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BABEL
Cuentos
Isaac Babel 3
El despertar 5
En el sótano 9
Di Grasso 14
Carlos Yánkel 16
Fróim Grach 22
Shabos-najmú 30
Con la emperatriz 34
El camino 36
Isaac Babel
Isaac Babel fue una más entre los miles y miles de víctimas anónimas del
estalinismo. Nacido en Odesa en 1894, Babel tenía dieciocho años cuando José
Stalin publicó la célebre Carta del Cáucaso, fundamento de su posterior política
de nacionalidades y prueba clave de su esencial antisemitismo; sin embargo, el
incipiente escritor, de cultura hebrea, adhirió al mismo partido que el poderoso
georgiano en ascenso que acabaría siendo dictador. Era lógico; los judíos
ilustrados, que habían sido perseguidos, reprimidos y marginados durante siglos
por el Estado zarista y por la sociedad rusa que lo sostenía, creían que la
transformación revolucionaria del mundo, postulada por los bolcheviques,
representaría para ellos el fin de la tragedia. No era ajeno a su esperanza el hecho
de que el más popular de los nuevos dirigentes, León Bronstein, Trotski, fuese
también judío. Se equivocaban, pero muchos de ellos necesitaron largo tiempo y
hondo dolor para convencerse. Babel pagó su error con la vida: desapareció en
1939, y se le supone muerto en un campo de trabajo hacia 1941.
«Froím Grach» había sido figura destacada de aquel mundo, poro aquí se lo
toma en 1918, cuando se convierte en víctima del nuevo orden: «¿Para qué
serviría este hombre en la sociedad del futuro?», se pregunta sobre él uno de los
chequistas que conversan junto a su cadáver. «Mamá, Rimma y Ala» muestra la
lucha contra la miseria que libran tres mujeres en una sociedad patriarcal.
«Shabos-najamú» es muestra de la picaresca mística de Guérshele, un
perseguido por el hambre que ha protagonizado otras historias de Babel. «Con la
emperatriz» trata del ensoñado encuentro con un manuscrito de la emperatriz
María Fiodorovna en el Petersburgo de los días de la Revolución. En «El
camino» se incluye una glosa sobre el mismo documento, aunque aquí lo central
es la narración de ciertos episodios del viaje de Babel desde el frente —en los
que se da fe del activo y criminal antisemitismo reinante en las sociedades
ucraniana y rusa—, de la llegada de Babel a la ciudad y de su incorporación a la
Checa en 1917: escrito en 1930, las líneas finales de este cuento revelan el tono
de las relaciones de su autor con el poder: «Así empezó para mí, hace trece años,
una vida inmejorable, llena de sentido y de alegría.»
Uno de los cuentistas rusos más brillantes del siglo XX (1894-1941), Babel
surgió como máxima revelación de la literatura revolucionaria a la publicación
de sus relatos en Caballería roja y Cuentos de Odesa, allá por los años 20 para
sufrir desde 1937, como buena parte de la generación de intelectuales que se
adhirieron a la revolución en 1917, persecuciones y luego su confinación en un
campo de concentración, donde murió durante las grandes purgas estalinianas,
etapa que lo había convertido, según sus propias palabras, en "el gran maestro
del silencio". Su rehabilitación se inició en 1957 y así su hija Nathalie pudo
preparar otro volumen, en Estados Unidos, Debes saberlo todo, recogiendo
cuentos suyos que no habían sido publicados en la URSS, dos publicados allí en
el lento proceso de su deshielo y otros publicados años atrás, recuperados tras
difícil y paciente rastreo, y que se centran en sus recuerdos de infancia en Odesa.
El tiempo, además, resalta en Babel su magistral técnica narrativa.
El despertar
Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y
oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos. Nuestros
padres, al no ver salida para mí, idearon una lotería. La montaron sobre los
huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada por ese delirio más que otras
ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra ciudad suministró niños
prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron Misha Elman,
Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz.
Al cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser
minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños
prodigio, una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de
charol. Los encontraba en los tugurios de la Moldavanka y en los patios
macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba la primera orientación, después los
niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo. El alma de aquellos
alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente armonía. Llegaban
a ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía yo catorce años,
había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura y flojedad
bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas.
En aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de
mis antepasados escuché otra sugestión.
Me costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el
violín, las notas y doce rublos —el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la
calle Nézhinskaya y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la casa
de Zagurski, pero tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto. Las tres
horas que me correspondían pasaron volando en el muelle Práctico. Era el
comienzo de la emancipación. La antesala de Zagurski ya no me vio nunca más.
Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza. Con mi condiscípulo Nemánov
comenzamos a visitar en el barco «Kensington» a un viejo marinero llamado
mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba desde los
ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la
compraventa y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York,
director de la General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford.
Nemánov me llevaba consigo porque yo le seguía sin rechistar. El compraba a
mister Trottibearn pipas metidas de contrabando. Un hermano del viejo marinero
torneaba las pipas en Lincoln.
Las pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una
idea, una gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches
estaban forrados de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra
vivía Matews Trottibearn, el último artífice de la pipa, que se resistía a la marcha
de las cosas.
—No tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con
nuestras propias manos...
Las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor
a cebolla y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del rompeolas.
Allí, en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de la calle
Primórskaya. Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los pantalones,
buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos para la comida y esperaban
la hora en que de Jersón y de Kamenka llegaban las lanchas con sandías que
abrían golpeándolas contra el muelle.
Díjome:
Yo no lo sabía.
Calló. Las mujeres resollaban. Después un golpe terrible cayó sobre la puerta.
Mi padre cogía impulso y descargaba contra ella todo su cuerpo.
La noche se enderezó en los álamos, las estrellas se posaron sobre las ramas
cedientes. Yo hablaba y agitaba los brazos. Los dedos del futuro ingeniero de
aviación se estremecían en mi mano. Despertó con dificultad de las
alucinaciones y prometió ir a mi casa el domingo siguiente. Con esa promesa
regresé en el tren a casa, adonde Bobka.
Veía en esa amistad el comienzo de una carrera y preparó para el invitado una
tarta con dulce y un pastel con semillas de amapola. Todo el corazón de nuestra
tribu, un corazón muy curtido en la lucha, quedó expresado en aquellos pasteles.
Al abuelo, con su chistera rota y su trapería en los pies hinchados, lo ocultamos
en casa de los Apeljot, nuestros vecinos; le imploré que no apareciera hasta que
el visitante se hubiera marchado. Con Simón-Volf la cosa también se arregló. Se
marchó con sus amigos chalanes a tomar té en la taberna «El oso». En aquella
taberna servían aguardiente además de té y cabía esperar que Simón-Volf
tardaría en regresar. Debo decir que mi familia no se parecía a otras familias
judías. En nuestro clan hubo borrachos, hubo seductores que se llevaron a hijas
de generales y las abandonaron antes de pasar la frontera, mi abuelo falseaba
firmas y componía para esposas abandonadas cartas de chantaje.
Hice todo lo posible por mantener todo el día fuera a Simón-Volf. Le di los
tres rublos ahorrados. Para gastar tres rublos se requiere un tiempo. Simón-Volf
regresaría tarde y el hijo del director del banco jamás sabría que el relato acerca
de la bondad y de la fuerza de mi tío era una patraña. Bien mirado, pensado con
el corazón, era verdad y no mentira, pero el que viera a Simón-Volf, sucio y
chillón jamás llegaría a comprender esa verdad.
«Era mi amigo, para mí leal y sincero; pero Bruto dice que era
ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo
a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto
ambición en César?... Siempre que los pobres dejaban oír su voz
lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia
más dura! Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un
hombre honrado... Todos visteis que en las Lupercales le presenté
tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto
ambición? Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un
hombre honrado.»
Ante mis ojos, en la niebla del universo, pendía el rostro de Bruto. Estaba
blanco como la tiza. El pueblo romano, rezongando, marchaba sobre mí. Levanté
la mano; los ojos de Borgman se desplazaron sumisos tras ella, mi puño apretado
tembló. Levanté la mano... y vi tras la ventana al tío Simón-Volf que cruzaba el
patio en compañía del chalán Leikaj. Llevaba a cuestas una percha de astas de
ciervo y un arca roja con colgantes en forma de fauces de león. Bobka también
los vio por la ventana. Olvidándose del huésped irrumpió en la habitación y me
agarró con manos temblorosas.
—Mira cómo tiembla, nuestro tontín —dijo Bobka—, ¿de dónde sacará el
niño las fuerzas para temblar así?
El trágico, nada más llegar, se fue con una cesta al mercado. Por la tarde se
presentó con otra cesta en el teatro. El primer espectáculo apenas reunió a unos
cincuenta espectadores. Pusimos las entradas en la mitad de su precio, pero no
había compradores.
Aquella tarde dieron un drama popular siciliano, una historia sencilla como el
paso del día a la noche. La hija de un rico campesino se desposó con un pastor.
Ella le fue fiel hasta el día que de la ciudad llegó un señorito con chaleco de
terciopelo. Al hablar con el recién llegado la muchacha reía a destiempo y a
destiempo callaba. El pastor los escuchaba y meneaba la cabeza como un pájaro
inquieto. Se pasó todo el primer acto arrimándose a las paredes y saliendo no se
adónde con pantalones abombados; cuando retornaba miraba alrededor...
En aquella ocasión Di Grasso interpretó «El rey Lear», «Otello», «La muerte
cívica», «El pupilo», de Turguénev, confirmando con cada palabra, con cada
gesto, que en el frenesí de una noble pasión hay más justicia y más fe que en las
sombrías reglas del mundo.
Para esos espectáculos las entradas se vendían cinco veces más caras. Los
compradores andaban a la caza de los revendedores y los hallaban en las
tabernas —chillones, colorados, vomitando sacrilegios inofensivos. En el
callejón Teatralni penetró una corriente de bochorno polvoriento y rosado. Los
tenderos en babuchas de fieltro sacaron a la calle verdes garrafas de vino y
toneletes con aceitunas. Ante las tiendas, en calderas hervían en agua espumosa
los macarrones; el vapor desprendido se esfumaba en las lejanías celestes. Viejas
con zapatos de hombre vendían conchas y objetos de recuerdo y perseguían con
un griterío atroz a los compradores indecisos. Los judíos ricos con sus bifurcadas
barbas peinadas acudían al hotel «Severni» y picaban bajito a las habitaciones de
las artistas de la compañía de Grasso, rollizas morenas de bigote. En el callejón
Teatralni todo el mundo era feliz. Todos menos yo. Eran días en que se
avecinaba mi perdición. De un momento a otro mi padre echaría de menos el
reloj que le cogí sin permiso y empeñé a Kolia Schvarts. Acostumbrado a llevar
reloj de oro y a beber al desayuno vino besarabo en vez de té, Kolia recuperó el
dinero, pero no se decidía a devolverme el reloj. Así era él. El carácter de mi
padre era exactamente igual. Apresado entre estos dos hombres yo veía pasar a
mi lado los aros de la dicha ajena. No me quedaba más remedio que fugarme a
Constantinopla. Ya estaba todo apalabrado con el subjefe de máquinas del barco
«Duke of Kent», pero antes de hacerme a la mar quise despedirme de Di Grasso.
Interpretaba por última vez al pastor, que un poder irresistible eleva del suelo. Al
teatro acudieron la colonia italiana al frente del cónsul, calvo y apuesto, griegos
ateridos, externos barbudos que clavaban sus miradas de fanáticos en un punto
invisible y el manilargo Utochkin. Hasta Kolia Schvarts trajo a su esposa tocada
con un chal violeta de flecos, mujer apta para el cuerpo de granaderos, larga
como la estepa y con una carita ajada y somnolienta en un extremo. Al cerrar el
telón la carita estaba arrasada en lágrimas.
—Guiñapo —le dijo a Kolia al salir del teatro—, ¿te diste cuenta qué es el
amor?
Madame Schvarts caminaba con paso recio por la calle Lanzherón; de sus
ojos, de besugo se desprendían lágrimas, en sus hombros gordos se estremecía el
chal de flecos. Iba arrastrando sus pies hombrunos y meneando la cabeza y con
voz estentórea que oía toda la calle enumeraba a las mujeres que se llevaban bien
con sus maridos.
—Te han manchado moralmente —le dijo Bichach—, debes dar curso al
asunto.
—El difunto mosié Zusman —dijo Naftulá con un suspiro—, su difunto papá
tenía una cabeza como no hay otra en el mundo. Gracias a Dios, no sufrió una
apoplejía hace treinta años cuando me llamó a circuncidarle a usted. Hoy vemos
que usted se hizo un hombre muy importante con el poder soviético y que
Naftulá no cortó, además de ese trozo de pequeñeces, nada que después le habría
hecho falta...
—Todos ven que mi madre es muy religiosa; siempre sufrió viendo que sus
hijos no son creyentes y no podía concebir que sus nietos no fuesen judíos. Hay
que tomar en consideración en qué familia se educó la madre... Todos conocen el
pueblo de Medzhibozh: allí las mujeres llevan pelucas hasta hoy...
De existir en nuestros tiempos el sanedrín, Líning, seria su jefe. Pero por falta
de sanedrín, Líning, que aprendió a escribir en ruso a los treinta y pico, se dedicó
a interpretar ante el senado recursos de casación que por su estilo no se
distinguían en nada de los tratados del Talmud...
—Sí.
—Yánkel.
—Estuve en la clínica.
—Sí.
—¿En qué estás pensando, Polia? —gritó una vieja de voz espesa—. El niño
está sin comer desde la mañana, el niño se encanó de tanto gritar...
Los soldados se estremecieron y apretaron los fusiles contra el cuerpo. Polina
se deslizaba más y más, su cabeza cayó hacia atrás y se reclinó sobre el suelo.
Sus brazos se alzaron agitándose en el aire y se desplomaron.
Ahora la pelea se produjo entre el fiscal y los expertos que presentaron una
conclusión muy ambigua. Incorporado, el acusador fiscal pegaba puñetazos
sobre el pupitre. En las primeras filas del público descubrí también a zaddikes de
Galitzia con sus gorras de castor sobre las rodillas. Acudieron a un proceso en el
que, según los periódicos de Varsovia, iba a ser condenada la religión judía.
El combate se encarnizaba.
Más allá de la ventana salían disparadas las calles rectas, caminadas por mi
infancia y mi juventud: la Púshkinskaya iba a la estación, la Malo-Arnaútskaya
desembocaba en el parque junto al mar.
En estas calles crecí yo; ahora le tocaba el turno a Carlos-Yánkel, pero por mí
no se batieron como ahora se baten por él; a poca gente podía importar yo.
—No puede ser —me decía— que no seas feliz, Carlos-Yánkel... No puede
ser que no seas más feliz que yo...
Fróim Grach
El año diecinueve los hombres de Benia Kril atacaron por la retaguardia a las
tropas voluntarias pasaron a cuchillo a los oficiales y se apoderaron de parte del
convoy. Como recompensa exigieron al Soviet de Odesa tres días de
«insurrección pacífica»; a] no obtener permiso sacaron las telas de todas las
tiendas de la avenida Alexándrovski. Después trasladaron sus actividades a la
Sociedad de créditos mutuos. Cedían el paso a los clientes y después entraban
ellos; dirigiéndose a los empleados les rogaban cargar en un automóvil parado en
la calle las sacas con dinero y joyas. Sólo al mes comenzaron a fusilarlos.
Algunos comentaban que con las capturas y detenciones tuvo que ver Arón
Peskin, dueño de un taller. No se supo qué se hacía en aquel taller. En el piso de
Peskin encontraron un torno, una máquina larga con un eje de plomo retorcido;
en el suelo había serrín y cartón para encuadernaciones.
—¡Si lo sabré yo! —pronunció madame Péskina, agarrando a su hija por los
pelos y zarandeándola—. ¿Dónde está ese aventurero?
—Descansa en el jardín.
—Necio —comenzó madame Péskina, miró a si marido por debajo del gorro
y giró. Los vecinos acudieron al grito—. No está vivo —les dijo madame
Péskina—. Está muerto.
—Señoritas —les dijo Misha Yáblochko—, no les doy té con pan ácimo.
Les echó con el vaso pipas en los bolsillos y desapareció detrás de la iglesia.
—Vengo vacío —dijo entonces Fróim—, no llevo nada en las manos ni en los
choclos ni dejé a nadie la puerta... Suelta a mis muchachos, patrón; dime t
precio.
Sentaron al viejo en una butaca y le trajeron coñac. Borovoi salió de la
habitación y reunió en s' despacho a los jueces de instrucción y comisario
llegados de Moscú.
—Os voy a enseñar a un muchacho —les dijo— que es toda una epopeya; no
hay cosa igual...
Y Borovoi les dijo que Fróim Grach, no Benia Krik, era el legítimo cabecilla
de los cuarenta mil ladrones de Odesa. Se movía en la sombra, pero todo se
tramaba según los planes del viejo: el asalto a las fábricas y a la tesorería de
Odesa, el ataque a los voluntarios y a las tropas aliadas. Borovoi esperó la salida
del viejo para hablar con él. Fróim no aparecía. El juez se cansó y fue en su
busca. Dio una vuelta al edificio y pasó al patio interior. Allí yacía Fróim Grach,
tendido bajo una lona, arrimado a la pared cubierta de hiedra. Dos soldados
fumaban sobre su cadáver.
—Hablas por los codos —le atajó otro escolta—, se murió y asunto
concluido. Son todos iguales...
—Para mí todos son iguales —repitió con terquedad el soldado más joven—,
todos son parecidos, no los distingo...
Varvara Stepánovna se puso colorada y dijo que no permitía ese tono, que la
propuesta de Rastojin era una sandez, que ella conocía de leyes, que su marido
era vocal del tribunal distrital de Kamchatka, etc. El menor de los Rastojin se
subió a la parra y dijo que le importaba tres cominos que su marido fuera vocal
en Kamchatka, que el kopek que caía en manos de ella era dinero perdido, que el
hospedaje en casa de Varvara Stepánovna —todo ese barullo, suciedad y
desbarajuste— era algo imposible de olvidar, que el tribunal distrital de
Kamchatka estaba lejos, mientras que el juez de paz de Moscú caía cerca...
Marjotski era polaco: alto, huesudo, rubio, con unas cuidadas y largas
piernas. Aquella mañana vestía una elegante chaqueta gris para andar por casa,
con alamares.
—Ya estoy harto —dijo él— de que nunca haya criada, de tener que estar
llamando una hora y tardar a clase...
Era cierto que muchas veces no había criada y que Marjotski se pasaba largo
rato llamando, pero esta vez el descontento se debía a otra causa.
La cosa no pasó de ahí. Pero por lo visto, Stanislav aún se acordaba al día
siguiente. Varvara Stepánovna le puso el desayuno, echó sal y salió.
La madre salió y Ala comenzó a hablar. Dejó caer el brazo relleno desnudo
sobre la colcha, apenas movía los dedos blancos.
—Verás lo que he soñado, Rimma —dijo—. Figúrate una ciudad rara, una
ciudad pequeña rusa, incomprensible... El cielo es de un gris claro y está bajo y
el horizonte muy cerca. En las calles el polvo también es gris, aplanado,
tranquilo. Todo está muerto, Rimma. No se oyen sonidos, no se ven personas.
Parece que ando por callejones desconocidos, cerca de casas de madera,
pequeñas y silenciosas.
Unas veces son callejones sin salida, otras es un camino y no veo más allá de
los diez pasos, pero es un camino sin fin. Delante de mí va arremolinándose un
polvo ligero. Me acerco y veo coches de boda. En uno va Mijail con la novia. La
novia lleva velo y tiene cara de ser feliz. Yo voy al lado de los coches y me
parece que soy la más alta y me duele el corazón. Después todos se dan cuenta
de mi presencia. Se paran los coches. Mijail se me acerca, me coge la mano y
despacio me lleva a un callejón. «Amiga Ala —dice con voz monótona—, ya sé
que todo es triste. No hay remedio, porque no la amo a usted.» Yo sigo a su lado,
se me estremece el corazón y vuelven a abrirse nuevos caminos grises.
Ala calló.
—Es un sueño de mal agüero —agregó— ¿Quién sabe? Como ahora todo me
va mal, quizá después todo se ponga mejor y reciba una carta.
Las chicas pasaron al comedor. Varvara Stepánovna estaba allí; comía mucho
y con dedicación; a través de los lentes iba observando los bizcochos, el café, el
jamón... Apuraba el café a sorbos grandes y ruidosos y engullía los bizcochos
con presteza y codicia, como si se ocultara.
—Mamá —le dijo Rimma severa y levantó con arrogancia su carita—, quiero
hablar contigo. No te pongas roja. Todo se tranquilizará de una vez para siempre.
No puedo vivir más contigo. Déjame en libertad.
—Dame la partida.
—Me hace mucha gracia —rió con sarcasmo—, ¿y dónde me registro sin la
partida?
«Querido papá —escribirá ella—: tú tienes tus asuntos, ya lo sé, pero debo
contártelo todo... Dejemos a conciencia de mamá la afirmación de que Stasik
quedó dormido en mi pecho. El dormía en un cojín bordado, pero el centro de
gravedad reside en otra cuestión. Mamá es tu esposa y tú serás parcial, pero no
puedo quedarme más en casa, ella es inaguantable... Si quieres, iré contigo a
Kamchatka, pero necesito el pasaporte, papaíto...»
—Ah, ahora que me acuerdo —dijo—, los Rastojin se mudan hoy. Hay que
darles sesenta rublos, amenazan con llevar el asunto al juez. En la fresquera hay
huevos. Cuécelos, que yo voy al monte de piedad.
Cuando a las seis de la tarde Marjotski llegó de clase, en el recibidor vio unas
maletas hechas. De la habitación de los Rastojin llegaba ruido; por lo visto,
discutían. Allí mismo, en el recibidor, Varvara Stepánovna, de forma fulminante
y con una decisión desesperada, le pidió diez rublos prestados. Sólo en su cuarto,
Marjotski cayó en la cuenta de que había hecho una tontería.
Irritado decía las palabras que casi siempre se dicen a ciertas mujeres. No hay
de qué hablar con ellas, fastidia gastar ternuras en ellas, pero ellas se resisten a
pasar a lo fundamental.
—¿A qué vienen aquí esas palabras? —profirió Rimma pensativa—. ¿A qué
viene eso de que «soy hombre», de que «hay que acabar» no se que? ¿A qué
viene esa cara tan enfadada y tan fría? ¿Es que no se puede hablar de otra cosa?
Es triste, Stasik. Estamos en primavera, todo es tan bonito y nosotros aquí
riñendo...
Stanislav besó a la muchacha. Ella recostó la cabeza sobre el cojín y cerró los
ojos. Ambos se inflamaron. A los pocos minutos Stanislav la besaba sin cesar y
en un arrebato de pasión ciega e insaciada comenzó a zarandear por la habitación
su cuerpo delgadito y febril. Le rompió la blusa y el sujetador. Rimma, con los
labios secos y ojerosa, ponía sus labios a los besos y con una mueca retorcida,
dolorosa, protegía su virginidad. En uno de esos instantes picaron a la puerta.
Rimma vagó aturdida por la habitación, apretando contra su pecho los jirones de
la blusa destrozada.
Varvara Stepánovna regresó antes de lo que esperaba porque los Boiko, a los
que quería ver, no estaban. Al regresar se asombró del silencio en la casa. A esa
hora las chicas solían bromear con los estudiantes, carcajear, corretear. Sólo se
oía ruido en el baño. Varvara Stepánovna entró en la cocina, desde cuya ventana
podía observarse lo que pasaba en el baño_
Dos horas después, Ala, abrigada, mimada y llorada, yacía en la cama ancha
de Varvara Stepánovna Lo contó todo y se sintió aliviada. Se imaginaba
pequeñita, con una ridícula pena infantil.
Rimma, sin ruido, sin palabras, se movía por la habitación, hizo la limpieza,
preparó té a su madre, la obligó a cenar, hizo todo para que el dormitorio
estuviera limpio. Después encendió una lamparilla en la que desde hacía dos
semanas no echaban aceite; al desvestirse procuró no hacer ruido y se acostó al
lado de su hermana.
»Sé que tienes tus sinsabores, tu trabajo y no debiera escribirte eso, pero
nuestra casa, Nikolai, no se arregla. Las niñas se hacen mayores, hoy la vida
exige muchas cosas —cursillos, taquigrafía las chicas quieren más libertad. Hace
falta un padre, quizá haya que gritarles, pero en mí no se puede confiar. Sigo
creyendo que tu viaje a Kamchatka fue un error. Si estuvieras aquí nos
mudaríamos al Starokolenni, allí se alquila un pisito muy soleado.
Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El
sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a
recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar.
En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel[2] con pasas. Después de
la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido
con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka
escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha
puesto a tocar al pie de la ventana.
Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por
eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk[3].
Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la
feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan[4]. A cada pan
le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los
chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa.
La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno.
Su voz retumbaba como el trueno en la montaña.
—Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a
su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la
lengua, a las manos y a los pies.
En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis
velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan
blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda corno la
trenza recién lavada.
Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo
primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo
segundo.
—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me
dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y
mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.
«Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena,
anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das
avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida.»
Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas—
Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían
suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía
una ubre rosácea, cargada de leche.
—Sí.
—Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. —La mujer volvió a callar. Sus
ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo:
—Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en
sus labios tales palabras... usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo,
señora.
—¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los
conoce usted?
—¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre
los dedos temblones.
—Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un
hombre muerto? Allí, de fiestas nada...
—Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los
ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles.
¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien
años usted no verá allí ni una copa de aguardiente...
—En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el
día...
En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las
hojas verdes. Las empalidecidas estrellas que nos custodian se durmieron en el
cielo.
Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el
tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer
Guérshele escuchó el silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote
de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú.
Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel
hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual.
Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo
del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño.
Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero
tenía frío y continuamente cambiaba de pie.
Con la emperatriz
(Del diario petersburguense)
No es difícil cruzar el vestíbulo sin ser visto. El palacio está vacío. Un ratón
raspa sin prisa en una habitación lateral. Estoy en la biblioteca de la emperatriz
viuda María Fiódorovna. Un viejo alemán, parado en medio de la habitación,
coloca algodón en los oídos. Se dispone a salir. La suerte me besa en los labios.
El alemán es conocido. En una ocasión inserté gratis su anuncio sobre la pérdida
del pasaporte. El alemán me pertenecía con todo su mondongo honrado y fofo.
Acordamos: yo esperaré a Lunacharski[6] en la biblioteca porque, verá usted,
debo ver a Lunacharski.
Una mujer pequeña, de cara alisada con polvos, una ladina intrigante con
pasión insaciable de mandar, una furiosa hembra entre los granaderos de
Preobrazhenski, madre implacable, pero atenta, aplastada por la alemana, la
emperatriz María Fiódorovna despliega ante mí el rollo de su vida sorda y larga.
Sólo muy entrada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos
fantasmas de calaveras sangrantes. Bajo el rebuscado techo marrón se guían
ardiendo tranquilas las bolas de cristal, llena de polvo arremolinado. Junto a mis
borceguíes rotos, en las alfombras azules pasmáronse regueros de plomo.
Agotado por la labor del cerebro y por el calor del silencio, quedé dormido.
Esperé un largo rato recostado sobre una columna, hasta que se durmiera el
último lacayo del palacio. Este agachó las mejillas arrugadas, afeitadas por vieja
costumbre; un farol doraba débilmente su alta frente decaída.
Sólo a los tres días salió el primer tren. Al principio se paraba a cada versta,
después cogió brío, las ruedas trepidaron con más fervor y entonaron una potente
canción. Eso hizo feliz a todo nuestro furgón. En el año dieciocho la rapidez
hacía feliz a la gente. De noche el tren se estremeció y paró. Se corrió la puerta
del furgón, descubriéndonos el verde refulgor de las nieves. Un telegrafista de
estación, con pelliza sujeta por un cinto y con ligeras botas caucasianas, entró en
el furgón. El telegrafista extendió la mano y golpeó con el dedo la palma abierta.
—Ankloif, Jáim...[7]
Caminé, pisando la nieve con los pies descalzos. Una diana se iluminó en mi
espalda, el centro del blanco traspasaba las costillas. El campesino no disparó.
Entre las columnas de pinos, en el escondido sótano del bosque, se mecía una
lucecita aureolado con una corona de humo purpúreo. Llegué corriendo hasta la
cabaña. En la cabaña el guardabosques soltó un gemido. Sentado en un sillón de
bambú forrado de terciopelo se había liado en tiras cortadas de pellizas y de
capotes y desmenuzaba tabaco en su regazo. El guardabosques, que gemía
estirado por el humo, se incorporó y me hizo una reverencia:
Me encaminó por el sendero y me dio un trapo para enrollar los pies. Ya muy
avanzada la mañana llegué a poblado. En el hospital no había médico para
cortarme las piernas heladas; al frente se hallaba un practicante. Llegaba todas
las mañanas al hospital en un breve potro moro, lo amarraba al poste y entraba
arrebolado, con los ojos brillantes.
Dos chinos con bombín, con hogazas de pan bajo el sobaco, se apostaron en
la esquina de la Sadóvaya. Con la mano aterida marcaban trozos de pan y lo
mostraban a las prostitutas que se acercaban. Las mujeres pasaban de largo en
desfile silencioso.
Salió y regresó con dos cajas regaladas por el sultán Abd al-Hamid al
monarca ruso. Una era de cinc, la otra, con cigarros, llevaba pegadas cintas y
órdenes de papel. «A sa majesté, l'Empereur de toutes les Russies —llevaba
grabada la tapa de cinc— con afecto de su primo.»
Así, trece años atrás, comenzó esta vida mía, formidable, llena de sentido y
de alegría.
Mis primeros honorarios
Vivir en Tiflis en primavera, tener veinte años y no ser amado es una cosa
terrible. Eso me sucedió a mí. Tenía un trabajo como corrector de pruebas en los
talleres de Impresión del Distrito Militar del Cáucaso. El río Kura bullía bajo las
ventanas de mi buhardilla. Cuando se levantaba por detrás de las montañas, el
sol iluminaba sus oscuros remolinos. Alquilé la buhardilla a una pareja de
georgianos que acababan de casarse. El hombre tenía una carnicería en el
Mercado Oriental. Al otro lado de la pared, él y su mujer, locos de amor, daban
vueltas y se entrelazaban como dos grandes peces en un tanque pequeño. Las
colas de estos dos peces frenéticos batían contra la pared. Hacían oscilar todo el
desván, calcinado hasta la negrura por el sol, lo arrancaban de sus vigas y se lo
llevaban al infinito. Sus dientes estaban herméticamente cerrados en la
implacable furia de su pasión. Por las mañanas, la esposa, Miliet, bajaba a buscar
pan. Estaba tan débil, que tenía que asirse del pasamano para no caer. Buscando
a tientas los escalones con sus pequeños pies, tenía la sonrisa lánguida y vaga del
que se está reponiendo de una enfermedad. Con la mano en sus pequeños senos,
hacía una cortesía a todo el que se encontraba en el camino: al anciano asirio que
estaba verde de vejez; al hombre que iba por allí vendiendo parafina; a las brujas
viejas, agostadas y con profundas arrugas que vendían madejas de lana. Por la
noche, los jadeos y gemidos de mis vecinos eran seguidos de un silencio tan
penetrante como el plañido de una bala de cañón.
Es difícil para un hombre que está a remolque de sus ideas, bajo el hechizo de
sus miradas serpentinas, prodigarse en la espuma de insensatas y machaconas
palabras de amor. Un hombre así es demasiado orgulloso para llorar de tristeza, y
no sabe reír de alegría. Siendo un soñador, yo no había dominado el arte absurdo
de la felicidad. Estaría forzado, por consiguiente, a dar a Vera diez rublos de mi
pobre paga. Cuando me hube decidido, inicié la espera una tarde en la parte de
afuera del restaurante "Simpatía". Tártaros en túnicas azules y botas de suave
cuero pasaban con lento andar junto a mí. Limpiándose los dientes con palillos
de plata, echaban ojeadas a las mujeres pintadas de carmesí, georgianas de pies
grandes y muslos finos. En la luz, que palidecía, había una pincelada de
turquesa. Las acacias en flor a lo largo de las calles empezaron a suspirar en
tonos bajos, temblorosos. Una multitud de oficiales en capotes blancos se
precipitó por el bulevar, y ráfagas de aire fragante del Monte Kasbek bajaron
hasta ellos.
Vera vino más tarde, cuando había oscurecido. Alta y pálida, se deslizó al
frente de la simiesca muchedumbre como la Virgen María dirige la proa de una
barca pescadora. Se adelantó hasta el nivel de la puerta del restaurante
"Simpatía". La seguí tambaleándome:
—¿Dónde va?
Las palabras crujieron en mi boca como palos secos. Vera cambió el paso y
caminó hombro a hombro conmigo.
Yo respondí que dentro de cuatro días. Salimos del vano. Vera me tomó de la
mano y apretó el hombro contra mí. Subimos la calle, que se estaba enfriando. El
pavimento estaba cubierto de verduras secas.
El pelo de Vera estaba sostenido por una cinta que recogía y reflejaba curvos
destellos de luz de los faroles.
Eso fue lo que dije: despeja. Por alguna razón, esa fue la palabra que usé.
Llegamos al pie del Monte San David. Allí, en un café, ordené kebab para los
dos. Sin esperar que llegara, Vera fue a sentarse con unos viejos persas que
trataban de negocios. Apoyados en sus pulidos bastones y moviendo los cráneos
aceitunados, decían al dueño que era hora de que agrandara su comercio. Vera se
metió en la conversación. Se puso de parte de los viejos. Era partidaria de
transferir el negocio para el bulevar Mikhailovski. El propietario, demasiado
flojo y cauteloso para ver el punto, se contentaba con resollar con dificultad.
Comí mi kebab solo. Los brazos desnudos de Vera se salían de la seda de las
mangas; golpeaba con el puño en la mesa, sus aretes volaban de acá para allá
entre las espaldas largas y marchitas, las barbas amarillas y las uñas pintadas. El
kebab estaba frío a la hora en que regresó a la mesa. Se había acalorado tanto,
que tenia la cara roja.
—Uno no puede cambiar la muía ésta ... De verdad que se puede hacer
negocio, tú sabes, en Mikhailovski, con la cocina oriental. . .
Vera se sentó en la cama con las rodillas separadas. Sus ojos estaban muy
lejos, vagando por los puros reinos de su inquietud y amistad por la anciana
mujer. Después me vio con la chaqueta cruzada puesta. Se cogió las manos y se
estiró.
Pero yo, sencillamente, no podía comprender qué iba a hacer Vera. Sus
preparativos eran como los de un cirujano que se apresta a realizar una
operación. Encendió un hornillo portátil y puso en él una cacerola con agua. Tiró
una toalla limpia sobre la cabecera de la cama y colgó más arriba de ella una
lavativa "con un depósito. El tubo blanco se columpiaba en la pared. Cuando el
agua se calentó, la vertió en el depósito, tiró un cristal rojo en él y empezó a
quitarse el vestido, que se sacó por la cabeza. Una mujer grande, de hombros
caídos y arrugado vientre estaba de pie delante de mí. Sus pezones nacidos, a
ciegas, apuntaban oblicuamente.
¡Oh! ¡Dioses de mi juventud! Qué distinto era esto, este triste asunto, del
amor de mis vecinos al otro lado de la pared, de sus largos, prolongados
chillidos...
Vera se puso las manos bajo los pechos y las movió de un lado a otro.
—¿Cómo es eso? ¿No te preocupa el dinero? ¿Eres ladrón o algo por el...
—Quince años.
Vera esperaba que le contara sobre la debilidad del armenio que me había
corrompido, pero yo continué:
—Vivimos juntos durante cuatro años. Esteban Ivanovich era la persona más
decente y confiada que jamás yo había conocido. Creía cuanta palabra le decían
sus amigos... Yo debí haber aprendido un oficio durante esos cuatro años, pero
no hice nada... Lo único que me gustaba era jugar al billar... Los amigos de
Esteban Ivanovich lo arruinaron. Él les dio letras de cambio sin fondos, y sus
amigos las presentaron al cobro...
Y comencé a hablar un montón de basura que había oído sobre los posaderos
... La lástima que sentía por mí mismo me partía el corazón. Parecía que yo
estaba absolutamente condenado. Temblaba de tristeza e inspiración. Regueros
de sudor helado comenzaron a bajarme por el rostro como culebras que se
movían sobre la hierba calentada por el sol. Dejé de hablar, comencé a llorar y
me volví. Había terminado mi cuento. Hacía mucho que el hornillo se había
apagado. El agua había hervido y se había enfriado otra vez. El tubo de goma
colgaba de la pared. Vera fue silenciosamente hasta la ventana. Su espalda,
deslumbradoramente blanca y triste, se levantaba y bajaba frente a mí. En la
ventana, iba habiendo alguna luz alrededor de los picos de las montañas.
—Las cosas que hace la gente... —susurró Vera sin volverse—. Dios, las
cosas que hace la gente...
Extendió los brazos desnudos y abrió las persianas de par en par. Los
adoquines de la calle sisearon ligeramente al enfriarse. Había olor a polvo y
agua... La cabeza de Vera se movía.
—De modo que eres una perra... como nosotras las putas...
Incliné la cabeza.
Vera se volvió hacia mí. El refajo le colgaba del cuerpo al sesgo, como un
harapo.
—Las cosas que hace la gente —dijo de nuevo en voz más alta—. Dios, las
cosas que hace la gente... ¿Has estado alguna vez con una mujer?...
Mi cabeza tembló contra sus pechos, que se derramaban libremente sobre mí.
Los pezones tiesos se clavaron en mis mejillas. Estaban húmedos como las
pantorrillas de una criatura. Vera me miró de lo alto.
Ahora dígame usted, quisiera preguntarle: ¿Ha visto alguna vez un carpintero
de aldea ayudando a un compañero a construir una casa? ¿Ha visto qué gruesas y
ligeras y qué alegremente saltan las virutas cuando cepillan un tablón juntos?
Aquella noche, esta mujer de treinta años me enseñó todos los trucos de su
oficio. Aquella noche me enteré de secretos de los que usted nunca se enterará,
experimenté un amor que usted nunca experimentará, oí las palabras que una
mujer dice a otra. Las he olvidado; no se da por sentado que las recordemos.
[8]Equivale al ayuntamiento.