al
mero azar. Orden implica estabilidad, de ahí que la contemplación del cielo nocturno puede
considerarse el paradigma del acto por medio del cual se constatan permanencias. Por
medio de ese acto, desde épocas inmemoriales los hombres han registrado las
modificaciones anuales del cielo así como el movimiento de los planetas. De este modo
buscaron confirmar que la estabilidad que se puede apreciar en los objetos percibidos no
podría existir sino porque estos son soportados por algo que, más que una cosa tiene que se
pensado como un sujeto. El pensamiento mismo tiene necesidad de sostener la existencia de
alguien que, después de haber creado el orden, se preocupe por mantenerlo como tal.

La noción de orden conduce a plantear una distinción entre los objetos percibidos
fenoménicamente -como puntos luminosos por ejemplo- y las relaciones entre ellos. Estas
carecen del estatuto de fenómenos percibidos, es decir, de la misma cualidad de evidencias
empíricas que estos poseen. Con esta distinción puede surgir el concepto de causa,
concepto que es el correlato de la convicción de que hay regularidad en el acaecimiento de
los fenómenos. A la causa se le asignará un lugar; así va a nacer la noción de saber, que no
se revela directamente al observador de los fenómenos pero es supuesto a éstos como
inherente a su aparición. El saber es saber de la causa, en el sentido de que está sabe lo que
hace, que está informada; ahí donde se sostiene que existe causa está implícito el hecho de
que hay saber inherente a la regularidad de los fenómenos observables.

Aquí puede situarse el fundamento para sostener la existencia de la divinidad pues el


rasgo que define al dios, así como a lo sagrado que lo caracteriza, es estar separado del
mundo, a salvo del cambio, la corrupción, el caos. Ahora bien, separación respecto del
mundo fenoménico es justamente lo que distingue a la causa y al saber que ella contiene,
saber de la relación entre cosas, de la concatenación entre objetos, saber que es supuesto en
otro lugar que el de las cosas y los acontecimientos.

El saber es de relaciones y relación implica ciertas necesidades lógicas, tal como es


posible advertir si se toma el ejemplo más sencillo de la concatenación de dos elementos
cualesquiera. Si postulo una relación -conocida o no- entre dos elementos que denomino a
y b, produzco en ese momento algo nuevo que no es solamente el agregado de a y b, sino
lo que se puede llamar conjunto (a, b). En la teoría de conjuntos, para pasar del simple
agregado de letras a y b al conjunto parentizado (a, b) es preciso incluir el conjunto vacío
. Esto significa que hay que agregar algo a a y a b para significar su ligazón. Pero este
algo no es una cosa: en teoría de conjuntos es un acto de escritura que se llama conjunto
vacío. No es una cosa porque si lo que permite ligar a con b fuera algo del mismo registro
que éstas, tendría un nuevo agregado: a, b y x, pero no el conjunto (a, b) que contiene una
relación. Quiere decir que lo que permite pasar de un simple agregado de elementos a
aquello que puede designarse un cuerpo -término que denota una unidad interna y un
orden-, no es algo que se suma a los objetos de la percepción, no es del orden de lo

1
sensible. Todo el problema consiste en concebir ese algo que no añade nada al agregado de
objetos pero que lo ordena como unidad, algo que no está en el observador pues al
postularse un saber que preside el orden, lo fenoménico va a depender de otra cosa que de
él.

El lazo que hace la unidad del agregado está esencialmente fuera del mundo empírico y
de quien lo observa. Es por esto que los dioses pueden aparecer como figuras dominantes
de este exterior y ofrecerse como lugares privilegiados donde colocar ese saber creador y
ordenador. No debe adjudicarse a algún tipo de carencia en el pensamiento de nuestros
ancestros lejanos que el saber -entendido como relación de orden entre los fenómenos- se
fuera considerado en el comienzo patrimonio de los dioses. Hay, por el contrario, una
lógica muy consistente detrás de esta idea, una lógica que podría expresarse más o menos
así: si el saber carece de toda sustancia, será necesario entonces suponerle un sujeto que lo
soporta como condición básica para darle consistencia.

La mitología ilustra claramente esa primitiva localización del saber que se considera
patrimonio exclusivo de dioses. Estos, muy celosos de los privilegios que les otorga esa
posesión, lo niegan a los seres humanos quienes no tendrán así otro camino para acceder a
él que robarles ese tesoro tan preciado por ser en sí mismo promesa de orden y eternidad.
La mayor parte de las mitologías presenta la figura del héroe -Prometeo sería su paradigma-
que realiza ese acto prodigioso por medio de la fuerza, la astucia, o también el pacto con el
diablo -como en el caso de Fausto- por medio del cual ese invaluable saber divino deviene
de manera parcial patrimonio de los hombres. Claro que el robo no es el único medio
posible: la religión muestra otra posibilidad al afirmar que Dios, en su infinita bondad,
otorga a los hombres el don de su saber bajo la forma de la revelación. De todos modos, ya
se acceda a él por el robo o por la revelación, lo que caracteriza en primera instancia al
saber es que, ante todo, es asunto de dioses.

Una lectura psicoanalítica de esta mitología asociada al saber permite advertir que el
mundo de las causas, es decir, de las relaciones entre las cosas, es pensado de entrada como
un espacio que se encuentra en otro lugar, el lugar de lo sagrado, y que sólo en un segundo
momento el saber de ese mundo desciende por diversos medios para formar parte de la vida
de los hombres. En este sentido, la mitología presenta una concepción del conocimiento
que es la denominada clásica cuyo principio fundamental es la suposición de
una complementariedad: complementariedad entre el mundo de los hombres y el de los
dioses, entre el de los fenómenos y el de las causas, entre significante y significado. Cada
uno de estos elementos poseería un conjunto de rasgos que se definen como el exacto
complemento de los que se atribuyen al término que se le opone. De este modo cada uno de
ellos ejerce sobre su opuesto una atracción que tiende hacia la fusión armónica de ambos.

Tal idea de complementariedad es característica común de las teorías del conocimiento


denominadas clásicas. En ellas el conocimiento es presentado como una relación que
vincula a dos instancias, sujeto y objeto, considerados entidades simétricas que se enlazan
entre si de manera natural. La mutua atracción que asegura el perfecto ajuste de uno con
otro no resulta sino la reproducción en este campo de esa otra relación universalmente
considerada como de pleno complemento: la que liga al hombre con la mujer. Se ha
entendido, en efecto, a lo largo de los siglos, que los sexos son términos opuestos y a la vez

2
complementarios, asignándoseles a cada uno de ellos un conjunto de rasgos que constituyen
la inversión perfectamente simétrica de los que se les asigna al otro; de modo que todo
conocimiento -comenzando por el célebre conocimiento bíblico- aparece como una
variedad de la relación sexual que se considera como existente, como el resultado del
vínculo armónico que puede establecerse según condiciones predeterminadas, entre el
sujeto que conoce y el objeto de conocimiento. Alma y cuerpo, forma y materia, esencia y
apariencia, causa y efecto, no son sino los nombres diferentes con los que a través de la
historia se han designado al principio macho y al principio hembra, que se estima pueden
acceder a una mítica complementariedad.

Esta idea del conocimiento dominó durante muchos siglos hasta la aparición en el siglo
XVII -con Galileo y Descartes- de la ciencia moderna. Esta vino a establecer un punto de
ruptura con las teorías del conocimiento porque surgió a partir la impugnación categórica
de cualquier posibilidad de existencia de una connaturalidad entre sujeto y objeto: la tesis
básica que postula la ciencia moderna es la de la ausencia de objeto de conocimiento ya
dado con el cual el sujeto pueda vincularse de manera complementaria. El objeto de la
ciencia no es algo que ya esté ahí a la espera de un sujeto que se apropie cognoscitivamente
de el; ante todo, es un objeto que ella va a construir.

2. Descartes y el sujeto de la ciencia

La ciencia moderna nace como física-matemática en el siglo XVII a partir de los


desarrollos de Galileo. Su efecto inmediato es el cuestionamiento de la idea de
complementariedad sujeto-objeto vigente hasta entonces. Lo novedoso que se produce con
Galileo es la reducción de la naturaleza a un conjunto de relaciones matemáticas por medio
de la construcción de objetos científicos que son elementos desprovistos en sí mismos en
designificación pero que se combinan entre sí para construir un sistema coherente.
Desaparece así la cuestión del significado y con esto queda rota la armonía atribuida hasta
ese momento a la pareja significante-significado. También desaparece el objeto como
sustancia o referente inequívoco del cual "se trata": los objetos sólo se definirán por
integrar la red significante del discurso de la ciencia, no poseerán entonces otra “sustancia”
que la de constituir una pura creación matemática.

La noción misma de saber cambia radicalmente, pues si los objetos de la ciencia son
construcciones matemáticas, ya no es posible seguir considerándolo como el retorno de
verdades externas existentes desde siempre en otro lugar. El acto inaugural de la ciencia es
la instauración de un divorcio tajante entre el registro del saber y el de la verdad; ésta
pierde el carácter de eterna e inmutable que se le adjudicaba para reducirse, en el campo
científico, a la dimensión de elemento puramente formal que califica una proposición.

La matematización constituye entonces un acontecimiento histórico trascendental en


tanto desliga el funcionamiento del significante con respecto al significado. Las letras
minúsculas del álgebra que elabora Descartes carecen de significado, se basan en un puro
juego significante. Consecuencia de esto es que el lugar asignado a la causa se modifica,
deja de ser trascendente el discurso de la ciencia para localizarse en el interior mismo de su
sistema. La física moderna puede considerarse el paradigma de esta nueva posición que

3
consiste en un abandono del empirismo aristotélico dominante hasta entonces para pasar,
como dice Koyré, a "un predominio de la razón sobre la simple experiencia, (de) la
sustitución por modelos ideales (matemáticos) de una realidad empíricamente conocida,
(de) la primacía de la teoría sobre los hechos".1 Y la razón de este pasaje puede encontrarse
en “la convicción profunda de que las matemáticas son más que un medio formal de
ordenar los hechos, (…) son la clave misma de la comprensión de la naturaleza.”2

De aquí surgirá el concepto de ley, inherente a la ciencia moderna y definido como


relación matemática. La ley de inercia, principio fundamental de la física, que es modelo a
su vez del modo en que la ciencia crea sus objetos, consiste en una construcción teórica y
no es posible entenderla como constatación empírica. Su enunciado es muy sencillo: un
cuerpo abandonado a sí mismo permanece en su estado de reposo o de movimiento tanto
tiempo como este estado no esté sometido a la acción de una fuerza exterior cualquiera o,
dicho de otro modo, un cuerpo en reposo permanecerá eternamente así a menos que sea
puesto en movimiento, de la misma manera que un cuerpo en movimiento continuará
moviéndose y se mantendrá en su movimiento rectilíneo y uniforme hasta que alguna
fuerza exterior le impida hacerlo. Pero este principio fundamental establecido por Galileo
no se deriva de la experiencia ni de la observación ya que un movimiento de este tipo es
absolutamente imposible y no puede producirse más que en el vacío. Se trata entonces de
un principio puramente teórico, fundado en la idea de que “el libro de la naturaleza está
escrito en caracteres geométricos”, postulado rector de la obra de Galileo. En el discurso de
la ciencia, el mundo de la experiencia cotidiana es sustituido por un mundo geométrico, ese
que se observa por ejemplo en las letras minúsculas del álgebra de Descartes, que son la
elaboración de un conjunto de condiciones teóricas en las cuales la experiencia debe ser
inscrita. También absolutamente teórica es la formulación galileana del movimiento como
un fenómeno que persiste en sí y por sí sin exigir ninguna causa trascendente que de cuenta
de esa persistencia.

En la base de la nueva ciencia está entonces el pensamiento y no la experiencia y la


percepción de los sentidos. El objeto es pura creación del discurso matemático, creación
formal que marca el fin de todo aquel simbolismo imaginario previamente adjudicado a la
naturaleza. Esta deja de ser el sujeto que se expresa para todo aquél que sabe ver u oír en
las profundidades porque el punto de partida de la ciencia moderna es el supuesto de que
existen en el mundo significantes que se organizan, que responden a leyes pero que no
expresan de manera directa un significado y, por lo tanto tampoco son la expresión de un
sujeto, llámese Dios, naturaleza o mundo. Desaparece así la idea de un “alma del mundo”
que sería el complemento armónico del cuerpo por medio del cual se manifestaría. El
discurso de la ciencia aparta al alma del mundo, apartamiento encarnado en la filosofía de
Descartes en su elaboración de aquello que se puede denominar sujeto de la ciencia. Este
sujeto que surge con Descartes se presenta como aquello que necesariamente debe quedar
excluido, rechazado de la ciencia, para constituirse de este modo en la condición de
existencia de un discurso consistente que será el sistema simbólico de esta última.

Se puede afirmar que este sujeto de la ciencia aparece en la producción esencial que

1
A. Koyré: Estudios de historia del pensamiento científico, México, Siglo XXI, 1978, p.71.
2
Ibíd. p. 70.

4
realizó Descartes, el cogito, es decir, el yo pienso. Con este cogito, Descartes traza un
límite, delimita un irrepresentable al que la ciencia sólo puede contornear, un
irrepresentable que viene a hacer efectiva la separación entre el registro del saber -saber del
objeto del que se ocupa la ciencia- y el de la verdad, entendida como verdad del sujeto. Esta
verdad del sujeto puede definirse como un imposible, un vacío que es de lo indecible, límite
interno de todo saber que sólo puede adoptar la forma discursiva. En el sistema de
Descartes la verdad irrepresentable es identificada con el Dios que, localizándose como
Dios veraz en ese punto de desvanecimiento del saber, es la garantía última del mismo. Este
Dios es el sujeto supuesto al saber, sostén del saber colocado en el punto en que éste no lo
dice todo, el sujeto que está completamente separado del saber y es ala vez su soporte
último e irreductible.

Es conocida la forma en que Descartes arriba al cogito. El punto de partida es la


recurrencia a la duda como método, lo que implica un cuestionamiento de la experiencia
como fuente de origen de los conocimientos. Pero la duda metódica es también el camino
que conduce al vaciamiento de la esfera psíquica, del universo de representaciones, de todo
lo que forma parte del registro de lo imaginario. Este vaciamiento deja finalmente un
residuo: cogito, ergo sum (pienso, luego yo soy): el célebre cogito cartesiano no se debe
interpretar, como es frecuente, en el sentido de la identidad del yo consigo mismo, sino
como la producción de un resto irreductible que surge como resultado de esa operación de
vaciamiento. Descartes funda así un sujeto completamente despojado de representaciones,
cualidades, propiedades; un sujeto que no es más que un punto evanescente,
desustancializado. Su método constituye una operación de vaciamiento del ser en el cogito,
porque en el momento en que es posible afirmar cogito-sum (yo pienso-yo soy) el sujeto
está despojado de toda representación para no ser más que ese instante puntual en que
pensamiento y ser hacen uno en el vacío de las representaciones.

Este sujeto cartesiano aparece así como agujero o carencia, como aquello que hace falta
(en ambos sentidos) en el conjunto de representaciones. Por esto, desde el punto de vista
estructural, es el agente del discurso de la ciencia, el lugar del vacío, de la hiancia en el
saber, de la cual la ciencia nada querrá saber pues el saber que ella produce tiene como
condición la previa exclusión del sujeto así considerado. El saber reflexivo queda disociado
de la verdad que será precisamente aquello de lo que nada se querrá saber porque nada es
posible saber, es decir, el punto mítico en que significante y significado harían uno, ese
punto que las teorías del conocimiento -de ahí su naturaleza mítica- encuentran
constantemente. Para el discurso científico, en cambio, la condición de existencia es la
imposible reunión de saber y verdad, por ello su búsqueda de elaborar una
formalización integral de la experiencia que permita realizar una sutura allí. Es la causa del
rechazo del sujeto fuera de su campo en tanto la presencia de éste se identifica con la
hiancia que hace fracasar la empresa de suturación. El sujeto rechazado se convierte así en
el correlato inevitable del discurso de la ciencia, en su soporte indispensable, porque este
discurso se construye en el orden puramente significante -el de las letras minúsculas con las
que opera el álgebra de Descartes por ejemplo-, lo que implica de manera inevitable la
producción del agujero que es efecto del significante. En este sentido, el yo de la certeza, el
yo pienso (cogito) de Descartes no viene sino a rellenar el lugar de este agujero de lo
irrepresentable. Ahora bien, la existencia de éste último reabre necesariamente la
posibilidad de la duda y es precisamente frente a esta situación inevitable que no queda a

5
Descartes otro recurso que instalar en ese lugar la única garantía posible: el gran Otro
divino, el Dios no engañoso, sujeto-supuesto-saber, única instancia que asegura resultados
confiables en la manipulación de esas letras minúsculas que inventa.

Con Descartes emerge así el sujeto de la ciencia, sujeto que surge en el sitio de ese resto
irreductible a toda formalización. Pero al mismo tiempo que emerge es rechazado de ella
para constituirse en el término excluido, el elemento que ex-siste para dar consistencia al
sistema, pues la consistencia de todo sistema depende siempre de la exclusión de uno que al
ser rechazado al exterior deja un lugar vacío que permite la circulación de los otros. En el
sistema significante de la ciencia uno debe ex-sistir para que los otros consistan y este uno
es el sujeto que coincide con ese vacío mismo. Esto explica por qué la ciencia se funda
como una “ideología de la supresión del sujeto”,3 como un discurso sin sujeto, un discurso
“objetivo” (aunque no descriptivo, confusión muy frecuente), discurso que no es de un
sujeto sino del sujeto-supuesto-saber.

Este sujeto que la ciencia rechaza para constituirse, es el que va a retornar casi tres
siglos después de Descartes en la obra de Freud. El sujeto que adviene con este último, el
sujeto del inconsciente que es efecto de la puesta en relación de dos significantes, no es otro
que ese sujeto del cogito cartesiano. Es, por lo tanto, un sujeto que tiene la misma
consistencia que el conjunto vacío de la teoría de conjuntos, un sujeto que, como lo afirma
Lacan, no es otro que el sujeto de la ciencia.

3. Descartes y Freud: ciencia y certeza

“El sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la
ciencia“.4 La afirmación de Lacan es rotunda y la tesis que pone de manifiesto es que el
sujeto del psicoanálisis no es otro que aquél que surgió en Occidente en el siglo XVII bajo
el nombre de cogito cartesiano. El advenimiento de este sujeto ha sido, históricamente, la
condición para que Freud descubriera la existencia del inconsciente porque el único sujeto
del campo psicoanalítico es el del cogito, ese sujeto cartesiano cuyo nacimiento es crucial
pues provoca una ruptura categórica entre toda concepción de la subjetividad inherente a la
psicología y la que viene a formular el psicoanálisis.

Para la psicología el sujeto sigue siendo aún ese sustrato subyacente que la misma
etimología del término indica, es decir, el sub-jectum, lo que yace debajo, el upokeimenon
de los griegos. Se trata entonces de algo primero, previo al significante y poseedor de una
identidad permanente. En un segundo momento este sujeto podrá expresarse por medio del
significante. Han sido diversos, a lo largo de la historia, los términos que en psicología
designan a ese sustrato: psyché, el alma (que da el nombre a esta disciplina), la conciencia,
el sujeto de las profundidades de Jung, el conjunto de reacciones de los conductistas;
términos diversos que aluden a la misma sustancia subyacente, que indican que, más allá
de las divergencias, la misma idea es compartida por las diversas psicologías, la de que hay

3
J. Lacan: Radiofonía, en Radiofonía y televisión, Barcelona, Anagrama, 1977. p. 62.
4
J. Lacan: La science et la veritée. En Ecrits. Paris, Seuil,1966, p. [J. Lacan: Escritos 2,
México, Siglo XXI, 1995, p. 837.

6
un sustrato invariante que está allí antes y debajo de los fenómenos "psíquicos".

Descartes es el primero en la historia que rompe con esta ontología de la subjetividad


siempre obstinada por dar consistencia a un ser designado como psique. La tesis cartesiana
indica con claridad que el sujeto no está ahí primero para “expresarse" en un segundo
momento por medio de los significantes. Para Descartes, por el contrario, primero hay
pensamientos, representaciones y el sujeto viene a surgir de la puesta en juego de éstas.
Cogito, ergo sum indica que el sujeto es efecto del significante y no a la inversa. Hay una
ruptura con toda psicología de la subjetividad provocada por la búsqueda de un método, de
un camino hacia algo seguro; un método que no puede partir de otra cosa que la duda, la
puesta en duda del significante mismo en su capacidad para decir la verdad del mundo. La
duda implica una falta en el orden significante, una falta que justamente es el único lugar
posible de certeza.

Por otra parte, el cogito no puede concebirse como un pensamiento inmaterial; es


pensamiento indisociable del hecho de decirlo, depende de la palabra, del significante.
Cogito, ergo sum enuncia entonces que soy a partir del significante, pero la única certeza
del ser está en el corte del orden significante, en la duda, el vacío. Es solamente en ese
lugar de la falta de saber donde se traza un límite que el sujeto debe encontrar su certeza,
certeza cuyo núcleo está en ese indecible que se recorta entre significantes para operar
como límite que lo funda. Núcleo de certeza en el borde que limita el saber de la verdad.
Esta última se ha definido tradicionalmente como adecuación del intelecto a la cosa, como
si la conjunción de ambos fuera posible. Es Descartes quien señala lo imposible de esa
conjunción pues al decir dudo introduce un corte entre intelecto y cosa -correlativo del
corte entre significante y significado- de modo que entre ambos se produce un vacío. Es el
espacio vacío que constituye, para Freud, el núcleo de mi ser, definición que implica haber
dado un paso en relación a Descartes en la medida en que éste va a llenar ese vacío con la
figura del Dios no engañador, del sujeto-supuesto al saber que oficia de garante de los
conocimientos que se producen.

En Freud, por lo tanto, hay retorno del cogito cartesiano. Retorno que se materializa en
el hecho de que eso -el inconsciente freudiano como cadena de significantes- piensa antes y
al margen de un sujeto presunto emisor de enunciados. En este sentido, no es el sujeto
quien "posee" un inconsciente sino que el inconsciente, hecho de lenguaje, posee un sujeto
cuyo lugar debe situarse en el corte de la cadena significante. Se puede entender de este
modo por qué Freud afirma que en el texto del sueño la duda del soñante acerca de alguna
representación es el apoyo de la certeza: allí, en esa vacilación, en ese hueco, está el sujeto.
Como Descartes, Freud pretende fundar una certeza; pero contrariamente a Descartes, esa
certeza que pretende fundar Freud no hallará su apoyo en el Dios veraz del primero sino en
lo que puede considerarse laguna de la representación.

Hay una diferencia clara entre ambos, aun cuando el punto de partida sea una
concepción común acerca del sujeto, considerado como efecto del significante y, por lo
tanto, carente de ser. Para Descartes, así como para Freud, el sujeto sólo "es" en tanto
representado por el significante, lo que implica que ningún significante es el sujeto, se trata
solamente de una representación. El significante, como dice Lacan, representa al sujeto
para otro significante pues todo significante necesariamente apela a otro, otro que tendrá

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que significarlo. Esto quiere decir que el significante sólo puede producir efectos de
significado al combinarse con otros; no puede por lo tanto designar al ser que queda así
condenado a la paradoja de ser sólo en tanto representado. En otros términos, un
significante no puede sino convocar a otro, otro que vendrá a ocupar ese lugar para siempre
vacío de la ausencia de ser; a ocupar el lugar pero no a ser el sujeto. A este otro
significante, que viene a significar al primero, Lacan lo escribe S2 y lo define como
significante que falta, significante de la ausencia de significante que designe al ser.

Si se llama entonces S1 a cualquier significante que viene a representar al sujeto,


inevitablemente este S1 convocará a otro significante, S2, llamado para saber acerca del ser
que S1 sólo puede representar. Pero la articulación de S1 con S2 sólo producirá efectos de
significado, no podrá designar al ser. Por esto, este significante segundo, S2, es en última
instancia un significante radicalmente ausente, el nombre del hueco en la cadena
significante, de ese hueco que Freud denomina reprimido primordial. La represión
primordial es así aquello que delimita ese vacío del significante segundo, siempre re-
clamado para saber sobre el ser del sujeto. Por la existencia de este vacío, todo significante
no será en última instancia más que un nuevo S1 -y otro, y otro- que viene al lugar del S2. 
faltante en tanto originariamente reprimido y, por ello, radicalmente inconsciente.

El paso de Freud con respecto a Descartes es precisamente postular el inconsciente


como discurso que se constituye a partir de lo primordialmente reprimido, esto es, a partir
del S2 que falta, de esta irremediable ausencia del Otro significante, el mítico significante
que podría designar el ser. En la medida en que existe inconsciente no hay ser del sujeto,
sólo hay representación: "un significante representa a un sujeto para otro significante",
donde "para otro significante" debe entenderse como "en el lugar de” ese otro significante.
En otros términos, S1 representa al sujeto en el lugar del S2 siempre faltante; esto permite
una nueva lectura del cogito cartesiano: allí donde pienso, allí donde el significante viene,
como S1 a representarme, allí no soy; y allí donde soy, allí donde no existe el Otro
significante, donde no existe porque está primordialmente reprimido, allí no pienso. Se trata
de la división esencial que caracteriza al sujeto, división constitutiva, sin posibilidad alguna
de sutura que le ponga fin.

El cogito cartesiano plantea la primacía del significante sobre el sujeto, que sólo existe
representado por aquél. Lo que Freud viene a agregar es que esta representación que el
significan te hace del sujeto es representación para otro significante, siempre ausente.
Representación para otro significante, no para otro sujeto, en la medida en que el
significante sólo representa al sujeto en el lugar de esa imposibilidad de goce que se figura
con el vacío de la cadena. A este último lugar sólo podrá venir otro significante para evocar
la falta del Otro, es decir, la carencia en el sistema de la lengua -sistema que se
designa como Otro- de respuesta última acerca del ser del sujeto. No solamente no hay ser
del sujeto en el orden significante, tampoco hay saber posible acerca del mismo; sólo la
psicosis y la psicología –por caminos diferentes- intentan otorgar sustancia a ese
innombrable ser.

El sujeto del significante sólo es en tanto representado. Ahora bien, está representación
de algún modo fracasa en la medida en que, en tanto representación, no puede decir el ser.
Pero este fracaso de la representación es, sin embargo, lo único cierto que puede sostener al

8
sujeto, es la hiancia que lo causa, la única respuesta posible a la pregunta “¿qué soy?”, que
Lacan -evocando a Valery- articula así: “soy en el lugar desde donde se vocifera que ´el
universo es un defecto en la pureza del No-Ser´”.5 Soy, entonces, en ese lugar que es el de
la falla en la pureza del orden significante que es el del no-ser, en el lugar del goce como lo
irrepresentable, lo indecible. El ser, finalmente, no es sino ese resto irreductible generado
por una falla en el orden del saber que es el orden del discurso. Es la hiancia que la ciencia
rechaza de su discurso y que Freud hace reaparecer cuando se dirige al sujeto diciéndole:
Wo Es war, soll Ich werden: ahí donde se estaba, ahí el Ich –el sujeto- debe advenir, pues
esa es su morada fundamental. Es de esta manera que Freud no recurre al Dios veraz que
viene a llenar para Descartes esa laguna de ausencia de saber. En el postulado de Freud se
trata de algo diferente: de hacer de ese vacío la certeza esencial del sujeto, aquello que lo
funda radicalmente más allá de toda articulación significante.

4. ¿Ateísmo de la ciencia?

El advenimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII con Galileo y Descartes,


correlativo del nacimiento del sujeto de la ciencia, tiene una consecuencia fundamental: la
disyunción entre verdad y saber. El propósito de la ciencia es producir saber sobre el
objeto, lo que supone como condición nada querer saber acerca de la verdad del sujeto,
verdad de su escisión constitutiva -es decir, del deseo- arrojada necesariamente fuera de su
campo en el que se procurará más bien realizar la sutura de esa división.

El siglo XVII marcará así una clara ruptura en el campo del conocimiento: la ciencia ya
no se ocupará de la verdad, relegada ahora al campo de la creencia, sino del saber. Pero esto
supone una aserción previa: hay saber en lo real, hay saber en el orden y regularidad que se
puede encontrar en el acaecimiento de los fenómenos, o, en otros términos, se puede
confiar en la experiencia natural pues ésta no engaña. Es la razón por la que la ciencia no
puede considerarse tan atea como se suele pensar; un verdadero acto de fé está en su origen,
el que erige una suposición de saber e el lugar del hueco inevitable del sistema de saber que
se engendra cuando el sujeto es rechazado fuera de su campo. Una suposición de que allí
hay saber es básica para el desarrollo de la ciencia, una suposición de que es posible el
saber de la verdad siempre soportada por un sujeto. Este sujeto supuesto al saber es garantía
del pre-supuesto de que hay saber en el mundo, de que todo lo que ocurre tiene una causa,
de que lo real no engaña. El sujeto supuesto al saber es así ese elemento del orden de la
creencia que da la seguridad de que todo puede existir saber, o de que el saber puede tomar
la forma del todo; es, fundamentalmente, una función que ex-siste a la ciencia y le da
consistencia: la función-sujeto que asegura la posibilidad de confiar en esas fórmulas que se
producen en el campo científico.

Podría objetarse ésto con el argumento de que la ciencia emplea el método experimental
para producir los conocimientos y, sobre todo, para otorgarles validez. Pero se trataría de
una objeción basada en un ingenuo empirismo que deja de lado el hecho fundamental que

5
Lacan, J., Subversion du sujet et dialectique du désir dans l’inconscient freudien. En
Ecrits, op. cit., p. [Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano,
op. cit., p. 800]

9
funda la ciencia moderna y que Koyré señala en la historia de la física: "La teoría precede
al hecho, la experiencia es inútil, porque antes de toda experiencia poseemos ya el
conocimiento que buscamos. Las leyes fundamentales del movimiento (y del reposo), leyes
que determinan el comportamiento espacio-temporal de los cuerpos materiales, son leyes de
naturaleza matemática. De la misma naturaleza que las que gobiernan las relaciones: y
leyes de las figuras y los números".6 No se trata entonces del simple registro de la
experiencia empírica, se trata de una construcción teórica como elemento, fundamental de
la producción del saber. Una construcción que supone el apartamiento del significante con
relación al significado, lo que en la historia del conocimiento se presenta bajo la forma de
un silenciamiento del mundo: Dios ha dejado de hablar, de modo que ya no es cuestión de
captar los signos que nos emite. Ha dejado de hablar pero está ahí, en ese silencio eterno de
los cielos que tanto inquietaba a Pascal, confundido con ese silencio que es el índice más
claro de la disyunción entre significante y significado.

El discurso de la ciencia rompe así con la noción de un "alma del mundo", es decir, con
la pretensión de hacer del mundo un ser cuya existencia es anterior a la del significante y
que se “expresaría” por medio de éste. Se aparta por lo tanto de la creencia en la posibilidad
de leer de manera directa la verdad en las cosas para considerar, al contrario, que el
significante carece de un lazo connatural con el significado y existe con independencia de
un sujeto pues no es “expresión” de éste último. El significante está separado de toda
significación, carece de intención alguna, como lo atestiguan tanto la matematización de la
física como la invención freudiana del inconsciente: ambas presentan al significante como
un término independiente del sujeto y organizado según leyes que son autónomas respecto
de los propósitos, las intenciones o la voluntad subjetivas. El sujeto resulta más bien el
efecto del funcionamiento de las leyes significantes que son elucidadas en el discurso
científico; ésta es la razón fundamental por la que el psicoanálisis sólo pudo surgir después
del advenimiento del discurso de la ciencia.

La condición de advenimiento de la ciencia moderna es esta delimitación respecto a la


idea de un alma del mundo. Sin embargo, Dios no está ausente de ella sino que es una
figura fundamental que ocupa el lugar de ese elemento excluido, silencioso. Sólo así es
posible explicar la razón de la tan frecuente aparición de saberes que podrían catalogarse
como "complemento del alma " de la ciencia, saberes basados en el propósito de hacer
hablar a ese Dios ahora silencioso, saberes que poseen la característica de intentar la
reunión mítica del significante y significado en la medida en que se presentan como una
interpretación de sentidos que se mostrarían de manera transparente en diversos tipos de
signos; el alma del mundo desterrada de la ciencia se expresaría de este modo por medio de
esos signos. El discurso científico, en cambio, se basa en la completa disyunción de
significante y significado, pero se sostiene a la vez en la firme convicción de que hay saber
que puede ser construido a través de fórmulas, saber "de verdad",saber de la verdad donde
el lugar de ésta es ocupado por el sujeto que a ese saber le es supuesto. Supuesto como
agente de este discurso, es la condición de todo trabajo de agrupamiento y localización de
las causas, de cuya existencia no se duda a partir de la creencia de que hay verdad.

6
A. Koyré: op. cit., p. 194

10
5. El psicoanálisis y la ciencia

El psicoanálisis pudo ser fundado a partir de esa condición previa que fue el surgimiento
del discurso de la ciencia. Freud es, en este sentido, heredero del espíritu positivo de la
ciencia, como lo atestigua su afiliación con Brücke, Helmoltz, Du-Bois, Reymond, su
adscripción al energetismo, su afán por hacer del psicoanálisis una ciencia conforme al
modelo de las ciencias de la naturaleza. Afiliación al espíritu positivo de la ciencia que
ocasionó un acontecimiento fundamental en la historia de la elaboración del saber
psicoanalítico: la ruptura con Jung quien, con su teoría de las "profundidades" del sujeto y
de los arquetipos universales e inmemoriales, pretendió inscribir el psicoanálisis en el
campo de la religión. Para Lacan esta ruptura es prueba del posicionamiento de Freud en la
perspectiva de los ideales del cientismo y fue provocada cuando Jung “se deslizó hacia algo
cuya función no puede definirse sino como la de intentar restaurar en ello un sujeto dotado
de profundidades -este último término en plural- lo cual quiere decir un sujeto compuesto
de una relación con el saber, relación llamada arquetípica, que no se redujese a la que le
permite la ciencia moderna con exclusión de cualquier otra, la cual no es nada más que la
relación que definimos el año pasado como puntual y evanescente, esa relación con el saber
que de su momento históricamente inaugural ha conservado el nombre de cogito7.

Ese cogito es el sujeto del psicoanálisis como efecto del significante, nunca un sujeto
"de las profundidades" ya presente desde siempre. Sujeto del significante que surge como
efecto puntual en una estructura que es la del lenguaje, sujeto -que al final de su recorrido-
Freud define como dividido8 entre su dimensión de ser de saber y su dimensión de ser de
verdad -verdad que ocupa el lugar mismo de causa de su ser- que se realiza de una manera
u otra en el corte del discurso. En esta división está la razón del fracaso de la ciencia para
llevar a término su intento de suturar o formalizar integralmente ese sujeto, fracaso al que la
lógica contemporánea ha hecho alusión a través del teorema de Gödel.9

La división del sujeto determina una consecuencia fundamental que debe orientar la
reflexión en torno de todo aquello que se agrupa bajo la rúbrica de "epistemología" del
psicoanálisis, es decir, de todo ese extenso debate que gira alrededor de la cientificidad que
se le podría o no adjudicar a esta teoría. El eje principal del debate debe desplazarse a partir
de las consideraciones anteriores que permiten establecer que lo esencial no es determinar
si el psicoanálisis reúne los "requisitos" que permitan calificarlo como ciencia pues se trata
fundamentalmente del lugar que históricamente ha venido a ocupar respecto de ella. Se
trata de un lugar singular ya que es la práctica que recupera ese sujeto rechazado de la
ciencia, ese sujeto del cogito que se define como el resto irreductible que se produce por
una falta del saber que es la falta de saber del sexo.

Falta de saber del sexo y no sobre el sexo, porque lo que el psicoanálisis sostiene es que
el sexo se constituye en el ser hablante -el ser humano- precisamente en el lugar de la

7
J. Lacan: La science et la veritée. En Ecrits, op. cit., p. [J. Lacan: La ciencia y la verdad,
en Escritos 2, op. cit. p. 836]
8
Cf S. Freud: La escisión del yo en el proceso defensivo. En Obras completas, Buenos
Aires, Amorrortu, tomo XXIII, 1989, p. 271.
9
Cf.E. Nagel y J.R. Newman: El teorema de Gödel, México, CONACYT, 1981.

11
carencia que ya se ha mencionado. La falta en el sistema de la lengua, la falta del Otro es,
en última instancia, falta del Otro sexo, del complemento sexual que pueda venir a
establecer una relación connatural, armónica. Es en este puro defecto del sexo, en la
ausencia en que se engendra, que se encuentra la morada del ser que en el sistema
significante no puede estar sino representado como sujeto: éste es el representante de la
representación que falta en el lenguaje, el lugar-teniente de esa falta que es la del sexo.

Es así como la relectura freudiana del cogito cartesiano lleva a establecer una
articulación del sujeto con el saber que puede calificarse de inédita porque en ella la
carencia que es el sexo viene a tomar el lugar de la verdad de la que el saber nada quiere
saber, y esta carencia determina el enlace imposible entre sujeto y saber. De este modo, por
un lado está el saber como saber inconsciente que sabe todo -es la tesis freudiana del
determinismo psíquico- excepto aquello que lo motiva, esto es, el imposible saber del sexo;
por otro lado está el sujeto, instituido a partir de esa única certeza que es la falta de saber.
Entre ambos, el sexo como el lugar de la falta que la causa por la que el saber y sujeto están
completamente divorciados.

Hay pues una dialéctica del sujeto y el saber que se establece a partir de un rechazo de
la verdad, excluida del discurso de la ciencia que nada quiere saber de esa hiancia abierta
en el saber porque el saber del goce falta. Desde el cogito cartesiano la ,ciencia rechaza la
verdad de su discurso y la remite a Dios, creador de verdades eternas y, en el extremo,
garante del trabajo de los científicos. A partir de este rechazo y de la falta consiguiente que
se genera en su estructura, el discurso de la ciencia se desarrolla como saber acumulativo.
Esto es así por el vínculo de este último con el número, que es efecto de la presencia
enigmática del significado –causado por el sgnificante- en lo real y que se funda como serie
a partir de una ausencia que es el cero. El cero viene a tomar en la serie de los números
enteros el mismo lugar del sujeto en la ciencia, el lugar de condición y límite interno de ese
sistema.

El psicoanálisis pudo surgir porque en el campo de la ciencia hay una falta cuyo efecto
es hacer inconciliables el saber y el sujeto. El fenómeno del amor y en particular del amor
de transferencia en el proceso psicoanalítico, es el elemento que pone de manifiesto esa
imposible conciliación. El amor es lo que viene a interponerse en el camino de la
producción de saber que desarrolla un psicoanálisis, lo que impide que este se mantenga en
el puro plano “científico”. Para Freud, esta es la razón de una verdadera herida al “orgullo
científico”: “A medida que nos adentramos en la experiencia –dice el fundador del
psicoanálisis- menos podemos negarnos a esta enmienda vergonzosa para nuestro rigor
científico”10; “enmienda vergonzosa” provocada por la aparición de la transferencia que
obliga a replantear la posibilidad de acceder “racionalmente” a las causas de los síntomas.

Es necesario mencionar que el descubrimiento del inconsciente como lugar de un


conjunto de relaciones que ordenan -sin que el sujeto lo sepa- las manifestaciones de
conciencia y conducta, se inscribe en ese modelo de producción científica que Freud
pretende seguir. Su tesis afirma que todo en lo psíquico tiene una causa inconsciente, de

10
S. Freud: Conferencias de introducción al psicoanálisis”. En Obras Completas, Buenos
Aires, Amorrortu, Tomo XVI, 1978, p. 401.

12
modo que el hacer consciente lo inconsciente permitirá instalar una racionalidad allí donde
primaba la carencia de saber. Esta es la idea que determina los objetivos del tratamiento
psicoanalítico, que Freud enumera así: "Hacer consciente lo inconsciente, cancelación de
las represiones, llenado de las lagunas mnésicas"11. Propósitos derivados de la inspiración
científica que orienta a Freud y está en la base de su pretensión de hacer del psicoanálisis
una terapia "causal" que no se limita a eliminar los síntomas sino que se remonta a las
causas para removerlas. Pero la aparición del fenómeno del amor de transferencia
constituye un acontecimiento completamente inesperado que obligará a replantear esta
caracterización de terapia "causal" y, por lo tanto, a reformular la cuestión de la
cientificidad del psicoanálisis.

El amor de transferencia se interpone en el camino de la producción de saber aunque,


paradójicamente, es lo que coloca al sujeto en ese camino. La transferencia es obstáculo y
punto de apoyo principal de la palanca del análisis porque conjuga la exigencia de saber
con la simultánea búsqueda de resguardar la falta del saber que permita mantener la
garantía de la existencia del sujeto supuesto al mismo. En suma, la transferencia encarna la
pretensión de excluir del saber el lugar de la causa, de modo que ésta conserve su función
de verdad irreductible a todo saber. Se orienta así en el sentido inverso al del discurso de la
ciencia en tanto éste nada quiere saber de ese irrepresentable último. Por esta razón, si el
psicoanálisis es caracterizado como ciencia, la transferencia será un obstáculo porque
impide la producción de saber y se aferra a la creencia del sujeto-supuesto al saber, es decir,
al núcleo fundamental de certeza del sujeto como lo afirma Freud: “Las primeras veces
pudo pensarse, acaso, que la cura analítica había chocado con un escollo debido a un suceso
contingente, es decir, que no está en sus propósitos ni fue provocado por ella. Pero si ese
vínculo tierno del paciente con el médico se repite de manera regular con cada nuevo caso;
si una y otra vez se presenta, en las condiciones más desfavorables (...) si tal ocurre,
tenemos que abandonar sin duda la idea de una contingencia perturbadora y reconocer que
se trata de un fenómeno que está en la más íntima relación con la naturaleza de la
enfermedad misma”12.

Este más íntimo de la enfermedad misma, como le llama Freud, ¿qué otra cosa puede
nombrar sino ese ser excluido del sujeto que retorna en el aferramiento de éste al sujeto-
supuesto-saber su ser mismo, que retorna en la transferencia y bajo esa modalidad tan
precisa que es la de la creencia? Lo excluido primordial reaparece aquí porque la sola
presencia del analista es garantía para el sujeto de que "todo tiene causa" y el núcleo de
verdad del sujeto que el síntoma aloja viene a encarnar en el analista, donde se instala la
carencia en ser del sujeto que dirige su palabra a él. Así sucede en la medida en que en el
análisis, más allá de la demanda de saber, hay una demanda de ser que es la causa de la
aparición del amor: "La creencia repite por ahí la historia de su propia génesis:
ella es un derivado del amor y no tiene necesidad de argumentos al comienzo"13.

En síntesis, el camino de la explicación científica que emprende Freud se dirige hacia


las causas de los fenómenos (síntomas, sueños, actos fallidos), pero a medida que avanza

11
Ibíd., p. 396.
12
Ibíd., p. 401.
13
Ibid, p. 405.

13
descubre que no hay manera de alcanzar esas causas e instalar una racionalidad en ese
lugar. No la hay porque en este proceso la demanda de saber conduce a la demanda de ser
haciendo surgir el hecho mismo de la creencia, derivado del amor que exige el ser y
prescinde por completo de argumentos "racionales". Este hecho de creencia que está en el
corazón mismo de la transferencia resulta de las características fundamentales del saber
inconsciente, saber constituido en torno de un orificio en cuyo lugar se instala la suposición
de un sujeto del saber que funda la ilusión del universo pleno. El núcleo mismo del saber
inconsciente es este vacío productor del fenómeno de la creencia, de modo que solamente
una visión marcadamente "cientista" que sus ideales imponen a Freud puede conducir a
hablar de la necesidad de una enmienda humillante para el rigor científico. Esta visión
tiende a desconocer el hecho fundamental que la transferencia pone de manifiesto y que
podría expresarse así: el núcleo de todo saber inconsciente está constituido por un nada
querer saber que implica, no una enmienda hymillante sino la necesidad de un
replanteamiento del concepto mismo de causalidad que en lo esencial debe seguir los pasos
mismos de la transferencia, es decir, colocar la verdad -aquello de lo que nada se quiere
saber- en el lugar de la causa. De esta manera el descubrimiento de la transferencia
introduce un cambio de perspectiva en la discusión acerca de la cientificidad del
psicoanálisis, práctica que no se ajusta a las exigencias de lo científico pues en ella el amor
constituye el resorte esencial, el único medio que lleva al advenimiento del sujeto del
inconsciente, sujeto rechazado del campo científico donde el amor también está excluido.

A diferencia de lo que para la ciencia es un presupuesto, para el psicoanálisis la causa


carece de saber sobre ella misma, es esencialmente irrepresentable. Esto constituye el
fundamento que exige que el analista, en la transferencia, ocupe ese lugar de causa y
produzca entonces un vaciamiento de la función tradicional del sujeto-supuesto-al saber, un
vaciamiento de la función del Dios veraz que a partir de Descartes garantiza que todo tiene
causa y que es posible entonces el saber del sexo. Es la razón para afirmar
que la práctica psicoanalítica es la única que puede considerarse verdaderamente atea, la
única que no viene a erigir un dios en el lugar del "no querer saber" que es efecto de la
disyunción entre significante y significado.

Si, por otra parte, ese "no querer saber" es condición de producción del saber de las
ciencias, el psicoanálisis no es una ciencia, aun cuando su nacimiento sólo haya sido
posible a partir de la existencia del discurso científico. Que no sea ni pueda ser una ciencia
no significa que deba incluírselo en el campo de la religión o de la magia, prácticas éstas
que se sostienen en saberes que son un relleno del hueco del Otro, pues se basan en la
institución de un significante mítico al que se le asigna la posibilidad de significarse así
mismo. Magia y religión intentan finalmente producir una respuesta ilusoria a la
imposibilidad de saber del sexo y se hallan por esto en las antípodas del psicoanálisis. La
ciencia, por otra parte, se constituye a partir de excluir completamente de su campo ese
imposible para elaborar un saber sin fallas. Ante estas diversas modalidades de saberes, el
psicoanálisis establece la inexistencia de lazo alguno entre saber y deseo, de manera que
todo saber que pretenda establecer algún tipo de ligazón no será más que supuesto, puesto
en el lugar de ese imposible. Para el psicoanálisis entre el sujeto y el Otro, entre el hombre
y la mujer, entre significante y referencia, falta toda relación connatural y armónica; pero
esta falta es sustituida de algún modo por el fantasma, construcción en la que, de manera
singular, el sujeto "recupera" aquello que del goce se pierde por la entrada en el lenguaje.

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El fantasma viene a suplir así aquella ausencia, creando el espejismo de un todo en el
cual el hiato inevitable que afecta al saber, y por lo tanto a la "racionalidad" podría ser
suturado. Por esto -siempre fantasma de totalidad, de completud- está en la base del
fenómeno de la creencia que sostiene, a su vez, la suposición de un lugar Otro -habitado
tradicionalmente por los dioses y convertido por la ciencia moderna en lugar de la garantía-
que es el del saber de las causas. Es la suposición esencial para fundar la confianza en la
ciencia, confianza en la victoria final de una racionalidad que de una u otra manera podrá
imponer su "orden" al dar cuenta de manera rigurosa de las causas de los fenómenos.

La ciencia ha imbuido en la civilización sus ideales: racionalidad, organización,


progreso. El psicoanálisis es hijo de todos ellos, pero no aporta un saber más a los ya
existentes; cuestiona más bien la función del saber supuesto al señalar la inexistencia de
una racionalidad en el lugar de la causa. Este lugar es, en última instancia, el de la verdad
de un imposible arreglo del ser en su mundo.

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