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EL MITO DE PROMETEO

Cuentan los griegos que hace muchos, muchísimos años, solo


existían los dioses inmortales. Hasta que un día, decidieron
crear a los seres mortales para que poblaran la Tierra.
Dentro de una cueva, modelaron con barro todas las especies
animales y también a los humanos. Cocieron las figuras y,
antes de darles vida, les encargaron a Prometeo y a su
hermano Epimeteo una misión: debían distribuir entre las
especies las capacidades necesarias para sobrevivir.

Luego de oír la misión que les encomendaban, Epimeteo le


pidió a su hermano que le permitiera realizarla solo. Prometeo
era sabio, astuto, y tenía el don de conocer el futuro. En
cambio, Epimeteo era un poco torpe y hacía las cosas sin
pensar. Por eso, Prometeo dudó. Entonces Epimeteo le propuso
que, al terminar su tarea, él la inspeccionara, y así lo
convenció.
De inmediato Epimeteo se puso a distribuir las capacidades,
de modo que ninguna raza aniquilara a otra. A unos les
concedió la fuerza y a los débiles, la velocidad. Si a los grandes
su tamaño los ayudaba a defenderse, los pequeños recibieron
alas para huir o el poder de excavar túneles donde
resguardarse. Y a todos los dotó de garras o pezuñas, y los
recubrió con mucho pelo o dura piel para que se protegieran
del frío en invierno y del calor en verano. Después, repartió el
modo de alimentarse: algunos comerían hierbas, frutos o
raíces, y los otros los cazarían para devorar su carne. Pero para
que no desaparecieran, los herbívoros tendrían muchos hijos.
En cambio los carnívoros, pocos.

Todo esto le parecía muy justo y equilibrado. Hasta que, de


pronto, se dio cuenta de que había gastado todos los dones en
los animales y no le quedaba ninguno para darle a la especie
humana. Se quedó perplejo, sin saber qué hacer. Justo en ese
momento llegó su hermano a inspeccionar su trabajo, tal como
habían acordado.

Prometeo amaba a los humanos más que a todos los otros


seres mortales. Es que a él le había tocado modelarlos y los
había hecho semejantes a los dioses. Por eso caminaban
erguidos, mirando de frente, y no en cuatro patas como los
animales. Pero ahora, sin fuerza, ni velocidad, ni garras, ¿cómo
podrían defenderse del ataque de las fieras? Con esa piel
delgada y sin pelos, ¿cómo se protegerían del helado invierno y
del sol veraniego? ¡Debía hacer algo y rápido! Los dioses ya le
habían dado vida a toda la creación e, irremediablemente, los
humanos se extinguirían en poco tiempo.
Entonces, se le ocurrió una idea: les daría algo que hasta
entonces solo los dioses tenían. De inmediato fue a la morada
de Hefesto, el dios del fuego. Entró sin que nadie lo viera,
atrapó una chispa que volaba por el aire y la guardó en la rama
hueca de una planta. La chispa ardió en el interior de la rama y
Prometeo se la llevó, también sin que nadie lo notara.

Rápidamente llegó adonde los humanos vagaban aterrorizados


por la muerte. Les entregó el fuego y les dijo cómo usarlo.
Pronto abandonaron las oscuras cuevas donde vivían como
hormigas, porque Prometeo les enseñó a construir casas de
ladrillos y madera. También, a reconocer las estaciones del año,
a labrar la tierra, a domesticar los animales, a trabajar los
metales, a construir carros y barcos. Les enseñó los números,
las letras, las artes y a elaborar medicamentos para defenderse
de las enfermedades. Y con todos estos regalos, nació entre
ellos la esperanza.

El tiempo no corre igual para los inmortales que para los


mortales. Por eso, recién siglos más tarde, Zeus, el padre de los
dioses, se dio cuenta de lo que sucedía en la Tierra. ¿El fuego
estaba en poder de esa raza insignificante? Eso lo enfureció y,
como dominaba los truenos, rayos y relámpagos, desató una
terrible tormenta. Pero ya no podía deshacer lo hecho por
Prometeo así que decidió castigarlo.
De inmediato les ordenó a sus ayudantes, Violencia y Furor,
que atraparan a Prometeo y que lo llevaran hasta la cima de
una alta montaña.
Después, mandó a Hefesto a que fabricara unas cadenas
irrompibles y que, con ellas, lo encadenara en la piedra, de
modo que estuviera siempre de pie, sin poder descansar. Y no
solo eso. Además, envió un águila monstruosa para que,
durante el día, le devorara el hígado.
Prometeo era inmortal así que, como no podía morir, cada
noche su hígado volvía a crecer. Pero a la mañana siguiente el
águila lo atacaba y todo comenzaba de nuevo.

Pasaron cientos, miles de años. Hasta que un día, Hércules, el


hijo de Zeus, llegó a la montaña. Iba de camino a cumplir con
uno de sus doce trabajos. Cuando vio el sufrimiento de
Prometeo, se apiadó de él y decidió liberarlo, aunque sabía
que eso significaba desobedecer a su padre.
De un flechazo, mató al águila y, con su fuerza sobrehumana,
rompió las cadenas. En ese instante, Zeus se presentó,
encolerizado.
Entonces Prometeo decidió que había llegado el momento de
hacer valer una profecía que había ocultado hasta ese día. Le
dijo a Zeus que algo terrible le sucedería en el futuro, pero que
solo se lo revelaría si lo liberaba de su castigo. Zeus aceptó el
trato y así se enteró de que, si tenía un hijo con la diosa Tetis,
ese hijo le quitaría su trono.
Hacía tiempo que Zeus quería conquistar a esa hermosísima
diosa, pero más le interesaba conservar su poder. Así que,
agradecido por haberle hecho esta revelación, liberó a
Prometeo. Sin embargo, como había jurado que el castigo sería
eterno, no podía romper ese juramento. Por eso, le ordenó que,
a partir de ese día, llevara un anillo fabricado con el acero de
sus cadenas y un trozo de roca a la que había estado
encadenado. De ese modo, todos recordarían que no se puede
desafiar a los dioses sin sufrir las consecuencias.

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