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El banquete Nº 6

Índice

Escribir aunque no haya algún pretexto Cecilia Pacella

Ensayos
Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole Oscar del Barco
Aforismos Georges Bataille
Acefalía, mimetismo y escritura Natalia Lorio
Vermeer, o la geometría de las pasiones Carlos Surghi
Memorias de un poeta ruso Silvio Mattoni
Niebla. Una lectura de Jorge Luis Borges Emmanuel Biset
Joaquín Giannuzzi: secretismo Mariana Robles
Sobre el concepto de hiedra. (Prolegómenos) Yves Bonnefoy

Poemas
Notaciones sobre el horizonte. Yves Bonnefoy
Sonetos Étienne de la Boétie
Lluvias Laura Wittner
Expreso Córdoba-San Francisco Luciano Lamberti
Escritos en la cama Paula Oyarzábal

Escrita

Viaje en globo y otros relatos. Robert Walser

Margen
Sueños Fogwill

Libros
El azar de lo dado Silvio Mattoni
Las desventuras de Ovidio Carlos Surghi
La escritura sin fin Silvio Mattoni
Escribir aunque no haya algún pretexto*

Cecilia Pacella

Festejar la aparición de una revista de literatura es una prueba decisiva de la


existencia de tres cosas: la literatura, la amistad y el amor, y no sólo es una prueba de la
existencia individual de cada una de ellas, sino también de la íntima y secreta relación que
las une y que, como invisibles cimientos, las sostienen dispuestas para todos. Y utilizo la
palabra “dispuesta” para destacar aquí la importancia de preparar y ofrecer, que se
evidencia más que nunca en este acto de donación que constituye una revista literaria, acto
gratuito y sacrificial, que como nos enseña Bataille está en el corazón de la literatura y
constituye su origen y su sentido.
Tal vez quienes comprendieron mejor este acto de donación fueron los hermanos
Schlegel que hacia fines de 1700 ofrecían la revista Atheneum donde se habían propuesto
eliminar las firmas para que cada una de las líneas que allí se presentaban los expresara a
todos y a ninguno, y así, como lo diría Mallarmé un siglo después, darle la iniciativa a las
palabras, aunque los románticos alemanes hubiesen preferido decir: darle la iniciativa a las
ideas.
Y aunque en nuestro siglo no tenga sentido eliminar los nombres porque ya no nos
dicen nada y porque todo lo escrito está destinado al libro que vendrá que Blanchot pudo
intuir, o al libro que soñó Benjamin todo hecho de citas, hacer una revista es un poco como
deshacerse del nombre propio para disfrutar sin reparos de la literatura. Por eso cuando
Borges dice que si se quiere ser escritor no hay que hacer una revista literaria también nos
está diciendo que si queremos hacer una revista literaria es porque queremos ser antes que
nada lectores, apoltronados en el sillón, con nuestro libro en las manos. Pero no vean esto
como un gesto de pura holgazanería sino como una invitación al ocio: hablo también de
leer un poema y en el disfrute disponerlo para la lectura de los otros, hablo de leer y ser
arrastrado hacia la escritura en un ensayo donde lo leído brille para nuevas lecturas. Así,

*
Leído en la presentación de El banquete Nº 5 el 13 de marzo de 2008 en Buenos Aires.
preparar el banquete se parece al gesto de acomodar los almohadones del sillón, colocar
una precisa lámpara e invitar a leer.
Yo personalmente he sido una de las ociosas lectoras invitadas a sentarse en los
primeros cuatro números que El banquete publicó entre los años 1997 y 2000 y sin duda no
tengo más que palabras de agradecimiento para aquel consejo de redacción que dispuso
para mí lecturas únicas; si ahora tomo la posta y preparo con Carlos Schilling, Silvio
Mattoni y Carlos Surghi este banquete, me guía el impulso y la ilusión de que la literatura y
el ocio sigan siendo partes de nuestras vidas.

Habrá que desenvainar las espadas del texto

En el primer Banquete se encuentra un magnífico ensayo de César Aira donde


leemos: “Hoy día, un escritor parece incompleto sin la certidumbre de que el viejo arte al
que se ha dedicado, la literatura, está en vías inexorables de extinción.” La convicción
sobre la que se asienta la certeza de Aira, certeza esencial para el escritor de nuestro tiempo,
es justamente el carácter de sostenedores de ilusión que detentamos los críticos, editores y
profesores con respecto a la literatura. Desde ese lugar, el texto de Aira me interpela,
entonces, con las siguientes preguntas: ¿creo yo que la literatura se dirige hacia su
desaparición pero hago de cuenta que no pasa nada para que nadie lo note y que todos
tengan la ilusión de que la literatura existe? ¿Puedo compartir la experiencia aireana del
último escritor y pensar que soy la última lectora? Pero pronto me doy cuenta de que la
experiencia de lectura se basa sobre la operación contraria, y mi ensayo debería llamarse,
entonces “el primer lector” porque, parafraseando a Aira, un lector parece incompleto sin
la certidumbre de que es el primer lector, el que ha descubierto un texto nunca antes leído, y
que esas palabras lo esperaban y se dirigían a él en el único recorrido posible de una flecha
certera. Pero para sentirme la primera y no la única tengo que llegar a la reunión,
encontrarme con Carlos, Silvio y Carlos, y predisponerme para compartir el banquete
literario.
De la reunión resulta una verdad irrefutable, que la literatura existe y que no va a
dejar nunca de existir, pero que su existencia se funda sobre dos ilusiones que debemos
sostener: la del último escritor y la del primer lector. Y así ante cada texto sentimos que
estamos ante el último ejemplar de una especie en extinción, y nuestro esfuerzo, el que nos
exige haber descubierto la extraña especie, debe ser el de simular un hábitat natural para
conservarlo, es decir, una revista literaria.

Las musas no son mujeres ausentes

La ilusión de la literatura, como un gran libro infinito, un sinfín de textos


sucediéndose, también se asienta sobre otra supuesta ilusión: la musa; si hay un gran libro,
su totalidad puede estar contenida en esa musa que esparce despreocupadamente su dictado
infinito sobre la desesperación de la página blanca. Pero la musa, como la verdad, es una
sola aunque no la misma para todos y en estos tiempos sin creencias no se aparece
milagrosamente en la soledad de la escena de la escritura sino que es necesario buscarla,
perseguirla, correr tras ella y suplicar por sus favores.
La supervivencia en nuestra época de aquellas diosas griegas que inspiraban toda la
literatura se comprueba casi de manera irrefutable en esa búsqueda sin descanso en la que
se encuentran ocupados nuestros escritores. Pensando en esto, me gustaría compartir con
ustedes algunas de las imágenes que mi memoria guarda del momento en que conocí a cada
uno de los miembros con los que hoy puedo compartir la preparación de este banquete.
A Silvio Mattoni lo vi por primera vez en una clase de gramática en la facultad,
aunque sería más exacto decir que él me vio y tal vez lo que hizo que su mirada se dirigiera
hacia mí fue una minifalda escocesa que por aquel entonces dejaba ver la juventud de mis
piernas, entonces se acercó y me invitó a participar del grupo de estudio que en esa tarde
intentarían desentrañar los usos del pronombre “se”. Afuera llovía, al terminar cada uno
tenía su paraguas y su auto prestado, nos despedimos sin promesas de vernos, sin embargo
y a pesar de las inclementes leyes de la lengua, ese año ambos promocionamos gramática.
Cuando conocí a Carlos Schilling salíamos de una conferencia en un centro de
estudios de posgrado, él no había escuchado la conferencia sino que estaba en la puerta
esperándonos y tal vez viendo las chicas que salían de la charla. Silvio me lo presentó y
decidimos ir a tomar unas cervezas. Caminábamos por la vereda de la calle Vélez Sarsfield,
tratando de sortear la cantidad de gente para llegar a la cerveza y a un diálogo sobre libros.
Repentinamente apareció entre las personas que caminaban en sentido opuesto una chica,
cuando pasó a su lado, Carlos le dijo algo que no escuché y que siempre imaginé como un
halago irresistible, mágico y eficaz, porque la chica se dio vuelta, lo llamó y entre la
muchedumbre de la vereda Carlos desapareció detrás de ella y por unos días no supimos
nada de él.
A Carlos Surghi lo vi algunas veces en la ciudad universitaria, pero creo que la
primera imagen clara que queda en mi memoria sucede en una fiesta de casamiento de unos
amigos en común. Carlos había ido solo pero, a la hora de bailar, una chica de letras llamó
su atención, desde allí hasta el final de la fiesta se sucedieron miles de escenas en las que
Carlos trataba de seducir a la chica y la chica a Carlos. Al final de la noche, cuando ninguno
hubiese podido conducir, cumpliendo con los votos de Diana llevé con mi auto a los
jóvenes atraídos hacia su tálamo.
Como dice Andrés Calamaro, las musas no son mujeres ausentes y mis compañeros
de banquete, escritores de mis favoritos, corren detrás de esos destellos de inspiración. ¿Y
no son ellos los que transforman a una mujer en musa y a esa musa en literatura?
Como todos sabemos El Banquete de Platón es el diálogo en el que Sócrates y sus
amigos pretenden homenajear a Eros, el dios del amor. Uno a uno improvisan un discurso
de alabanza al dios donde tratan de comprender los misterios del amor. Cuando llega el
turno de Sócrates, este relata para sus amigos una conversación con Diótima, una mujer
entendida. Diótima nos da una lección admirable sobre el amor pero también sobre la
literatura. Lo que vuelve bello al amor es su incansable búsqueda de la belleza y los poetas
son como el dios Eros, corriendo tras la belleza, buscándola infatigablemente para que algo
de ella se asiente en este mundo que habitamos. ¿Habrá muestras de un amor más inmenso
que las que nos deja la literatura? Creo que no, y esta es sin duda una lección que mis tres
compañeros del banquete, tres poetas, me dejaron presenciar en aquellos primeros
encuentros y después, para siempre en sus libros y en sus lecturas.
Ensayos
Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole
(observaciones al libro Para una tumba de Anatole de Stéphane Mallarmé, traducido
por Mario Campaña)

Oscar del Barco

Mallarmé se propuso resucitar a su hijo. Un objetivo hiperbólico al que acaso sólo


podamos acercarnos a partir de un ámbito poético-metafísico.
Tombeau no significa aquí “tumba” sino homenaje funerario, una forma.
Su propuesta es el enigma de la resurrección. Un enigma que no puede descartarse
como si fuera una fantasía. Se trata, precisamente, de creer, de realizar el esfuerzo de creer
en la resurrección de la carne. Una experiencia irrealizable e intransmisible, pero realizada
y transmitida en su propia imposibilidad. A un instante de manifestación que no puede
repetirse, ¿cómo decirlo si las palabras se detienen en su límite? ¿Cómo darle sentido y
exposición a lo que es tributo de una gracia repentina y efímera? Vano intento del logos por
someter la desmesura, y sin embargo hay un reclamo superior que impide y a la vez exige,
en pura paradoja, la palabra, y a ella se rinde.
El “libro” –y hay que pensar en el Libro mallarmeano (hegeliano)– estaba
originalmente compuesto por 202 hojitas, casi todas de 13 por 7,5 centímetros, escritas a
lápiz, guardadas en una carpeta amarillenta y abandonadas por Mallarmé, o tal vez
estuvieran destinadas al futuro, ¿por qué no? Esa carpeta, o esa “botella” arrojada al mar
como diría Paul Celan, llegó posteriormente, a través de la heredera M. Bonniot, a manos
de H. Mondor, y éste se la entregó a J.-P. Richard, quien, a su vez, escribió una
introducción que junto con el texto fue publicado por la editorial du Seuil.
El llamado “poema” no es un poema. Primer problema: ¿de qué se trata?, ¿quizás de
una escena dramática a la manera del Igitur, de un relato, de filosofía... o sólo de
fragmentos? De hecho sólo quedaron fragmentos más o menos vinculados por un frágil
hilo narrativo. Es como si Mallarmé, sin darse cuenta y a causa de su propio “fracaso”,
hubiera ingresado en otro (nuevo) espacio poético (que culminaría en Un golpe de dados).
Un espacio descentrado, discontinuo, más allá de toda preceptiva; digamos un texto
“moderno”. No importa. Ni prosa, ni poesía, ni filosofía, ni teatro; un “algo” llegado de
quién sabe dónde y que estaba allí (olvidado en un cajón) como un monumento o una
piedra caída “del desastre oscuro” de otro mundo…
Es una lástima que en la edición española no se hayan incluido las notas de J.-P.
Richard, las que a veces aclaran sus oscuridades, pero que, por supuesto, no pueden de
ninguna manera reducir el “poema” (llamémoslo tentativamente “poema”) a un esquema
conceptual explicativo.
Aclaremos para los oídos sordos, ningún poema se explica; se pueden dar infinitos
giros alrededor del poema pero nunca se lo tendrá fuera de sí: el poema es el poema. Todo
lo demás pertenece al intento interminable de su vivencia en intensidad. Aventuro, así, que
en el poema siempre hay más. Y lo que uno hace es internarse en el enigma, sabiendo que
no se lo puede resolver pero fascinado por la resolución imposible que el poema es, tal un
dios negativo que se sustrae al manifestarse.
[¿Qué pretendo entonces? Nada. Me entrego al estupor de su incomprensible
“belleza”... ¿O quizás se trata del análisis filosófico-místico de un “poema”? No quisiera
enredarme en estas cuestiones “críticas”, o, dicho de otra forma, someter el poema a una
idea previa, ya sea ésta sociológica, psicológica o filosófica. No obstante esta lectura, como
cualquier otra, no puede carecer de presupuestos. Lo confieso, considero toda lectura un
trampolín que nos permite saltar fuera, irnos, divagar, profundizar o cavar el verso, ampliar
el mundo o abrirlo al “don de el poema” (manteniendo, paradójicamente, su total
independencia). Por cierto que cada lector hace lo que puede, pero teniendo cuidado en no
querer convertir ese “lo que puede” en la “única” interpretación, como si en el texto hubiera
otra cosa, un sentido oculto que el crítico devela. Lo que hay son esas palabras de ese
escrito que es el tombeau, y nada más. Quien se interroga sobre un presunto sentido del
poema está presuponiendo que el poema tiene un carácter instrumental, representativo de
algo que no es el poema que leemos, vale decir que el poema sirve para transmitir lo que
Mallarmé no pudo o no supo decir directamente y se vio obligado a usar un decir críptico,
una suerte de palimpsesto donde en lo que se dice está oculto en lo que se quiere decir, eso
que el crítico o el filósofo, desentrañándolo, ponen al alcance del lector.
Mallarmé trabajó con una materia, escribió de tal o cual manera, utilizó tales o
cuales palabras y figuras retóricas. Esas palabras, a su vez, al ser leídas producen efectos,
como cuando una piedra cae en un estanque y produce un movimiento en el agua. El lector
sería, en esta figura, el agua removida por las palabras. Ese movimiento, llamémoslo
espiritual, es lo que aquí trato de mostrar: es el “golpe de dados” que abre al enigma del
azar. Cada lector, por su parte, desplaza al propio Mallarmé y se inviste como el poeta, el
creador, de tal forma que es el primer y el último lector –como creador– de ese algo
esencialmente sin autor que aparece allí como un texto sin sentido, o cuyo “sentido” es el
que cada uno prolongue en el poema al asumirlo en su desmesura como propio. El poema
en sí, también él cambiado por la eternidad (que transmuta lo empírico en trascendental),
“suscita” el mundo de la poesía. Pero si el llamado lector es también, como el llamado
autor, quien recibe el don del poema, su lectura será, en este sentido, originaria, vertiendo
también lo absoluto del canto. Por consiguiente todo decir, ya sea del “autor” o del lector,
es simultáneamente ajeno e íntimo del poema. Se puede decir, pero sabiendo de antemano
que nunca se dirá nada, ya que todo lo que diga es nada ante la presencia del poema, y
sabiendo además que el poema necesita ese decir en su esencia: porque el poema es las
posibles infinitas lecturas del poema. Sólo así puede reconocerse, en la pasividad de la
aceptación de esa particular gracia, que el hombre “habita poéticamente” en la morada
terrestre que es esa habitación en lo abierto del don y como don. Lo abierto o lo
trascendental inmanente-trascendente requiere sustracción o apagamiento de “almismo”, y
de ninguna manera puede convertirse en preceptiva o dogma del signo que sea].
En última instancia no importa la falta de una introducción (por supuesto que
hubiera sido importante situarlo en el conjunto de la obra mallarmeana) porque el poema en
su desnudez esencial es de una belleza metafísica absoluta. Más aún, creo que sus cortes,
sus interrupciones abruptas, sus oscuridades infranqueables, son partes necesarias de eso
que he llamado belleza, sin saber lo que esta palabra quiere decir más allá, digamos, del
general “esplendor de la forma” con el que intentó definirla santo Tomás. Afirmo también
que ese estar en estallido del texto, esa solemnidad desesperada y trágica, son parte no
solamente de su belleza sino de su actualidad, o su presencia instantánea y total en nuestro
ahora. En otras palabras, de su atemporalidad. Y decir y sostener esto no es nada fácil. De
una manera ineludible debemos asumir la potencia y la impotencia del fracaso.
Me parece que la primera lectura tiene que ser a ciegas, siguiendo la dolorosa
narración como si se tratara de un vía crucis, sin descanso, en un susurro monótono, sin
permitir la intromisión del pensamiento. Abandonarse al ritmo entrecortado, a los huecos, a
los cortes en abismo del texto, semejantes a los cortes de silencio introducidos por algunos
compositores en la música moderna. De golpe una franja de silencio cava un silencio más
hondo, despojado de retórica, un silencio, digamos ontológico, que descompone no
únicamente la línea sino ante todo el plano completo de la composición. Después vendrá,
casi en lo exhausto, el intento del habla, del hablar, o, en otras palabras, del pensar. Pensar
una obra de pensamiento, y digo esto lleno de vacilación ante la posibilidad de
incomprensión, de un pensamiento hiperbólico que, gran paradoja, se retira, dejando sólo
huellas, marcas, una memoria inmersa en el acto poético, una fuerza virtual de un
pensamiento sin pensamiento (y esto significa que falta la estructura formal metafísica de lo
que llamamos “pensamiento”). Podríamos hablar de un pensar sacro y, en la perfección de
este quiasma, de lo sagrado del pensar.
Lo que llamo el relato está siempre cayendo y emergiendo de la mudez, al borde del
silencio y en la inmanencia del silencio, en un acto supremo, alquímico, tal vez insuperable,
en el que un poeta (padre) se propone (y lo logra, primero en potencia ideal y
posteriormente en acto) resucitar a su hijo. Y cada palabra, aquí, se presenta en sí, no como
metáfora, ni como retórica literaria. La muerte de su pequeño hijo trastorna a Mallarmé
(trastorno, delirio o demencia, significan todo el ámbito terrenal, familiar, amistoso,
estético-filosófico, en que se manifiesta la donación absoluta del poema; atendiendo a que
el don es la constitución puramente órfica del texto); quien, es bueno recordarlo, fue
poseído por la “locura celeste”: después de leer a Paul Valéry su poema Un golpe de dados
no suprimirá el azar, le dijo –según cuenta éste–: “sí, es un acto de locura”; y, por supuesto,
no hablaba por hablar. Debo añadir que si bien este poema introduce como elemento
central el vacío, aún conserva un hilo narrativo, todo lo críptico que se quiera, que le otorga
un sentido altamente conceptual, mientras que en el tombeau todo eso desaparece barrido
por el viento gélido del más profundo desamparo y sólo resta la jadeante melopea de la
nulificación que se propone (esta palabra es confusa porque se trata de la donación del acto
lírico, al mismo tiempo caótico y cósmico) para resucitar al hijo…

Mallarmé cree que puede resucitar a su hijo y por eso decide llevar a cabo el acto
absurdo, según la palabra con la que san Pablo califica la creencia en la resurrección. Acto
milagroso en el que J.-P. Richard no cree. Y en esta no creencia radica, a mi juicio, la
debilidad de su gran ensayo. Se trata, como dije, de una alquimia verbal y, por eso mismo,
ontológica, que nos exige abandonar las seguridades y convicciones del absoluto empírico
para elevarnos, digamos, a la más despojada espiritualidad. Sin ese abandono previo y sin
esa instalación en lo puramente abierto de lo posible, todo intento de acercarse a la
inestable captación del poema me parece destinada al fracaso. Invertir las creencias más
poderosas de nuestro ser habitual implica producir en nosotros, no miméticamente sino en
la pura realidad, la metamorfosis dolorosa que Mallarmé se infligió a sí mismo, situándose
de este modo, abruptamente, en una tradición reconocida como esencial en la historia de
oriente y de occidente. Si, por el contrario, seguimos en la creencia de que la llamada
“materia” es todo y el “espíritu” sólo un efecto secundario, por supuesto que no se puede ni
atisbar el problema de la resurrección (recordemos el desprecio de los filósofos griegos
cuando Pablo les comenzó a hablar de la resurrección...). A la inversa, si todo es espíritu
tampoco hay resurrección porque no hay muerte. El problema consiste en encontrar esa
dimensión, esa abertura previa que vuelve posible a posteriori tanto la materia como el
espíritu, el “yo” como el “mundo” (teniendo en cuenta que yo y mundo se conforman en
unidad esencial de mutua co-pertenencia).
Si allí no existe un yo, es decir una sustancia autónoma a la que también se puede
llamar alma o sujeto, ¿quién o qué muere? ¿Morir es el deshacerse de algo? Y si hubiese
alma, ¿sería el alma la que se deshace? Si sólo hubiera conexiones de infinitos elementos a
los que más allá de su evanescencia llamáramos alma, ¿esa evanescencia esencial sería la
muerte? Pero si no hay nada, ¿qué podría morir? Y si no hay algo a lo cual llamar “muerte”
(o lo que muere), ¿a qué llamaríamos “resurrección”? ¿Recomponer en inexistencia un puro
soplo sería “resucitar”? ¿Resucitar entendido como un puro acto del espíritu? Si llamo
muerte a esa extinción de lo ya eternamente extinguido, ¿resucitar sería mantener al muerto
presente en inexistencia como perpetuo recuerdo? Pero ese perpetuo recuerdo, ¿de quién
sería si no hay quien? ¿Un recuerdo de igual jerarquía que el muerto? ¿Anatole elevado a
presencia ideal imperecedera? Esto exige sostener una situación milagrosa que se extingue
al menor desfallecimiento, de allí, posiblemente, el “fracaso”, el abandono del poema por
imposibilidad de sostenimiento en vida ideal-real del hijo muerto. Pero aun así,
extinguiéndose su resurrección, el poema es un acontecimiento inmortal que el poeta
testimonia diciendo he aquí a mi hijo, ecce homo.
No puedo leer el poema sin pensar en el extremo dolor humano. Si ya fuera de sí el
dolor es la ultimidad de lo último, entonces es allí donde se alza el poema. Pero el dolor,
¿se puede justificar?, ¿cómo se justificaría? No se justifica ni se explica. En tanto la alegría
sensible remite a un inteligible, a una causa original, el dolor consiste, precisamente en el
paso, en la caída absoluta sin causa, sin sentido, sin fundamento. Y entonces, vista en este
orden, la poesía es el renacimiento de lo inteligible, ese más allá u otro que ser que
conmueve el pensamiento alentándolo a su trascendencia.
Mientras la madre lo resucitó considerándolo no muerto y envolviéndolo en los
gestos y menesteres de la vida (“¡quiero que viva!”), el padre, Mallarmé, lo resucitó
idealmente haciéndolo vivir en su infinita particularidad ideal, en la culminación extrema
de la pobre y absoluta vida del pequeño. ¿Dos resurrecciones? La de la madre que lo arropa
y le habla a su niño muerto-vivo afirmándose en una demencia reservada; y la del padre
trastornado por ese mundo órfico ahora puesto a prueba en una masa de carne y huesos. Y,
agreguemos, el “lector”, que necesariamente debe asumir la tarea de sostener, allí donde el
mismo Mallarmé desfalleció, el espíritu vivo del muerto mediante esas hojitas salvadas
casualmente de la catástrofe. Seguirá siendo una incógnita el hecho de que no las
destruyera, de que las numerara en su ser incompleto, y que de alguna manera, a cuya
comprensión no podemos tener acceso, las dispusiera para el posible futuro que ahora
somos sus lectores, como sus lugartenientes, digamos.
Aceptar la resurrección es imposible, o lo imposible, el límite que encuentra la
filosofía en cuento “razón”. Mas el hecho de que haya algo-alguien, aquí y ahora, también
es un imposible (como la resurrección), pero al producirse, o volver posible ese imposible,
se toca la resurrección imposible.
Para realizar su operación “mágica” o su “alquimia” Mallarmé debió ante todo
desencarnar a su hijo, volverlo espiritualidad absoluta, para luego encarnarlo en sí mismo
(como dijo en el soneto en honor de Poe: cambiarlo en sí, la eternidad, en él mismo), en su
cuerpo, en su carne, palmo a palmo, sin diferencia. A ese espíritu (también Nietzsche, en su
momento extremo, en cuanto“ya no hombre”, dijo: “yo soy Prado”, “soy todos los hombres
de la historia”; locura, sí, locura, pero ¿qué significa esta locura como positividad?) había
además que sostenerlo para poder realizar el milagro de la resurrección en él: Mallarmé
tiene que transmutar su propia vida, en detalle minucioso, en la vida de Anatole, para que
éste se realice de nuevo, en eterno retorno, en espíritu. La resurrección es eso, y más aun,
más allá, dice que ya somos gloriosamente eternos (muertos) en espíritu. El problema, el
grande, tal vez posterior, consiste en sostener locamente, es cierto, ese grado extremo de
desencarnación.
Mallarmé, dice Y. Bonnefoy, cree en el “no-ser fundamental de la condición
humana”, y por eso pudo afirmar que “felizmente estoy completamente muerto”; pero no
sólo a “esta vida que es muerte”, como interpreta Bonnefoy, sino verdaderamente muerto.
Este, creo, es el saber, que al mismo tiempo es el Libro: saber de la propia eterna muerte
que no cede a ningún atributo. ¿Se puede creer que somos más que un respiro de muerte?
¿Qué se quiere decir cuando se dice que Mallarmé “quería vencer el tiempo donde se nace
y se muere”? ¿Despojarse del peso material de la carne y eternizarse sin trascendencia,
quiero decir en la nada de la inmanencia trascendental?
De manera inevitable hay que detenerse en Hegel, en ese “titán del Espíritu
humano” como lo llamó Mallarmé en su conferencia sobre Villiers de L’Isle-Adam.
Hegeliano de avanzada que incluso se adelantó a los filósofos franceses, ya que
posiblemente desde 1861 y por incitación de Lefébure y de Villiers, lo “estudia
asiduamente”, “se sumerge con cuerpo y alma en la aventura hegeliana” (como afirma J.-P.
Richard). Pero no sólo de avanzada por el entendimiento sino también, y ante todo, por el
“goce”: Mallarmé “quiere gozar” de la filosofía; ¡no deja de ser sorprendente ese querer
gozar nada menos que de la lectura de Hegel, cuando por lo común sus exégetas tratan de
“entenderlo”, de explicarlo! ¿Qué ignotos vasos comunicantes vincularían la textualidad
tenebrosa, superior al concepto, de ambos autores? Recordemos, en un solo signo, que
Hegel se sintió enloquecer al escribir la Fenomenología del espíritu, y que, sugiero, tal vez
este haya sido el punto en que se entrecruzaron en lo aórgico de sus particulares itinerarios.
Como señala Julia Kristeva “Mallarmé capta en la Idea un principio de superación
(yo subrayo) del ‘yo’ subjetivo que sus contemporáneos trataban precisamente de exaltar
con la ayuda de Fichte”, y agrega: “Pero el renunciamiento al absoluto del ‘yo’ mina la
unidad del sujeto y lo disuelve en la locura”, por lo que la Idea pasa a ser la que suplanta la
locura. Se trata de una Idea poética, polimorfa, “ritmo, danza, pluralidad numérica”, lo
propiamente abierto, la “negación de cualquier inteligibilidad dada de una vez para
siempre”. Es la repetición incansable recorriendo eternamente el mismo ciclo. La
culminación de la Idea es su propio y necesariamente inédito recomenzar; ese “no poder
detenerse jamás” (lo que Hegel llama la negatividad) es la realización de la Idea, es decir,
el momento de recogimiento de la motilidad del “Ser-revelado-plenamente-en-su-totalidad-
por-el-Concepto” (según A. Kojève).
Hegel fue como una tabla de salvación para Mallarmé tras su larga crisis espiritual
de 1866-1871, pues encontró en él la idea del poder de la nada como peligro, sí, pero
simultáneamente como salvadora: la destrucción puede recrear, “el fracaso es necesario
para la victoria”; hay que atravesar la selva del sufrimiento, del mal, para surgir al campo
de la salvación. Mallarmé puede asumirse como es, en su depresión, en su esterilidad, para
en una dolorosa sublimación que conserva y supera rescatarse de nuevo a la vida plena del
acto poético. En otras palabras: la positividad de lo negativo, la afirmación absoluta, es lo
que descubre en Hegel, y es así que “trata él mismo de desposar los avatares del espíritu
absoluto”, “calcando su propia vida sobre la curva de una evolución cósmica” (J.-P.
Richard).
Si bien referida a Herodías, la siguiente observación de J.-P. Richard se acomoda
perfectamente al suceso de Anatole: “...pues Herodías , alienada en san Juan, debe de una
cierta manera suprimirlo a su vez , es decir, suprimirlo físicamente, si quiere recuperarlo en
sí misma [...]. Esa mirada muerta…¿no es la famosa negación negada de donde Hegel
pretendía hacer emerger el ser? Recuperarse en una conciencia distinta, y muerta...”. ¿Este
sería “el misterio mortal” del que habla J.-P. Richard en su Introducción al poema?
Mallarmé está frente su hijo que, muriéndose, lo interroga con los ojos respecto al
incomprensible momento que está viviendo y que sin saberlo, pero en un hondo
presentimiento, es su propia muerte, la que lo vuelve sagrado (hoja 75 del poema); es en
ese momento que realiza su “salvación espiritual” pues “su muerte es una teofanía que pone
humanamente en evidencia la trascendencia, presente en él, de la muerte”.
El padre sabe que el hijo va a morir, pero el hijo no sabe que va a morirse. Esta
diferencia fúnebre es esencial para la finalidad que se propone el padre con intensidad
absoluta, porque, tratándose de una salvacion en espíritu, éste debe asumirse, o lograrse, sin
limitación alguna, “en sí mismo”. El diálogo de Mallarmé con la muerte es de una
sobriedad y de una tonalidad acorde con la tragedia. Es esa ignorancia del niño, que “la
muerte utiliza para apoderarse más fácilmente de él”, la que va a utilizar el padre “a fin de
sustraerlo de la empresa mortal” (J.-P. Richard). Según este autor el razonamiento
metafísico central de Mallarmé es que “una muerte inconsciente no constituye una
verdadera muerte”, porque la muerte auténtica implica el verse y saberse moribundo... de
allí la consecuencia inusitada y entrañablemente religiosa de que la muerte de Anatole no se
ha “verdaderamente producido”. Mientras en el Igitur el pensamiento de la muerte implica
la muerte, aquí “la inconsciencia del agonizante” evidencia “su eternización”. En resumen:
“Puesto que no hay muerto sin pensamiento de la muerte, la ausencia de ese pensamiento
borrará lógicamente la realidad mortal”. Se trata de un contra-argumento ontológico que le
permite al padre pasar “de la no conciencia del agonizante a la no existencia de la muerte”:
“tú no lo sabes”, “cierra esos ojos dulces –no veas”, “continúa y vivirás” (hoja 106); “te lo
diré /no –porque entonces desaparecerías” (hoja 150); “como un dios vivo y en nosotros”
(hoja 100); “transfusión –cambio de modo de ser, eso es todo” (hoja 101). Es una operación
difícil, cómplice en un cierto sentido de la muerte: privar al hijo de su propia muerte como
un medio para su resurrección; pero ¿sin muerte puede haber resurrección o se trata de la
privación temporal que concluye en eternidad? La muerte se produjo y es a ese hecho
mortal con el que se enfrenta Mallarmé. Al que quiere resucitar es al muerto y no al no
muerto por inconsciencia. El niño se salva de la muerte psíquica, pero no de la muerte
carnal, y es a esta última a la que debe arrancarle su víctima, el niño amado, el hijo,
Anatole.
Bien lo dice J.-P. Richard, de lo que se trata es de “la recuperación espiritual del
niño y su eternización mental”; lo cual, es cierto, “resulta muy difícil de pensar”; ya que,
agrega, se trata de un “misterio”. Yo diría casi un misterio, porque al menos para Mallarmé
no es un misterio sino un acto que inevitablemente debemos llamar alquímico, no sólo
verbal sino en sustancia. Un acto poético-metafísico-religioso. De una poética
trascendental, de una metafísica hegeliana y de una religiosidad sin Dios. Mallarmé habla
de “reabsorción” (hojas 4 y 117): el padre, en su demencial desarreglo, absorbe en espíritu
al hijo muerto (“en espíritu” quiere significar la más alta y gloriosa de las realidades, y no
como quien dice “imaginariamente” dándole al término una connotación calificativa). Es
una delicada y poderosa metamorfosis mediante la cual, al precio de una total
concentración, se reconstituye en actualidad al hijo, con quien se puede vivir, no como si
fuera un doble o un fantasma sino en presencia total, en una virtualidad a entender más allá
de todo objeto y de todo sujeto empíricos. No hay que pensar la reabsorción o la
“transfusión” como un sometimiento del hijo muerto por el padre vivo, porque lo que se
abre en esencia es un espacio sin nadie que permite la resurrección amorosa. Vale decir que
el padre también debe resucitar, o salir de la vida-muerta en que vive para ingresar al lugar
del puro encuentro des-personalizado, des-encarnado: “idealizado – el germen de su ser
recuperado en nosotros simiente que permite pensar por él –verle y” (hoja 33).
Por supuesto que nos encontramos en la mayor severidad del orden espiritual,
digamos, si pudiésemos hablar así, en el origen, en lo propiamente impensable, porque es el
hay de todo posible, incluso del espíritu. “Y esto nos explica que él (Anatole) pueda ser
plenamente reabsorbido por el pensamiento paterno sólo después de la muerte del niño: en
el momento en que éste, entregado en la muerte al lento trabajo liberador de la corrupción,
poco a poco desprendido de su masa carnal, encuentre su pura, su verdadera definición”, y:
“Como en la teología cristiana la podredumbre corporal prepara el desprendimiento
espiritual; ella autoriza la victoriosa emergencia del ‘germen’ y su instalación en otras
conciencias”: por eso “puede, puro, refugiarse en nosotros, reinar, ‘triunfar’ en nosotros,
sobrevivientes”, “la pureza absoluta, en la que el tiempo gira y recomienza – el estado más
divino” (hojas 164-165). Nos movemos, por cierto, en un orden de incredulidad: ¿cómo
entender la resurrección si no se cree?, ¿o hay que creer –de acuerdo con san Anselmo–
para entender? “Conversión del estado de muerte al estado de vida. Momento crucial que
decide un doble destino: significa en efecto que ‘el absoluto contenido en muerte’ ha sido
superado, que existe un más allá de la muerte, y que este más allá puede ser alcanzado,
realizado, fuera de toda intervención celeste, por medios sólo humanos”. Esto implica
adelantarse al Espíritu Absoluto o al Dios asumiendo, espiritualmente, la total presencia
como presencia. Quien lo logra se reasume fuera de la vida-muerte y se salva. Se trata, si es
que aún pueden utilizarse estas palabras, de una real realidad imaginaria: dice J.-P. Richard
“la muerte sólo puede ser vencida mediante una intensa conciencia de la muerte”; hay que
“hacer descender el absoluto en una duración humana” para hacerla vivir. Cuando
Mallarmé dice que su hijo vive en él no está enunciando una vulgar frase retórica, está
exponiendo en una extrema condensación su metafísica, o, tal vez fuera mejor decir, su
religión, su íntima captación órfica del universo.
Tratemos, por último, de aproximarnos a Hegel, quien seguramente fue uno de los
sostenes capitales del enigma mallarmeano de la resurrección (el otro sostén fue, por
supuesto, la poesía, engarzada en él, naturalmente, con la poética entendida como el
absoluto pensar en lo abierto y como lo abierto de las formas). Estamos moviéndonos,
como bien dice Kojève, en el absurdo: en la necesidad (lógico-ontológica) que tiene el
hombre de hablar, y, a la vez, en la imposibilidad de hablar del Absoluto (en el Absoluto se
puede hablar pero no se puede hablar del Absoluto como tal, pues sería necesario salir del
absoluto; más aun, el Absoluto no puede hablar: ¿con quién lo haría?). En esto consiste la
locura de Hegel y de Mallarmé, en querer vencer por habla la silenciosa eternidad. Y es un
hecho: hay habla... pero no del Ser (salvo llamar “habla” al Ser, en cuyo caso el habla no
podría hablar, ni ser “la casa del Ser”, como si se tratase de cosas separadas e incluyentes).
Hegel identifica al Hombre (al Sabio) con Dios, por lo que se puede decir, indistintamente,
“que no hay nadie más que Dios, o bien que no hay nadie más que el Hombre” (Kojève).
Hegel, en su extravío, afirma que su Lógica es “el pensamiento de Dios antes de la creación
del mundo”, por consiguiente –dice Kojève– Hegel “es Dios, Dios creador, y Dios eterno”.
Pero también Mallarmé, de una manera semejante y disímil que es arduo descifrar, es dios.
Su empresa poético-filosófica y mística exige la divinización, es decir la inexistencia
subjetiva, para poder manifestarse como tal.
Según mi parecer esta posición ideal nos permite acceder a la lectura de su poema,
y, a la vez, es la posición que nos brinda la lectura del poema: subsumir al hombre como
modo del Absoluto realizándose extática eternamente como (ser) trascendental; allí la
recuperación o la absorción de Anatole se vuelve un acto evidente, quiero decir necesario,
de por sí. Este acto supremo fue realizado por Mallarmé, y al mismo tiempo que lo arrasó
lo elevó a su consagración poética. No se trató de una experiencia en sentido vulgar, sino,
como se dice en la Fenomenología del espíritu, de una experiencia de la trascendencia en
su absoluta inmanencia. Resucitar a Anatole en su infinita particularidad fue un milagro, su
realización, qué duda cabe que fue realizada, pertenece a la intemporalidad del no-hombre,
y su “fracaso” evidente no borró el hecho inaudito sino que, por el contrario, permitió su
transmutación en Belleza. Nosotros, al recoger estos restos, somos partícipes necesarios de
la ceremonia y aceptamos que sólo en muerte hay resurrección. Lo que esto implica supera
el logos, y nadie puede violar ese silencio querido por el oficiante de la poesía en la gloria
de su tumba.

Aforismos*
Georges Bataille

Pido para mí todo lo imprevisto y el tumulto indiscernible de la vida, pido para mí


esas risas que detiene, aunque en el fondo nunca las detenga, la súbita llegada de intrusos…
Iba a hablar de mi impotencia –del deseo que me llenaba de angustia– y ahora… ya no
siento esa impotencia… Resulta que estoy tranquilo, indiferente, la infantil sencillez de la
angustia ya no actúa, ya no estoy en la miseria adonde me había arrojado la idea de todo el
tiempo que todavía me separa del instante en que se saciará mi deseo. Me cuesta superar la
inercia que me invade, esa felicidad sombría, inmóvil… ¿Me cuesta? ¿Tal vez un poco? ¿Y
el instante? ¿Cómo pasaré de la indiferencia profunda al momento de una felicidad “que se
canta”, que me desbordará y me hará reventar? ¿Cómo pasaré de mi dignidad suave, cuyos
ojos están vacíos de intención, a la sensación de esa noche llena de riquezas y desnudez que
convoca el deseo de morir? ¿Cómo recibiré de nuevo la alegre pesadilla de la embriaguez
que se adhiere hasta en la cara deshecha por la muerte? Lo sé, y me lo recuerdan sin cesar
los movimientos patéticos de las artes, el objeto de mi espera no es la paz, sino el inmenso
delirio del universo con el que se mezcla el latido de mi corazón –y del cual me pide que
forme parte.
Si no existiera el umbral de la muerte y la resaca de las aguas que aparentemente un
horror a lo ilimitado levanta en las ansias del rechazo, si no existiera mi terror a la idea de
dar el paso, me parecería al oleaje que juega, que se sumerge en la profundidad líquida.
Pero la muerte me asusta y me quedo sentado pensando en ella, sentado como lo están
aquellos que le oponen a la belleza cegadora de este mundo la tierna precisión de las
*
Publicado en Arts, nº 424, agosto de 1953; tomado de Oeuvres complétes, Gallimard, t. XII.
palabras. La mesa, el papel, la siniestra barrera de la muerte alinean las sílabas de mi
nombre. Esta mesa y este papel –que me destinan a la desaparición– me enferman (más
exactamente, me dan náuseas), y sin embargo las palabras que puedo escribir allí invocan
aquello que, enfermándome aún más, me devolvería a la tenue violencia del viento,
llevándose para siempre este papel y las palabras que escribo en él.

Traducción de Silvio Mattoni


Acefalía, mimetismo y escritura

Natalia Lorio

“El hombre no está aislado en la naturaleza; solamente


para sí mismo es un caso particular. No escapa a la acción
de las leyes biológicas que determinan el comportamiento
de otras especies animales, pero estas leyes, adaptadas a
su naturaleza propia, son menos aparentes, menos
imperativas: no condicionan ya la acción, sino solamente
la representación”.
Caillois

Un hombre decapitado, desnudo, exponiendo sus misteriosos órganos: su corazón


en una mano, sus vísceras que se transparentan en forma de laberinto y un cráneo casi solar
en lugar del sexo. Imágenes del hombre sin cabeza, ser divino y monstruoso, que
aparecieron en las portadas de Acéphale y en su interior1. Mencionar Acéphale es hacer
mención a autores que se expusieron en una comunicación y una escritura en la que el
espacio del saber desde el cual escribieron no estaba definido y que, tras esa indefinición,
buscaban una imagen de la humanidad que, a veces abismándose en el equívoco, renegaba
de la univocidad de un saber determinado.
El nombre de Georges Bataille es ineludible en este punto así como el de Pierre
Klossowski, Roger Caillois, André Masson, entre otros. Tentación de hablar de proyecto
acéfalo, aunque pareciera ser más fiel a aquella intención hablar de propulsa acéfala, pues
el impulso a la pérdida de cabeza no sólo estaba presente en la publicación mencionada,

1
AAVV, (2005), Acéphale. Religión, Sociología, Filosofía. 1936-1939, Caja negra, Bs. As.
sino que se puede rastrear en el devenir que estos autores por separado recorrieron. Se trata
aquí de mostrar que la propulsión está presente en dos de estos autores, Caillois y Bataille,
y además, que sus preocupaciones y ocupaciones pueden ser puestas en relación en un
entramado que dibuja similares formas en el espacio.
En las imágenes que André Masson despunta de este ser acéfalo encontramos una
singular representación del espacio en el que este hombre se encuentra. Se trata de un
espacio que estando allí presente reviste la forma de un medio caótico y fluyente: dédalos
violentos que absorben hacia su centro toda las formas, representaciones irregulares,
lugares informes sobre las que se para el acéfalo, o en las que simplemente está envuelto.
Olas, llamas, ráfagas, cumbres dislocadas. Espacio que se precipita en sí mismo. En las
últimas ilustraciones, se mimetizan las formas de los cuerpos en una conflagración donde el
espacio y el acéfalo dionisíaco parecen confundirse.
Representaciones que están ahí para mostrar los límites de la experiencia humana,
los límites que lindan con el espacio, con su exterioridad y su diferencia. Límites que
terminan por debilitarse, por confundir las líneas de separación y de fusión. Se configura a
partir de este hombre, este cuerpo sin cabeza (que pasa a ser por momentos un cuerpo
humano con cabeza de toro) la dislocación de la auto-representación humana. Dislocación
de la razón al mismo tiempo que la muerte de una imagen de hombre que se tenía por
acabada, que se entendía desde el cumplimiento de la humanidad centrada en la
racionalidad.
Formas de lo humano en su límite que tomaremos para problematizar las relaciones
entre la acefalía, el fenómeno del mimetismo y la escritura batailleana.

Ser decapitado

“De modo que en cada hombre hay un animal encerrado


en una cárcel, como un preso, y hay también una puerta, y
si entreabrimos la puerta, el animal se abalanza hacia
fuera como el preso que encuentra la salida; entonces
provisoriamente, el hombre cae muerto y el animal se
comporta como animal, sin preocupación alguna por
suscitar la admiración poética del muerto. En ese sentido
se puede considerar al hombre como una cárcel
burocrática.”
Bataille

Roger Caillois en El mito y el Hombre nos introduce a la perspectiva a través de la


cual la continuidad entre las especies, incluido el hombre, se revela como fondo instintivo
que burbujea en cada ser y que se manifiesta de diversas formas en cada una de ellas. Se
trataría, por decir así, de un fluir, de un fondo que está a la base de cualquier acto (y de la
representación en el caso humano), en el que la diferenciación entre unos seres y otros es
sólo una cuestión de grado. Especialmente en La Mantis Religiosa y Mimetismo y
psicastenia legendaria, ensayos presentes en la obra mencionada, es donde queda claro que
la vida debe leerse sobre todo en términos de continuidad y no de diferenciación: “De la
realidad exterior al mundo de la imaginación, del ortóptero al hombre, de la actividad
refleja a la imagen, el camino es largo quizás, pero sin soluciones de continuidad. En todas
partes, los mismos hilos tejen los mismos dibujos.”2
Un dibujo es el que aparece con mayor preeminencia aquí y, como se adivinará, es
la figura de un ser sin cabeza, tejido extravagante que Caillois se apresta a pensar a partir
de la mantis religiosa. La figura de la mantis es fascinante, reclama el silencio en la atenta
observación de la sutileza de las formas y colores en las que puede encontrarse. Imagen que
fascina y que ejerce temor, que pasma y a la vez somete a la atención, somete a permanecer
alerta. Se trata de un animal que con cierto parecido al hombre, se revela como su espejo
demoníaco, la imagen de su propio temor. Entendemos, luego, el porqué de los diversos
nombres que la mantis religiosa ha recibido en diferentes culturas, atracción que,
motivando encantamiento y terror, la nombra desde una voz que se descifra religiosa.
En este animal hay algo, eso es lo que señala Caillois al contarnos las leyendas,
mitos y fábulas que se encuentran en íntima relación con ese ser, relatos de los que gusta
vestirse su encanto. Se trata del aspecto fascinante y cruel que aun siendo conocido, cabe
mencionar: además del isomorfismo que la mantis presenta con el hombre que da cabida a

2
La Mantis Religiosa en Caillois, R., (1939), El Mito y el Hombre, Sur, Bs. As., p. 105.
Llamamos la atención acerca de la fecha en que se publicó El mito y el hombre, que data de 1937, aunque los ensayos que
tomaremos de este texto se publicaron por primera vez en Minotaure en 1935.
que se la compare por su estructura antropomórfica, este insecto se reproduce bajo crueles
costumbres: durante o luego de la cópula el macho es devorado por la hembra.
“Costumbres nupciales” que suelen estar precedidas por la decapitación que sufre el macho
y el consiguiente automatismo de los miembros que siguen moviéndose en pasmo,
copulando, y aún más, defendiéndose.
Comportamiento acéfalo que es un enigma, pues ya muerto, el macho simula
defenderse de lo que lo ha atacado mortalmente, pudiendo llegar al extremo de simular la
muerte en pos de defensa aun estando ya muerto. Nupcias ominosas, que dan la idea a
Caillois de que el comportamiento instintivo y automático de la mantis puede ponerse en
relación con los diversos relatos que dan cuenta del temor religioso que se desata en torno a
la cópula. Bajo esta sospecha, quiere iluminar la oscura continuidad entre el acto de la
mantis y los relatos en los que la cópula no sólo presenta la faz feliz del placer, sino
además, el fatal del ser que es devorado, consumido, aniquilado, por una fuerza que
absorbe a la víctima en una nada sin nombre.
Pero más allá de los relatos que disfrazan el temor y la fascinación ante la cópula,
estaríamos ante relatos que dan cuenta de la fascinación y el pavor que ejerce cualquier
fuerza aniquiladora, la fuerza de seducción de aquello que mata toda posible conservación
y autonomía de los movimientos dirigidos y controlados. Fascinación ante la absorción en
un fondo que destituye la vida separada del individuo.
La amenaza se representa como tal porque es cercana. Aquello que vive la mantis es
próximo a los hombres, pues entre estos y aquella sólo hay una diferencia de grado. Los
hombres y los insectos forman parte de la misma naturaleza. En grado mayor o menor, las
mismas leyes rigen a unos y otros. Por ello, los más que abundantes ejemplos que el autor
da, quieren mostrar que la biología comparada comprende a ambos y más aún, que sus
conductas respectivas pueden explicarse mutuamente, teniendo en cuenta las diferencias,
teniendo a la vista que el hombre y el insecto se sitúan en extremos divergentes, “pero en el
mismo grado de evolución del desarrollo biológico”.
Mientras que la existencia del insecto está dominado por el instinto y el
automatismo, la existencia del hombre está abierta a la representación y a la laxitud entre
ésta y la acción. Continuidad y oposición, a la vez, entre dos grados del instinto: uno real y
otro virtual. De un lado de la vida, la operación, del otro el mito, la fábula, la ficción.
La simulación de la muerte (del ser que ya muerto, paradójicamente, se hace el
muerto) en los mantídeos no es la única simulación que señala Caillois, pues la vida de
estos insectos presenta otro aspecto ligado a la disolución o al ser que es consumido por un
espacio de fusión: ser devorado por la hembra es un aspecto, pero el otro, es el mimetismo
que operan en relación al espacio, donde el que devora es el espacio mismo en el que por
un momento se reintegra y se confunde el ser vivo. Los mantídeos miman ramas, flores,
cortezas, metamorfoseándose en su medio con una exactitud que escandaliza.
No pasar en silencio frente al mimetismo de los mantídeos, es lo que permite
establecer una continuidad entre la acefalía que la mantis revela, el fenómeno del
mimetismo y ese alucinante deseo humano de reintegración a la insensibilidad original.

Hacerse espacio

“La comunicación de dos seres que pasa por una


pérdida de ellos mismos es el dulce fango que les es
común...”
Bataille

El fenómeno del mimetismo, vastamente ejemplificado por Caillois, quizá logre su


definición más acabada en la idea de una metamorfosis que vuelve al ser a un grado
inferior a aquel donde se halla en la escala de los seres. Son tomados como ejemplos ciertos
animales, como moluscos e insectos, que simulan seres del reino vegetal o incluso, seres
inanimados. Caillois presenta al mimetismo, entonces, como la posibilidad de tornar al
reino de grado inferior. Un posible que está atravesado por lo imposible. Un hacer como si,
una impostura verosímil, he ahí lo posible de ese regreso, cuya imposibilidad está en que la
diferencia de grado sigue estando presente. Diferencia que quiere el retorno a un grado
menor en la vida, en la desindividuación posibilitada por la simulación. Paradójica
operación: simulación de la vida en el automatismo de los miembros (ya mencionamos que
la mantis sigue moviéndose frenéticamente aunque está muerta) y simulación de la muerte
en la inmovilidad cadavérica que se da en algunas especies que miman seres inanimados o
desechos.
Caillois se fascina con el mimetismo desde el espejo de la vida continua que sin
separaciones o discontinuidades entre los seres, pero diferenciada cada forma de la vida por
grados, tiende al retroceso de la vida en la vida, jugando con la muerte, poniendo en peligro
la futilidad del juego. Asomo de retorno a lo inanimado o al puro espacio, que es
comparable a ciertas tendencias humanas en donde la dimisión de la vida y de sus
diferencias seduce. Dimisión de lo otro en la simulación de lo mismo.
Es la diferenciación, la individuación, la distinción del individuo y su distancia con
el medio lo que Caillois quiere repensar y hacer ver a través del fenómeno del mimetismo.
Ver desde este fenómeno, significará atravesar una barrera, transgredir una sutura de la vida
(o la vida suturada), y abrir ante las diferencias de lo que se pretende estable las formas de
la vida que no pueden pensarse sólo desde la diferenciación.
Así comienza el artículo Mimetismo y psicastenia: “De cualquier lado que se
aborden las cosas, el problema último que resulta, en fin de cuentas, es el de la
diferenciación: diferenciación de lo real y lo imaginario, de la vigilia y el sueño, de la
ignorancia y el conocimiento, etc.; diferenciaciones todas cuya conciencia exacta y cuya
exigencia de solución debe mostrarse en toda actividad valedera. Entre estas
diferenciaciones, ninguna seguramente más marcada que la del organismo y el medio;
ninguna, por lo menos, en que la experiencia sensible de la separación sea más inmediata”3.
Si lo que vale es la diferenciación, la transgresión a esa diferencia segura aparece
como una patología. El mimetismo entonces como lo patológico de una vida que quiere
internarse en el espacio y no distinguirse de él. Internación que mima colores, formas, que
presenta ciertos rasgos para un otro y para sí mismo. ¿Cuerpo que busca la metamorfosis?
¿que la desea? ¿en pos de qué? ¿de defensa? ¿o cuerpo que es invadido por el espacio ante
el que no se defiende en absoluto?
Veamos. Dos manifestaciones del fenómenos se acentúan: el mimetismo por
homocromía y el mimetismo por homomorfia. En ambas manifestaciones se trata de una
acción automática ordenada por la visión. Es decir, un elemento vinculado a la visión

3
Mimetismo y Psicastenia Legendaria en Caillois, R., (1939), El Mito y el Hombre, Sur, Bs. As., p. 107.
desprende en otras características cromáticas o morfológicas, y es este el punto que Caillois
considera al señalar la acción invasora (directa) del medio sobre el organismo.
Pero en la Homomorfia, es la forma y no sólo el color lo semejante, y aquí no sólo
otro grado de la vida es la mimada, sino también el medio inerte: animales que simulan
piedras, insectos que se disfrazan de semillas y granos, seres que simulan cortezas de
árboles, pétalos, excremento de aves, ramas, yemas, espinas. Incluso se da en este
mimetismo con el medio que ciertos insectos pueden llegar a aparentar el leve movimiento
de una hoja terminal en una rama. Más aún, la simulación es tan perfecta que puede llegar a
simular la imperfección o la falta de aquello que se mima: las imitaciones pueden tomar la
forma de hojas comidas, infecciones o cicatrices.
Descartada su utilidad para la defensa, Caillois toma al mimetismo en tanto
imitación voluntaria. De tratarse de una reacción de defensa sería inútil, pues los agresores
no se dejan en modo alguno engañar por la simulación de color o de forma (se han
encontrado en el estómago de estos agresores numerosos restos de insectos miméticos) y,
por otro lado, especies no comestibles, que de nada se defienden, son miméticas.
Ante la perplejidad que el mimetismo despierta, el autor estima que “tenemos, pues,
que habérnoslas con un lujo, y hasta un lujo peligroso, pues hay ejemplos de que el
mimetismo haga caer al animal de mal en peor: las orugas agrimensoras simulan tan
cabalmente los retoños de arbustos, que los horticultores las cortan con la podadera; el caso
de las Phyllias es aún peor: se mordisquean unas a otras, tomándose por hojas de verdad, de
suerte que podría creerse en una especie de masoquismo colectivo, con la homofagia mutua
por consecuencia: la simulación de la hoja resultaría una provocación al canibalismo, en
esta suerte de festín totémico.”4
Lujo peligroso que, según Caillois, no sólo es propiedad de las especies miméticas,
sino que subsiste en el hombre como virtualidad psicológica que se corresponde a los
hechos señalados. Puede leerse en el hombre y en la asociación subjetiva de ideas leyes que
gobiernan la asociación objetiva de los hechos, donde el mimetismo podría, pues, definirse
correctamente como un encantamiento fijado en su punto culminante y que hubiese
apresado al hechicero en su propia trampa.

4
Op. Cit., p. 132.
El fin del mimetismo parece ser la asimilación al medio. Se da la tentación del
espacio sobre el individuo; en insectos, cangrejos, arañas de mar, moluscos, el disfraz
aparece como un acto de automatismo puro, que no es más que la necesidad de contacto de
cuerpos extraños. Comportamiento que depende de la visión... lo cual apuntala más aún la
idea de que se trata de una perturbación de la percepción del espacio.
Perturbación, en la que “el espacio es indisolublemente percibido y representado.
Desde este punto de vista es un doble diedro cambiando a cada movimiento y situación”.
Podría decirse que se trata de una percepción del espacio que hace del mismo no una
estructura estable, sino un deslizamiento inestable, del que el ser vivo, el organismo “no es
ya el origen de las coordenadas, sino un punto entre otros; queda desposeído de su
privilegio y, en el sentido fuerte de la expresión, no sabe ya dónde meterse”5.
Seres desposeídos de sus privilegios, de sus atributos de ubicación, de su forma y
sus coordenadas, sin estabilidad de puntos de referencia: todo el espacio, el medio, aparece
como un elemento tan opresivo como seductor, tan transfigurador como hipnótico, ante el
que no hay más que respuestas automáticas que llevan al disfraz. No hay identidad, hay
necesidad de contacto y de identificación, necesidad de semejanza.
Minado el sentimiento de personalidad, minada la diferenciación de la conciencia y
del espacio, se pasa, según Caillois, de la psicología a la psicastenia; es decir, se abre paso a
la debilidad de la personalidad, del individuo y su conciencia. Perturbación de las
relaciones entre la personalidad y el espacio, que son entrevistas por el autor a través de
experiencias personales (y que describe como próximas a la experiencia de
esquizofrénicos) donde el espacio aparece con toda su fuerza devoradora. Es el espacio el
que persigue, acosa, cerca, devora.
Más aún, el individuo se siente devenir espacio... “es semejante, pero no semejante
a algo, sino simplemente semejante.” Despersonalización por asimilación al espacio, que
rastrea en la influencia mágica de la noche y de la oscuridad, donde el miedo es indicador
del peligro de asimilación del organismo y el medio. Así, la noche, la oscuridad no es sólo
negativa, entendida como falta de luz y distinción, sino también se aparece en su
positividad, desde el momento en que hace contacto con el individuo. “Mientras el espacio

5
Op. cit., p. 137.
claro se borra ante la materialidad de los objetos, la oscuridad, por el contrario, toma
cuerpo, toca directamente al individuo, lo envuelve, lo penetra y hasta pasa a través.”6
Cabe llamar la atención sobre un punto: la asimilación al espacio acompañada de
una disminución del sentimiento de la personalidad, trae como su sombra, la disminución
del sentimiento de la vida. En las especies en las que se da la mímesis, el fenómeno se da
en un sólo sentido: la vida siempre retrocede un grado, disimulando o abandonándose las
funciones propias para ese retroceso.
Regresión a lo inorgánico que no tiene más que una finalidad puramente estética.
Lujo e inutilidad que desconciertan, que tienden hacia el arte, que se presenta con una
lógica íntima y misteriosa que hace patentes las características de la hipertelia, en tanto
fenómeno que rebasa su finalidad, yendo más allá de lo creíble.7 Indistinción lujosa, sin
sentido, que escapa de su propia meta y finalidad: la individualidad también se escapa de sí
misma y se da la indistinción en sus relaciones con el medio. Lo vivo aparece, desde esa
cierta ubicuidad viviendo en el ultra espacio: aparece como “extraño espacio al que el ultra-
espacio da el ser”.
Sin embargo, es el espacio (ultra espacio) el que sigue ejerciendo seducción sobre
ese espacio que es el ser vivo. Aunque espacio inorganizado, la seducción pareciera no ser
más que desparramo del espacio dentro del espacio. Espaciamiento en el espacio que sigue
actuando en esa mínima diferencia que aísla lo orgánico y lo inorgánico. Diferencia que
aunque pequeña es la que funda la seducción, el deseo, pues es la distancia que no puede
salvarse hasta que se salva en la uniformidad mortal donde no hay vida. Solicitación del
espacio, bajo cuyo efecto la vida parece perder terreno.

La escritura acéfala y mimética

6
Op. cit., p. 139, 140.
7
Lujo e hipertelia que se demuestra por la presencia de elementos decorativos miméticos que sólo se revelan como tales en
el momento en que ya no es verosímil. Un insecto que se mima una hoja, pero cuyos detalles se ven cuando emprende el
vuelo. Mímesis que pareciera nos servir para nada, puesto que no hay ajuste a lo esperable.
“Oh transparencia de huesos/ mi corazón ebrio de
sol/ es el astil de la noche”
Bataille

Las reflexiones precedentes acerca de las relaciones del individuo con el medio nos
servirán de punto de apoyo y de centro en un movimiento en torno a una de las formas de la
representación. Nos referimos a la escritura y especialmente, una escritura que, creemos, se
inscribe desde el inicio en la propulsa acéfala. Nos referimos a la escritura y su experiencia
en la obra de Georges Bataille. Creemos que desde la extraña descripción de la vida que se
hace patente en los ensayos mencionados de Roger Caillois, se pueden tramar relaciones en
torno a esa escritura que es crítica de la separación del sujeto y el mundo.
Es sabido que Acéphale nace de la fascinación de Bataille ante una imagen en metal
donde aparecía un dios sin cabeza, representación de la gloria decapitada, que se vuelve
para él una obsesión. Obsesión que comunica a Masson, que hace de esa figura el emblema
y el punto de irradiación de sentido de los que participaban de esa comunidad de escritura y
experiencias secretas. Obsesión por la vida decapitada que no se aquieta tras el contagio:
Bataille tomará al sol como símbolo de la personalidad acéfala y la figura misma de la
soberanía tendrá sentido en tanto que es pérdida de sí en un brillo solar que se dona sin para
qué.
La evocación del hombre descabezado y desnudo que se repite en Acéphale, a la
que hicimos mención al comienzo de este escrito, se dibuja o se teje bajo otras formas en la
obra de Georges Bataille.
Tras el recorrido de las sinuosidades descriptivas de Caillois, se muestra hasta qué
punto el organismo vivo forma cuerpo con el medio en que vive, hasta qué punto la
voluntad de preservarse en su ser se tienta por la uniformidad (¿informe?) que le atrae,
hasta qué punto la vida acéfala persevera escandalizando la imperfecta autonomía del
individuo. Es en estos puntos que dos trayectos, dos pensamientos parecieran confundirse,
pues, el paisaje de Caillois, parece conducirnos al recorrido batailleano.8

8
Es llamativo que en la introducción a El mito y el hombre, Caillois hable de la unidad de la vida espiritual, que él quiere
reintegrar tras el desmenuzamiento que se da en el tratamiento de saberes específicos; en tanto que Bataille, hace mención a
la misma unidad del espíritu, en El Erotismo. Ambos autores son concientes de que su intento va a contramano del desarrollo
de los saberes científicos, pero aun así se empeñan en reunificar la visión en torno a la experiencia humana.
Veamos. Frente a la idea de un hombre completo de pies a cabeza, la obra de
Georges Bataille se acerca sin repulsión a ver qué queda del hombre decapitado. Así, la
locura y la experiencia mística serán formas de perder la cabeza, la risa que estalla y que
conmueve será otra, la nostálgica semejanza con la animalidad, la transgresión en el
erotismo y una escritura que quiere decir esta experiencia de pérdida serán el reverso del
hombre sin cabeza...
Según Caillois, entre los insectos y los hombres no hay más que una diferencia de
grado en un universo continuo, donde la representación es una forma continua al instinto y
a lo que él pone en acto, pero que a la vez dista del mismo. Si es así, podría decirse que la
escritura puede entenderse, en tanto representación, como ese grado de distancia, como una
puesta en representación, una puesta en distancia de aquello que ocurre en las formas de
vida más elementales.
Así, la fascinación ante la mantis, puede extrapolarse a la fascinación de (en) la
escritura. Lo acéfalo de su atractivo comportamiento nos llevan a tejer relaciones entre el
automatismo de la vida de este insecto y el automatismo de la escritura: decapitada la
mantis sigue actuando, decapitado el sujeto sigue escribiendo.
No es novedad que Bataille violentó los límites mismos de los saberes que en la
tradición se hallaban bien demarcados, y esto no sólo desde el intento de pensar la unidad
del espíritu humano, en esa obra asistemática que conformó, sino también a partir de un
tipo de escritura que es ejercicio automático, frenético. Pensar o escribir la unidad de la
experiencia humana, del espíritu humano, se constata al mismo tiempo que la herida de ese
espíritu. Antropomorfismo desgarrado, en la que confluyen el acéfalo y Hegel, pues sabe
desde éste último que “la vida del Espíritu no es vida que se asusta ante la muerte y se
preserva de la destrucción, sino que soporta la muerte y se conserva en ella. El Espíritu no
obtiene su verdad sino encontrándose a sí mismo en el desgarramiento absoluto”9.
Unidad del espíritu que ya está rota, agrietada. Unidad que ya es fragmento, que
tiene la pérdida, la negatividad en sí. Escritura, entonces, que responde a esa verdad del
espíritu, que no es otra que la de su desgarramiento. Escribir como desgarrarse, ese
pareciera ser el automatismo en Bataille. Una experiencia del pensamiento y de la escritura

9
Hegel (La Fenomenología del Espíritu) citado en Bataille, G., (2003), La Felicidad, el Erotismo y la Literatura, Adriana
Hidalgo editora, Bs. As., p. 290.
que, sufriendo la distancia (de la representación, de la escritura, de los seres) la sabe, pero
que se afana en revolcarse sobre ese fondo de heridas.
Automatismo acéfalo que, ya sin centro, es ejercicio de un espaciamiento del decir
en el decir. Ante el espacio de las palabras, la escritura rueda y se revuelca sin cabeza: es
ensayo, poesía, confesión, silencio, puntos suspensivos, arrebato, grito, rezo.
Su obra es acéfala y quizá por eso, como la mantis, fascina. Obra que es fragmento
que se reparte en diversos espacios no fácilmente clasificables: poéticamente describe la
economía planetaria, con un tono de científico describe el paso metafísico de la
discontinuidad a la continuidad, cita a Nietzsche y lo comenta desbordándose en
confesiones de un diario de secretos propios, habla de la vida íntima de las gónadas
sexuales y toma por Dios, en una de sus novelas, a una prostituta que se funde en la noche.
En este recorrido cabe decir, que la última obra que Bataille preparase es un libro donde la
escritura va de la mano con obras de las artes plásticas y fotografías.
Obra acéfala en la que está el cuerpo representado, pero que sin embargo es
experiencia interior. Es órgano hinchado, cabeza doliente, dedo gordo del pie, muela que
sangra, partes peludas que recuerdan al animal, ojo desorbitado, desnudez que se precipita
a la violenta comunicación en la herida, la boca que remite al interior del animal. Pero
también es mano muriente que escribe. En su escritura está el cadáver, la muerte, eso cuya
presencia en la ausencia es fascinante, eso que perturba hasta el punto de la inmovilidad.
Contacto que se quiere y se esquiva, que asusta.
Espacio de la palabra en la que se va perdiendo ubicación, no sabemos dónde nos
hallamos, ante el discurso de quién, e incluso, ante la duda del para qué de su escritura.
¿Qué es lo que allí se dice, qué es lo que en su obra se escribe más allá de lo que escribe?
La relevancia del espacio en la escritura acéfala, se nos revela al presentarse la im-
potencia de quien tomaríamos como su hacedor. Escritor que habla de su experiencia
interior, pero que quiere borrarse. Paradoja del pensador sin cabeza. Un escritor como el
macho de la mantis que, luego de las nupcias, ha quedado desprotegido de las coordenadas
que le permitirían un orden, que le brindan una finalidad y una diferenciación en cada
espacio de la escritura. Poniéndose en la escritura se pierde, puesto que no hay coordenadas
en ese espacio informe si no se tiene cabeza...
Por otro lado, el mimetismo. Este fenómeno abre a pensar las formas que, bajo la
representación, y bajo la escritura, tiene el mimetismo en la obra de Bataille. Simulaciones
de la muerte y del espacio, que la vida animal presenta a nuestros ojos, ilustrando el
aspecto a veces alucinante del deseo humano de reintegración a la insensibilidad original.
Simulación de muerte que la mantis realiza y simulación que se da en la escritura
desde el tejido en el que el instinto en acto en los animales, en los insectos, es relevado por
la representación. La mantis puede revelar algo acerca de la vida humana, algo sobre ese
cariz enigmático de la simulación, dibujo enigmático del engaño, de la ficción, que sin
embargo es real en acto. La escritura, entonces, como un hacer como si, que no es un
simple juego, sino que es la puesta en juego de la vida: representación que se da ya sin
cabeza, ante el peligro de la muerte y seducida por la muerte.
Recordemos, pues, que el simular no es lo mismo que el copiar: la copia es una
reproducción del modelo, de sus proporciones exactas y sus características. La simulación
está antes bien ligada a “dar la ilusión” al modelo, producción de verosimilitud que dotada
de un parecido, está puesta en perspectiva, utilizando la posición del que ve, del
observador, incluyéndolo en la impostura.10
La representación es la peligrosa simulación que en regodeo de las formas y las
imágenes de la palabra, puede ser mortal y atrapar a quien juega con el fuego de las
palabras. Simulación de muerte que deja de ser simulación en la escritura. Se está ahí,
tirado, muerto, desecho, en la escritura. Es el desgarramiento como experiencia y la
escritura inscrita en ese antropomorfismo desgarrado “lo que hace que, en el instante en
que escribo, el ‘fondo de los mundos’ se abra ante mí, que no haya en mí ya diferencia
entre el conocimiento y la ‘pérdida de conocimiento’ extático”.11
Fondo de los mundos, que es quizá lo que el medio para los animales que miman.
Un espacio donde la identidad se ve deshecha, donde la coraza cerrada se ve traspuesta,
donde el ser completo tropieza con el inacabamiento. Aparece el peligro, el lujo peligroso
del pensamiento y la escritura que se descubren en el espacio como el lugar de la herida. La
asimilación al espacio es asimilación al fondo de los mundos, asimilación a una
inestabilidad de las formas que es ruina y vacío.

10
Sarduy, S., (1982) La Simulación, Monte Avila Editores, Caracas, p. 19.
11
Bataille, G., (1981) El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos, Taurus, Madrid, p. 33.
Pero la vida quiere individualizarse y preservarse (la mantis copula, pero sabe que
en ese nuevo paso a la vida también está el paso a la muerte, y esto de forma indiscernible)
y a la vez se pierde en el espacio informe de un universo continuo. La escritura puede
pensarse desde aquí como aquel acto de representación en el que se juega la individualidad
que, puesta en juego, se revela como su propia pérdida. Renuncia, abandono a la
diferenciación que es pérdida en el espacio de las palabras, que es éxtasis. Estar fuera de sí
que es su manifestación hipertélica, su peligro. Escribir para comunicar, escribir desde la
herida, desangrándose en esa puesta en juego que no quiere un individuo cerrado.
“ No comunico más que fuera de mí, soltándome o arrojándome fuera. Pero fuera de
mí, no soy yo. Tengo esta certeza: abandonar el ser en mí, buscarlo fuera, es arriesgarme a
malograr –o aniquilar– aquello sin lo que la existencia del exterior no se me habría
aparecido siquiera, ese ‘mí’ sin el que nada de lo que es para ‘mí’ sería.”12
Escribir y fundirse en el espacio de la escritura, perderse luego de que en la cópula
de las palabras se ha perdido la cabeza, en el límite de la ubicuidad de ese “mí”. Bajar un
grado en la vida es aquí, simular la vida en la muerte y la muerte en la vida de la escritura.
Bataille escribe en “lo que vivo es estar muerto”. Pero es una simulación que es puesta en
juego, tal como la de los insectos que miman tan verosímilmente que son tocados por la
muerte que toca a lo que simulan.
¿Cómo no ver el parecido con el macho de la mantis que va hacia el fin de su vida y
simula defenderse cuando ha ido sin defensa en busca de su muerte? Pequeña reserva que
puede ofrecer la escritura, pero que no por ello deja de ser puesta en juego del yo en un
perderse. Apuesta a la suerte que es apostar a perder... “Al escribir, recibo de la suerte un
toque ardiente, arrebatador, que dura pocos instantes, en la cama en que escribo;
permanezco fijo, no pudiendo decir nada sino que es preciso amarla hasta el vértigo: ¡hasta
qué punto la suerte se aleja, en esta aprehensión, de lo que percibía mi vulgaridad!”.13
Perder en la escritura es perder las palabras para ganar, en la pérdida, el silencio.
Pero hay aquí una trampa.

12
Bataille, G., (1972) Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, p. 53.
13
Bataille, G., (1981) El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos, Taurus, Madrid, p. 92.
Noche y silencio

“Negro/ silencio invado el cielo/ negro mi boca es un


brazo/ negro/ escribir sobre un muro de llamas/ negras/ el
viento vacío de la tumba/ silba en mi cabeza.”
Bataille

Tal como ese hechizo que se cumple en el mimetismo en tanto “encantamiento


fijado”, aquí también esa tramposa ley que arrebata al hechicero se cumple: la escritura a
partir de esta idea, puede tomarse como aquel juego, lujo, seducción con el espacio, con el
fondo de los mundos, espacio de la escritura que abre a la pérdida de forma, de la
individualidad de quien escribe. Quien se presta a escribir, a comunicar, a decir algo, cae en
la trampa del espacio de la escritura, con la inmovilidad que le es propia y con la puesta en
escena de una imagen de la que no puede escapar, imagen que es fascinante. La trampa es,
para el hechicero del lenguaje, su propia telaraña de palabras... juega a decir y ya no puede
decir, y si quiere callar ya no puede callar, quiere comunicar y termina su vida deseando el
silencio que no pudo tomar para sí.
Escribir desde el exceso dando cuenta de aquello que se escapa a la palabra. “No
rechazo el conocimiento, sin el cual no estaría escribiendo, sino a esta mano que escribe y
que es muriente o moribunda, y que, por esta muerte prometida a ella, escapa a los límites
aceptados al escribir (aceptados de la mano que escribe pero negados a la mano que
muere)”.14
“Ten cuidado: jugando al fantasma, se llega a serlo”, advertía Caillois en un
epígrafe, mostrando la gravedad de todo juego de representación, pues no escapa del
peligro. Juego mimético, que puede abrir a la despersonalización del que juega, a su
desindividuación y puede incluso perderse en ese espacio con el que juega. Encantamiento
fijado en su punto culminante... ¿y allí la escritura? Encantamiento del espacio que induce a
quedarse ahí, atrapado por el espacio, por el juego, por el espacio de juego que supone la
escritura y el decir. Fascinación en el punto culminante que hace ir más allá. Por eso el
mimetismo puede ser considerado un fenómeno de hipertelia, de trasvasamiento de los
límites, de las formas, de los fines. Un hechizo que se va de las manos, que se pierde en la
14
Notas al Prefacio del Autor en Bataille, G., (1985), Madame Edwarda, Premiá editora, México D.F., p. 32.
noche. Escritura mimética, que nunca es copia de un fondo verdadero, único, sino que es
disfraz de espacio, disfraz tras disfraz o un decir que quiere silencio, que dice para
reservarse el silencio: “hablar para ya no decir nada”.15
Psicastenia y esquizofrenia, dice Caillois, son las formas que cobra el mimetismo en
el hombre: estados de la personalidad herida, desgarrada que hablan de un yo permeable a
la oscuridad, cuya debilidad y permeabilidad se hacen experiencia. Desnudez interior que
propicia el contacto con el espacio que es la noche... en la escritura de Bataille encontramos
un encantamiento fijado en el punto cúlmine de la oscuridad, fondo de los mundos que es
vacío.
No hay yo en la noche, hay una in-fancia del decir que se pierde “como niño en la
noche”. Es en ella que hay indistinción, hay experiencia interior y no-saber que es el
extremo de la vida que se representa en sus propios límites. Si la luz mantiene a salvo la
distancia (a no ser que la luz enceguezca), permitiendo distinguir entre una cosa y otra, no
hay contacto directo, no hay contagio, sino la posibilidad de una enumeración. El contacto
que hace semejante, se da en la noche donde hay indistinción del yo. En la oscuridad, la
indistinción penetra al cuerpo, penetra la letra, penetra la escritura, que termina
mimetizando las formas y el espacio, tomando las formas de todo aquello con lo que entra
en contacto.
En la obra de Bataille, encontramos que el sujeto de la escritura es invadido por la
noche, la noche es ese espacio que consume, que devora. Pensamiento y saber que son
devorados en/por ese espacio de la experiencia. Escribe :

“Pero cuando la muerte llama, aunque el ruido del llamado colme la noche, es una especie
de profundo silencio. La misma respuesta es silencio despojado de todo sentido posible. Es
exasperante: la mayor voluptuosidad que el corazón soporta, una voluptuosidad morosa,
aplastante, una pesadez sin límites.
(...)
Prendí la luz en medio de la noche, en la habitación para escribir: a pesar de eso, la
habitación es oscura; la luz despunta en las tinieblas completas, no menos superficial que
mi vanidad de escribir que la muerte absorbe como la noche arrebata la luz de mi lámpara.
Si escribo, es a duras penas, apenas si abro los ojos. Lo que vivo es estar muerto y hay que

15
Bataille, G., (2003), La Felicidad, el Erotismo y la Literatura, Adriana Hidalgo editora, Bs. As., p. 245.
haberse hundido muy adentro del vicio para asegurarse de estar así en el fondo de la
voluptuosidad”16

Noche y muerte que invaden al sujeto, que lo arrastran o lo entregan a un silencio que,
paradójicamente, escribe. Estados tan reales que suponen “el desvanecimiento de la
realidad del mundo”, invasión del espacio nocturno y mortal sobre el individuo, que
suponen el desvanecimiento de lo que creía saber y la entrada al no-saber. Invasión que en
Bataille es también entrar en contacto con la incertidumbre que le hace preguntarse si lo ha
dicho todo o si debe seguir diciendo (mal) lo que ya ha dicho (mal). Escritura perdida,
desgarrada en la noche del no-saber que es también la noche de la voluptuosidad.
En su novela Madame Edwarda, la noche es una presencia opresiva y seductora que
sólo puede ser nombrada como algo que cae. Noche que es dicha entre el silencio, donde
los puntos suspensivos que, o bien la anteceden anunciándola o bien la preceden dando
cuenta de la mudez invasiva tras su caída, tras su aparición. Noche desnuda que desnuda:
invasora presencia oscura que es, a la vez, angustia y goce embriagadores.
Noche. Disfraz del yo debilitado que ya no es el punto que ordena el espacio en sus
coordenadas y que sabe dónde está. En ella no se está, en la noche se cae: el yo cae en ella,
cuyo espacio es propiciatorio para la simulación de muerte a partir de la que puede
entenderse el erotismo y su violencia al ser separado. “Adivinaba las risas a través del
tumulto de voces, de luces, del humo. Pero ya nada contaba. Estreché a Edwarda en mis
brazos, ella me sonrió; en ese instante, transido, sentí un nuevo estremecimiento. Una
especie de silencio cayó sobre mí y me heló. Ascendía en un vuelo de ángeles que no tenían
cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas.”17
Debilidad del yo al que le cae encima la noche y el silencio. Ambos parecieran ser
dos sombras que proyecta, desde diferentes luces, un mismo objeto; noche ante la que el
hombre es absorbido cual animal por el espacio y silencio que inmoviliza su espíritu hecho
de palabras y que lo reintegra a un fondo sin palabras. Sombras voluptuosas del erotismo,
donde la plétora de los cuerpos se resiste al espíritu, que calla. Hay silencio, abandono,
ceguera y olvido.

16
Op. cit., p. 246.
17
Bataille, G., (1985), Madame Edwarda, Premiá editora, México D.F., p. 42.
Cuerpos hinchados de sangre que gozan en oposición al equilibrio en el que se
funda la vida. Instantes en los que la personalidad está muerta, dejando lugar a la
animalidad que se asoma con sus silencios o sin la articulación de la palabra. Es el espíritu
el que calla en el silencio y el que se reencuentra en la verdad de su desgarramiento.
Voluptuosidad de amantes perdidos en una noche de vendaval frente al mar.
La asimilación al espacio nocturno y silente se da tras una visión. Una mujer,
Edwarda, que señalando sus partes secretas dice “debes mirar”, y nuevamente el
imperativo de la mirada, de la imagen para la mímesis, para el perderse, para la absorción,
para esa asimilación al espacio, a su noche, para la fusión. Así como la mímesis es una
reacción automática ordenada por la visión, la pérdida del yo es también reflejo ante la
imagen de un fondo inacabado, fondo de los mundos.
Escribir es volver al escalofrío y a la tentación de asimilación a la noche, al vacío.
“Este libro tiene su secreto; pero debo callarlo: está más allá de todas las palabras” Quizá
esta frase hacia el final de Madame Edwarda, dé cuenta de la tensión en la escritura de
Bataille: un decir que es secreto, que como todo secreto se vive desde la ambigüedad de
aquello que se quiere callar y reservar y que, a la vez, es necesario decir a alguien, pues
reclama ser contado.
Escritura que se arriesga a abrir, ante el mundo de la representación, la
representación misma de la apertura a todo lo posible. Lujo peligroso, vida que retrocede
un grado, que es desnudez bestial, silencio y noche. Escritura y pensamiento que deja como
un niño de noche, desnudo en lo más espeso del bosque.

Escribir o buscar la suerte

“¿Y si un día las frases reclamaran la tempestad y la


alteración forzada de las masas de agua? ¿Si las frases
reclamaran la violencia de las olas?”

Bataille
Caillois y Bataille. Recorridos que si bien son puestos en relación, se separan a la
vez. Aquello que para Caillois no es más que una diferencia de grado, es para Bataille una
interrupción inaugural que está dada por la conciencia del hombre (conciencia que es
negatividad y separación respecto del mundo que el animal vive como agua en el agua).
Distancias, entonces, entre Bataille y Caillois, que sin ser estables, dan cuenta de esa
obsesión por pensar los límites de lo humano.
Para Bataille, la vida es verdaderamente humana, es decir diferente de la existencia
de las piedras, insectos y pájaros, en la medida en que logra darse un sentido. Sin esa
posibilidad de darse sentido, la vida sería ese fluir indistinto, donde vida y muerte sólo
serían un aparecer y desaparecer en un espacio tan vasto como indiferente. Frente a ello el
individuo humano encuentra su vida y lo que le rodea como teniendo un lugar para su
existencia, hay sentido, porque hay un situar en el espacio. Pero, a la vez, el sentido no es
una línea de la que penden todos los actos y representaciones. En Bataille, el sentido, la
ubicación se encuentra por suerte.18
Pero si es encontrado por suerte, es decir, de forma escasa y rara, como una caída y
no como un descubrimiento, pareciera haber una indecisión o un retorno a la idea de la
fluidez del medio en que el organismo no humano habita. Juego de distancias y cercanías
que se revela también en la escritura. Si comúnmente el sentido está ligado a la figura del
hombre no fragmentado, no acéfalo que logra distinguir entre él y los otros y ubicarse en un
espacio que es el propio, pero que aún domina; la imagen del sentido que Bataille aporta es
casi su opuesta. Sentido que se da en la suerte, que se da como sin sentido, en tanto es salir
de las contradicciones y de los límites de la vida.
Sentido que es la máscara del sinsentido. Día, luz y separación que es el disfraz de
la noche, de la oscuridad y de la comunicación. Fondo de los mundos y silencio que se
disfraza de escritura. Sinsentido o sentido acéfalo que está iluminado por una exploración
en profundidad de lo posible, un acaecer que siempre va más lejos y que, hipertélico,
desconcierta rompiendo la linealidad del pensamiento. Desorden del pensamiento y
escritura que no quiere disimular nada, que quisiera ser transparente. Pero hay separación.
Escritura que se interna con avidez en el reverso de la seriedad que exige el sentido, en su
revés que es juego y suerte.

18
Bataille, G., (2003), La Conjuración Sagrada, Adriana Hidalgo editora, Bs. As. p. 208.
“ Escribir es buscar la suerte
La suerte anima las partículas más pequeñas del universo: el centelleo de las estrellas es
su poder, una flor del campo sin incantación.
El calor de la vida me había abandonado, el deseo ya no tenía objeto: mis dedos hostiles,
doloridos, tejían siempre la tela de la suerte.
Al dar a la suerte una angustia tan desgraciada, tenía el sentimiento de llevarle el hilo que
faltaba.
Feliz, yo era jugado, era su cosa, ELLA era el sol en la espesa bruma de mi desgracia.
La había perdido, pero conociendo los secretos de las palabras, mantenía entre ella y yo el
lazo de la escritura.
19
La punta de la suerte está velada en la tristeza de este libro. Sería inaccesible sin él.”

Exploración de la escritura que encuentra su incómodo lugar. Por un lado exige las
renuncias que implica un trabajo y escribir es aquí dar sentido (esa es la escritura de la que
Bataille reniega), trabajo en la temporalidad regular de las frases. Pero por otro lado, la
escritura es buscar la suerte, el reverso del trabajo y de la separación. Así, llega a
preguntarse por aquel día en que la escritura reclame otra temporalidad, la de la tempestad,
la de la alteración violenta de las olas.
Escritura en la que se juega quien escribe, se juega a pérdida, aniquila su sentido y
el sentido del yo, en una gozosa tristeza que es signo de la suerte. Escritura que
extrañamente es el lazo con la suerte, con esa caída y desencadenamiento que nos excede.
Suerte que anima las más pequeñas partículas del universo. Suerte que tienta a escribir, que
anima a perderse en la escritura.

19
Un poco más tarde en Bataille, G., (1977), El pequeño, Pre-Textos, Valencia, p. 45.
Vermeer, o la geometría de las pasiones
Carlos Surghi

“La vista del pintor no es una lente,


tiembla al rozar la luz.”

Robert Lowell

“Estaba preocupado, no
por sus limitaciones, sino por
esos aspectos de la realidad que
por su propia naturaleza
desafían la representación
visual.”

John Berger

“De Ver Meer le preguntó


si había sufrido por una mujer y si
era una mujer la que había
inspirado sus obras, y cuando
Swann le confesó que no sabía
nada, ella había perdido todo
interés por aquel pintor.”

Marcel Proust, Un amor de Swann

Llama la atención que los motivos de Vermeer transcurran en el reducido espacio de


unas habitaciones fácilmente reconocibles en sus contadas composiciones. Lo que nos
parecería una economía compositiva –variar algunos objetos, redistribuir los muebles de un
espacio doméstico, un espacio autobiográfico: su taller– es en realidad una actitud
compositiva. La intención de su pintura, la carga semántica que manifiesta y deja escapar,
al mismo tiempo que la sujeta y la define o circunscribe a una serie de emblemas fácilmente
reconocibles, nos predispone a emular el silencio y la introspección que en sus cuadros gran
parte de sus personajes revisten en un rostro, una mano tras los objetos del mundo, el
desciframiento afectivo de la más íntima escritura. Ese silencio, que es el anverso y reverso
de la composición, extrañamente narra, dice callando, escenifica a través de la duración de
un instante, sorprende y asedia, y en la arbitrariedad de lo cotidiano, compone una
topografía de la intimidad.
Si nos detenemos en los motivos y en las representaciones que a lo largo de su obra
podemos apreciar, lo que encontramos con sorpresa es esa misma actitud constante e
insistente que atraviesa una gama de procedimientos compositivos. Distribuir la
interioridad en el cuadro o en el espacio semántico de sus interiores es el principal trabajo
de esta pintura que condensa significados cuando nombra el lugar sobre el cual se calla.
Originados en la mirada atenta y por demás exacta que parece avecindar prodigiosamente la
instantánea de un momento, los motivos domésticos de Vermeer parecen imponer a la
composición de sus cuadros una intimidad que permite ser narrada como el mismo espacio
permite ser distribuido a través de la presencia de diversos objetos. Pero esos mismos
objetos no son ornamentos de una estructuración, sino más bien entidades partícipes de una
pasión sorprendida por una mirada intencionada. Más que un orden de la forma, en la
pintura de Vermeer todo se reduce y se expande a través de un orden del contenido. Pero
entonces se trata de un contenido que alcanza a poner en cuestión la referencialidad que
origina cualquier poética del realismo. En él, la mirada parece inducir la carga del sentido;
el sentido que, si bien necesita de una estructura, también necesita exclusivamente de un
contenido. Allí, en el principio de toda necesidad, lo que se va a narrar, siempre pretende
ser un decir más, una burla al paciente e inanimado referente. Si en la pintura holandesa del
siglo XVII la estructuración o método compositivo necesitó de un principio de la forma –
que también trabajó la gama de los colores como ninguna otra escuela, y que erróneamente
se presta a ser leída como un momento epigonal del buen gusto–, la pintura de Vermeer
para ir tan sólo más allá necesitó del orden irresuelto de las pasiones, las que al ser
tematizadas impusieron para esta pintura una reorganización de lo que ahora podríamos
llamar las superficies y los espacios afectivos: el revés donde acontece la topografía de la
intimidad, el lugar tempestivo del sujeto que se piensa dentro de un límite marcado por los
modos de ser: es decir, la expresión de la subjetividad que encuentra su ámbito cercano.
Espacios cerrados, reductos domésticos que se transitan sin atención fija, que
integran un tránsito y una función (clases de música, quehaceres del bordado, juegos o
pautas de la seducción, la lectura en privado de un anhelo, el propio estudio del pintor), son
detenidos y organizados según la intimidad que en ellos se desarrolla, según ese mismo
revés que son y que se elide por medio de un fin material en el cual el sujeto es
simplemente su hacer, su utilidad. Pero también olvido y recogimiento por debajo de la
sujeción al hacer de los objetos, o a los modos de ser que diagraman en sus posibilidades un
espacio para la subjetividad del naciente siglo XVII, son de algún modo el trasfondo que la
temprana materialidad del capitalismo liberal oculta con su retórica del trabajo.
Hombres, pero por sobre todo mujeres, parecen haber quedado suspendidos en un
instante y en un lugar donde adquieren la sustancialidad de un hacer que es fin, provecho
temporal en función de la ganancia, sobrecogimiento en la virtud de lo obrado. De este
modo la mirada que sorprende, abre para sí una incisión que es un trazo sobre el círculo de
pasiones que abraza, el cual remarca el orden cotidiano así como los mismos personajes son
remarcados en la continuidad o el abandono de sus constantes actitudes. Ocurre que la
retórica doméstica de los cuerpos concentrados en su labor es el eje compositivo en muchos
casos de la pintura holandesa; sin embargo en Vermeer, esta retórica se ve tensionada ante
lo que nos animaríamos a llamar cierta erótica de la intimidad y los secretos, que también
transcurren en los espacios cerrados del quehacer doméstico.

La virtud reticente del deseo

Las mujeres de Vermeer pueden conocer el amor a través de sus cartas, pueden
abandonar labores, manifestar reticencia o vanidad ante la irrupción de un mensaje que
jamás sabremos qué dice; o pueden ser seducidas en la lujuria del vino, el galanteo y la
pasión codificada según un decoro que está a mitad de camino entre el adulterio y la
correspondencia. Pero, también, pueden continuar dueñas de sí por medio de la atención a
la cotidiana convicción de entretejer el resguardo de sus pasiones en la imposición de un
silencio hacendoso que es la virtud de su deseo. El equilibrio oscila entre la misma virtud
del trabajo –como fin o como trascendencia– y el deseo como lugar sinuoso para desplegar
esa intimidad que tensiona un orden propio a los modos de ser del silencio y lo correcto.
Entre uno y otro de estos polos el sujeto atraviesa la diferencia que los configura y asume la
diferencia que lo constituye según su posicionamiento impuesto o selectivo. Lo que jamás
puede es atravesar la lente de la luz que Vermeer emula en sus trazos sobrecargados de
intención; gracias a esto, la continuidad de su mundo afectivo corresponde a nuestra
mirada.
Sin ir más lejos, en las composiciones femeninas la silenciosa intimidad hace eco
con la distribución formal de equilibrados interiores. La distribución doméstica del hogar es
una continuidad del modo de ser femenino, modo de ser que se elide de una noción de
totalidad en la intimidad constitutiva del sujeto. Una vida de entrecasa, una pasión a puertas
cerradas, predispone a esta pintura –para economizar la representación del mundo íntimo– a
centrar la atención sobre los gestos, las posturas, el juego de ser mirado y ser descubierto.
Allí toda una geometría de las pasiones está puesta al servicio no de la clausura de las
pasiones, sino más bien de su imperio y soberanía en lo privado, aun cuando lo privado no
pueda ser una totalidad sino un simple aspecto. Ese imperio y esa soberanía adquieren en la
composición el orden de un silencio semántico; éste dice los afectos subjetivos a través de
lo que ellos mismos callan, pero también, distribuye en la totalidad de los cuerpos
presentes, la duración del instante donde el significado ha quedado oculto. Así esta pintura
se configura entre la atención puesta en los objetos –como atributos de un afecto– y los
sujetos –como afectos a los cuales sólo les está permitido hilar la atención de su intimidad
en una actividad productiva que los objetiva: ser mirados e interrogados, ser descubiertos
en el silencio de su retraimiento semántico, pero nunca ser abiertamente la confesión
erótica de ese secreto que los constituye.
A simple vista contemplar un cuadro de Vermeer es pasear nuestra expectativa entre
los objetos que pueblan la vida cotidiana de los Países Bajos en su apogeo comercial. Pero
en realidad ese mundo en el cual la burguesía centraliza los modos de sociabilidad a través
de flujos diversos de mercancías, posee un matiz que sólo Vermeer logró vislumbrar. En
cualquiera de sus cuadros los objetos valen por su capacidad receptiva y emulativa de las
pasiones sin llegar ellos en ningún momento a subjetivarse del todo. Los objetos logran por
medio de la más acabada verosimilitud reflejar esa introspección que los gestos en los
cuerpos tensionan merced a los códigos de una retórica o moral del deber ser. El reparo del
anhelo –lo que se confía a la presencia de la más mínima entidad próxima como son los
hilos, las telas, las agujas de un bordado– es el realismo que pierde la objetividad de la
mirada en el mimetismo de lo acabado. Las mujeres de Vermeer confían sus sorpresas a lo
más inanimado de su cercanía: los bordados en que se concentran, los cristales que las
sustraen del mundo exterior, los filtros de amor que las seducen, las cartas que las asedian.
En Vermeer ese realismo descriptivo de los objetos –como atributos o extensiones
de un anhelo silencioso– es parte principal de una topografía semántica. Los objetos están
ahí, junto a sus proporciones, sus texturas, junto a lo que despiertan en la mirada que los
recorre para iluminarlos. Esa mirada es la que hace de la representación una lente que no
acaba en sí misma, sino que más bien prolifera, tiembla por momentos y se expande
anexando sentidos indecibles, catalogando estados de percepción. Parecería como si esos
objetos perfectos y armónicos, trabajados por el comercio, la moral del bienestar y la
religión de la utilidad, aun así, no acabaran en ellos. Llegado un momento –a través de
nuestra atención– encontramos sus límites formales y el ánimo de quienes los poseen
entrecruzándose como la promesa de una confidencia; es por eso que su transformación los
hace ser pertenencia de, o fetiche de. Tal vez en la graduación del ámbar o del amarillo,
pero justamente ahí, cuando el trazo ha terminado de decirlo y el silencio los abraza, ellos
comienzan a ser para ellos mismos –y para nosotros– totalmente extrañados por lo que
dicen de quienes los posee: ella me borda, ella me lee en su carta. De este modo dan cuenta
de la complicidad de la mirada, pues significan para sí, pero a la vez, también, significan
para quién busca reparo en ellos. Es esto lo que podríamos llamar la intencionalidad en la
pintura de Vermeer, justamente ese decir lo que no se ve en la riqueza y la compañía de lo
que hay. De alguna manera esto es una forma de sortear el escollo del horror al vacío que
toda la pintura holandesa se propuso superar, mostrando un modo de vida que se sustentaba
en la atención del sujeto puesta sobre sí al ser el centro de su moral y su trascendencia
espiritual-económica; lo que por otro lado –también hay que recordarlo– no quitó
predisposición a hacer del arte un ornamento del sentido que sólo se elidía en la conciencia
de ese sujeto, si es que ese sujeto, se pensaba más allá de la retórica que lo constituía.20
20
Desde ya que hay un arte de la forma en Vermeer, una retórica inspirada en la moral del siglo XVII, una
predisposición a ver en él sólo lo armónico y lo superficial, o en todo caso, generalizar sus particularidades
bajo estas atribuciones a su pintura cuanto más se hace hincapié en su realismo, su supuesto buen gusto. El
clásico estudio de Hauser, por ejemplo, pensando en Vermeer –pero sin nombrarlo y queriendo aplicar sus
observaciones a lo que el crítico entiende como “Barroco protestante y burgués”– produce una tipología para
ese barroco que en provecho de la designación “pintura de género”, no ha hecho más que relegar la pintura de
Vermeer: “Cuanto más inmediato, abarcable y cotidiano es un tema, tanto mayor es su valor para el arte. Es
una posición indistanciada, de género por excelencia, la que frente al mundo se expresa aquí, concepción ante
la que la realidad se presenta como algo dominado y familiar. Es como si esta realidad se hubiese descubierto
El revés en el instante de los objetos

El objeto termina siendo la residencia óptica de la mirada, como la habitación


cerrada lo es de la intimidad. Por esto la pintura no puede alejarse de ellos, se inicia allí, en
la naturaleza muerta que luego se transformará en atributo simbólico de una naturaleza
humana. Pero una vez que los objetos han sido sobrecargados con los recorridos de una
brillante pátina, se les adjunta esa capacidad transitiva que, sin embargo, comienza en el
punto de la forma: un collar para la vanidad atada al cuello de una mujer, y que concluye
siendo en el contenido: el cuidado de la castidad que se tensa en la pasión de mirarse. Así
la retórica del ser que se configuraba como una moral económico-espiritual, es doblegada y
transformada en un realismo del fetiche.
Lo que se rescata en ese límite del objeto –en ese límite donde ser forma es ser
contenido, y donde ser forma y contenido es ser la posibilidad de una gramática– es su
capacidad dictiva de nominar la afección subjetiva: ser la vanidad del ánimo o la pasión
que vacila. La templanza que constantemente se recuerda como el gesto inscripto en las
mujeres de Vermeer es –a pesar de su condición rectora– vulnerada en la función
ornamental que el objeto limita y trasciende. El mundo de los objetos es el mundo de la
felicidad vana y perentoria, de la felicidad segura en tanto que espiritual, pero también
perentoria y vana en tanto que económica en el mundo material que articula la superficie
de esa gramática con la que muchas veces se consuela el amor interiorizado que Vermeer
superpone a la intromisión representativa de sus mujeres sorprendidas en su reparo.
Parecería que en ese mundo de objetos se nominalizará superficialmente la complejidad
afectiva de quienes habitan el recogimiento de lo no dicho; pareciera que en ese mundo de
objetos se vulnerara la mismísima materialidad que los constituye. Estamos aún en un

ahora, y de ella se hubiera tomado posesión y en ella se hubiera el artista instalado. Se vuelve objeto del arte,
en primer lugar, la parte de realidad que es propiedad del individuo, de la familia, de la comunidad y de la
nación: la habitación y la tierra, la casa y el patio, la ciudad y sus alrededores, el paisaje del país y la tierra
liberada y reconquistada.” De este modo la designación realista no hace más que generalizar lo particular, aún
cuando esta generalización por momentos llega a resultados satisfactorios: “El nuevo naturalismo burgués es
un modo de representación que procura no tanto hacer visible todo lo anímico cuanto animar todo lo visible e
interiorizarlo.” En Historia social de la literatura y el arte, Tomo II, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1976,
pág. 137-138.
Como se ve no hay arte más complejo que el realista, no hay arte más predispuesto a la confusión, pues su
empresa aparece como desmesurada: lo absoluto asaltado por la constancia, algo tan simple como un ejercicio
del detalle que así pretende interrogarlo todo.
mundo en el cual lo real, por más mimético que nos parezca, no es lo que se ve sino que, en
todo caso, es lo que sobre ello se narra de un modo silencioso; estamos aún en un mundo en
el cual la materia es la alegoría o la expresión de ciertos atributos ideales.
A diferencia de la pintura moderna, que se funda sobre el vértigo de los objetos en
una constante dialéctica con el espacio, la pintura de Vermeer detiene toda tensión que vaya
fuera del objeto en sí. Los puntos perceptivos de tensión son inmanentes; esto es entonces
lo que hace de la mirada un recogimiento, lo que hace de la pintura una escisión en el ritmo
de la percepción, una contemplación estática que de ningún modo suspende la
participación en el devenir de cualquier sustancia. Nos encontramos ante una pintura que
por medio de sus trazos produce vaciamientos interpretativos del mundo, que ahonda
semánticamente la superficie de sus objetos en las relaciones que estos manifiestan con el
espacio, que reestructura el nivel de lo verosímil en sus vínculos inherentes a la utilidad y la
gratuidad –erótica o retórica– de las afecciones de sus sujetos en relación a las formas
dictivas con las cuales, lo real –el límite del sentido propuesto a la representación visual–,
es narrado en la tensión de toda gramática que desafía a la expresión.
Vermeer ha logrado en sus objetos lo que la literatura con ellos no ha podido:
clausurarlos por saturación descriptiva, a la vez que los expande por medio de la
dependencia que en oportunidades los mismos tienen de los afectos subjetivos que
nombran.21 En literatura el realismo más acabado consagra una operación sobre el objeto
que consiste en cambiar los valores del género novelístico para adaptar a él cualquier
síntesis opositiva (con atributos de ser y parecer) a una síntesis de superficie (con atributos
propios de una gramática de la expresión). Esa síntesis de superficie configura una
dirección lineal y omnipotente ante cualquier objeto. Sin ir más lejos, la descripción busca
el grado neutro del adjetivo, evita la variabilidad de éste por medio de un trabajo de
focalización, pues le circunscribe datos, topografías, topologías, y no percepciones. Por esta
razón el realismo es un proyecto de escritura mucho más burgués que cualquier otro en la
historia de la literatura, pues intuye la variación de lo real, pero no la consigna, sino que
más bien la anula, la enuncia como expresión pura, como atributo gramatical sin revés o
sorpresa; el realismo como técnica y expresión no sorprende personajes en actitudes o
21
En esto la literatura ha fracasado, lo admite su negativa a ver toda escritura como una literatura de las
pasiones. La intimidad negativa vendría a recordarnos que se escribe por desconsuelo, complacencia vana, por
ostentación metodológica de las causas sin su efecto –entiéndase: empeño de un sujeto afectivo por
conquistar su cuota de participación en lo real.
instantes –aun cuando esta sorpresa requiera de un montaje que perfectamente podría llevar
adelante–, no inmiscuye la mirada, más bien sale a la búsqueda, en esos personajes, de
patrones de conducta valiéndose de itinerarios ideológicos.22 Por esto la irrupción de la
fotografía no es una continuidad del realismo; con la fotografía tendríamos que hablar del
fin de la enunciación lineal, pues ya no hace falta la sucesión temporal para llegar al
instante, apenas si basta con la sorpresa y la economía del montaje de captar un rostro, un
gesto, una mirada.
A partir de la fotografía en adelante tendremos que hablar de una semiótica de los
volúmenes que ya se encontraba en Vermeer y la composición sujeto-objeto que éste
montaba para narrar lo real haciéndolo verosímil. Sin embargo, lo que la fotografía y el
realismo comparten –como una continuidad que los emparenta– es lo que podríamos
denominar omnipotencia perceptiva, el desenfreno pasional de un sujeto expectante que
llega a ser el acontecimiento perceptivo puro. Vermeer circunscribió ese desenfreno, ese
acontecimiento de sentido, en la interioridad cotidiana que es para él principio y fin de lo
que luego se llamaría realismo –hizo de las pasiones un modo elegante de materializar la
interioridad, sin llegar a ser un moralista de las pasiones, pues los moralistas son sus
exégetas–; Vermeer no sólo hizo uso de la pintura para detallar un suceso, sino que
también, al saturar su armónica capacidad de representación, sin necesidad del vértigo, dejó
abierta la posibilidad de continuar las posibilidades mismas de la representación más allá
del límite del suceso sobre el que se la montaba. Para Vermeer lo pictórico no son las
proporciones formales de un sujeto y un objeto en el suceso o anécdota que transmiten (el
círculo perceptivo): ha llegado una carta, se ha hilado un paño; sino que más bien es la
geometría de lo afectivo en esa relación sujeto-objeto que narra el acontecimiento: llega a
mí una carta, se hila un paño a través de mis manos; del mismo modo que una fotografía
puede ser potencialmente el registro de mis cambios, lo pictórico en Vermeer, es el registro
compositivo de las variaciones tempestivas en el sujeto.

La narración del acontecimiento o la figuración de la intimidad

22
Recuerdo que la defensa judicial de Madame Bovary ante su acusación por faltas a la moral se superpone a
la propia poética llevada adelante por Flaubert para su realización como condena a esa moral. El enunciado
“Madame Bovary soy yo” desaparece y se transforma en un ausente que se reviste de una supuesta
objetividad. La poética es origen y excusa ante la acusación, o en todo caso, termina siendo un falso uso del
discurso, una posibilidad para burlar lo real antes que para reproducirlo.
Vermeer entrevió la posibilidad de la narración silenciosa del acontecimiento: lo que
perceptiblemente termina siendo, en la conciencia, el acto imperioso de lo narrable; así
como lo vivenciado a comienzos del siglo XX devino en lo por demás novelable23. Es que
en el acontecimiento cualquier realismo objetivo abandona a su autor para poder
transformarse en posibilidad semántica de las pasiones. No sólo miramos, sino que también
somos interrogados sobre la pertinencia de nuestra intromisión en la escena, y es eso lo que
el realismo más acabado jamás pudo lograr –aun cuando su autor haya desaparecido–:
hacernos partícipes del acontecimiento y distraernos de su confección, ser forma que no
distrae con la evidencia de la técnica, ser narración que olvida el imperativo de la temática;
a fin de cuentas, ser el acto inmanente de la contemplación.
Que el suceso captado pueda ser luego en la mirada del espectador una continuidad
–algo que eternamente acontece– es la principal intención de la pintura de Vermeer; aunque
por el momento, para la crítica de arte, haya sido la menos vista o tenida en cuenta. En esta
pintura cuanto más se busca la clausura del sentido, por medio de un acabado de las formas
y los matices en su escala de graduación cromática, más se logra entrever la abertura de un
mundo sin palabras, un mundo de formas que al momento de erguirse como armónicas
también se tornan simples suplementos de un recóndito anhelo.
Si colocamos en primer término la intensión didáctica de esta pintura, podríamos
apreciar cómo su perfeccionismo se resquebraja ante el sobrante de sentido que la mirada
desprecia. Algo ajeno a la supuesta enseñanza, algo no figurativo en los patrones vigentes
de la representación, residiría en el centro mismo de la obra. Por eso más bien se trata de
poner en primer término una intensidad llevada adelante a cada trazo, la cual es algo no del
todo resuelta en su fin (exponer, mostrar, referir abiertamente o bajo el amparo de una
codificación referencial), pues más allá de su ejercitación, la pintura de Vermeer aún pide
por su cierre parcial, por su momento de sentido. Como ya hemos visto podemos leer estas
obras en un código moral, el cual nos asegura la significación histórico-referencial del
23
Podríamos pensar Ulises de James Joyce y La señora Dalloway de Virginia Woolf –por sólo citar dos
novelas filiales y antagónicas– como casos genéricos y ejemplares de la narración que se desarrolla alrededor
del acontecimiento: un 16 de junio de 1904 Leopold Bloom decide asistir al sepelio de Paddy Dignam;
Clarissa Dalloway prepara una fiesta para la cual “ella misma se encargaría de comprar las flores.” Allí ya
están todas las posibilidades de hacer novelable el mundo, simplemente hay que empezar por su revés, la
intimidad del sujeto, olvidando la finalidad de toda fenomenología.
supuesto origen en el cual la obra fue una intención en el ámbito social donde circuló; de
hecho ese ha sido el modo de leer la composición de sus escenas a lo largo de la historia del
arte. Salvo para los artistas –que comprendieron mejor que nadie el lenguaje compositivo
de Vermeer– la perfección en él sólo ha resultado ser un obstáculo para quien aprecia el arte
por lo seguro que éste ofrece.24
Sin embargo, el motivo de cada una de sus composiciones, lo que estructura la
intencionalidad de la materia pictórica, vale por sí mismo y tiene una impronta imperativa.
Más allá del tiempo y el referente hay una forma sensible que se resignifica al ser para la
percepción un acontecimiento de sentido constante e intensivo. Esa relación entre el motivo
y la composición, entre un repertorio de temas históricos y una sensibilidad que sólo se
manifiesta en el espacio de lo pictórico, es la que da a las obras de Vermeer la característica
de objetos estéticos interpretados en el entrecruzamiento de posturas encontradas. Por
momentos sus cuadros son la retórica de una moral que usa de las escenas y de los cuerpos,
son ejemplos claros de una pintura de género, reiterativa y limitada; pero también, por
momentos, esos cuadros son la narración del silencio que se ofrece a lo temporal, esos
cuadros son lo imposible de una figuración que busca –en la materialidad explícita del
motivo– desplegar el revés de la intimidad. Como señala Berger, a Vermeer le interesaba el
límite de la representación visual, no la corrección retórica.
Acaso la intimidad –como una forma absoluta– sea el revés del mismo cuadro
referencial; acaso la intimidad sea el sobrante de sentido en ese revés que traduce el
lenguaje compositivo al lenguaje común –que lo traduce y así lo transforma en una forma
sensible antes que en una forma histórica–; acaso la intimidad de las costureras, de las
hacendosas bordadoras, de las criadas y las casadas fieles –de quienes nada sabemos– sea el
revés de las retóricas del ser que cada una de estas formas de subjetivación significan y
especifican, o acaso, esas mujeres, sean los aspectos innombrables de la realidad.
Sin embargo, en tanto que pensada y estructurada, esa intimidad no deja nunca de
ser el fin y el principio de todo mundo representado pues significa toda la extensión y la
expresión de la representación; así en ella subyace el entrecruzamiento interpretativo, la
24
Marcel Proust vio que esta pintura estaba estructurada en base a “fragmentos de un mismo mundo”, de este
modo la envidió y la asimiló como una obsesión que lo llevó a decir “así como él pintaba debiera escribir yo”;
André Malraux fue preciso y directo: “Vermeer convierte el tema en objeto de la visión.”; los impresionistas
le deben su trabajo con la luz y la percepción, no sólo en su exposición a través de los colores, sino también a
través –y como factor principal– de la escena que se está pintando, la cual en vez de representarse se plasma
según una impresión.
subversión y la dispersión crítica que todo gran arte produce; pero también, a fin de
cuentas, la presunción de que todo espacio de sentido es esa tensión en los modos de
subjetividad que construye una retórica. No hay amor, menoscabo, abulia o melancolía,
control de sí o vilo silencioso fuera y lejos del mundo que postula y niega estas pasiones.
Pero indudablemente, el lugar que ellas construyen, produce el acontecimiento de ese revés
donde la intimidad no es ni lo público ni lo privado, sino lo que hace de uno y otro, en
relación de anverso y de reverso, el equilibrio geométrico de la intimidad que no es forma
ni es lenguaje.

El secreto inconfesable: la variación sentimental

Barthes consignó una lógica económica para el discurso amoroso, para la fuerza y el
furor de la tensión en el “amor pasión”. Esa lógica económica nombrada como la
“exuberancia” del imperio de los sentimientos, funcionaría de un modo contraproducente
en el centro mismo de la lógica económica de la escasez, la lógica económica del ahorro
que llega a ser una semiología de lo que no se puede decir desde la base de un lenguaje –
también económico– que ante las pasiones del sujeto comienza a rechinar. Allí, en su
denuncia desde el centro mismo de la economía, la lógica del gasto, la gratuidad, el gran
despilfarro del amor y la productividad de una verdadera “economía negra” –donde las
variables de la producción son las oscilaciones sentimentales del sujeto, las “figuras” del
discurso barthesiano– allí el furor del “amor pasión”, se transforma en un valor
intransferible, un “lujo intolerable”.25
Algo de ésto encontramos en Vermeer. Por un lado una codificación moral como la
asignación de valores trascendentes; pero también por otro lado, una codificación
enigmática, una asignación de valores totalmente distinta a la que regula la circulación del
valor moral en la producción del sentido último del ser. Sin embargo, la exuberancia
barthesiana que termina por momentos siendo furor, fuerza en tensión, en Vermeer se
reduce a un incipiente principio o indicador de la presencia de un rubor, algo que burla con

25
Fragmentos de un discurso amoroso, Bs.As., Siglo XXI, 2003, pág. 142-144.
el sonrojo la gravedad retórica, algo que retrae sobre sí al deseo, algo que no deja de ser un
indicador imperceptible.26 Esto nos lleva a decir que Vermeer administra de un modo
cuidadoso el derroche de la pasión, para él la exuberancia es el silencio; allí donde el sujeto
debería tensarse o quedar preso de una fuerza que lo burla, allí donde el amor pasión se
instala como plusvalía de la economía negra, encontramos que en realidad hay un sujeto
que asigna signos de valor al recogimiento de su intimidad. Es la enunciación oblicua de lo
amoroso –como una economía de interiores– lo que se entrecruza con la moral del control
de sí, produciendo así un espacio de interpretación donde la asignación del valor se torna
capital, pues postula no sólo un patrón de conducta, sino también, una estructuración de lo
real que produce verosímiles. Ese silencio exuberante en la economía de interiores, termina
siendo el resguardado de un otro en la intimidad, un otro vuelto secreto, infinito pliegue de
cartas, intimidad de escritura, nombre impronunciable, valor intransferible. Es que en
Vermeer cuando el silencio impera como suplemento de la representación, el sentido
capitaliza un nombre que es ausencia, justamente lo que acciona toda una economía de la
pasión: el otro produciendo en mí un juego de signos y afecciones, valores y asignaciones
del rubor, un revés del lenguaje, un revés de las formas en su condición de enunciación
imposible, tanto que el amor que se repliega es el principio de estructuración sobre el cual
descansa la producción de lo real, lo que intercambiamos como experiencia.
Tomemos los cuadros de Vermeer en los que el motivo principal es la añoranza de
un amor que aguarda más allá de las puertas cerradas del ámbito que cobija a la
intimidad; pero que por ello mismo, sólo es posible de pensarse en tanto que transcurre
justamente allí: en el afuera que se produce desde el recogimiento íntimo, aunque el
procedimiento para llegar a esto resulte paradójico. Desde siempre apelar a la oposición
interior-exterior instaura esa vieja disyuntiva que articula todo efecto paradójico: ser
susceptible de enunciarse en tanto que se es también susceptible de no ser representado por
un estado de lenguaje. Sin embargo en Vermeer la pasión del amor, desplegada no como
una forma de pensarse, sino más bien como una forma de seducir y tornarse legible para un
otro, instaura en el sujeto un borramiento de ese espacio maniqueo en el que parece

26
“(…) pero luego que me hube apoderado de ella, por efecto de una acertada torpeza, se enlazaron nuestros
brazos; estreché su seno al mío, y en aquél brevísimo intervalo sentí que su corazón palpitaba con mayor
viveza: una amable púrpura coloreó su rostro, y su modesta turbación me indicó que su pecho no había
palpitado de miedo, sino de amor.” Choderlos De Laclos, Las amistades peligrosas, Barcelona, Seix Barral,
1968, pág. 37.
acontecer el acto de amor, un acto eminentemente material, físico, aun cuando es cotejado
en una escala de imperceptibles rubores que lo exponen. La producción de signos
afectuosos que la economía del gasto desencadena en mí me evidencia frente a los otros,
pero a la vez me recoge, me sonroja en el silencio. La intimidad –ese reducto para el
motivo y la expresión, para lo producido y la economía– es un emplazamiento sobre las
posibilidades de estructurar una relación de sentido entre los sentimientos del sujeto y los
modos de ser leído o los modos de leerse; es una relación que pone en juego un espacio
para ese sentido, un acontecimiento que se narra en el anverso y en el reverso de la
representación, y que por sobre todo, es el principio fundamental del acto de composición.
La intimidad del amor es el afuera del mundo que posibilita el recogimiento del sujeto;
desde esa exterioridad, esa falta de certeza se produce el efecto económico-discursivo del
amor, el cual en Vermeer va más allá de la moral y se precipita hacia el fin de la mismísima
economía al imponer el derroche.
El orden del secreto –más que cualquier enigma–, la escritura como acto de
intimidad –sin entrever en ello nociones del orden de lo público o lo privado– y el consuelo
en la complicidad silenciosa, parecen ser las formas de configurar un mundo perdido,
cerrado y distante. En estos motivos la añoranza parece ser débil y restringida a una serie de
imposibles sentimientos ocultos. Sin embargo en Vermeer no llega a existir un
sentimentalismo, un melodrama de interiores; el deseo sustraído a su concreción es
simplemente una forma solapada de entender la restricción de las ansias. Añorar a través de
esa forma de sentimentalismo inmanente que se consolida en lo oculto es suspender los
gestos del cuerpo cuando éste podría precipitarse hacia un desborde, o hacia una evidencia
bochornosa; pero también ese anhelo puesto en entredicho adjunta al cuerpo una nueva
postura en la retracción de sus efectos. No se trata de pensar o querer ver en estos cuadros y
sus motivos la develación del sentimentalismo, o en todo caso el sentimentalismo como una
forma de develar los impulsos del motivo que es la causa expresada en las posturas del
cuerpo como superficie de reflejo. La templanza de la pasión, el orden de la voluntad, la
retórica de la virtud hacen del sentimiento un afecto, una forma de variación del cuerpo,
una modificación de la superficie misma, tanto del cuadro en sus texturas y composiciones
como del cuerpo y sus posturas más allá de ese moderno invento que es el yo. No se trata
entonces de profundidades sentimentales, sino de relieves, ondulaciones, movimientos y
graduaciones, cambios y transiciones sobre la potencia de un cuerpo en eso que Spinoza
entendió como sus afecciones y afectos.27
En Vermeer los rostros femeninos que leen se muestran sorprendidos o inmersos en
la doble atención de un mismo instante que tiene varios niveles de significado: las palabras
que leen, y las palabras que en secreto los apasionan, como si se tratase de un solo suceso.
En la afección que producen esas palabras –en la imagen o idea que formo sobre la
exterioridad que me rodea: un amado ausente, una noticia del mundo exterior y con la cual
compongo una relación– parecería resolverse el cuadro; su origen es lo ausente, lo que
iconográficamente sólo está presente por una de sus partes: la carta como signo, la
escritura como afecto de la subjetividad, aquello que está modificando la escena, aquello
que afecta al cuerpo. Pero su consecuencia es la interiorización progresiva de ese ausente:
la palabra como afecto, transición, cambio, expresión apasionada que apasiona, tensión y
postura que gana al cuerpo. Así la mera descripción del motivo como añoranza o como
cualquier otra clasificación que se le adjunte es superflua y es superada, y la escena en su
conjunto, se transforma en los movimientos de un cuerpo que cambia, que atraviesa
diversos estados, diversos modos de manifestar su potencia.
Ciencia de los cuerpos en suspenso podríamos llamar a la gramática que despliega
Vermeer, así como ética de un mundo de relaciones y uniones secretas que no valen tanto
por lo que expresan sino por cómo se componen. ¿Qué es entonces lo que aún interesa a la
representación para ser superada por sí misma? Podríamos decir que las vacilaciones del
sujeto que apenas se alcanzan a capturar en instantes tras su variación constante, las
pasiones que como procesos de formación o estructuras de la sensibilidad nos llevan a
prefigurar una ciencia de lo que acontece, la cual parece querer decirnos: soy amado, soy
deseado, en estas palabras, en esta escritura, en este secreto.

27
Para esta distinción basta tener en cuenta lo expuesto por Gilles Deleuze en su lectura de Spinoza. Las
afecciones serían un estado de variación inmanente al modo de una potencia “que implican mayor o menor
perfección que el estado precedente” en tanto que un cuerpo se ve afectado en su perfectibilidad. Ahora bien,
hay un estado de transición, el paso de una afección a otra, y eso se denomina afecto “lo que toda afección
envuelve –y que sin embargo es de otra naturaleza– es el paso, la transición vivida del estado precedente al
estado actual o del estado actual al estado siguiente.” De este modo la potencia de un cuerpo está
condicionada tanto por las percepciones –imágenes, ideas– que lo rodean, como por los sentimientos que lo
modifican sobre una serie de “variaciones continuas de perfección” entendidas como afectos. Ver Deleuze,
Gilles: Spinoza: filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 2001, pág. 62. En medio de Spinoza, Bs. As.,
Cactus, 2003, págs. 80 y 81.
La edad de la lectura y las cartas del deseo imaginario

Pero el motivo de las mujeres lectoras de cartas lleva todo hacia otro terreno: la
palabra que apasiona y produce los cambios o las afecciones de la sensibilidad. Una historia
de la lectura debería detenerse en estos cuadros, debería indagar lo que supone el leer a otro
en su completa ausencia, debería interrogar la expresión de quién lee, allí donde lo leído
aparece como un rasgo de una posible modificación. Más allá del orden de la modelización,
el acto de leer, para quien lee, tiene el doble significado que produce el hecho de ser al
mismo tiempo leído, interrogado, puesto en sorpresa sobre lo que se es por sí mismo o por
cercanía de un otro.
En el caso de Vermeer se da siempre la posibilidad de un otro que completa y dirige
la intencionalidad de la lectura. Así los mensajes traídos por criadas a sus señoras se leen en
el código moral del siglo XVII como una forma de conocer el más allá de la intimidad del
hogar; pero propiciado este conocimiento por un otro, un sujeto ajeno a la intimidad del
momento. Hay toda una erótica silenciosa del conocimiento del mundo a través de la
palabra escrita, hay un origen del deseo puesto en relación con el poder de lo imaginario
que despunta en estas pequeñas escenas y que comienza a dar cuenta de cómo se construirá
lo femenino como sensibilidad.28 Si bien estamos lejos de poder hablar de una lectura
apasionada –como un consumo o una forma de evasión o conquista de sí a través de lo
ficticio o como una constante que termina transformándose en hábito– sí podemos hablar
de una lectura que apasiona; en el sentido de una lectura pensada como afección del sujeto
o como lectura a puertas cerradas en la intimidad de un secreto celosamente guardado que
genera cambios, modificaciones, variaciones, conquistas del mundo por su conocimiento en
el acceso a la palabra mediante las cartas.

28
Recientemente Ricardo Piglia reconstruye escenas de lecturas para tratar de dar cuerpo y forma a eso que
entendemos como lector. En el caso de las mujeres sus observaciones se sitúan en ese cruce entre el deseo y el
poder de lo imaginario, dando forma a las lectoras del siglo XIX para quienes en ese cruce: “Se manifiesta así
una tensión entre la experiencia propiamente dicha y la gran experiencia de la lectura, y entonces aparece el
bovarismo, la ilusión de realidad de la ficción como marca de lo que falta en la vida. Se va de la lectura a la
realidad o se percibe la realidad bajo la forma de la novela, con esa suerte de filtro que da la lectura.” En El
último lector, Barcelona, Anagrama, 2005, pág. 143.
Las cartas como objetos enigmáticos originan la pintura del secreto en Vermeer, el
secreto que sólo se puede confiar a la intimidad donde adquiere su potencia de significado.
En Vermeer el imaginario de la templanza o de la posible infidelidad a través de la lectura y
la escritura, está poblado de mujeres sorprendidas por el arribo de una carta. En medio de la
confección de una respuesta, en medio de una clase de música, en la aplicación a los
trabajos domésticos, solas y en compañía, las mujeres de Vermeer se ven asaltadas por la
lectura que las detiene y las sustrae de lo que están haciendo y que las obliga a escribir para
dar continuidad al reparo del secreto.
En una de estas composiciones se destaca la sorpresiva presencia de una criada que
llega con un plegado enigmático para su dueña, trayendo así el mundo exterior hasta ella,
sabiendo todo lo que eso implica y trae aparejado para la condición de su dueña.29 La criada
con total impasibilidad emerge entre las sombras de un fondo oscuro que resalta el centro y
el perfil sobre el que su señora escribe su respuesta a una tal vez primera tentativa de amor.
En esta composición hay dos actitudes a tener en cuenta, mientras la criada busca encontrar
la mirada de su señora, ésta se sustrae a ella y fija su atención en la carta, el pliegue de
papel, la intuición de la palabra escrita, como queriendo de antemano saber lo que ésta trae
pues leer es adelantar la concreción del acontecimiento. No hay complicidad entre la señora
y su criada, la primera está totalmente sustraída de la situación en la que se encuentra, está
ya inmersa en la lectura del secreto, está siendo modificada por la presencia del secreto.
Pero a la vez esa mirada sobre el objeto que la aleja es también un repliegue, un
reflejo de sí misma, su silencio, la burla y la continuidad de su templanza, su puesta en
duda. Como si algo se hubiese adelantado, la actitud de sorpresa poco a poco parece ir
modificándose en la variación que ha llevado al cuerpo hasta su actual postura, detenido
sobre un gesto que lo olvida todo, entregado a un estado de atención. Al mismo tiempo la
evidencia pasional en el cuadro es doble: el gesto de una mano llevada a una boca que
jamás emitió palabras como conteniendo cualquier respuesta, y la superficie blanca del
papel abandonado sobre la mesa, sabiendo que no puede ser leído, e intuyendo su posible
modificación.

29
Imaginemos a esta criada a través de las calles de Delf, como ese cuadro que Proust estudia en En busca
del tiempo perdido donde la poética de Vermeer parece querer ir de lo más general a lo más particular, desde
la pintura de su ciudad natal, hacia sus calles transparentes, los frentes de sus casas, el silencio de sus
habitaciones interiores, hasta llegar a la intimidad de sus sujetos como acaso la carta llegará sin reparo.
Pero también hay una presencia doble de lo que suspende y altera el estado
precedente del cuerpo; por un lado la carta que arriba desde el exterior y por otro lado la
carta en su proceso de escritura que se detiene en la traducción de la intimidad, que se
interrumpe, que abandona la confesión de la sensibilidad de su autor. Como vemos, la
atención puesta a la escritura transforma a los sujetos en un punto de tensión que trata de
contener sus pasiones cuando las cartas son el artefacto que apasiona; así escribir y leer se
vuelve en un estado de cautela que resguarda la presencia del secreto, pero que altera la
intimidad misma. No podemos saber si la respuesta se hará esperar o si algo ha salido de los
cauces comunes de la correspondencia establecida, sólo podemos entrever que algo se ha
detenido, que lo que acontece en el terreno de la palabra modifica el curso de lo que
cotidianamente transcurre, que la palabra sorprende y asombra. Parecería que la lectura y la
escritura, en tanto que pasiones, operan en el sujeto como un modo de manifestarse que
suspende su actividad cotidiana y lo sumerge en el reparo del secreto como expresión de la
intimidad.
Todo cuerpo está predispuesto a una actividad que lo realiza y lo modela en su
forma de desarrollarla. La evolución del cuerpo tiene algo que ver con las diversas formas
no sólo de disciplinarlo, sino también de encontrar en él una actividad que lo concentre
sobre sus posibilidades. Hay otro cuadro de Vermeer donde vemos cómo la disciplina y la
irrupción del secreto se entrecruzan.
Conocido como “La carta de amor” este cuadro se inscribe dentro de esta serie de
composiciones del secreto. Su organización es bastante peculiar. Desde una habitación
continua a la recámara donde se desarrolla la escena observamos a la misma criada y su
señora sorprendidas por la mirada del pintor que da la impresión de no querer interrumpir
lo que allí está aconteciendo. La dueña de casa tiene en sus manos una mandolina que nos
lleva a pensar en las actividades del aprendizaje de la música como forma de educar la
sensibilidad o como actividad de distracción en el siglo XVII. En la otra mano descansa la
carta entregada momentos antes por la criada que a pesar de la composición cromática es el
objeto central de la organización, pues nuevamente todo el significado se encuentra
condensado en ese pliegue de papel. Por detrás de la dueña de casa la mirada de la criada
cae tras su hombro y esta vez encuentra la complicidad de las miradas que se aúnan.
Visto desde la composición general que da vida a este cuadro, es sumamente
significativo que la escena sea contemplada desde un recinto continuo, a la par de la
habitación central. Una suerte de complicidad entre el espacio y los sujetos que en él
habitan parece ser el elemento vital para entender qué significaciones transcurren a través
de él. La atención que la música requiere del cuerpo y el intelecto se ve remplazada por la
sorpresa del secreto que se hace presente nuevamente. Un estado de cambio, una nueva
relación aparece entre mi intimidad y lo que proviene del mundo. Así cree evidenciarlo el
rostro de la criada que se llena de cierta expresión maliciosa, y así también, manifestarlo el
rostro de la dueña de casa, que parece sentirse en falta. Otra vez hay un momento de
tensión que se puede leer a nivel de la forma y las distribuciones de la composición. La
visión equilibrada y armónica, propia del periodo renacentista que aquí es adaptada a las
dimensiones reducidas de la vida burguesa, convive con la vacilación del sujeto y sus
afecciones sin producir una pintura que desborda sus formas para poder expresarlo. Entre la
mirada de la dueña, su mano que descansa y sujeta el puente de la mandolina, y el otro
extremo de la composición, donde la carta es sujetada por su mano izquierda, se estructura
la narración de la imagen. En la música reside el ejercicio que potencia la pasividad del
cuerpo, la constancia, la disciplina; en la letra, la pasión que conduce a la virtud del deseo.
Sin embargo, el rostro parece sustraído a la opción por uno u otro camino, tan sólo aguarda
en lo que acontece.

La exterioridad de lo nombrado

A Vermeer también debemos el arte de la insinuación, de lo sugestivo, estas


composiciones son un claro ejemplo de ello pues su sentido no es inmanentemente
dictatorial, o circunscrito a elementos extra-pictóricos. Por otro lado también debemos a él
esa capacidad para poder materializar y expresar los procesos internos que comienzan a
gestarse en la sensibilidad moderna y que no sólo podemos ver por medio del recurso de las
alegorías intelectuales. Como se observa en la serie de las cartas de amor, para Vermeer el
secreto produce posturas y lapsos, actitudes y posibles deslices sobre las formas de
gobernar el propio cuerpo; son estas las actitudes que se transforman en expresión, forma,
composición y relación dentro de la representación pictórica, y que se escenifican a un
nivel de expresión eminentemente físico.
La carta indica el secreto que sobre sí lleva, pero también condensa en sí toda la
espera, la expectativa dispersa en la multitud de objetos y afectos a los que remite y que
rodean al sujeto (esperar a puertas cerradas, esperar en el consuelo de la labor, esperar en la
virtud del silencio, en el anhelo de la carta, en las pasiones tristes o en las pasiones alegres).
La condición múltiple de su valor significativo se ve en la composición recargada de una
emisión subjetiva: la escritura del otro ausente, el enigma que lo transfigura, la otra cara del
secreto, la complicidad que le da origen; y aguarda una recepción del mismo tipo: la lectura
por lo bajo, la intimidad necesaria, la predisposición cautelosa. Desde la narrativa que
indican los objetos –la carta es la aventura imposible de una espera–, y desde las pasiones
que estos objetos nos narran –el silencio con que se espera la respuesta y la pasión que
produce la palabra–, la pintura de Vermeer se presenta como excesiva a un nivel de
referencias. Por esta razón, el límite de la composición, aunque parezca extraño, es
justamente el otro que estructura y afecta la intimidad narrada; el límite es esa exterioridad
de la fenomenología como un imposible que regula cualquier intento de narrar. La carta en
Vermeer es el signo de ese imposible que se está nombrando; es el signo de lo que no puede
suceder por imposición de una prohibición, pero que acontece como deseo.
En la muchacha vestida de azul que lee una carta, o en la muchacha a los pies de un
alto ventanal que se entrega a la lectura silenciosa y atenta de la misma en total soledad y
recogimiento, hay una virtud del secreto que asegura la continuidad interpretativa de las
pasiones que no se dicen. Y este es el centro de toda la poética de Vermeer: el secreto es la
pasión en sí, es su potencia, la intuición de lo imposible; la carta sólo se encarga de
organizar sus condiciones expresivas, es el cuerpo ajeno que trae al acontecimiento la
presencia del ausente. El secreto no sólo subjetiva en el acontecimiento del silencio la
prohibición del deseo y el control de sí como una tensión, sino que también apasiona en el
terreno de la lectura y la escritura, en el ámbito de su interpretación, justamente ahí donde
la composición parece sumamente hermética.
Esta estética del secreto instala la espera en el ámbito cerrado, en la intimidad
ensimismada y en la respuesta desconocida, en la pasividad contemplativa del sujeto. Con
lo cual se genera una nueva tensión en los sentimientos encontrados que responden tanto a
la virtud o rectitud –el deber–, como al anhelo o el deseo de estas mujeres –su querer.
Aguardar por el secreto en uno u otro es lo que genera ese conflicto. La espera sería la zona
en la cual aguarda el significado. Si bien el cuadro se construye sobre los gestos de la
espera, estos gestos también superan los propios límites de la composición, los recursos
expresivos que los nombran, los límites de las figuras que los representan. Todas las
escenas de esta pintura están inmersas en la tensión que produce la espera, de ahí que la
misma sea equiparable a la posibilidad enigmática del significado como misterio o enigma.
No se trata de un simple motivo hogareño, o de una pauta de vida reglada y
caprichosamente reprendida, ni siquiera del convencimiento en la pasividad. Se trata de un
instante que va más allá de su estructuración, de su captación y de su orden; se trata de un
instante que pide por la posibilidad de significar, siendo esto un instante de virtud, una
especie de gracia significativa. En la espera, es decir en el significado, lo que subyace por
detrás de lo real no es el sustantivo innombrable que la pintura quiere capturar y que de
este modo haría trascender; en todo caso lo que subyace –no por su unicidad sino por su
conjunto: pasiones, afectos, los cuales generan esa afección de la espera– es lo inmotivado
que la voluntad de las pasiones transforma en continuidad, en vilo.
Pero para que ese flujo, esa corriente de alusiones, ese ascenso de luz inteligible que
es la pintura de Vermeer, se desborde del caudal de la intencionalidad y emprenda el curso
de la posibilidad del significado –lo que explora su espacio semántico–, es necesario que la
pintura haga uso de las mediaciones geométricas, la armonía de la forma. La estructura de
sus cuadros por lo general manifiesta un movimiento del centro hacia sus extremos. En las
composiciones de la espera y el secreto, su detonante, o principal engranaje –la carta–,
ocupa un punto central en el cual el ensimismamiento es prácticamente innombrable. La
carta vale por todo aquello que sobre ella no se puede decir, por todo lo que aguarda ser
resuelto, por todo lo que hace a la espera: irresolución, contradicción, duda, certeza y
anhelo. Pero sin embargo, cerca de ese punto, el cuerpo y el espacio habitable de la
intimidad, se disponen como anillos que impulsan a través del mundo de los objetos la
significación hacia los límites del cuadro, las asociaciones, las relaciones. La carta como
signo, nuevamente tiene un valor doble: su intimidad afectiva, y la intromisión de nuestra
capacidad interpretativa al conjeturar sobre un objeto que descansa entre nuestro deseo y el
ajeno. Es a través de ella que se enlazan y se quiebran todos los anillos que conforman la
mediación. Por esto el significado permanece allí donde la voluntad artística puede
detenerlo, a la vez que lo impulsa. Es como si cada uno de estos cuadros tuviese la falsa
transparencia de un espejo de agua inalterable. Nuestra mirada y el secreto como motivo de
la pasión es la piedra que rompe su quietud y genera las hondas de sentido que terminan
mostrando su verdadera composición: un delicado y constante movimiento sobre una
superficie en apariencia estática.

La geometría de las pasiones

El instante y el acontecimiento, la espera y el secreto, la exuberancia y la rectitud de


las pasiones sólo son aprehensibles gracias a ese orden sensible de la geometría. Del mismo
modo que para Spinoza los afectos son expuestos a través de ese orden que le da a su
filosofía las propiedades de la óptica: iluminar el discurrir de lo que un cuerpo puede como
acto y voluntad, como afecto y afección; la composición en Vermeer, es el principio
fundamental de su mundo de interiores. El tiempo, esa especie de obstáculo para la
representación y el despliegue del significado, aparece en Vermeer entre dos sucesos como
la figura de un cambio o una repetición, una constante; sólo a través de esa figura logramos
saber de qué se trata el discurrir que nos envuelve como entidades sensibles.
Las composiciones de Vermeer suponen un tiempo detenido por medio de formas,
un tiempo hecho acontecimiento en un espacio que resalta los contornos. Una vez que el
arte sucede, lo que resta y sostiene su estructura, lo que lo hace perdurable, es el tiempo
interpretativo con el cual se actualiza. La organización piramidal o espiralada, con la que se
nos trasmite la tensión de la espera, materializan el discurrir de la luz. Esa luz que en
Vermeer parece haber llevado horas de contemplación y que en realidad ha requerido horas
de montaje pictórico por medio de su puesta en forma. Sólo de este modo, la luz es algo
palpitante, como el suspenso del sobre cerrado, como la expectativa de la espera.
Parecería que para llegar a la estructura es necesario atravesar las variaciones de la
forma, los caprichos de la sensibilidad emplazada sobre los gestos, el sobresalto
compositivo; y allí, entonces, el único sustento –como el consuelo de la duración en la
música– son los contornos cambiantes, el detalle como origen, la complicidad de mirar lo
que nos afecta, el cambio a través de los perfiles de las cosas, la luz que hace temblar la
vista... como ya lo supo Robert Lowell. Si la espera está montada sobre un ámbito cerrado –
los anhelos son la anegación en lo imposible–, como contraposición, la conjetura –que es la
condición espectral del deseo–, es un espacio llano en el que la línea de los objetos varía
según la inestabilidad pasional que los envuelve. El pedido de interpretación –léeme, como
las cartas reclaman a las mujeres de Vermeer– se transforma en la constante emisión de un
signo afectivo que se apodera de todos sus cuadros. Ellos nos reclaman participar de su
secreto, pero con la misma atención con que se evita develar el secreto.
Interpretar es entonces dejar ser en uno la variación de lo que nos afecta, lo que
conjeturamos por medio de las variaciones sensibles de una subjetividad aconteciendo. Esto
es lo que hace de las formas en Vermeer ámbitos claros y delimitados para de algún modo
adjuntar a la intimidad la moral de la virtud que es casi tan material como los
acontecimientos que la expresan. Apelar a la geometría es apelar al favor de un orden, y en
ese orden, lo que se comprueba, es una intención vacía, pues el arte ofrece la percepción de
lo que acontece, lo que se transforma en un signo sin otra intención más que la de la
primera persona que mira o es mirada. Desde ya que la pasión también puede ser un orden
de rigor, pues el rigor es su expresión; lo que de ninguna manera nos lleva a decir que se
trata de un arte extremadamente intelectual. Para contradecir esa falsa creencia, y
corroborar que Vermeer nos pertenece más que cualquier otro pintor, nada mejor que un
pasaje del poema de Robert Lowell donde se expresa la vida que respira en cada una de
estas escenas:

“Recemos por la gracia de la exactitud


que Vermeer concedió a la luz del sol
que avanza como una ola atravesando el plano
hasta la joven que reboza anhelo.
Somos pobres objetos pasajeros,
advertidos por esto de que debemos dar
a cada una de las figuras de la fotografía
su nombre verdadero.”

Memorias de un poeta ruso


Silvio Mattoni
Cuando el lugar reservado al poeta no está vacío, es peligroso.
Boris Pasternak

La lectura de autobiografías puede ser una actividad banal, ligada a la búsqueda de


documentos, datos de época, en supuestos testimonios de primera mano. Los contextos
políticos suelen aparecer allí como enmarañadas tramas de resentimientos, pequeñas
traiciones y triunfos o fracasos de sujetos que procuran su propio elogio. En tal sentido,
como monumentos que alguien eleva para su yo individual, las autobiografías tienen poco
que ver con la literatura. El lector de dichos documentos ya existe en ellos y está como
fijado por la intención pertinaz de su autor. Sin embargo, hay otras autobiografías, donde
alguien parece llamarnos a escuchar algo que no necesariamente ha sido predeterminado,
donde alguien parece simplemente decir: “existí una vez, fui esto, viví lo otro”. Aunque
también, y fundamentalmente: “estoy escribiendo, estoy recordando”.
En un ensayo titulado “Del interlocutor”, el poeta ruso Osip Mandelstam trataba de
aclarar las posibles maneras en que se apela a un lector, quizás a un oyente, en los poemas.
Allí señalaba que lo más impresionante de un loco, algo que se traduce físicamente en la
mirada perdida, eran esos discursos que no se dirigían a nadie, “la siniestra indiferencia
absoluta que el loco manifiesta con respecto a nosotros”. Pero lo escrito siempre habla con
alguien, aunque no sea nadie en particular, y la loca indiferencia de una autobiografía
estaría más bien en el otro extremo del poema, no hablándole a los árboles sino suponiendo
a otro desde un principio, encerrando su lugar futuro entre la información y la retórica
persuasiva. Alguien en particular no podría ser interpelado por un monumento, salvo con un
barroco esfuerzo de imaginación, ya que el monumento siempre repite lo mismo. Algo más
incierto que ese público sería el destinatario de un testimonio cuyo encuentro con el
mensaje alguna vez emitido roza la casualidad. Así, Mandelstam escribe: “En un momento
crítico, el navegante lanza a las aguas del océano una botella sellada que contiene su
nombre y las descripciones de su destino. Al cabo de largos años, vagando entre las dunas,
la encuentro en la arena, leo la carta, descubro la fecha del acontecimiento, los últimos
deseos del difunto. Tenía derecho a hacerlo. No he abierto una carta destinada a otros. La
carta encerrada en la botella está dirigida a quien la encuentre, y como yo la encontré, soy
entonces su destinatario secreto.” Quien nos llama entonces no sabía de nuestra existencia,
pero confiaba en nuestra curiosidad. Y este lector esperado, como el que invocaba Borges,
no tiene nada que ver con un modelo diseñado estratégicamente por una conciencia
constructiva. Diría que es el lector de la incertidumbre, de lo que no se sabe si importa, de
quien no está seguro de lo que deja pero aun así insiste en dejarlo, para alguien, por las
dudas. Enfrentándose con ese futuro incierto, con esa atención de otro que todavía no
existe, el autor de su biografía investiga lo que desconoce, lo que olvida, lo que nunca
podrá decir.
La autobiografía de un escritor muchas veces trata de explicar la obra, o más bien
las condiciones que habrían hecho posible esa obra, al modo de una novela de formación
donde no se nos ocultara la vida del autor bajo nombres ficticios. Pero acaso lo más
atractivo en tales escritos no sea la así llamada formación de un sujeto quizás demasiado
coherente, sino todo aquello que la memoria no extrae del yo, es decir, el mundo, un mundo
particular de experiencias. De alguna manera, esto implica una necesaria lejanía del
destinatario de la biografía, quien debería estar en el tiempo y en el espacio a la misma
distancia que la memoria del escritor se esfuerza por recorrer hacia un pasado puntual. Este
lector definido aunque desconocido, el que encuentre la botella, el que abra el libro, no
sería simplemente una proyección hecha por la escritura contra la pantalla blanca de su
propio presente. El interlocutor de una autobiografía que no es mero documento no se
identifica entonces con un sujeto conocido por el autor, un compañero de generación o
cualquier otro contemporáneo. Ni siquiera en las cartas que merecen leerse pasa algo así.
Leemos las correspondencias literarias como si se nos hubiese dejado la huella de una
conversación imposible y que sólo podía existir por la intervención de un tercero, y a ese
lugar se nos convoca. El oyente de la misma época, el corresponsal, el contemporáneo no
podían escuchar un secreto que el biógrafo de sí mismo ha debido confiar a la
incertidumbre de lo escrito. En esto consiste la diferencia del mensaje en la botella con las
autobiografías monumentales, que siempre se dirigen a un oyente concreto, incluso a un
contemporáneo del futuro, diciéndole: “admírenme”. Para ello, se necesita una altura desde
donde interpelar, una superioridad. Mientras que el náufrago sólo está ligado a su
interlocutor providencial que lo descubrirá, lo hará existir a su mismo nivel, a ninguna
altura sobre el nivel del mar. Y en ocasiones, lo que se nos ofrece para que imaginemos su
existencia es más que la vida del autor y su mundo, son otras vidas, perdidas como
conversaciones en el aire y que la simple mención de nombres propios tiende a indicar,
hacernos ver.
Lo anterior intenta explicar una elección de objeto. ¿Por qué me dirigí con una
confianza ciega hacia un mensaje absolutamente lejano, un fragmento autobiográfico
escrito en Rusia hacia fines de la década de 1950? Quizás porque sabía que allí nada podría
estar fundándose, que me encontraría ante testimonios de la disolución de un mundo y por
ello, tal vez, ante la más obstinada fe en la literatura. Así abrí el Ensayo de autobiografía de
Boris Pasternak, publicado por la editorial Dédalo en 1959, y cuyo hallazgo venía a
confirmar la teoría de su contemporáneo Mandelstam sobre el interlocutor inesperado,
lejano. Al comenzar, el autor nos remite a una tentativa anterior de escritura autobiográfica,
titulada Salvoconducto, que quizás algún día también nos toque encontrar. ¿Qué habría
intentado entonces, en aquel texto de principios del ‘30? Un análisis de las circunstancias
que lo habían convertido en lo que era, aunque, objeta ahora, “menoscabado por una
afectación inútil, un pecado común de la época”. Volverá pues sobre aquellos años de
formación y de juventud. El “ensayo” terminará entonces de nuevo con la Revolución,
luego de revisar una infancia finisecular bajo la figura emblemática de Tolstoi, la
constitución de una vanguardia polimorfa a comienzos del siglo XX y la descripción de
escritores como Maiakovski o Marina Tsvietáieva que parecen ejemplos de mundos
perdidos, mirados con cierta nostalgia. Algo le impide a Pasternak seguir después los
destinos a veces trágicos de sus compañeros de generación, sólo la vista se posa al final en
“ese mundo único, a ningún otro parecido, que está suspendido en el horizonte como las
montañas vistas desde la llanura o como una gran ciudad lejana sumergida en los fulgores
de la noche”. ¿Cómo hablar de todos los accidentes y causalidades encerrados en ese
marco? “Habría que hablar –escribe Pasternak en la última página donde se excusa de
seguir– de suerte que el corazón se oprimiese y los cabellos se erizaran. Pues hablar en la
forma habitual, hablar sin ensordecer, no sólo no tiene ningún sentido ni ninguna razón de
ser, sino que escribir así sería vil y deshonesto. Y estamos lejos de ese ideal.” De modo que
el silencio que viene después de la tentativa biográfica adquiere un peso enorme. Habría
que inventar todo un lenguaje para narrar eso que pasó después de los años ’20, allá, donde
San Petersburgo perdió su nombre. Pero a la vez, en la intensidad de los fragmentos que
recuerda Pasternak se agita una chispa de ese silencio hacia cuyo resplandor blanco todo
parece precipitarse.
Las vidas de esos poetas entusiasmados, discutiendo y agrupándose para renovar su
lengua entre el acmeísmo y el futurismo, no pueden ser rememoradas sino desde esa
travesía del silencio que no sabemos cómo habría realizado Pasternak. Y de ese punto en
que elige terminar la narración de ciertos episodios de juventud surge también la tonalidad
ética de su ensayo, como si intentase reparar algo que sin embargo, por la misma distancia
retrospectiva, se revela como irreparable. Pasternak pretende restablecer un equilibrio en
sus juicios sobre personas que conoció y que habrían sido importantes para él, redimirlos
del olvido y hasta del desdén que sus convicciones estéticas del momento podían haber
alentado. Cito un párrafo que resume este gesto de revisión: “Subestimé durante mucho
tiempo a Tsvietáieva, como en diversos grados también subestimé a muchos otros: a
Bagritski, a Khlébnikov, a Mandelstam, a Gumiliev.” ¿Qué nos dicen estos nombres?
Algunos son un simple sonido eslavo, que la imaginación podrá colmar con su natural
exotismo. Otro es una noticia en el diccionario de la literatura, como Gumiliev fundador del
acmeísmo, curiosa vanguardia rusa cuyo lema era “sencillez y claridad” y que aspiraba a
reflejar “la vida tal cual es”, en oposición a los ensueños del simbolismo inmediatamente
anterior. O el futurista Khlébnikov, a quien acaso nunca podamos leer porque se dice que
inventó nuevas formas de experimentación lingüística. Y nuestro único conocido
Mandelstam, aunque sobre todo por su prosa extremadamente perspicaz. ¿Acaso Pasternak
ha encendido el samovar para que los poetas perdidos tomen un té en el limbo? La misma
imagen aparece en un poema de Ana Ajmátova, que se titula “Nosotros cuatro”. ¿Quiénes?
Los epígrafes pertenecen precisamente a Pasternak y Mandelstam, y este último nombra allí
a Marina Tsvietáieva diciendo:

Oh, musa del llanto.


¿Es verdad que también a la ágil gitana Marina
Tsvietáieva le estarán destinados
los tormentos del Dante?
Y el poema de Ajmátova también la nombra en el último verso que dice: “Esto – es una
carta de Marina.” Tenemos pues un cuarteto de poetas reunidos. ¿De qué hablan? Ajmátova
escribe o transcribe:

Todos estamos de visita en la vida,


vivir – es sólo acostumbrarse,
en la avenida del aire se oyeron
dos voces llamándose.

La memoria de Pasternak retrocederá sin embargo hacia el más remoto origen que
puede captar dentro de sí mismo, mucho antes de que la esfera de cristal de esos cuatro
poetas se suspendiera a orillas de un río congelado a punto de ser destrozada como por un
inmenso martillo que nadie maneja. Pasternak se remonta a un recuerdo de su primera
infancia, cuando en su casa dan un concierto al que asiste Tolstoi, muy admirado por su
padre. El niño duerme pero el concierto lo sobresalta. “A medianoche –escribe– desperté
con una congoja punzante que nunca antes había experimentado.” Su llanto no será
escuchado hasta que termine el trío de violín, violoncelo y piano. Para calmarlo, dejan que
vea la fiesta donde “las damas surgían de vestidos con escotes hasta media espalda como
flores dentro de una canastilla. Los círculos de humo se soldaban con los cabellos grises de
dos o tres ancianos.” Uno de ellos: León Tolstoi. Pero luego la vocación del niño y joven
Boris no se inclina hacia la literatura. Y más que el personaje imponente del novelista, lo
atrae el origen de aquella misteriosa angustia, la asociación del tañir de las cuerdas con
gritos de alarma, y durante varios años pensará en ser músico. Se fascina entonces por el
compositor Scriabin, a quien conoce en la adolescencia. Sólo que el joven Pasternak aspira
a componer sin saber tocar. Le muestra partituras a Scriabin y éste las aprueba y lo alienta.
Pero el desajuste entre sus ambiciones y la pobreza técnica, ese secreto no saber, se vuelve
un suplicio que lo hará abandonar la música. Como un niño que cree en su destino,
mágicamente, fuera de toda premeditación, Pasternak se construye fábulas que suponen ya
la literatura, ese arte que no se puede aprender y que alimenta todo tipo de fantasías.
“No había absurdo en que no creyera”, escribe Pasternak sobre aquella adolescencia
de promesa musical. “En el alba de la vida, que es cuando son factibles tales locuras, me
imaginaba, acaso recordando mis primeros vestiditos, que en una época anterior yo había
sido una niñita y que me era necesario reencontrar esa naturaleza, infinitamente más
encantadora y más deliciosa, oprimiéndome la cintura hasta perder el aliento, o me
imaginaba no ser hijo de mis padres, sino un niño hallado y adoptado.” ¿Por qué tales
fabulaciones sobre su origen lo harían abandonar la música? Porque esperaba signos,
señales de un destino que no llegaban. Deja hasta el gusto por escuchar música. Pero a la
distancia Pasternak posa su mirada de redención en el difunto Scriabin, cuya maestría
musical describe así: “De pronto, en el curso de la melodía, una respuesta o una objeción
hace irrupción con otra voz, una voz femenina, más alta, con un tono más simple, el de la
conversación. Disputa calmada, discordancia instantáneamente eclipsada. Esta nota es
introducida en la obra con una naturalidad increíble. El arte está saturado de cosas que
todos conocen, de verdades que corren por las calles.” E igualmente, escribir será para
Pasternak escuchar más que inventar, poder trasponer de alguna forma lo que parece obvio
y cuya misma naturalidad hace pasar inadvertido. Y compara a Scriabin con Dostoyevski,
que transforma los lugares comunes en intensidades absolutas, notas de una conversación
cuyos límites son los límites de un lenguaje y un mundo.
También hay un ensayo de Mandelstam, del que sólo se hallaron fragmentos, sobre
la muerte de Scriabin. Allí se intenta explicar su innovación musical a partir de los mitos
antiguos, del helenismo y el cristianismo. Mandelstam anota: “La voz es el individuo. El
piano es la sirena. La ruptura de Scriabin con la voz, su vivo entusiasmo por el ‘pianismo’,
implica la pérdida de una aprehensión cristiana de la persona, del ‘yo soy’, en música.” Y
agrega: “En ese sentido, él rompió con la música cristiana y siguió su propia vía…” Como
si la diversidad de voces fuese un anuncio de ruptura, una grieta en la unidad que la
armonía todavía intenta arreglar, pero provisoriamente. Y por eso justamente, cada
fragmento de voz, cada matiz de esa charla musical, expresa su incompletud y conmueve al
oyente que ve reflejarse ahí su propia muerte, o más bien la angustia que solemos asociar
con los límites definitivos. Como en el poema de Ajmátova las dos voces que se llaman en
la calle y que dicen, contra el bajo de fondo sobre el que se suben esas notas más agudas,
que estamos de visita aquí y ahora. Mandelstam escribe una divisa para el arte de Scriabin y
su inminente disolución de la unidad: “¡Hay que recordar cueste lo que cueste! Vencer el
olvido – por más que cueste la muerte”, pues a fin de cuentas “morir es recordar, recordar
es morir…” No puede ser casual esta coincidencia en las impresiones de dos poetas que
todo nos conduce a emparentar. Como los agudos de las cuerdas sobre la tranquilidad del
piano en la escena de angustia infantil, el nombre de Scriabin parece significar para
Pasternak y Mandelstam el testimonio de una cultura y el anuncio de su diversificación, de
futuras metamorfosis, aunque ese mismo anuncio se haga dándole la espalda a lo que se
avecina, armonizando los fragmentos para que sigan dirigiéndose a alguien, destinatario del
recuerdo.
Aunque Pasternak, como dijimos, abandona la música, llevará esta manera de
escuchar a su nueva vocación. Y pensará siempre la poesía como un descubrimiento antes
que como una invención o un artificio. Veamos al respecto uno de los momentos
ensayísticos, que abundan, dentro de la autobiografía de Pasternak. Se pregunta: “¿Qué es
la literatura en el sentido corriente, el más extendido, de la palabra?” Y contesta: “es el
mundo de la elocuencia, de los lugares comunes, de las frases redondas”. Allí donde ciertas
personas demuestran que manejan el arte de decir, abstraer lo vivido y someterlo al
comentario común, a las identificaciones y a los argumentos. Pero de pronto, en ese reino
artificial de una elocuencia cómoda, sentada en su trono de diletante para hablar de todo y
nada, puede irrumpir alguien. De hecho, la literatura no existiría sin esas irrupciones.
“Alguien abre la boca, dice Pasternak, no por afición a las letras sino porque sabe algo y
tiene alguna cosa que decir”. Y lo que sabe probablemente sea una novedad, una noticia, o
el simple rumor del mundo exterior cuya música se ha descubierto en parte, “como si las
puertas se abrieran de par en par y entrara el fragor externo de la vida”, que no es otra cosa
que la ciudad, esa naturaleza moderna. Pasternak se está refiriendo además, con esta visión
general del salón de los charlatanes amantes de las letras donde ingresa una voz ajena,
extraña, como el viento de una tormenta de nieve rompiendo los cerrojos de un ventanal, al
poeta simbolista Alexander Blok. Leyendo la descripción de su poesía no podemos dejar de
pensar en Baudelaire, aunque uno de carácter ruso, más comunicativo, por lo cual se
transformó en maestro de toda una generación de jóvenes. Sus poemas serían como
pinceladas rápidas, apuntes de cosas vistas en las calles, voces que se pierden apresuradas
por el clima adverso. Así los describe Pasternak, como anticipándose a los gestos de
vanguardia de sus seguidores: “Adjetivos sin sustantivos, verbos sin sujetos, juego del
escondite, siluetas que pasan furtivas, emoción, refrenamiento.” Luego exclama, casi
sorprendido por esa continuidad de la poesía en un momento dado: “¡Cómo se relacionaba
tal estilo con el espíritu de la época, encubierto, secreto, clandestino, asomado apenas del
subsuelo, que utilizaba, para expresarse, un lenguaje de conspiradores, donde el personaje
principal era la ciudad y el suceso principal la calle!” Porque también ahí hay un cambio, la
célula en lugar del salón, claves y consignas de agitación urbana en lugar de la elocuencia
reiterativa. Así también al lado del cenáculo de batalla con su gran subjetividad, se
desarrollan los círculos de estudios, los intentos de sistematización cuasi-científica de las
formas poéticas, como el del experimentador Andrei Bely, por quien el memorioso
Pasternak dice haber estado loco, “intoxicado de literatura moderna”, en su adolescencia.
Sin embargo, en su juventud iconoclasta pero muy reflexiva, no asistirá a los trabajos del
círculo de Bely sobre la métrica rusa porque, afirma ahora, “siempre sostuve que la música
de la palabra no es un fenómeno acústico y no consiste en la eufonía de las vocales y
consonantes consideradas por separado, sino en una correspondencia entre el significado de
la frase y su resonancia”. No deja de sorprender la atención de los poetas rusos de la época
hacia la materia de su lengua, que desconocemos, pero cuyos cuestionamientos preanuncian
muchas vías del siglo XX. En el caso de Pasternak, la resonancia de los significados como
verdadera música del verso se vincula a esa tarea de recolección auditiva de voces,
discordancias eclipsadas, ciudad vislumbrada en el susurro de un umbral sombrío, que les
adjudicaba a la escritura y a la composición como notaciones del natural.
Pero también Mandelstam, en el relato de su Viaje a Armenia, escribía: “Hay gente
que hace resonar las llaves de un idioma, incluso cuando no tienen ningún tesoro para
abrir.” Entonces hay que saber algo, atesorar un secreto, no basta con hacer tintinear las
llaves, si bien las eufonías, las singularidades idiomáticas pueden ser tan agradables como
un paisaje típico. Así Mandelstam describe las charlas en armenio con igual detenimiento,
idéntica apreciación sensible que las montañas, lagos, costas que lo saludan al pasar,
precisamente, como en el mismo idioma. Pero Mandelstam no llegó a la edad de Pasternak
y nunca olvidaría su apego a los juegos de palabras de la juventud vanguardista. O más
bien, su afición y su pasión por las resonancias significativas de ciertas sonoridades, ciertas
palabras, sobre todo si una lengua extranjera pone de relieve su naturaleza de pura
arbitrariedad. Terminará muriéndose de frío en Siberia mientras piensa o sueña con la
palabra “laurel” de un poema provenzal, que le trae la calidez de ese clima lejano, a miles
de kilómetros, a cientos de años.
Pasternak prefiere el blanco más cercano, su color local: “Las primeras heladas
plateaban la tierra y las filas de abedules le engastaban el oro de su follaje nuevo, y esta
plata de las heladas y este oro de los abedules se extendía sobre ella como humilde
ornamento, como hojitas de oro y plata enchapadas sobre su santa y apacible antigüedad.”
Sin duda que en esa forma de mirar incide la distancia, cierto paisaje rural irrecuperable y
que acaso tampoco sea deseable recuperar, salvo en la coloración de la memoria. No es la
nieve lo que está viendo, sino la penetración de su propio ojo que lo intensifica todo. Bajo
el sol vivaz de Armenia, con la vista colmada de anaranjados y rojos arcillosos,
Mandelstam anota esta frase que podría dar el tono a la madurez de Pasternak: “el color no
es sino aquello que, como el sentimiento en el momento de partir, está teñido por la
distancia y encerrado en la extensión”.
Leyendo a un poeta menor, el joven Pasternak escribe los versos de su primer libro,
de cuyo título pretencioso reniega pero donde se afirma esa necesidad de trasponer partes
del mundo, lugares, ciudades, antes que conmover o encantar. Declara: “Yo no trataba de
obtener ese ritmo martilleante de danza o de canción a cuyo influjo, casi sin la participación
de palabras, las manos y los pies comienzan a moverse automáticamente. No intentaba
manifestar, reflejar, encarnar, representar esto o aquello.” De modo que la trasposición no
es descripción, no aspira a conformar un sujeto que describe lo que pasa. La ciudad de
Venecia o una estación de tren con sus multitudes debían estar condensadas en un verso, sin
preguntas sobre las imposibilidades del lenguaje. ¿Será eso lo que tendrá que aprender el
joven poeta? De su primera lectura de Ajmátova, que lo asombra, Pasternak retiene la doble
intención de mencionar los efectos de la tarde sobre la página escrita y a la vez desarrollar
un contenido propio de esa hora. “Yo envidiaba –escribe– al autor que había conservado
con medios tan simples las parcelas de verdad que había aportado.” Nuevamente, la verdad
se obtiene de un saber que no es un tesoro guardado para la elocuencia, sino un saber
percibir, ver el color de la tarde y al mismo tiempo escuchar su tono. Sin embargo,
Pasternak no relata su formación como una constitución progresiva de sí mismo, antes bien
parece subestimarse. Sigue deplorando su primer libro como si pudiera borrarlo varias
décadas después. En tal sentido, el Ensayo de autobiografía intenta rescatar más ciertos
episodios, el conocimiento directo de ciertas personalidades singulares, que narrar cómo el
autor llegó a ser quien es. O quizás lo hace, pero de forma negativa. El que abandonó la
música, el que escribió poemas de juventud que ya no deberían leerse, el que se olvida de sí
mismo para hablar de otros, el que intenta narrar ahora una época de entusiasmo aunque
basada en expectativas falsas, ese que recuerda y prefiere callar algunos finales drásticos,
incluyendo el presente, es quien firma el resumen impresionista de aquellos años.
Así el momento de adhesión al futurismo está sombreado, casi suavizado por toda
clase de ironías. Un amigo que vela por su pureza futurista lo ayuda, para salvarlo de la
tentación de otros halagos que lo podrían llevar al academicismo, a pelearse con todo el
mundo. La inmodestia de aquel poeta joven contrasta con el narrador actual que casi hace
desaparecer los libros, los trabajos de entonces, aunque siempre con la deferencia de
resaltar los elogios ajenos, la confianza de los otros. Para huir del sentimentalismo o la
apatía, nos cuenta Pasternak, la juventud artística de izquierda desdeñaba la modestia y
cualquier tipo de reconocimiento. Pero el ataque estético, en su misma negatividad,
indicaba lo endeble de las propias posiciones. Sólo algunos estaban seguros, al menos al
comienzo, como Maiakovski, otra figura cuyo fantasma trágico atraviesa como un haz
luminoso la memoria de Pasternak. Y aunque no describe los detalles de su relación mutua,
una digresión sobre el suicidio busca restituir la intensidad de una vida, que se despliega a
partir de allí. Podría decirse que Maiakovski funciona como el doble invertido del narrador:
los dos son jóvenes futuristas, poetas que prometen cambiarlo todo, pero sus destinos
difieren, uno podrá recordar, el otro no, uno podrá revisar su período juvenil, uno podrá
renegar incluso de la propia poesía, el otro no. Y ese otro es el objeto de meditación con
que la memoria practica la restitución de mundos perdidos. “Cuando viene el suicidio al
pensamiento –escribe Pasternak– uno carga sobre sí una cruz, le da la espalda al pasado,
declara la propia quiebra y considera inútiles sus recuerdos.” ¿En qué podría asentarse
entonces la continuación de una vida? No son las obras lo que salva, sino la posibilidad de
mirar hacia el pasado y reparar continuamente la grieta que amenaza con quebrar el
presente. El suicida, en cambio, se ha sustraído de sí mismo, no es dueño de su dolor. “Y
puede ser que uno se elimine no por fidelidad a la decisión tomada, sino porque no puede
soportar más esa tortura que no se sabe a quién pertenece, ese sufrimiento en ausencia del
ser sufriente, esa espera vana que no colma la vida que continúa.” Se trata sólo de un punto
a partir del cual empieza el silencio, no de una decisión que busque otros efectos. Pasternak
denuncia veladamente la fantasía dostoyevskiana de un suicidio como protesta, como
rebelión. Maiakovski se suicida por orgullo, dice, tras haber banalizado algo de su obra;
Esenin se mata por misticismo; Marina Tsvietáieva, para esconderse de un mundo adverso
que le impone sacrificios y desorden. Podríamos ampliar la lista de Pasternak con otros
poetas que simplemente se dejaron morir, como Blok, o se hicieron enviar a la muerte,
como Mandelstam. ¿Acaso el autor en sus recuerdos encuentra algo que se oponga al
suicidio? Nuevamente, hace un gesto de reverencia, casi una plegaria, cuando escribe:
“Inclinémonos compasivamente tanto ante sus sufrimientos cuanto ante su talento y su
recuerdo luminoso.” Los poetas suicidas iluminan el cielo como constelaciones precisas
dibujadas por quien todavía los recuerda.
Pero en sus últimos años Maiakovski se le torna incomprensible, con sus escritos
voluntariosos y propagandistas, en suma, tan innecesarios para una “conciencia social”
racionalista como para el lector de poesía que Pasternak sigue siendo. La mutua admiración
original se convierte en indiferencia y de alguna manera da el tono de una atmósfera
opresiva, cada vez más solitaria, más silenciosa. “Es increíble que se tenga por
revolucionario a ese Maiakovski inexistente”, afirma Pasternak. Pero algo más grave se
sugiere en esos años, marcados por suicidios consecuentes con la falta de necesidad de
literatura, “cuando dejó de existir toda poesía”, recuerda Pasternak, la de Maiakovski o la
de cualquier otro, entonces se habría cumplido lo que anunciaba una dedicatoria de otro
tiempo en que Boris le hablaba a Vladimir con estos versos:

Yo sé que su camino es auténtico,


pero ¿cómo por este camino sincero
a usted lo han podido arrastrar
bajo las bóvedas de tales hospicios?

La altivez de Maiakovski lo habría llevado a creer que podía resistir todo, hasta la
humillación de escribir una literatura de servicio. La glorificación póstuma de Maiakovski
salvará parcialmente a Pasternak de una celebridad que no quería para sí y que a la
distancia contempla como un sistema de obligaciones imposibles de cumplir. Dice entonces
que no precisa una doradura suplementaria de reconocimiento público para su vida.
¿Debemos creerle cuando sabemos que la autobiografía como género suele suponer lo
contrario? En todo caso, se dirige a alguien, no a un congreso de escritores, ni a ningún
sujeto colectivo, ese oxímoron al que nos hemos acostumbrado. “Una vida sin secretos y
sin purificaciones –escribe– una vida brillantemente reflejada en el espejo de una vitrina de
exposición, es inconcebible.” ¿No se tratará justamente de eso la autobiografía de
Pasternak, de una purificación? No querría entonces exponerse ni revelar sus secretos, sino
purgar algo, devolver algo a quienes ya no existen para recibirlo. Les agradece a los
muertos que le hablaron. Pero se dirige a nosotros que podremos imaginar ese diálogo
imposible.
Por ejemplo, Pasternak cuenta que no entendió en su dogmatismo de innovador
profesional la sencillez de Tsvietáieva, cuya misma claridad le cerraba el camino a su
mirada ávida de rarezas. Finalmente, un libro suyo lo conmueve e inician una
correspondencia. El relato de cómo se pierden las cartas de ella, que Pasternak aprecia
como obras de la máxima importancia, podría decirse que resume el sentido de la mirada
que dirige hacia su vida pasada: una belleza, una intensidad encontradas y admiradas, un
ser que logra pasar casi entero a la escritura, y el azaraso destino que todo lo disuelve, o
casi. “Un exceso de celo causó su pérdida”, cuenta Pasternak. Sin embargo, la suerte de la
autora, dirá, “iba a constituir el mayor de mis pesares”. Junto con la de otros dos poetas
caucasianos cuyos nombres, Iashvili y Tabidze, cruzan raudamente el final del libro de
Pasternak. Hablando de la habitación en que los conoce, escribe: “yo la enterré con
precaución en el fondo de mi alma para que no se quebrara con los terribles
acontecimientos que iban a ocurrir en ella y en sus proximidades”. Pero nada nos dirá de
eso terrible, nada más que los colores de ese recuerdo previo al instante final, antes de
despedirse. Así describe un tiempo de indigencia, sin necesidad de fechas, transfigurado por
las palabras dichas y oídas: “Cuando nos reuníamos, nos comunicábamos las novedades,
comíamos y recitábamos algo. Un soplo fresco recorre rápidamente, con breves toques, las
plateadas hojas del blanco dorso de terciopelo de los álamos.”
Finalmente, en un viaje al sur durante la carestía de la guerra, Pasternak camina junto
a un futuro maestro, según dice, entonces joven, y puede ver “por encima de las cadenas de
montañas y del horizonte, la faz sonriente del poeta que marcha a mi lado y las
manifestaciones brillantes de su prodigioso genio, y la sombra funesta de la predestinación
en su sonrisa”. Pero no sabemos a qué estaría destinado ese acompañante que simplemente
representa al interlocutor alejado o un pasado irrecuperable. “Si yo le digo una vez más
adiós –concluye Pasternak– que sea en estas páginas, en su persona, un adiós al resto de
mis recuerdos.” El que escribe parece estar hablando solo, pero imagina en verdad que el
papel puede ser otro, que puede despedirse de un gesto recordado que se esboza y en
seguida desaparece sobre la página. Sin embargo, era alguien. Y quien lee podrá serlo,
debería serlo para que la redención de los muertos, la purificación del sobreviviente tengan
lugar. Pienso que en este caso la autobiografía no está lejos de la lírica, intento de construir
una intimidad que pueda ser escuchada, no celebrada, sino reconocida. El diálogo de quien
recuerda, aunque imposible, parece realizarse ahora. Porque la misma distancia que nos
separa de Rusia, el medio siglo, el idioma, hace surgir con intensidad un deseo. Según el
ensayo de Mandelstam sobre el interlocutor que ya cité: “el gusto por la comunicación es
inversamente proporcional a nuestros conocimientos reales sobre el interlocutor y
directamente proporcional a la aspiración a interesarlo en sí mismo”. Pasternak no escribía
para nadie vivo, todavía, por eso nos llama.
¿Habremos de seguir buscando después de su silencio enigmático, acaso resignado,
acaso prudente, los versos de un ritmo yámbico eslavo que no están a nuestro alcance? Esa
mirada hacia atrás nos conduce al mundo en que fueron posibles los poemas de Tsvietáieva
y de Ajmátova dedicados a él. La primera le decía:

Con redoble de voces de los arroyos


surcas mi cerebro, como con un verso.
(¡El buzón postal – el más espacioso
de los buzones – no podrá contenerte!)

Y en otro poema en que habla de la distancia que los separa y acusa a las verstas, esa
medida de longitud tan rusa, de haberlos puesto en lugares lejanos a los dos, leemos:

Conspiradoras: verstas, lejanías…


No nos execraron – nos extraviaron.
En latitudes perdidas de la tierra
nos recluyeron, como a los huerfanitos.

Mientras que Ajmátova termina el poema que sencillamente se titula “Boris


Pasternak” con esta estrofa:

Ha recibido el don de una niñez perpetua,


y esa munificencia, pinchazo de los astros,
es su herencia junto a la tierra entera,
que ha compartido con todos nosotros.

Se habla aquí de un don, quizá infantil, que es el asombro o la admiración, capacidad


de ver la figura del otro y tratar de escucharlo. Tal vez sea el secreto de esa actividad de
conocerse a sí mismo implícita en toda autobiografía. No para controlar los imprevistos, el
azar donde se esconde lo viviente de una escritura, sino para abandonar todas las posibles
ficciones del yo y pensar desde el olvido que separa los escasos episodios recordados cómo
se llega a ser lo que uno es. Así Kafka en su Diario advertía: “Conócete a ti mismo no
significa: obsérvate.” Con miras a lograr un fantasioso autodominio imperativo que siempre
termina volviéndose una condena. “Sino que –prosigue Kafka– la expresión significa:
¡Desconócete, destrúyete! En apariencia, algo malo, y sólo si uno se inclina muy bajo oye
también lo que tiene de bueno, que se expresa así: A fin de transformarte en el que eres.”
Pasternak desconoce su estilo juvenil, la soberbia que le había dado un salvoconducto para
la historia de la poesía y su ansiedad por lo nuevo, se descompone como un ojo que percibe
colores y una mirada que recupera rostros queridos, a fin de transformarse en alguien que
puede ser escuchado, no un documento, sino un tono. Para usar palabras viejas, diría que
nos ofrece una sensibilidad amigable. Y como escribió Mandelstam en ese ensayo que no
he dejado de citar: “Para que estas líneas alcancen su destino tal vez serán necesarios los
cientos de años que necesita una estrella para hacer llegar su luz a otra estrella.” No se trata
de ninguna metafísica de lo excepcional. Para que Pasternak pudiera escribir su melancolía
y su anhelo de redención de los otros, tenía que saber algo, que estaba escribiendo un
mensaje, ante la inminencia de ciertos peligros, hacia un mundo todavía inimaginable.
Niebla
Una lectura de Jorge Luis Borges

Emmanuel Biset

Si se puede considerar al idioma como una antigua ciudad, como


un laberinto de calles y plazas, con distritos que se remontan muy
atrás en el tiempo, con barrios demolidos, saneados y
reconstruidos, y con suburbios que se extienden cada vez más
hacia el campo, yo parecía alguien que, por una larga ausencia, no
se orienta ya en esa aglomeración, que no sabe ya para qué sirve
una parada de autobús, qué es un patio trasero, un cruce de calles,
un bulevar o un puente. Toda la estructura del idioma, el orden
sintáctico de las distintas partes, la puntuación, las conjunciones y,
en definitiva, hasta los nombres de las cosas corrientes, todo
estaba envuelto en una niebla impenetrable.
W. G. Sebald

Detalles

Después, o antes, empezamos a entrever que todo pasa por algunas palabras leídas y
otras escritas. En el débil margen entre lo que leemos y aquello que podemos, bien o mal,
escribir. Luego de los infinitos debates metodológicos, de las formas institucionales de
legitimar o deslegitimar un discurso, de las instancias académicas de validación, luego de
todo, la cuestión parece resolverse en algunos textos leídos y otros escritos. Decir, quizá,
que de lo que se trata es de leer y de escribir ciertas cosas. Borges es una especie de nombre
fugaz de esta certeza mínima. Es ese comienzo, esa inauguración, que siempre es un
después. Y en ese tono posterior aparecen en una extraña condensación, en una especie de
juego de espejos, la lectura como escritura y la escritura como lectura. Si, por un lado,
hacer filosofía quizá es leer ciertos textos y escribir otros, por otro lado, el nombre de
Borges muestra que una cosa no se diferencia tanto de la otra.

Ese juego de diferencias es el tono –o la entonación–, que puede adquirir una lectura
o una escritura. Lo imperceptible de un tono es la débil sensación que distancia las lecturas,
las escrituras y lo que se juega entre ellas. Una específica manera de ocultar ese tono, de
borrar el tono en cuanto tal, constituye uno de los matices de la literatura borgeana. No que
aparezca el tono en cuanto tal, sino que la tonalidad constituye el objeto difuso de sus
relatos. Ese tono está dado por un doble abismo. Por una parte, el abismo de la lectura, de la
lectura ilimitada que parece habitar cada texto de Borges como ese movimiento incesante
en una biblioteca total. Por otra parte, el abismo de la escritura, de la escritura que se
corrige indefinidamente para no acabar jamás, esa conciencia desesperada frente a textos en
los cuales cada palabra, cada coma, cada punto, está en su justo lugar. Este doble abismo se
multiplica en cuanto una cosa se repliega sobre la otra. La lectura es la escritura de un
recorrido sobre la biblioteca total y la escritura es la lectura inscripta.

A partir de esa forma particular de vacío que se inaugura con la modernidad,


aparece el método como la única posibilidad, ante un mundo desvanecido, de construir
saber. Desde los inicios de la geometría a la parafernalia de reglas que debe cumplir un
texto, un proyecto, o un doctorado legítimo, todo pasa por el seguimiento de reglas de un
procedimiento formal. El método es, así, una forma particular de vaciar la lectura y la
escritura, una legitimación a partir de procedimientos vacíos. Si después de todo, o antes de
llegar, nos damos cuenta que eso que llaman filosofía, o literatura, pasa por leer y escribir
algunos textos, la pequeña diferencia entre saber legítimo y mera ficción pasa por cumplir
con rigor los pasos de un método. Borges da vuelta esta pequeña certeza moderna, pero no
para mostrar la existencia sustancial de un mundo, sino para señalar que, en todo caso, la
diferencia radica en los tonos de un texto. Una especie de poética de los textos que se forma
de una lectura abrumadora. Con Borges aparece la filosofía como una forma de lectura y
una forma de escritura y, después del método, se inician los problemas sobre las formas de
leer y de escribir.

Uno de los desafíos que se inaugura es la distancia entre los tonos de lectura y de
escritura. El problema sigue siendo cómo leer y cómo escribir después de Borges. Porque
sus relatos muestran esas dos preguntas y, al mismo tiempo, le dan un tono. No sólo porque
son portadoras de una precisión casi absoluta, sino porque se vuelven sobre sí y surgen las
preguntas de cómo leer, cómo escribir y cómo escapar de Borges. Un Borges donde cada
texto funciona como un aleph. Cada texto refleja imperfectamente todo el universo del
autor. En cada escrito aparece ese universo con pequeños detalles que varían, y en esos
detalles se reclama el detenimiento de un lector atento hasta la obsesión. Cada texto de
Borges es todos los textos de Borges porque cada texto de Borges es infinitamente
diferente. La obsesión es otro nombre de esos tonos que varían, aun cuando el universo sea
el mismo. Si cada relato es un aleph es porque reclama la experiencia de una mística que
fracasa. Cada texto es un aleph, una epifanía o una teofanía, pero que nunca se muestra
plenamente sino a través de las variaciones. En la imposibilidad de la plenitud radica el
fracaso del místico, pero también aquello que se muestra y oculta por la variación de
detalles.

Citas

El inmortal es uno de esos relatos donde aparece todo el universo borgeano. Un


lugar donde todo se muestra, pero por eso mismo un texto donde todo pasa por los detalles
que cambian. Podemos enumerar, siguiendo algún que otro esquema, esos temas
recurrentes en Borges y mostrar cómo aparece cada uno de ellos en el relato: laberintos,
citas, inmortalidad, literatura, desierto. Pero eso que aparece como una epifanía del
universo borgeano no es, sino, una forma de ocultar los detalles que permiten percibir la
variación de tono. En una disposición absoluta de los detalles, y siendo Borges un dios que
ríe, sólo queda deambular por algunos rincones para inventar el tono específico de un texto,
no para descifrarlo. Los tonos nunca se descubren simplemente, sino que fusionan en su
variación un descubrimiento que se inventa.

Cuando leemos El inmortal aparece una sensación de calma a partir de la revelación


del relato. Como si Borges viniera a revelar que, al fin y al cabo, la inmortalidad es una
condena que nos reduce a trogloditas y, dado que somos mortales, todo finalizaría en una
especie de complacencia con nuestra dicha mortal. Pero no, uno de los trazos propuestos, el
primero, es que el relato no es una condena explícita de la inmortalidad sino su
constatación. Como si Borges en un pliegue del relato viniera a mostrar cómo,
inevitablemente, la inmortalidad es aquello que hace que seamos lo que somos. Claro que,
dada la imposibilidad de plenitud y ese juego de espejos que es cada texto, la inmortalidad
se transfigura luego en un infinito habitado por cierta mortalidad. Un movimiento que se da
en el preciso momento en el que el tiempo y el espacio sufren una especie de
transustanciación.

Luego de recorrer las páginas iniciales, aquellas que relatan la búsqueda de la


inmortalidad, la aparición de la ciudad sin muerte, el inolvidable encuentro con Homero, es
decir, después de que la inmortalidad como estrella del relato aparece de modo patético, el
relato desliza aquella inmortalidad que quisiéramos constatar. Todo pasa entre el apartado
número cinco y la postdata. Este apartado se inaugura con una innumerable cantidad de
sucesos descriptos, luego de recuperar la mortalidad, y anunciar que todo parece irreal
porque se narran los sucesos de dos hombres distintos. Borges escribe: «Cuando se acerca
el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el
tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos
de la suerte de quien me acompaño tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie,
como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto». Párrafo final e inaugural. Finaliza el
relato, pero inaugura una cierta inmortalidad. Anuncia que después de todo quedan sólo
palabras. Esas palabras que quedan, que provocan la confusión de los dos personajes, son
otro nombre de la mezcla entre nadie y todos, son una forma de nombrar la inmortalidad.

Un párrafo que muestra trágicamente el lugar de una confusión, el lugar de su


disolución, y el lugar del mundo contemporáneo. En primer término, anuncia que no es
extraño que los años hayan provocado la confusión de las cosas y sus símbolos. Y no es
extraño porque es, justamente, extraño confundir las cosas con sus símbolos. Sólo porque
una cosa no es el símbolo que la representa puede ser extraño, con los años, confundirlas.
En segundo término, luego de establecer la distinción, se diluye, luego de los años las cosas
y los símbolos son lo mismo. Una confusión que aparece extraña se diluye porque todo
pasa a ser símbolo, todo para por ser palabras. Esta distinción es posible porque, al inicio
del párrafo, Borges escribe que las palabras ya no son imágenes. Y si las palabras no son
imágenes dejan de ser la representación de un presunto mundo exterior. Otros, más acá, le
llamarán a todo esto giro lingüístico. Borges tuvo la delicadeza de mostrar eso con otras
palabras, y en la sutileza de una variación de tonos anunciar una forma de habitarlo.

La inmortalidad no radica en un tribuno romano que bebe las aguas de un río


oriental, sino en las palabras. Todo lo cual aparece en esa postdata endemoniada ubicada a
mediados del siglo XX. Nahum Cordovero busca refutar el relato a partir de la
transcripción de numerosas citas que encuentra, de Plinio a Bernard Shaw. Cordovero
señala que todo el documento es apócrifo porque encuentra en él palabras ajenas. Frente a
esto, escribe Borges: «A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin,
escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo: sólo quedan palabras.
Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le
dejaron las horas y los siglos». Cuando ya no quedan imágenes quedan palabras. Palabras,
sólo palabras en el anuncio del fin. Pero palabras, además, que son de otros. De ahí la
paradoja con la que finaliza el relato y que puede motivar una lectura a contrapelo. El
anuncio del fin, la llegada de la muerte, no es sino el lugar del anuncio de la inmortalidad.
La muerte es, así, un doble anuncio. Por un lado, el anuncio de palabras, de un lenguaje que
viene a suplantar las imágenes. Por otro lado, se inaugura la inmortalidad específica de ese
lenguaje como cita. Sólo quedan palabras de otros que, paradójicamente, ni siquiera la
muerte puede borrar. Esas citas son una constatación de la inmortalidad, de una cierta
inmortalidad que se muestra después del fin.

En las breves transcripciones realizadas, inscriptas desde el mal gusto de comenzar


por el final, mostramos una posible lectura de un Borges que no sólo muestra lo patético de
la inmortalidad, sino que da cuenta de una inmortalidad irrebasable. En esa doble
constatación podemos esbozar algunos trazos de orden filosófico. Podemos indicar que esos
párrafos transitan sobre aquello que aparece en el mundo contemporáneo como el horizonte
último de toda filosofía. El giro lingüístico se muestra como el lugar instituido del filosofar,
es decir, como el lugar que otorga o niega la legitimidad de aquello que será no sólo
relevante sino válido y dotado de contemporaneidad. Este presupuesto que ronda el
pensamiento occidental hace un siglo funciona como horizonte de apertura y clausura. Pero,
lo interesante aquí, es que el mismo Borges es, a su vez, un horizonte de apertura y clausura
respecto de ese giro. Por una parte, aparece en el texto, y así finaliza, el lenguaje como
protagonista central. El lenguaje, citas de citas, es el lugar de la inmortalidad y también la
ruptura del mundo como representación. Borges muestra que, al final, todo es un juego con
palabras ajenas. Y si bien podemos leer toda la literatura borgeana a partir de ese dictum,
también se anuncia allí el lugar que consagra una inmortalidad específica. Si el lenguaje
dejó de ser un medio transparente que representa la realidad es porque, al mismo tiempo,
nadie y todos somos ese lenguaje. Un lenguaje que, como ya lo señalaba el viejo
Heidegger, nos habla. Citas de citas que nos diluyen a todos a ser nadie y viceversa, porque
si el lenguaje es ese inmenso cúmulo de citas, cada uno no es sino una repetición específica
de citas y, con eso, nadie.

Por este motivo, por otra parte, se anuncia en el relato no sólo el lenguaje como
inmortalidad, sino las características de la inmortalidad. La inmortalidad sigue siendo una
de las formas de lo patético. Palabras de otros que no mueren, que se repiten una y otra vez
en un mundo en el que todo es signo. Palabras de otros que se repiten al repetirnos, es decir,
al hacernos sólo un haz donde transitan esas citas. Pero, a diferencia de otras lecturas, esas
citas aparecen al final con cierto grado de patetismo. No que las citas sean patéticas, sino
que arrojan a cada uno en esa disolución donde todos son trogloditas. De manera que los
trogloditas no son sólo aquellos que callan, que han olvidado el lenguaje, sino también
aquellos que son sólo un cúmulo de citas. Todos y cada uno somos palabras de otros que se
repiten. Todos y cada uno somos, por eso mismo, inmortales. Y, por fin, todos y cada uno
somos eso mismo que dejamos de ser, somos inmortales porque en la repetición no somos
nadie. Somos inmortales porque, en la repetición de las citas, estamos muertos. Las
palabras de otros no mueren y muestran nuestra inmortalidad y nuestra mortalidad, somos
inmortales porque sólo somos esas citas, pero somos mortales porque esas citas son aquello
que no somos. Luego de la desaparición del mundo, después de la pérdida del sujeto
portador de certezas, aparece el lenguaje como cita de citas que construye una nueva
inmortalidad.

Ciudades

Si pudiéramos detener las cosas aquí, en una cita de un Borges que cita, todo parece
ser, simplemente, la constatación de una forma de hipostasiar el lenguaje en el mundo
contemporáneo. Todavía es posible dar una serie de pasos. En el camino recorrido, la
inmortalidad se muestra en el lenguaje como citas de otros. Pero esa inmortalidad es la
negación de la muerte, es decir, citas que perduran más allá de los sujetos que las repiten.
Todo puede complicarse un poco más. La inmortalidad en tanto negación de la muerte la
hemos presentado como una forma de la continuidad temporal, como negación de la muerte
en la temporalidad sin fin. La inmortalidad no es la ausencia de temporalidad, no es la
eternidad, es habitar un tiempo que continúa indefinidamente. Por esto mismo, en las citas
borgeanas, la muerte es el anuncio del fin. La inmortalidad es pensada como una
temporalidad sin fin, una temporalidad ilimitada. La complicación anunciada se produce en
el preciso momento en que Borges muestra que la inmortalidad no es sólo una forma de la
temporalidad, sino también una forma de la espacialidad.

En la historia de la filosofía podemos encontrar en diferentes autores reducciones


espaciales del tiempo o reducciones temporales del espacio. Autores donde el tiempo es
presentado en las figuras espaciales de la línea o el círculo o autores donde el espacio es
presentado como forma temporal del presente, el pasado y el futuro. En el caso de Borges el
tono que da lugar al cruce entre tiempo y espacio es diferente, ya no se trata de reducir una
de las dimensiones a la otra, sino mostrar cómo existe una transustanciación mutua. No
existe ni una división inconmensurable entre el tiempo y el espacio, ni tampoco una
reducción de uno al otro, sino dimensiones donde el tiempo es espacio y el espacio es
tiempo. La inmortalidad es una forma de nombrar ese punto de cruce. Podríamos rastrear
diversas figuras espaciales que existen en la búsqueda de la inmortalidad –el desierto, el río,
las ciudades–, pero para mostrar ese cruce nada más evidente que la ciudad de los
inmortales.

En el segundo apartado aparece la ciudad de los inmortales. Una ciudad que es, en
este sentido, la forma espacial que adquiere la temporalidad indefinida. Luego de señalar
que la ciudad está fundada en una meseta de piedra, una ciudad rodeada de muros
invariables, se inicia la entrada. El ingreso, ubicado en el pozo de una caverna, tiene la
forma de un laberinto. Escribe Borges: «Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una
vasta cámara circular. Había nueve puertas en aquél sótano; ocho daban a un laberinto que
falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a
una segunda cámara circular, igual a la primera». Ingresamos a la inmortalidad por un
laberinto. No sólo un laberinto, sino su multiplicación. Laberintos de laberintos, laberintos
que conducen a más laberintos. La inmortalidad no es sólo el tiempo indefinido, sino el
espacio formado por esa temporalidad. Ciertos indicios podemos mostrar en esta
arquitectura. Por un lado, son laberintos que conducen a otros laberintos, laberintos que
son, en ocho de sus puertas, recursivos, laberintos que, en su novena puerta, conducen a
otros laberintos. Por otra lado, esos laberintos no son infinitos, todo laberinto puede ser
recorrido un número infinito de veces porque, al mismo tiempo, tiene un salida. Por último,
y no es un dato menor, es un laberinto bajo tierra.

Este número que Borges deja indefinido de laberintos conduce hacia el interior de la
ciudad o, en otros términos, los laberintos son el ingreso a la inmortalidad. Al final de uno
de esos laberintos subterráneos aparece, imprevistamente, un círculo de cielo que conduce a
la ciudad: «Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos
entretejidos a la resplandeciente Ciudad». Continúa Borges: «Emergí a una suerte de
plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura
variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que
ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica.
Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra». Luego del laberinto que prefigura
la ciudad de los inmortales, que funciona como una especie de puerta secreta, aparece una
plazoleta y un solo edificio. Un edificio habitado por cúpulas y columnas. Hasta aquí los
rasgos no dan cuenta de la particularidad de su inmortalidad. Inmediatamente aparece ese
rasgo, sin demasiadas palabras, que muestra la diferencia. Muros anteriores a los hombres,
anteriores a la tierra. Esa antigüedad no tiene formas todavía, arroja una sensación que,
cerrando los ojos, sentimos con cierta incomodidad.

Borges avanza en las precisiones, ese único edificio es un palacio. Un palacio donde
existen escaleras de peldaños irregulares, pavimentos, recintos. Un lugar donde la
temporalidad habita en su indefinición. Una temporalidad que, quizá por nuestra
imaginación demasiado mortal, al principio no puede aparecer con figuras espaciales. Esa
temporalidad infinita sólo puede entreverse en el horror intelectual que trasmite: «Lo dije,
bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más
horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron
otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato». La
inmortalidad inscripta en los muros parece huir de las reacciones sensibles, sólo puede ser
pensada; lo atroz pertenece al orden intelectual. Aun así, Borges describe algunos rasgos:
«En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el
corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o
a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo.
Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a
ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas». Todo
parece obra de dioses locos, obra de la locura. Formas y espacios azarosos, sin ningún
sentido, escaleras, corredores sin salida, altas ventanas.

El tiempo no es, sino, una forma particular de organizar el espacio. Pero un espacio
sólo recorrido imperfectamente, y por ello sus rasgos sólo son parciales. Aparece la duda,
después de todo, sobre la literalidad de la descripción. No porque esas formas sean ajenas a
la inmortalidad, sino porque existen otras figuras que dan cuenta de ella. La inmortalidad,
parece decir Borges, sólo requiere mostrar lo insensato de cierta arquitectura. Por eso
mismo la insensatez puede anunciarse en otros lugares: «No quiero describirla; un caos de
palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pululan monstruosamente,
conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes
aproximativas». La inmortalidad rehúye a la descripción, se escapa, pero porque esa
imposibilidad puede ser anunciada en otras figuras. No que la inmortalidad pueda ser
descripta, que pueda mostrarse en una u otra figura, sino que sólo se puede entrever
aproximativamente en diversas analogías. Todo pasa por lo monstruoso de esa figura en
cuyo orden o desorden se conjugan y se odian los elementos. La ciudad de los inmortales es
una aberración construida por formas que carecen de fin y, por eso, pierden todo su sentido.
La ausencia de finalidad, de mortalidad, es el sin sentido que conjuga y enfrenta. Una
mezcla que sólo es una descripción parcial porque la arquitectura de la inmortalidad
produce horror intelectual, no una descripción sensible. El espacio no es, sino, una forma
particular de organizar el tiempo.

La inmortalidad en tanto temporalidad sin fin muestra el cruce donde el espacio se


hace tiempo y niega la temporalidad, y donde el tiempo se hace espacio y niega la
espacialidad. Es un punto de condensación, una especie de aleph, donde conviven en su
mayor positividad y negatividad el espacio y el tiempo. La ciudad de los inmortales
prefigura toda ciudad. No porque toda ciudad guarde en sí la inmortalidad, sino porque toda
ciudad es esa condensación de tiempo y espacio. La política es la performatividad espacial
del tiempo o la performatividad temporal del espacio. Una performatividad que da forma al
tiempo y espacio en los que se habita. Esto no implica que una performatividad esté dada
por una intencionalidad consciente de sujetos que deciden conjugar y enfrentar cierta
temporalidad y cierta espacialidad. Pero sí que el estar juntos, el estar unos con los otros, se
da siempre en esa performatividad. La política es ese dar forma porque eso es lo que hace
una ciudad, aun las invisibles. Si la ciudad es el nombre del estar juntos de los hombres, ese
estar juntos siempre se da en la forma de un tiempo y un espacio, Borges muestra la
imposibilidad de habitar en una ciudad inmortal, puesto que aun los inmortales viven fuera
de ella. Una ciudad inmortal es una aberración de lo humano. En este mismo anuncio se da
su posible reversibilidad, es decir, la pregunta por las formas habitables de un estar juntos,
de un estar juntos como las formas del espacio y del tiempo.

Tonos

El camino trazado muestra dos cosas: primero, la inmortalidad en las citas, segundo,
que la inmortalidad no es sólo una cuestión temporal, sino la condensación de tiempo y
espacio. Estos momentos del camino se pueden presentar como dos dimensiones presentes
pero distantes del relato de Borges. Pues bien, esa distancia no es tan evidente. La
inmortalidad del lenguaje como saco lleno de citas que en su repetición diluyen nuestra
identidad y, al mismo tiempo, la ciudad como la condensación de tiempo y espacio se
empiezan a cruzar. Porque una ciudad no es, sino, esa condensación de tiempo y espacio
dispuesta por el lenguaje. Las citas de otros que se repiten al final del relato, eso que queda
después de las imágenes, eso que aparece antes del fin, son nombres de la inmortalidad.
Pero una ciudad, la de los inmortales por caso, tiene que ser aquello que se construye en
tanto símbolo que no representa. Cartaphilus anuncia que antes del fin quedan sólo
palabras. A lo que agrega, que esa confusión es fruto del tiempo, y si es fruto del tiempo
está inscripta particularmente en la inmortalidad. Justamente la perduración sin fin es lo que
genera la confusión y un mundo de símbolos. Antes del fin, pero después del tiempo, todo
se transfigura en palabras de otros. En este mundo de símbolos que no representan, el
tiempo y el espacio adquieren una articulación particular. Esa articulación es la forma
política en que se constituye una ciudad.
La inmortalidad, como se muestra en los pasajes del relato, construye una ciudad
específica. Una ciudad que podríamos diferenciar del resto de las ciudades mortales. Esa
diferencia temporal es también una diferencia arquitectónica. Esta distinción no sólo es
posible en el relato, sino que es necesaria. La ciudad de los inmortales se define como tal
porque no es una ciudad de los mortales. Y esto no implica sólo una calidad de sus
habitantes, sino una performatividad espacio-temporal. Esta distinción necesaria al relato se
diluye al final del mismo. En las últimas páginas se anuncia ese tono específico en que se
va a combinar la inmortalidad con la mortalidad. En esas páginas se muestra que, antes del
fin, pero porque existe una perduración del tiempo sin fin, se confunden palabras e
imágenes. En ese momento, paradójicamente, el personaje es inmortal y mortal al mismo
tiempo. La inmortalidad se muestra en que sólo es posible la confusión, es cierta
indefinición del tiempo. Después de haber sido inmortal sólo quedan citas de otros. Pero,
por eso mismo, la inmortalidad excede al personaje que escribe. Un hombre es todos los
hombres. La mortalidad se muestra en que ese personaje ha bebido las aguas de la muerte,
se encuentra antes del fin, y sólo allí constata que le quedan palabras de otros. En este doble
juego existe aquella preciosa indicación que puede sobrevolar el texto. No es una ciudad
inmortal, aberración de los hombres, la que se busca construir, tampoco es una ciudad
mortal donde todo pasa por claras distinciones entre el mundo y sus imágenes. Por el
contrario es una ciudad que conjuga, de cierto modo, la inmortalidad con la mortalidad. En
esto encontramos la delicadeza del tono borgeano.

Las palabras de otros quedan cuando ya no es posible diferenciar imágenes de


símbolos, y por eso cuando sólo quedan palabras. Este mundo de palabras genera y
posibilita una forma de conjugar el tiempo y el espacio. Es un punto donde se condensa un
tiempo y un espacio en la anticipación del fin. Cuando aparece el fin, la mortalidad, sólo
quedan las palabras de otros por repetir. Es un tiempo y un espacio con la inmortalidad a
cuestas y con la muerte por venir. Lo extraño es que el mundo, y ante todo la filosofía, se
puede pensar en esa particular articulación. No hay dudas, o no parece haberlas, en que el
lenguaje excede al sujeto y lo constituye en tanto tal. Tampoco parece haber dudas en que
sólo quedan símbolos alejados de toda representación transparente del mundo. Al mismo
tiempo, la mortalidad, o la historicidad, parece ser otra de las características indudables del
ethos filosófico contemporáneo. En muchos casos esto ha llevado a hipostasiar un lenguaje
inmortal ante la mortalidad del hombre. Pero en Borges existe otro tono, un tono que
permite mostrar, por un lado, cómo se conjugan las dos dimensiones propuestas y, por otro
lado, toda la distancia respecto a un lenguaje hipostasiado.

La diferencia específica radica en la mortalidad que habita la inmortalidad. Esa


diferencia está constituida por los tonos. Sólo existe un lenguaje compuesto de citas de
otros, un lenguaje inmortal que, quizá, puede ser reducido a unas cuantas metáforas. La
repetición inevitable, la inmortalidad que diluye toda identidad, se diferencia en las
entonaciones de las diversas metáforas. La repetición existe porque existe una variación
infinita de tonos. Esta es la mortalidad específica que se inscribe en toda inmortalidad. Esos
tonos que varían muestran una mortalidad infinita. Y para que esa variación sea posible, en
Borges, el olvido tiene un papel central. Borges empieza el relato con un epígrafe, con una
cita de Francis Bacon, que en una traducción libre diría: «Salomón dijo: No hay nada nuevo
sobre la tierra. Y así, de la misma manera que Platón imaginó que todo conocimiento no es
sino recuerdo, del mismo modo Salomón sentenció que toda novedad es olvido». Todos los
elementos señalados aparecen en el epígrafe puesto por Borges. Se anuncia la inmortalidad
necesaria, una inmortalidad que condena a todos y a nadie a cierto patetismo dado que en la
tierra no hay nada nuevo. Al mismo tiempo, anuncia la mortalidad específica del mundo, la
mortalidad del olvido. En la repetición de la tradición, en las citas de citas, los tonos varían
porque existe el olvido. El olvido no es cierto desfallecer de nuestra memoria, sino el único
lugar posible para buscar un tono que atenúe lo grisáceo de la inmortalidad.

En esta condensación de tiempo y espacio que se forma en la conjugación de la


inmortalidad con la mortalidad podemos notar dos cosas. Primero, la cercanía y la lejanía
de Borges respecto a la situación contemporánea de la filosofía, de eso que se ha llamado
giro lingüístico. Cercanía en cuanto se reconoce un lenguaje constituido por palabras de
otros que ya no representan nada. Lejanía en dos motivos. Por una parte, porque la
inmortalidad del lenguaje nunca es una eternidad, nunca es plenamente transparente, ni
tampoco es simplemente un exceso absoluto respecto del hombre, es decir, la diferencia
radica en que Borges inscribe la mortalidad en el lenguaje, la mortalidad de un olvido que
permite formular la entonación de una cita. Por otra parte, porque esa inmortalidad muestra
que no hay nada nuevo sobre la tierra, es decir, que todo pasa por algunos problemas y
algunas metáforas que se repiten. Esto implica que toda la parafernalia de la presunta
novedad de la filosofía contemporánea es puesta en cuestión. Como si se pudiera decir que
después y antes de todo, ante los contextualismos y los textualismos, la cuestión es leer y
escribir a partir de ciertas metáforas o aporías que retornan.

Segundo, podemos extraer algunas indicaciones respecto de esa ciudad que Borges
sólo anuncia. Un estar juntos entre la inmortalidad y la mortalidad. Un estar juntos en la
performatividad de un espacio y un tiempo habitados por esa aparente contradicción. El
espacio, la arquitectura de esta ciudad se construye a partir de formas, lugares, pasillos,
escaleras, en las citas de toda una tradición que en su olvido produce cierta novedad. El
tiempo, los ritmos de esta ciudad se forman a partir de círculos, líneas, espirales, citas de
una tradición también renovada por el olvido. Todo pasa, así, en esa pequeña diferencia de
tonos que se inscribe en la repetición. La variación se muestra en la forma de inscribir la
mortalidad en el estar juntos. Dar una forma de morir es, en la performatividad de una
ciudad, encontrar un tono que combine y condense el espacio y el tiempo. Cuyas plazas y
cuyo caminar tengan ese tono. Claro que no es sólo un tono, sino lo infinito en la variación
de tonos, porque cada variación de tonos es una forma de inscribir la mortalidad. Por esto, a
la ciudad de los inmortales que en las pocas palabras de la descripción borgeana está
habitada por la locura, por la insensatez de altas ventanas y de pasillos que no conducen a
ningún lugar, no se le opone una ciudad mortal construida a partir de la certeza de una
razón ordenadora, donde el trazado de las calles sigue esquemas geométricos, donde cada
cosa está en su preciso lugar y en vistas a su particular finalidad. No, no es esta ciudad la
forma del estar-juntos que muestra el texto. Por el contrario, es una ciudad inmortal y
mortal al mismo tiempo. Y la forma, la única que se desliza en el texto, es la del laberinto.
La circularidad que Borges les otorga los hace infinitos, inmortales, pero también finitos,
siempre tienen un fin. Una ciudad, una de la formas del estar juntos, es una especie de
laberinto. Igual que el lenguaje es un laberinto, donde siempre se repiten y se inventan los
recorridos.

Niebla

Un laberinto. Escribe Borges: «Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los
Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su
arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin». Si la ciudad de los inmortales carece de
finalidad, todo laberinto es una construcción con un fin preciso: confundir a los hombres. La
introducción de la confusión oscurece un poco las cosas, las nubla. Porque si el laberinto parecía ser la
forma de la ciudad que conjuga en su arquitectura un tiempo bifurcado, y lo conjuga combinando la
inmortalidad con la mortalidad, lo hace para confundir. Ese laberinto, quizá la ciudad, quizá el mundo,
no sólo está habitado por la confusión, sino que la confusión es aquello que le da sentido.
La pregunta es, de este modo, si la confusión es la única forma de habitar un laberinto. La
cuestión es si el lenguaje, ese otro laberinto de citas, es también una serie de pasadizos construidos para
confundir. O, aun borrando la génesis y la finalidad, si esas citas que imposibilitan la novedad sólo
confunden. ¿Ante esa montaña de citas que se llama tradición es posible otra cosa que una confusión
generalizada? O, de otro modo, ¿existe algún modo de orientarse en el laberinto? Si se rompe con una
mitología feliz sobre los laberintos, la cuestión es, quizá, si esta no es nuestra particular condena. Un
lenguaje que, como un laberinto, no posibilita ningún tipo de orientación. Un lenguaje en el que todo
está envuelto en una niebla impenetrable. El lenguaje habitado por la niebla, el lenguaje como niebla.
Esa niebla borra toda orientación porque todo se oculta tras ella: las comas, la estructura sintáctica, pero
también los más simple nombres. Un manto impenetrable recubre los símbolos. Este pequeño giro es
abrumador porque si, por un lado, todo pasa a ser símbolo, todo pasa a ser palabras de otros; por otro
lado, estos símbolos no son transparentes, no tienen ninguna claridad, no posibilitan ninguna
orientación. Una cierta oscuridad blanca, la de la niebla, en los símbolos.
Si la forma precisa de conjugar la inmortalidad con la mortalidad es la de un laberinto, un
laberinto que también es el lenguaje, es posible preguntar si todo termina en una niebla que circunda. Y
esto porque lo simbólico despojado del mundo no conduce a un mundo de feliz devenir, sino a una
cierta imposibilidad de orientarse. Sólo quedan palabras de otros, palabras de otros confundidas. En la
niebla, o en un laberinto de palabras, el mundo, los otros, uno mismo, se vuelven irremediablemente
lejanos, desaparecen. Es ese mundo que va desapareciendo cuando se pierde la vista. Una cierta ceguera
es la niebla que borra toda posibilidad de orientarse. Al finalizar una de sus siete noches, aquella
dedicada a la ceguera, Borges recuerda cierto pasaje de un poeta alemán escribiendo sobre el atardecer.
Escribe Goethe: «todo lo cercano se aleja». El momento del día donde las cosas cercanas se alejan de
los ojos para Borges representa el decurso de su vida. Con el tiempo Borges señala que el mundo visible
se ha alejado de sus ojos. Esa lejanía es, también, una especie de niebla. Porque no es un mundo que se
borra, no es el mundo de las tinieblas el que Borges anhela, sino el de la vaguedad de algunos colores.
La ceguera es otro nombre de ese mundo cubierto por una espesa niebla. Claro que la pérdida del
mundo visible se traduce en Borges en poesía, en la palabra breve que inventa otro mundo. Nuestra
niebla es un poco más espesa, porque ya no es la desaparición del mundo sensible, sino una niebla en
los propios símbolos en un torbellino de palabras que no producen ninguna orientación.
El mundo de quienes ven mira con cierta piedad hacia los ciegos. Quienes tienen la felicidad de
los ojos ven con lástima la desdicha de la ceguera. Por esto mismo podemos creer que Borges termina
su conferencia con la tristeza de quienes anhelan la luz. Pero no. Borges enumera escritores, desde
Homero a Joyce, para quienes la ceguera no es simplemente una condena, sino también la posibilidad
de la poesía. Un poeta, escribe Borges, debe pensar cuanto le ocurre como un instrumento para su
escritura. Todo es material para su arte. La ceguera es, dice Borges, un modo de vida. Por eso no es
solamente una desventura, sino también la posibilidad de la poesía. En una extraña torsión, la ceguera,
la espesa niebla que recubre todo, también es una posibilidad. Los ciegos, como ya anunciaba Tiresias,
son quienes en realidad pueden ver, son quienes pueden orientarse. Los ciegos, no otros, aquellos que
han olvidado el mundo, los colores, aquellos para quienes todo se oculta tras un manto gris, son quienes
pueden orientarse. Porque la ceguera es, también, la de los poetas que olvidan el mundo para repetirlo
con sutileza.
Los tonos de la ciudad que viene, del olvido y la novedad, de la inmortalidad y la mortalidad, se
muestran en la ceguera que cambia la entonación de las viejas metáforas. Sólo un ciego puede
orientarse en el laberinto, sólo un ciego puede atravesar la niebla. Esa forma de tiempo y espacio donde
se conjuga la inmortalidad y la mortalidad, la ciudad, se da en la variación de los tonos de una metáfora.
Quien inventa al repetir las metáforas no es quien ve el mundo, tampoco quien está perdido en la niebla,
sino el ciego que puede orientarse en el laberinto. Tonos que, inevitablemente, y por todo, construyen
una ciudad invisible. Italo Calvino termina sus Ciudades Invisibles con un diálogo entre Kublai Kan y
Marco Polo. Escribe Calvino: «–Tú que exploras a tu alrededor y ves los signos, sabrás decirme hacia
cuál de esos futuros nos impulsan los vientos propicios. –Para llegar a esos puertos no sabría trazar la
ruta en la carta ni fijar la fecha de arribo. A veces me basta un retazo que se abre justo en medio de un
paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se
encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo por pedazo la ciudad perfecta,
hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno
envía y no sabe quién las recibe».
Sí, eso, luces que afloran en la niebla.
Joaquín Giannuzzi: secretismo.
Mariana Robles

“Los objetos son otras de mis obsesiones. Los


objetos como sustancias secretas. Son otros de
los tantos enigmas. Los objetos me obsesionan
por las cualidades que poseen. Hablo de su
permanencia, de su inmovilidad. Y hay algo
más importante que se desprende de lo dicho y
es lo que más me fascina. Los objetos como
incapacidad de cambio…Quizá, en el fondo de
esta obsesión, haya un afán de obtener una
poesía absolutamente objetiva.”

Las antiguas prácticas de la alquimia permiten transmutar toda materia innoble en


oro, metal sagrado, buscan ensayar sobre los elementos para que asciendan de un orden
insustancial a un orden precioso a través de un procedimiento ilusorio o mágico. Volver
visible los tesoros ocultos que residen en el mundo y el hombre, el proceso de “la obra
alquímica es la transformación simultáneamente en la materia prima y en el ser íntimo del
hombre.”30
“Los objetos como sustancias secretas” de Giannuzzi, no son ellos mismos los
poseedores en su interior de un secreto sino que ellos constituyen el secreto de todo lo que
hay. En todo caso secreto porque hay que mirar para descubrirlos. Estos objetos no son los
elementos mutables de la alquimia sino más bien que están atrapados en su forma:
contorneados, delimitados, nombrados, usados, mirados, “atormentados, aplastados contra
el planeta”.
Constituyen el corazón del mundo y guardan su secreto. El corazón es corazón
porque la latencia de lo que el poeta es está en las cosas, “la razón secreta” de un universo
indescifrable no será revelada: mientras tanto el poeta, por momentos, pregunta: ¿Cómo es
que los objetos permanecen? ¿Cómo es que siendo corazón subsisten imperturbables? El de

30
La filosofía en Oriente. Editorial Sudamericana, p. 128.
él, su corazón se desgarra y enferma, ama y padece en relación a este ritmo inmutable. Los
objetos son el fondo para esta figura que inevitablemente se borronea.
Obsesionado frente a las cualidades que poseen, los colores, las formas, las texturas,
los olores, él, el poeta no cede frente a la duda, teólogo de un mundo propio no descifra el
secreto pero sabe que las sombras lo protegen.
“Uvas” – “cintas de seda” – “azul, mañana, agua” – “bombas” – “vientre” –
“madera” – “cristales y oro” – “jardines” – “espejo” – “gelatina” – “mesa” – “vestido” –
“guitarras” – “pelo” – “carne”.
Observa y describe pero no como dos momentos separados de un hombre frente a
un mundo innombrable, sino que el mirar giannuzziano es el ojo dentro de las cosas. El
mirar es entonces incrustar en la materia los ojos como cerraduras desesperadas que
vociferan.
Merleau-Ponty en El Ojo y el Espíritu –dice–: “Visible y móvil, mi cuerpo está en
el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y su cohesión es la de
una cosa. Pero puesto que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo alrededor de sí, ellas
son un anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas en su carne, forman parte
de su definición plena y el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo”.
Los hombres se transfiguran en el cuerpo de la muerte, no tanto porque morirán,
sino porque inminentemente mueren, viven muriéndose. La prolongación del cuerpo
fenomenológico es en Giannuzzi un proceso de transformación que lleva al hombre a no
reconocerse a no poderse atrapar a no consumarse objeto del mundo, sino testigo
desamparado de las sombras.
Todo lo que hay está: el cuerpo es el contenido del tiempo, las cosas son el
contenido del espacio. Este abismo entre cosas y cuerpo, se torna la obsesión de lo otro que
es un secreto que para los mortales permanece en el tiempo. A veces un contraste nebuloso
entre los cuerpos y las cosas, otras un deslizar la sangre de las cosas al cuerpo y también las
sombras; ese intervalo de suspensión entre algo que es y que no es, el tiempo sin nombres.
Para Giannuzzi mirar es un suceso mágico de correspondencia entre las cosas y el
ojo, el poema es esa tentativa desesperada y frágil por retener lo que surge de esa unión
primordial. Formas provisorias de las cosas que en el mirar mudable se entornan como
ráfagas, el poema como bautismo fogoso, hiriente, que abre el cuerpo para que aparezca
desde la piel ese sentido oculto de las cosas.
Para la tradición sufí, “El mundo fenoménico es aquí el mundo teofánico; por eso no
es en modo alguno una ilusión; existe verdaderamente, puesto que es precisamente la
teofanía, el otro de sí de lo absoluto. Desde este punto de vista no existe diferencia real
entre la esencia y los atributos: el ser es idéntico al pensamiento”.31
El mundo, para Giannuzzi, como un claro de luz al fin se ha colmado, último círculo
teofánico donde las cosas son. La realidad sin más, sin revelación, sin descubrimiento, sin
construcción, liberada frente a una interioridad intraducible, la poesía y las cosas son lo
mismo. “Poesía es lo que se está viendo”. Su conocimiento como un balbuceo de la razón
tiene ese límite donde real es lo que ve, su “conocimiento termina en las imágenes reales”,
frente a la ventana se pregunta por “el otro orden”, y dice – “la divinidad está aquí por
delegación sombría”. Como antípoda al desasosiego individual lo divino no es más que un
intersticio susurrante, si esto es lo que hay, las sombras quizás contengan, en su formación
de nada gris, un reducto donde el tiempo y el espacio se disuelven entre sí. Quizás las
sombras sean la balanza para medir ese “equilibrio químico” del que habla en Astrología,
un puente secreto en este universo azaroso y absurdo que admite a una “estrella” y a una
“piedra en la vesícula” en el mismo reino y esto es un misterio.
En Corazón de Cristal, un film de Herzog, la trama gira en torno a la recuperación
del secreto de la fórmula para fabricar cristal rubí, el cristal más precioso de la tierra,
descubren que el ingrediente clave de la extraña receta es la sangre de una virgen.
En Giannuzzi los secretos de las cosas sangran mostrando los indicios del “misterio
desconocido de los dioses”, sangran porque ligadas al cuerpo no son ya cosas sino los
restos de algún sueño.
En Mis hijas del otro lado de la pared o Mi hija se viste y sale, ellas, las vírgenes,
jóvenes y despreocupadas derraman todas las posibilidades de lo que él maduro y
pensativo no ha sido. La juventud, la “fría unidad de la noche, la distancia azul o la
sombra” son el exceso de lo que él no es y la eminencia de que su vida podría ser otra.
Siendo, sin embargo, lo que él como un artesano amoroso tejió en el centro de las
cosas, pero mientras tejió, se enredó y desovilló el ser en su cuerpo. Una poesía objetiva es

31
La filosofía en Oriente. Editorial Sudamericana. P, 90
también la obsesión por la coincidencia de ese ser con la posibilidad primera que propulsó
lo que hay. Una poesía que sea sin poder ser otra, “que retroceda el mundo hasta el
silencio”. Como una metafísica de lo imaginario, como una metafísica de lo posible, la
fenomenología giannuzziana perdura en la substancia de la materia, sujeto – poesía –
objeto son en ella una misma cosa.
Unidas por un secreto latente y desbaratadas paradójicamente por la vida misma,
porque en ella, en lo cotidiano, lo absoluto esta librado al tiempo, al desorden del que no
prevé en el futuro la forma exacta de su cuerpo y por lo tanto tampoco la del mundo. Ser
joven y hacer tintinear las pulseras es un acto despreocupado, sin especulaciones, sin
cuidados, pero que sin embargo aguarda todas las posibilidades, quizás las mismas que
para él se han cerrado.
Ser un intelectual, es en este sentido, cierto sacrificio a vivir el presente, es
interpretar, es anotar y dibujar desgastando la vida, el desafío de una poesía objetiva es
mantener la vida y para eso hay que “estar más cerca de la materia que de las ideas”.
En el último fragmento de Evasiones – dice:

“Y me dormí y soñé
Con aposentos vivos de cristal y oro
Donde todo era victoria interminable,
Mientras el mundo abierto
Abandonaba su oficio y no me justificaba
Y una lluvia oscura que cae todavía
Borró la calle y las
Reales dimensiones de la gente.”

Aparece mientras duerme “la substancia recuperable de los sueños”. Él íntimamente


deshecho transfigurado en lo indescriptible, entre el oro y el cristal, se presenta en el sueño
como un no nacido. Como en los principios de la alquimia están mezclados el ser con la
materia prima del mundo, lo mezclado, lo indiferenciado, lo que aún no tiene forma, lo que
aún no ha sido nombrado, lo que permanece en las sombras anterior al último círculo
teofánico, es lo abierto del mundo. Aunque ese momento de descubrimiento no redime la
muerte en su cuerpo y después como un espía de lo prohibido el poeta regresa al poema, es
decir a las cosas.
Estos momentos del sueño, como el amor construyen el horizonte de lo
incuestionable, donde su cabeza reposa, donde sus ojos cansados pueden cerrarse
tranquilos, librarse “de la presión del mundo visible que derrama un significado.”
Entre la intimidad resguardada y el afuera exhausto se extiende un paisaje infinito y
entre la “cinta azul” y los “desperdicios mojados” se encuentra el límite del mundo.
Representación Natural es ese intento por describir una cosmogonía mínima:

“Una gota de lluvia sobre una hoja de álamo;


Ojo lúcido en una carne accidental y aérea:
Dos sucesos individuales
Que adhirió la poesía de lo fortuito
Para integrarse a un cuerpo de temblorosa inteligencia
Bajo un fresco apresuramiento de aire.”

Ese mundo casi transparente se presenta como una visión poética que reúne lo visto
con lo dicho, nombrar no se parece en nada a la elucubración de proposiciones verdaderas,
nombrar poéticamente es alumbrar con las palabras ese punto del paisaje infinito donde las
miradas se detienen: la mirada de él señala, contornea el aquí, la mirada de ella sostiene el
aquí. El amor señala el punto exacto donde se desarrolla su vida, “ella miró profundamente
para fijar la imagen, despojarla de sombras y próximas mudanzas”. El espejo, esa sustancia
refleja e inaudita que muestra el mundo dos veces, acecha sin ella, la humedad de la calle se
convierte en una resbaladiza plataforma de la nada, pero otros ojos, otro mirar, otro cuerpo
que se desliza por las rendijas de las cosas entre el reflejo de los espejos y los charcos
grasientos del asfalto están, mientras esperan que su voz los nombre.
Sobre el concepto de hiedra
(Prolegómenos)*
Yves Bonnefoy

¿El espíritu no es más que el dominio del concepto? Pareciera que esta pregunta
decididamente tiene una respuesta.
Hegel y Kierkegaard se consideran adversarios. El primero administra el imperio.
Pero Kierkegaard sólo ataca el espíritu del sistema. La paradoja no es la muerte, sino tan
sólo la pasión del concepto; y el deseo del ser no se expresa y no cobra consistencia más
que en su lenguaje.
Así, los filósofos más diversos asumirían un rostro común. Pero la referencia al
concepto es la razón de una impotencia bastante general. Esa universalidad en la que se
pretende subsumir el objeto pensado, esa abstracción son el pecado del espíritu.
¿Qué encantamiento me impide acceder a la materia de ser libre de otro modo que
no esté dentro del concepto de libertad? No enjuicio los empleos indigentes del
pensamiento conceptual. En el hecho mismo de nombrar la libertad, y por más intenso que
sea el sentimiento de lo que ella trasciende, de lo que ella niega, está el vicio fatal por el
que pasa del plano del ser al plano de la deducción.
Tales insuficiencias permanecen ocultas. No hay que esperar que el ser conceptual
evalúe su nada. La paradoja denuncia unas fallas, pero disimula su amplitud bajo el frenesí
de su consumación. Nuestro pensamiento, al no explorar su propia extensión sino desde el
interior, tiende a creerse falto de indicios para el espacio espiritual entero.

*
Publicado en la revista Troisième Convoi, Nº 3, junio de 1951, reeditado en el libro Traité du pianiste et
autres écrits anciens, Mercure de France, París, 2008.
Sin embargo, algunos rechazan las coacciones conceptuales. Si lo hacen en el
mismo ejercicio del concepto, sabiendo que se pierden en sus caminos divergentes y
saltando fuera de él, lo que logran no es más que la ruina de todo pensamiento. Sobrepasan
el concepto. Pero esa trascendencia es la inmovilidad de la muerte, Harar espiritual. El
simple nombre de Rimbaud se vincula con ese otro momento de la alternativa moderna.
Porque el pensamiento de la ruina sólo se deja entrever en estado naciente. Ama el
renunciamiento y en seguida alcanza el silencio.
Hay otro silencio. Sin duda podemos creer que el poder conceptual deja intacta la
libertad mística. Pero en la medida en que los partidarios de esta última recurren al habla,
en esa refracción la traicionan por el concepto. No obstante, no hay pensamiento más que
en simbiosis con el lenguaje. La más rica experiencia, si permanece muda, no puede aspirar
a ese nombre.
A pesar de la clarividencia de Rimbaud, de las intuiciones de Plotino, el concepto ha
reconquistado todo aquello que no es silencio.

II

Sólo nuevos conceptos expresan actualmente el deseo de un nuevo estado espiritual.


El proceso filosófico va del concepto de Aufhebung al concepto de angustia, al concepto de
ser-para-la-muerte. Nada revela la búsqueda de cimientos más radicales. Sin embargo, hay
que concebir que el concepto mismo pueda ser revocado. Exigir que el pensamiento refiera
que da un salto, fuera de sí, y lejos de sí.
El enunciado de tal intención formula el problema más general: ¿cómo alcanzar
desde un pensamiento dado (matizando incluso la noción de pensamiento) un pensamiento
heterogéneo? Ante la ausencia de cualquier indicio, ¿cómo fundar lo otro sin entregarse a la
ilusión?
En la medida en que sólo es teórico, este problema no puede ser resuelto. Lleva en sí
el vicio de pertenecer íntegramente al pensamiento conceptual, al que alude la noción
misma de problema. Y el concepto bien puede imaginar su nada. Pero no tiene la virtud de
deducirla. Mediante sus tratamientos, apenas podemos cambiar de axiomática.
De modo que el problema de un pensamiento nuevo debe borrarse en mi decisión de
buscarlo. Postulo así que el concepto no es la totalidad del espíritu. Sólo un fondo ajeno al
concepto hace posible que se lo trascienda.

Resulta obvio que mi proyecto no consiste en conjugar los pensamientos actuales


del concepto y de la ruina. La noción misma de síntesis pertenece al primero.
Y si morimos en lo relativo, nacemos en lo absoluto. Pensarse como síntesis sólo es
un acto de retorno a uno mismo. Cuando no se trata sino de alejarse.

III

El pensamiento conceptual no deja de tener anomalías. Su designio es oponerles a


las instancias de lo real la argumentación de su propio verbo. Pero si bien la mayoría de los
conceptos se prestan en general a esa sintaxis, algunos otros sólo le conceden su forma, y se
disgregan sin cesar en cuanto al fondo.
No es la aporía lo que arruina el pensamiento. Como indicadora de lo que sigue
siendo rebelde, pliega sin embargo esa trascendencia a los esquemas de la contradicción.
Cuando Tertuliano supone que pasa más allá del concepto, el credibile est quia incredibile
sigue siendo una victoria de éste, si es cierto que el ser no puede ofrecerse de otro modo
que desafiando las lógicas y como en posición secundaria detrás de ellas.
Pero hay conceptos vacíos. La aporía manifiesta su ambición, éstos denuncian su
impotencia. La aporía da a entender que la aparición del ser será conceptual o no será. Esos
conceptos revelan que hay algo más que el concepto, y que éste no deja de traicionar
aquello que pretende expresar.
Cuando se esfuerza por acopiar la totalidad dentro del concepto, cuando deja de lado
así la acción y la pasión, sabemos que, para Kierkegaard, Hegel es abstracto. Kierkegaard
pretende que lo inmediato, lo contingente sea el fundamento de una especulación concreta.
Pero en la medida en que ésta sigue siendo conceptual, es justo que un hegeliano la tilde a
su vez de abstracción. Porque no encarna sino un momento. A la objeción de que lo único
concreto es lo cercano, Hegel bien puede responder que no hay nada concreto excepto el
todo.
Ese debate comprueba la incapacidad de un concepto. La función del concepto es
articular los aspectos de lo real, conservar su diversidad en la reproducción de sus
estructuras. Pero Kierkegaard y Hegel establecen que la noción de lo concreto no tiene otra
eficacia que en la hipóstasis de un momento de lo real que tiene a su cargo traducir.
Sabemos también que el concepto no se presta a los usos privados. Su referencia a
lo general es absoluta, a tal punto que sigue siendo forzosa incluso para aquellos que se
deshacen de él en la derrota del espíritu. Porque la noche anula las diferencias, funda una
nueva generalidad en el sentido cósmico del término.
Por definición, el concepto es ciego ante mi diferencia. Lo cual les parece de
mediocre importancia a quienes atribuyen a esa concepción ética que mi diferencia no es
más que mi orgullo. Pero si mi diferencia es mi ser (y así es, salvo que reduzcamos el ser a
la forma inmóvil de la especie), entonces el conocimiento finalmente renuncia a éste.
Tal es el estatuto irrisorio que regirá la libertad espiritual. El ser estará en mí, pero
no podré captarlo. Mediante todo aquello en mí que no sea inteligencia, participaré en los
secretos, en la luz oculta. Sí, como cosa en bruto, estaré de acuerdo, comprenderé las
gravitaciones ontológicas. Pero de tan cerca que me estremezco, y sin embargo por mi
pensamiento me escaparé, siempre.

Sin duda, esa sensación de pérdida incesante de uno mismo respalda a los
partidarios de la ruina. Sin alcanzar la luz sepultada del ser, al menos éstos saben que
estamos en la oscuridad. Mediante sus negaciones, liberan esa noche del no-saber, noche
perfecta puesto que no hay en ella un espíritu que piense su presencia en la noche.
En el momento en que deja de ser, se le concede así al espíritu una realidad, se le
ofrece. Dicha realidad es embriagadora, y lo que sigue vivo en el hombre después de la
muerte del espíritu puede complacerse en ella, aun cuando ya no tenga más que el recuerdo
de su brillo.
IV

Sin embargo, retomo el proyecto de una razón nueva. La seducción de la noche es


grande. Pero la noche del no-saber no es la verdadera noche física, ni da acceso a ella. No
apaga el deseo de las estancias profundas del ser.
Descartaré en principio toda pregunta. Porque con respecto a la tarea emprendida,
toda pregunta encierra una trampa. Las preguntas del concepto no tienen respuesta sino en
él. Dicha respuesta sometería el pensamiento nuevo a la disciplina del antiguo.
No puedo por lo tanto definir cuáles serían las ambiciones, las virtudes de la razón
que busco. Y no puedo señalar nada que atestigüe en su favor. ¿Diré acaso que su ambición
es la coherencia? Resaltaría así los rasgos de la coherencia hegeliana a expensas de
cualquier operación futura. ¿Diré acaso que tal ambición es la lucidez (coherencia y lucidez
son complementarias)? Desaparecería con esa frase casi ética frente a la lucidez actual de
los partidarios de la ruina.
El pensamiento que hay que constituir no puede jactarse de ninguna virtud, porque
ninguna virtud está disponible. Lo propio de un pensamiento en acto es sumar en su
beneficio las virtudes concebibles. Las del nuevo pensamiento serán también nuevas, en un
nuevo horizonte.

Si el pensamiento nuevo no tiene ninguna virtud concebible, tendría al menos una


posibilidad. Esa posibilidad es el canal oscuro que habrá que atravesar para alcanzarlo.
Habrá oscuridad, ausencia de indicaciones, frío espiritual hasta en las más
esenciales operaciones –por lo tanto, desarreglo. La poesía también es desarreglo en su ser.
El poeta es aquel al que no le sirve ningún proyecto, ninguna experiencia: está despojado
frente a toda frase. Porque pertenece a la dignidad del silencio poético que borre el mundo.
Y pertenece a la dignidad de la frase nueva que reinvente su sentido.
Ese desarreglo siempre intenso aunque superado sigue caracterizando únicamente a
la poesía. Hegel dispone de un aparato deductivo, y en su universo la implicación lógica es
el único modo de pasar. Las discontinuidades de Kierkegaard son más reales en su vida que
en su especulación. Y el Concepto de angustia fue escrito para huir de la angustia. En
cuanto a Rimbaud en Harar, se estanca.
Puesto que no se puede encontrar sino en el momento de perderse, y con la
desaparición de toda ruta, el desarreglo es una posibilidad. Ninguna inteligencia clásica lo
conoce todavía. Conviene amplificarlo a las dimensiones de un método. Sólo en él puede
realizarse la ordalía que el pensamiento arruinado impone. Porque no se pueden superar las
negaciones sino es cargando con el peso de su oscuridad, aumentándola. El desarreglo será
esa oscuridad, ordalía inmanente donde probar su fuerza y probar su verdad.

Por poco definible que sea mediante el pensamiento al que anula, todo pensamiento
por venir no deja de ser su cautivo. Sé bien que contiene en su estatuto la ignorancia de las
normas antiguas. Pero el pensamiento tradicional no le opone solamente su lógica. Está
emplazado en el espíritu y forma una barrera.
Más de una veleidad de renovación debió fracasar ante la ausencia de problemas.
Para un pensamiento que pretende ser verdaderamente nuevo, no hay problemas posibles.
Las preguntas de las cuales hubiese podido nacer, al ser anteriores, se enuncian
conceptualmente. Son pues resueltas por el concepto. En la medida en que un problema es
percibido, no podemos decir en efecto que rechaza al pensamiento que lo advierte. Éste
puede fracasar en aclararlo, pero nada impide que haga de su misma impotencia su resorte
funcional. Tal como el fracaso de Tertuliano, de Kierkegaard ante la fe.
Conceptualismo no es racionalismo. No significa pereza, fatuidad, ceguera. Modo
de ser orgulloso y paciente, a menudo agresivo, siempre suave, brinda su cuerpo sin
cambiar su naturaleza a las intuiciones más diversas.
Un área del lenguaje le pertenece. Que vicia mi propuesta.
¿Acaso puedo construir, en el campo del concepto donde todavía estoy situado, una
imagen del pensamiento nuevo, en el sentido en que la geometría euclidiana restituye una
imagen precisa de lo hiperbólico con la esfera?
No dudo que se pueda dibujar, como en hueco dentro del lenguaje conceptual, el
esquema de aquello que éste no es. Pero esa nada del concepto debe ser más que una
virtualidad. ¿Habrá que transformar las palabras, o disolver en ellas el concepto? Para
pensar fuera del concepto, ¿habrá que rechazar todas las palabras que éste ha
comprometido?
Felizmente, tales preguntas no tienen ninguna necesidad de respuesta. Ningún
problema puede favorecer la metamorfosis, nada tampoco podrá impedirla. La verdad
conceptual no es más que un estado de hecho.
Es refutado en un salto, donde las preguntas en suspenso se transforman bajo los
colores de un nuevo día.

Traducción de Silvio Mattoni


Poemas
Notaciones sobre el horizonte*
Yves Bonnefoy

Hablemos del horizonte, amigos míos, ¿de qué otra cosa podemos
hablar si no?

Siempre hablamos de él, o más bien en él. Cuando hacemos planes,


cuando nos amamos.

Cuando nos amamos, porque amar un ser, un camino, una obra, es


ver que esa línea allá, tan lejana hacia adelante, esa línea toda luz,
está lo mismo aquí incluso para atravesarlos y volverlos a
atravesar, como el mar en la playa viene y vuelve a venir sobre la
arena, levantándose luego, dejando aplacar el alga inquieta, la vida
oscura.

Línea de allá y línea de acá, cada una para arrojar la espuma del
inconsciente bajo nuestros pasos: frase que relumbra por deslizarse
en la cresta de esa ola que se infla como una noche, y se derrumba
luego y luego se alza de nuevo.

*
Del libro La longue chaine de l’ancre, Éditions de Minuit, 2008.
Tomo este camino, estrecho, que se hunde entre dos pequeñas
lomas, los árboles lo envuelven también, se apretujan a mi
alrededor, me siento feliz de saberlo familiar, con esas mil vidas de
su profundidad que se habituaron a mí.
Pero más bajo que los piares, los bufidos, los vuelos, este sonido
ligero pero ininterrumpido que escucho, es el “allá” de las colinas
del horizonte que, aunque invisible, me acompaña. Y retiene este
instante presente, este instante de aquí, en sus manos que entreveo,
azules u ocre rojizo, en una desgarradura de los pinos y los robles
pequeños.

Con el cielo por encima de aquí, para recordarme que el cielo es


igualmente de allá, que puede ver por debajo de la línea donde,
para nosotros aquí, lo que es ha dejado de ser visible.

Y el color, entre nosotros, como ese secreto que así es el suyo.

Y el grito de ese pájaro que vuelve, que es un llamado. Sin duda


viene de ese otro mundo, trae de nuevo el oro, alguna brizna a lo
más profundo de su nido que no vemos.
Y luz del horizonte esta agua que tarda en evaporarse, sabe Dios
por qué, en los charcos bajo nuestros pies.

¿Dios? Es decir el chaparrón que ha elegido caer aquí. Él, que


pudo caer un poco más lejos sobre aquel bosquecito: en eso el azar,
en eso divino.
Quien pensó el horizonte no tiene dios: esas lejanías le bastan, se
escurren de lo bajo del cielo como un agua sobre los signos que
traza aquel niñito en la arena.

Y esa agua de repente se infla, la ola borra los signos, es el fin de


la siesta, el niño sube del ruido de fondo del mar de nuevo entre las
voces y grandes cuerpos desnudos.

Horizonte como esta piedra que retiro del cieno, que tiene en sus
huecos el olor de la sal.

Horizonte en la palabra que veo brillar bajo los otros, cuando el


inconsciente con su marea baja viene a lavar con agua clara las
frases que dispuse para ver, justo en su límite. Algas levantadas
que vuelven a caer, palabras que se deshacen pero que llevan en su
superficie, un instante, la bruma de sal de un agua que es tal vez el
cielo.

Las palabras no ofrecen su sentido pleno sino cuando es “allá”, en


un horizonte, donde contemplamos lo que dicen. Aquí vemos
demasiado en detalle, el pensamiento se aloja en aspectos
demasiado numerosos, se despliega allí en demasiadas fórmulas: y
todo está librado al deseo de poseer, de comprender. Allá el todo
prima sobre las partes, las cosas se vuelven seres.
Como Proust cuando ve bajo el cielo “los campanarios de
Martinville”. Y ya es toda su existencia por venir la que queda
afectada. Es con la memoria de esos seres del horizonte como va a
mirar otros que no son sino de aquí: buscando ese oro, su presencia
a lo lejos, en el vasto crisol nuevo.

El azul de las lejanías en las palabras también, como el sentido


soñado en la cosa dicha.
Creo que le debo casi todo a los horizontes de mis primeros años.
Horizontes sea lejanos o próximos, sea abiertos, bajo grandes
nubes, o retirados hacia el meandro del río de aguas oscuras.

Y con mi deuda más grande —esa palabra, porque sé que será


preciso restituir, al mundo del último día, lo que nos dan fuego y
agua, cielo y tierra— para con un lugar tan cercano a mí que
hubiera podido decidir, si yo hubiera sido otro, que era el aquí, el
aquí mismo. Pues era la cima de una colina baja, a tan sólo una
hora de marcha: donde cierto árbol grande, a contra luz bajo el
cielo, estaba lo suficientemente distante para significarse absoluto
y sin embargo cercano para parecer un punto de este mundo. Que
lleguemos a su pie, en el calor de la siesta declinante, y no sería
demasiado tarde para descubrir bajo sus grandes ramas el valle
hasta ese momento desconocido y la casa familiar.

¡Es tan fácil ponerse a soñar mal cuando el horizonte está


demasiado lejos! O cuando está totalmente bajo, entre los
matorrales de una vasta llanura o, peor, cuando a poca distancia
enmaraña colinas poco elevadas donde juegan sombras y rayos de
luz con un campo de color vivo aquí o allá. ¡Tan otros como los
nuestros son su brillo, sus charcos, sus restos de noche
incomprensibles en lo que parece sus fallas! Uno puede imaginar
que no es una línea sino un país, con un poco de éste de este lado,
de nuestro lado, y un poco del otro. País en que las cosas, los
habitantes, que uno divisa con prismáticos, están, evidentemente,
ocupados en una vida muy de ellos, una vida ni de aquí ni de otra
parte, ni del mundo conocido ni de los mundos de lo desconocido.
¿Quiénes son esos seres? Nuestros caminos no llevan más hasta
ellos. Y sus caminos no van mucho más lejos, del otro lado, donde
está nuestro país de aquí, que probablemente encontraríamos a
medida si fuéramos para allá, atravesando sin verlo el espacio
donde se sitúa el otro país.

¡El país del horizonte! Esas caravanas que caminan entre nuestra
tierra y otra tierra. Esas fugas hacia Egipto, en nuestros
prismáticos, que pasan hacia al otro lado de una duna para
reaparecer más lejos. Esa insuficiencia desesperante de los
prismáticos. Apenas un punto luminoso los rostros allá. Y uno
puede llegar a creer que no son rostros, ¡tantos rayos emanan de
ellos chocándose con otros! Tal vez máscaras de oro.Tal vez ojos
que se han agrandado en los rostros hasta borrar el dibujo que tal
vez allá reduce éstos a lo que somos nosotros.

Una definición del lenguaje: un aquí que respira y expira el “en


otra parte”, medusa con las dimensiones de un mar que sería el
mundo.
¿La escritura de poesía? La tierra de abajo de nuestros pasos pero
mojada como después de la tormenta, surcada por grandes ruedas
que han pasado, que se han alejado. Tierra rodada con breves
resplandores que ascienden.

Encuentro el charco, me detengo, alzo los ojos del camino, oigo el


balido de un cordero a lo lejos, bajo las nubes ahora inmóviles.

Una barrera rechina, y es casi el brillo de la rosa en sí. Aquella del


jardín prohibido, custodiado por un papagayo de ojos sin luz.

En el relato de Melville, el viajero de quien éste dice que se puso


en camino, de Pittsfield hacia Mont Greylock, fascinado por un
vidrio que a ciertas horas se incendia en su horizonte cotidiano.
Dichosos quienes viven allí, piensa. Y llega a esa casa, empuja la
portilla, entra en la sala, ve en la ventana una muchacha que mira
con gran deseo la casa de él, lejos allá en su otro mundo. ¿Por qué
él vuelve a partir entonces? Por simpatía, por amor. ¿No hace un
gran don, tal vez el don supremo? Ofrece no apagar, en su hogar
ilusorio, esa mínima esperanza de la que entiende que ella es su
único bien en el instante en que renuncia.

Así los pintores humanizan paisajes de los que acaso no


advertimos enseguida por qué nos retienen, para el resto de nuestra
vida.
Y cuando de pronto el allá nos falta porque aquí está la nieve, la
brusca y plena nieve con viento para cambiar de allí la luz, he aquí
que al fin el horizonte está con nosotros, lo tocamos, lo
atravesamos una y otra vez a ciegas, bebemos el aire fresco,
felicidad de la nieve.

Horizonte, una palabra que sin embargo no me gusta, querría otra.


Una palabra que, de su reborde escarpado, tendiera la mano a
nuestra habla para que salte hacia ella en lo invisible.
Una que favoreciera entre nosotros al pintor de paisaje,
asegurándole el porvenir que la tierra necesita y que espera y que
morirá quizá de ver romperse un día, la copa que ha rodado junto a
ella.

Traducción de Arturo Carrera


Sonetos
Étienne de la Boétie

El nombre de Étienne de la Boétie (1530-1563) ya era pronunciado con admiración


antes de que conociera a Michel de Montaigne. Un panfleto que había escrito cuando tenía
18 años precedió y propició su encuentro con el futuro autor de los Ensayos. Ese texto
juvenil ha llegado hasta el presente arrastrado por distintas corrientes subterráneas de
pensamientos radicales. Se titula Discurso de la servidumbre voluntaria. En unas pocas
páginas saturadas de retórica idealista, La Boétie se las ingenia para demostrar que una
cabeza humana no es el sitio más adecuado para apoyar una corona. Se han escrito miles de
palabras tratando de explicar los motivos personales e históricos por los que en su ensayo
“De la amistad” Montaigne prefirió citar sólo de pasada el polémico discurso y publicar en
cambio veintinueve sonetos de su amigo.
En la dedicatoria a la señora de Grammont, Condesa de Guissen, Montaigne se
permite combinar la infidencia con la crítica literaria. Compara los Vers François, que
previamente le había dedicado al señor de Foix, con los Ving Neuf Sonnetz y afirma: “éstos
tienen un no sé qué de más vivo y ardiente, ya que los hizo en la flor de su juventud, y
animado por un bello y noble ardor, del que os hablaré, señora, algún día al oído. Los otros
fueron compuestos más tarde y, como era después de casarse, en honor de su mujer; y
dejaban ya adivinar no sé qué frialdad marital”. No pude encontrar ni un solo soneto de La
Boétie que confirmara esta variante poética de la disputa entre solteros y casados.
A cinco siglos de aquella amistad perfecta (pero la historia nunca es definitiva), La
Boétie se ha convertido en un autor ineludible de la teoría política y su obra poética quedó
relegada a un segundo plano. Si bien se lo cita en los manuales de literatura del
renacimiento francés, no es un poeta estudiado ni leído como sus contemporáneos Pierre de
Ronsard, Louise Labé, Maurice Sceve o Joachim du Bellay.
Salvo los Vingt Neuf Sonnetz, que en la edición de Cátedra de los Ensayos de
Montaigne son incluidos en un apéndice, no conozco ninguna traducción independiente de
esa obra. Peor suerte en nuestra lengua han corrido los sonetos de Vers françois que
directamente nunca fueron traducidos. No se puede afirmar que La Boétie fuera un gran
poeta, pero la literatura no está hecha sólo de grandes poetas, y pese a la obvia influencia de
Petrarca en sus temas y en su estilo, hay en los sonetos del amigo de Montaigne una
intensidad lírica casi confesional por momentos (como en “Ella está enferma...”) y una
imaginación retórica (como en “En medio del calor de julio...” o en “Amor, el primer
día...”) que justifican una versión en español.
Su obra poética completa en francés (también escribió poemas en latín) se compone
de poco más de cincuenta sonetos. Aquí ofrezco sólo nueve, de los cuales ocho pertenecen
a Vers François y sólo uno a Vingt Neuf Sonnetz (“Alguien dice de mí...”). La ortografía del
francés que escribía La Boetie no se diferencia tanto de la actual como para volver ilegibles
sus versos, aunque es evidente que el sentido de las palabras ha variado con los siglos y
hubiera sido conveniente exponer mis versiones a la lectura de un especialista en la lengua
de la época. Queda como una materia pendiente para el momento en que decida traducir los
sonetos restantes.
Opté por el verso alejandrino porque es el que más se acerca al dodecasílabo francés
que el autor emplea en casi todos sus sonetos32. No lamento haber sacrificado la rima (pese
al tímido intento de “Tengo un libro toscano...”): La Boétie estaba lejos de ser un virtuoso
de la versificación rimada y las infracciones que comete en honor de ese vicio popular por
momentos resultan enternecedoras. Llega a rimar tres veces “sens” en un mismo soneto. Su
fuerza no reside en el artificio sino en la voz que lo atraviesa y se dirige a nosotros para
presentarnos a su esposa Margarita (Margarita du Carle, que era viuda del hermano de
Montaigne, Thomas, con quien tuvo dos hijos) o para hablarnos de su amada enferma por la
que está dispuesto a dar la vida.
C. S.

32
Los poemas fueron extraídos de la página de Internet (http://poesie.webnet.fr/poemes/France), que a su vez
los transcribe de Œuvres complètes, de Etienne de la Boetie, Editions William Blake & Co., 1991
En medio del calor de julio a un sediento
el nombre Margarita le parece una fiesta,
una fiesta que yo aprecio como nadie
porque desde ese día todo el año se alegra.

Ese lúcido nombre, ese nombre dorado,


es el nombre querido que a mi Dama bien nombra,
el nombre que de gloria inviste a la nombrada
y aunque pasen los años vivirá para siempre.

Si el papel y la tinta no fallan en mis manos,


con mis versos su nombre viajará por el mundo.
Quiero que sea escrito en centenas de cartas

y que algún día nuestros nietos, maravillados,


en invierno o en verano, fuera de temporada,
vean que del papel brota una Margarita.
Ella está enferma, Dios, y yo qué puedo hacer,
cómo curarla, cómo consolarla... Ay cielos
me están oyendo, están viendo que sin piedad
el mal consume todo el fuego de su cara.

Si del mundo inferior me la arrebatan, crueles,


si les falta allá arriba en donde son tan ricos,
piensen en mí al menos, por Dios, se lo suplico,
que en su balsa Caronte a los dos nos embarque.

O si es verdad el cuento sobre los dos hermanos


de Helena, que uno al otro en el cielo reemplaza,
¿podrían concederme ese mismo deseo?

Piedad, tengan piedad, tengan piedad de mí,


déjennos, en honor de esta gran amistad,
que yo muera su muerte, que ella viva mi vida.
Amor, el primer día que cedí mis dominios,
no podía saber aún cuánto perdería
y por ser ignorante tampoco imaginaba
que me ataba por siempre a cadenas más fuertes.

Yo pensaba salvarme de vos en cierto modo


si lograba alejarme de ella con mucho esfuerzo
pero siento que nada gano cuando me alejo
pues adónde me aleje conmigo van tus rasgos.

¿Quién no vio alguna vez en el pueblo a un niño


jugar atando un palo en la cola de un perro?
Al sentir cada golpe, desesperado, el perro

gira, ladra, se muerde, y los niños tentados


de risa ven que corre de un lado para el otro
seguido por los golpes que a sí mismo se da.
Niño ciego y enano, inútil para todo,
salvo para lanzar tus flechas traicioneras,
tu máximo placer consiste en desgarrar
los corazones locos de nuestra juventud.

Desnudo y sin pudor, si tu padre te deja,


demuestras que es mejor alejarse de ti,
y que nada retienes más que los corazones
que puedes apropiarte con tu mano ladrona.

Asesino, ladrón, dime, dime sin miedo,


¿a los tuyos les das tan sólo tormentos?
Ya no te evitaré ninguna de mis quejas,

¿qué mal puedes hacerme que yo no haya sufrido?,


si son mis propios males los que de ti me amparan,
pues tanto he padecido que no le temo a nada.
Alguien dice de mí: ¿por qué se queja tanto
y sus mejores años pierde en cosas tan vanas?
¿Por qué sigue llorando si todavía espera?
¿Y si ya nada espera por qué no está contento?

Cuando estoy libre y sano, lo mismo pienso yo;


pero él no tiene toda la razón de su parte,
y su corazón debe de estar muy fatigado
si pena por mi pena y mi mal no comprende.

De un solo tiro Amor cien saetas me clava


y me han aconsejado que es mejor no gritar.
No soy tan vanidoso para agrandar mi mal

a fuerza de palabras: si pueden excusarme,


renuncio a los sonetos y renuncio a mi canto
que el duelo me prohibe, tan sólo aquél me cura.
¡Por favor, cuántos días, por favor, cuántas noches
he vivido alejado del lugar que más quiero!
Es el día vigésimo que la luz se me esconde
pues en sólo veinte días sufrí un siglo de sombras.

No le hago mal a nadie que no sea yo mismo,


si ahora me lamento y si suspiro en vano,
sólo es porque maldigo esa hora en que dejé
a la que dejar no puedo en ninguna parte.

Me da miedo sentir mi piel descolorida


marcada por arrugas que son puros desvelos
Me da miedo sentir que el dolor inhumano

me blanquea el cabello aunque no pase el tiempo.


Todavía soy joven si se cuentan mis años
y no obstante soy viejo si se cuentan mis penas
Yo no puedo creer que de Venus surgiera
un germen como vos. Tu raza es diferente,
criatura despiadada: te concibió Megere
y después una loba tuviste por nodriza.

Ay, monstruito maligno, por tu eterna malicia


estás arrodillado. No existe Dios ni hombre
a quien alguna vez no hayas decepcionado
y sin embargo nadie te castigó jamás.

Oh traidor, insolente, tu pasión sublevada


no fue ni será el origen de todos nuestros males
Sé muy bien que no puedo deshacerme de vos

Si así se dan las cosas, desde hoy acordemos


que mientras viva nada logrará que yo hable
mal de vos ni que vos me trates mal a mí.
Tengo un libro toscano cuyos bordes están
revestidos de oro de una y de otra parte;
afuera luce el oro y adentro luce el arte
del conde Baltasar de la Contisanía.

Adónde vaya, el libro siempre es mi compañía


También es un presente de la bella que parte
a todo lo que ve, a lo que de ella parte,
una parte, un relámpago de su gracia infinita.

Ay libro preferido, mi Píndaro, mi Horacio,


mi Homero, mi Maron te dejan un espacio
y de ser inmortal ya te puedes jactar.

Debes estar seguro de que ella te venera,


¿a quién no agradarás si llegaste a gustar
a la décima musa que es también la primera?

Traducción de Carlos Schilling


Lluvias

Laura Wittner

Laura Wittner nació en Buenos Aires en 1967. Publicó Pintado sobre una jaula (1985), El
pasillo del tren (1996), Los cosacos (1998), Las últimas mudanzas (2001) y La tomadora
de café (2005).
A la noche va a llover

Lo dijeron en la tele;
lo dice el cielo que evidentemente
se va preparando pero sin apuro:
formula nubes blanduzcas
cada vez más opacas
y cada vez más dueñas y señoras:
levan, intentan hacer del cielo un techo,
exhalan ese perfume promisorio
transformador del tono molecular del aire.
Lo publicaron en el diario
con el dibujo de la nube gris
atravesada por el rayo;
sólo queda esperar, disimulando,
como si la certidumbre de la lluvia
no se volcara sobre nuestros actos
renovando del todo su carácter.
Interior

Débil olor a lluvia, y las hojas del árbol que empiezan a moverse.

Deseo inconfesable: que llueva, que no venga nadie.

Refugio en medio de las cortinas de agua,


sabiendo que existen otras cosas, pero que no hay acceso.
Certeza

No tengo idea dónde estoy;


perdí toda referencia. Lo único
que te puedo decir es que el rectángulo
de esta ventana apiña árboles
entre los que distingo una palmera,
una magnolia y varios tipos de coníferas,
y que todos se están balanceando con las ramas hinchadas
mientras emiten un uuuuuuu bastante agudo
incentivado por un espeso viento: lo único
que te puedo decir es que se viene
y que voy a ver llover en algún lado.
Fuerte

En la extremísima quietud del sueño,


como piedras, los durmientes imaginan
que la tormenta lo que hace no es caer:
es galopar hacia delante en frenesí.
Tronarles órdenes a sus caballos
que si no fuera por las riendas
elegirían desbocarse poniendo como excusa
la aterradora iluminación electrizada.
Marzo

Salvo por el alfileteo


de las gotas sobre la tela del paraguas
es completo el silencio.
Nadie sale de
ni entra en estas casas,
nadie hace uso
de su derecho a andar en auto.
Avanzo en el hechizo
con la mirada prudentemente baja
y el gesto neutro
que corresponde
a tan rara ocasión:
haber sido tocada
por la varita de la realidad.
Olvido

La arritmia con que comenzó el goteo


en algún momento de la noche,
la demorada comprensión de lo que era ese sonido;
el hundimiento, entonces, en sueños más remotos:
todo deshecho por este sol de mediodía,
cuya oferta incluye cáscaras de fruta,
carbón de oruga y algunas otras sequedades.
Casa en el bosque

Afuera, restos de agua


cuelgan de las piñas que cuelgan de las ramas.
Varias formas ovales proponiendo desprenderse:
todo baja.
Acá, un silencio excelente. Ráfagas breves
de gotas de último momento sobre techos y vidrios.
La nube, que termina de exprimirse
y manda optimistas latigazos.
Un calor raro, sobreinducido,
para marearnos por la noche,
ahora, con el alerta de las naranjas y el café,
casi nos hace estallar de expectativas.
Coronando actividades mudas,
motores y fluidos que sabrán lo que hacen:
lo hacen, supongo, por nosotros.
De noche de día

Sólo un cauce logró atravesar la persiana


y estamparse en el vidrio, que está sucio
de gotas anteriores, agrisadas, resecas.
Llegó triunfal, rebotó varias veces
y ahora es sendero oblicuo de lunares
acuosos casi sin profundidad,
milímetros de diámetro.
Aquí reventé, y me multipliqué,
dice el chorrito mañanero,
un poco confundido porque siendo las 11
el cielo es negro y no hace más que cernerse
en los sentidos 5 y 8 de la Real Academia.
Llover suave y menudo.
Amenazar de cerca algún mal.
Expreso Córdoba – San Francisco

Luciano Lamberti

Luciano Lamberti nació en San Francisco (Córdoba) en 1978. Publicó Sueños de siesta (2004) y Buceo en

aguas cálidas (2006).

En frente de la habitación donde vive


hay una pareja de recién casados,

con un recién nacido que llora todo el día.

La pediatra les recetó que lo dejaran llorar,

que no lo malacostumbraran. Una vez,

hurgando en la parte alta del ropero,

él encuentra un libro (La educación de nuestros hijos)

que perteneció a su mamá, con la misma idea:

si se lo deja llorar, el chico aprende que llorar es inútil.

Ahora oye a ese bebé desconocido,

debajo del cuarteto y reggaeton que oyen los padres

para tapar el llanto. Y afuera, en el depósito

donde vive, alguien corta unos hierros. Alguien tose,

se aclara la garganta y escupe.

Es un día de junio con viento en la cima.

Y él está en el centro neurálgico de todos los ruidos.

Mirando pasar los autos en el nudo vial.

Comprando boludeces en la gran feria marciana

de la peatonal. Limpiándose los lentes llenos de harina

en el reducido espacio de su pieza.

El esqueleto inservible de una cama.

La mesa cubierta de ceniceros

y saquitos de té. Una montaña


de ropa en una esquina.

Él vive en el fondo de un depósito de gaseosas

y vino Don Ernesto. Todas las tardes

un camión estaciona en la entrada

y dos negros se tiran los cajones del camión

al piso de portland. Él oye las botellas tintineando, golpeándose

una contra otra en los cajones. Oye a los vecinos

conversar en voz baja, de noche, con la luz apagada,

acostados uno al lado del otro.

Y a la otra mañana el padre le dice a la madre

que lave la ropa del bebé. Se lo dice con calma:

Gaby, dice, lavá esa ropa.

Lavá esa ropa, Gabriela.

Lavá esa ropa, Gabriela.

Dale. Dale. Lavá esa ropa, Gabriela.

¿No vas a lavar esa ropa?

Luego se persiguen, el oye los

talones desnudos contra el piso, algo que se cae,

Gabriela llora, luego llora el chico,

y luego ella dice, con calma:

Andate, Alberto.

El otro día, precisamente,


el dueño de una fotocopiadora lo estafó.

Y su lugar de trabajo se había inundado.

Había agua en el piso, agua en las paredes.

Piensa: primero paciencia.

Luego astucia.

Esa señora que escribe poemas para sus nietos,

sola en una casa llena de plantas,

una casa resplandeciente,

una casa con un banco en la vereda y

un esposo chiquito de bigote y dedos amarillos

tomando un Gancia en el patio.

El quisiera ser esa señora.

Lustrar la piedra. Lustrarla

hasta que empiece a emitir su propio calor.

Lustrarla y luego dejarla en la mesa y mirarla brillar.

Su casa está llena de ropa heredada, y cuando

va a tender esa ropa en el patio de portland,

se cruza con el vecino

que es guardia de seguridad en el shopping

y oye la radio Suquía


todo el tonto día.

Vive en Villa Los Chinos y está colgado de la luz.

Una señora en un kiosquito enrejado le vende

garrafas de diez kilos.

Y en la calle hay pilas de basura encendida,

ardiendo sin descanso, con un calor que no se extingue.

Relámpagos para reconocer la ubicación de los objetos.

El interior: metafísica y religión.

Uno toma apuntes en el supermercado,

en rachas de helada vigilia, entre dos estornudos.

Él viviría en la pureza del acontecimiento.

Al borde del accidente. Con sólo tres canales:

el diez, el ocho, el doce, repetidoras de Bs As

para anotar las noticias del interior:

accidentes de tránsito, baldíos infectados,

asesinatos que nos mantienen alerta por un tiempo.

Él lava la ropa en el lavadero

y cuelga la ropa en el tendedero.

Es como ese chico que se mira durante horas


en un espejo de mano, probando caras, gestos inusuales

y usuales.

Él no ha dejado de ser

el que nadaba en una pileta nocturna,

el que afilaba las ramas con un tramontina,

el que jugaba a la guerra entre el sorgo.

Los combatientes toman mate y cicatrizan.

Amigos de viaje envían saludos.

Amigos en el exilio real de su generación.

El está exiliado en su pieza,

con la computadora sobre una mesa robada,

hablándole con los ojos a los muertos.

Enseñando la gauchesca.

Oyendo llorar a los divorciados.

Oyendo la máquina en su cuerpo.

Brilla en él un ascua que se extingue.

Estoy de un salto en mí. Salto hacía mí

desde afuera. Salto afuera del círculo.

Salta lo que soy dentro mío.

Y a veces va de Córdoba a San Francisco,


mirando un thriller en un descompuesto

televisor de colectivo,

con toda la buena gente de campo roncando y tosiendo

en los asientos paranormales del Expreso.

Cuando se levanten,

los asientos conservarán un rato su temperatura.

Éste trabajaba moliendo piedras en una cantera.

Éste se afeitaba en cueros en la vereda de su casa.

Éste fue a la guerra. Éste chiquitito se lo comió.

Esta le puso veneno al café del marido, y el marido

se quedó ciego y se hizo maratonista

con relativo éxito.

El destino es el encuentro del individuo con su clase.

La buena gente de campo sumida

en el ruido de fondo de la historia,

la marcha de sus eyaculaciones,

terminales con mosaicos rojos cubiertos de grasa,

donde un chico tuerto pasa el escobillón.

Él tiene un secreto, como todos en el interior.

Él no quiere salir de su casa. Él quiere volver a mostrar


su pañuelo. Él se promete engordar. Resentirse como una fruta.

Levantar una torre de catolicismo militante.

Quiere escribir la poesía del amor

para la niña a la que a veces una sombra

le come la cara, algo que no pertenece

a esta época, algo imprescindible.

Él está volviendo a su casa.

Él atraviesa el Parque Sarmiento en

domingos familiares.

Él está limpiándose los lentes y soñando

el sueño de la buena gente de campo: una casa

que abraza, un par de chicos deportistas,

macetas, millones de macetas,

macetas en tarros oxidados, macetas verdes y rojas,

macetas en pavas y en conservadoras de telgopor,

llenas de plantas guachas, prehistóricas, mutando.

Tomaría un Gancia en el patio, haría pesas en el patio.

Educaría la mente y el cuerpo con el mismo rigor.

Dejaría que el tiempo pase allá arriba sin escribir

una sola palabra.


Escritos en la cama

Paula Oyarzábal

Paula Oyarzábal nació en Córdoba en 1979. Tiene varios libros de poemas inéditos.
1

El folleto habla de la música


y unos ojazos preguntan
¿Vas a venir? Es una loca
De Mark Ryden que escudriña
mis deseos por el drama

Miro mucho tiempo el jardín cuando llueve,


hasta que veo correr pequeños arroyos
que arrastran bichos de campo hasta la calle
el tiempo parece perfecto

Las palabras no encuentran más que un sonido


que aspira vocablos idénticos y divide
continuamente las aguas. Escribo doce cartas por día
(una cada dos horas). Cuando tus hijos encuentren
en el baúl de la abuela nuestra historia de amor,
ya habremos, por suerte, muerto

Pienso sobre la cama blanda mientras escribo que un gato


se sube a una gata para que maúlle; que una rana croa
más fuerte y que el gallito, es el que pisa más fuerte.
A veces el amor depende de cuán sigilosos seamos
para gozar de ciertos experimentos
5

Crecí sabiendo que si algo no me gustaba la puerta estaba abierta


y que podía irme cuando quisiera, nunca estuvo en discusión.
Sin embargo, cuando recuerdo todas las veces que armé la valija
siento escalofríos, como si en el fondo, despedirse de lo duradero
fuera una imperfección

Opto por resignarme, por entender que no entiendo


los ojos cerrados amor, las flores marchitas: Cinthya la zombi
Paula la loca, Patricia la linda. Ay quién pudiera negar
que estamos cortados por la misma tijera

Después de revisar las cosas privadas de un muerto


y antes de volver a escribir una palabra, no puedo evitar pensar
en las amenazas que sortea el pánico

Cada vez que se ve una luz existe la posibilidad de la aparición de un huevo


que le dé origen al hombre primordial. Ahora
me la paso pensando si mi cruzada es contra el mundo
o contra el hombre primordial

9
En Buenos Aires, a la 1 de la mañana del 19 de febrero,
hacen 24 grados. Me pregunto qué hubieras hecho amor
si hubieras sabido verdaderamente que nos quedaba poco tiempo

10

Salirse del riel sobre una hoja blanca


reconociendo un ritmo sencillo al escribir
sin espacios ni tiempo. Solo rayas, un fondo que resiste
con sigilo la espera de las letras que juegan
a ser una palabra y apenas son renglones
de lápiz negro y silencio.
Callada ¿escribo? Después de todo,
el habla no es más que un accidente y la lengua,
¡ay la lengua!

11

Si no te hablo por mil días


pienso que te castigo.
Me gustaría tener tu sosiego
para castigarte mejor.

12

A ver: ¿Por qué implementa usted


una estrategia de evasión?
Dígame, ¿por qué no se mira
como a una persona?
13

En el mantel el vino
derramado por la mano torpe
y avejentada que lava el mediodía.
Lo que fue neurótico hoy es, equilibrio triste

14

Quisiera encontrar un ritmo para el elástico


en el que se convierte ese llanto que nunca deja de llorar. Y aburre.
Escrita
Viaje en globo y otras prosas breves

Robert Walser

Con respecto a Robert Walser (1878-1956), las intersecciones siempre son


propicias para volver a leerlo, como ocurre ahora cuando, exactamente 22 años
después, El banquete recobra cuatro textos del escritor suizo aparecidos por aquel
entonces en otra revista, Escrita Nº 8. Ambas publicaciones de esta ciudad han
convocado en circunstancias dispares, aunque también cobijadas por una oportuna
coincidencia, al autor de Jakob von Gunten y de los insoslayables tres tomos de
Microgramas que en fecha reciente, tras arduos intentos, se pudieron establecer y
editar.
Desde este breve preámbulo los textos de Walser dibujan un nuevo cauce que no
es acaso muy distinto del que ya supieron esbozar en su momento. Sus páginas, es
cierto, no necesitaron, para llegar hasta el presente, aligerarse, soltar el “lastre” del
tiempo transcurrido, si se quisiera hacer la comparación algo fácil con el título del
relato que preside esta selección.
Desde comienzos del siglo XX no han sido escasos los lectores entusiastas de
Walser. Todos ellos (Musil, Canetti, Thomas Bernhard, Peter Handke, J.R. Wilcock,
Claudio Magris, Massimo Cacciari) proclamaron su admiración a través de una suerte
de común denominador consistente en exaltar sin énfasis la obra escrita por Walser.
Como si a todos les fuera indispensable disimular, o mitigar opiniones demasiado
explícitas o tajantes. Una posición que, valga la reiteración, sin la menor duda
proviene de esa, por así llamarla, tendencia frecuente del propio Walser hacia las
formas de lo trémulo, de lo vacilante, de lo que está a punto de perder una
consistencia erosionada justamente por la fragilidad. La razón de semejante actitud
quizás obedeció –y obedece- a que los escritos de Walser, a menudo calificados de
evanescentes y susceptibles de mezclarse con el aire, alentaron a críticos y escritores
a compartir el criterio de mantener cierta reticencia para formular sus apreciaciones.
Su prosa, observa W.G. Sebald, “tenía la cualidad de disolverse al ser leída”. En un
opúsculo –El paseante solitario– de no más de 80 páginas, el escritor alemán apela,
para referirse al mencionado rasgo, a una oposición con recurrentes manifestaciones
en la cultura occidental. “Un autor, afirma Sebald, tan acosado por las sombras,
esparció por todas partes la luz más amable”.
Si se cita a W. Benjamin, su lectura destacó que la superficialidad de los
personajes walserianos tenía una faceta desgarradora, inhumana. Faceta
complementada, además, por otro aspecto que, respaldando la precariedad señalada
antes, lo devuelve sin embargo a una esfera donde prima el acontecer rutinario,
opaco, irrelevante, de los seres comunes: “el sollozo es la medida del parloteo de
Walser”. Se trata de opiniones muy próximas entre sí, en virtud de lo cual se
encaminan a subrayar ese arte walseriano capaz de renovar a cada instante el
anonimato. “Pasar inadvertido, anota Walser, puede ser muy placentero”. No con el
propósito de corroborar una preferencia, quizás solamente con el de sugerirla, por tal
motivo todas las conductas del escritor, sin premeditación, la reafirman.
Aun cuando no cabe dejar de lado la drástica observación de Elías Caneti: Franz
Kafka no existiría sin Walser, es una pregunta del autor de El castillo la que sitúa en
un plano distinto la elocuente contigüidad que los une.
“¿Acaso –se interroga Kafka acerca de uno de los hermanos Tanner de la novela
homónima– no vagabundea, nadando en la felicidad, para no producir, en resumidas
cuentas, nada?”. La acción de caminar sin rumbo identificada con la de nadar
(indisociable del devenir existencial de Kafka y expresión de dicha superlativa)
constituyen una suerte de síntesis proclive a reproducirse bajo modalidades
antagónicas en la obra de Walser.
Vistos entonces y vistos ahora, los cuatro textos que integran Viaje en globo no
son representativos del discurrir literario de Walser; no lo son y en esa carencia radica
su interés pues de tal modo se puede soslayar la dimensión de un conjunto y en todo
caso examinar sus respectivos avatares. Los dos textos que se refieren al romántico
alemán Clemens Brentano (e implícitamente a su hermana Bettina) guardan una
relación evidente. En el número uno, empleando el recurso del monólogo, Walser
capta esa “necesidad de la confesión”, que Albert Béguin planteó mediante
cuidadosos análisis; borbotones de confidencias hechas de “osadías y temores” ponen
de relieve una escisión entre la realidad y el sueño que nunca terminó de resolver un
poeta cuyo vertiginoso deambular jalonó sus actos. El dos, entretanto, se vale de la
tercera persona e indaga, comentándolos, intrincados aspectos biográficos y
preocupaciones intelectuales. El hilo conductor que une a Viaje en globo y Paseo es
el de esa dromomanía inclaudicable que Walser practicó en su vida para llevar a su
escritura. La voluptuosidad con la que contempla la tierra desde las alturas o al ras del
suelo corresponde a esa mirada, ora benévola, ora distraída, de alguien que no se
abandona a la reflexión, la deja flotar ante sus ojos, anhela que la desorientación
pueda impulsar cada uno de sus pasos.

Antonio Oviedo
Viaje en globo

Los tres personajes, el capitán, un caballero y una muchacha, suben a la navecilla,


las sogas de amarre son desatadas y la extraña casa, como si se acordara en ese instante de
algo, lentamente se eleva en la altura. “¡Buen viaje!”, les grita desde abajo agitando
pañuelos y sombreros la gente reunida. Son las diez de la noche del verano. El capitán saca
un mapa de un bolso y le pide al caballero que haga el favor de leerlo. Se puede leer y
comparar. Toda cosa visible es clara. Reina una claridad casi parduzca. La hermosa noche
de luna parece tomar entre sus brazos invisibles al magnífico globo; el cuerpo redondeado
se eleva dulce y silenciosamente, y apenas se advierten las finas brisas que lo impulsan. El
caballero que estudia el mapa arroja de vez en cuando, según las directivas del guía, un
puñado de lastre al vacío. Hay cinco sacos llenos de arena a bordo y es preciso usarlos con
precaución. Es hermoso ese vacío oscuro, pálido y circular. El intenso fulgor lunar permite
reconocer los ríos. Abajo se ven las casas, tan pequeñas, semejantes a inocentes juguetes.
Los bosques parecen entonar viejas y sombrías melodías, pero es un canto que ante todo
hace soñar a una vieja y noble ciencia. La imagen de la tierra se parece a los trazos de un
gigante dormido, al menos así lo piensa la joven muchacha. Ella deja su encantadora mano
perezosamente apoyada sobre el borde de la navecilla. Debido a un capricho, la cabeza de
su acompañante, el caballero, se halla cubierta con un elegante sombrero de pumas. Dicho
de otro modo, sus ropas son modernas. ¡Qué silencio sobre la tierra! Todo se vuelve
diferente: los hombres solos en las calles de las ciudades, la punta de las iglesias, el criado,
fatigado del largo trabajo diario, atraviesa con pasos lentos el patio de la granja, la
fantasmal vía férrea que cruza al sesgo la larga, blanca y resplandeciente carretera de la
campiña. El dolor humano, conocido y desconocido, parece elevarse con un murmullo. La
soledad de las comarcas perdidas tiene su entonación propia y se cree comprender e incluso
ver ese tono singular y enigmático. Los tres viajeros están maravillosamente deslumbrados
por el curso del Elba y sus matices centelleantes y magníficos. El río nocturno arranca a la
muchacha un débil gemido de nostalgia. ¿En qué puede pensar? Saca una rosa de un ramo
que ha traído y la arroja al brillo del agua. Esta tiene reflejos tristes como sus ojos. Se diría
que la muchacha acaba de arrojar para siempre el doloroso combate de la vida. Es un gran
sufrimiento tener que despedirse de un martirio. ¡Y no tiene voz como todo el mundo! A lo
lejos titilan las luces de una aldea y el capitán, al reconocerla, dice su nombre. ¡El hermoso
vacío atrae! Han quedado atrás innumerables jirones de bosques y campos. Ahora es
medianoche. Ahora, sobre la tierra firme, en alguna parte, merodea un ladrón al acecho de
su presa, hay robo, todos esos hombres abajo, en sus lechos, ese gran sueño dormido por
millones. Toda la tierra está próxima a soñar, un pueblo descansa de sus tormentos. La
muchacha sonríe. Hace calor; uno se creería sentado en una habitación que tiene la
atmósfera del suelo natal, entre la madre, la tía, la hermana, el hermano, o entre los seres
queridos, cerca de la apacible lámpara, leyendo una bella aunque un poco monótona y larga
historia. La muchacha desea adormecerse, pues ahora está un poco cansada de mirar. Los
dos, parados en la navecilla, contemplan silenciosos e imperturbables la noche. Curiosas
llanuras blancas, como lustradas, alternan con los jardines y pequeños desiertos invadidos
de arbustos. Se pueden ver regiones donde jamás nadie ha puesto el pie porque no hay nada
útil para buscar en ellas. En cuanto a la tierra, para nosotros es grande y desconocida,
piensa el caballero del sombrero con plumas. Incluso nuestra propia patria, aquí, desde lo
alto, cuando se mira hacia abajo, nos resulta casi incomprensible. Se muestra cuán
inexplorada y vigorosa es. Cuando despunta el día dos provincias han sido atravesadas.
Abajo, en las ciudades, la vida humana despierta nuevamente. “¿Cómo se llama este
lugar?”, grita el guía asomándose. La voz clara de un joven le responde. Y los tres hombres
siguen mirándose. La muchacha también se ha despertado. Los colores aparecen y las cosas
se hacen más precisas. Se ven lagos con sus contornos dibujados, maravillosamente ocultos
entre bosques se advierten ruinas de antiguas fortalezas erigidas en medio de espesas
frondas; las colinas se levantan con un movimiento casi imperceptible, se ven cisnes
blanquecinos temblando sobre las aguas, las voces de la vida humana se hacen
agradablemente más intensas y se vuela siempre más lejos. Y por fin el espléndido sol
aparece y, atraído por el orgulloso astro, el globo salta a una altura fascinante y vertiginosa.
La muchacha lanza un grito de pavor. Los hombres ríen.
Brentano I

Bretano escribía: Yo y algunos otros de mi especie nos hemos adelantado a esta


época, en la cual damos vueltas como pájaros enjaulados, golpeando nerviosamente las alas
contra los barrotes. Mis rizos negros se burlan de mí. A veces, ellos parecen abrumarse con
su peso, semejantes a planchas de plomo. Navíos acorazados surcan, grandes y silenciosos,
este mar de mis imaginaciones vagabundas, y toda idea guarda un poco de verdad, y cada
sentimiento se consume, este cuarto es sombrío como un pobre corazón estrecho y tímido, y
mis manos son bailarinas embaucadas, desesperadas, inmovilizadas en su agilidad, y las
flores de alto tallo miran con asombro el interior de esta envoltura a la cual me he
habituado a dar el nombre de cuarto. La cortina se agita un poco, como si implorara, como
si sufriera, los ruegos de montañas que parecen embrujadas, y sobre la mesa, la carta de una
joven que ama deambular con ropas de hombre me comunica que su padre le ha comprado
un castillo en el medio de un bosque de robles, donde ella habría ansiado pasearse en la
hierba entre mil hendiduras temblorosas, palpitantes, centelleantes. Ella es, según cree,
maravillosamente esbelta, y espera que yo tenga en mi cabeza una infinidad de juegos, de
chanzas, encerradas allí como objetos encantadores, medio abandonados, adornados de
plumas, prisioneros de su caja, de donde bastará sacarlos uno después de otro. Parece que
su castillo tiene la más extraña disposición, mitad templo, mitad palacio, con numerosos
escondites e igualmente con algo de pabellón de caza en todo eso; por otra parte, está un
poco degradado por el tiempo, pues se parece a una mujer venida a menos, en cierto modo
bella, dócil, encantadora, pero que muestra aún su noble origen infinitamente claro,
bienhechora para cada alma.
Pero mientras recorro esta carta escrita por una dama que no me ama sino que
solamente ve en mí a un agradable conversador con quien se le ha metido en la cabeza
pasar el rato, he aquí que surge morbosamente ante mí, negra y oro, la idea manchada de
tristeza de este heliotropo púrpura, fuego amarillo, que es como llamo a cierta mujer de la
burguesía que he creído poder poner en el cielo la noche que entré a su habitación, la
levanté de su lecho y la llevé en mi brazo moreno; y que ahora, sea dicho con timidez, se
encuentra en un apuro, lo mismo que yo a causa de ella. Ella me tomaba por alguien fuerte,
por la seguridad misma, la más cálida y servicial, cuando, en realidad, cada tanto, los
accesos de depresión vagan a mi alrededor como si hubiera necesitado cotidianamente y
muy temprano volver a la escuela; cuando surge una prisa demasiado urgente por marchar
muy profundamente en el tiempo y en la vida, me entrego al deseo de recomenzar mi
existencia de un modo a la vez extraño y muy sencillo. Demuestro por momentos cierta
incapacidad para tomar la vida en serio, porque a mi juicio (una serena religión se ha
afianzado en mí) ella es sólo un niño de una torpeza deliciosa acostado entre el juego y la
caricia de la verde hierba, protegido por el cuidado materno. Unas suaves lenguas de fuego
buscan escaparse de mí, ejercer sobre mí su dominio, y me siento pariente de la golondrina
o del copo de nieve: es entonces que la responsabilidad completa, con todos sus detalles, se
alza ante mí.
Bettina se me parece; pero ella tiene la ventaja de ser una joven y de poder, planta
trepadora, enlazarse a los hombres justos e inteligentes, mientras que el hombre que hay en
mí se rebela contra el fondo de mi ser, del cual no es bueno, evidentemente, hablar. Soy un
dulce y colérico instrumento, hablo y en todas mis palabras se despliega una estepa de
mutismo, luego me callo y en ti eso se prolonga como el llamado de una voz potente. Amo
y no amo el mundo. Si estuviera en mi poder, todos los caminos del campo serían cubiertos
de alfombras y la menor palabra escapándose de unos labios sería una caricia amorosa. Mis
bellas y finas manos están enamoradas de mí, como las exaltadas que se hacen una muy
dulce idea del objeto de su veneración. Me sirven para escribir poemas, para empuñar el
picaporte de las puertas, para tirar la cuerda de las campanas, para lavarme y peinarme, y
también para apretar la mano de la gente, pues así lo quiere la costumbre. Si me paseo de
noche por el campo, las ramas enmarañadas que cuelgan me azotan el rostro con sus
múltiples brazos. Los frívolos me tienen por frívolo, los severos por severo, pero en todas
partes no sé otra cosa que aliviar a los melancólicos y hacer que los felices pierdan la
cabeza. Los que sufren conocen la alegría de mi presencia; los que han pecado, por mí se
convierten en inocentes y alrededor de éstos se deslizan las serpientes de la conciencia
culpable; mato algo en los que están vivos, la música y el brebaje de mi solicitud dan
fuerzas a los débiles; sólo con soñar que yo existo los flojos se sienten valerosos, los de
cuerpo sano se ponen a reflexionar ante mi rostro colmado de dudas; los caminos que
atraviesan las bellezas y las ignominias, las claridades y las oscuridades, las libertades y los
cautiverios de la vida palidecen a mis ojos para luego abrazarse de contento; allá se
levantan las casas y en las ciudades se siente con cuánto vigor aspiran los hombres al amor,
cuán difícil fue el ayer y cuánto lo es aún el hoy. Hay imposibilidades tenaces y dúctiles
que jamás ceden. Los andrajos están aferrados a las posibilidades como a los mendigos. No
obstante uno ama verlos.
Tengo la impresión de haberme tomado demasiado rápido, de no haberme dado muy
a menudo la ocasión de usar las cosas adquiridas. En cuanto a la cultura, me es preciso
confesar que, según creo, ella merece ser utilizada. El reloj hace tic-tac. El pequeño jardín
es como un hombre en el cual uno piensa. Las voces se hacen oír. Que haga frío o calor,
noche o día, siempre los hombres se agitan, excepto en el sueño; y en éste ellos aún
respiran. Mañana a la tarde debo leer versos en un salón; me será necesario ser todavía
dueño de mi inquietud, dar vida a un hábito; en los pasajes desgarradores se sonreirá y en
los de alegría exuberante se juzgará adecuado poner un poco de mala cara.
Brentano II

No veía ningún porvenir ante él y el pasado, a pesar de los esfuerzos por encontrarle
un sentido, se parecía a una cosa incomprensible. Las justificaciones se pulverizaban, el
sentimiento de la voluptuosidad tendía cada vez más a desaparecer. Viaje, paseos,
antiguamente motivos de una alegría misteriosa, se habían convertido en algo extrañamente
desagradable; temía dar un paso, temblaba frente a la idea de cambiar de residencia como
ante algo pavoroso. No se sentía ni honestamente apátidra ni sincera y naturalmente en su
casa en ningún lugar de la tierra. Habría querido tanto ser organista o lisiado o pordiosero
para tener la ocasión de implorar la piedad y la limosna de los hombres; pero deseaba, aún
más ardientemente, morir. No estaba muerto y sin embargo parecía apagado, tampoco
estaba en la miseria y sin embargo parecía un mendigo, pero no mendigaba; se vestía aún
con elegancia, realizaba todavía, como una máquina aburrida, sus reverencias y hacía frases
que lo indignaban y espantaban. Como su vida le parecía dolorosa, cuán mentirosa le
parecía también su alma, cuán muerto su miserable cuerpo, cuán extranjero el mundo, cuán
vacías las agitaciones, los objetos y los acontecimientos que lo rodeaban. Hubiera querido
arrojarse a un precipicio, escalar una montaña de vidrio, someterse a la tortura, con
voluptuosidad se habría dejado quemar vivo como un herético. La naturaleza tenía el
aspecto de una exposición de pintura cuyas superficies atravesaría, errante, con los ojos
cerrados sin que nadie lo incitara a abrirlos, pues sus ojos, desde hacía mucho tiempo,
penetraban todo. Tenía la sensación de ver a través del cuerpo de los hombres, dentro de sus
lastimosas entrañas, creía escucharlos pensar e instruirse, verlos cometer errores y tonterías,
poder oler su fragilidad, su necedad, su cobardía, su infidelidad, y se tomaba a sí mismo a
fin de cuentas por el más frágil, libidinoso e infiel que hubiera sobre la tierra; también
hubiera querido lanzar un grito, pedir socorro, caer de rodillas y llorar ruidosamente,
sollozar durante días o semanas. Pero no era capaz, estaba vacío, endurecido, helado, la
dureza que lo cubría le daba escalofríos. ¿Qué había sido de esos desvanecimientos, esos
encantamientos que había experimentado, dónde estaba el amor que lo había dejado
satisfecho, la bondad que había abrazado su ser, el infinito más de confianza en el cual
había creído, el dios que lo había penetrado de éxtasis, la vía que había estrechado, las
delicias y magnificencias que lo habían estrechado, los bosques que había recorrido, la
tierra cubierta de hierba que estaba ante sus ojos, el cielo donde había perdido su mirada?
No lo sabía, tanto como no sabía muchas cosas, ni lo que quería ni lo que debía hacer con
su cuerpo. ¡Oh, su personaje! Hubiera querido desatar lo que aún había de bueno en su ser.
Matar una mitad de su yo a fin de que no perezca la otra, a fin de que no perezca el hombre
y para que Dios no se pierda completamente en él. Todo se le había manifestado muy bello
y al mismo tiempo terrible, agradable, bueno y, sin embargo, desgarrador, y todo era
nocturno y desierto: él mismo era su propio desierto. A menudo, escuchando un sonido,
creía poder recaer a través de una especie de muerte en las ardientes y sensibles certezas
antiguas, en el movedizo, rico y cálido vigor de antaño. Tenía la impresión de estar clavado
en la punta de un iceberg, ¡oh! Terrible, terrible…
Al caminar, vacilaba como un hombre afiebrado o borracho y tenía el sentimiento
de que las cosas iban a desplomarse sobre él. Los jardines, tan soñados como hubieran sido,
se extendían con un aire de tristeza y confusión bajo su mirada y no creía más en ningún
orgullo, en ningún honor, en ningún placer, en ninguna angustia verdadera y auténtica, en
ninguna alegría verdadera y auténtica. La arquitectura del universo era para él un castillo de
naipes hasta ahora sólido y suntuoso: pero basta un soplo, un paso, un ligero movimiento,
un toque para que se derrumbe como delgadas lámparas de papel. ¿No es absurdo y
horrible…?
No osaba permanecer en la sociedad de los hombres por el miedo pánico a que se
pudiera notar hasta qué punto era enfermizo e inconsolable: el solo pensamiento de
confiarse a los amigos le causaba crueles tormentos. Kleist era inaccesible, un pobre ser
feliz y grandioso a quien no se podía sacar ni una palabra. Tenía algo de topo, de un
enterrado vivo. Los otros parecían tan terrible y espantosamente seguros. ¿Y las mujeres?
Brentano sonríe. Una mezcla de sonrisa infantil y diabólica. Hizo un gesto receloso con la
mano, como para resguardarse. Además ¡cómo lo torturaban y mataban sus numerosos
recuerdos! Las tardes llenas de melodías, las mañanas con el azul y el rosado, las ardientes,
excesivas, pesadas, maravillosas horas del mediodía, el invierno que amaba por encima de
todo, el otoño… no pensar más. Todo se dispersa como las hojas otoñales. Que nada
permanezca, que nada tenga valor, que no quede nada.
Una muchacha proveniente de un medio selecto y que tenía un razonamiento tan
claro como bello le zumbó un día estas palabras: “Brentano ¿no tiene un poco de miedo de
proseguir viviendo sin un valor superior, sin un contenido? ¿Cómo es que se llega a casi
querer detestar a un hombre al que se quería honrar, admirar y amar? ¿Cómo un ser de una
sensibilidad tan grande y hermosa puede tener un sentimiento tan pobre? ¿Cómo puede,
entonces, dejarse siempre arrastrar a dispersar sus fuerzas? Recóbrese ¡qué demonios!
Domínese. ¿Dice usted que me ama? ¿Y que yo lo haría feliz, verdadero y sincero? Es
horrible Brentano, pero no puedo creer lo que diga. Es un monstruo, es un hombre
encantador pero un monstruo, debería odiarse usted mismo, y sé que lo hace, que se odia. Si
no, no le dispensaría tantas palabras apasionadas. Se lo ruego, ¡abandóneme!”
Se va y vuelve, desahoga su corazón ante ella, siente en su presencia brotarle algo
maravilloso, siempre vuelve a hablarle de su abandono y de su amor; pero ella permanece
firme, petrificada, le manifiesta que es su amiga, pero que es necesario no pasar de ahí, que
ella no podrá ni querrá ni osará jamás ser su mujer, y le pide dejar de esperar que eso ocurra
nunca. Desespera. Pero ella no cree en la profundidad y la veracidad de su desesperación.
Una tarde ella le ruega, ante una numerosa asistencia de personas distinguidas, recitar
algunos de sus bellos poemas, él lo hace y obtiene un gran éxito. Cada uno se declara
embelesado por la melodía y la desbordante vida de esas poesías.
Transcurren uno o dos años. No quiere vivir más y decide quitarse esta vida que le
molesta. Se traslada al lugar donde sabe que hallará una profunda caverna. Desde luego,
tiembla ante la idea de descender, pero recuerda con una especie de éxtasis que no tiene
nada que esperar, que no posee nada, tampoco incluso la envidia de poseer algo, traspone la
enorme y sombría entrada, se hunde, marcha tras marcha, cada vez más profundamente,
desde el primer paso le parece que camina ya desde hace varios días, y finalmente llega
abajo, muy abajo, al panteón silencioso, glacial, oculto en las profundidades. Aquí brilla
una lámpara y Brentano toca a una puerta. Aquí es necesario tener paciencia, mucho,
mucho tiempo, hasta que por fin, luego de un muy largo tiempo de espera y angustia le sea
dada la orden siniestra de entrar; entonces, entra con una timidez que le recuerda su
infancia y he aquí que un hombre con el rostro oculto detrás de una máscara le pide que lo
siga. “¿Quieres convertirte en servidor de la iglesia católica?”. Así habla el sombrío
personaje. Y desde entonces no se sabe más nada de Brentano.
Paseo

He hecho un pequeño y estimulante paseo, que se ha desarrollado con facilidad y


bienestar. Fui a través de una aldea, luego por una especie de camino encajonado, luego a
través de un bosque, luego a través de los campos, luego nuevamente a través de una aldea,
luego por un puente de hierro bajo el cual se escurría un largo río verde y soleado, luego a
lo largo del río y así a continuación hasta la tarde. Pero me fue necesario volver al bosque.
Por otra parte, muy probablemente habré de decir algo sobre el puente. En el bosque
reinaba un silencio sagrado y solemne, y cuando salí del húmedo bosque de pinos verde
oscuro vi en el límite de los árboles a dos niños que habían recogido leña y cuyos rostros y
brazos eran muy blancos. El sol de invierno proyectaba un maravilloso brillo dulce y
dorado sobre los campos de las colinas, sobre el verde de los prados y el marrón oscuro de
las tierras labradas. Árboles negros y desnudos estaban erectos bajo el sol. Entonces, vi un
nuevo y delicioso rostro de niño, que me sonreía. Como dije, llegué después a ese puente
reluciente, vibrando bajo el oro y la plata del sol. El agua fluía embriagadora y espléndida
bajo el puente. Más tarde, en el camino cortando los campos, encontré a una mujer a quien
recordaba porque ella me hizo un amable saludo. Pensaba entonces: “Qué placer poder
estar entre los hombres”. Del otro lado del río las casas eran muy bellas y libres sobre su
verde altura, y sus ventanas se hallaban colmadas por un reflejo amarillo. Una bandada de
pájaros penetra con su vuelo en el resplandor rojo de la tarde. Seguí sus filas hasta que se
desvanecieron. Ese lado del mundo estaba calmo, tibio y oscuro, el otro estaba frío, dorado
y resplandeciente. Proseguí, tranquilo, paso a paso, hasta el momento en que torcí mi
recorrido por el campo. Enseguida vi algunas personas, una mujer y un niño bajo los
árboles oscurecidos por la noche. Había un gran interrogante en sus ojos. Luego, pasé cerca
de una casa que se alzaba, solitaria, en el centro de un espacio libre y vasto, y ante ella o al
costado había un jardín extraño, viejo y tierno, cercado por un seto raro, fantástico. De
pronto, todo para mi fue sueño, fantasía, amor. Todo lo que recordaba ahora revestía una
forma grande y alta. El lugar, incluso, parecía fabular, delirar. Tenía el aire de soñar sobre
su propia belleza. El paisaje estaba como sumergido en un pensamiento profundo y
musical. Fascinado por la belleza que me rodeaba, me detuve y miré atentamente a mi
alrededor y en todas las direcciones. Había caído la noche, la hierba hablaba una suntuosa
lengua crepuscular. Los tonos son como lenguajes. El techo de la casa cerca de la cual me
encontraba colgaba delante de una ventana como una cofia delante de los ojos. ¿No son las
ventanas los ojos de las casas? Ahora debía levantar mis ojos hacia la medialuna que se
sostenía, alta, por encima de los montes arbolados. Tenía una extraña impresión al ver la
tierra extendida, tan cálida, sociable, agradablemente tranquila, y la luna flotando y
brillando con reflejos macilentos en la fría soledad del cielo. Su color era un verde plateado
vivo y glacial. Divinamente bello e indeciblemente oscuro, el bosque erguía las delicadas
puntas de los pinos bajo esta graciosa soberana, la luna espléndida. Pasé frente a otra casa,
una mujer estaba de pie sobre el umbral y un gato se acurrucaba junto a ella. Entré con el
pensamiento a la casa y cohabité con los de adentro. “Cómo se parecen los humanos y las
casas”, me murmuré a mí mismo. Se tornaba cada vez más oscuro. Las noches son
divinidades y uno se halla en la noche como en una iglesia alta, dulce, melancólica. Un
rubor suave y ardiente coloreaba el cielo pálido. Se hubiera dicho que el cielo tenía la
mejilla iluminada de felicidad y bienaventuranza. Cruzo a un muchacho que conducía una
vaca marrón. Era maravilloso ver a los niños de la aldea emerger de la creciente oscuridad
para dar sus buenas noches. Todos los rostros se enrojecían con el inflamado resplandor de
la noche. Aparecían ya las estrellas. Había una posada justamente al borde del camino.
Entré.

Traducción de Héctor Recht

(Los textos anteriores de Robert Walser fueron extraídos de Das Gesamtwerke, Zürich,
Suhrkamp Verlag, 1978.)
Margen
Sueños
Fogwill

Ser viejo es haber comenzado a respetar los sueños

Testigos de Jehová
Mas de veinte años sin verlo y sueño con el colorado Craviotto. Es médico clínico,
como en la realidad, y un viejo de cerca de sesenta y cinco, como en la realidad. Pero
entra al sueño desde un luminoso jardín que da a mi ventana con pasos joviales y
vistiendo un traje blanco, no de médico, sino de administrador de ingenio o de obraje
colonial: capanga tropical. Siento que ha progresado, pero me cuenta que acaba de
divorciarse al cabo de tanta vida matrimonial y se ha venido a vivir a una casita de
madera improvisada entre las ramas de un ombú. Con una señal de mi brazo le pido
que omita los detalles: conozco esa casita que yo mismo hice construir tres veces para
otras tantas generaciones de niños.
Pienso que a su edad no debería andar subiendo y bajando por las ramas, que
extrañará su cocina eléctrica, el baño y la indispensable ducha de cada día y que no
debería vivir solo, a su edad, en estos tiempos y en una zona tan peligrosa. Pero es un
gran clínico que con el dorso de su mano puede auscultar mi pensamiento y me rebate
diciendo que adoptó una decisión bien meditada y que, justamente, sacrificios y riesgos
eran lo que necesitaba después de tanto tiempo compartiendo sólo lo peor de la vida
con su mujer. Lo peor sería el orden.
Sus reflexiones y sus frases eran claras y contundentes: algo inesperado para los
personajes de mi infancia, en estos tiempos y en estos sueños en los que cada vez con
mayor frecuencia tienden a reaparecer.
Sueño esto un jueves, en una cabaña alpina donde me han alojado en Chile porque
todas las reservas hoteleras fueron tomadas por un congreso de Testigos de Jehová.
Hay ciento diez mil instalados en Santiago: a ciertas horas, en los barrios residenciales,
en la zona céntrica y en la constelación de malls y shoppings que rodea la ciudad, uno
de cada veinte transeúntes luce en el pecho la credencial azul y blanca que lo identifica
como participante del evento.
Después de despertar, al bajar de la cabaña para pasar al chalet donde sirven el
desayuno me olvido de Craviotto y me culpo por mi ignorancia sobre el dogma de esta
secta, que, acabo de enterarme, se manifiesta no-cristiana. Me lo cuenta la misma
camarera mientras explica que he conseguido alojarme “milagrosamente” porque como
este complejo turístico fue alguna vez lugar de encuentro de parejas excluyeron su
nombre de la lista de proveedores del evento religioso cumpliendo exageradas reglas
de moralidad.
Esta secta trae todo impreso desde Estados Unidos: los menús, los folletos, las
reglas de procedimientos turísticos y las credenciales de plástico blanco y azul que
identifican a sus miembros.
Estoy a veinte kilómetros del centro de la ciudad y la conexión de internet funciona
a paso de hormiga, igual que el tránsito desde El Alto a Santiago. La primer imagen
que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail de Emilio Alfaraz
invitándome a un encuentro de ex compañeros de colegio. Le respondo que iré,
recuerdo el sueño, y le prometo que se lo relataré en detalle cuando nos veamos en
Buenos Aires, en compañía del mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí
me parecía que algo estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos
los posibles encuentros de la gente.

La prótesis
Veo una chica de catorce años. No se por qué lo sé, pero en el sueño tiene
exactamente catorce. Es como si al soñarla también hubiera soñado su pasaporte con la
fecha de su nacimiento, destinando algún instante brevísimo de la carrera de imágenes
del sueño a determinar su edad restando la visión de una fecha compuesta en tinta
borroneada a los números del año del sueño, este presente número dos mil tres.
No se por qué, pero con sólo verla, me he enamorado perdidamente de ella. En la
realidad nunca supe bien qué significa estar enamorado y jamás sentí perdidamente
nada.
Pero allí estaba, enamorado de ella, y me tenía sin cuidado la diferencia de edad.
No sé cuál sería mi edad en el sueño: tal vez tuviese otros catorce, también yo. En tal
caso, tendría entre catorce y quince pero conservando estos sesenta años de memoria
desde los que escribo sin saber hacia dónde voy.
Ah. Sí: iba hacia las tres imágenes relevantes del sueño. De una escribiría que es
real. Estaba en la realidad del sueño y es la naturaleza de la piel de la chica, una
epidermis suave y de color té aporcelanado que otro podría asociar a la carne del
durazno y que combinado con su textura yo definiría más por su familiaridad con
ciertos mariscos del Pacifico Norte.
Era el tipo de piel que sugiere un exceso de bienestar y de salud y que no invita a
aproximarse para olerla porque bien desde lejos transmite, visualmente, la virtud de su
aroma. Pero también era esa clase de piel que impulsa a aproximarse y oler, ya no para
informarse de su olor, sino para consumirlo, como si integrándolo a la propia
respiración uno pudiese apoderarse de su naturaleza.
Una naturaleza extraña, ajena. Dante diría “divina”. Yo no. Casi he perdido todas
las palabras. No las palabras mismas, que conservo aquí, en la memoria, sino el
derecho a emplearlas.
La segunda imagen hacia la que intentaba ir no es real: era algo que, sin palabras,
pensé en el sueño mientras saltaba hacia ella anticipando su franca aceptación de mi
acoso. Claro: no era el caso de una que acepta francamente un súbito deseo del varón,
sino el de esas que se saben creadas por el acoso, que brotan sólo para ser acechadas,
disueltas, consumidas.
La tercera imagen, última del sueño, era una actuación real de la chica, ahora
convertida en estudiante de danzas. El pelo tenso y recogido, el cuello largo y flexible
y el cuerpo, no sé ya si desnudo o vestido, pero recorrido por las tensas señales de
dolor que suceden a una larga sesión de ensayo. ¿O quizás ya era una bailarina? Toda
la música estaba en su boca que simulaba las expresiones de quien se entrega al
automatismo de mascar chicle. Le iba a hablar de su boca y del ritmo musical que
establecía su bolita de goma cediendo y resistiendo a la presión de sus dientes cuando,
como siempre sucede, advirtió mi intención y sonrió, levantando con la punta de la
lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su dentadura inferior.
El mismo gesto que en los viejos puede interpretarse a veces como un descuido, o
una protesta por la pérdida de sus dientes –señal de la inminente pérdida de todo–, y
otras como un recurso involuntario para aliviar por un instante el ardor de las ampollas
que esos artefactos han de producir, en el sueño formaba parte natural de la sonrisa que
continuaba con un énfasis de aceptación, o entrega.
Despierto a medianoche convencido de que es un sueño sobre el Dante de Vita
Nova y mi madre y garabateo unas notas para reconstruirlo por la mañana con la
fidelidad que ambos merecerían. En ese momento recuerdo que mi madre se llamaba
Beatriz y me da por pensar que este sueño forma parte de una familia de sueños sobre
la entrega y la familiaridad.

La Pecera de Acuario
Cuando descubrí el empleo de la metáfora etológica de “cadena” aplicada a la
sociedad tuve un sueño colorido. Sus imágenes transcurrían en una nube azul con
reflejos plateados, donde peces de distintas especies nadaban en un medio acuoso y
tibio devorándose unos a otros. Pronto quedaban reducidos a un pequeño grupo de
cuatro o seis del mismo tamaño que se movían en círculos, recelándose, quizás
odiándose, pero sin atreverse a enfrentar a sus pares.
Los veía boquear contra el cristal, que era la superficie de la nube, y detenerse a
veces a picotear las burbujas de una corriente que venía desde el fondo. Era su modo
de respirar.
Alguien debía alimentarlos y, efectivamente, desde la superficie caía polvo dorado
del que algunos escogían los fragmentos mas sabrosos. Era su alimento de oro
balanceado.
¿Quién suministraría esos copos dorados y mantendría funcionando el sistema de
burbujeo constante…? Ya semidespierto imaginé que detrás de ese acuario estarían
“los griegos”: autómatas de mármol que una civilización desaparecida destinó al
servicio de la humanidad futura.
Por aquellos días de 1998 había estado pensando en los griegos. No en los de la
antigua Grecia, ni en los ciudadanos griegos contemporáneos, sino en esos imaginarios
griegos que reaparecen en la historia cada vez que alguien quiere dotar a su cultura de
ancestros más dignos que esos guerreros y mercaderes salvajes que fundaron nuestro
occidente. ¡Míticos mitos griegos imaginados desde la Roma imperial, en el impasse
durante el que los dioses de la tierra y el cielo europeo se habían retirado y el dios
oriental de Israel aún no se había impuesto! Para esos romanos snobs y helenófilos, los
griegos debieron funcionar como los autómatas creados por Bioy e inmortalizados por
Robbe-Grillet y Resnais que eternamente siguen representando dramas humanos
asistidos por una tecnología y un arte sobrehumanos.
Hasta unas horas después de despertar, ese servicio mecánico y divino a la vez
conservaba la atmósfera inicial de frescura que, en sucesivas evocaciones e intentos de
narrarlo, fue modificándose y estropeándose.
Durante meses se llamó el sueño de los griegos, y más tarde, cuando me convencí
de la identidad entre el acuario y la PC –mi ordenador personal– cargada y programada
con tanta memoria de la humanidad, comencé a nombrarlo como sueño de la pecera y
dio lugar a algunos textos sobre el encierro contemporáneo, la naturaleza de nuestra era
y las iniciales “PC” con todo lo que significaron para mi generación.

Barcos que vuelan


Otra vez, otro sueño de mar. La misma sensación repetitiva: entro al sueño –o
comienza– y algo me anuncia que es un sueño de mar. Sin palabras lo reconozco
porque es un sueño sin palabras ni olas. El mar es plano: ni una arruga ni un escarceo
de corriente altera esa superficie uniforme. Y sin embargo avanzo velozmente en un
pequeño velero de veinte o veinticinco pies. Habría un espacio sin aire entre el agua y
la atmósfera: arriba el viento actúa sobre las velas y debajo el casco se desliza como si
el agua tuviese una pendiente acentuándose hacia el horizonte. Allí estoy yo, en esa
atmósfera sin viento ni más sonido que el de las aguas abriéndose, tajadas por la proa.
Percibo bajo el agua toda una vida bullendo, aunque invisible para los que navegan.
Intento imaginarla pero despierto convencido de que al llegar al horizonte nos
encontraremos el barco, yo, el verdadero viento y todo lo que faltaba en la escena del
sueño –algas, peces, moluscos, piedras y formas animales y vegetales indiscernibles–,
mezclados con la espuma y el ruido de las aguas desencadenadas.
En los sueños nunca duermo ni sueño, pero estoy siempre a punto de pensar y a
veces imagino.

Sueños de mar
Es otro género: el de los sueños de mar. La mayoría de ellos se resuelve en una
navegación en solitario. Son sueños frecuentes desde hace más de cuarenta años y que
han venido a reemplazar a los sueños de natación, también en solitario, muy frecuentes
en mi infancia.
Dos de los cuatro psicoanalistas que escucharon mis realatos entre 1965 y 1982
coincidieron en interpretar las escenas de navegación solitaria como representaciones
de la masturbación. Ninguno de ellos conocía náutica ni el nombre que en
competencias de mar se da a las regatas en solitario: single-handed. Ahora lo sabrán y
verán en esto corroborada su perspicacia.
Pero la coincidencia no me corrobora nada. Aprendí más sobre mis sueños de mar
compilando una colección de grandes poemas de mar –Perse, Rimbaud, Homero,
Pessoa, Mallarmé, Viel, yo mismo– que rumiando aquellas interpretaciones puntuales.
Por lo demás, los sueños de mar y la masturbación han tenido con los años una
evolución inversa: más sencillos y gozosos unos, más complicada y menos placentera
la otra. Y en cuanto al psicoanálisis, sin duda fue una escuela de sueños. Pensar e
imaginar durante el sueño a veces enriquece sus contenidos, otras los estropea.
Teóricamente, podrá decirse que pensar e imaginar, como autointerpretar el sueño
durante su transcurso, son formas de procesarlo de mala fe y arreglarlo para el
consumo clínico. Pero cuando se ha abandonado cualquier propósito de conocimiento o
de cura interesa más el goce del sueño que la producción de muestras para las biopsias
del alma o del deseo.
Y nunca pude concebir forma alguna del goce que no integre los indispensables
ejercicios de imaginar y de pensar. Lo mismo ocurre con escribir. Llamo a esto escribir.
Bajamares
Con mis últimos euros rento por cuarenta y ocho horas un barco en la Bahía de
Cádiz. Es un velero de treinta y seis pies que alguna vez estuvo en buenas condiciones
de regata. Mi plan es remontar la ría y recorrer la costanera de la ciudad de Santa
María. Desde allí se pueden ver los bares donde Goytisolo y Álvaro Pombo suelen
tomar su aperitivo esperando el vaporeto que transborda a Cádiz. Deseo que ellos me
vean de pie, frente al timón de rueda, navegando con el genoa semienrollado y el fuerte
viento noreste por el través.
Pero no bien dejo la amarra del puerto Sherry y logro hacer rumbo hacia la boya
del canal que confluye a la ría enfrento una corriente que me obliga a volver a encender
el motor auxiliar para avanzar apenas.
Veo que las últimas estacas del muelle y las boyitas de amarre dejan una larga
estela que indica una corriente tan intensa como la marcha de un barco de motor. No sé
si es una corriente de pleamar o bajamar, pero tiende hacia el sur.
Según el indicador de la corredera avanzo sobre el agua a cinco nudos, pero me
alejo de la amarra a la velocidad de un nadador. Cada vez que miro hacia la playa, me
parece que ha crecido, y en efecto, la barranca se alarga y empiezo a ver que la lengua
de arena húmeda se continúa en las piedras removidas por la rompiente.
Es una bajamar intensa y por momentos aumenta la corriente y el barco deja de
avanzar. Temo varar y mi propio temor provoca más corriente. Las ondas de la bahía se
acortan hasta tomar la forma de las olas mezquinas del Río de la Plata y, hacia el centro
de la bahía, rompen contra bancos de arena y restos oxidados de antiguos naufragios
que acaban de aflorar.
Sin embargo, a paso de hombre, puedo navegar y la ecosonda indica una
profundidad de treinta pies. Es más que suficiente: estoy en el canal y navegando,
mientras la bahía sigue secándose y mostrando cada vez mas su fondo desnudo.
Olvidé averiguar la hora del cambio de mareas, pero a este paso pronto el canal se
secará y ya parece un arroyo sobre un desierto sembrado de ruinas de antiguas batallas.
En la boya que habia sido mi meta inicial, este canal del puerto de yates confluye
hacia uno más ancho, que sorteando bancos y formaciones de piedra apunta hacia el
lejano puerto comercial de Cádiz.
Reconozco en el trazado de ambos canales la forma del par que da acceso al puerto
de Buenos Aires y se me ocurre que si los de aquí son formaciones naturales del seno
de la bahía alguien trazó la réplica argentina inspirándose en ellos. Conecto el piloto
automático y cuando compruebo que pese a la corriente funciona bien y que por unos
minutos podré librarme del cuidado del timón, bajo a la cabina.
En la cabina me siento frente a la pequeña mesa de navegación como para trazar
un rumbo y miro la carta náutica concentrándome en sus detalles, pero pensando en
cuántas cosas de la geografía humana de la Argentina han de ser réplicas de originales
europeos.
Por un momento puedo atender simultáneamente a las indicaciones de la carta, a
las ideas sobre paisajes y accidentes urbanos argentinos que reproducen en su escala
otros de España, Italia y Francia, y al ruido del pequeño motor diesel que se ha venido
modificando: cada vez se oye menos el valvuleo de los inyectores y se hace más nítida
la vibración de la hélice: rumor de remolinos de agua limpia revuelta. Esto puede
indicar que hay menos profundidad, que el fondo de arena dura está devolviendo a la
superficie los ruidos del barco, o que el casco del que partieron ha comenzado a
funcionar como la caja de resonancia de un instrumento musical. Es un velerito de
diseño francés, de Beneteau, pero, construido en España, su carpintería interior tiene
detalles de terminación inspirados más en la lutería española que en la clásica
marquetería naval. Vuelvo a cubierta y el viento ha borneado hacia el oeste y el genoa
flamea al reparo de la vela mayor, sacudido por la leve brisa que genera el avance a
motor. Ya la bahía está seca y el canal es un estrecho zanjón por el que, corriente a
favor, emprendo resignado mi vuelta a la amarra.

La liquidez
Puertos y bahías que se secan, ríos que se secan, y bancos y restos de naufragios
que afloran en las grandes bajamares componen un subgénero de los sueños de mar.
En los sueños de mar nunca falta el viento, y si hay calma, los veleros avanzan
igual, como impulsados por la corriente de aire que crean con su movimiento. La falta
de agua, que es más frecuente, es siempre una señal de terror y evoca el miedo de
varar, algo que pocos conocen tan bien como los que navegaron el Río de la Plata.
Un analista, mujer, insistía en que el “secarse” de las aguas representaba la falta de
dinero, que entre nosotros se refiere con la metáfora “estar seco”. (Los economistas
usan el término iliquidez para expresar lo mismo en escala macroeconómica...). Pero en
el caso de los sueños de bajamar, con la desaparición del fluido que permitía flotar y
desplazarse, queda revelado el fondo que en la navegación normal permanece invisible.
Es como el orden social, cuyo verdadero fondo se hace más evidente cuanto más debe
uno moverse en él sin dinero. O como la vida misma, que cuando transcurre sin pasión
ni deseo, muestra mejor su fondo de muerte y proyectos fallidos: los famosos
naufragios, los restos irrisorios de fracasos humanos.
Entre nosotros, y sostenida por algunos tangos, sigue vigente la expresión italiana
“vento” –viento– como metáfora del dinero. Los barcos de los sueños de mar se
mueven entre esos dos fluidos: debajo, el agua, que en la escena de terror se seca y
pierde liquidez hasta paralizar y encima, el viento, que es lo que el navegante debe
administrar para dirigirse a su destino.
Los sueños de mar son muchas cosas y enseñan mucho, pero son también
elaboraciones sobre la administración del dinero y de todos los capitales de la vida.

Nombres y Cosas
Anoté el sueño de mar de la bahía de Cádiz bajo el título “Barco Guitarra” y lo
releo después de varios meses para integrarlo a este libro de sueños de viejo. La idea
del casco como caja de resonancia y el barco como instrumento musical de viento,
percusión y cuerdas a la vez, me llevó a una sucesión de pensamientos sobre las
relaciones entre la tecnología y el arte.
Las artes marinas, desde la carpintería, tejeduría y metalurgia navales hasta la
artillería y la electrónica militar han hecho grandes aportes a la evolución de los
instrumentos musicales. Pero la inversa es también válida. La imagen mas viva de mi
sueño de Cádiz es la visión de la marquetería de los mamparos y el mínimo mobiliario
de la cabina de aquel velero. Ahora me parece que era una imagen en color. Si lo fue,
debió ser la única: ni del mar, que en algunos sueños aparece con el esmeralda lechoso
de las bahías de coral y otras es de un azul inspirado en los mares de Disney, me
quedaron recuerdos de color.
Pero los colores del sueño parecen depender más del ánimo con que se emprende
su primera evocación que de las imágenes que se sucedieron en la realidad del sueño.
Tal vez “boya”, “arena”, “playa” y “mar” hayan aparecido sólo bajo la forma de esas
palabras: sin colores ni detalles de su apariencia. A diferencia de la realidad despierta,
en el sueño las imágenes de lo deseado son tan nítidas como las de los acontecimientos
que efectivamente se suceden en su transcurso. Las imágenes de mí mismo navegando
por la ría frente a las veredas del pueblito de Santa María, y los escritores bebiendo y
conversando en una mesa, que eran el propósito del paseo que frustró el episodio de la
gran bajante, me dejaron un recuerdo más preciso que cualquiera de los sucesos de la
navegación, excepto las escenas del interior de la cabina.

Línea de Producción
Anoche había ido a una reunión en un holding argentino que durante años manejó
el negocio local de la fabricación de Fiats y un ejecutivo se burlaba de la precariedad
de las líneas de montaje instaladas por nuevos administradores, jovenes profesionales
italianos. Explicaba algo sobre los procesos de soldadura robotizada y al compás de sus
frases se iban representando en el aire distintos tramos de la línea de montaje. Los
brazos robóticos eran antiguas grúas portuarias adaptadas al trabajo por artesanos
argentinos y aunque todo era ruinoso y polvoriento y los operarios ni siquiera vestían
uniformes industriales y parecían campesinos torpes y displicentes, al final de la planta
desembocaban unidades terminadas de diseño atractivo y esmalte brillante que
automáticamente encontraban su lugar en los camiones de distribución.
Como la calidad aparente del resultado contrastaba con el juicio despectivo sobre
técnicos e ingenieros de planta, traté de argumentar y durante un rato discutimos,
permaneciendo simultáneamente en su piso de oficinas, de noche y en las puertas de la
planta industrial bajo la luz de un mediodía brillante y los reflejos de los colores –sí:
colores– de los autitos recién nacidos.
Gradualmente, con cada salto de pantalla, el ejecutivo subía el tono y la violencia
de sus comentarios y cuando le dije que, en definitiva, “auto” era un pronombre griego,
terminó de ofenderse, dio por terminado el encuentro y me señaló la puerta de su
despacho.
La puerta se abría al patio de un antiguo colegio.

Retornos
Los sueños del retorno al colegio, a la infancia o a la universidad son frecuentes.
No paso un año sin registrar alguna variante de este género. Me cuentan que lo mismo
les ocurre a quienes tuvieron la experiencia del servicio militar obligatorio, y siempre,
en sueños, vuelven a convocarlos una y otra vez.
Como ellos, no son sueños que evocan acontecimientos pasados. Ocurren en el
presente y el que sueña es uno mismo que, en el presente, por alguna razón debe repetir
una experiencia pasada. En mi caso, las causas del retorno son escenas de sueños de
terror administrativo: el extravío de un certificado, o el descubrimiento de un trámite
mal realizado que me obligan a repetir un tramo de mi carrera.
Por ejemplo, en la ceremonia de entrega de diplomas en la universidad me
anuncian que, antes de retirar el mío, debo cursar una materia del primer ciclo de la
escuela secundaria. Por algo que no puede ser sino un error burocrático me han
impuesto perder otro año de mi vida en una rutina casi infantil.
Los sueños de retorno tienen algo de pesadilla: padecer la injusticia bajo la forma
de una inapelable justicia administrativa. Pero tienen también una parte de soberbia: las
experiencias de ser adulto en un ámbito de niños y de asistir a clases con la certeza de
saber siempre más que cualquier profesor. “Soberbia” es la expresión adecuada para
describir la emoción que acompaña al saberse reconocido como mejor informado que
la autoridad.
Tienen también un componente mágico: siempre la ventaja que enorgullece en el
pasado procede de una propiedad adquirida en el futuro. En los sueños de retorno el
que sueña ha madurado o envejecido mientras los otros personajes –generalmente los
mismos camaradas de entonces– son idénticos a lo que fueron en el pasado.
Los sueños de retorno son, sin excepción, sueños sobre instituciones. Muchos
sueños se escenifican en ámbitos naturales o artificiales creados ad hoc y cuyas
autoridades, reglas y límites espaciales se ignoran y tampoco son pertinentes a la
historia que se sueña o se vive en el sueño. Pero por lo que conozco de mis sueños y de
otros sueños narrados, los de retorno siempre devuelven al que sueña a un espacio
institucional, claramente pautado.
A los espacios naturales, estelares, marinos y andinos se llega. A los espacios
institucionales se pertenece o se retorna.

Verdadero Verde
Ahora que el sueño ha adquirido cierto prestigio intelectual, parece humillante
confesar que no se sueña y se oye con mucha frecuencia deplorar una supuesta
incapacidad de recordar los sueños.
Pero soñar es recordar los sueños. Sin recuerdos no hay sueño.
Imaginé un relato que, narrado con eficacia, podría datarse en el neolítico, la
república de Atenas, el Siglo de Oro español o el Londres victoriano. En ese lugar
habría una sociedad de hombres que practican grupalmente el arte de comentarse sus
sueños. Pero nace alguien llamado a ser el único hombre de la historia –y bien pudo ser
una mujer– que jamás ha soñado.
Por alguna gracia narrativa es también el único que lo sabe y lo aprendió con
sorpresa y dolor, tal como en sucesivas experiencias vitales los daltónicos toman
conciencia de su visión anómala.
En alguna versión del relato el personaje puede ser también daltónico, en otra
homosexual –puto o lesbiana– y, ¿por qué no?, en alguna otra versión puede ser
daltónico y homosexual simultáneamente.
Sin duda, esta última realización presentará mayores dificultades porque requeriría
dar cuenta a un tiempo de tres carencias que deben parecer semejantes y permanecer
nítidamente diferenciadas.
Nunca lo escribiré. Para condensarlo me bastará anotar la pregunta acerca de la
gama de colores imaginada por un daltónico.
Responderla exigiría enfrentar los enigmas de qué es la literatura de los comienzos
del siglo XXI. Después de Aira, no es fácil ofrecer nuevas soluciones al misterio de la
conciencia del otro. Y, últimamente, nadie ha retomado la iniciativa de preguntarse de
qué color será el verdadero verde visto por otra persona.
¿Pinta la conciencia? Yo no recuerdo el azul de mis sueños, pero podría componer
una extensa carta de colores con la gama de azules de mis recuerdos de las cosas y de
las emociones que, en su momento, llamé o imaginé de color azul.
Creo que sueño bien, pero dibujo mal. Sin embargo, la paradoja se hace bien
evidente cuando empleo las pinturas de mis hijos para bocetar paisajes o recuerdos y
verifico que todos reconocen que lo que pinto como azul es para ellos azul, pese a que
nadie nunca pudo ver nada dentro de mí. Temo que jamás llegaré a saber si,
mentalmente, me estoy representando lo azul con el verde verdadero de la memoria de
los otros.
Ahora me parece que ser viejo es releer la afirmación sobre el verdadero color del
verde representado en la conciencia de otra persona sin ceder al impulso de apartarse
de la mesa para explorar la biblioteca buscando alguna referencia que pueda corregirla
o perfeccionarla.
Y que el sueño, entre tantas cosas, es también un aprendizaje de la irrealidad, un
ejercicio indispensable para sobrevivir a la realidad de los otros.

Inventar recordar
Cuando se intenta recordar hay un punto donde ya no se puede discernir si se está
evocando o inventando. Inventar, en el mejor de los casos, sería inducir a partir de
algunos elementos visuales lo que las imágenes del sueño estuvieron representando. En
el caso de aquellos hombres jóvenes vestidos como funcionarios tuve la tentación de
asignarles rasgos fisiognómicos y, a partir de ellos, parecidos con personas que por
entonces conocí. Estoy convencido de que el mismo recurso de inducción debe operar
durante el sueño. De ser así, la producción de episodios de sueños parecería librada a
dirimirse un campo intermedio entre el azar y la memoria, que también es un
dispositivo cargado de azar. Como en la producción de sueños, en el relato del sueño
interviene la memoria, en comercio con las reglas del arte de narrar.
Un punto. Un punto: el punto justo de intersección entre los azares de la
percepción y la memoria. Lo mismo que en el sueño sucede en la vida. Ahora dudo de
la legitimidad de llamar “percepción” a las imágenes y los sonidos que se representan
en el sueño. La noción de conciencia es una convención aceptable. Pero: ¿puede
aceptarse que convengamos en llamar “conciencia” a esa “conciencia-recordada”, esa
pantalla imaginaria de imagen y sonido donde se fueron registrando las señales del
sueño? ¿Debo escribir entonces “registrando” o convenir que allí, donde sea, sonidos e
imágenes estuvieron “produciéndose”, es decir, no fueron “registrados”?
Lo que veo es lo que hay. Esta regla vale para la vigilia y se impone también a la
conciencia del sueño. El mito de la normalidad o la cordura, la lucidez, la madurez y
toda esa constelación de valores que gravita entre estas nociones, da por supuesto un
sujeto que va por la vida ocupándose de distinguir lo verdadero de lo falso y lo
aparente de lo real. Pensar el sueño como cifrado o clave de algo, a la manera de las
antiguas supersticiones adivinatorias o de las más actuales creencias prácticas del
psicoanálisis, tributa al mismo mito, en tanto cualquier deseo de revelación conviene al
propósito de descubrir una verdad, pasada o futura. El mejor resultado de recordar no
es descubrir una verdad sino sustituirla por algo mejor.

Colores
Releer lo que uno ha escrito se parece a recordar un sueño. Leo que escribí en
algún lugar que los colores del sueño parecen depender más del ánimo con que se
emprende su primera evocación que de las imágenes que se sucedieron en la realidad
del sueño.
Al cabo de un par de horas de relecturas de una muestra de sueños ya
mecanografiados advierto que los he ido leyendo como si hubiesen sucedido en
colores. Leí pintando y no con colores de sueño –acuarelas, pasteles– sino con los
colores de la realidad: pantone fotográfico.
Las palabras estropean cualquier significado que uno pretenda transmitir.
Releyendo noto que he empleado varias veces el verbo “advertir”, siempre con
funciones parecidas, pero con grados de diferencia que ningún lector advertirá y que no
hay adverbio ni complementos con adjetivos que puedan precisarlos. Escribir es casi
crear, pero transcribir termina siendo resignarse a la vaguedad y a los errores.
Justamente, se transcriben los sueños para obtener de ellos algo que no es
compatible con la expresión “advertir”, tan puramente cognitiva que se confunde con
cualquier categoría de percepción visual. La mayoría de lo que se “advierte” en los
sueños, y en general en los relatos, no es traducible a imágenes visuales, ni a los
modelos geométricos que, inspirados en ellas, clasifican los registros de los sentidos
del tacto, el oído y del atávico olfato. Habría dos mundos: el de los sueños y el de las
transcripciones de los sueños. Y en medio, la imaginaria realidad.

Humanitos
Me refiero a un sueño de 1948 o 1949 cuyos episodios, con algunas variantes, se
repitieron durante meses, o quizás a lo largo de un año. Pensar lo que era ese mundo
protagonizado por los Stalin, Franco, Churchill, Perón, Vargas, Truman, Gandhi y
Mossadegh y representado por Allan Ladd en blanco y negro y por Esther Williams en
technicolor sería tema de una buena historia que quizá valga la pena escribir. Sería una
historia sobre el pensar-acerca-de y, por supuesto, no sería una historia de aquel mundo
sino de éste.
En mi cuarto, sobre una cómoda o por encima de la mesa de noche, a veces por los
rincones, otras en el marco de la ventana, habitaba una pareja de hombrecitos. En
escala medirían veinticinco o treinta centímetros de altura. El varón y la mujer vestían
ropa ajustada e idéntica: pantalón y campera de tela sintética, color beige, y cruzada
por cierres de cremallera –zippers–, que por entonces se llamaban “cierres relámpago”
y que a nadie se le habría ocurrido utilizar en reemplazo de los ojales y botones de la
ropa de calle. Por entonces no habían llegado a Sudamérica cortes de nylon, y la única
tela sintética disponible –y que nadie habría usado para confeccionar ropa– era el
rayón, que se usaba para forrar vestidos y tal vez para adornar alguna ropa interior
femenina.
Los hombrecitos –la pareja– eran míos. Por entonces, regía un tabú: los varones
jamás jugaban con muñecos ni podían poseer otras réplicas humanas que los soldados
de plomo y las convencionales estatuillas de Jesús, la Virgen y los tantos santos
milagrosos. Pero yo, secretamente, tenía a esta pareja que se comunicaba entre sí en
inglés. Ella debía estar moldeada sobre la imagen de una actriz de cine americano. Él
tenía todas las características del héroe militar norteamericano y, en mi recuerdo, sólo
difería del ahora popular Max Steel por su musculatura atlética natural, sin
exageraciones fisicoculturistas.
Mis hombrecitos procedían de un sueño. Había soñado que eran dos pilotos que
emprendían una carrera desde California hacia China con escalas en Hawai y otras
islas menores del Pacífico para reabastecer sus máquinas. En el sueño, llamaba a ella
“pilota”: no me parecía consistente hablar de mujeres-pilotos.
Del primer sueño me quedó nítida la imagen de dos aviones idénticos que
aterrizaban a la par en una base militar americana, con sus motores detenidos para
economizar gasolina. Años después identifiqué la imagen: eran Beechcrafts 280m
anfibios, monomotores de cilindros radiales.
En sucesivos sueños los aviones planeaban sobre las palmeras de playas o
acantilados, sobre bosques tropicales y laderas de montañas nevadas. Los pilotos –ella
y él– intercambiaban señas desde sus cabinas. Veía la sonrisa y el largo pelo rubio de
mi pilota chorreando de los bordes de su pasamontañas de cuero y una mano desnuda
que se apoyaba contra el cristal y alzaba el pulgar en señal de acuerdo, o de victoria
compartida. Ellos siempre se concertaban para detener a un tiempo sus motores y
planear juntos hacia su destino.
A veces acuatizaban en bahías de coral o en deltas subtropicales de aguas barrosas.
En algún sueño los vi nadar desnudos y otras veces los vi, o los imaginé, durmiendo
juntos en un compartimento estrecho del fuselaje del avión de él.
No recuerdo fantasías sexuales con la pareja. Las experiencias de libertad, control,
poder y juego con el peligro, proveían a los sueños y a las fantasías diurnas inspiradas
en ellos de una voluptuosidad intraducible a mis registros sexuales de aquella edad.
Fuera de los sueños podían andar por las ventanas, sobre muebles y estantes y por
los bordes de mi cama, pero no recuerdo haberlos visto ni emplazado sobre la alfombra
o sobre el piso o fuera del cuarto. Tal vez, para que se comportaran como en los
sueños, necesitaba mantenerlos siempre a la altura de mis ojos. Recuerdo que muchas
veces, llegando de paseos o clases de colegio, corría a encerrarme en la habitación
como si ellos estuvieran esperándome. A diferencia de los de los sueños, que casi
siempre aparecían piloteando en sus cabinas, los humanitos imaginarios de mi cuarto a
veces portaban armas: cartucheras con pistolas en la cintura, o pequeñas ametralladoras
de comandos terciadas sobre el pecho.
¿Podrían existir humanos tan pequeños como mis hombrecitos...? Durante mucho
tiempo seguí preguntaándome esto con absoluta seriedad. La escuela y la universidad
me habían convencido de que las facultades de hablar, soñar, imaginar y recordar los
sueños estaban vinculadas al tamaño del cuerpo y de la masa cerebral. Muchos años
después de no haber soñado ni jugado con mis hombrecitos imaginarios seguía, sin
embargo, preocupado por la posibilidad de que una evidencia científica cuestionase su
verosimilitud.

Mutación
Perdí un sueño de fines de la década de los setenta: yo era un langostino de tamaño
humano y con pequeñas patitas humanas. Había nacido con esta malformación pero, a
cambio, el espacio libre dejado a miembros, hombros y caderas, había sido
aprovechado por el sistema espinal para almacenar ganglios neuronales que
multiplicaban mi capacidad cerebral.
Yo, langostino, tenía apenas doce años e ingresaba a la facultad de derecho con el
propósito de ser abogado. Mis compañeros, mayores y mucho mas humanos que yo,
me admiraban porque a tan corta edad ya era graduado de medicina, ingeniería y
filosofía y ahora seguía brillando en mis exámenes de derecho.
Los médicos de un instituto querían investigar mi mutación y yo los eludía
cambiando permanentemente mis carreras y el objeto de mis estudios. Mis compañeros
me llamaba Thalidomide, pero yo concurría a la facultad orgulloso por la admiración
que mis calificaciones despertaban entre las estudiantes, mucho mayores que yo, y de
origen social muy superior al de mi familia de marginales mutantes.
Todavía ignoraba que durante su adicción a la Benzhedrine, en tiempos de la
redacción de Los caminos de la libertad o de El ser y la nada, Sartre alucinaba que era
un langostino que dejaba una estela viscosa por las aceras que pisaba. Y recién ahora,
al compilar esta muestra de sueños, un editor me hizo llegar el libro de los sueños de
Graham Green en uno de los cuales mea camarones y, al revisar la taza del baño,
descubre que a través de su pene ha dado a luz a un enorme langostino que deberá
abandonar en la cloaca.
Pienso que mi sueño, más placentero, sigue siendo mejor. A pesar de que con
frecuencia narran episodios de poder, los sueños del viejo Green parecen salidos de un
tubo orgánico sin que nadie disfrute del proceso de su emergencia.

Cosas Perdidas
El sueño del estudiante langostino, y la evocación de los sueños de los humanitos a
que dio lugar, está en los cuadernos de sueños que llevé entre 1977 y 1979. Allí, sobre
notas apresuradas en bolígrafo de mis sueños, adhería recortes de papel impresos con
su redacción elaborada mientras probaba mi primer impresora electrónica, una IBM
Composer que imprimía mediante una bochita que calaba los caracteres perforando una
película de celofán untada con una solución de grafito en materia aceitosa. Los
caracteres se adherían sobre el papel y los golpes de las teclas, el picoteo de la bochita
y el desplazamiento de los rodillos por donde iba corriendo el papel producían un ruido
ensordecedor que enervaba a mis vecinos. Pero este mismo efecto industrial era parte
de mi satisfacción de escribir: la máquina justificaba los párrafos –algo imposible de
obtener con las máquinas de escribir eléctricas– y producía unos textos muy semejantes
a las páginas de libros. Cambiando la bochita se podían intercalar palabras en
bastardilla y en negrita y también explorar el efecto de la tipografía sobre la apariencia
de los textos. Por entonces no había editado y ni siquiera planificado un libro. De
aquellos recortes de textos inútiles sobre papel impreso procede la broma de Osvaldo
Lamborghini acerca de los que publicamos antes de escribir. Pasé noches enteras
jugando con mi Composer y no necesitaba escribir y mucho menos publicar: la
máquina era una ventana a lo único que me interesaba del mundo de los libros, y al
mismo tiempo, como objeto de juego y decoración, era la garantía de mi montaje sobre
la espuma de la gran ola tecnológica de la época.
Calculando apenas una hora ocupada jugando a convertir sueños y reflexiones
ocasionales en textos símil-libro, en aquellos años he de haber perdido no menos de
mil horas: varias novelas, poemas y relatos que, ahora también, estarían en el mundo
de las tantas cosas perdidas.
Con el tiempo fui incubando una hostilidad paranoica contra la compañía IBM.
Los ajustes y reparaciones costaban mucho más que cualquier consulta a un médico
especialista. Dos o tres veces por mes se agotaban las carísimas cintas carbónicas y a
menudo las bochitas, hechas de una quebradiza aleación de aluminio con algo que
siempre supuse que sería antimonio, se estropeaban y había que reponerlas. En algún
lugar había leído que la inversión de fabricar y comercializar aquellas máquinas se
amortizaba en unos pocos años con la prestación de servicios técnicos y la venta de
todo eso que, ahora, en el mercado electrónico, se denomina “insumos”.
Contarlo es como contar sueños. Siempre emerge una expresión o una escena que
parece a punto de revelarte algo.
Perdí aquellos cuadernos en manos de una mecanógrafa que se ofreció a
transcribirlos. Eran los únicos que se podían transcribir, gracias a los textos pegoteados
y compuestos en la IBM y por ello legibles. Pronto terminaré con este libro de sueños y
trataré de vender los millares de hojas de cuaderno garabateadas que sobrevivieron y
usé para documentarme: nunca faltará alguien que asigne algún valor a estas cosas.
Despues del Zar, a iniciativa de Pavlov, los rusos se dedicaron a coleccionar
cerebros de artistas, políticos y escritores. En un laboratorio de Moscú han clasificado
decenas de millares de portaobjetos con cortes del cerebro de Lenin. Verlos al trasluz
en microscopios de alta definición no enseña nada ni sobre el cerebro en general, ni
sobre Lenin en particular pero ayuda a pensar en los disparates de la ciencia y la
política, en tanto tareas colectivas emprendidas por la gente. Lo mismo ocurre con esas
páginas de supuesta crítica literaria que cuentan correspondencias o episodios
biográficos de la vida de autores y de gente de su tiempo. Me parece que cada vez se
confunde más la verdadera literatura con ese género clásico de las crónicas de prensa
que se solía llamar “vida literaria”. Los originales de mis relatos de sueños son tan
indescifrables como las neuronas coloreadas del lóbulo temporal de Lenin, inútiles
como los encefalogramas tomados al anciano Einstein. Pero siempre habrá alguien
dispuesto a pagar dinero por cosas que no significan nada. Esto también vale para los
libros.

Sueños eróticos
No guardo registro ni tengo recuerdo de haber soñado con las imágenes de la vulva
ni del ano. De bocas sí.

El ojo
Como encuadradas en el ojo de una cerradura se suceden imágenes de objetos
domésticos: ollas, diversos instrumentos de cocina, muebles de madera gastada por
décadas de uso y lustrada por el roce de manos allí donde se fue borrando la cera o el
barniz, almohadones, cortinas, mantas, relojes de pared, picaportes y cerraduras de
bronce. Seguramente, no estoy soñando esto a través de una cerradura. Tal vez el
marco sea una hoja de cartulina calada con el contorno de una cerradura primitiva, de
hierro o de latón. A medida que progresa el sueño me parece que sus imágenes son una
mezcla de objetos que aún poseo junto a otros que hubo alguna vez en las tantas casas
que habité y a otros que he de haber visto en films de los años cuarenta y cincuenta: el
mismo borde de la pantalla –esa cerradura– se me revela como un ícono clásico de los
dibujos animados de Disney. Me parece que todo fue calculado para representar un
libro que estaría escribiéndose detrás de mí, pero dentro de mi cabeza. Hacia el final de
la serie de objetos me convenzo de que todo sucede en una localización precisa de la
corteza del lóbulo occipital derecho. Intento que, entre tantas imágenes que aparecen
en el sueño, aparezca un modelo de porcelana del cerebro para identificar esa zona y
después indagar su nombre anatómico en un manual de neurología. Pero no puedo
detener la sucesión de objetos porque no encuentro la palabra adecuada para nombrar
esa maqueta de la corteza cerebral que, por lo demás, nunca figuró entre los objetos
dispuestos en mis distintas casas.
Fisiología
No recuerdo haberme meado ni cagado en la cama. Son faltas que vale la pena
contemplar porque, a mi edad, tal vez presagien el futuro cercano. Recuerdo muy
pocos orgasmos y eyaculaciones en sueños. Mis sueños eróticos, si son realmente
apasionados o deleitosos, siempre sucumben por despertarme con su convite a una
masturbación consciente y demorada. Esto me ha causado conflictos con algunas
parejas que parecieron ofenderse: personas inteligentes, fueron capaces de ofenderse
por el contenido de los sueños del otro, o por el uso que uno hizo de ellos. La ventaja
de olvidar los sueños es sustraerlos definitivamente del ridículo de su circulación
social. Pero tal vez los sueños sean lo social en estado puro. En los diarios de Kafka
sus sueños parecen calculados relatos, en cambio sus relatos, y los bocetos de relatos
que intercala en sus doce cuadernos y sus cuatro diarios de viaje están colmados de
escenas de sueños que nunca se confesó. Reconozco en el relato de los ocho
hermanitos un sueño que pudo haberme sucedido a mí. Lo mismo ocurre con el sueño
del combate con el padre, en la ventana. Tiene la misma estructura emocional que mi
sueño de combate doméstico con un gato, o un perro, que a su vez repite la forma del
sueño de mi combate con el niño gigante.

Los días blancos y los días negros


En mi país han adoptado el calendario lunar. Finalmente suprimieron los nombres
paganos y cristianos de días y meses y en su lugar rige un sistema numérico
sexagesimal basado en las relaciones entre la tierra, la luna y el sol aunque las palabras
año, mes y día siguen vigentes. Los niños fueron los primeros en adaptarse al sistema a
causa de la escuela y la publicidad de las televisoras controladas por el Estado.
Descubro que calculan su edad y las fechas de cumpleaños mediante complejos
cálculos de trigonometría esférica. Ningún adulto normal puede emularlos en el manejo
de tablas de senos, cosenos y tangentes que ahora integran sus juegos de computador.
Los escritores están desconcertados y, como los judíos que han perdido su sabbath y
los católicos, que de un día para otro han visto desaparecer el santoral que ordenaba sus
ritos, protestan y conspiran sin éxito.
Siento el deber de escribir sobre esto pero ningún medio aceptaría publicar mis
opiniones. Veo que los únicos beneficiarios del cambio son el sistema financiero, que
aplica la misma tasa de interés a estos breves meses de veintiocho días y las
multinacionales que importan los relojes electrónicos y los chips que tarde o temprano
todos tendrán que comprar para tener actualizados horarios y computadores. Pese a
todo simpatizo con el nuevo calendario y quisiera tener uno de esos astrolabios de
bronce que usan los empleados para calcular sus feriados y vacaciones. También
quisiera publicar algo al respecto, pero no bien pienso en los medios argentinos y en
sus lectores, vuelvo a desalentarme y me distraigo tocando música. Miro el piano y
pienso que debo ejercitarme con más dedicación ahora, porque tarde o temprano el
Estado avanzará sobre la música y decretará un cambio de la afinación y de los
teclados, para ajustar la música a la división racional del sistema de los sonidos que ya
rige en la Comunidad Europea.
Justamente, mi editor acaba de invitarme a un encuentro en Valencia. Un simposio
de escritores ofrece un buen marco, adecuado para manifestar mi opinión sobre el
calendario y la música, pero se acerca la fecha de mi viaje y no he redactado ni siquiera
un resumen con mis ideas. Viajo con entusiasmo porque el evento se realizará en un
pequeño teatro, o salón de música anexo a un castillo y el terciopelo rojo que allí tapiza
paredes y butacas emite calor y, a la distancia, me atrae con una promesa de bienestar
en contraste con el aire gris y helado que los cambios de calendario ha precipitado
sobre mi país.
Llego a España y el salón confirma mi expectativa. En el centro hay un piano que
debo ejecutar con mis obras, transcribiendo poemas al género musical de piezas breves.
Sería algo fácil de ensayar en un piano corriente, pero el de aquí tiene todas las teclas
blancas y sólo emite las notas de la escala cromática de do. Añoro las antiguas teclas
negras de sostenidos y bemoles que se alternan en grupos de cinco trazando una suerte
de retícula y orienta sobre la ubicación de cada nota. Ahora debo interpretar a ciegas
una pieza que aún no he empezado a componer y, perfumados y maquillados como
para un programa de televisión, comienzan a ingresar los escritores. Con el sistema
decimal de afinación, los acordes del piano han perdido su armonía y lo mismo ocurre
con lo que me proponía exponer: temo que a todos les parecerá ridículo que alguien
venido de Sudamérica se manifieste contra la sucesión de días blancos y confiese que
añora la época en que los días y los teclados tenían aquellas marcas negras de capricho,
azar e imprevisión que les daban sentido y, de alguna manera, hacían a ambos mejores.
Libros
El azar de lo dado

Un golpe de dados, de Stéphane Mallarmé, Versión de Agustín Oscar Larrauri, Estudio


preliminar de Eugenia Cabral, Babel, Córdoba, 2008.

En el “Estudio preliminar” de este libro, Eugenia Cabral, además de revisar la


historia de las traducciones de poesía en Córdoba y situar la importancia de la versión de
Larrauri de Un Golpe de dados, comenta los rasgos innovadores de la poética de Mallarmé
y sobre todo de ese poema único, disperso en la página blanca como astillas de naufragio
que luego se vuelven, una vez leídas, chispazos de luz en una superficie de pensamiento y
música. Y Eugenia Cabral cita esta frase de unos críticos franceses sobre el uso de las
palabras en Mallarmé: “De signos algebraicos que eran, se vuelven señales en el cielo. Por
sobre todo, las elige evocadoras, antiguas, raras.” El intento de ver en la página un espejo
del cielo se vincula al combate de Mallarmé con lo casual, lo fortuito, el azar. ¿Para qué
escribir si lo que se dice apenas depende de lo individual, el hallazgo expresivo, lo
circunstancial de una vida? Las estrellas seguirán ahí cuando el yo haya desaparecido y, de
alguna manera, el poema debería ser, musical o gráficamente, esa idea de algo que
permaneciera. Quizá nadie pueda verlo, todavía, pero aunque la mayoría incline hoy la
cabeza para atender a sus tareas, su supervivencia y su enajenación en el trabajo, eso no
impide que las estrellas brillen en el cielo, ignoradas, así como el poema persiste, altivo,
“tal que en sí mismo al fin la eternidad lo cambie”, según el verso del soneto a Poe. Esta
creencia mallarmeana en el poema absoluto, objetivo a tal punto que sea hecho por las
palabras mismas y no por el autor, implica un abandono de los materiales íntimos,
expresivos. Sólo que las estrellas, aunque impersonales por supuesto, no dejan de ser
parpadeos del mayúsculo Azar de la materia. Las constelaciones, como sabemos desde que
los dioses griegos cedieron su espacio a la observación de los cuerpos celestes, no existen
en sí mismas; son en verdad agrupaciones casuales que la mirada establece entre astros muy
distantes, pertenecientes a diferentes sistemas y aun galaxias, algunos de los cuales habrán
muerto hace siglos en el momento en que alguien los mira como partes de una silueta
imaginaria. Es lo que Mallarmé descubre con el Golpe de dados: las palabras, el verso
como su complemento superior que remediaría en parte lo arbitrario de la lengua, no
vencen el azar, el naufragio al que toda vida se dirige. Y el mismo pensamiento abstracto,
ideal, del idioma avanza hacia el naufragio. La historia, la acumulación de sinsentido, hace
que pierda poco a poco sentido la suerte del poema que se había alzado como un objeto,
soñando con un más allá del tiempo. Como la piedra negra sobre la tumba de Poe, el poema
se deteriora, se olvida, se va perdiendo en medio de las distintas y constantes crisis del
verso. La eternidad no hace del poema un monumento imperecedero, más bien lo anula
como fruto del azar de una vida, un momento. Según dice Larrauri en un ensayo citado por
Eugenia Cabral: “Mallarmé joven aún tiene el optimismo de que la creación puede anular la
fatalidad del azar. Luego, cuando al final de su vida publica Un golpe de dados, la
concepción se invierte y el vencedor absoluto es el mismo azar que había negado.”
Sin embargo, este conjunto de palabras dispersas, fragmentos de frases, esquirlas de
un poema simbolista que hubiese estallado, al mismo tiempo piensa en el azar que habría
derrumbado su pulsión de perpetuidad, por llamarla de algún modo. Cada fragmento
conservaría, reafirmaría la voluntad de esa suerte que hizo posible el poema. Un golpe de
dados describe el triunfo del azar –o sea la historia, la biografía, el hecho de llamarse
Mallarmé y vivir en el siglo XIX en Francia– pero lo niega en la medida en que aun así hay
un poema sobre una idea absoluta. La tensión entre azar y eternidad no se resuelve, y de esa
misma irresolución surge la posibilidad de lectura del poema. Entre la retórica de época y el
pensamiento que se niega a la repetición, entre la música de las palabras y la disgregación
del ritmo en un atonalismo gráfico que sólo es comparable a la escritura de los hitos
sonoros de John Cage, no se producen conciliaciones ni síntesis, sino que se escenifica el
carácter trágico de toda escritura: signos para cuando el cuerpo que los traza ahora ya no
esté presente, anticipación del vacío o idea de la muerte. La misma tragedia asordinada y
sin resolución, imagino, fue lo que hizo que Agustín Larrauri pudiera leer el poema de
Mallarmé y deseara traducirlo. ¿Qué podía decir Un golpe de dados en Córdoba en 1943,
qué puede decir en 2008? Los lugares y años desaparecen en el centelleo prismático de la
idea de Mallarmé, pero están pensados como vestigios, maneras materializadas del azar que
nos constituye. Son los restos del naufragio inevitable, pero a su vez sobre las aguas el
habla continúa naciendo, haciéndose, por ejemplo, en la palabra “borbollones” que emerge
de las olas en la traducción de Larrauri, quien la eligió para traducir “jaillissements”, que
también podría ser “brotes, surgimientos, salpicaduras”… Sin embargo, “borbollones” es
para nosotros la memoria del agua que se arremolina y colma los cauces angostos de los
ríos cercanos. Es la inundación de ciertos barrios. Es un ruido en un patio del fondo de
casas pompeyanas a la siesta. Queremos ese azar, que entonces se convierte en suerte, y que
hizo que una de las primeras versiones de ese poema a la lengua española se hiciera aquí,
en este mismo punto del planeta. Como si Mallarmé, “el maestro”, nombrado así por su
poema, le hubiese entregado a Larrauri lo que llama un “legado en la desaparición a alguien
incierto”, mientras lo rodea el gran naufragio, la locura a secas, o la locura de saber que
siempre se acerca la muerte. Y a su vez Larrauri, a los 26 años, traduce y transcribe una
especie de vocación que llegará de nuevo a “alguien incierto”, que somos nosotros y todos
los que vendrán después.
“Nada habrá tenido lugar”, dice el poema, pero a la vez instaura un lugar para
sostener la nada del lenguaje. Es el lugar de la conjetura, de lo posible. Dos veces aparecen
con letra más grande las palabras “como si”, “como si”… Como si este lugar en que
hablamos fuera algo que no puede ser suprimido por el azar de las lenguas ni por un buen
tiro de dados, porque allí “el maestro”, el que escribe ha desaparecido, dejando atrás la
estela de su barco, el borbollón del hundimiento definitivo. La constelación que dibuja el
poema, como una partitura que sólo debe ser interpretada por el pensamiento, tal vez
permanezca, y en esa posibilidad cobra existencia un lugar. El poema de Mallarmé fue ese
lugar para su traductor y esta versión puede ser un lugar, de nuevo, para lectores que aún
están por llegar. Así también, uno de sus primeros lectores, Paul Valéry, describió su
asombro ante la novedad de Un golpe de dados: “Me pareció ver la representación de un
pensamiento por primera vez colocada en nuestro espacio… Aquí, verdaderamente, la
extensión hablaba, pensaba, engendraba formas temporales.” Y luego del asombro ante la
rareza del dispositivo gráfico, esa orquestación con versales, mayúsculas, tipografías
diferentes y donde el blanco de la página al fin es un signo y ya no la superficie indiferente
donde se apoyan los signos, Valéry nos cuenta cómo poco a poco, con la caída de la noche,
se le va revelando el sentido de aquel poema. “Esa misma noche, escribe Valéry, cuando él
me acompañaba a la estación de tren y el innumerable cielo de julio contenía todas las
cosas en un grupo centelleante de otros mundos y mientras caminábamos, fumadores
oscuros en medio de la Serpiente, el Cisne, el Águila, la Lira –me pareció entonces que
estaba dentro del texto mismo del universo silencioso: texto hecho de claridades y enigmas;
tan trágico, tan indiferente como se quiera; que habla y que no habla; tejido de sentidos
múltiples; que reúne el orden y el desorden; que proclama un Dios tan potentemente como
lo niega; que abarca, en su conjunto inimaginable, todas las épocas, cada una asociada con
el alejamiento de un cuerpo celeste; que recuerda el más decisivo, el más evidente e
indiscutible éxito de los hombres, el cumplimiento de sus previsiones –hasta la séptima
decimal; y que aplasta a ese animal testigo, ese contemplador sagaz, bajo la inutilidad de
dicho triunfo… Caminábamos. Bajo una noche así, entre las frases que intercambiábamos,
pensaba en la tentativa maravillosa: ¡qué modelo, qué enseñanza allá arriba! Allí donde
Kant, bastante ingenuamente tal vez, había creído ver la Ley Moral, Mallarmé percibía sin
duda el Imperativo de una poesía: una Poética.”
Por supuesto, Valéry no piensa que los dibujos en el cielo tengan sentido por sí
mismos; sólo bajo la mirada del animal previsor, el animal que habla y que puede saber que
al hacerlo triunfa pero al mismo tiempo conoce la inutilidad del triunfo, las estrellas se
elevan por encima de las luces vanas que son. Del mismo modo, las palabras en la página
de Mallarmé pretenden olvidar su naturaleza azarosa, de sonidos arbitrariamente unidos a
conceptos, y aspirarían a revelarse como necesarias. Por un momento, en el interior del
poema, lo dado puede ser la imagen de la eternidad. Antes de separarse de Mallarmé,
Valéry piensa: “Ha intentado elevar al fin una página a la potencia del cielo estrellado.”
¿Puede decirse que el intento ha sido vano sólo porque el cielo le reveló simultáneamente al
animal sagaz que no es eterno? Más bien, como una estrella pulsar que agoniza pero aún
alumbra la bóveda oscura que imaginamos, el intento o pensamiento del poema tira los
dados. ¿Y no sale acaso el número perfecto cuando alguien, bajo otras constelaciones, casi
en otro mundo, puede leer y percibir en el poema que atraviesa los siglos y las lenguas su
propia vocación o llamado, el imperativo de una poética? El poema emitido, aunque
conozca su vanidad, la materia de que está hecho, siempre espera el resultado de su tiro, y
late, diríamos que titila, como si estuviera a millones de años luz y sin embargo, levantando
la cabeza, pudiera verse. Una simple cosa, un libro, puede ser todo eso, misteriosamente. Y
ayuda a que el animal sagaz recuerde la luz de su conciencia y se refleje quizá en los otros.
“Eso sería”, entre otras cosas, este poema de Mallarmé, ahora reeditado.

Silvio Mattoni
Las desventuras de Ovidio

Tristia / Tristes, Libros I y II, Ovidio, Edición bilingüe latín / español, Versión de Marta
Elena Caballero, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, 2007.

Hay momentos en la literatura que deciden el destino de una obra. Pensemos si no


en Dante dejando Florencia en relación al impulso de ese viaje fabuloso que es la comedia,
o en los itinerarios siempre azarosos de los poetas provenzales por encontrar su motivo de
festejo hasta inventar la poesía amorosa como celebración intelectual; allí está también el
vagabundeo del joven Joyce por el corazón literario de Europa, o el retiro silencioso del
último Tolstoi que registrar en su diario el cambio que ante todo se avecina; también el
ostracismo autoimpuesto por Eliot al cantar la estupidez de los hombres, y por qué no,
como una fábula del hijo pródigo, las peregrinaciones desencantadas de Ezra Pound
buscando en el viejo mundo la patria del espíritu moderno que Norteamérica le niega y que
sólo tendría su dimensión justa una vez concluidos los Cantares. Cada uno de estos sucesos
parece avalar una misma cosa: la literatura siempre se ha escrito lejos de casa; ya sea por el
fantasma del exilio que habla en los oídos de quien decide sustraerse lejos de todo, o por
quien se ve expulsado por la fama que su deseo ha alimentado.
En Publio Ovidio Nasón el destino quiso ver la consagración de la poesía de
occidente que, con cierto grado de grandeza y tragedia, se adueña de su nombre para
arrojarlo a los confines donde ni siquiera será mencionado en la lengua de su hexámetro.
De poeta elegíaco famoso por su Ars Amatoria, a poeta épico que compone un perpetuum
carmen de magnánima forma como lo es las Metamorfosis; la obra de Ovidio hubiera sido,
junto a la de Horacio, Tibulo y Propercio, un volumen más entre los nombres de la era de
Augusto si no fuera justamente por este último nombre que le depara un gran revés para su
vida. En el siglo 8 d. C. el poeta es desterrado a Tomos sobre la costa rumana del Mar
Negro en los confines del Imperio. Los motivos que lo llevan a ese lugar salvaje e inhóspito
son confusos y por demás propensos a alimentar las conjeturas que entretejen –desde la voz
del propio Ovidio– el costado político y erótico de su obra que, en los tiempos de juventud,
contraría las leyes imperiales de Augusto al convertirlo en “maestro del obsceno adulterio”.
Pero hay también en ello espacio para las confabulaciones y el escándalo, tanto sea de
índole público o privado, como asimismo en la suerte del poeta donde encuentran lugar la
ofensa moral y religiosa: Ovidio podría haber sido un conspirador y un rebelde republicano,
un sacrílego y además un posible amante de la hija y la nieta de Augusto. En fin, por
alguno de estos motivos jamás volvió a Roma. Murió en el año 18 d. C., y a este último
período corresponden sus lamentos de exiliado que se conocen con el nombre de Tristia,
ese “conjunto de tristezas” compuesto en la orillas del Ponto.
En una de sus elegías a Cintia, Propercio deslizó este deseo póstumo complacido en
su suerte: “Carezca del conjunto de platos olorosos y que sean las mías / las humildes
exequias de un funeral plebeyo. / Demasiado grande será, si mi cortejo son tres libritos de
versos / que llevaré a Perséfone como el don más preciado.” Así mientras el autor de las
Elegías se congratula en una falsa modestia literaria que ha sido alimentada por la fama;
Ovidio, desencantado y en algún punto humanizado por el sufrimiento, desteje las
particularidades de su destierro, los constantes lamentos que invocan el perdón de Augusto
y la transformación de sus últimos años en los versos con los cuales se recuerda que “los
poemas hilados nacen de un ánimo sereno: / pero mis días están nublados por males
imprevistos.” El infortunio del desdichado, la desventura que azota como un mar
enfurecido la nave de los días con la distancia antepuesta a todo lo que se ama, llevan a
Ovidio a emprender esa mirada retrospectiva que nace del presente acongojado en el cual,
el poeta de Venus, parece preguntarse qué ha sido de aquel escritor que disponía del ocio y
el retiro para la amistad serena de la lira, ante este otro que ahora se reprocha: “a mí el mar,
a mí los vientos, a mí la fiera tempestad me hostigan.”
Siguiendo una importante observación en el estudio que antecede a la traducción de
Marta Elena Caballero, habría que preguntarse entonces si frente a la desventura que
recorre los últimos años de Ovidio “existen todavía los géneros literarios de la tradición
grecorromana cuando hay necesidad de lamentarse, pedir y recordar”; incluso cuando
Tristia, por forma y contenido, claramente delimita el perfil final de la elegía. Ocurre que la
experiencia del sufrimiento que irrumpe como un claro en el aparato mitológico erudito, da
a esta poesía un tono particular al recortar un contorno autobiográfico en las escenas de su
partida de Roma descriptas con un tenor trágico sorprendente; a lo que también se suma el
uso de la confesión como exposición de la amistad sincera que deberá salvar la memoria
del poeta; y por último –y tal vez como el aporte que más nos acerca a este texto€– la
defensa retórica emprendida como una especie de lectura de sí mismo que llega a la
máxima tensión entre persona y obra cuando el autor de la Metamorfosis nos confiesa:
“Créeme, mis costumbres son distintas de mi poema / –mi vida es moderada, mi Musa
festiva–”. De este modo Ovidio parece presentarnos una de las primeras formas de la lírica
en la cual, la vitalidad perdida, el exilio que se consume y la experiencia de la literatura
como obra de los siglos, deben leerse como un todo inseparable.
Pero por momentos los retratos que Ovidio nos presenta se empeñan en ir más allá
del yo que habla en cada verso. Hay una clara conciencia de que el destino de su nombre se
entreteje junto a las palabras pronunciadas; en definitiva éstas, en la personificación
retórica del libro que lleva por el mundo la fortuna de su fama, son las que nos hablan en
versos como éstos: “Si, quienquiera seas, tienes mi rostro en la imagen de tu anillo, / quita
de mis cabellos las hiedras, guirnaldas báquicas. / Esos signos felices convienen a poetas
alegres: / para mis sienes no es adecuada una corona.” La tristeza de Ovidio excede
entonces el hecho puntual de su destierro y se acerca a la suerte corrida por su obra. Como
Horacio, que ve en ella un monumento más perdurable que el bronce y más impresionante
que las pirámides por medio de la cual no morirá del todo, para ambos poetas está claro
que, de los actos transformados en palabras, quedarán sólo las palabras unidas al destino de
ser leídas por los años. Así en el incierto futuro de la obra inconclusa que se presta a malos
entendidos, o en la memoria encargada a los amigos de Roma que deben luchar contra las
calumnias, y hasta en la autocrítica que el poeta hace a sus primeros libros, se nos ofrece el
conjunto de una poesía que aparece ajena a la autoconsagración y al margen de la
complacencia con el poder. Severa, doliente, austera ante la grandilocuencia de la retórica
romana y entonada en la voz que ahora canta desde el fondo de las sombras la desdicha
literaria, la poesía de Ovidio parece recordar la eternidad prometida a los hombres como
algo imposible, su fortuna: “Cuando era libre, era tocado por el deseo de la fama / y tenía
ansia ardiente de alcanzar renombre. / Si no odio ahora los poemas y el afán que me perdió,
/ sea bastante: por mi ingenio fue causado mi destierro.”
A diferencia de la conciencia moderna para la cual el arrepentimiento y el abandono
están permitidos, en Ovidio no hay posibilidad de asumir plenamente la renuncia de sus
libros. Renegar de ellos es sólo una virtud de su astucia. Es por eso que a la ligera literatura
de su juventud la redimirá el semblante serio y adusto del hombre maduro que al saberse
lejos de Roma se sabe nadie como Ulises sin su nombre. Sin embargo, en el libro segundo,
cuando la intención de su poesía vuelve una y otra vez sobre el perdón pedido al César, la
obsecuencia desesperada lo gana todo. Ovidio llega a negar la adoración de su joven musa
festiva, la pasión que lo hizo famoso y hasta la distinción que le otorgara su ingenio por
sobre el resto de los hombres; al mismo tiempo que confiesa sentirse entregado por
completo al querer del soberano en voluntad y afecto, para lo cual, señala que prueba de
ello es la inacabada Metamorfosis en la cual “encontrarás allí elogios de tu nombre, /
encontrarás muchas pruebas de mi afecto.” En definitiva Ovidio en este libro deja por
sentado claramente cómo quiere ser leído en la urgencia que aqueja a su condición de
ciudadano; mientras que al mismo tiempo, se adelanta a refutar los siglos pues “Entre
tantos miles de mi pueblo, entre tantos escritos, / seré el único a quien haya dañado mi
Calíope.”
¿Pero qué hay de poderoso en la poesía juvenil de Ovidio y en la congoja de su
madurez que aún lo leemos con sorpresa? Pascal Quignard señala que “cuando Augusto
reorganiza el mundo romano bajo la forma del imperio, el erotismo jubiloso, antropomorfo
y preciso de los griegos se transforma en melancolía espantada.” La celebración de Eros,
que es el origen mismo de la poesía, aparece entonces como la contraparte del orden
imperial que ya no ve con buenos ojos aquellos “versos aptos para endulzar los oídos.” Una
última imagen se nos impone al comprender que nada volverá a ser como era la felicidad
inmediata de los goces de Venus. La nave que por el Adriático lleva a quien en su epitafio
pediría ser nombrado como “el que canta, el que juega, el que se divierte con lo tiernos
amores”; lleva también al primer poeta que ve de frente el rostro de la desventura, que
escucha la canción de la melancolía, la tristeza y la nostalgia, y que al mirar su vida pasada
se pregunta “¿Todo se disipó en los vientos marinos? / ¿Todo quedó sumergido en las aguas
leteas?”

Carlos Surghi
La escritura sin fin

La intemperie sin fin, por Oscar del Barco, Alción, Córdoba, 2008, 2ª edición ampliada.

En ciertos ensayos que podríamos llamar “literarios”, escritos en los años ’70, y
reunidos luego dentro del libro La intemperie sin fin, Oscar del Barco plantea por
momentos una teoría de la escritura. O más bien la escritura es pensada allí como una
práctica material que impugna el funcionamiento normal del Sistema. Ante el Sistema,
puesto así con mayúscula en algunos pasajes de aquellos textos, la escritura ejercería
cierta violencia que pone en crisis la forma jerárquica que le da sentido, critica el sentido
mismo como jerarquía. El Sistema, o la estructura piramidal del sentido, o la metafísica
implicarían siempre un punto dominante, un centro. En la literatura, por ejemplo, la
metafísica se manifiesta en la noción de autor, como origen y fuente del sentido. Porque
de alguna manera la noción de autor no se refiere al cuerpo de quien practica la escritura,
sino que se trata de una idea, bajo la cual todo cuerpo es intercambiable. El autor, que
otorga sentido al texto, que es su fuente o su original mental, reproduce otros fundamentos
trascendentes que borrarían la materialidad de las palabras, la página misma, tales como el
“genio”, el “espíritu”, “Dios”. Algunas frases de Stéphane Mallarmé, quien siempre habría
intentado pensar el espacio de la escritura, aparecen y se reiteran, o son aludidas, en los
ensayos de Del Barco. Sin ellas, sin el misterio de esos preceptos mallarmeanos, sería muy
simple decretar una supuesta “muerte del autor”, que incluso podría pensarse como
exterior al espacio literario, ocasionada por la repetición de una industria de la literatura
donde cada nombre sólo es una función intercambiable. Pero si el “autor” fuera
sencillamente “mortal”, si pudiera morir, ya sería ese cuerpo discontinuo de alguien,
fechado, nombrado, arrojado al desgaste, sería algo material.
Cuando Mallarmé dice: quien realiza íntegramente la práctica de la escritura se
suprime, quiere decir que ese practicante, ese oficiante, se autolimita, pierde la propiedad
de sí mismo que lo ataba a la repetición banal de todo, olvida expresarse, se da un campo
de experimentación verbal para que la inicitiava no surja del mero individuo. Esa práctica
vaga y antigua, según los adjetivos de Mallarmé, pero celosa también, fatal de alguna
manera, hace desaparecer al autor sólo en la medida en que le ofrece a un escriba
desprovisto de tesoros la intuición de su muerte. Y ese acontecimiento a la vez niega la
existencia de la totalidad, la conciliación absoluta, y afirma la experiencia de la unidad.
Algo verdaderamente escrito sería un fragmento, pero no de la totalidad articulada de lo
discontinuo jerárquico, no aludiría pues al sistema como función o casillero o resorte, sino
que remitiría a la operación que confirma su desmembramiento y lo hace presente en cada
instante. Parafraseando lo que Del Barco dice de Bataille, los escritos son “fragmentos de
una unidad ausente, pero ausente en sentido absoluto, vale decir de una unidad que no
existió nunca ni puede existir”. Pero esa unidad ausente, imposible, no deja de ser una
experiencia. Es la obra, como aquello que la escritura constituye pero al mismo tiempo
niega, difiere. Porque la escritura desarma toda obra, la deja incompleta, e incompletable
por definición. ¿Cómo escribir si la obra está hecha? Aunque también podemos preguntar:
¿cómo escribir sin la inmediata transformación en obra de lo escrito?; ¿cómo escribir la
obra que sea la potencia de la obra ausente?
Respondamos con otra frase del ensayo “Leer Blanchot”, que dice: “allí donde la
mano abandona la copia de un texto ya escrito (en la mente del escritor, en una sociedad,
en Dios) y se entrega a un ritmo ajeno, extraño, la escritura es tan anónima como la hoja
de un árbol”. Esta experiencia del ritmo, que vuelve anónima la escritura, proviene de la
poesía, ese juego de máscaras pronominales donde “yo” siempre es otro. Y por otra parte,
entregarse al ritmo es una forma de cumplir un precepto mallarmeano sobre la obra: ceder
la iniciativa a las palabras. Pero supone un anhelo de presencia, una promesa de felicidad
o una figura de lo inalcanzable. Ser otro es lo imposible que se le propone al yo desde la
fragmentación rítmica de la obra. Ser “como la hoja de un árbol”, igualmente dócil,
estructurada y única, emblema del instante pleno donde se olvida la perentoria elocución
del poeta. Pero la hoja temblando en el árbol bajo un haz luminoso no es la hoja anónima,
sino su visión, en la hoja blanca y ahora escrita. Del Barco propone, como Bataille, como
Mallarmé, una escritura de lo imposible. Todo texto, en el fondo y siempre repetible, ¿de
dónde podría salir sino del lenguaje, que es la sociedad, el pensamiento y la idea de lo
divino recorriendo las épocas y los lugares? Sin embargo, ahí está el ritmo experimentado
al escribir que sigue prometiendo la obra impersonal, absoluta, la ausencia hecha de
palabras y figuras. La práctica de la escritura hace visible lo imposible, la hoja anónima,
indeterminada, o sea, libre. Porque la escritura, en su potencialidad, incompleta y
atravesada de nada, revela de golpe, en su entrega al ritmo que la guía, bailando, la falta
de libertad de todas las determinaciones del sentido. El ritmo entonces, quizá de una
manera “griega”, sería una manifestación sensorial, mensurable, de la justicia, o al menos
una revelación de la injusticia que consiste en someter la unicidad ritmada, los granos de
voz y los timbres, al imperio de los conceptos, siempre traducibles. La injusticia: someter
las palabras a la información, los cuerpos a la conciencia, los individuos a la función
social, etc.
De alguna manera, lo justo sería que fuera posible morir, o sea, escribir. La
función, la conciencia, la información no pueden morir, no desaparecen con el cuerpo que
apenas les sirve de soporte. Eso, el Sistema, transita, se transmite, se traslada. El que
escribe, si lo hace íntegramente, esquiva esa red, o la atraviesa, quiere pensar un cuerpo
con su cuerpo, quiere la ausencia en el corazón del presente. Según Del Barco, “el texto
no afirma la homogeneidad”. Lo escrito, en la medida en que alude a la supresión del que
escribe, se vuelve rastro de un acto, leve vestigio simbólico de la violencia de una vida
que entonces, en cierto modo negativamente, se habrá inscripto allí, para usar la figura con
que Del Barco indica la objetividad del texto, como en “una red sin centro, llena de cortes,
de hilos que se prolongan hasta desaparecer en la Noche, unidos a otros hilos, formando
un tejido que de pronto cuelga deshecho como si sobre él hubiera pasado una garra”. ¿Qué
clase de tejido sería ése, desgarrado, sino el de un cuerpo, que se gasta, que es a cada
instante la presa inerme del tiempo, el alimento de la noche oscura? Porque el cuerpo,
indiferenciado de sus órganos pero sin la articulación de éstos ni la subordinación a la
cabeza y a la fantasmal conciencia, pareciera excluido de lo escrito, cuando en verdad su
acto instauró la escritura y la transformó en huella. Artaud, también estudiado por Del
Barco en La intemperie sin fin, es el nombre de ese grito del cuerpo contra la racionalidad
del lenguaje, que oculta la irracionalidad de todo acto de habla. Si existo en un tiempo y
lugar, si veo pasar el tiempo que conduce a la muerte o al más imaginable y más terrible
deterioro previo, ¿cómo puedo decir “yo” sin abolir de golpe la razonabilidad de todas las
proposiciones posibles, hechas para un sujeto reiterado, trascendente y abstracto, que
piensa o conoce sin ser nadie, que se sustrae de la res extensa como si pudiera nombrarla
desde afuera?
Pero para que el cuerpo, una experiencia de la continuidad, aparezca, despunte en
lo escrito, habría que escribir la ausencia del sujeto que escribe, así como pensar la
ausencia de pensamiento. La escritura, como el erotismo, como las obsesiones y la
amenaza de la locura, en los ensayos que estamos leyendo, son formas de pensar la
ausencia. ¿Ausencia de qué? Ausencia del yo, ausencia del pensamiento, en última
instancia, ausencia de Dios, que es el título que le diera Bataille a cierta desesperación por
escribir el vaciamiento de lo íntimo y la certeza angustiante de la nada que sólo se puede
experimentar pero no comunicar. En algún momento, cada uno siente en su cuerpo la garra
que deshace la red de hilos del nombre propio, y a esa puntada en el plexo solar que clava
el cuerpo contra el lugar al que está confinado se la puede llamar idea de la muerte,
imaginación de un acontecimiento que no puede pasarle a nadie, porque no hay entonces
paso que dar ni alguien que lo dé. La escritura, explicación órfica de la tierra, simula ese
acontecimiento, diríamos que lo sueña. Del Barco comenta así la frase de Mallarmé:
“explicación ‘órfica’ del universo es, desde otro sesgo, el universo en su momento órfico;
esto está implícito en la desaparición elocutoria del poeta: el arte se desprende del autor
para devenir él mismo universo”. Cuando ya no hay un “yo” sustancial que habla, que se
expresa, que origina lo escrito, entonces, el universo se vuelve órfico, es la unidad de lo
que hay que se revela con la caída de la división entre sujeto y objeto. Esa disolución
momentánea del individuo, si se diera, sólo podría ser percibida por un asistente al
acontecimiento. Advertir dicha pérdida en la escritura sería ya abandonar el espacio en que
se escribe, sólo el lector puede recibir la explicación, como un neófito al que se le revela
que lo escrito no dice nada, que lo escrito es por sí mismo. De allí extrae Del Barco una de
sus más persistentes consideraciones de raíz mallarmeana: el escritor no sería por lo tanto
sino el primer lector de lo que se escribe, solo, en la página blanca. La desaparición
elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras, implica esta transformación del
supuesto autor en primer lector. El poema, hecho por el ritmo e iniciado por alguna
palabra intempestivamente precipitada en el papel, se muestra ante los ojos asombrados de
quien lo ha escrito y lo ha visto, sin entenderlo antes. Y sin embargo, en el primer lector,
que descifra la explicación órfica en el poema, habría un pensamiento, una razón aunque
fuera negativa. Para construir el poema, casi a ciegas, habrá sido necesaria la destrucción,
la idea de la nada, la excavación en la inanidad del lenguaje que reduce cada palabra a un
sonoro adorno, de sentido abolido, nulo. Para desplegar las imágenes de un prisma
giratorio, habrá sido preciso lanzar la idea con un hilo previamente enrollado, negándole
una existencia fuera de las palabras. Para sentir la muerte y predecir el hundimiento, que
hace del cuerpo supuestamente hablante un náufrago, habrá que negar la idea de la
negación, la conciencia que se piensa a sí misma.
En “El enigma-Sade”, escribe Del Barco: “Todo se anuda y se desata. El juego
insensato es el juego de las relaciones: escritura que surge de leves presiones, escansiones
de un movimiento que no puede ser sino una fractura, una puntuación, una diferencia que
no encuentra su detención, un uno que se divide sin que nunca haya el uno como tal pues
lo que llamamos uno ya es una división.” En este sentido, como campo de relaciones
rítmicas, toda escritura es poesía, infinitamente analizable, y a la vez unida por su
movimiento que “un poco avanza y otro poco se frena”, como escribiera el poeta Sandro
Penna. Su única y última detención sería el silencio, ese blanco que al final retorna y que
en unas notas Mallarmé sugiere que vendría como a autentificar la nada, pero que en
realidad abre la posibilidad de pensar aquello que ha terminado, abolido pero no anulado,
el poema o la música. La detención siempre sería diferencia y se difiere, porque en cada
momento de lo escrito está inserta como su pausa, su escansión. Las fisuras que atraviesan
esa red desgarrada, que se divide o esparce sin haber sido nunca una unidad, abre sin
embargo el espacio posible del rastro o vestigio: algo vivió en ese ritmo.
Hablando de Macedonio Fernández, dice Del Barco: “lo único que existe: la
escritura; la cual no ‘dice’, pero sí es”. ¿Y qué significa esta afirmación? La práctica de la
escritura, que anularía el dominio del sujeto, la adecuación entre palabra y cosa, el
sometimiento del sonido al sentido, ¿qué deja que sea o qué hace aparecer? Para responder
estas preguntas, avancemos hacia el “Prefacio” del libro, de la primera edición de 1985,
escrito a la luz de los ensayos que citamos. Ahí se lee: “Creíamos que el final era la
simplicidad de la inexistencia (concluir en que no hay sujeto ni predicado y que en
ninguna parte existe un autor de los libros, ni un hablador del habla) pero ahora sabemos
que ése era sólo el principio.” Porque más allá de ese principio está lo que falta y siempre
ha de faltar, algo que no está dado como un objeto describible, enunciable. Más bien es la
atracción de la nada hacia su más allá, que acaso sea también su origen. La escritura, antes
del habla y la nada del murmullo, habría sido la afirmación de algo y tal vez lo será. Tras
el naufragio del poema, Mallarmé encontró la huella, el acto de manchar la hoja con un
negativo del alfabeto de los astros, negro sobre blanco.
El desequilibrio de Mallarmé, su contradicción constante, escribe Del Barco, “no
es otra cosa que el balanceo entre la explicación órfica, el Libro que espeja la Idea, y la
escritura que en la página blanca traza sin nadie su senda inefable”. Entre la unidad
inalcanzable de lo que hay, explicado rítmicamente, y la senda trazada en el papel, esa
materia que se anula a sí misma, se produce un vaivén, por el cual el lenguaje dice que no
es nada, que nadie habla, pero también señala hacia fuera, hacia el cuerpo donde se hace la
escritura, hacia el gasto, la huella y el resto. Así, en La intemperie sin fin, de la
inexistencia del autor, la obra, el sentido, no surge sólo la nada declarada, sino que se
avecina algo presente: el poeta o el sufriente o el ausente que desde una palabra
abandonada hace señales.

Silvio Mattoni

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