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ISAAC

BABEL
Cuentos

Isaac Babel 3

El despertar 5

En el sótano 9

Di Grasso 14

Carlos Yánkel 16

Fróim Grach 22

Mamá, Rimma y Ala 25

Shabos-najmú 30

Con la emperatriz 34

El camino 36

Mis primeros honorarios 40


Isaac Babel
Isaac Babel fue una más entre los miles y miles de víctimas anónimas del
estalinismo. Nacido en Odesa en 1894, Babel tenía dieciocho años cuando José
Stalin publicó la célebre Carta del Cáucaso, fundamento de su posterior política
de nacionalidades y prueba clave de su esencial antisemitismo; sin embargo, el
incipiente escritor, de cultura hebrea, adhirió al mismo partido que el poderoso
georgiano en ascenso que acabaría siendo dictador. Era lógico; los judíos
ilustrados, que habían sido perseguidos, reprimidos y marginados durante siglos
por el Estado zarista y por la sociedad rusa que lo sostenía, creían que la
transformación revolucionaria del mundo, postulada por los bolcheviques,
representaría para ellos el fin de la tragedia. No era ajeno a su esperanza el hecho
de que el más popular de los nuevos dirigentes, León Bronstein, Trotski, fuese
también judío. Se equivocaban, pero muchos de ellos necesitaron largo tiempo y
hondo dolor para convencerse. Babel pagó su error con la vida: desapareció en
1939, y se le supone muerto en un campo de trabajo hacia 1941.

Apadrinado por Gorki, se permitió dudar de su destino literario y, entre 1917


y 1924, año en que murió Lenin y se suicidó Mayakovski, fue soldado
revolucionario en varias frentes y funciones —aun policiales—. A esas
experiencias se debe su volumen de cuentos Caballería roja.

Sus primeras narraciones, referidas a circunstancias y experiencias de los días


de infancia, fueron recogidas en el volumen titulado Cuentos de Odesa. Los que
aquí presentamos corresponden a una segunda selección, que se publicó con el
nombre genérico de Relatos. «Carlos-Yánkel», «En el sótano», «El despertar» y
«Di Grasso», remiten a la misma época que los reunidos en la primera serie: la
de los primeros años de Babel, en el barrio judío de Odesa, antes de gran pogrom
de 1914.

«Froím Grach» había sido figura destacada de aquel mundo, poro aquí se lo
toma en 1918, cuando se convierte en víctima del nuevo orden: «¿Para qué
serviría este hombre en la sociedad del futuro?», se pregunta sobre él uno de los
chequistas que conversan junto a su cadáver. «Mamá, Rimma y Ala» muestra la
lucha contra la miseria que libran tres mujeres en una sociedad patriarcal.
«Shabos-najamú» es muestra de la picaresca mística de Guérshele, un
perseguido por el hambre que ha protagonizado otras historias de Babel. «Con la
emperatriz» trata del ensoñado encuentro con un manuscrito de la emperatriz
María Fiodorovna en el Petersburgo de los días de la Revolución. En «El
camino» se incluye una glosa sobre el mismo documento, aunque aquí lo central
es la narración de ciertos episodios del viaje de Babel desde el frente —en los
que se da fe del activo y criminal antisemitismo reinante en las sociedades
ucraniana y rusa—, de la llegada de Babel a la ciudad y de su incorporación a la
Checa en 1917: escrito en 1930, las líneas finales de este cuento revelan el tono
de las relaciones de su autor con el poder: «Así empezó para mí, hace trece años,
una vida inmejorable, llena de sentido y de alegría.»

Uno de los cuentistas rusos más brillantes del siglo XX (1894-1941), Babel
surgió como máxima revelación de la literatura revolucionaria a la publicación
de sus relatos en Caballería roja y Cuentos de Odesa, allá por los años 20 para
sufrir desde 1937, como buena parte de la generación de intelectuales que se
adhirieron a la revolución en 1917, persecuciones y luego su confinación en un
campo de concentración, donde murió durante las grandes purgas estalinianas,
etapa que lo había convertido, según sus propias palabras, en "el gran maestro
del silencio". Su rehabilitación se inició en 1957 y así su hija Nathalie pudo
preparar otro volumen, en Estados Unidos, Debes saberlo todo, recogiendo
cuentos suyos que no habían sido publicados en la URSS, dos publicados allí en
el lento proceso de su deshielo y otros publicados años atrás, recuperados tras
difícil y paciente rastreo, y que se centran en sus recuerdos de infancia en Odesa.
El tiempo, además, resalta en Babel su magistral técnica narrativa.
El despertar
Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y
oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos. Nuestros
padres, al no ver salida para mí, idearon una lotería. La montaron sobre los
huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada por ese delirio más que otras
ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra ciudad suministró niños
prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron Misha Elman,
Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz.

Al cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser
minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños
prodigio, una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de
charol. Los encontraba en los tugurios de la Moldavanka y en los patios
macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba la primera orientación, después los
niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo. El alma de aquellos
alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente armonía. Llegaban
a ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía yo catorce años,
había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura y flojedad
bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas.

Me llevaron a Zagurski. Por respeto a mi abuelo accedió por muy poco


precio: un rublo la clase. Mi abuelo, Leivi-Itsjok, era el hazmerreír de la ciudad
y su ornato. Deambulaba con chistera y choclos y arrojaba luz sobre los asuntos
más oscuros. Le preguntaban qué era un gobelino, por qué los jacobinos
traicionaron a Robespierre, cómo se fabrica la seda artificial, qué es la cesárea.
Mi abuelo podía responder a todas esas preguntas. Por respeto a su sabiduría y a
su demencia, Zagurski nos cobraba un rublo por clase. Es más, por temor a mi
abuelo perdía el tiempo conmigo, porque yo era un caso perdido. Los sonidos se
desprendían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo aquellos
sonidos me tronzaban el corazón, pero mi padre no me dejaba en paz. En casa
sólo se hablaba de Misha Elman, al que el propio zar liberó del servicio militar.
Zimbalist, según las noticias de mi padre, fue presentado al rey de Inglaterra y
tocó en el palacio de Buckingham; los padres de Gabrilóvich compraron dos
casas en Petersburgo. Los niños prodigio habían enriquecido a sus papás. Mi
padre hubiera transigido con la pobreza, pero necesitaba la fama.
—No puede ser —le susurraban los que comían a cuenta suya—, no puede
ser que el nieto de un abuelo como ese...

Yo era de distinta opinión. Cuando ensayaba los ejercicios de violín colocaba


en el atril un libro de Turguénev o de Dumas y mientras rascaba el instrumento
devoraba una página tras otra. De día contaba a los chicos de la vecindad
patrañas que de noche pasaba al papel. En nuestra familia la escritura nos venía
de herencia. Leivi-Itsjok, que a la vejez se chifló, durante su vida estuvo
escribiendo una novela titulada «El hombre sin cabeza». Yo salí a él.

Cargado con la funda y las notas me trasladaba tres veces a la semana a la


calle Witte, antes Dvoriánskaya, a casa de Zagurski. Allí, sentadas a lo largo de
la pared, hacían cola judías pletóricas de histérico entusiasmo. Sobre sus rodillas
débiles soportaban unos violines que en tamaño superaban a quienes llegarían a
tocar en el palacio de Buckingham.

Se abría la puerta del santuario. Del despacho de Zagurski salían dando


traspiés niños cabezudos, pecosos, de cuello delgado como el tallo de una flor y
con rubor epiléptico en las mejillas. La puerta volvía a cerrarse, tragándose al
enano siguiente. Tras la pared se desgañitaba cantando y dirigiendo el maestro,
con pajarita, rizos peligrosos y piernas flacas. El, gerente de la abominable
lotería, poblaba la Moldavanka y los negros callejones del Bazar viejo con
espectros del pizzicato y de la cantilena. Después, el viejo profesor Auer sacaba
un brillo infernal a aquella solfa.

En aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de
mis antepasados escuché otra sugestión.

Me costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el
violín, las notas y doce rublos —el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la
calle Nézhinskaya y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la casa
de Zagurski, pero tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto. Las tres
horas que me correspondían pasaron volando en el muelle Práctico. Era el
comienzo de la emancipación. La antesala de Zagurski ya no me vio nunca más.
Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza. Con mi condiscípulo Nemánov
comenzamos a visitar en el barco «Kensington» a un viejo marinero llamado
mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba desde los
ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la
compraventa y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York,
director de la General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford.
Nemánov me llevaba consigo porque yo le seguía sin rechistar. El compraba a
mister Trottibearn pipas metidas de contrabando. Un hermano del viejo marinero
torneaba las pipas en Lincoln.

—Gentlemen —nos decía mister Trottibearn—, recuerden que deben hacer a


sus hijos con sus propias manos... Fumar una pipa de fábrica es lo mismo que
meterse en la boca el pitorro de una lavativa... ¿Saben quién fue Benvenuto
Cellini?... Fue un maestro. Mi hermano de Lincoln podría hablarles de él. Mi
hermano no impide vivir a nadie. Pero está convencido de que los niños deben
hacerse con las propias manos y no con manos ajenas... No hay más remedio que
darle la razón, gentlemen...

Nemánov vendía las pipas de Trottibearn a directores de banca, a cónsules


extranjeros y a griegos acaudalados... Obtenía el cien por cien de ganancia.

Las pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una
idea, una gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches
estaban forrados de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra
vivía Matews Trottibearn, el último artífice de la pipa, que se resistía a la marcha
de las cosas.

—No tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con
nuestras propias manos...

Las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor
a cebolla y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del rompeolas.
Allí, en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de la calle
Primórskaya. Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los pantalones,
buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos para la comida y esperaban
la hora en que de Jersón y de Kamenka llegaban las lanchas con sandías que
abrían golpeándolas contra el muelle.

Mi ilusión era aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos


muchachos bronceados que, habiendo nacido en Odesa, no había visto el mar
hasta los diez años y que a los catorce no sabía nadar.

¡Qué tarde hube de aprender cosas útiles! En mi infancia, atado al Gemara,


llevé vida de persona docta; cuando crecí empecé a subirme a los árboles.
El arte de nadar resultó inasimilable. Me arrastraba al fondo la hidrofobia de
todos mis antepasados —de rabís españoles y de cambistas francfortianos. El
agua no me sostenía. Flagelado, rebosando agua salada, volvía a la orilla, al
violín y a las notas. Estaba amarrado a las armas de mi delito y las llevaba
conmigo. La lucha de los rabís contra el mar prosiguió hasta el día que de mí se
compadeció Efim Nikítich Smólich, genio de las aguas de aquella comarca,
lector de pruebas de «Novedades de Odesa». El pecho atlético de aquel hombre
cobijaba compasión por los niños judíos. Nikítich acaudillaba a multitud de
alfeñiques raquíticos; los hallaba en los chinchales de la Moldavanka, los llevaba
al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia y buceaba con ellos, les
enseñaba canciones y mientras se tostaba al sol que caía de plomo, contaba
historietas de pescadores y de animales. A los mayores Nikítich explicaba que
era filósofo naturalista. Los niños judíos se morían de risa escuchando las
historietas de Nikítich, chillaban y se arrebozaban como cachorros. El sol les
asperjaba con pecas inconstantes, con pecas color lagartija.

El viejo observaba en silencio y de reojo mi cuerpo a cuerpo con las olas.


Cuando vio que no había esperanza y que yo jamás aprendería a nadar, me
incorporó al grupo de los moradores de su corazón. Allí estaba, con nosotros, su
alegre corazón —no se inflaba, no se mostraba ávido, no se alarmaba... Con
hombros de cobre, con cabeza de gladiador envejecido, con piernas de bronce,
un tanto torcidas, se tumbaba con nosotros más allá del rompeolas, como
soberano de aquellas aguas con cáscaras de sandía y manchas de gasolina. Amé
a aquel hombre como sólo un niño afecto de histeria y con dolores de cabeza
puede amar a un atleta. No me separaba de él y procuraba serle útil.

Díjome:

—No te apresures... Fortalece tus nervios. El saber nadar llegará... No puede


ser que no te sostenga el agua... ¿Por qué no te va a sostener?

Viendo mi esmero, como distinguiéndome entre sus discípulos, Nikítich me


invitó a su casa, una buhardilla espaciosa y limpia con esteras, me enseñó los
perros, el erizo, la tortuga y las palomas. En correspondencia a tales riquezas yo
le entregué la tragedia que había escrito la víspera.

—Ya me imaginaba que escribías —dijo Nikítich—, tienes mirada de eso...


Por lo general no miras a ninguna parte...
Leyó mis escritos, movió un hombro, pasó la mano por su pelo crespo y
canoso y paseó por la buhardilla...

—Cabe pensar —dijo alargando la frase, poniendo un pausa entre cada


palabra—, que tienes madera...

Salimos a la calle. El viejo se paró, descargó con fuerza el bastón contra la


acera y me miró fijamente.

—¿Qué es lo que te falta?... La juventud es lo de menos, eso se remedia con


los años... Te falta el sentido de la naturaleza.

Con el bastón señaló un árbol de tronco rojizo y de copa baja.

—¿Qué árbol es ése?

Yo no lo sabía.

—¿Qué crece en esa mata?

Tampoco lo sabía. Caminábamos por un jardincillo de la avenida


Alexándrovski. El viejo señalaba con el bastón todos los árboles, me tomaba del
hombro cuando pasaba un pájaro y me hacía escuchar sus trinos.

—¿Qué pájaro canta?

No lograba responder a ninguna de sus preguntas. El nombre de los árboles y


de las aves, su clasificación por órdenes, adonde vuelan los pájaros, de dónde
sale el sol, cuándo es mayor el rocío —yo desconocía todo eso.

—¿Y te atreves a escribir?... El que no vive dentro de la naturaleza como vive


en ella la piedra o el animal, no escribirá en su vida dos renglones dignos... Tus
paisajes parecen un descripción de decorados. ¿En qué diablos estuvieron
pensando tus padres estos catorce años?...

—¿En qué pensaban?... En letras protestadas, en los chalets de Misha


Elman... No se lo dije a Nikítich, me lo callé.

En casa no toqué la comida. Se me atragantaba. «El sentido de la naturaleza


—pensaba yo—, Dios mío, ¿por qué no se me había ocurrido a mí?... ¿Dónde
busco yo ahora a quien me descifre las voces de los pájaros y me enseñe el
nombre de los árboles?... ¿Qué sé yo de eso? Sólo podría distinguir a la lila y
sólo cuando está en flor. La lila y la acacia. Las calles Deribásovskaya y
Grécheskaya tienen acacias...»

Durante la comida mi padre contó otra historia de Yasha Heifetz. Antes de


llegar a Robin se cruzó con Mendelsón, tío de Yasha. Resulta que el niño recibe
ochocientos rublos por concierto. Calculen cuánto sale con quince conciertos al
mes.

Lo calculé y me salieron doce mil al mes. Multipliqué, llevé cuatro y miré a


la calle. Por el patio de cemento, con la capa ligeramente ondeada, los bucles
pelirrojos asomando por debajo del sombrero, apoyándose en el bastón,
avanzaba majestuoso el señor Zagurski, mi profesor de música. No podría
decirse que me echó pronto de menos. Habían pasado tres meses largos del día
en que mi violín se posó en la arena del rompeolas.

Zagurski se acercaba a la puerta principal. Yo me dirigí a la puerta de


servicio: la habían tapiado la víspera por temor a los ladrones. Entonces me
escondí en el retrete. Media hora después a mi puerta estaba congregada toda la
familia. Las mujeres lloraban. Bobka restregaba su hombro carnoso contra la
pared y se ahogaba en llantos. Mi padre callaba. Comenzó a hablar con una voz
tan queda y clara como nunca hasta entonces.

—Soy oficial —dijo mi padre—, y tengo un latifundio. Salgo de cacerías.


Los campesinos me pagan renta. Ingresé a mi hijo en el cuerpo de cadetes. No
tengo por qué preocuparme de mi hijo...

Calló. Las mujeres resollaban. Después un golpe terrible cayó sobre la puerta.
Mi padre cogía impulso y descargaba contra ella todo su cuerpo.

—Soy oficial —gritaba—, salgo de cacerías... Le mato... Y se acabó...

El picaporte saltó; quedaba un pestillo retenido por un solo clavo. Las


mujeres se retorcían en el suelo, sujetaban a mi padre por los pies; enloquecido,
él se liberaba de ellas. Al ruido acudió una vieja, la madre de mi padre.

—Hijo mío —pronunció en hebreo—, nuestra congoja es grande. No tiene


límites. Sólo sangre faltaba en nuestra casa. No quiero sangre en nuestra casa...
Mi padre gimió. Escuché sus pasos que se alejaban. El pestillo colgaba del
último clavo.

Seguí en mi fortaleza hasta la noche. Cuando todos se acostaron, mi tía


Bobka me llevó a casa de la abuela. Teníamos que caminar un largo trecho. La
luz lunar quedó plasmada en arbustos ignotos, en árboles sin nombre... Un pájaro
invisible silbó y se apagó, quizá quedó dormido... ¿Qué pájaro era aquél? ¿Cómo
se llamaba? ¿Cae el rocío al anochecer?... ¿Dónde está la Osa Mayor? ¿Por qué
parte sale el sol?...

Íbamos por la calle Pochtóvaya. Bobka me sujetaba fuertemente de la mano


para que no me escapara. Tenía razones. Yo pensaba en la fuga.
En el sótano
Yo era un niño mentiroso. La culpa era de la lectura. Tenía mi imaginación
siempre incandescente. Leía en clase, en el recreo, camino de casa, de noche
bajo la mesa, tapándome con un mantel que llegaba al suelo. Debido a los libros
pasé por alto todas las cosas de este mundo: las escapatorias de la escuela al
puerto, el comienzo de los billares en los cafés de la calle Gréchevskaya, los
baños en Lanzherón. No tenía amistades. ¿A quién le agradaría tratar a un tipo
así?

Un día vi en poder de Mark Borgman, nuestro primer alumno, un libro sobre


Spinoza. Él acababa de leerlo y sin poder contenerse comenzó a hablar a los
muchachos que le rodeaban de la Inquisición española. Lo que contaba era una
farfulla científica. Las palabras de Borgman estaban desprovistas de poesía.

No aguanté y me entrometí. Hablé a los que quisieron escucharme del viejo


Amsterdam, de las tinieblas del ghetto, de los filósofos-tallistas de diamantes.
Agregué mucho de mi cosecha a lo leído en los libros. Sin eso no podía pasar.
Mi imaginación confería fuerzas a las escenas dramáticas, trastocaba los finales,
ponía misterio en los comienzos. La muerte de Spinoza, su muerte redimida y
solitaria, quedó transformada por mi imaginación en una contienda. El sanedrín
quiso obligar al moribundo a confesar, pero él no retrocedió. Allí mismo
intercalé a Rubens. Me imaginé que Rubens había permanecido ante el lecho de
Spinoza y había sacado la mascarilla mortuoria.

Mis condiscípulos escucharon la fantástica novela con la boca abierta. Fue


una novela contada con inspiración. Nos separamos con disgusto al oír el timbre.
En el recreo siguiente Borgman se acercó a mí, me tomó de la mano y
comenzamos a pasear juntos. Al poco rato nos pusimos de acuerdo. Borgman no
tenía las fastidiosas características del primer alumno. Para su cerebro recio la
ciencia escolar era como los garabatos al margen de un libro auténtico. Buscaba
esos libros con verdadera ambición. Con la ingenuidad de nuestros doce años
sabíamos ya que le esperaba una vida sabia, nada común. No preparaba las
lecciones, sólo las escuchaba. Aquel muchacho juicioso y formal me tomó afecto
por mi manera de trastocar todas las cosas del mundo, las cosas más simples que
cabe imaginar.
Aquel año pasamos a tercer grado. Mi cartilla estaba plagada de treses con
menos. Con mis desvaríos era yo tan raro que los maestros, después de pensarlo,
no se atrevieron a ponerme doses. A comienzos del verano Borgman me invitó a
su casa de campo. Su padre era director del Banco Ruso de Comercio Exterior.
Era uno de los que convertía a Odesa en una Marsella o en un Nápoles. Tenía
madera de viejo negociante odesita. Pertenecía al grupo de los calaveras
escépticos y corteses. El padre de Borgman procuraba no utilizar el idioma ruso;
se expresaba en el lenguaje tosco y entrecortado de los capitanes de Liverpool.
En abril nos visitó una ópera italiana y Borgman ofreció una comida en su casa a
toda la compañía. Aquel banquero abotagado, el último de los negociantes de
Odesa, sostuvo un romance de dos meses con la tetuda primera cantante. Ella se
llevó recuerdos que no remordían la conciencia y un collar elegido con gusto y
no muy caro.

El viejo ocupaba el cargo de cónsul argentino y de presidente del comité


bursátil. A su casa, pues, yo fui invitado. Mi tía —llamada Bobka— lo comunicó
a todo el patio. Me endomingó lo mejor que pudo. Fui en el tren hasta la estación
16 del Gran Fontán. El chalet se hallaba sobre un acantilado rojizo a la vera del
mar. En la ladera crecía un parterre con fucsias y con tuyas podadas en forma de
esfera.

Yo procedía de una familia mísera y torpe. El ambiente en el chalet de


Borgman me asombró. En las veredas, ocultos entre el verdor, blanqueaban
sillones de mimbre. La mesa de comer estaba cubierta de flores, las ventanas
estaban engastadas en jambajes verdes. Ante la casa había una espaciosa
columnata de madera.

A la tarde llegó el director del banco. Después de comer colocó un sillón de


mimbre al borde mismo del acantilado, ante la llanura del mar, levantó las
piernas con pantalones blancos, encendió un puro y se puso a leer «Manchester
Guardian». Los convidados, señoras de Odesa, jugaban al póker en la galería. En
una esquina de la mesa susurraba un samovar estrecho con asas de marfil.

Aquellas mujeres —aficionadas a las cartas y a los dulces, lechuguinas


desaseadas y libertinas secretas, de ropa perfumada y grandes caderas—
agitaban abanicos negros y ponían monedas de oro. Hasta ellas, a través de un
parral, llegaba el sol. Era un enorme disco de fuego. Los destellos de bronce
hacían más pesadas las cabelleras negras de las mujeres. Las chispas del ocaso
penetraban en los brillantes —brillantes que pendían en todas partes: en los
hoyos de los pechos distanciados, en las orejas retocadas y en los dedos de
hembras eróticas, azulados y mórbidos.

Llegó la noche. Un murciélago voló con un susurro. El mar se abalanzó aún


más sobre la roca colorada. Mi corazón de doce años estaba henchido de alegría
y de la liviandad de la riqueza ajena. Mi amigo y yo, cogidos de la mano,
paseábamos por una vereda apartada. Borgman me dijo que sería ingeniero de
aviación. Se rumoreaba que su papá sería designado representante del Banco
Ruso de comercio exterior en Londres; Mark llegaría a estudiar en Inglaterra.

En nuestra casa, en casa de la tía Bobka, no se trataban esas cosas. Yo no


tendría con qué pagar aquel esplendor continuo. Entonces le dije a Mark que,
aunque en nuestra casa era todo diferente, mi abuelo Leivi-Itsjok y mí tío dieron
la vuelta al mundo y pasaron miles de aventuras. Describí por orden todas las
aventuras. El sentido de lo imposible me abandonó inmediatamente y pasé a mi
tío Volf por la guerra ruso-turca hasta Alejandría, en Egipto...

La noche se enderezó en los álamos, las estrellas se posaron sobre las ramas
cedientes. Yo hablaba y agitaba los brazos. Los dedos del futuro ingeniero de
aviación se estremecían en mi mano. Despertó con dificultad de las
alucinaciones y prometió ir a mi casa el domingo siguiente. Con esa promesa
regresé en el tren a casa, adonde Bobka.

Toda la semana siguiente a mi visita me creí ser director de banco. Realicé


operaciones millonarias con Singapur y Port Said. Adquirí un yate y viajaba
solo. El sábado llegó la hora del despertar. Mañana me visitaría el pequeño
Borgman. No había nada de lo que yo le conté. Había algo mucho más
asombroso de lo inventado por mí, pero a mis doce años yo no sabía qué hacer
con la verdad en este mundo. El abuelo Leivi-Itsjok, rabí expulsado de su lugar
por falsificar en las letras de cambio la firma del conde de Branitski, era un loco,
en opinión de nuestros vecinos y de los niños del barrio. Al tío Simón-Volf yo no
lo aguantaba por sus extravagancias estrepitosas, llenas de fogosidad absurda, de
gritería y de opresión. La única tratable era Bobka. Bobka se enorgullecía de que
yo tuviera por amigo al hijo de un director de banco.

Veía en esa amistad el comienzo de una carrera y preparó para el invitado una
tarta con dulce y un pastel con semillas de amapola. Todo el corazón de nuestra
tribu, un corazón muy curtido en la lucha, quedó expresado en aquellos pasteles.
Al abuelo, con su chistera rota y su trapería en los pies hinchados, lo ocultamos
en casa de los Apeljot, nuestros vecinos; le imploré que no apareciera hasta que
el visitante se hubiera marchado. Con Simón-Volf la cosa también se arregló. Se
marchó con sus amigos chalanes a tomar té en la taberna «El oso». En aquella
taberna servían aguardiente además de té y cabía esperar que Simón-Volf
tardaría en regresar. Debo decir que mi familia no se parecía a otras familias
judías. En nuestro clan hubo borrachos, hubo seductores que se llevaron a hijas
de generales y las abandonaron antes de pasar la frontera, mi abuelo falseaba
firmas y componía para esposas abandonadas cartas de chantaje.

Hice todo lo posible por mantener todo el día fuera a Simón-Volf. Le di los
tres rublos ahorrados. Para gastar tres rublos se requiere un tiempo. Simón-Volf
regresaría tarde y el hijo del director del banco jamás sabría que el relato acerca
de la bondad y de la fuerza de mi tío era una patraña. Bien mirado, pensado con
el corazón, era verdad y no mentira, pero el que viera a Simón-Volf, sucio y
chillón jamás llegaría a comprender esa verdad.

El domingo por la mañana Bobka se puso un vestido de paño marrón. Su


pecho bonachón y grueso se desparramó por todos los lados. Se colocó una
pañoleta de negras flores estampadas, de esas pañoletas que se ponen para ir a la
sinagoga el día del juicio final y en el Rosch Ha-Shanan. Bobka situó en la mesa
pasteles, dulces y roscos y se puso a esperar. Vivíamos en un sótano. Borgman
arqueó las cejas al pisar el suelo irregular del pasillo. En el zaguán había una
tinaja con agua. Apenas entró comencé a distraerle con una serie de cosas
curiosas. Le mostré un despertador hecho hasta el último tornillo por mi abuelo.
El reloj llevaba una lámpara que se encendía cuando daban las medias y las
horas. Le mostré también un tonelete con betún. La fórmula de aquel betún había
sido descubierta por Leivi-Itsjok que no revelaba a nadie el secreto. Después
Borgman y yo leímos algunas páginas del manuscrito del abuelo. Escribía en
hebreo sobre unas hojas amarillas cuadradas, enormes como mapas geográficos.
El manuscrito se titulaba «El hombre sin cabeza». Allí estaban retratados todos
los vecinos de Leivi-Itsjok en los setenta años de su vida: primero en Skvir y
Bélaya Tsérkov y después en Odesa. Los personajes de Leivi-Itsjok eran
fabricantes de ataúdes, chantres, judíos borrachos, cocineras de circuncisiones y
granujas que hacían operaciones rituales. Todos eran gente absurda, premiosa,
con narices abultadas, granos en la coronilla y traseros ladeados. Durante la
lectura apareció Bobka con su vestido marrón. Llegaba con el samovar en una
bandeja guarnecida con su pecho grueso y bonachón. Hice la presentación.
Bobka dijo: «Mucho gusto», alargó los dedos sudados e inmóviles y dio un
taconazo. La cosa no podía marchar mejor. Los Apeljot no soltaban al abuelo. Yo
extraía sus tesoros, uno por uno: gramáticas en todas las lenguas y sesenta y seis
tomos del Talmud. Mark quedó cegado con el tonelete de betún, con el
despertador y con la montaña del Talmud, algo que no se vería en ninguna otra
casa.

Tomamos dos vasos de té con tarta, Bobka desapareció asintiendo con la


cabeza y reculando. Embargado por la alegría me puse en postura y comencé a
recitar las estrofas que más me gustaban en mi vida. Antonio, ante el cadáver de
César, se dirige al pueblo de Roma:

«¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo


a inhumar a César, no a ensalzarle!»[1]

Así comienza Antonio el juego. Yo perdí la respiración y puse las manos


sobre el pecho.

«Era mi amigo, para mí leal y sincero; pero Bruto dice que era
ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo
a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto
ambición en César?... Siempre que los pobres dejaban oír su voz
lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia
más dura! Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un
hombre honrado... Todos visteis que en las Lupercales le presenté
tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto
ambición? Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un
hombre honrado.»

Ante mis ojos, en la niebla del universo, pendía el rostro de Bruto. Estaba
blanco como la tiza. El pueblo romano, rezongando, marchaba sobre mí. Levanté
la mano; los ojos de Borgman se desplazaron sumisos tras ella, mi puño apretado
tembló. Levanté la mano... y vi tras la ventana al tío Simón-Volf que cruzaba el
patio en compañía del chalán Leikaj. Llevaba a cuestas una percha de astas de
ciervo y un arca roja con colgantes en forma de fauces de león. Bobka también
los vio por la ventana. Olvidándose del huésped irrumpió en la habitación y me
agarró con manos temblorosas.

—Corazón mío, ha comprado más muebles... Borgman, introducido en su


uniformito, se levantó y asombrado hizo una reverencia a Bobka. Intentaban
abrir la puerta. En el pasillo se oyó un estruendo de botas y el ruedo de un arca
que se arrastra. Las voces de Simón-Volf y del pelirrojo Leikaj atronaban.
Ambos estaban a medios pelos.

—Bobka —gritó Simón-Volf—, adivina: ¿cuánto di por esos cuernos?

Aunque chillaba como una trompeta, en su voz había vacilación. Simón-Volf,


borracho como estaba, recordaba que odiábamos al pelirrojo Leikaj que le
empujaba a comprar, que nos invadía con muebles innecesarios, absurdos.

Bobka callaba. Leikaj algo murmulló a Simón-Volf. Para ahogar su silbido de


serpiente, para acallar mi temor, grité con palabras de Antonio:

«¡Ayer todavía, la palabra de César hubiera podido prevalecer


contra el universo! ¡Ahora yace aquí, y nadie hay tan humilde que
la reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al
motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sena injusto con
Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres
honrados...»

En este lugar se escuchó un golpe. Golpeada por su marido, Bobka cayó al


suelo. Por lo visto, hizo alguna observación amarga sobre las astas de ciervo.
Comenzaba el diario espectáculo. La voz de bronce de Simón-Volf tapaba todas
las rendijas del universo.

—Estáis haciendo de mí gelatina —gritaba mi tío con voz estruendosa—,


estáis haciendo de mí gelatina para atiborrar vuestras bocas de perro... El trabajo
me arrebató el alma. Ya no tengo con qué trabajar. No me quedan manos. No me
quedan pies... Me cargasteis una piedra del pescuezo, tengo una piedra colgada
del pescuezo...

Nos maldecía a Bobka y a mí con imprecaciones judías, prometiéndonos que


se nos vaciarían los ojos, que nuestros hijos comenzarían a pudrirse y a
descomponerse en las entrañas de la madre, que no tendríamos tiempo para
enterrarnos unos a otros y que nos arrastrarían por los pelos a una fosa común. El
pequeño Borgman se levantó de su asiento. Estaba pálido y miraba a todos lados.
Aunque desconocía los giros del sacrilegio judío, conocía las blasfemias rusas.
Simón-Volf tampoco las desdeñaba. El hijo del director del banco estrujaba su
gorrita en la mano. El se dividía en mis ojos y yo intentaba acallar todo el mal
del mundo. Mi desesperación agónica y la muerte de César se convirtieron en
una sola cosa. Yo estaba muerto y yo gritaba. Los estertores se levantaban desde
lo hondo de mi ser.

«Si tenéis lágrimas, disponeos a verterlas. ¡Todos conocéis este


manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío,
en su tienda, el día que venció a los nevrios. ¡Mirad: por aquí
penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el envidioso
Casca! ¡Por esta otra le hirió su amado Bruto! ¡Y al retirar su
maldecido acero, observad cómo la sangre de César parece
haberse lanzado en pos de él!...»

Nada podía ahogar la voz de Simón-Volf. Sentada en el suelo, Bobka


sollozaba y se sonaba. El impávido Leikaj movía un arca al otro lado del tabique.
En esto mi demencial abuelo quiso acudir en mi ayuda. Se escapó de los Apeljot,
se situó junto a la ventana y comenzó a rascar el violín, quizá para que los
extraños no oyesen las blasfemias de Simón-Volf. Borgman se asomó a la
ventana, abierta a ras de la calle y se retiró espantado. Mi pobre abuelo estaba
haciendo muecas con su osificada boca azul. Llevaba una chistera retorcida, una
clámide negra enguatada con botones de hueso y choclos en sus pies elefantinos.
Su barba ahumada pendía en guedejas y se mecía tras la ventana. Mark huía.

—No tiene importancia —balbuceaba cuando se escapaba a la calle—,


francamente, no tiene importancia...

Por el patio pasó rápidamente su uniformito y su gorra de ala subida.

Mark se fue y yo me tranquilicé. Quedé esperando la noche. El abuelo rellenó


de ganchos hebreos su cuartilla cuadrada (describió a los Apeljot con los que
pasó el día por culpa mía), se tumbó en la cama y se durmió. Entonces yo salí al
pasillo. El piso era de tierra. Yo caminaba en la oscuridad descalzo y con un
camisón remendado. Por las rendijas de las tablas refulgían los adoquines con
filos de luz. La tinaja del agua estaba en el rincón de siempre. Me metí en ella.
El agua me cortó en dos. Sumergí la cabeza, me asfixié y salí. Desde lo alto,
desde un estante, me estaba observando un gato somnoliento. La segunda vez
aguanté más, el agua chapoteaba a mi alrededor, mi gemido se sumergía en ella.
Abrí los ojos y en el fondo de la tinaja vi mi camisón haciendo vela y las piernas
juntas. Volví a enflaquecer y emergí. Al pie de la tinaja estaba mi abuelo en
blusa. Su único diente tintineaba.

—Nieto mío —pronunció con desprecio y claridad—, voy a tomar aceite de


ricino para tener algo que llevar a tu tumba.

Fuera de mí grité y penetré en el agua con impulso. Me sacó la mano


impotente de mi abuelo. Entonces rompí a llorar por primera vez en ese día y el
mundo de las lágrimas era tan enorme y bello que de mis ojos se fue todo menos
las lágrimas.

Me desperté en la cama enrollado en mantas. Mi abuelo paseaba por la


habitación y silbaba. La gorda Bobka calentaba mis pies en el pecho.

—Mira cómo tiembla, nuestro tontín —dijo Bobka—, ¿de dónde sacará el
niño las fuerzas para temblar así?

El abuelo se dio un repelón en la barba, silbó y reanudó su paseo. Tras la


pared, con dolorosa expiración, roncaba Simón-Volf. Como se pasaba el día
peleando, de noche nunca despertaba.
Di Grasso
Tenía yo catorce años. Pertenecía al gremio intrépido de los revendedores de
entradas de teatro. Mi patrón era un granuja con un ojo siempre entornado y
enormes mostachos de seda. Se llamaba Kolia Schvarts. Caí en su poder aquel
funesto año en que en Odesa quebró la ópera italiana. El empresario, haciendo
caso de los críticos de prensa, no contrató a Anselmi ni a Tita Ruffo y se
conformó con un buen conjunto. El pagó las consecuencias de esto y nosotros
también. Nos prometieron a Shaliapin para enderezar el negocio, pero Shaliapin
pidió tres mil por función. Lo sustituyó el trágico siciliano Di Grasso con su
compañía. Los trajeron al hotel en carros atiborrados de niños, de gatos y de
jaulas en las que saltaban pájaros italianos. Kolia Schvarts vio aquella gitanería y
exclamó:

—Hijos míos, eso no es mercancía...

El trágico, nada más llegar, se fue con una cesta al mercado. Por la tarde se
presentó con otra cesta en el teatro. El primer espectáculo apenas reunió a unos
cincuenta espectadores. Pusimos las entradas en la mitad de su precio, pero no
había compradores.

Aquella tarde dieron un drama popular siciliano, una historia sencilla como el
paso del día a la noche. La hija de un rico campesino se desposó con un pastor.
Ella le fue fiel hasta el día que de la ciudad llegó un señorito con chaleco de
terciopelo. Al hablar con el recién llegado la muchacha reía a destiempo y a
destiempo callaba. El pastor los escuchaba y meneaba la cabeza como un pájaro
inquieto. Se pasó todo el primer acto arrimándose a las paredes y saliendo no se
adónde con pantalones abombados; cuando retornaba miraba alrededor...

—Un negocio perdido —dijo en el entreacto Kolia Schvarts—. Esta


mercancía es para Kremenchug...

El entreacto se hizo para dar tiempo a que la muchacha madurase para la


infidelidad. En el segundo acto estaba desconocida: intolerable y distraída;
apresuradamente devolvió al pastor el anillo de boda. El la llevó ante la estatua
pobre y cromada de la Virgen y en su dialecto siciliano dijo:
—Signora —dijo él con su voz baja, y volvió la cabeza—, la Virgen quiere
que usted me escuche... A Giovanni, que vino de la ciudad, le dará la Virgen
tantas mujeres como él quiera, pero a mí no me hace falta nadie que no sea
usted, signora... La Virgen María nuestra inmaculada protectora, le dirá lo
mismo si usted se lo pregunta, signora.

La muchacha estaba de espaldas a la Virgen cromada. Escuchaba al pastor y


taconeaba con impaciencia. En este mundo —¡ay de nosotros!— no hay mujer
que no esté loca cuando se deciden sus destinos... En esos instantes se queda
sola, sola, sin la Virgen María, a la que no consulta...

En el tercer acto Giovanni llega de la ciudad y encuentra su destino. Mientras


el barbero del lugar le estaba afeitando, extendía en el proscenio sus vigorosas
piernas masculinas. Bajo el sol de Sicilia brillaban los pliegues de su chaleco. La
escena representaba una feria de pueblo. En la esquina lejana estaba el pastor.
Silencioso entre la muchedumbre despreocupada. Permaneció con la cabeza
agachada, levantóla después y Giovanni, bajo el peso de su mirada encendida y
atenta, se removió, se agitó en el sillón y se levantó dando un empujón al
barbero. Con voz chillona pidió al policía la expulsión de la plaza de todos los
sospechosos cetrinos. El pastor —lo interpretaba Di Grasso— que estaba
meditabundo, sonrió, se impelió y de un salto cruzó todo el escenario del teatro
urbano, cayó sobre los hombros de Giovanni, le clavó los dientes en la garganta
y, rezongando y mirando de soslayo, chupó la sangre de la herida. Giovanni se
desplomó y el telón fue aproximándose amenazador y sin ruido hasta ocultarnos
al muerto y al asesino. Sin esperar nada más nos lanzamos al callejón Teatralni, a
la taquilla que debería abrirse para la función del día siguiente. En cabeza corría
Kolia Schvarts. Al amanecer «Noticias de Odesa» informaba a los pocos que
asistieron al teatro que habían visto al actor más asombroso del siglo.

En aquella ocasión Di Grasso interpretó «El rey Lear», «Otello», «La muerte
cívica», «El pupilo», de Turguénev, confirmando con cada palabra, con cada
gesto, que en el frenesí de una noble pasión hay más justicia y más fe que en las
sombrías reglas del mundo.

Para esos espectáculos las entradas se vendían cinco veces más caras. Los
compradores andaban a la caza de los revendedores y los hallaban en las
tabernas —chillones, colorados, vomitando sacrilegios inofensivos. En el
callejón Teatralni penetró una corriente de bochorno polvoriento y rosado. Los
tenderos en babuchas de fieltro sacaron a la calle verdes garrafas de vino y
toneletes con aceitunas. Ante las tiendas, en calderas hervían en agua espumosa
los macarrones; el vapor desprendido se esfumaba en las lejanías celestes. Viejas
con zapatos de hombre vendían conchas y objetos de recuerdo y perseguían con
un griterío atroz a los compradores indecisos. Los judíos ricos con sus bifurcadas
barbas peinadas acudían al hotel «Severni» y picaban bajito a las habitaciones de
las artistas de la compañía de Grasso, rollizas morenas de bigote. En el callejón
Teatralni todo el mundo era feliz. Todos menos yo. Eran días en que se
avecinaba mi perdición. De un momento a otro mi padre echaría de menos el
reloj que le cogí sin permiso y empeñé a Kolia Schvarts. Acostumbrado a llevar
reloj de oro y a beber al desayuno vino besarabo en vez de té, Kolia recuperó el
dinero, pero no se decidía a devolverme el reloj. Así era él. El carácter de mi
padre era exactamente igual. Apresado entre estos dos hombres yo veía pasar a
mi lado los aros de la dicha ajena. No me quedaba más remedio que fugarme a
Constantinopla. Ya estaba todo apalabrado con el subjefe de máquinas del barco
«Duke of Kent», pero antes de hacerme a la mar quise despedirme de Di Grasso.
Interpretaba por última vez al pastor, que un poder irresistible eleva del suelo. Al
teatro acudieron la colonia italiana al frente del cónsul, calvo y apuesto, griegos
ateridos, externos barbudos que clavaban sus miradas de fanáticos en un punto
invisible y el manilargo Utochkin. Hasta Kolia Schvarts trajo a su esposa tocada
con un chal violeta de flecos, mujer apta para el cuerpo de granaderos, larga
como la estepa y con una carita ajada y somnolienta en un extremo. Al cerrar el
telón la carita estaba arrasada en lágrimas.

—Guiñapo —le dijo a Kolia al salir del teatro—, ¿te diste cuenta qué es el
amor?

Madame Schvarts caminaba con paso recio por la calle Lanzherón; de sus
ojos, de besugo se desprendían lágrimas, en sus hombros gordos se estremecía el
chal de flecos. Iba arrastrando sus pies hombrunos y meneando la cabeza y con
voz estentórea que oía toda la calle enumeraba a las mujeres que se llevaban bien
con sus maridos.

—Tsilita —así llaman esos maridos a sus mujeres—, cielo, niñita...

Kolia marchaba sumiso al lado de su mujer y aventaba suavemente los


mostachos de seda. Yo, como de costumbre, iba a su lado y gemía. En una pausa
madame Schvarts escuchó mi llanto y se volvió.

—Guiñapo —dijo al marido desorbitando sus ojos de besugo—, que yo no


dure hasta la hora buena si no devuelves el reloj al niño...

Kolia se detuvo en seco y abrió la boca; después se recuperó y dándome un


fuerte pellizco me pasó el reloj por debajo de la mano.

—¿Saco algún provecho de él? —lamentábase desconsolada, alejándose la


ruda voz llorosa de madame Schvarts—. Hoy una bestialidad, mañana otra
bestialidad. Dime, guiñapo ¿cuánto puede esperar una mujer?

Llegaron a la esquina y torcieron hacia la Púshkinskaya. Quedé solo,


apretando el reloj y de pronto con una claridad jamás experimentada vi las
columnas de la Asamblea apuntando hacia lo alto, el follaje iluminado de la
avenida y la cabeza de bronce de Pushkin con el difuso refulgor de la luna sobre
ella; por primera vez veía lo que me rodeaba en su justa realidad: sosegado y de
belleza indecible.
Carlos Yánkel
En los años de mi niñez en Peresip tenía su fragua Yoina Brutman. Allí se
congregaban tratantes de caballos, carreteros —en Odesa se llamaban
bindiuzhniki— y carniceros de los mataderos de la ciudad. La fragua estaba en la
carretera de Balta. Usándola como atalaya, desde allí se interceptaba a los
campesinos que llevaban a la ciudad avena y vino besarabo. Yoina era un
hombrecillo asustadizo, pero acostumbrado al vino; llevaba dentro el alma de un
judío odesita.

En mi época tenía tres hijos. El padre les llegaba a la cintura. En la orilla de


Peresip recapacité por primera vez en el poder de las fuerzas enigmáticas de la
naturaleza. Aquellos tres bueyes cebados, de hombros purpúreos y de pies como
palas, se llevaban al agua al magro Yoina como se lleva a una criatura. No
obstante, los parió él y nadie más. No cabía duda. La mujer del herrero iba a la
sinagoga dos veces a la semana: el viernes por la tarde y el sábado por la
mañana; la sinagoga era hasidita: en Pascua allí danzaban hasta el delirio, como
los derviches. La mujer de Yoina pagaba tributo a los emisarios que los zaddikes
de Galitzia enviaban a las provincias sureñas. El herrero no se inmiscuía en las
relaciones de su mujer con Dios; terminada la faena se iba a la bodega próxima
al matadero y allí, sorbiendo rosado vino barato, escuchaba con mansedumbre lo
que decía la gente del precio del ganado y de la política.

Los hijos salieron a la madre en altura y fuerza. Dos de ellos, cuando


crecieron, se fueron a las guerrillas. Al mayor lo mataron cerca de Voznesensk;
otro Brutman, Semión, se incorporó a la división de cosacos rojos de Primakov y
fue elegido jefe de un regimiento cosaco. Con él y algún otro joven de barrios
judíos comenzó esa insospechada raza de espadachines, jinetes y guerrilleros
hebreos.

El tercer hijo heredó el oficio de herrero. Trabaja en la fábrica de arados de


Gen, igual que antes. No se casó y no tuvo a nadie.

Los hijos de Semión se desplazaban con la división. La vieja necesitaba un


nieto al cual hablarle de Baal-Shem. Polia, la mayor, le dio ese nieto. En la
familia sólo ella salió parecida al pequeño Yoina. Era asustadiza, miope, fina de
piel. Tuvo muchos pretendientes: Polia eligió a Ovsei Belotserkovski. No
alcanzamos a comprender la elección. Tanto más asombró la noticia de que los
casados vivían felices. La mujer está en su hogar y la gente no ve cómo rompe
los platos. En esta ocasión el que rompió los platos fue Ovsei Belotserkovski. Al
año de casarse denunció a su suegra, Brana Brutman. Aprovechando que Ovsei
se hallaba en comisión de servicio y que Polia se curaba de mastitis, la vieja
raptó al nieto recién nacido y lo llevó al auxiliar de operador Naftulá Guérchik;
allí, en presencia de diez carcamales, de diez ancianos viejos y míseros,
habituales de la sinagoga hasidita, fue circuncidado el bebé.

Ovsei Belotserkovski se enteró al regresar. Ovsei figuraba aspirante al


partido. Decidió pedir consejo a Bichach, secretario de célula en el departamento
de comercio.

—Te han manchado moralmente —le dijo Bichach—, debes dar curso al
asunto.

La fiscalía de Odesa decidió montar un juicio ejemplar en la fábrica


«Petrovski». El auxiliar de operador Naftulá Guérchik y Brana Brutman, de
sesenta y dos años, ocuparon el banquillo de los acusados.

Naftulá era en Odesa una propiedad urbana como el monumento al duque de


Richelieu. Solía pasar ante nuestras ventanas de la Dálnitskaya con un maletín
de practicante, usado y mugriento. En el maletín llevaba su primitivo
instrumental. De allí unas veces extraía una navaja, otras una botella de vodka y
un melindre. Olfateaba el melindre antes de beber y rezaba después. Era
pelirrojo Naftulá, como el más pelirrojo de la tierra. Después de cortar lo que le
correspondía, en vez de aspirar la sangre por un tubo de cristal la chupaba con
sus labios retorcidos. La sangre se escurría por su desgreñada barba. Ante los
visitantes comparecía achispado. Sus ojitos de oso brillaban de alegría. Pelirrojo
como el primer pelirrojo de la tierra, gangueaba la bendición del vino. Con una
mano Naftulá vertía el aguardiente en el pozo intrincado, sinuoso, volcánico de
su boca; en otra mano llevaba un plato. Yacía en él un cuchillo regado con
sangre infantil y un trozo de gasa. Para recaudar dinero Naftulá pasaba ese plato
entre los visitantes, se metía entre las mujeres, se reclinaba sobre ellas, las cogía
de los pechos y gritaba a pleno pulmón:

—¡Mamás gordas —gritaba el viejo, haciendo brillar sus ojos de coral—,


estampad niños para Naftulá, trillad trigo en vuestras barrigas, esforzaos en
provecho de Naftulá!... ¡Estampad niños, mamás gordas!...
Los maridos echaban en el plato dinero. Las esposas limpiaban la sangre de
su barba. Los patios de las calles Glujaya y Gospitálnaya no mermaban. Allí
había niños como huevas en la desembocadura de un río. Naftulá andaba con un
saco como el recaudador de tributos. El fiscal Orlov detuvo a Naftulá durante su
cobranza.

El fiscal tronaba desde su pulpito, intentando demostrar que Naftulá era un


eclesiástico.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó a Naftulá.

—¡Que crea en Dios el que ganó doscientos mil! —respondió el viejo.

—¿No se extrañó usted de la llegada de la ciudadana Brutman a una hora


intempestiva, con lluvia y con un recién nacido en brazos?...

—Me extraña —dijo Naftulá— cuando alguien se comporta como un ser


normal, pero cuando hace locuras no me extraña...

Tales respuestas no satisficieron al fiscal. Salió a relucir el tubo de cristal. El


fiscal demostraba que el acusado, al chupar la sangre con los labios, exponía a
los niños al peligro de una infección. La cabeza de Naftulá —la desgreñada
avellana de su cabeza— se movía casi a ras del suelo. Suspiraba, cerraba los ojos
y limpiaba la boca hundida con el puñito.

—¿Qué está murmurando, ciudadano Guérchik? —le preguntó el presidente.

Naftulá puso su mirada apagada en el fiscal Orlov.

—El difunto mosié Zusman —dijo Naftulá con un suspiro—, su difunto papá
tenía una cabeza como no hay otra en el mundo. Gracias a Dios, no sufrió una
apoplejía hace treinta años cuando me llamó a circuncidarle a usted. Hoy vemos
que usted se hizo un hombre muy importante con el poder soviético y que
Naftulá no cortó, además de ese trozo de pequeñeces, nada que después le habría
hecho falta...

Parpadeó sus ojitos de oso, meneó su pelirroja avellana y calló. Le


respondieron cañonazos de risas, estruendosas descargas de carcajadas. Orlov,
Zusman de nacimiento, agitaba los brazos, gritaba algo que las salvas no dejaban
oír. Exigía que se hiciera constar en el acta... Sasha Svetlov, articulista de
«Noticias de Odesa», le envió desde el palco de la prensa esta nota: «Eres un
becerro, Sioma —decía la nota—, mátalo con la ironía; sólo mata lo ridículo...
Tuyo, Sasha».

La sala enmudeció cuando introdujeron al testigo Belotserkovski.

El testigo repitió su declaración escrita. Era larguirucho, llevaba calzón y


botas de montar. Según Ovsei, los comités del partido en las provincias de
Tiráspol y de Balta le prestaron un gran concurso en el acopio de orujo. En plena
campaña de acopio recibió el telegrama del nacimiento de su hijo. Consultó con
el secretario de organización de la provincia de Balta y acordó no torpedear la
campaña de acopio y limitarse a enviar un telegrama de felicitación; regresó solo
a las dos semanas. En total fueron acopiados 64 mil puds de orujo. En casa no
encontró a nadie, excepto a la testigo Járchenko, de profesión lavandera, y al
hijo. Su mujer había ido a la clínica; mientras, la testigo Járchenko, meciendo la
cuna, lo cual es una costumbre anticuada, arrullaba al niño con una canción.
Sabía que la testigo Járchenko es una alcoholizada y no estimó necesario prestar
oído a la letra de su canción, pero le asombró que llamase al niño con el nombre
de Yánkel, cuando él había impartido indicaciones de que al hijo le diesen el
nombre de Carlos en honor del maestro Carlos Marx. Desempañó al niño y
comprobó su desdicha.

El fiscal hizo varias preguntas. La defensa dijo que no tenía preguntas. El


ujier del juzgado invitó a la testigo Polina Belotserkóvskaya. Esta se acercó
tambaleándose a la balaustrada. La convulsión azulada de la reciente maternidad
contrajo su cara, su frente tenía gotas de sudor. Recorrió con la mirada al breve
herrero, emperifollado como en día de fiesta —con pajarita y zapatos nuevos—
y la cara de la madre, bronceada y con bigotes canosos. La testigo
Belotserkóvskaya no respondió a la pregunta sobre qué datos tenía del asunto en
cuestión. Dijo que su padre era un pobretón que trabajó en una fragua del
camino de Balta. La madre tuvo seis hijos: tres de ellos murieron, uno es militar
rojo, otro trabaja en la fábrica de Gen...

—Todos ven que mi madre es muy religiosa; siempre sufrió viendo que sus
hijos no son creyentes y no podía concebir que sus nietos no fuesen judíos. Hay
que tomar en consideración en qué familia se educó la madre... Todos conocen el
pueblo de Medzhibozh: allí las mujeres llevan pelucas hasta hoy...

—Responda, testigo —le atajó una voz brusca.


Polina calló. Las gotas de sudor se tiñeron en su frente, parecía que la sangre
había transpirado a través de su piel fina—. Responda, testigo —repitió la voz
que pertenecía al ex asesor jurídico Samuil Líning...

De existir en nuestros tiempos el sanedrín, Líning, seria su jefe. Pero por falta
de sanedrín, Líning, que aprendió a escribir en ruso a los treinta y pico, se dedicó
a interpretar ante el senado recursos de casación que por su estilo no se
distinguían en nada de los tratados del Talmud...

El viejo se pasó todo el proceso durmiendo. Tenía la chaqueta cubierta de


ceniza. Al ver a Polia Belotserkóvskaya se despertó.

—Explique, testigo —crujió su dentadura azul de pez que se desencajaba


constantemente—, ¿sabía usted la decisión de su marido de llamar Carlos a su
hijo?

—Sí.

—¿Qué nombre le puso su madre?

—Yánkel.

—Y usted, testigo, ¿cómo llamó a su hijo?

—Le llamé «chiquitín».

—¿Por qué precisamente chiquitín?

—Yo llamo chiquitines a todos los niños.

—Prosigamos —dijo Líning; se le desprendieron los dientes, los retuvo con


el labio inferior y volvió a encajarlos en la mandíbula—, prosigamos... La noche
en que su hijo fue llevado al acusado Guérchik usted no se hallaba en casa,
estaba en la clínica... ¿Lo expongo bien?

—Estuve en la clínica.

—¿En qué clínica la asistieron?

—En la calle Nezhin, donde el doctor Drizó...


—La asistieron donde el doctor Drizó...

—Sí.

—¿Se acuerda bien?

—¿Cómo no me voy a acordar?

—Debo presentar al tribunal un certificado —la cara sin vida de Líning se


alzó de la mesa—, de este certificado el tribunal estatuirá que en el espacio de
tiempo en cuestión el doctor Drizó se hallaba ausente, asistiendo a un congreso
de pediatría en Járkov... El fiscal no se opuso a la archivación del certificado.

—Prosigamos —dijo Líning crujiendo los dientes. La testigo se recostó todo


el cuerpo sobre la balaustrada. Su susurro apenas se percibía.

—A lo mejor no era el doctor Drizó —dijo recostada sobre la balaustrada—,


no puedo acordarme de todo, estoy cansada.

Líning rascaba con el lápiz la barba amarilla, restregaba la espalda encorvada


contra el banco y movía su mandíbula postiza.

A la petición de que mostrara el certificado facultativo, Belotserkóvskaya dijo


que lo había perdido...

—Prosigamos —dijo el viejo.

Polina se pasó la mano por la frente. Su marido estaba en un extremo del


banco, separado de los demás testigos. Estaba muy tieso, recogidas las largas
piernas con botas altas... El sol daba en su cara llena de travesaños de huesos
menudos y rencorosos.

—Encontraré el certificado —susurró Polina, y sus manos resbalaron de la


balaustrada.

En ese instante se oyó el llanto de un niño. Al otro lado de la puerta un niño


lloraba y gemía.

—¿En qué estás pensando, Polia? —gritó una vieja de voz espesa—. El niño
está sin comer desde la mañana, el niño se encanó de tanto gritar...
Los soldados se estremecieron y apretaron los fusiles contra el cuerpo. Polina
se deslizaba más y más, su cabeza cayó hacia atrás y se reclinó sobre el suelo.
Sus brazos se alzaron agitándose en el aire y se desplomaron.

—Descanso —gritó el presidente.

En la sala estalló el estrépito. Con un brillo en sus concavidades verdes


Belotserkovski se acercó a su mujer con andares de grulla.

—Que den de comer al niño —gritaron de atrás abocinando las manos.

—Ahora mismo —respondió de lejos una voz femenina—, te estaban


esperando a ti...

—La hija es cómplice —dijo un obrero a mi lado—, la hija está en el lío...

—La familia, amigo —objetó su vecino—, es asunto nocturno, confuso... Lo


que se lió de noche no hay quien lo desanude de día...

El sol sesgó la sala con rayos oblicuos. La multitud se movía lenta,


transpiraba fuego y sudor. Trabajando con los codos alcancé el pasillo. La puerta
del club estaba abierta. De allí llegaban el gemido y el chupeteo de Carlos-
Yánkel. En el club había un retrato de Lenin, aquel en el que habla desde el carro
blindado en la plaza de la estación de Finlandia. En torno al retrato colgaban
diagramas multicolores de la fábrica «Petrovski». A lo largo de la pared había
banderas y fusiles en armeros de madera. Una obrera con cara de kirguiza daba
de comer a Carlos-Yánkel. Era él un hombre rollizo de cinco meses con
calcetines de lana y un moñete blanco en la cabeza. Adherido a la kirguiza,
gruñía y con el puño cerrado golpeaba los pechos de su nodriza.

—¿Para qué armaron tanto ruido? —dijo la kirguiza—, ya habrá quien lo


alimente... Por la habitación se movía una muchacha de unos dieciséis años, con
pañoleta roja y unos mofletes abultados como un chichón. Estaba secando el
hule de Carlos-Yánkel.

—Será militar —dijo la chica—. Es pendenciero...

La kirguiza fue apartándose hasta sacar el pezón de la boca de Carlos-Yánkel.


Este gruñó y desolado recostó su cabeza de moñete blanco... La mujer sacó la
otra teta y se la dio al niño. El observó el pezón con los ojos enturbiados y algo
brilló en ellos. La kirguiza miraba a Carlos-Yánkel de arriba abajo, entornando
su ojo negro.

—Militar, no —dijo y arregló el bonete al niño—, será aviador, volará muy


cerca del cielo.

En la sala se reanudó la vista.

Ahora la pelea se produjo entre el fiscal y los expertos que presentaron una
conclusión muy ambigua. Incorporado, el acusador fiscal pegaba puñetazos
sobre el pupitre. En las primeras filas del público descubrí también a zaddikes de
Galitzia con sus gorras de castor sobre las rodillas. Acudieron a un proceso en el
que, según los periódicos de Varsovia, iba a ser condenada la religión judía.

Las caras de los rabís sentados en la primera fila se mecían en el resplandor


agitado y polvoriento del sol.

—Abajo —gritó un komsomol que logró llegar al pie del escenario.

El combate se encarnizaba.

Carlos-Yánkel me miraba con ojos inexpresivos y chupaba el pecho de la


kirguiza...

Más allá de la ventana salían disparadas las calles rectas, caminadas por mi
infancia y mi juventud: la Púshkinskaya iba a la estación, la Malo-Arnaútskaya
desembocaba en el parque junto al mar.

En estas calles crecí yo; ahora le tocaba el turno a Carlos-Yánkel, pero por mí
no se batieron como ahora se baten por él; a poca gente podía importar yo.

—No puede ser —me decía— que no seas feliz, Carlos-Yánkel... No puede
ser que no seas más feliz que yo...
Fróim Grach
El año diecinueve los hombres de Benia Kril atacaron por la retaguardia a las
tropas voluntarias pasaron a cuchillo a los oficiales y se apoderaron de parte del
convoy. Como recompensa exigieron al Soviet de Odesa tres días de
«insurrección pacífica»; a] no obtener permiso sacaron las telas de todas las
tiendas de la avenida Alexándrovski. Después trasladaron sus actividades a la
Sociedad de créditos mutuos. Cedían el paso a los clientes y después entraban
ellos; dirigiéndose a los empleados les rogaban cargar en un automóvil parado en
la calle las sacas con dinero y joyas. Sólo al mes comenzaron a fusilarlos.
Algunos comentaban que con las capturas y detenciones tuvo que ver Arón
Peskin, dueño de un taller. No se supo qué se hacía en aquel taller. En el piso de
Peskin encontraron un torno, una máquina larga con un eje de plomo retorcido;
en el suelo había serrín y cartón para encuadernaciones.

Una mañana de primavera llamó al taller Misha Yáblochko, amigo de Peskin.

—Arón —dijo el visitante a Peskin—, en la calle hace un día estupendo. En


mí tienes a un tipo capaz de coger media botella y fiambre e irse a respirar aire a
Arkadia... Quizá te haga gracia un tipo así, pero de cuando en cuando me gusta
borrar del cerebro todas esas ideas...

Peskin se vistió y se fue en coche con Misha Yáblochko a Arkadia. Pasearon


hasta la tarde. Ya oscurecido Misha Yáblochko entró en la habitación en la que
madame Péskina bañaba en una artesa a su hija de catorce años.

—Un saludo —dijo Misha descubriéndose—, pasamos un día formidable. El


aire era algo jamás visto; sólo que para hablar con su marido hay que gastar
flema... Es un pelma.

—¡Si lo sabré yo! —pronunció madame Péskina, agarrando a su hija por los
pelos y zarandeándola—. ¿Dónde está ese aventurero?

—Descansa en el jardín.

Misha volvió a levantar el sombrero, se despidió y se marchó en el coche.


Como el marido no entraba, madame Péskina fue a buscarlo al jardín. Allí estaba
sentado, con el jipijapa calado, apoyado en la mesa y enseñando los dientes.

—Aventurero —le dijo madame Péskina—, ¿aún te atreves a reírte?...


Cuando tu hija no quiere lavar se la cabeza, me entran ataques... Anda, vete a
hablar con tu hija...

Peskin callaba y seguía enseñando los dientes:

—Necio —comenzó madame Péskina, miró a si marido por debajo del gorro
y giró. Los vecinos acudieron al grito—. No está vivo —les dijo madame
Péskina—. Está muerto.

Se equivocó. Peskin tenía el pecho atravesad por dos balas y fracturado el


cráneo, pero aún vivía Lo llevaron al hospital judío. El propio doctor Zilberberg
operó al herido, pero Peskin no tuvo suerte —se murió durante la operación—.
Esa misma noche la Cheká detuvo a un hombre apodado el Georgiano y su
amigo Kolia Lápidus. Uno de ellos hizo de cochero de Misha Yáblochko, el otro
esperaba al carruaje que iba a Arkadia, hacia el mar, en la bifurcación que lleva a
la estepa. Los fusilaron después de un interroga torio que duró poco. Misha
Yáblochko fue el único que escapó a la redada. Su pista se perdió, pero día
después en casa de Fróim Grach se presentó una vieja vendedora de pipas. En
una mano llevaba una cesta con la mercancía. Una de sus cejas crecía como un
espeso matojo color antracita y la otra, apenas visible, se arqueaba sobre el
párpado. Fróim Grach estaba sentado, con las piernas esparrancadas, junto a la
cuadra, y jugaba con su nieto Arkadi. El niño tres años atrás se había
desprendido del vigoroso vientre de su hija Baska. El abuelo dio a Arkadi un
dedo; éste quedó colgado y se columpió como en una barra.

—Eres un tontín... —dijo Fróim al nieto, observándolo con su único ojo.

Una vieja de poblada ceja y calzando zapatos de hombre amarrados con


cuerdas, se acercó a ellos.

—Fróim —dijo la vieja—, te digo que esos hombres no tienen humanidad.


No tienen palabra. Nos están espachurrando por los sótanos como a perros en un
pozo. No nos dejan hablar antes de morir... Hay que matarlos a dentelladas a
esos hombres y arrancarles el corazón.

—Callas, Fróim —agregó Misha Yáblochko—, los muchachos esperan a que


dejes de callar.
Misha se levantó, cambió de mano la cesta y se fue arqueando la ceja negra.
Tres niñas con trenzas tropezaron con él en la plaza Alexéyevski, cerca de la
iglesia. Paseaban cogidas de la cintura.

—Señoritas —les dijo Misha Yáblochko—, no les doy té con pan ácimo.

Les echó con el vaso pipas en los bolsillos y desapareció detrás de la iglesia.

Fróim Grach se quedó solo en su patio. Permaneció inmóvil mirando al


espacio con su único ojo. Las mulas rescatadas a las tropas coloniales rumiaban
heno en la cuadra, las yeguas cebadas pastaban con los potros en la huerta. Los
cocheros jugaban a la sombra de un castaño a las cartas y bebían vino en unas
escudillas. Tórridas ráfagas de viento se estrellaban contra las paredes
enjalbegadas, el sol se derramaba en su letargo azul sobre el patio. Fróim se
levantó y salió a la calle. Atravesó la Prójorovskaya que exhalaba al cielo el
mísero humo desvanecido de sus cocinas, la plaza del rastro con gente enrollada
en visillos y cortinas que vendían unos a los otros. Llegó a la calle
Ekateríninskaya, torció ante el monumento a la emperatriz y entró en el edificio
de la Cheká.

—Soy Fróim —dijo al gerente—, debo ver al patrón

Entonces era jefe de la Cheká Vladislav Simen, llegado de Moscú. Al


enterarse de la llegada d Fróim, llamó al juez de instrucción Borovoi par
preguntarle sobre el visitante.

—Se trata de un tipo fenomenal —respondió Borovoi—, Odesa entera


desfilará ante usted.

El gerente introdujo en el despacho al viejo, tape do con una capa de lona,


enorme como un edificio, pelirrojo, con un ojo tapado y un carrillo desfigurado.

—Patrón —dijo el visitante—, ¿sabes a quién andas cazando? Andas cazando


a águilas. ¿Con quién t quedarás, patrón, con la basura?...

Simen hizo un movimiento y entreabrió e cajón de la mesa.

—Vengo vacío —dijo entonces Fróim—, no llevo nada en las manos ni en los
choclos ni dejé a nadie la puerta... Suelta a mis muchachos, patrón; dime t
precio.
Sentaron al viejo en una butaca y le trajeron coñac. Borovoi salió de la
habitación y reunió en s' despacho a los jueces de instrucción y comisario
llegados de Moscú.

—Os voy a enseñar a un muchacho —les dijo— que es toda una epopeya; no
hay cosa igual...

Y Borovoi les dijo que Fróim Grach, no Benia Krik, era el legítimo cabecilla
de los cuarenta mil ladrones de Odesa. Se movía en la sombra, pero todo se
tramaba según los planes del viejo: el asalto a las fábricas y a la tesorería de
Odesa, el ataque a los voluntarios y a las tropas aliadas. Borovoi esperó la salida
del viejo para hablar con él. Fróim no aparecía. El juez se cansó y fue en su
busca. Dio una vuelta al edificio y pasó al patio interior. Allí yacía Fróim Grach,
tendido bajo una lona, arrimado a la pared cubierta de hiedra. Dos soldados
fumaban sobre su cadáver.

—Parecía un oso —dijo el superior al ver a Borovoi—, ¡qué fuerza tenía!...


Si no lo matamos, tendríamos viejo para rato. Llevaba dentro diez balas y seguía
avanzando...

El soldado se encendió, sus ojos brillaban, la gorra se le ladeó.

—Hablas por los codos —le atajó otro escolta—, se murió y asunto
concluido. Son todos iguales...

—¡Qué va! —exclamó el superior—, unos ruegan y gritan y otros no dicen ni


pío... ¿Cómo pueden ser todos iguales?

—Para mí todos son iguales —repitió con terquedad el soldado más joven—,
todos son parecidos, no los distingo...

Borovoi se agachó y destapó la lona. En la cara del viejo perduraba un gesto


de movimiento.

El juez de instrucción regresó a su habitación. Era una sala circular forrada de


raso. Allí se celebraba una reunión para tratar de las nuevas reglas de redacción
de documentos. Simen hablaba del desorden con que había chocado, de las
sentencias mal formuladas, de las actas carentes de sentido. Insistía en que los
jueces de instrucción debían formar grupos de estudio dirigidos por
jurisconsultos y de redactar las actas según los formularios y modelos aprobados
por la Dirección General de Moscú.

Borovoi, sentado en su rincón, escuchaba. Estaba solo, lejos de los demás.


Después de la reunión, Simen se le acercó y le cogió del brazo.

—Ya sé que te enfadaste conmigo —dijo—, pero es que somos la autoridad,


Sasha, somos la autoridad oficial, tenlo presente...

—No me enfado —dijo Borovoi, y torció la cabeza—, usted no es de Odesa y


no lo sabe: con ese viejo hay toda una historia...

Se sentaron juntos: el presidente con veintitrés cumplidos y el subordinado.


Simen mantenía la mano de Borovoi en su mano y la apretaba.

—Respóndeme como chekista —dijo tras un silencio—, respóndeme como


revolucionario: ¿para qué queremos un hombre así en la sociedad futura?

—No lo sé —Borovoi no se movía y miraba de frente—, probablemente no


lo necesitemos.

Con un esfuerzo apartó de la memoria los recuerdos. Después se animó y


habló a los chekistas llegados de Moscú de Fróim Grach, de su astucia y
tenacidad, de su desprecio hacia el prójimo, de todas esas asombrosas historias
que pertenecen al pasado.
Mamá, Rimma y Ala
El día amaneció ajetreado.

La víspera la sirvienta se plantó y se fue. Varvara Stepánovna tuvo ella


misma que hacerlo todo. Además, trajeron muy temprano el recibo de la
electricidad. En tercer lugar, los hermanos estudiantes Rastojin plantearon una
demanda totalmente inesperada. Dijeron que de noche habían recibido un
telegrama de Kaluga de que el padre estaba enfermo y que debían ir a verle.
Como dejaban libre la habitación, pedían atrás los 60 rublos prestados a Varvara
Stepánovna.

Varvara Stepánovna respondió que no tenía explicación eso de dejar la


habitación en abril, cuando nadie la alquilaría y que se veía apurada para
devolver un dinero no prestado, sino abonado a cuenta del alquiler, aunque
anticipado.

Los Rastojin discreparon de Varvara Stepánovna. La conversación se hizo


lenta y hostil. Los estudiantes eran unos majaderos tozudos e irresolutos de
chaquetas largas y aliñadas. Pensaron que no volverían a ver el dinero. Entonces
el mayor propuso a Varvara Stepánovna que pignorase el aparador y el espejo.

Varvara Stepánovna se puso colorada y dijo que no permitía ese tono, que la
propuesta de Rastojin era una sandez, que ella conocía de leyes, que su marido
era vocal del tribunal distrital de Kamchatka, etc. El menor de los Rastojin se
subió a la parra y dijo que le importaba tres cominos que su marido fuera vocal
en Kamchatka, que el kopek que caía en manos de ella era dinero perdido, que el
hospedaje en casa de Varvara Stepánovna —todo ese barullo, suciedad y
desbarajuste— era algo imposible de olvidar, que el tribunal distrital de
Kamchatka estaba lejos, mientras que el juez de paz de Moscú caía cerca...

Así acabó la conversación. Los Rastojin se marcharon con morros, llenos de


un odio estúpido, y Varvara Stepánovna se fue a la cocina a preparar el café a
Stanislav Marjotski, otro estudiante hospedado. Hacía unos minutos que de su
habitación llegaban timbrazos estridentes y prolongados.

Varvara Stepánovna se hallaba en la cocina ante el mechero de alcohol,


portaba sobre su gruesa nariz unos lentes de níquel, ensanchados de tan viejos, el
pelo canoso desgreñado, la blusa rosa de la mañana con manchas. Mientras
preparaba el café pensaba que esos mocosos jamás le habrían hablado en ese
tono si no fuera por la eterna escasez de dinero, si no fuera por esa desdichada
necesidad de andar pidiendo prestado, ocultándose y mintiendo.

Hizo café y una tortilla a Marjotski y le sirvió e] desayuno a su habitación.

Marjotski era polaco: alto, huesudo, rubio, con unas cuidadas y largas
piernas. Aquella mañana vestía una elegante chaqueta gris para andar por casa,
con alamares.

Varvara Stepánovna fue recibida con disgusto.

—Ya estoy harto —dijo él— de que nunca haya criada, de tener que estar
llamando una hora y tardar a clase...

Era cierto que muchas veces no había criada y que Marjotski se pasaba largo
rato llamando, pero esta vez el descontento se debía a otra causa.

La noche anterior él y Rimma, la hija mayor de Varvara Stepánovna,


estuvieron en el diván de la sala. Varvara Stepánovna los vio besarse unas tres
veces y abrazarse. Allí permanecieron hasta las once, después hasta las doce y
después Stanislav recostó la cabeza sobre el pecho de Rimma y quede dormido.
En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el rincón de un diván dormido sobre
el pecho de una colegiala que conocimos por casualidad? La cosa no tiene nada
de malo y no trae consecuencias, pero se debe tomar en consideración a los
demás, que al día siguiente la niña deberá ir al colegio.

Varvara Stepánovna sólo a la una y media comentó de mal humor que ya


estaba bien. Marjotski, pletórico de soberbia polaca, mordió los labios y se
enfadó. Rimma lanzó a la madre una mirada de indignación.

La cosa no pasó de ahí. Pero por lo visto, Stanislav aún se acordaba al día
siguiente. Varvara Stepánovna le puso el desayuno, echó sal y salió.

Eran las once de la mañana. Varvara Stepánovna levantó las cortinas en la


habitación de sus hijas. Los rayos ligeros y brillantes de un sol tibio se
extendieron por el suelo descuidado, sobre la ropa desparramada, sobre el
estante polvoriento.
Las niñas ya se habían despertado. Rimma, la mayor, era delgada, menuda,
de mirada rápida, morena. Ala, un año más joven —diecisiete escasos— era más
corpulenta que la hermana, blanca, lenta de movimientos, de piel suave y
blanducha, con una expresión dulce y pensativa en los ojos azules.

La madre salió y Ala comenzó a hablar. Dejó caer el brazo relleno desnudo
sobre la colcha, apenas movía los dedos blancos.

—Verás lo que he soñado, Rimma —dijo—. Figúrate una ciudad rara, una
ciudad pequeña rusa, incomprensible... El cielo es de un gris claro y está bajo y
el horizonte muy cerca. En las calles el polvo también es gris, aplanado,
tranquilo. Todo está muerto, Rimma. No se oyen sonidos, no se ven personas.
Parece que ando por callejones desconocidos, cerca de casas de madera,
pequeñas y silenciosas.

Unas veces son callejones sin salida, otras es un camino y no veo más allá de
los diez pasos, pero es un camino sin fin. Delante de mí va arremolinándose un
polvo ligero. Me acerco y veo coches de boda. En uno va Mijail con la novia. La
novia lleva velo y tiene cara de ser feliz. Yo voy al lado de los coches y me
parece que soy la más alta y me duele el corazón. Después todos se dan cuenta
de mi presencia. Se paran los coches. Mijail se me acerca, me coge la mano y
despacio me lleva a un callejón. «Amiga Ala —dice con voz monótona—, ya sé
que todo es triste. No hay remedio, porque no la amo a usted.» Yo sigo a su lado,
se me estremece el corazón y vuelven a abrirse nuevos caminos grises.

Ala calló.

—Es un sueño de mal agüero —agregó— ¿Quién sabe? Como ahora todo me
va mal, quizá después todo se ponga mejor y reciba una carta.

—¡Naranjas! —respondió Rimma—, debiste pensarlo mejor antes y no andar


pelando la pava. ¿Oye? Hoy voy a hablar con mamá... —dijo inesperadamente.

Rimma se levantó, se vistió y se acercó a la ventana.

Moscú estaba en primavera. La humedad cálida puso brillo a la valla larga y


sombría que se extendía por la acera de enfrente a todo lo largo del callejón.

En el jardincito junto a la iglesia la hierba estaba húmeda y verde. En una


imagen, instalada sobre un poste torcido al entrar a la iglesia, el sol doraba
suavemente la orla empeñada y resbalaba por el rostro oscuro del santo.

Las chicas pasaron al comedor. Varvara Stepánovna estaba allí; comía mucho
y con dedicación; a través de los lentes iba observando los bizcochos, el café, el
jamón... Apuraba el café a sorbos grandes y ruidosos y engullía los bizcochos
con presteza y codicia, como si se ocultara.

—Mamá —le dijo Rimma severa y levantó con arrogancia su carita—, quiero
hablar contigo. No te pongas roja. Todo se tranquilizará de una vez para siempre.
No puedo vivir más contigo. Déjame en libertad.

—Si lo deseas —respondió Varvara Stepánovna tranquila, y puso en Rimma


sus ojos incoloros—. ¿Por lo de ayer?

—No por lo de ayer, sin con relación a ello. Aquí me asfixio.

—¿Y qué piensas hacer?

—Ir a unos cursillos, estudiar taquigrafía, ahora hay demanda.

—Ahora hay taquígrafas a patadas. Anda, que te están esperando...

—No te pediré ayuda, mamá —chilló Rimma—, no te pediré ayuda. Déjame


en libertad.

—Si lo deseas —repitió Varvara Stepánovna—. Yo no te retengo.

—Dame la partida.

—No te doy la partida.

Hasta aquí la conversación había transcurrido en una calma sorprendente.


Ahora Rimma sintió que la partida le daba razón para chillar.

—Me hace mucha gracia —rió con sarcasmo—, ¿y dónde me registro sin la
partida?

—No te doy la partida.

—Pues me voy de querida —gritó histéricamente Rimma—, me entrego a un


gendarme...
—¿Quién te va a coger? —Varvara Stepánovna observó con mirada crítica la
figura temblorosa y la cara ardiente de la hija—. Como que el gendarme no
encontrará nada mejor...

—Me voy a la Tverskaya —gritaba Rimma—, me voy con un viejo. No


quiero vivir con ella, con esta imbécil, imbécil, imbécil...

—Así tratas a tu madre, ¿eh? —Varvara Stepánovna se levantó con dignidad


—; en la casa hay miseria, todo se viene abajo, hay escasez, yo intento
olvidarme, y tú... de esto se va a enterar papá...

—Yo misma escribiré a Kamchatka —gritó Rimma frenética—, papá me dará


el pasaporte...

Varvara Stepánovna salió. Rimma, pequeña y despeinada, recorría la


habitación agitada. En su cerebro surgían algunas frases de su futura carta a
papá.

«Querido papá —escribirá ella—: tú tienes tus asuntos, ya lo sé, pero debo
contártelo todo... Dejemos a conciencia de mamá la afirmación de que Stasik
quedó dormido en mi pecho. El dormía en un cojín bordado, pero el centro de
gravedad reside en otra cuestión. Mamá es tu esposa y tú serás parcial, pero no
puedo quedarme más en casa, ella es inaguantable... Si quieres, iré contigo a
Kamchatka, pero necesito el pasaporte, papaíto...»

Rimma caminaba y Ala, desde el diván, observaba a su hermana.


Pensamientos suaves y tristes se posaban en su alma.

«Rimma se alborota —pensaba— y yo soy desdichada. Todo es triste, todo es


inexplicable...»

Se fue a su habitación y se acostó. Pasó Varvara Stepánovna en corsé,


empolvada con abundancia e inocencia, roja, desconcertada y deplorable.

—Ah, ahora que me acuerdo —dijo—, los Rastojin se mudan hoy. Hay que
darles sesenta rublos, amenazan con llevar el asunto al juez. En la fresquera hay
huevos. Cuécelos, que yo voy al monte de piedad.

Cuando a las seis de la tarde Marjotski llegó de clase, en el recibidor vio unas
maletas hechas. De la habitación de los Rastojin llegaba ruido; por lo visto,
discutían. Allí mismo, en el recibidor, Varvara Stepánovna, de forma fulminante
y con una decisión desesperada, le pidió diez rublos prestados. Sólo en su cuarto,
Marjotski cayó en la cuenta de que había hecho una tontería.

La habitación de Marjotski se diferenciaba de las otras en el piso de Varvara


Stepánovna. Estaba limpia, llena de baratijas y de tapices. Sobre las mesas se
hallaban en orden utensilios de dibujo, pipas elegantes, tabaco inglés, cuchillos
blancos de marfil para cortar el papel.

Stanislav no se había mudado aún, cuando en la habitación entró sigilosa


Rimma. Fue recibida secamente.

—¿Te enfadas, Stasik? —preguntó la muchacha.

—No me enfado —respondió el polaco—, únicamente ruego que se me


exima de la obligación de presenciar los excesos de su mamá de usted.

—Pronto se acabará todo –dijo Rimma—, pronto seré libre, Stasik...

Ella se sentó a su lado en el diván y le abrazo.

—Soy hombre —comenzó entonces a hablar Stasik—, este vegetar platónico


no me va, por delante tengo una carrera...

Irritado decía las palabras que casi siempre se dicen a ciertas mujeres. No hay
de qué hablar con ellas, fastidia gastar ternuras en ellas, pero ellas se resisten a
pasar a lo fundamental.

Stasik decía que el deseo le consumía; eso le impedía trabajar, le inquietaba;


de una forma y otra, pero había que poner fin á la cosa; en cuanto a él, casi le
tenía sin cuidado qué decisión se tornara, pero que se tomara alguna.

—¿A qué vienen aquí esas palabras? —profirió Rimma pensativa—. ¿A qué
viene eso de que «soy hombre», de que «hay que acabar» no se que? ¿A qué
viene esa cara tan enfadada y tan fría? ¿Es que no se puede hablar de otra cosa?
Es triste, Stasik. Estamos en primavera, todo es tan bonito y nosotros aquí
riñendo...

Stasik no respondió. Ambos callaron.


Junto al horizonte se apagaba un ocaso flámeo que arrebolada de brillo
escarlata el cielo lejano. En el otro extremo colgaba una penumbra ligera, que se
iba espesando lentamente. La habitación quedó llena de la última luz rubicunda.
En el diván Rimma se inclinaba más y más cariñosamente hacia el estudiante.
Ocurría lo que casi siempre les venía pasando a esa hora, la más hermosa del día.

Stanislav besó a la muchacha. Ella recostó la cabeza sobre el cojín y cerró los
ojos. Ambos se inflamaron. A los pocos minutos Stanislav la besaba sin cesar y
en un arrebato de pasión ciega e insaciada comenzó a zarandear por la habitación
su cuerpo delgadito y febril. Le rompió la blusa y el sujetador. Rimma, con los
labios secos y ojerosa, ponía sus labios a los besos y con una mueca retorcida,
dolorosa, protegía su virginidad. En uno de esos instantes picaron a la puerta.
Rimma vagó aturdida por la habitación, apretando contra su pecho los jirones de
la blusa destrozada.

Tardaron en abrir. Era un compañero de Stanislav. Aquél, con la burla apenas


oculta en la mirada, siguió a Rimma, que se escurrió de la habitación. Pasó a
ocultas a su cuarto, cambió de blusa y se apoyó en el cristal frío de la ventana
para calmarse.

En el monte de piedad a Varvara Stepánovna por la plata familiar sólo le


dieron cuarenta rublos. Diez rublos pidió a Marjotski, y fue a pedir el resto a
casa de los Tijónov, a pie del Strastnoi a la Pokrovka. Estaba tan azorada que se
olvidó del tranvía.

En casa, además de los Rastojin amotinados, le esperaba para un asunto


Mirlits, adjunto de aboga do, un joven alto, con raíces podridas en lugar de los
dientes y con ojos grises, húmedos y bobalicones.

Hacía un tiempo, por falta de dinero, Varvara Stepánovna decidió hipotecar


con poder la casa del marido en Kolomna. Mirlits trajo el texto de la hipoteca. A
Varvara Stepánovna la cosa le pareció no del todo clara, que debiera consultar a
alguien antes de rematar el asunto, pero demasiados sobresaltos se dijo— le
habían caído en suerte... Vayan con Dios todos ellos, los huéspedes, las hijas, las
groserías.

Tratados los asuntos, Mirlits descorchó una botella de Muscat-Lunel de


Crimea, que trajo consigo —conocía la debilidad de Varvara Stepánovna.
Bebieron un vaso y se dispusieron a repetir. Las voces crecieron, a Varvara
Stepánovna se le puso roja la nariz carnosa, las ballenas del corsé le sobresalían
y podían contarse. Mirlits decía chistes y se desternillaba. Rimma, con la blusa
nueva, cambiada, permanecía silenciosa en un rincón.

Bebido el Muscat-Lunel, Varvara Stepánovna y Mirlits salieron a dar una


vuelta. Varvara Stepanovna se notaba un poco borracha, sentí vergüenza de ello,
mas por otra parte le daba igual, porque la vida, vaya por Dios, bastantes
sinsabores tenía.

Varvara Stepánovna regresó antes de lo que esperaba porque los Boiko, a los
que quería ver, no estaban. Al regresar se asombró del silencio en la casa. A esa
hora las chicas solían bromear con los estudiantes, carcajear, corretear. Sólo se
oía ruido en el baño. Varvara Stepánovna entró en la cocina, desde cuya ventana
podía observarse lo que pasaba en el baño_

Se acercó al ventano y vio un cuadro extraordinario, raro; vio esto:

El horno, en el que calentaban el agua, se puso al rojo vivo. La bañera estaba


llena de agua hirviente. Ante el horno se hallaba Rimma de rodillas. Tenía en las
manos unas tenacillas para rizar el pelo. Las calentaba al fuego. Ante la bañera
estaba Ala desnuda. Sueltas las largas trenzas. De los ojos le caían lágrimas.

—Acércate —dijo a Rimma—. Escucha, a ver si da golpes...

Rimma puso la oreja sobre su barriga tierna, un tanto abultada.

—No da —respondió—. De todas formas, no debes dudar.

—Voy a morir musitó Ala—. El agua me escaldará. No lo aguantaré. Deja las


tenacillas. Tú no sabes cómo se hace.

—Todos lo hacen así —profirió Rimma—. Basta de gimotear, Ala. No es


cosa de ponerte a parir, ¿verdad?

Ala se disponía a entrar en la bañera, y no tuvo tiempo: en ese momento se


oyó la voz inolvidable, débil, ronca de su madre:

—¿Qué estáis haciendo, hijas?

Dos horas después, Ala, abrigada, mimada y llorada, yacía en la cama ancha
de Varvara Stepánovna Lo contó todo y se sintió aliviada. Se imaginaba
pequeñita, con una ridícula pena infantil.

Rimma, sin ruido, sin palabras, se movía por la habitación, hizo la limpieza,
preparó té a su madre, la obligó a cenar, hizo todo para que el dormitorio
estuviera limpio. Después encendió una lamparilla en la que desde hacía dos
semanas no echaban aceite; al desvestirse procuró no hacer ruido y se acostó al
lado de su hermana.

Varvara Stepánovna estaba sentada a la mesa. Veía la lamparilla, su llama


inmutable de un rojo oscuro, que iluminaba pobremente a la Virgen María. La
chispa le seguía causando un ligero y raro mareo. Las niñas se durmieron pronto.
Ala tenía la cara blanca, grande y tranquila. Rimma, arrimada a ella, suspiraba
en sueños y temblaba.

Cerca de la una de la madrugada Varvara Stepánovna encendió una vela, se


puso ante sí una cuartilla y escribió al marido:

«Querido Nikolai: Hoy estuvo Mirlits, un judío muy decente, y mañana


vendrá el señor que da el dinero por la casa. Creo hacer bien, pero cada vez estoy
más intranquila, porque no confió en mí.

»Sé que tienes tus sinsabores, tu trabajo y no debiera escribirte eso, pero
nuestra casa, Nikolai, no se arregla. Las niñas se hacen mayores, hoy la vida
exige muchas cosas —cursillos, taquigrafía las chicas quieren más libertad. Hace
falta un padre, quizá haya que gritarles, pero en mí no se puede confiar. Sigo
creyendo que tu viaje a Kamchatka fue un error. Si estuvieras aquí nos
mudaríamos al Starokolenni, allí se alquila un pisito muy soleado.

»Rimma adelgazó y tiene mal aspecto. Todo el mes cogimos nata en la


lechería de enfrente y las niñas mejoraron mucho, pero hemos dejado de cogerla.
Mi hígado tan pronto se deja sentir como se calma. Escribe más a menudo.
Después de tus cartas me cuido, no como arenques y el hígado me deja tranquila.
Ven, Kolia. Descansaríamos. Saludos de las niñas. Te beso muy fuerte. Tu
Varia.»
Shabos-najmú
(Relato de la serie «Guérshele»)

Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El
sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a
recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar.
En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel[2] con pasas. Después de
la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido
con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka
escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha
puesto a tocar al pie de la ventana.

Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por
eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk[3].

Guérshele festejaba uno de cada seis viernes. Las demás noches él y su


familia las pasaban a oscuras y tiritando de frío. Los niños lloraban. La mujer le
lanzaba reproches. Cada uno pesaba como un guijarro. Guérshele le respondía en
verso.

Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la
feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan[4]. A cada pan
le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los
chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa.

Guérshele volvió a casa con la barriga más vacía que un instrumento de


viento.

—¿Has ganado algo? —le preguntó la mujer.

—He ganado la gloria eterna —respondió—. Ricos y pobres me la


prometieron.

La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno.
Su voz retumbaba como el trueno en la montaña.

—Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a
su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la
lengua, a las manos y a los pies.

—Amén —respondió Guérshele.

En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis
velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan
blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda corno la
trenza recién lavada.

Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo
primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo
segundo.

Pasó el tiempo y la mujer se cansó de gritar. Guérshele se retiró, tumbóse en


la cama y se puso a pensar.

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? se preguntó.

(Como es notorio, el rabino Borujl padecía de melancolía negra y el mejor


remedio era la palabra de Guérshele.)

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me
dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y
mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.

Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada


severa y triste.

«Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena,
anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das
avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida.»

Guérshele no resistió la mirada atenta, bajo la vista y acarició los labios


suaves del caballo. Después suspiró tan fuerte que el caballo se hizo cargo de
todo, y Guérshele decidió:

—Voy a ver al rabino Borujl a pie.

El sol estaba muy alto cuando Guérshele emprendió la marcha. El camino


caliente corría delante de él. Bueyes blancos arrastraban lentas carretas con heno
oloroso. Los campesinos iban sobre las altas cargas con los pies colgados y
blandían largos látigos. El cielo era azul y los látigos negros.

Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas—
Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían
suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía
una ubre rosácea, cargada de leche.

En el bosque, Guérshele se sumergió en el frescor, en la penumbra silenciosa.


Las hojas verdes se inclinaban unas hacia otras, se acariciaban con las manos
planas, murmuraban muy bajito allá en lo alto y retornaban a su sitio, susurrando
y temblando.

Guérshele no prestaba oído al murmullo. En la panza le tocaba una orquesta


tan grande como la de un baile del conde Pototski. Aún tenía que recorrer un
largo camino. Desde los costados de la tierra una ligera penumbra llegaba,
presurosa, se cerraba sobre la cabeza de Guérshele y se desparramaba por el
suelo. Inmóviles faroles se encendieron en el firmamento. La tierra quedó
callada.

Anochecía cuando Guérshele llegó a una venta. En la pequeña ventana ardía


una luz. En un cuarto caliente, junto a la ventana, estaba la dueña, Zelda, y cosía
pañales. Tenía un barrigón como para alumbrar trillizos. Guérshele observó la
menuda carita roja con ojos azules de la mujer y la saludó.

—¿Podría parar aquí, señora?

—Sí.

Guérshele se sentó. Las aletas de su nariz se hincharon como fuelle de


herrero. Un fuego cálido brillaba en el horno. En una gran cazuela el agua hervía
y cubría con la espuma blancos ravioles. Una gallina rolliza flotaba en un caldo
dorado. El horno desprendía un olorcito a tarta con pasas.

Sentado en un banco, Guérshele se retorcía como la parturienta antes de dar a


luz. En un instante en su cabeza maduraron más planes que esposas tuvo el rey
Salomón.

La habitación estaba en silencio, el agua hervía y la gallina se mecía en las


olas doradas.

—¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Guérshele.

—Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. —La mujer volvió a callar. Sus
ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo:

—Estoy a la ventana y pensando. Quiero hacerle una pregunta, señor judío.


Usted debe andar mucho por el mundo, estudió con el rebe y conoce nuestra
vida, diga, señor judío: ¿vendrá pronto Shabos-najmú?[5]

«Ya, ya —pensó Guérshele—. La pregunta tiene miga. De todo hay en la viña


del señor...»

—Se lo pregunto porque mi marido prometió que iríamos a ver a mi madre


cuando llegue Shabos-najmú. Te compraré un vestido y una peluca y pediremos
al rabino Motalemí que nos nazca un hijo y no una hija —todo eso cuando llegue
Shabos-najmú. Parece que es un hombre del otro mundo.

—Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en
sus labios tales palabras... usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo,
señora.

Los pañales rodaron de las rodillas de Zelda. Ella se incorporó y golpeó su


pequeña cabecita contra la viga del techo, porque Zelda era alta y gorda, roja y
joven. Sus pechos subidos parecían dos sacas repletas de trigo. Sus ojos azules
se abrieron como los de un niño.

—Yo soy Shabos-najmú —confirmó Guérshele—. Ya llevo andando un mes


y pico, señora, ayudando a la gente. Del cielo a la tierra hay un gran trecho. He
desgastado las botas. Y aquí le traigo un saludo de todos los suyos.

—¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los
conoce usted?

—¿Y quien no los conoce? —respondió Guérshele— Estuve hablando con


ellos como con usted ahora.

—¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre
los dedos temblones.
—Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un
hombre muerto? Allí, de fiestas nada...

Los ojos de la dueña se llenaron de lágrimas.

—Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los
ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles.
¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien
años usted no verá allí ni una copa de aguardiente...

—Pobre padrecito... —susurró la dueña asombrada.

—En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el
día...

—Pobre tía Pesia —se echó a temblar la dueña.

—Yo mismo paso hambre —profirió Guérshele, recostando la cabeza, y por


su nariz rodó una lágrima que fue a perderse en la barba. Y no tengo más
remedio que callarme, allí estoy considerado de la casa...

A Guérshele no le dio tiempo a terminar la frase.

Pisando con sus pies gordos, la dueña se acercaba apresuradamente a él:


platos, fuentes, vasos, botellas. Y cuando Guérshele se puso a comer, la mujer se
dio cuenta de que era un hombre del otro mundo.

Para empezar, Guérshele comió hígado picado con rodajas de cebolla,


rociado con una grasa transparente. Se tomó una copa de vodka señorial (en el
vodka nadaban unas cortezas de naranja). Después comió pescado, mezcló la
aromática ujá con patata blanda y apiló en el borde del plato medio tarro de
rábano picante, de un rábano que haría llorar a cinco panes con sus monetes y
sus caftanes.

Después del pescado, Guérshele dio su merecido a la gallina y comió sopa


caliente con gotas de grasa flotando. Los ravioles, que nadaban en mantequilla
derretida, saltaban a la boca de Guérshele como sala la liebre que escapa del
cazador. De más está contar lo que le ocurrió a la tarta. ¿Qué le iba a ocurrir si
Guérshele se tiraba años sin ver una tarta?
Acabada la cena, la dueña enfardó las cosas que por mediación de Guérshele
mandaría al otro mundo al padre, a la tía Golda y a la tía Pesia. Al padre le puso
un taled nuevo, una garrafa de kirsch, un tarro de dulce de frambuesa y una saca
de tabaco. Para la tía Pesia mandó calcetines grises calientes. A la tía Golda le
envió una vieja peluca, una peineta grande y un devocionario. Además
suministró a Guérshele botas, una hogaza de pan, torreznos y una moneda de
plata.

—Muchísimos saludos, señor Shabos-najmú, muchos recuerdos a todos —


decía a Guérshele, cargado con un pesado fardo—. Si no, espere un poco, mi
marido está al llegar.

—No —respondió Guérshele—. Llevo prisa, ¿cree que es usted sola?

En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las
hojas verdes. Las empalidecidas estrellas que nos custodian se durmieron en el
cielo.

A la versta de camino Guérshele se detuvo rendido, tiró la carga al suelo, se


sentó sobre ella y comenzó a razonar consigo mismo.

—Tengo presente, Guérshele —se dijo—, que en el mundo hay muchos


imbéciles. La ventera es tonta. Pero pueda ser que su marido es un hombre listo
de puños grandes, carrillos gordos y látigo largo. Si regresa a casa y te echa
mano en el bosque...

Guérshele no se detuvo a buscar la respuesta. Enterró inmediatamente el


fardo y puso una señal para después hallar pronto el lugar secreto.

Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el
tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer
Guérshele escuchó el silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote
de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú.

Cuando llegó hasta el sitio en que Guérshele estaba desnudo y abrazado a un


árbol, el ventero detuvo el caballo y puso la cara de tonto que pondría un monje
al ver al diablo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó con voz sofocada.


—Soy hombre del otro mundo —respondió Guérshele compungido—. Me
robaron, me quitaron documentos importantes, que llevaba al rabino Borujl...

—Sé quién le robó —gritó el ventero—. Yo también tengo con él cuentas


pendientes. ¿Por qué camino se ha ido?

—No sabría decirle el camino —murmuró amargamente Guérshele Si quiere,


déjeme el caballo y le alcanzaré en un dos por tres. Espéreme aquí. Desnúdese,
póngase bajo el árbol y aguántelo bien, hasta mi regreso. Es un árbol sagrado. En
nuestro mundo muchas cosas se apoyan en él...

Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel
hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual.

Así, pues, el ventero se desnudó y se arrimó al árbol. Guérshele subió al carro


y arrancó. Desenterró sus cosas, las echó al carro y las llevó al lindero del
bosque.

Aquí Guérshele cargó el fardo a la espalda, soltó el caballo y echó a andar


por el camino que llevaba recto a casa del santo rabino Borujl.

Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo
del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño.

Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero
tenía frío y continuamente cambiaba de pie.
Con la emperatriz
(Del diario petersburguense)

En el bolsillo caviar y una libra de pan. Sin cobijo. Estoy en el puente


Anichkov, arrimado a los caballos de Klodt. Un viento hinchado avanza desde la
Morskaya. Por la Nevski, deambulan lucecitas naranja, enredadas en algodón.
Necesito un rincón. La ciudad me sierra como el niño inexperto la cuerda del
violín. Repaso en la memoria los apartamentos abandonados por la burguesía. El
palacio Anichkov penetra en mis ojos en toda su plena enormidad. Ahí está el
rincón.

No es difícil cruzar el vestíbulo sin ser visto. El palacio está vacío. Un ratón
raspa sin prisa en una habitación lateral. Estoy en la biblioteca de la emperatriz
viuda María Fiódorovna. Un viejo alemán, parado en medio de la habitación,
coloca algodón en los oídos. Se dispone a salir. La suerte me besa en los labios.
El alemán es conocido. En una ocasión inserté gratis su anuncio sobre la pérdida
del pasaporte. El alemán me pertenecía con todo su mondongo honrado y fofo.
Acordamos: yo esperaré a Lunacharski[6] en la biblioteca porque, verá usted,
debo ver a Lunacharski.

El melódico tictac del reloj sacó al alemán de la habitación. Estoy solo.


Encima de mí arden bolas de cristal con amarilla luz sedosa. De los tubos de la
calefacción sube un calor indescriptible. Profundos divanes rodean de
tranquilidad mi cuerpo.

Un registro superficial da resultados. En la chimenea descubro una tarta de


patata, una cacerola, una pizca de té y azúcar. Por fin el mechero de alcohol
asoma su lengua azul. Esa noche cené como persona. Sobre la mesita china
tallada, con destellos de barniz antiguo, extendí una finísima servilleta.
Acompañaba cada trozo de este severo pan de racionamiento con sorbos de té
dulce, humeante, con estrellas coralinas refulgiendo en las aristas del vaso. El
terciopelo de los asientos acariciaba con manos rollizas mis flacos costados. Tras
la ventana, sobre el granito petersburguense aterido de frío, caían vaporosos
cristales de nieve.

La luz semejante a brillantes columnas color limón, se desparramaba por las


paredes cálidas, tocaba el lomo de los libros que en respuesta centelleaban con
su oro azul.

Los libros —páginas consumidas y olorosas—me llevaron a la lejana


Dinamarca. Hacía más de medio siglo fueron regalados a la joven princesa que
se iba de su país breve y casto a la Rusia feroz. En los severos títulos con tinta
descolorida, en tres renglones oblicuos, de la princesa se despedían las damas
preceptoras y sus amigas de Copenhague —hijas de consejeros de Estado, los
maestros-profesores apergaminados del liceo, papá-rey y mamá-reina, una madre
que llora. Largas baldas con lomos dorados, lomos ennegrecidos, evangelios
infantiles manchados con tinta, con borrones tímidos, con torpes súplicas
improvisadas al Señor Jesucristo, tomos en cordobán de Lamartine y Chenier
con flores secas, que se reducían a polvo. Voy hojeando las páginas carcomidas
que sobrevivieron al olvido, y la imagen de un país ignoto, el hilo de días
extraordinarios, surgen ante mí —muros bajos en torno a los jardines reales,
rocío en el césped segado, somnolientas esmeraldas de los canales y un rey largo
con patillas de color chocolate, el tranquilo tañir de una campana sobre la iglesia
palaciega, el primer amor y un breve susurro en las salas pesadas.

Una mujer pequeña, de cara alisada con polvos, una ladina intrigante con
pasión insaciable de mandar, una furiosa hembra entre los granaderos de
Preobrazhenski, madre implacable, pero atenta, aplastada por la alemana, la
emperatriz María Fiódorovna despliega ante mí el rollo de su vida sorda y larga.

Sólo muy entrada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos
fantasmas de calaveras sangrantes. Bajo el rebuscado techo marrón se guían
ardiendo tranquilas las bolas de cristal, llena de polvo arremolinado. Junto a mis
borceguíes rotos, en las alfombras azules pasmáronse regueros de plomo.
Agotado por la labor del cerebro y por el calor del silencio, quedé dormido.

De noche, por el parquet opacado de los pasillos tomé el camino de la salida.


El despacho de Alejandro III era un cajón alto con las ventanas que daban a la
Nevski tapiadas. Las habitaciones de Mijail Alexándrovich —alegre
apartamento de un oficial culto que hace gimnasia, paredes forradas de una tela
clarita con manchas de rosa pálido, sobre las chimeneas bajas chucherías de
porcelana, imitando la ingenuidad y la carnosidad innecesaria del siglo
diecisiete.

Esperé un largo rato recostado sobre una columna, hasta que se durmiera el
último lacayo del palacio. Este agachó las mejillas arrugadas, afeitadas por vieja
costumbre; un farol doraba débilmente su alta frente decaída.

Cerca de la una de la madrugada salí a la calle. La Nevski me recogió en su


regazo insomne. Fui a dormir a la estación Nikoláyevski. Sepan los de aquí
huidos que en San Petersburgo un poeta sin hogar tiene donde pasar la noche.
El camino
Salí del frente a la desbandada en noviembre del diecisiete. En casa mi madre
me hizo un paquete con ropa y galletas. Caí en Kiev la víspera de que Muraviov
comenzara a bombardear la ciudad. Mi meta era Petersburgo. Doce días nos
tiramos en Bessarabka, en el sótano del hotel de Jáim Tsiriúlnik. El
salvoconducto de salida me lo dio ya el comandante soviético de Kiev.

En el mundo no hay espectáculo más deprimente que la estación de Kiev.


Unos barracones provisionales de madera desde hace muchos años profanan la
entrada a la ciudad. En las tablas mojadas crujían los piojos. Desertores,
especuladores, gitanos yacían mezclados. Viejas de Galitzia meaban de pie en el
andén. Un cielo bajo estaba sesgado por nubes, saturado de tinieblas y de lluvia.

Sólo a los tres días salió el primer tren. Al principio se paraba a cada versta,
después cogió brío, las ruedas trepidaron con más fervor y entonaron una potente
canción. Eso hizo feliz a todo nuestro furgón. En el año dieciocho la rapidez
hacía feliz a la gente. De noche el tren se estremeció y paró. Se corrió la puerta
del furgón, descubriéndonos el verde refulgor de las nieves. Un telegrafista de
estación, con pelliza sujeta por un cinto y con ligeras botas caucasianas, entró en
el furgón. El telegrafista extendió la mano y golpeó con el dedo la palma abierta.

—Los documentos aquí...

La primera de la puerta era una mujer agazapada entre bultos, a la que no se


oía. Iba a Liubán, a casa de su hijo ferroviario. A mi lado, sentados dormitaban
el maestro Yeguda Véinberg y su esposa. El maestro se había casado hacía unos
días y llevaba a su mujer a Petersburgo. Todo el camino estuvieron susurrando
sobre el método combinado de la enseñanza, hasta que quedaron dormidos. En
sueños sus manos seguían entrelazadas unas con otras.

El telegrafista leyó su mandato firmado por Lunacharski, sacó debajo de la


pelliza un máuser de cañón estrecho y sucio y disparó a la cara del maestro.

A la mujer se le abultó el cuello suave. Ella callaba. El tren estaba parado en


la estepa. Las nieves onduladas tenían destellos polares. De los furgones echaban
a los judíos a la vía. Los disparos sonaban desacompasados, como
exclamaciones. Un campesino con las orejeras de la gorra desatadas, me llevó
tras una pila helada de leña y comenzó a cachearme. La luna, eclipsándose, nos
alumbraba. La pared violácea del bosque humeaba. Los tarugos de los dedos
helados, agarrotados, recorrían mi cuerpo. El telegrafista gritó desde la garita del
furgón:

—¿Es judío o ruso?

—Ruso —murmuró el campesino rebuscándome—, tan ruso que vale para


rabino...

Acercó a mi su cara arrugada, preocupada, me arrancó del calzoncillo cuatro


monedas de diez rublos de oro, que mi madre me había cosido para el camino,
me quitó el abrigo y las botas, me puso de espaldas, me dio con el canto de la
mano en el pescuezo y dijo en hebreo:

—Ankloif, Jáim...[7]

Caminé, pisando la nieve con los pies descalzos. Una diana se iluminó en mi
espalda, el centro del blanco traspasaba las costillas. El campesino no disparó.
Entre las columnas de pinos, en el escondido sótano del bosque, se mecía una
lucecita aureolado con una corona de humo purpúreo. Llegué corriendo hasta la
cabaña. En la cabaña el guardabosques soltó un gemido. Sentado en un sillón de
bambú forrado de terciopelo se había liado en tiras cortadas de pellizas y de
capotes y desmenuzaba tabaco en su regazo. El guardabosques, que gemía
estirado por el humo, se incorporó y me hizo una reverencia:

—Vete, padrecito... Vete ciudadano querido...

Me encaminó por el sendero y me dio un trapo para enrollar los pies. Ya muy
avanzada la mañana llegué a poblado. En el hospital no había médico para
cortarme las piernas heladas; al frente se hallaba un practicante. Llegaba todas
las mañanas al hospital en un breve potro moro, lo amarraba al poste y entraba
arrebolado, con los ojos brillantes.

—Federico Engels —con las brasas de las pupilas encendidas, el practicante


se inclinó hasta mi cabecera— enseña a vuestra gente que las naciones no deben
existir y vosotros vuelta a que la nación debe existir...

Arrancó las vendas de mis pies, se incorporó y rechinando los dientes


preguntó en voz baja:

—¿Adónde, adónde os lleva el diablo?... ¿Para qué viaja vuestra nación?


¿Para qué enreda y enturbia?...

El soviet[8] de noche evacuó en un carro a los enfermos que no hicimos


migas con el practicante, a viejas judías con pelucas y a las madres de los
comisarios.

Mis pies sanaron. Yo seguí la ruta mendiga de Zhlobin, Orsha, Vitebsk.

Entre las estaciones de Novo-Sokólniki y Loknia el cañón de un obús me


sirvió de techo. Viajábamos en una batea. Fediuja, compañero accidental de
viaje, que hizo el gran camino de los desertores, era cuentista, chistoso y
dicharachero. Dormíamos bajo el potente y corto cañón, que apuntaba hacia
arriba, y nos calentábamos mutuamente en un hoyo de trapos, mullido con paja,
como la guarida de una fiera. Pasada Loknia, Fediuja me robó el baúl y
desapareció. El baúl me lo había proporcionado el soviet del pueblo y contenía
dos mudas de soldado, galletas y algún dinero. Dos días, nos acercábamos a
Petersburgo, me pasé sin comer. Soporté el último tiroteo en la estación de
Tsárskoye Seló. Un destacamento interceptor disparaba al aire a la llegada del
tren. Sacaron a los especuladores al andén y comenzaron a despojarles de la
ropa. En el asfalto, junto a personas de verdad, caían monigotes de goma, llenos
de alcohol. Pasadas las ocho, la estación me lanzó de su .presidio alborotador a
la avenida Zágorodni. En la pared de la otra acera, junto a una farmacia tapiada,
el termómetro señalaba 24 grados bajo cero. En el túnel de la Gorójovaya
aullaba el viento; sobre el canal se extinguía una farola de gas. La Venecia de
basalto, congelada, permanecía inmóvil. Entré en la Gorójovaya como en un
campo helado, circundado por rocas.

En la casa número dos, que fue Gobernación de la ciudad, se hallaba la


Cheka. Dos ametralladoras, dos perros de acero, se plantaron en el vestíbulo con
los morros levantados. Enseñé al comandante las cartas de Vania Kaluguin, mi
suboficial en el regimiento de Shuya. Kaluguin era ahora juez de instrucción en
la Cheka y me llamaba en sus cartas.

—Vete al Anichkov —me dijo el comandante ahora está allí...

—No llegaré —y sonríe por respuesta.


La Nevski se prolongaba a los lejos como la vía láctea. Los caballos muertos
parecían mojones. Patas arriba, los caballos contenían al cielo bajo. Sus vientres
abiertos en canal estaban límpidos y brillaban. Un viejo con aspecto de soldado
de la guardia arrastró a mi lado un elegante trineo de juguete. Hincaba en el hielo
con esfuerzo los pies de piel, en la cabeza llevaba una gorra tirolesa, un cordel
amarraba su barba introducida en un chal.

—No llegaré —dije al viejo.

Se paró. Su rostro leonino, arrugado, rebosaba tranquilidad. Pensó en sí y tiró


del trineo.

«Así se hace innecesaria la conquista de Petersburgo» —pensé e intenté


recordar el nombre de alguien que al final del camino fue aplastado por los
caballos árabes—. Se llamaba Yeguda Halevi.

Dos chinos con bombín, con hogazas de pan bajo el sobaco, se apostaron en
la esquina de la Sadóvaya. Con la mano aterida marcaban trozos de pan y lo
mostraban a las prostitutas que se acercaban. Las mujeres pasaban de largo en
desfile silencioso.

Cerca del puente Anichkov, al pie de los caballos de Klodt, me senté en un


saliente de la estatua.

El codo me resbaló y caí sobre la losa pulida, pero el granito me quemó, me


disparó, golpeó y lanzó hacia el palacio.

En un ala del edificio, de color granate, la puerta estaba abierta. Un mechero


azul brillaba sobre un lacayo dormido en los sillones. De su cara arrugada, de un
color cadavérico, colgaba el labio; una guerrera sin cinturón, con manchas de
luz, cubría el calzón de cortesano, el galón dorado. Una flecha velluda, dibujada
con tinta, señalaba el camino hacia e comandante. Subí una escalera y atravesé
habitaciones bajas, vacías. Mujeres de colores oscuros lóbregos danzaban en los
techos y paredes. Redel; metálicas cubrían las ventanas, de los marcos colgaban
bisagras retorcidas. Al final de una crujía, iluminado como en el escenario,
sentado a la mesa, es taba Kaluguin, rodeado de una aureola de pajizo; pelos de
campesino. Sobre la mesa se apilaban juguetes infantiles, trapos de colorines,
libros y dibujos rasgados.

—Has llegado —dijo Kaluguin levantando la cabeza—, perfecto... Aquí


haces falta tú...

Retiré con la mano los juguetes desparramados sobre la mesa, me recosté en


su tablero brillante y... me desperté —instantes u horas después— sobre un diván
bajo. Los rayos de la araña fulgían sobre mí en catarata de cristal. Los harapos
que me habían quitado se amontonaban en el suelo sobre un charco derretido.

—A bañarte —dijo Kaluguin, parado sobre el diván, me levantó y me llevó a


la bañera—. La bañen era antigua, de bordes bajos. En los grifos no había agua.
Kaluguin me echaba agua de un cubo. Sobre los pufes pajizos de raso y sobre las
sillas de mimbre sin respaldo estaba mi ropa: una bata con broches una camisa y
los calcetines de seda torcida, doble Los calzones me llegaban por encima de la
cabeza, la: bata había sido concebida para un gigante: yo me pisaba las mangas.

—No es ninguna broma Alexandr Alexándrovich —dijo Kaluguin,


arremangándome—, el niño andaba por las once arrobas.

Por fin amarramos la bata del emperador Alejandro III y regresamos a la


habitación. Era la biblioteca de María Fiódorovna, una caja perfumada con
armarios dorados, listados de franjas carmesí, arrimados a las paredes.

Conté a Kaluguin quién había muerto del regimiento de Shuya, a quién


eligieron comisario, quién se fue al Kubán. Bebíamos té, en las paredes, de los
vasos de cristal cundían las estrellas. Y las tomábamos con chorizo de carne de
caballo, negro y húmedo. Del mundo nos separaba una seda espesa y ligera de
las cortinas; el sol incrustado en el techo se quebraba y brillaba, de los tubos de
la calefacción soplaba un calor agobiador.

—¡Ah, sea lo que sea! —dijo Kaluguin, cuando hubimos despachado el


chorizo de caballo.

Salió y regresó con dos cajas regaladas por el sultán Abd al-Hamid al
monarca ruso. Una era de cinc, la otra, con cigarros, llevaba pegadas cintas y
órdenes de papel. «A sa majesté, l'Empereur de toutes les Russies —llevaba
grabada la tapa de cinc— con afecto de su primo.»

La biblioteca de María Fiódorovna se llenó del aroma que le fuera familiar


hacía un cuarto de siglo. Los cigarrillos de 20 cm. de largo y de un dedo de
gordos venían envueltos en un papel rosáceo; no sé si alguien, aparte del
autócrata ruso, fumó aquellos cigarrillos; no obstante elegí un puro. Kaluguin me
observaba sonriendo.

—¡Sea lo que sea! —dijo— no deben estar contados... Los lacayos me


dijeron que Alejandro Tercero era un fumador empedernido: le gustaba el
tabaco, el kvas[9] y el champaña... Fíjate: ceniceros baratos de barro en la mesa
y los pantalones remendados.

Era cierto, la bata en la que me metieron estaba mugrienta, brillaba y fue


remendada un sinfín de veces.

Pasamos el resto de la noche observando los juguetes de Nicolás Segundo,


sus tambores y trenes, sus camisas de bautismo y las libretas con garrapatos de
niño. Fotos de los grandes príncipes, fallecidos en la infancia, mechones de su
pelo, diarios de la princesa danesa Dagmara, cartas de su hermana, la reina de
Inglaterra, todo eso, que olía a perfume y podredumbre, se pulverizaba en
nuestros dedos. En los títulos de los evangelios y de Lamartine las amigas y
damas —hijas de burgomaestres y de consejeros de Estado, con esmerada
caligrafía inclinada se despedían de la princesa que se iba a Rusia. Luisa, su
madre, reina minifundista, se empeñó en colocar bien a sus hijos; casó a una hija
con Eduardo VII, emperador de la India y rey de Inglaterra, a otra con el
Románov, al hijo Jorge lo hizo rey de Grecia. La princesa Dagmara en Rusia se
convirtió en María. Muy lejos llegaron los canales de Copenhague y las patillas
de color chocolate del rey Cristián. Cuando paría a los últimos monarcas la
pequeña mujer con odio de zorra, rebullía en la empalizada de los granaderos de
Preobrazhenski, pero su sangre puerperal se derramó en una tierra de granito,
implacabe y vengativa...

Hasta la madrugada no pudimos deshacernos de esta crónica sorda y trágica.


El cigarro de Abd al-Hamid se consumió. Por la mañana Kaluguin me llevó a la
Cheka, a la Gorójovaya, 2. Estuvo hablando con Uritski. Yo me hallaba detrás de
la cortina, que caía al suelo en olas de paño. Hasta mí llegaban palabras sueltas.

—El chico es nuestro —decía Kaluguin—, el padre es tendero, comercia,


pero él se separó de los suyos... Conoce idiomas...

El comisario de asuntos interiores de comunas de la región Norte salió del


despacho con su contoneo. Tras los cristales de los lentes se desplomaban los
párpados hinchados, mullidos, quemados por el insomnio.

Me hicieron traductor de la Sección Internacional. Recibí ropa de soldado y


talones para comer. Me asignaron el rincón de una sala de lo que fue
Gobernación y allí me puse a traducir las declaraciones de diplomáticos,
incendiarios y espías.

No había pasado el día y ya tenía de todo: ropa, comida, trabajo y


compañeros fieles.

Así, trece años atrás, comenzó esta vida mía, formidable, llena de sentido y
de alegría.
Mis primeros honorarios
Vivir en Tiflis en primavera, tener veinte años y no ser amado es una cosa
terrible. Eso me sucedió a mí. Tenía un trabajo como corrector de pruebas en los
talleres de Impresión del Distrito Militar del Cáucaso. El río Kura bullía bajo las
ventanas de mi buhardilla. Cuando se levantaba por detrás de las montañas, el
sol iluminaba sus oscuros remolinos. Alquilé la buhardilla a una pareja de
georgianos que acababan de casarse. El hombre tenía una carnicería en el
Mercado Oriental. Al otro lado de la pared, él y su mujer, locos de amor, daban
vueltas y se entrelazaban como dos grandes peces en un tanque pequeño. Las
colas de estos dos peces frenéticos batían contra la pared. Hacían oscilar todo el
desván, calcinado hasta la negrura por el sol, lo arrancaban de sus vigas y se lo
llevaban al infinito. Sus dientes estaban herméticamente cerrados en la
implacable furia de su pasión. Por las mañanas, la esposa, Miliet, bajaba a buscar
pan. Estaba tan débil, que tenía que asirse del pasamano para no caer. Buscando
a tientas los escalones con sus pequeños pies, tenía la sonrisa lánguida y vaga del
que se está reponiendo de una enfermedad. Con la mano en sus pequeños senos,
hacía una cortesía a todo el que se encontraba en el camino: al anciano asirio que
estaba verde de vejez; al hombre que iba por allí vendiendo parafina; a las brujas
viejas, agostadas y con profundas arrugas que vendían madejas de lana. Por la
noche, los jadeos y gemidos de mis vecinos eran seguidos de un silencio tan
penetrante como el plañido de una bala de cañón.

Vivir en Tiflis, tener veinte años y escuchar las conmociones en el silencio de


otras personas es una cosa terrible. Para huir de aquello, salí corriendo de la casa
y fui hasta el Kura, donde el calor de baño de vapor de la primavera de Tiflis me
abrumó. Lo derriba a uno al golpearlo con todas sus fuerzas. Vagué a lo largo de
las gibosas calles con la garganta abrasada. La niebla del calor primaveral me
hizo retroceder hasta mi desván, hasta aquel bosque de ennegrecidos tocones
iluminados por la luna. No había más remedio que buscar amor. Desde luego, lo
encontré. Por suerte o por desgracia, la mujer que escogí era una prostituta. Se
llamaba Vera. Yo rondaba detrás de ella por las noches a lo largo de la Avenida
Colovin, sin atreverme a hablarle. No tenía ni el dinero para ella ni las palabras.
Esas palabras incansables, gastadas y machaconas del amor. Desde la niñez, toda
la fuerza de mi ser había sido dedicada a la invención de cuentos, dramas y
argumentos, miles de ellos. Yacían en mi corazón como sapos en una piedra.
Estaba poseído de un orgullo diabólico y no quería escribirlos prematuramente.
Pensaba que era malgastar el tiempo no escribir tan bien como León Tolstoi.
Estaba decidido a que mis argumentos vivieran para siempre. Las ideas atrevidas
y las pasiones consumidas sólo valen el esfuerzo que se gasta en ellas cuando
están vestidas de noble ropaje. ¿Cómo se puede hacer este noble ropaje para
ellas?

Es difícil para un hombre que está a remolque de sus ideas, bajo el hechizo de
sus miradas serpentinas, prodigarse en la espuma de insensatas y machaconas
palabras de amor. Un hombre así es demasiado orgulloso para llorar de tristeza, y
no sabe reír de alegría. Siendo un soñador, yo no había dominado el arte absurdo
de la felicidad. Estaría forzado, por consiguiente, a dar a Vera diez rublos de mi
pobre paga. Cuando me hube decidido, inicié la espera una tarde en la parte de
afuera del restaurante "Simpatía". Tártaros en túnicas azules y botas de suave
cuero pasaban con lento andar junto a mí. Limpiándose los dientes con palillos
de plata, echaban ojeadas a las mujeres pintadas de carmesí, georgianas de pies
grandes y muslos finos. En la luz, que palidecía, había una pincelada de
turquesa. Las acacias en flor a lo largo de las calles empezaron a suspirar en
tonos bajos, temblorosos. Una multitud de oficiales en capotes blancos se
precipitó por el bulevar, y ráfagas de aire fragante del Monte Kasbek bajaron
hasta ellos.

Vera vino más tarde, cuando había oscurecido. Alta y pálida, se deslizó al
frente de la simiesca muchedumbre como la Virgen María dirige la proa de una
barca pescadora. Se adelantó hasta el nivel de la puerta del restaurante
"Simpatía". La seguí tambaleándome:

—¿Va a alguna parte?

Su espalda ancha y rosada se movió frente a mí. Se volvió:

—¿Qué es lo que dice?

Frunció el ceño, pero los ojos reían.

—¿Dónde va?

Las palabras crujieron en mi boca como palos secos. Vera cambió el paso y
caminó hombro a hombro conmigo.

—Diez rublos, ¿está bien?


Accedí tan rápidamente, que ella concibió sospechas.

—¿Pero tienes diez rublos?

Nos metimos en el vano de una puerta y le entregué el portamonedas. Contó


los veintiún rublos que había en él; se excitaron sus ojos grises y se movieron
sus labios. Separé las monedas de oro de las de plata.

—Dame diez —dijo devolviéndome el portamonedas—, gastaremos otros


cinco y guarda el resto para seguir viviendo. ¿Cuándo cobras otra vez?

Yo respondí que dentro de cuatro días. Salimos del vano. Vera me tomó de la
mano y apretó el hombro contra mí. Subimos la calle, que se estaba enfriando. El
pavimento estaba cubierto de verduras secas.

—Sería bueno ir a Borzhomi y salir de este calor.. . —dijo ella.

El pelo de Vera estaba sostenido por una cinta que recogía y reflejaba curvos
destellos de luz de los faroles.

—Bueno, despeja para Borzhomi...

Eso fue lo que dije: despeja. Por alguna razón, esa fue la palabra que usé.

—No tengo la plata —dijo Vera con un bostezo.

Y se olvidó completamente de mí. Se olvidó completamente de mí porque


había hecho el día, y porque yo era dinero fácil. Sabía que no la entregaría a la
policía y que no le robaría el dinero o los aretes durante la noche.

Llegamos al pie del Monte San David. Allí, en un café, ordené kebab para los
dos. Sin esperar que llegara, Vera fue a sentarse con unos viejos persas que
trataban de negocios. Apoyados en sus pulidos bastones y moviendo los cráneos
aceitunados, decían al dueño que era hora de que agrandara su comercio. Vera se
metió en la conversación. Se puso de parte de los viejos. Era partidaria de
transferir el negocio para el bulevar Mikhailovski. El propietario, demasiado
flojo y cauteloso para ver el punto, se contentaba con resollar con dificultad.
Comí mi kebab solo. Los brazos desnudos de Vera se salían de la seda de las
mangas; golpeaba con el puño en la mesa, sus aretes volaban de acá para allá
entre las espaldas largas y marchitas, las barbas amarillas y las uñas pintadas. El
kebab estaba frío a la hora en que regresó a la mesa. Se había acalorado tanto,
que tenia la cara roja.

—Uno no puede cambiar la muía ésta ... De verdad que se puede hacer
negocio, tú sabes, en Mikhailovski, con la cocina oriental. . .

Unos tras otros, conocidos de Vera pasaban junto a la mesa: tártaros en


túnicas circasianas, oficiales de mediana edad, tenderos en chaquetas de alpaca y
ancianos barrigones de rostros curtidos y espinillas verdosas en los carrillos. Ya
era medianoche cuando llegamos al hotel, pero Vera tenía que hacer mil cosas
aquí también. Había una vieja que se estaba preparando para ir a ver a su hijo en
Armavir. Vera me dejó y fue a ayudar a hacer el equipaje. Se arrodilló sobre la
maleta, ató almohadas unas con otras y envolvió empanadas en papel a prueba
de grasa. La espalduda anciana, con un sombrero de gasa y una bolsa al costado,
recorrió todas las habitaciones diciendo adiós. Arrastró por todos los corredores
sus pies calzados con zapatos elásticos, sollozando y sonriendo con todas sus
arrugas. Llevó toda una hora despedirse de ella. Esperé a Vera en un cuarto
mustio con sillas de tres patas, una estufa de barro y manchas de humedad en las
esquinas.

Me habían arrastrado y atormentado por la ciudad durante tanto tiempo, que


este amor que yo deseaba parecía ahora un enemigo, un enemigo ineludible...

Afuera, en el corredor, había otra vida ajena que chancleteaba o estallaba de


pronto en carcajadas. Unas moscas estaban muriendo en un vaso lleno de un
líquido lechoso. Cada una tenía su manera propia de morir. La agonía de algunas
era violenta y duraba largo tiempo. Otras morían tranquilamente, con un ligero
temblor. Junto al vaso, en el estropeado mantel, había un libro: una novela de
Golovin sobre la vida de los boyardos. Lo abrí al azar. Las letras se alinearon en
una hilera única y formaron después un revoltillo. Frente a mí, en el cuadrado
marco de la ventana, había una ladera pendiente y pedregosa por la que ascendía
una tortuosa calle turca. Vera entró en el cuarto.

—Acabamos de decirle adiós a Feodosia Mavrikeyevna —dijo—. Era lo


mismo que una madre para nosotros, sabes. La anciana está viajando
completamente sola, no tiene a nadie que la acompañe. . .

Vera se sentó en la cama con las rodillas separadas. Sus ojos estaban muy
lejos, vagando por los puros reinos de su inquietud y amistad por la anciana
mujer. Después me vio con la chaqueta cruzada puesta. Se cogió las manos y se
estiró.

—Apuesto a que estás cansado de esperar... No importa, empezaremos dentro


de un momento...

Pero yo, sencillamente, no podía comprender qué iba a hacer Vera. Sus
preparativos eran como los de un cirujano que se apresta a realizar una
operación. Encendió un hornillo portátil y puso en él una cacerola con agua. Tiró
una toalla limpia sobre la cabecera de la cama y colgó más arriba de ella una
lavativa "con un depósito. El tubo blanco se columpiaba en la pared. Cuando el
agua se calentó, la vertió en el depósito, tiró un cristal rojo en él y empezó a
quitarse el vestido, que se sacó por la cabeza. Una mujer grande, de hombros
caídos y arrugado vientre estaba de pie delante de mí. Sus pezones nacidos, a
ciegas, apuntaban oblicuamente.

—Ven acá, mi vida —dijo mi amada—, mientras está el agua.

No me moví. Me entumecía la desesperación. ¿Porqué había cambiado la


soledad por la miseria de esta pocilga, por estas moscas agonizantes y las sillas
de tres patas...?

¡Oh! ¡Dioses de mi juventud! Qué distinto era esto, este triste asunto, del
amor de mis vecinos al otro lado de la pared, de sus largos, prolongados
chillidos...

Vera se puso las manos bajo los pechos y las movió de un lado a otro.

—¿Qué es lo que te pone tan triste? Ven acá...

Se subió el refajo hasta el vientre y se sentó en la cama de nuevo.

—¿Sientes tener que gastarte el dinero?

—No me preocupa el dinero —dije yo con voz rajada.

—¿Cómo es eso? ¿No te preocupa el dinero? ¿Eres ladrón o algo por el...

—No soy ladrón.


—¿Trabajas para ladrones?

—Yo soy un muchacho.

—Puedo ver que no eres una vaca —murmuró Vera.

—Soy un muchacho —grité—, un muchacho con los armenios, ¿no


comprendes?

¡Oh! ¡Dioses de mi juventud!... Cinco de mis veinte años se habían gastado


en la invención de argumentos, miles de argumentos que engordaban mi cerebro.
Yacían en mi mente como sapos en una piedra. Desalojado por la fuerza de la
soledad, uno de ellos había caído en la tierra. Fue, evidentemente, cosa del
destino que una prostituta de Tiflis fuera mi primer "lector". Me dejó frío lo
repentino de mi invención, y le conté mi argumento como "muchacho con los
armenios". Si le hubiera dedicado menos tiempo y reflexión a mi arte, hubiese
inventado un cuento gastado sobre que yo era el hijo de un rico funcionario que
me había echado de la casa, un cuento sobre un padre tiránico y una madre
pisoteada. Pero no cometí este error. Un relato bien ideado no necesita tratar de
ser como la vida real. La vida real sólo es demasiado anhelante para parecerse a
un bien ideado relato. Por esta razón (y por eso fue que le gustó tanto a mi
oyente) nací en la pequeña población de Alyoshki, en la provincia de Knerson.
Mi padre trabajaba como delineante en una compañía de vapores. Sudaba sobre
su tablero de dibujar noche y día para darnos a nosotros, sus hijos, una buena
educación; pero todos salimos a nuestra madre, una tonta que sólo se interesaba
en pasar un buen rato. A la edad de diez años, empecé a robarle a mi padre.
Cuando estuve crecido, me escapé para Bakú, a casa de unos parientes de mi
madre. Estos me presentaron un armenio llamado Esteban Ivanovich. Me mudé
con él, y vivimos juntos cuatro años.

—¿Pero qué edad tenías entonces?

—Quince años.

Vera esperaba que le contara sobre la debilidad del armenio que me había
corrompido, pero yo continué:

—Vivimos juntos durante cuatro años. Esteban Ivanovich era la persona más
decente y confiada que jamás yo había conocido. Creía cuanta palabra le decían
sus amigos... Yo debí haber aprendido un oficio durante esos cuatro años, pero
no hice nada... Lo único que me gustaba era jugar al billar... Los amigos de
Esteban Ivanovich lo arruinaron. Él les dio letras de cambio sin fondos, y sus
amigos las presentaron al cobro...

"Letras de cambio sin fondos". No sé cómo me vinieron a la mente, pero hice


perfectamente bien en introducirlas. Después de eso, Vera lo creyó todo. Se
cubrió con el chal que temblaba sobre sus hombros.

—Esteban Ivanovich estaba arruinado. Le echaron del apartamento, y se


vendieron sus muebles en pública subasta. Se hizo viajante. Yo no iba a vivir con
él ahora que no tenía dinero, de modo que me mudé con un capillero eclesiástico
rico y viejo...

El "capillero eclesiástico" fue robado a algún escritor: era la invención de una


mente perezosa que no podía molestarse en crear un personaje de la vida real.

Dije "un capillero eclesiástico", y los ojos de Vera titubearon y se escaparon a


mi influencia. Entonces, para restablecer la situación, instalé asma en el pecho
amarillo del viejo. Los ataques de asma lo hacían resollar roncamente. Saltaba de
la cama por las noches y jadeaba en el aire cargado de parafina de Bakú. Murió
pronto. El asma lo mató. Mis familiares no tenían nada que ver conmigo. De
modo que aquí estaba en Tiflis con viente rublos en el bolsillo, los mismísimos
veinte rublos que Vera había contado en el vano de la puerta en la Avenida
Golovin. El camarero del hotel donde estaba parando me había prometido
conseguirme clientes ricos, pero hasta ahora sólo me había mandado posaderos
armenios con barrigas grandes y gordas ... A estas gentes les gusta su propio
país, sus cantos y sus vinos; pero pisotean a las otras personas, hombres y
mujeres, como un ladrón pisotea el jardín dé su vecino.. .

Y comencé a hablar un montón de basura que había oído sobre los posaderos
... La lástima que sentía por mí mismo me partía el corazón. Parecía que yo
estaba absolutamente condenado. Temblaba de tristeza e inspiración. Regueros
de sudor helado comenzaron a bajarme por el rostro como culebras que se
movían sobre la hierba calentada por el sol. Dejé de hablar, comencé a llorar y
me volví. Había terminado mi cuento. Hacía mucho que el hornillo se había
apagado. El agua había hervido y se había enfriado otra vez. El tubo de goma
colgaba de la pared. Vera fue silenciosamente hasta la ventana. Su espalda,
deslumbradoramente blanca y triste, se levantaba y bajaba frente a mí. En la
ventana, iba habiendo alguna luz alrededor de los picos de las montañas.
—Las cosas que hace la gente... —susurró Vera sin volverse—. Dios, las
cosas que hace la gente...

Extendió los brazos desnudos y abrió las persianas de par en par. Los
adoquines de la calle sisearon ligeramente al enfriarse. Había olor a polvo y
agua... La cabeza de Vera se movía.

—De modo que eres una perra... como nosotras las putas...

Incliné la cabeza.

—Una perra como tú...

Vera se volvió hacia mí. El refajo le colgaba del cuerpo al sesgo, como un
harapo.

—Las cosas que hace la gente —dijo de nuevo en voz más alta—. Dios, las
cosas que hace la gente... ¿Has estado alguna vez con una mujer?...

Apreté mis labios fríos contra su mano.

—No. ¿Cómo iba a poder? No me dejaban...

Mi cabeza tembló contra sus pechos, que se derramaban libremente sobre mí.
Los pezones tiesos se clavaron en mis mejillas. Estaban húmedos como las
pantorrillas de una criatura. Vera me miró de lo alto.

—Hermana..., —susurró, y se sentó en el suelo a mi lado—, mi hermanita...

Ahora dígame usted, quisiera preguntarle: ¿Ha visto alguna vez un carpintero
de aldea ayudando a un compañero a construir una casa? ¿Ha visto qué gruesas y
ligeras y qué alegremente saltan las virutas cuando cepillan un tablón juntos?

Aquella noche, esta mujer de treinta años me enseñó todos los trucos de su
oficio. Aquella noche me enteré de secretos de los que usted nunca se enterará,
experimenté un amor que usted nunca experimentará, oí las palabras que una
mujer dice a otra. Las he olvidado; no se da por sentado que las recordemos.

Caímos dormidos al amanecer. Nos despertó el calor de nuestros cuerpos, un


calor que yacía en la cama como un peso muerto. Cuando despertamos, nos
miramos riéndonos. No fui al taller aquel día. Tomamos té en el mercado de la
Ciudad Vieja. Un plácido turco nos sirvió el té de un samovar envuelto en una
toalla. Era de un rojo ladrillo, y emitía un vapor como la sangre acabada de
derramar. El fuego brumoso del sol resplandecía en los bordes de nuestros vasos.
El largo, prolongado rebuzno de los burros se mezclaba con el martillar de los
hojalateros.

Bajo unas tiendas, ponían en filas jarrones de cobre sobre alfombras


descoloridas. Perros olfateaban por todos lados en las entrañas de las reses. Una
caravana de polvo volaba hacia Tiflis, la ciudad de las rosas y el sebo del
carnero. El polvo estaba empañando el fuego carmesí del sol. El turco nos sirvió
más té, y llevó en el abaco la cuenta de los panecillos que comíamos. El mundo
era hermoso, simplemente, para ser gentil con nosotros. Cuando estuve todo
cubierto de finas gotas de sudor, volteé mi vaso. Después que le pagué al turco,
empujé dos monedas de cinco rublos hasta Vera. Su pierna rolliza estaba
atravesada sobre la mía. Rechazó el dinero y quitó la pierna.

—¿Quieres que tengamos una pendencia, hermana?

No, yo no quería tener una pendencia. Acordamos encontrarnos por la tarde,


y yo volví a poner las dos piezas de oro en mi portamonedas.

Todo esto sucedió hace mucho tiempo y, desde entonces, a menudo he


recibido dinero de editores, de hombres ilustrados y de judías que comercian con
los libros. Por victorias que fueron derrotas, por derrotas que se convirtieron en
victorias, por la vida y por la muerte que me pagaron sumas insignificantes,
mucho más pequeñas que las que recibí en mi juventud de mi primer "lector".
Pero no estoy amargado, porque sé que no moriré hasta que haya arrebatado una
moneda de oro más, y ésta será la última, de las manos del amor.

[1] Citas tomadas de las «Obras» de W. Shakespeare, editadas por «Aguilar».

[2] Especie de fideos

[3] Las dos primeras, ciudades de Ucrania. La tercera, lugar de destierro en


Siberia.

[4] Hidalgo polaco.


[5] Fiesta judía

[6] Comisario de instrucción pública después de la revolución.

[7] Corre, Jáim.

[8]Equivale al ayuntamiento.

[9] Bebida refrescante.

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