Cánones argentinos: Elogio del Ninguneo y el Resentimiento
Por Mempo Giardinelli
En materia de ninguneos y silenciamientos literarios es bastante conocido el caso de
Don Juan Filloy, que estaría cumpliendo 111 años en estos días, edad acaso no imposible para un hombre que murió poco antes de cumplir los 106 y que, habiendo sido uno de los más grandes escritores argentinos del Siglo XX, padeció toda su vida el silencio del canon de la Literatura Argentina. Me consta que eso le dolía, y cuánto. Hubo muchos otros casos, algunos bien conocidos: Osvaldo Soriano, Libertad Demitrópulos y Daniel Moyano —por citar sólo a otros tres grandes de nuestras letras — murieron ignorados por el canon, despreciados incluso por las facultades de Letras de casi todas las universidades nacionales. Allí, ocupados en exaltar casi siempre a las tres o cuatro figuras de moda en cada década, los patrones y patronas del canon no abandonan la práctica de recortar, silenciar o ignorar a muchísimos creadores y creadoras de cada generación. En cambio, en el contexto latinoamericano las lecturas canónicas tienden a ser más bien inclusivas, como si hubiera acuerdo y conciencia de que mencionar a todos engrandece a la literatura de cada país. Mientras entre nosotros de lo que parece tratarse es de ver a quién se deja fuera del canon: ahí están publicadas, en los últimos años, algunas lecturas interpretativas de la literatura nacional que, antes que abarcativas miradas sobre la producción textual de nuestro país, más parecen excluyentes intentos municipales de ninguneo. Por cierto, es éste un vocablo que trajeron los exiliados que en los años ‘70 vivieron en México, tomado de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz: “El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno”. Según Paz, los demás “simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está siempre presente. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien”. Hoy, cuando esa práctica perversa se ha generalizado en nuestro medio y se aplica no sólo en el mundo intelectual, la vigencia del planteo de Paz reluce como castigo a las siempre imprecisables pero así llamadas “mafias literarias”, cuyos autores, críticos y ensayistas son verdaderos Ningunos que jamás consiguen anular a aquellos creadores a los que no incluyen en sus recuentos. Se trata, sin dudas, de un fenómeno que no se da sólo en Buenos Aires sino que es universal, y por supuesto también rige en las provincias. Los narradores y poetas argentinos saben, en su mayoría, que el ninguneo es aquí condición básica de la creación, regla de juego ineludible. Lo más lamentable del ninguneo es que, además, disminuye o directamente anula las posibilidades de polemizar. En todo caso, provoca resentimientos que sólo dan lugar a acusaciones, rabietas o elusiones, cuando no desatan agresividades inconducentes. Pero no dan lugar —como en otros tiempos— a apasionadas y sustanciales polémicas. Hoy en cambio está de moda el ataque bloguero, que no deja de ser gracioso, sí que patético. Cualquier resentido difama desde un blog y muchas veces en forma anónima. Y es que el resentimiento viene a ser un inevitable paralelo del ninguneo. Así lo sugería hace años ese otro viejo sabio que fue Enrique Anderson Imbert, en los tiempos en que hacíamos la revista Puro Cuento en el barrio de Coghlan y él volvía a la Argentina desde Harvard, y nos visitaba para comer pucheros y darnos cátedra de Literatura y de Ética en largas sobremesas. El ninguneo argentino es infatigable, y por eso aquí todo intelectual está expuesto al robo de las ideas. Lee, piensa, estudia, investiga, reflexiona, escribe y ocupa muchísimo tiempo en elaborar alguna idea más o menos original, o una frase feliz que acaso surgirá al transcurrir de la escritura. Cuando después otros se apropian de ella, porque la escucharon o leyeron, y empieza a circular sin el necesario crédito, es imposible que el ninguneado no se sienta legítimamente mal cuando se le atribuye a otro la idea que él ha parido y escrito antes. Ésa es una de las formas más crueles del ninguneo. La otra es la que nace de la ignorancia. Pero aunque el silenciamiento sea involuntario, no deja de ser chocante. Porque tampoco es cuestión de apostar a la supuesta Justicia del Tiempo, como sugiere Guillermo Martínez con agudeza y también, seguramente, con razón. Y es que la Literatura —ya se ha dicho— no está para hacer justicia y muy raramente la hace. •