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El libro de Abulafia se centra en la ‘cuestión siciliana’, esto es, la disputa por el control
de una o ambas de ‘las dos Sicilias’ (Italia del sur peninsular y la isla de Sicilia junto
con vecinos menores) en la que se involucraron papas, emperadores, príncipes franceses
y españoles en el periodo que va desde el siglo XII hasta principios del XVI. El autor
aborda esta cuestión desde dos puntos de vista: uno centrado en España (la corona
catalanoaragonesa), y el otro en Italia (el reino de la Italia meridional); estos puntos de
vista convergen en las luchas de poder entre la casa de Barcelona y la dinastía de los
Anjou, es decir, en la guerra de los doscientos años.
Abulafia señala que el libro puede leerse tanto como un análisis del preludio de las
guerras italianas del siglo XVI o como un estudio de la influencia del comercio y otros
intereses mercantiles en la política de los reyes cristianos del mundo mediterráneo. Por
publicarse en una colección en la que dominan biografías, el autor señala que ha
utilizado un marco biográfico basado en la idea de ‘vidas paralelas’, el cual sirve para
capturar la ‘trabazón’ de los distintos reinos y la ‘imbricación’ de sus intereses. Esta
concepción teórica se apoya en la tesis de que “lo que ocurre en el ámbito de… [la]
política llega a todos los estratos de la sociedad”, por lo que “cualquier intento de
escribir historia sin prestar atención a las decisiones adoptadas en las altas esferas del
gobierno genera una concepción inmóvil o estática de las sociedades pasadas que resulta
indefendible” (p. 25).
El libro está divido en tres partes: a) Los retos del siglo XIII: orígenes del reino de
Sicilia, nacimiento de la corona catalanoaragonesa, auge y caída de Carlos de Anjou, y
política y religión en la era de Ramón Lull; b) Las crisis del siglo XIV: el Mediterráneo
en tiempos de Jaime II de Aragón, Roberto el prudente de Nápoles, Sicilia y el sur de
Italia, y el ocaso de la casa de Barcelona; c) Las victorias del siglo XV: Alfonso el
magnánimo y la caída de la casa de Anjou, Aragón en Italia y España, y la invasión
francesa de Italia.
La primera parte del libro está compuesta por cuatro capítulos. En el primer capítulo,
Abulafia presenta una reconstrucción de los orígenes del reino de Sicilia. Aquí analiza
los reinados de los reyes normandos Federico II y Manfredo, y la presencia en la región
central de la península italiana de facciones que apelaban a ellos o a la Santa Sede.
Abulafia afirma, en este sentido, que “los dirigentes de estas facciones desestabilizaron
la península y crearon una atmósfera de gran recelo entre el pontífice y el emperador”
(p. 53). Por otro lado, señala que los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos se debían
a “rivalidades territoriales y económicas entre los clanes aristocráticos” (p. 53). Según el
autor, al papado le convenía debilitar a las estructuras centralizadas de poder al interior
del reino de Sicilia, con el objetivo mayor de destronar a los tiranos de la casa
Hohestaufen.
La segunda parte del libro trata sobre las crisis del siglo XIV. En el capítulo cinco, y
primero de esta parte, Abulafia ofrece una caracterización del Mediterráneo en la época
de Jaime II de Aragón, lugar al que llegó luego de renunciar al trono de Sicilia, el cual
quedo en manos de Federico III. El autor señala que si bien Jaime apoyó
esporádicamente al papado y a los güelfos, el papa Bonifacio VIII le prometió la corona
de Cerdeña (invadida en 1323-24) y Córcega a cambio de abandonar Sicilia. Mientras
tanto, Abulafia señala que Sicilia no se había rendido frente a los napolitanos, quienes la
tuvieron en su mira incluso luego de la paz de Caltabellotta (1302). Carlos II, por otro
lado, era caudillo de los güelfos en Italia y un rey cristiano “que pretendía gobernar en
conformidad con los principios de su fe” (p. 153) y con las enseñanzas de los letrados
romanos de su corte. Abulafia señala que en 1309 la casa de Anjou había logrado unir el
condado del Piamonte y otras posesiones de la Italia septentrional. El autor no olvida
destacar que Carlos II también se dedicó a la causa de las cruzadas y a la cuestión de las
tierras francas de Grecia. Abulafia afirma que la pérdida de Acre en 1291 fue una
expresión de la impotencia de los angevinos en Oriente. En cuanto a Grecia, una
compañía de catalanes constituyó el ducado de Atenas, que con el tiempo aceptó el
señorío del rey aragonés de Sicilia, convirtiéndose en un escenario de guerras
subsidiarias entre los aragoneses de Sicilia y los angevinos napolitanos. Desde el punto
de vista económico, para Abulafia, las tensiones políticas no fueron un obstáculo para el
comercio mediterráneo luego de la paz de Caltabellotta.
El capítulo sexto está dedicado a Roberto ‘el Prudente’ de Nápoles. Para Abulafia, el
reinado de Roberto ha sufrido una injusta indiferencia por parte de los historiadores.
Señala, primero, que inició su reinado en alianza con el papado, pero pronto terminó
enfrentado en una ‘guerra propagandística’ con Enrique VII de Luxemburgo, primer
emperador alemán coronado en Roma desde Federico II. Luego de la muerte de
Enrique, sostiene el autor, la alianza de Roberto con el papa Juan XXII y con los
florentinos le permitió consolidar su poder en términos políticos y económicos.
Abulafia muestra cómo esta acumulación de poder terminó a la postre por quebrar la
‘alianza triangular tradicional’ entre el pontificado, el monarca angevino y la Florencia
de los güelfos. Más aún cuando Roberto, haciendo caso omiso al tratado de 1302 según
el cual su trono debía ser de los angevinos de Nápoles, se había puesto el objetivo de
reconquistar Sicilia, enviando seis expediciones contra la isla. Abulafia muestra que
Roberto planteaba los argumentos tradicionales, es decir, que “el sometimiento de los
enemigos de aquella región [sur de Italia] y del resto de la península permitiría el
glorioso avance definitivo hacia el Oriente” (p. 177), esto es, una cruzada para
reconquistar Grecia y la Tierra Santa.
El capítulo séptimo estudia a Sicilia y al sur de Italia en la segunda mitad del siglo XIV,
denominado por Abulafia como un ‘periodo turbulento’. En este periodo, el autor
muestra que fueron las familias nobles las que constituyeron sus dominios regionales en
la isla y reprodujeron allí la autoridad que los reyes, quedando la monarquía reducida a
una función nominal, abandonándose principios consagrados como la supervisión real
de las herencias. Este nuevo esquema de poder, sumado a que las invasiones y
conspiraciones de los angevinos deshicieron gran parte de la reconstrucción iniciada por
Federico III, alentó las divisiones internas. Además, señala Abulafia, hay que tener en
cuenta los efectos de la guerra y la peste negra que asoló Sicilia en 1347. También en el
Nápoles angevino Juana I no pudo evitar la fragmentación en facciones, producto de las
invasiones húngaras y de las tensiones generadas por el cisma papal de 1378. Abulafia
muestra el conflicto entre las casas de Anjou-Durazzo y Anjou-Provenza por el trono
napolitano, quedando en manos de Luis I de Anjou-Provenza, mientras el papado era
incapaz de imponer sus propios derechos. El autor finaliza el capítulo afirmando que a
finales del siglo XIV ambos reinos de Sicilia estaban, al parecer, sumidos en el caos.
El octavo capítulo trata sobre el ocaso de la casa de Barcelona. Abulafia afirma aquí que
en el siglo XIV los monarcas de Cataluña y Aragón “comenzaron a articular un
concepto más coherente de sus territorios en cuanto unidad orgánica cohesionada por la
lealtad política y el comercio” (p. 210), expresado en la conquista de Mallorca por
Pedro IV de Aragón en 1343. Este monarca, según el autor, mostró su concepto de
realeza a partir de la pompa cortesana y su objetivo era conseguir los recursos
necesarios para emanciparse de sus parlamentos. Otro objetivo de Pedro, y en lo
sucesivo de los reyes de Aragón, era acabar con la independencia de la corona de
Sicilia. Abulafia sostiene que la transición del siglo XIV al XV vio el surgimiento de
problemas graves: tensiones sociales en Aragón y Cataluña (pogromos antisemitas), el
derrumbamiento de las juderías, el debate celebrado en Tortosa en 1413 y 1414 donde
se decidió humillar a los judíos. Gracias al Compromiso de Caspe, Fernando I de
Trastámara accedió al trono al morir en 1410 la casa de Barcelona, con algunas
tensiones en torno a las tasas impuestas por esta. El autor termina señalando que los
intereses de la comunidad empresarial adquirirán cada vez más peso durante el siglo
XV.
La tercera parte del libro se titula “las victorias del siglo XV”. El primer capítulo de esta
sección, y el noveno del libro, trata sobre Alfonso el Magnánimo y la caída de la casa de
Anjou. Abulafia relata la lucha por el trono de Nápoles entre Renato de Anjou y
Alfonso de Aragón, producto de la indecisión de Juana II, el carácter díscolo de la
nobleza con su tendencia a instaurar pequeños estados regionales y la ambición
desenfrenada del rey Alfonso. Según el autor, Renato podía pensarse como el héroe de
los italianos meridionales que veían en él un monarca débil dispuesto a ceder ante la
nobleza, mientras que los aragoneses eran vistos como intrusos, si bien Alfonso intentó
siempre fraternizar con la nobleza. Tanto Renato como Alfonso eran exponentes del
culto a la caballerosidad del siglo XV, aunque el segundo también estuvo expuesto al
humanismo clásico. Abulafia sostiene que aunque se considere a este periodo como uno
de grave crisis económica en Cataluña, también es cierto que las conquistas de Alfonso
regeneraron la economía de la corona de Aragón y restablecieron los lazos entre
Barcelona y la Nápoles conquistada, estimulando el comercio transmediterráneo. Es
decir, luego de la peste los territorios gobernados por Alfonso, incluidos Sicilia y la
Italia meridional, experimentaron un renacimiento económico, materializado por
ejemplo en la expansión de los rebaños de ovejas del sur de la península itálica.
También el estado vio acrecentarse sus arcas gracias a los gravámenes impuestos al
movimiento pecuario. Sin embargo, como señala Abulafia, el problema seguía siendo el
de la sucesión de Alfonso, siendo el trono de Nápoles para Ferrante, su hijo ilegítimo y
el resto de las tierras para Juan, hermano menor de aquel.