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Índice
Ensayos
Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole Oscar del Barco
Aforismos Georges Bataille
Acefalía, mimetismo y escritura Natalia Lorio
Vermeer, o la geometría de las pasiones Carlos Surghi
Memorias de un poeta ruso Silvio Mattoni
Niebla. Una lectura de Jorge Luis Borges Emmanuel Biset
Joaquín Giannuzzi: secretismo Mariana Robles
Sobre el concepto de hiedra. (Prolegómenos) Yves Bonnefoy
Poemas
Notaciones sobre el horizonte. Yves Bonnefoy
Sonetos Étienne de la Boétie
Lluvias Laura Wittner
Expreso Córdoba-San Francisco Luciano Lamberti
Escritos en la cama Paula Oyarzábal
Escrita
Margen
Sueños Fogwill
Libros
El azar de lo dado Silvio Mattoni
Las desventuras de Ovidio Carlos Surghi
La escritura sin fin Silvio Mattoni
Escribir aunque no haya algún pretexto*
Cecilia Pacella
*
Leído en la presentación de El banquete Nº 5 el 13 de marzo de 2008 en Buenos Aires.
preparar el banquete se parece al gesto de acomodar los almohadones del sillón, colocar
una precisa lámpara e invitar a leer.
Yo personalmente he sido una de las ociosas lectoras invitadas a sentarse en los
primeros cuatro números que El banquete publicó entre los años 1997 y 2000 y sin duda no
tengo más que palabras de agradecimiento para aquel consejo de redacción que dispuso
para mí lecturas únicas; si ahora tomo la posta y preparo con Carlos Schilling, Silvio
Mattoni y Carlos Surghi este banquete, me guía el impulso y la ilusión de que la literatura y
el ocio sigan siendo partes de nuestras vidas.
Mallarmé cree que puede resucitar a su hijo y por eso decide llevar a cabo el acto
absurdo, según la palabra con la que san Pablo califica la creencia en la resurrección. Acto
milagroso en el que J.-P. Richard no cree. Y en esta no creencia radica, a mi juicio, la
debilidad de su gran ensayo. Se trata, como dije, de una alquimia verbal y, por eso mismo,
ontológica, que nos exige abandonar las seguridades y convicciones del absoluto empírico
para elevarnos, digamos, a la más despojada espiritualidad. Sin ese abandono previo y sin
esa instalación en lo puramente abierto de lo posible, todo intento de acercarse a la
inestable captación del poema me parece destinada al fracaso. Invertir las creencias más
poderosas de nuestro ser habitual implica producir en nosotros, no miméticamente sino en
la pura realidad, la metamorfosis dolorosa que Mallarmé se infligió a sí mismo, situándose
de este modo, abruptamente, en una tradición reconocida como esencial en la historia de
oriente y de occidente. Si, por el contrario, seguimos en la creencia de que la llamada
“materia” es todo y el “espíritu” sólo un efecto secundario, por supuesto que no se puede ni
atisbar el problema de la resurrección (recordemos el desprecio de los filósofos griegos
cuando Pablo les comenzó a hablar de la resurrección...). A la inversa, si todo es espíritu
tampoco hay resurrección porque no hay muerte. El problema consiste en encontrar esa
dimensión, esa abertura previa que vuelve posible a posteriori tanto la materia como el
espíritu, el “yo” como el “mundo” (teniendo en cuenta que yo y mundo se conforman en
unidad esencial de mutua co-pertenencia).
Si allí no existe un yo, es decir una sustancia autónoma a la que también se puede
llamar alma o sujeto, ¿quién o qué muere? ¿Morir es el deshacerse de algo? Y si hubiese
alma, ¿sería el alma la que se deshace? Si sólo hubiera conexiones de infinitos elementos a
los que más allá de su evanescencia llamáramos alma, ¿esa evanescencia esencial sería la
muerte? Pero si no hay nada, ¿qué podría morir? Y si no hay algo a lo cual llamar “muerte”
(o lo que muere), ¿a qué llamaríamos “resurrección”? ¿Recomponer en inexistencia un puro
soplo sería “resucitar”? ¿Resucitar entendido como un puro acto del espíritu? Si llamo
muerte a esa extinción de lo ya eternamente extinguido, ¿resucitar sería mantener al muerto
presente en inexistencia como perpetuo recuerdo? Pero ese perpetuo recuerdo, ¿de quién
sería si no hay quien? ¿Un recuerdo de igual jerarquía que el muerto? ¿Anatole elevado a
presencia ideal imperecedera? Esto exige sostener una situación milagrosa que se extingue
al menor desfallecimiento, de allí, posiblemente, el “fracaso”, el abandono del poema por
imposibilidad de sostenimiento en vida ideal-real del hijo muerto. Pero aun así,
extinguiéndose su resurrección, el poema es un acontecimiento inmortal que el poeta
testimonia diciendo he aquí a mi hijo, ecce homo.
No puedo leer el poema sin pensar en el extremo dolor humano. Si ya fuera de sí el
dolor es la ultimidad de lo último, entonces es allí donde se alza el poema. Pero el dolor,
¿se puede justificar?, ¿cómo se justificaría? No se justifica ni se explica. En tanto la alegría
sensible remite a un inteligible, a una causa original, el dolor consiste, precisamente en el
paso, en la caída absoluta sin causa, sin sentido, sin fundamento. Y entonces, vista en este
orden, la poesía es el renacimiento de lo inteligible, ese más allá u otro que ser que
conmueve el pensamiento alentándolo a su trascendencia.
Mientras la madre lo resucitó considerándolo no muerto y envolviéndolo en los
gestos y menesteres de la vida (“¡quiero que viva!”), el padre, Mallarmé, lo resucitó
idealmente haciéndolo vivir en su infinita particularidad ideal, en la culminación extrema
de la pobre y absoluta vida del pequeño. ¿Dos resurrecciones? La de la madre que lo arropa
y le habla a su niño muerto-vivo afirmándose en una demencia reservada; y la del padre
trastornado por ese mundo órfico ahora puesto a prueba en una masa de carne y huesos. Y,
agreguemos, el “lector”, que necesariamente debe asumir la tarea de sostener, allí donde el
mismo Mallarmé desfalleció, el espíritu vivo del muerto mediante esas hojitas salvadas
casualmente de la catástrofe. Seguirá siendo una incógnita el hecho de que no las
destruyera, de que las numerara en su ser incompleto, y que de alguna manera, a cuya
comprensión no podemos tener acceso, las dispusiera para el posible futuro que ahora
somos sus lectores, como sus lugartenientes, digamos.
Aceptar la resurrección es imposible, o lo imposible, el límite que encuentra la
filosofía en cuento “razón”. Mas el hecho de que haya algo-alguien, aquí y ahora, también
es un imposible (como la resurrección), pero al producirse, o volver posible ese imposible,
se toca la resurrección imposible.
Para realizar su operación “mágica” o su “alquimia” Mallarmé debió ante todo
desencarnar a su hijo, volverlo espiritualidad absoluta, para luego encarnarlo en sí mismo
(como dijo en el soneto en honor de Poe: cambiarlo en sí, la eternidad, en él mismo), en su
cuerpo, en su carne, palmo a palmo, sin diferencia. A ese espíritu (también Nietzsche, en su
momento extremo, en cuanto“ya no hombre”, dijo: “yo soy Prado”, “soy todos los hombres
de la historia”; locura, sí, locura, pero ¿qué significa esta locura como positividad?) había
además que sostenerlo para poder realizar el milagro de la resurrección en él: Mallarmé
tiene que transmutar su propia vida, en detalle minucioso, en la vida de Anatole, para que
éste se realice de nuevo, en eterno retorno, en espíritu. La resurrección es eso, y más aun,
más allá, dice que ya somos gloriosamente eternos (muertos) en espíritu. El problema, el
grande, tal vez posterior, consiste en sostener locamente, es cierto, ese grado extremo de
desencarnación.
Mallarmé, dice Y. Bonnefoy, cree en el “no-ser fundamental de la condición
humana”, y por eso pudo afirmar que “felizmente estoy completamente muerto”; pero no
sólo a “esta vida que es muerte”, como interpreta Bonnefoy, sino verdaderamente muerto.
Este, creo, es el saber, que al mismo tiempo es el Libro: saber de la propia eterna muerte
que no cede a ningún atributo. ¿Se puede creer que somos más que un respiro de muerte?
¿Qué se quiere decir cuando se dice que Mallarmé “quería vencer el tiempo donde se nace
y se muere”? ¿Despojarse del peso material de la carne y eternizarse sin trascendencia,
quiero decir en la nada de la inmanencia trascendental?
De manera inevitable hay que detenerse en Hegel, en ese “titán del Espíritu
humano” como lo llamó Mallarmé en su conferencia sobre Villiers de L’Isle-Adam.
Hegeliano de avanzada que incluso se adelantó a los filósofos franceses, ya que
posiblemente desde 1861 y por incitación de Lefébure y de Villiers, lo “estudia
asiduamente”, “se sumerge con cuerpo y alma en la aventura hegeliana” (como afirma J.-P.
Richard). Pero no sólo de avanzada por el entendimiento sino también, y ante todo, por el
“goce”: Mallarmé “quiere gozar” de la filosofía; ¡no deja de ser sorprendente ese querer
gozar nada menos que de la lectura de Hegel, cuando por lo común sus exégetas tratan de
“entenderlo”, de explicarlo! ¿Qué ignotos vasos comunicantes vincularían la textualidad
tenebrosa, superior al concepto, de ambos autores? Recordemos, en un solo signo, que
Hegel se sintió enloquecer al escribir la Fenomenología del espíritu, y que, sugiero, tal vez
este haya sido el punto en que se entrecruzaron en lo aórgico de sus particulares itinerarios.
Como señala Julia Kristeva “Mallarmé capta en la Idea un principio de superación
(yo subrayo) del ‘yo’ subjetivo que sus contemporáneos trataban precisamente de exaltar
con la ayuda de Fichte”, y agrega: “Pero el renunciamiento al absoluto del ‘yo’ mina la
unidad del sujeto y lo disuelve en la locura”, por lo que la Idea pasa a ser la que suplanta la
locura. Se trata de una Idea poética, polimorfa, “ritmo, danza, pluralidad numérica”, lo
propiamente abierto, la “negación de cualquier inteligibilidad dada de una vez para
siempre”. Es la repetición incansable recorriendo eternamente el mismo ciclo. La
culminación de la Idea es su propio y necesariamente inédito recomenzar; ese “no poder
detenerse jamás” (lo que Hegel llama la negatividad) es la realización de la Idea, es decir,
el momento de recogimiento de la motilidad del “Ser-revelado-plenamente-en-su-totalidad-
por-el-Concepto” (según A. Kojève).
Hegel fue como una tabla de salvación para Mallarmé tras su larga crisis espiritual
de 1866-1871, pues encontró en él la idea del poder de la nada como peligro, sí, pero
simultáneamente como salvadora: la destrucción puede recrear, “el fracaso es necesario
para la victoria”; hay que atravesar la selva del sufrimiento, del mal, para surgir al campo
de la salvación. Mallarmé puede asumirse como es, en su depresión, en su esterilidad, para
en una dolorosa sublimación que conserva y supera rescatarse de nuevo a la vida plena del
acto poético. En otras palabras: la positividad de lo negativo, la afirmación absoluta, es lo
que descubre en Hegel, y es así que “trata él mismo de desposar los avatares del espíritu
absoluto”, “calcando su propia vida sobre la curva de una evolución cósmica” (J.-P.
Richard).
Si bien referida a Herodías, la siguiente observación de J.-P. Richard se acomoda
perfectamente al suceso de Anatole: “...pues Herodías , alienada en san Juan, debe de una
cierta manera suprimirlo a su vez , es decir, suprimirlo físicamente, si quiere recuperarlo en
sí misma [...]. Esa mirada muerta…¿no es la famosa negación negada de donde Hegel
pretendía hacer emerger el ser? Recuperarse en una conciencia distinta, y muerta...”. ¿Este
sería “el misterio mortal” del que habla J.-P. Richard en su Introducción al poema?
Mallarmé está frente su hijo que, muriéndose, lo interroga con los ojos respecto al
incomprensible momento que está viviendo y que sin saberlo, pero en un hondo
presentimiento, es su propia muerte, la que lo vuelve sagrado (hoja 75 del poema); es en
ese momento que realiza su “salvación espiritual” pues “su muerte es una teofanía que pone
humanamente en evidencia la trascendencia, presente en él, de la muerte”.
El padre sabe que el hijo va a morir, pero el hijo no sabe que va a morirse. Esta
diferencia fúnebre es esencial para la finalidad que se propone el padre con intensidad
absoluta, porque, tratándose de una salvacion en espíritu, éste debe asumirse, o lograrse, sin
limitación alguna, “en sí mismo”. El diálogo de Mallarmé con la muerte es de una
sobriedad y de una tonalidad acorde con la tragedia. Es esa ignorancia del niño, que “la
muerte utiliza para apoderarse más fácilmente de él”, la que va a utilizar el padre “a fin de
sustraerlo de la empresa mortal” (J.-P. Richard). Según este autor el razonamiento
metafísico central de Mallarmé es que “una muerte inconsciente no constituye una
verdadera muerte”, porque la muerte auténtica implica el verse y saberse moribundo... de
allí la consecuencia inusitada y entrañablemente religiosa de que la muerte de Anatole no se
ha “verdaderamente producido”. Mientras en el Igitur el pensamiento de la muerte implica
la muerte, aquí “la inconsciencia del agonizante” evidencia “su eternización”. En resumen:
“Puesto que no hay muerto sin pensamiento de la muerte, la ausencia de ese pensamiento
borrará lógicamente la realidad mortal”. Se trata de un contra-argumento ontológico que le
permite al padre pasar “de la no conciencia del agonizante a la no existencia de la muerte”:
“tú no lo sabes”, “cierra esos ojos dulces –no veas”, “continúa y vivirás” (hoja 106); “te lo
diré /no –porque entonces desaparecerías” (hoja 150); “como un dios vivo y en nosotros”
(hoja 100); “transfusión –cambio de modo de ser, eso es todo” (hoja 101). Es una operación
difícil, cómplice en un cierto sentido de la muerte: privar al hijo de su propia muerte como
un medio para su resurrección; pero ¿sin muerte puede haber resurrección o se trata de la
privación temporal que concluye en eternidad? La muerte se produjo y es a ese hecho
mortal con el que se enfrenta Mallarmé. Al que quiere resucitar es al muerto y no al no
muerto por inconsciencia. El niño se salva de la muerte psíquica, pero no de la muerte
carnal, y es a esta última a la que debe arrancarle su víctima, el niño amado, el hijo,
Anatole.
Bien lo dice J.-P. Richard, de lo que se trata es de “la recuperación espiritual del
niño y su eternización mental”; lo cual, es cierto, “resulta muy difícil de pensar”; ya que,
agrega, se trata de un “misterio”. Yo diría casi un misterio, porque al menos para Mallarmé
no es un misterio sino un acto que inevitablemente debemos llamar alquímico, no sólo
verbal sino en sustancia. Un acto poético-metafísico-religioso. De una poética
trascendental, de una metafísica hegeliana y de una religiosidad sin Dios. Mallarmé habla
de “reabsorción” (hojas 4 y 117): el padre, en su demencial desarreglo, absorbe en espíritu
al hijo muerto (“en espíritu” quiere significar la más alta y gloriosa de las realidades, y no
como quien dice “imaginariamente” dándole al término una connotación calificativa). Es
una delicada y poderosa metamorfosis mediante la cual, al precio de una total
concentración, se reconstituye en actualidad al hijo, con quien se puede vivir, no como si
fuera un doble o un fantasma sino en presencia total, en una virtualidad a entender más allá
de todo objeto y de todo sujeto empíricos. No hay que pensar la reabsorción o la
“transfusión” como un sometimiento del hijo muerto por el padre vivo, porque lo que se
abre en esencia es un espacio sin nadie que permite la resurrección amorosa. Vale decir que
el padre también debe resucitar, o salir de la vida-muerta en que vive para ingresar al lugar
del puro encuentro des-personalizado, des-encarnado: “idealizado – el germen de su ser
recuperado en nosotros simiente que permite pensar por él –verle y” (hoja 33).
Por supuesto que nos encontramos en la mayor severidad del orden espiritual,
digamos, si pudiésemos hablar así, en el origen, en lo propiamente impensable, porque es el
hay de todo posible, incluso del espíritu. “Y esto nos explica que él (Anatole) pueda ser
plenamente reabsorbido por el pensamiento paterno sólo después de la muerte del niño: en
el momento en que éste, entregado en la muerte al lento trabajo liberador de la corrupción,
poco a poco desprendido de su masa carnal, encuentre su pura, su verdadera definición”, y:
“Como en la teología cristiana la podredumbre corporal prepara el desprendimiento
espiritual; ella autoriza la victoriosa emergencia del ‘germen’ y su instalación en otras
conciencias”: por eso “puede, puro, refugiarse en nosotros, reinar, ‘triunfar’ en nosotros,
sobrevivientes”, “la pureza absoluta, en la que el tiempo gira y recomienza – el estado más
divino” (hojas 164-165). Nos movemos, por cierto, en un orden de incredulidad: ¿cómo
entender la resurrección si no se cree?, ¿o hay que creer –de acuerdo con san Anselmo–
para entender? “Conversión del estado de muerte al estado de vida. Momento crucial que
decide un doble destino: significa en efecto que ‘el absoluto contenido en muerte’ ha sido
superado, que existe un más allá de la muerte, y que este más allá puede ser alcanzado,
realizado, fuera de toda intervención celeste, por medios sólo humanos”. Esto implica
adelantarse al Espíritu Absoluto o al Dios asumiendo, espiritualmente, la total presencia
como presencia. Quien lo logra se reasume fuera de la vida-muerte y se salva. Se trata, si es
que aún pueden utilizarse estas palabras, de una real realidad imaginaria: dice J.-P. Richard
“la muerte sólo puede ser vencida mediante una intensa conciencia de la muerte”; hay que
“hacer descender el absoluto en una duración humana” para hacerla vivir. Cuando
Mallarmé dice que su hijo vive en él no está enunciando una vulgar frase retórica, está
exponiendo en una extrema condensación su metafísica, o, tal vez fuera mejor decir, su
religión, su íntima captación órfica del universo.
Tratemos, por último, de aproximarnos a Hegel, quien seguramente fue uno de los
sostenes capitales del enigma mallarmeano de la resurrección (el otro sostén fue, por
supuesto, la poesía, engarzada en él, naturalmente, con la poética entendida como el
absoluto pensar en lo abierto y como lo abierto de las formas). Estamos moviéndonos,
como bien dice Kojève, en el absurdo: en la necesidad (lógico-ontológica) que tiene el
hombre de hablar, y, a la vez, en la imposibilidad de hablar del Absoluto (en el Absoluto se
puede hablar pero no se puede hablar del Absoluto como tal, pues sería necesario salir del
absoluto; más aun, el Absoluto no puede hablar: ¿con quién lo haría?). En esto consiste la
locura de Hegel y de Mallarmé, en querer vencer por habla la silenciosa eternidad. Y es un
hecho: hay habla... pero no del Ser (salvo llamar “habla” al Ser, en cuyo caso el habla no
podría hablar, ni ser “la casa del Ser”, como si se tratase de cosas separadas e incluyentes).
Hegel identifica al Hombre (al Sabio) con Dios, por lo que se puede decir, indistintamente,
“que no hay nadie más que Dios, o bien que no hay nadie más que el Hombre” (Kojève).
Hegel, en su extravío, afirma que su Lógica es “el pensamiento de Dios antes de la creación
del mundo”, por consiguiente –dice Kojève– Hegel “es Dios, Dios creador, y Dios eterno”.
Pero también Mallarmé, de una manera semejante y disímil que es arduo descifrar, es dios.
Su empresa poético-filosófica y mística exige la divinización, es decir la inexistencia
subjetiva, para poder manifestarse como tal.
Según mi parecer esta posición ideal nos permite acceder a la lectura de su poema,
y, a la vez, es la posición que nos brinda la lectura del poema: subsumir al hombre como
modo del Absoluto realizándose extática eternamente como (ser) trascendental; allí la
recuperación o la absorción de Anatole se vuelve un acto evidente, quiero decir necesario,
de por sí. Este acto supremo fue realizado por Mallarmé, y al mismo tiempo que lo arrasó
lo elevó a su consagración poética. No se trató de una experiencia en sentido vulgar, sino,
como se dice en la Fenomenología del espíritu, de una experiencia de la trascendencia en
su absoluta inmanencia. Resucitar a Anatole en su infinita particularidad fue un milagro, su
realización, qué duda cabe que fue realizada, pertenece a la intemporalidad del no-hombre,
y su “fracaso” evidente no borró el hecho inaudito sino que, por el contrario, permitió su
transmutación en Belleza. Nosotros, al recoger estos restos, somos partícipes necesarios de
la ceremonia y aceptamos que sólo en muerte hay resurrección. Lo que esto implica supera
el logos, y nadie puede violar ese silencio querido por el oficiante de la poesía en la gloria
de su tumba.
Aforismos*
Georges Bataille
Natalia Lorio
1
AAVV, (2005), Acéphale. Religión, Sociología, Filosofía. 1936-1939, Caja negra, Bs. As.
sino que se puede rastrear en el devenir que estos autores por separado recorrieron. Se trata
aquí de mostrar que la propulsión está presente en dos de estos autores, Caillois y Bataille,
y además, que sus preocupaciones y ocupaciones pueden ser puestas en relación en un
entramado que dibuja similares formas en el espacio.
En las imágenes que André Masson despunta de este ser acéfalo encontramos una
singular representación del espacio en el que este hombre se encuentra. Se trata de un
espacio que estando allí presente reviste la forma de un medio caótico y fluyente: dédalos
violentos que absorben hacia su centro toda las formas, representaciones irregulares,
lugares informes sobre las que se para el acéfalo, o en las que simplemente está envuelto.
Olas, llamas, ráfagas, cumbres dislocadas. Espacio que se precipita en sí mismo. En las
últimas ilustraciones, se mimetizan las formas de los cuerpos en una conflagración donde el
espacio y el acéfalo dionisíaco parecen confundirse.
Representaciones que están ahí para mostrar los límites de la experiencia humana,
los límites que lindan con el espacio, con su exterioridad y su diferencia. Límites que
terminan por debilitarse, por confundir las líneas de separación y de fusión. Se configura a
partir de este hombre, este cuerpo sin cabeza (que pasa a ser por momentos un cuerpo
humano con cabeza de toro) la dislocación de la auto-representación humana. Dislocación
de la razón al mismo tiempo que la muerte de una imagen de hombre que se tenía por
acabada, que se entendía desde el cumplimiento de la humanidad centrada en la
racionalidad.
Formas de lo humano en su límite que tomaremos para problematizar las relaciones
entre la acefalía, el fenómeno del mimetismo y la escritura batailleana.
Ser decapitado
2
La Mantis Religiosa en Caillois, R., (1939), El Mito y el Hombre, Sur, Bs. As., p. 105.
Llamamos la atención acerca de la fecha en que se publicó El mito y el hombre, que data de 1937, aunque los ensayos que
tomaremos de este texto se publicaron por primera vez en Minotaure en 1935.
que se la compare por su estructura antropomórfica, este insecto se reproduce bajo crueles
costumbres: durante o luego de la cópula el macho es devorado por la hembra.
“Costumbres nupciales” que suelen estar precedidas por la decapitación que sufre el macho
y el consiguiente automatismo de los miembros que siguen moviéndose en pasmo,
copulando, y aún más, defendiéndose.
Comportamiento acéfalo que es un enigma, pues ya muerto, el macho simula
defenderse de lo que lo ha atacado mortalmente, pudiendo llegar al extremo de simular la
muerte en pos de defensa aun estando ya muerto. Nupcias ominosas, que dan la idea a
Caillois de que el comportamiento instintivo y automático de la mantis puede ponerse en
relación con los diversos relatos que dan cuenta del temor religioso que se desata en torno a
la cópula. Bajo esta sospecha, quiere iluminar la oscura continuidad entre el acto de la
mantis y los relatos en los que la cópula no sólo presenta la faz feliz del placer, sino
además, el fatal del ser que es devorado, consumido, aniquilado, por una fuerza que
absorbe a la víctima en una nada sin nombre.
Pero más allá de los relatos que disfrazan el temor y la fascinación ante la cópula,
estaríamos ante relatos que dan cuenta de la fascinación y el pavor que ejerce cualquier
fuerza aniquiladora, la fuerza de seducción de aquello que mata toda posible conservación
y autonomía de los movimientos dirigidos y controlados. Fascinación ante la absorción en
un fondo que destituye la vida separada del individuo.
La amenaza se representa como tal porque es cercana. Aquello que vive la mantis es
próximo a los hombres, pues entre estos y aquella sólo hay una diferencia de grado. Los
hombres y los insectos forman parte de la misma naturaleza. En grado mayor o menor, las
mismas leyes rigen a unos y otros. Por ello, los más que abundantes ejemplos que el autor
da, quieren mostrar que la biología comparada comprende a ambos y más aún, que sus
conductas respectivas pueden explicarse mutuamente, teniendo en cuenta las diferencias,
teniendo a la vista que el hombre y el insecto se sitúan en extremos divergentes, “pero en el
mismo grado de evolución del desarrollo biológico”.
Mientras que la existencia del insecto está dominado por el instinto y el
automatismo, la existencia del hombre está abierta a la representación y a la laxitud entre
ésta y la acción. Continuidad y oposición, a la vez, entre dos grados del instinto: uno real y
otro virtual. De un lado de la vida, la operación, del otro el mito, la fábula, la ficción.
La simulación de la muerte (del ser que ya muerto, paradójicamente, se hace el
muerto) en los mantídeos no es la única simulación que señala Caillois, pues la vida de
estos insectos presenta otro aspecto ligado a la disolución o al ser que es consumido por un
espacio de fusión: ser devorado por la hembra es un aspecto, pero el otro, es el mimetismo
que operan en relación al espacio, donde el que devora es el espacio mismo en el que por
un momento se reintegra y se confunde el ser vivo. Los mantídeos miman ramas, flores,
cortezas, metamorfoseándose en su medio con una exactitud que escandaliza.
No pasar en silencio frente al mimetismo de los mantídeos, es lo que permite
establecer una continuidad entre la acefalía que la mantis revela, el fenómeno del
mimetismo y ese alucinante deseo humano de reintegración a la insensibilidad original.
Hacerse espacio
3
Mimetismo y Psicastenia Legendaria en Caillois, R., (1939), El Mito y el Hombre, Sur, Bs. As., p. 107.
desprende en otras características cromáticas o morfológicas, y es este el punto que Caillois
considera al señalar la acción invasora (directa) del medio sobre el organismo.
Pero en la Homomorfia, es la forma y no sólo el color lo semejante, y aquí no sólo
otro grado de la vida es la mimada, sino también el medio inerte: animales que simulan
piedras, insectos que se disfrazan de semillas y granos, seres que simulan cortezas de
árboles, pétalos, excremento de aves, ramas, yemas, espinas. Incluso se da en este
mimetismo con el medio que ciertos insectos pueden llegar a aparentar el leve movimiento
de una hoja terminal en una rama. Más aún, la simulación es tan perfecta que puede llegar a
simular la imperfección o la falta de aquello que se mima: las imitaciones pueden tomar la
forma de hojas comidas, infecciones o cicatrices.
Descartada su utilidad para la defensa, Caillois toma al mimetismo en tanto
imitación voluntaria. De tratarse de una reacción de defensa sería inútil, pues los agresores
no se dejan en modo alguno engañar por la simulación de color o de forma (se han
encontrado en el estómago de estos agresores numerosos restos de insectos miméticos) y,
por otro lado, especies no comestibles, que de nada se defienden, son miméticas.
Ante la perplejidad que el mimetismo despierta, el autor estima que “tenemos, pues,
que habérnoslas con un lujo, y hasta un lujo peligroso, pues hay ejemplos de que el
mimetismo haga caer al animal de mal en peor: las orugas agrimensoras simulan tan
cabalmente los retoños de arbustos, que los horticultores las cortan con la podadera; el caso
de las Phyllias es aún peor: se mordisquean unas a otras, tomándose por hojas de verdad, de
suerte que podría creerse en una especie de masoquismo colectivo, con la homofagia mutua
por consecuencia: la simulación de la hoja resultaría una provocación al canibalismo, en
esta suerte de festín totémico.”4
Lujo peligroso que, según Caillois, no sólo es propiedad de las especies miméticas,
sino que subsiste en el hombre como virtualidad psicológica que se corresponde a los
hechos señalados. Puede leerse en el hombre y en la asociación subjetiva de ideas leyes que
gobiernan la asociación objetiva de los hechos, donde el mimetismo podría, pues, definirse
correctamente como un encantamiento fijado en su punto culminante y que hubiese
apresado al hechicero en su propia trampa.
4
Op. Cit., p. 132.
El fin del mimetismo parece ser la asimilación al medio. Se da la tentación del
espacio sobre el individuo; en insectos, cangrejos, arañas de mar, moluscos, el disfraz
aparece como un acto de automatismo puro, que no es más que la necesidad de contacto de
cuerpos extraños. Comportamiento que depende de la visión... lo cual apuntala más aún la
idea de que se trata de una perturbación de la percepción del espacio.
Perturbación, en la que “el espacio es indisolublemente percibido y representado.
Desde este punto de vista es un doble diedro cambiando a cada movimiento y situación”.
Podría decirse que se trata de una percepción del espacio que hace del mismo no una
estructura estable, sino un deslizamiento inestable, del que el ser vivo, el organismo “no es
ya el origen de las coordenadas, sino un punto entre otros; queda desposeído de su
privilegio y, en el sentido fuerte de la expresión, no sabe ya dónde meterse”5.
Seres desposeídos de sus privilegios, de sus atributos de ubicación, de su forma y
sus coordenadas, sin estabilidad de puntos de referencia: todo el espacio, el medio, aparece
como un elemento tan opresivo como seductor, tan transfigurador como hipnótico, ante el
que no hay más que respuestas automáticas que llevan al disfraz. No hay identidad, hay
necesidad de contacto y de identificación, necesidad de semejanza.
Minado el sentimiento de personalidad, minada la diferenciación de la conciencia y
del espacio, se pasa, según Caillois, de la psicología a la psicastenia; es decir, se abre paso a
la debilidad de la personalidad, del individuo y su conciencia. Perturbación de las
relaciones entre la personalidad y el espacio, que son entrevistas por el autor a través de
experiencias personales (y que describe como próximas a la experiencia de
esquizofrénicos) donde el espacio aparece con toda su fuerza devoradora. Es el espacio el
que persigue, acosa, cerca, devora.
Más aún, el individuo se siente devenir espacio... “es semejante, pero no semejante
a algo, sino simplemente semejante.” Despersonalización por asimilación al espacio, que
rastrea en la influencia mágica de la noche y de la oscuridad, donde el miedo es indicador
del peligro de asimilación del organismo y el medio. Así, la noche, la oscuridad no es sólo
negativa, entendida como falta de luz y distinción, sino también se aparece en su
positividad, desde el momento en que hace contacto con el individuo. “Mientras el espacio
5
Op. cit., p. 137.
claro se borra ante la materialidad de los objetos, la oscuridad, por el contrario, toma
cuerpo, toca directamente al individuo, lo envuelve, lo penetra y hasta pasa a través.”6
Cabe llamar la atención sobre un punto: la asimilación al espacio acompañada de
una disminución del sentimiento de la personalidad, trae como su sombra, la disminución
del sentimiento de la vida. En las especies en las que se da la mímesis, el fenómeno se da
en un sólo sentido: la vida siempre retrocede un grado, disimulando o abandonándose las
funciones propias para ese retroceso.
Regresión a lo inorgánico que no tiene más que una finalidad puramente estética.
Lujo e inutilidad que desconciertan, que tienden hacia el arte, que se presenta con una
lógica íntima y misteriosa que hace patentes las características de la hipertelia, en tanto
fenómeno que rebasa su finalidad, yendo más allá de lo creíble.7 Indistinción lujosa, sin
sentido, que escapa de su propia meta y finalidad: la individualidad también se escapa de sí
misma y se da la indistinción en sus relaciones con el medio. Lo vivo aparece, desde esa
cierta ubicuidad viviendo en el ultra espacio: aparece como “extraño espacio al que el ultra-
espacio da el ser”.
Sin embargo, es el espacio (ultra espacio) el que sigue ejerciendo seducción sobre
ese espacio que es el ser vivo. Aunque espacio inorganizado, la seducción pareciera no ser
más que desparramo del espacio dentro del espacio. Espaciamiento en el espacio que sigue
actuando en esa mínima diferencia que aísla lo orgánico y lo inorgánico. Diferencia que
aunque pequeña es la que funda la seducción, el deseo, pues es la distancia que no puede
salvarse hasta que se salva en la uniformidad mortal donde no hay vida. Solicitación del
espacio, bajo cuyo efecto la vida parece perder terreno.
6
Op. cit., p. 139, 140.
7
Lujo e hipertelia que se demuestra por la presencia de elementos decorativos miméticos que sólo se revelan como tales en
el momento en que ya no es verosímil. Un insecto que se mima una hoja, pero cuyos detalles se ven cuando emprende el
vuelo. Mímesis que pareciera nos servir para nada, puesto que no hay ajuste a lo esperable.
“Oh transparencia de huesos/ mi corazón ebrio de
sol/ es el astil de la noche”
Bataille
Las reflexiones precedentes acerca de las relaciones del individuo con el medio nos
servirán de punto de apoyo y de centro en un movimiento en torno a una de las formas de la
representación. Nos referimos a la escritura y especialmente, una escritura que, creemos, se
inscribe desde el inicio en la propulsa acéfala. Nos referimos a la escritura y su experiencia
en la obra de Georges Bataille. Creemos que desde la extraña descripción de la vida que se
hace patente en los ensayos mencionados de Roger Caillois, se pueden tramar relaciones en
torno a esa escritura que es crítica de la separación del sujeto y el mundo.
Es sabido que Acéphale nace de la fascinación de Bataille ante una imagen en metal
donde aparecía un dios sin cabeza, representación de la gloria decapitada, que se vuelve
para él una obsesión. Obsesión que comunica a Masson, que hace de esa figura el emblema
y el punto de irradiación de sentido de los que participaban de esa comunidad de escritura y
experiencias secretas. Obsesión por la vida decapitada que no se aquieta tras el contagio:
Bataille tomará al sol como símbolo de la personalidad acéfala y la figura misma de la
soberanía tendrá sentido en tanto que es pérdida de sí en un brillo solar que se dona sin para
qué.
La evocación del hombre descabezado y desnudo que se repite en Acéphale, a la
que hicimos mención al comienzo de este escrito, se dibuja o se teje bajo otras formas en la
obra de Georges Bataille.
Tras el recorrido de las sinuosidades descriptivas de Caillois, se muestra hasta qué
punto el organismo vivo forma cuerpo con el medio en que vive, hasta qué punto la
voluntad de preservarse en su ser se tienta por la uniformidad (¿informe?) que le atrae,
hasta qué punto la vida acéfala persevera escandalizando la imperfecta autonomía del
individuo. Es en estos puntos que dos trayectos, dos pensamientos parecieran confundirse,
pues, el paisaje de Caillois, parece conducirnos al recorrido batailleano.8
8
Es llamativo que en la introducción a El mito y el hombre, Caillois hable de la unidad de la vida espiritual, que él quiere
reintegrar tras el desmenuzamiento que se da en el tratamiento de saberes específicos; en tanto que Bataille, hace mención a
la misma unidad del espíritu, en El Erotismo. Ambos autores son concientes de que su intento va a contramano del desarrollo
de los saberes científicos, pero aun así se empeñan en reunificar la visión en torno a la experiencia humana.
Veamos. Frente a la idea de un hombre completo de pies a cabeza, la obra de
Georges Bataille se acerca sin repulsión a ver qué queda del hombre decapitado. Así, la
locura y la experiencia mística serán formas de perder la cabeza, la risa que estalla y que
conmueve será otra, la nostálgica semejanza con la animalidad, la transgresión en el
erotismo y una escritura que quiere decir esta experiencia de pérdida serán el reverso del
hombre sin cabeza...
Según Caillois, entre los insectos y los hombres no hay más que una diferencia de
grado en un universo continuo, donde la representación es una forma continua al instinto y
a lo que él pone en acto, pero que a la vez dista del mismo. Si es así, podría decirse que la
escritura puede entenderse, en tanto representación, como ese grado de distancia, como una
puesta en representación, una puesta en distancia de aquello que ocurre en las formas de
vida más elementales.
Así, la fascinación ante la mantis, puede extrapolarse a la fascinación de (en) la
escritura. Lo acéfalo de su atractivo comportamiento nos llevan a tejer relaciones entre el
automatismo de la vida de este insecto y el automatismo de la escritura: decapitada la
mantis sigue actuando, decapitado el sujeto sigue escribiendo.
No es novedad que Bataille violentó los límites mismos de los saberes que en la
tradición se hallaban bien demarcados, y esto no sólo desde el intento de pensar la unidad
del espíritu humano, en esa obra asistemática que conformó, sino también a partir de un
tipo de escritura que es ejercicio automático, frenético. Pensar o escribir la unidad de la
experiencia humana, del espíritu humano, se constata al mismo tiempo que la herida de ese
espíritu. Antropomorfismo desgarrado, en la que confluyen el acéfalo y Hegel, pues sabe
desde éste último que “la vida del Espíritu no es vida que se asusta ante la muerte y se
preserva de la destrucción, sino que soporta la muerte y se conserva en ella. El Espíritu no
obtiene su verdad sino encontrándose a sí mismo en el desgarramiento absoluto”9.
Unidad del espíritu que ya está rota, agrietada. Unidad que ya es fragmento, que
tiene la pérdida, la negatividad en sí. Escritura, entonces, que responde a esa verdad del
espíritu, que no es otra que la de su desgarramiento. Escribir como desgarrarse, ese
pareciera ser el automatismo en Bataille. Una experiencia del pensamiento y de la escritura
9
Hegel (La Fenomenología del Espíritu) citado en Bataille, G., (2003), La Felicidad, el Erotismo y la Literatura, Adriana
Hidalgo editora, Bs. As., p. 290.
que, sufriendo la distancia (de la representación, de la escritura, de los seres) la sabe, pero
que se afana en revolcarse sobre ese fondo de heridas.
Automatismo acéfalo que, ya sin centro, es ejercicio de un espaciamiento del decir
en el decir. Ante el espacio de las palabras, la escritura rueda y se revuelca sin cabeza: es
ensayo, poesía, confesión, silencio, puntos suspensivos, arrebato, grito, rezo.
Su obra es acéfala y quizá por eso, como la mantis, fascina. Obra que es fragmento
que se reparte en diversos espacios no fácilmente clasificables: poéticamente describe la
economía planetaria, con un tono de científico describe el paso metafísico de la
discontinuidad a la continuidad, cita a Nietzsche y lo comenta desbordándose en
confesiones de un diario de secretos propios, habla de la vida íntima de las gónadas
sexuales y toma por Dios, en una de sus novelas, a una prostituta que se funde en la noche.
En este recorrido cabe decir, que la última obra que Bataille preparase es un libro donde la
escritura va de la mano con obras de las artes plásticas y fotografías.
Obra acéfala en la que está el cuerpo representado, pero que sin embargo es
experiencia interior. Es órgano hinchado, cabeza doliente, dedo gordo del pie, muela que
sangra, partes peludas que recuerdan al animal, ojo desorbitado, desnudez que se precipita
a la violenta comunicación en la herida, la boca que remite al interior del animal. Pero
también es mano muriente que escribe. En su escritura está el cadáver, la muerte, eso cuya
presencia en la ausencia es fascinante, eso que perturba hasta el punto de la inmovilidad.
Contacto que se quiere y se esquiva, que asusta.
Espacio de la palabra en la que se va perdiendo ubicación, no sabemos dónde nos
hallamos, ante el discurso de quién, e incluso, ante la duda del para qué de su escritura.
¿Qué es lo que allí se dice, qué es lo que en su obra se escribe más allá de lo que escribe?
La relevancia del espacio en la escritura acéfala, se nos revela al presentarse la im-
potencia de quien tomaríamos como su hacedor. Escritor que habla de su experiencia
interior, pero que quiere borrarse. Paradoja del pensador sin cabeza. Un escritor como el
macho de la mantis que, luego de las nupcias, ha quedado desprotegido de las coordenadas
que le permitirían un orden, que le brindan una finalidad y una diferenciación en cada
espacio de la escritura. Poniéndose en la escritura se pierde, puesto que no hay coordenadas
en ese espacio informe si no se tiene cabeza...
Por otro lado, el mimetismo. Este fenómeno abre a pensar las formas que, bajo la
representación, y bajo la escritura, tiene el mimetismo en la obra de Bataille. Simulaciones
de la muerte y del espacio, que la vida animal presenta a nuestros ojos, ilustrando el
aspecto a veces alucinante del deseo humano de reintegración a la insensibilidad original.
Simulación de muerte que la mantis realiza y simulación que se da en la escritura
desde el tejido en el que el instinto en acto en los animales, en los insectos, es relevado por
la representación. La mantis puede revelar algo acerca de la vida humana, algo sobre ese
cariz enigmático de la simulación, dibujo enigmático del engaño, de la ficción, que sin
embargo es real en acto. La escritura, entonces, como un hacer como si, que no es un
simple juego, sino que es la puesta en juego de la vida: representación que se da ya sin
cabeza, ante el peligro de la muerte y seducida por la muerte.
Recordemos, pues, que el simular no es lo mismo que el copiar: la copia es una
reproducción del modelo, de sus proporciones exactas y sus características. La simulación
está antes bien ligada a “dar la ilusión” al modelo, producción de verosimilitud que dotada
de un parecido, está puesta en perspectiva, utilizando la posición del que ve, del
observador, incluyéndolo en la impostura.10
La representación es la peligrosa simulación que en regodeo de las formas y las
imágenes de la palabra, puede ser mortal y atrapar a quien juega con el fuego de las
palabras. Simulación de muerte que deja de ser simulación en la escritura. Se está ahí,
tirado, muerto, desecho, en la escritura. Es el desgarramiento como experiencia y la
escritura inscrita en ese antropomorfismo desgarrado “lo que hace que, en el instante en
que escribo, el ‘fondo de los mundos’ se abra ante mí, que no haya en mí ya diferencia
entre el conocimiento y la ‘pérdida de conocimiento’ extático”.11
Fondo de los mundos, que es quizá lo que el medio para los animales que miman.
Un espacio donde la identidad se ve deshecha, donde la coraza cerrada se ve traspuesta,
donde el ser completo tropieza con el inacabamiento. Aparece el peligro, el lujo peligroso
del pensamiento y la escritura que se descubren en el espacio como el lugar de la herida. La
asimilación al espacio es asimilación al fondo de los mundos, asimilación a una
inestabilidad de las formas que es ruina y vacío.
10
Sarduy, S., (1982) La Simulación, Monte Avila Editores, Caracas, p. 19.
11
Bataille, G., (1981) El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos, Taurus, Madrid, p. 33.
Pero la vida quiere individualizarse y preservarse (la mantis copula, pero sabe que
en ese nuevo paso a la vida también está el paso a la muerte, y esto de forma indiscernible)
y a la vez se pierde en el espacio informe de un universo continuo. La escritura puede
pensarse desde aquí como aquel acto de representación en el que se juega la individualidad
que, puesta en juego, se revela como su propia pérdida. Renuncia, abandono a la
diferenciación que es pérdida en el espacio de las palabras, que es éxtasis. Estar fuera de sí
que es su manifestación hipertélica, su peligro. Escribir para comunicar, escribir desde la
herida, desangrándose en esa puesta en juego que no quiere un individuo cerrado.
“ No comunico más que fuera de mí, soltándome o arrojándome fuera. Pero fuera de
mí, no soy yo. Tengo esta certeza: abandonar el ser en mí, buscarlo fuera, es arriesgarme a
malograr –o aniquilar– aquello sin lo que la existencia del exterior no se me habría
aparecido siquiera, ese ‘mí’ sin el que nada de lo que es para ‘mí’ sería.”12
Escribir y fundirse en el espacio de la escritura, perderse luego de que en la cópula
de las palabras se ha perdido la cabeza, en el límite de la ubicuidad de ese “mí”. Bajar un
grado en la vida es aquí, simular la vida en la muerte y la muerte en la vida de la escritura.
Bataille escribe en “lo que vivo es estar muerto”. Pero es una simulación que es puesta en
juego, tal como la de los insectos que miman tan verosímilmente que son tocados por la
muerte que toca a lo que simulan.
¿Cómo no ver el parecido con el macho de la mantis que va hacia el fin de su vida y
simula defenderse cuando ha ido sin defensa en busca de su muerte? Pequeña reserva que
puede ofrecer la escritura, pero que no por ello deja de ser puesta en juego del yo en un
perderse. Apuesta a la suerte que es apostar a perder... “Al escribir, recibo de la suerte un
toque ardiente, arrebatador, que dura pocos instantes, en la cama en que escribo;
permanezco fijo, no pudiendo decir nada sino que es preciso amarla hasta el vértigo: ¡hasta
qué punto la suerte se aleja, en esta aprehensión, de lo que percibía mi vulgaridad!”.13
Perder en la escritura es perder las palabras para ganar, en la pérdida, el silencio.
Pero hay aquí una trampa.
12
Bataille, G., (1972) Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, p. 53.
13
Bataille, G., (1981) El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos, Taurus, Madrid, p. 92.
Noche y silencio
“Pero cuando la muerte llama, aunque el ruido del llamado colme la noche, es una especie
de profundo silencio. La misma respuesta es silencio despojado de todo sentido posible. Es
exasperante: la mayor voluptuosidad que el corazón soporta, una voluptuosidad morosa,
aplastante, una pesadez sin límites.
(...)
Prendí la luz en medio de la noche, en la habitación para escribir: a pesar de eso, la
habitación es oscura; la luz despunta en las tinieblas completas, no menos superficial que
mi vanidad de escribir que la muerte absorbe como la noche arrebata la luz de mi lámpara.
Si escribo, es a duras penas, apenas si abro los ojos. Lo que vivo es estar muerto y hay que
15
Bataille, G., (2003), La Felicidad, el Erotismo y la Literatura, Adriana Hidalgo editora, Bs. As., p. 245.
haberse hundido muy adentro del vicio para asegurarse de estar así en el fondo de la
voluptuosidad”16
Noche y muerte que invaden al sujeto, que lo arrastran o lo entregan a un silencio que,
paradójicamente, escribe. Estados tan reales que suponen “el desvanecimiento de la
realidad del mundo”, invasión del espacio nocturno y mortal sobre el individuo, que
suponen el desvanecimiento de lo que creía saber y la entrada al no-saber. Invasión que en
Bataille es también entrar en contacto con la incertidumbre que le hace preguntarse si lo ha
dicho todo o si debe seguir diciendo (mal) lo que ya ha dicho (mal). Escritura perdida,
desgarrada en la noche del no-saber que es también la noche de la voluptuosidad.
En su novela Madame Edwarda, la noche es una presencia opresiva y seductora que
sólo puede ser nombrada como algo que cae. Noche que es dicha entre el silencio, donde
los puntos suspensivos que, o bien la anteceden anunciándola o bien la preceden dando
cuenta de la mudez invasiva tras su caída, tras su aparición. Noche desnuda que desnuda:
invasora presencia oscura que es, a la vez, angustia y goce embriagadores.
Noche. Disfraz del yo debilitado que ya no es el punto que ordena el espacio en sus
coordenadas y que sabe dónde está. En ella no se está, en la noche se cae: el yo cae en ella,
cuyo espacio es propiciatorio para la simulación de muerte a partir de la que puede
entenderse el erotismo y su violencia al ser separado. “Adivinaba las risas a través del
tumulto de voces, de luces, del humo. Pero ya nada contaba. Estreché a Edwarda en mis
brazos, ella me sonrió; en ese instante, transido, sentí un nuevo estremecimiento. Una
especie de silencio cayó sobre mí y me heló. Ascendía en un vuelo de ángeles que no tenían
cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas.”17
Debilidad del yo al que le cae encima la noche y el silencio. Ambos parecieran ser
dos sombras que proyecta, desde diferentes luces, un mismo objeto; noche ante la que el
hombre es absorbido cual animal por el espacio y silencio que inmoviliza su espíritu hecho
de palabras y que lo reintegra a un fondo sin palabras. Sombras voluptuosas del erotismo,
donde la plétora de los cuerpos se resiste al espíritu, que calla. Hay silencio, abandono,
ceguera y olvido.
16
Op. cit., p. 246.
17
Bataille, G., (1985), Madame Edwarda, Premiá editora, México D.F., p. 42.
Cuerpos hinchados de sangre que gozan en oposición al equilibrio en el que se
funda la vida. Instantes en los que la personalidad está muerta, dejando lugar a la
animalidad que se asoma con sus silencios o sin la articulación de la palabra. Es el espíritu
el que calla en el silencio y el que se reencuentra en la verdad de su desgarramiento.
Voluptuosidad de amantes perdidos en una noche de vendaval frente al mar.
La asimilación al espacio nocturno y silente se da tras una visión. Una mujer,
Edwarda, que señalando sus partes secretas dice “debes mirar”, y nuevamente el
imperativo de la mirada, de la imagen para la mímesis, para el perderse, para la absorción,
para esa asimilación al espacio, a su noche, para la fusión. Así como la mímesis es una
reacción automática ordenada por la visión, la pérdida del yo es también reflejo ante la
imagen de un fondo inacabado, fondo de los mundos.
Escribir es volver al escalofrío y a la tentación de asimilación a la noche, al vacío.
“Este libro tiene su secreto; pero debo callarlo: está más allá de todas las palabras” Quizá
esta frase hacia el final de Madame Edwarda, dé cuenta de la tensión en la escritura de
Bataille: un decir que es secreto, que como todo secreto se vive desde la ambigüedad de
aquello que se quiere callar y reservar y que, a la vez, es necesario decir a alguien, pues
reclama ser contado.
Escritura que se arriesga a abrir, ante el mundo de la representación, la
representación misma de la apertura a todo lo posible. Lujo peligroso, vida que retrocede
un grado, que es desnudez bestial, silencio y noche. Escritura y pensamiento que deja como
un niño de noche, desnudo en lo más espeso del bosque.
Bataille
Caillois y Bataille. Recorridos que si bien son puestos en relación, se separan a la
vez. Aquello que para Caillois no es más que una diferencia de grado, es para Bataille una
interrupción inaugural que está dada por la conciencia del hombre (conciencia que es
negatividad y separación respecto del mundo que el animal vive como agua en el agua).
Distancias, entonces, entre Bataille y Caillois, que sin ser estables, dan cuenta de esa
obsesión por pensar los límites de lo humano.
Para Bataille, la vida es verdaderamente humana, es decir diferente de la existencia
de las piedras, insectos y pájaros, en la medida en que logra darse un sentido. Sin esa
posibilidad de darse sentido, la vida sería ese fluir indistinto, donde vida y muerte sólo
serían un aparecer y desaparecer en un espacio tan vasto como indiferente. Frente a ello el
individuo humano encuentra su vida y lo que le rodea como teniendo un lugar para su
existencia, hay sentido, porque hay un situar en el espacio. Pero, a la vez, el sentido no es
una línea de la que penden todos los actos y representaciones. En Bataille, el sentido, la
ubicación se encuentra por suerte.18
Pero si es encontrado por suerte, es decir, de forma escasa y rara, como una caída y
no como un descubrimiento, pareciera haber una indecisión o un retorno a la idea de la
fluidez del medio en que el organismo no humano habita. Juego de distancias y cercanías
que se revela también en la escritura. Si comúnmente el sentido está ligado a la figura del
hombre no fragmentado, no acéfalo que logra distinguir entre él y los otros y ubicarse en un
espacio que es el propio, pero que aún domina; la imagen del sentido que Bataille aporta es
casi su opuesta. Sentido que se da en la suerte, que se da como sin sentido, en tanto es salir
de las contradicciones y de los límites de la vida.
Sentido que es la máscara del sinsentido. Día, luz y separación que es el disfraz de
la noche, de la oscuridad y de la comunicación. Fondo de los mundos y silencio que se
disfraza de escritura. Sinsentido o sentido acéfalo que está iluminado por una exploración
en profundidad de lo posible, un acaecer que siempre va más lejos y que, hipertélico,
desconcierta rompiendo la linealidad del pensamiento. Desorden del pensamiento y
escritura que no quiere disimular nada, que quisiera ser transparente. Pero hay separación.
Escritura que se interna con avidez en el reverso de la seriedad que exige el sentido, en su
revés que es juego y suerte.
18
Bataille, G., (2003), La Conjuración Sagrada, Adriana Hidalgo editora, Bs. As. p. 208.
“ Escribir es buscar la suerte
La suerte anima las partículas más pequeñas del universo: el centelleo de las estrellas es
su poder, una flor del campo sin incantación.
El calor de la vida me había abandonado, el deseo ya no tenía objeto: mis dedos hostiles,
doloridos, tejían siempre la tela de la suerte.
Al dar a la suerte una angustia tan desgraciada, tenía el sentimiento de llevarle el hilo que
faltaba.
Feliz, yo era jugado, era su cosa, ELLA era el sol en la espesa bruma de mi desgracia.
La había perdido, pero conociendo los secretos de las palabras, mantenía entre ella y yo el
lazo de la escritura.
19
La punta de la suerte está velada en la tristeza de este libro. Sería inaccesible sin él.”
Exploración de la escritura que encuentra su incómodo lugar. Por un lado exige las
renuncias que implica un trabajo y escribir es aquí dar sentido (esa es la escritura de la que
Bataille reniega), trabajo en la temporalidad regular de las frases. Pero por otro lado, la
escritura es buscar la suerte, el reverso del trabajo y de la separación. Así, llega a
preguntarse por aquel día en que la escritura reclame otra temporalidad, la de la tempestad,
la de la alteración violenta de las olas.
Escritura en la que se juega quien escribe, se juega a pérdida, aniquila su sentido y
el sentido del yo, en una gozosa tristeza que es signo de la suerte. Escritura que
extrañamente es el lazo con la suerte, con esa caída y desencadenamiento que nos excede.
Suerte que anima las más pequeñas partículas del universo. Suerte que tienta a escribir, que
anima a perderse en la escritura.
19
Un poco más tarde en Bataille, G., (1977), El pequeño, Pre-Textos, Valencia, p. 45.
Vermeer, o la geometría de las pasiones
Carlos Surghi
Robert Lowell
“Estaba preocupado, no
por sus limitaciones, sino por
esos aspectos de la realidad que
por su propia naturaleza
desafían la representación
visual.”
John Berger
Las mujeres de Vermeer pueden conocer el amor a través de sus cartas, pueden
abandonar labores, manifestar reticencia o vanidad ante la irrupción de un mensaje que
jamás sabremos qué dice; o pueden ser seducidas en la lujuria del vino, el galanteo y la
pasión codificada según un decoro que está a mitad de camino entre el adulterio y la
correspondencia. Pero, también, pueden continuar dueñas de sí por medio de la atención a
la cotidiana convicción de entretejer el resguardo de sus pasiones en la imposición de un
silencio hacendoso que es la virtud de su deseo. El equilibrio oscila entre la misma virtud
del trabajo –como fin o como trascendencia– y el deseo como lugar sinuoso para desplegar
esa intimidad que tensiona un orden propio a los modos de ser del silencio y lo correcto.
Entre uno y otro de estos polos el sujeto atraviesa la diferencia que los configura y asume la
diferencia que lo constituye según su posicionamiento impuesto o selectivo. Lo que jamás
puede es atravesar la lente de la luz que Vermeer emula en sus trazos sobrecargados de
intención; gracias a esto, la continuidad de su mundo afectivo corresponde a nuestra
mirada.
Sin ir más lejos, en las composiciones femeninas la silenciosa intimidad hace eco
con la distribución formal de equilibrados interiores. La distribución doméstica del hogar es
una continuidad del modo de ser femenino, modo de ser que se elide de una noción de
totalidad en la intimidad constitutiva del sujeto. Una vida de entrecasa, una pasión a puertas
cerradas, predispone a esta pintura –para economizar la representación del mundo íntimo– a
centrar la atención sobre los gestos, las posturas, el juego de ser mirado y ser descubierto.
Allí toda una geometría de las pasiones está puesta al servicio no de la clausura de las
pasiones, sino más bien de su imperio y soberanía en lo privado, aun cuando lo privado no
pueda ser una totalidad sino un simple aspecto. Ese imperio y esa soberanía adquieren en la
composición el orden de un silencio semántico; éste dice los afectos subjetivos a través de
lo que ellos mismos callan, pero también, distribuye en la totalidad de los cuerpos
presentes, la duración del instante donde el significado ha quedado oculto. Así esta pintura
se configura entre la atención puesta en los objetos –como atributos de un afecto– y los
sujetos –como afectos a los cuales sólo les está permitido hilar la atención de su intimidad
en una actividad productiva que los objetiva: ser mirados e interrogados, ser descubiertos
en el silencio de su retraimiento semántico, pero nunca ser abiertamente la confesión
erótica de ese secreto que los constituye.
A simple vista contemplar un cuadro de Vermeer es pasear nuestra expectativa entre
los objetos que pueblan la vida cotidiana de los Países Bajos en su apogeo comercial. Pero
en realidad ese mundo en el cual la burguesía centraliza los modos de sociabilidad a través
de flujos diversos de mercancías, posee un matiz que sólo Vermeer logró vislumbrar. En
cualquiera de sus cuadros los objetos valen por su capacidad receptiva y emulativa de las
pasiones sin llegar ellos en ningún momento a subjetivarse del todo. Los objetos logran por
medio de la más acabada verosimilitud reflejar esa introspección que los gestos en los
cuerpos tensionan merced a los códigos de una retórica o moral del deber ser. El reparo del
anhelo –lo que se confía a la presencia de la más mínima entidad próxima como son los
hilos, las telas, las agujas de un bordado– es el realismo que pierde la objetividad de la
mirada en el mimetismo de lo acabado. Las mujeres de Vermeer confían sus sorpresas a lo
más inanimado de su cercanía: los bordados en que se concentran, los cristales que las
sustraen del mundo exterior, los filtros de amor que las seducen, las cartas que las asedian.
En Vermeer ese realismo descriptivo de los objetos –como atributos o extensiones
de un anhelo silencioso– es parte principal de una topografía semántica. Los objetos están
ahí, junto a sus proporciones, sus texturas, junto a lo que despiertan en la mirada que los
recorre para iluminarlos. Esa mirada es la que hace de la representación una lente que no
acaba en sí misma, sino que más bien prolifera, tiembla por momentos y se expande
anexando sentidos indecibles, catalogando estados de percepción. Parecería como si esos
objetos perfectos y armónicos, trabajados por el comercio, la moral del bienestar y la
religión de la utilidad, aun así, no acabaran en ellos. Llegado un momento –a través de
nuestra atención– encontramos sus límites formales y el ánimo de quienes los poseen
entrecruzándose como la promesa de una confidencia; es por eso que su transformación los
hace ser pertenencia de, o fetiche de. Tal vez en la graduación del ámbar o del amarillo,
pero justamente ahí, cuando el trazo ha terminado de decirlo y el silencio los abraza, ellos
comienzan a ser para ellos mismos –y para nosotros– totalmente extrañados por lo que
dicen de quienes los posee: ella me borda, ella me lee en su carta. De este modo dan cuenta
de la complicidad de la mirada, pues significan para sí, pero a la vez, también, significan
para quién busca reparo en ellos. Es esto lo que podríamos llamar la intencionalidad en la
pintura de Vermeer, justamente ese decir lo que no se ve en la riqueza y la compañía de lo
que hay. De alguna manera esto es una forma de sortear el escollo del horror al vacío que
toda la pintura holandesa se propuso superar, mostrando un modo de vida que se sustentaba
en la atención del sujeto puesta sobre sí al ser el centro de su moral y su trascendencia
espiritual-económica; lo que por otro lado –también hay que recordarlo– no quitó
predisposición a hacer del arte un ornamento del sentido que sólo se elidía en la conciencia
de ese sujeto, si es que ese sujeto, se pensaba más allá de la retórica que lo constituía.20
20
Desde ya que hay un arte de la forma en Vermeer, una retórica inspirada en la moral del siglo XVII, una
predisposición a ver en él sólo lo armónico y lo superficial, o en todo caso, generalizar sus particularidades
bajo estas atribuciones a su pintura cuanto más se hace hincapié en su realismo, su supuesto buen gusto. El
clásico estudio de Hauser, por ejemplo, pensando en Vermeer –pero sin nombrarlo y queriendo aplicar sus
observaciones a lo que el crítico entiende como “Barroco protestante y burgués”– produce una tipología para
ese barroco que en provecho de la designación “pintura de género”, no ha hecho más que relegar la pintura de
Vermeer: “Cuanto más inmediato, abarcable y cotidiano es un tema, tanto mayor es su valor para el arte. Es
una posición indistanciada, de género por excelencia, la que frente al mundo se expresa aquí, concepción ante
la que la realidad se presenta como algo dominado y familiar. Es como si esta realidad se hubiese descubierto
El revés en el instante de los objetos
ahora, y de ella se hubiera tomado posesión y en ella se hubiera el artista instalado. Se vuelve objeto del arte,
en primer lugar, la parte de realidad que es propiedad del individuo, de la familia, de la comunidad y de la
nación: la habitación y la tierra, la casa y el patio, la ciudad y sus alrededores, el paisaje del país y la tierra
liberada y reconquistada.” De este modo la designación realista no hace más que generalizar lo particular, aún
cuando esta generalización por momentos llega a resultados satisfactorios: “El nuevo naturalismo burgués es
un modo de representación que procura no tanto hacer visible todo lo anímico cuanto animar todo lo visible e
interiorizarlo.” En Historia social de la literatura y el arte, Tomo II, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1976,
pág. 137-138.
Como se ve no hay arte más complejo que el realista, no hay arte más predispuesto a la confusión, pues su
empresa aparece como desmesurada: lo absoluto asaltado por la constancia, algo tan simple como un ejercicio
del detalle que así pretende interrogarlo todo.
mundo en el cual lo real, por más mimético que nos parezca, no es lo que se ve sino que, en
todo caso, es lo que sobre ello se narra de un modo silencioso; estamos aún en un mundo en
el cual la materia es la alegoría o la expresión de ciertos atributos ideales.
A diferencia de la pintura moderna, que se funda sobre el vértigo de los objetos en
una constante dialéctica con el espacio, la pintura de Vermeer detiene toda tensión que vaya
fuera del objeto en sí. Los puntos perceptivos de tensión son inmanentes; esto es entonces
lo que hace de la mirada un recogimiento, lo que hace de la pintura una escisión en el ritmo
de la percepción, una contemplación estática que de ningún modo suspende la
participación en el devenir de cualquier sustancia. Nos encontramos ante una pintura que
por medio de sus trazos produce vaciamientos interpretativos del mundo, que ahonda
semánticamente la superficie de sus objetos en las relaciones que estos manifiestan con el
espacio, que reestructura el nivel de lo verosímil en sus vínculos inherentes a la utilidad y la
gratuidad –erótica o retórica– de las afecciones de sus sujetos en relación a las formas
dictivas con las cuales, lo real –el límite del sentido propuesto a la representación visual–,
es narrado en la tensión de toda gramática que desafía a la expresión.
Vermeer ha logrado en sus objetos lo que la literatura con ellos no ha podido:
clausurarlos por saturación descriptiva, a la vez que los expande por medio de la
dependencia que en oportunidades los mismos tienen de los afectos subjetivos que
nombran.21 En literatura el realismo más acabado consagra una operación sobre el objeto
que consiste en cambiar los valores del género novelístico para adaptar a él cualquier
síntesis opositiva (con atributos de ser y parecer) a una síntesis de superficie (con atributos
propios de una gramática de la expresión). Esa síntesis de superficie configura una
dirección lineal y omnipotente ante cualquier objeto. Sin ir más lejos, la descripción busca
el grado neutro del adjetivo, evita la variabilidad de éste por medio de un trabajo de
focalización, pues le circunscribe datos, topografías, topologías, y no percepciones. Por esta
razón el realismo es un proyecto de escritura mucho más burgués que cualquier otro en la
historia de la literatura, pues intuye la variación de lo real, pero no la consigna, sino que
más bien la anula, la enuncia como expresión pura, como atributo gramatical sin revés o
sorpresa; el realismo como técnica y expresión no sorprende personajes en actitudes o
21
En esto la literatura ha fracasado, lo admite su negativa a ver toda escritura como una literatura de las
pasiones. La intimidad negativa vendría a recordarnos que se escribe por desconsuelo, complacencia vana, por
ostentación metodológica de las causas sin su efecto –entiéndase: empeño de un sujeto afectivo por
conquistar su cuota de participación en lo real.
instantes –aun cuando esta sorpresa requiera de un montaje que perfectamente podría llevar
adelante–, no inmiscuye la mirada, más bien sale a la búsqueda, en esos personajes, de
patrones de conducta valiéndose de itinerarios ideológicos.22 Por esto la irrupción de la
fotografía no es una continuidad del realismo; con la fotografía tendríamos que hablar del
fin de la enunciación lineal, pues ya no hace falta la sucesión temporal para llegar al
instante, apenas si basta con la sorpresa y la economía del montaje de captar un rostro, un
gesto, una mirada.
A partir de la fotografía en adelante tendremos que hablar de una semiótica de los
volúmenes que ya se encontraba en Vermeer y la composición sujeto-objeto que éste
montaba para narrar lo real haciéndolo verosímil. Sin embargo, lo que la fotografía y el
realismo comparten –como una continuidad que los emparenta– es lo que podríamos
denominar omnipotencia perceptiva, el desenfreno pasional de un sujeto expectante que
llega a ser el acontecimiento perceptivo puro. Vermeer circunscribió ese desenfreno, ese
acontecimiento de sentido, en la interioridad cotidiana que es para él principio y fin de lo
que luego se llamaría realismo –hizo de las pasiones un modo elegante de materializar la
interioridad, sin llegar a ser un moralista de las pasiones, pues los moralistas son sus
exégetas–; Vermeer no sólo hizo uso de la pintura para detallar un suceso, sino que
también, al saturar su armónica capacidad de representación, sin necesidad del vértigo, dejó
abierta la posibilidad de continuar las posibilidades mismas de la representación más allá
del límite del suceso sobre el que se la montaba. Para Vermeer lo pictórico no son las
proporciones formales de un sujeto y un objeto en el suceso o anécdota que transmiten (el
círculo perceptivo): ha llegado una carta, se ha hilado un paño; sino que más bien es la
geometría de lo afectivo en esa relación sujeto-objeto que narra el acontecimiento: llega a
mí una carta, se hila un paño a través de mis manos; del mismo modo que una fotografía
puede ser potencialmente el registro de mis cambios, lo pictórico en Vermeer, es el registro
compositivo de las variaciones tempestivas en el sujeto.
22
Recuerdo que la defensa judicial de Madame Bovary ante su acusación por faltas a la moral se superpone a
la propia poética llevada adelante por Flaubert para su realización como condena a esa moral. El enunciado
“Madame Bovary soy yo” desaparece y se transforma en un ausente que se reviste de una supuesta
objetividad. La poética es origen y excusa ante la acusación, o en todo caso, termina siendo un falso uso del
discurso, una posibilidad para burlar lo real antes que para reproducirlo.
Vermeer entrevió la posibilidad de la narración silenciosa del acontecimiento: lo que
perceptiblemente termina siendo, en la conciencia, el acto imperioso de lo narrable; así
como lo vivenciado a comienzos del siglo XX devino en lo por demás novelable23. Es que
en el acontecimiento cualquier realismo objetivo abandona a su autor para poder
transformarse en posibilidad semántica de las pasiones. No sólo miramos, sino que también
somos interrogados sobre la pertinencia de nuestra intromisión en la escena, y es eso lo que
el realismo más acabado jamás pudo lograr –aun cuando su autor haya desaparecido–:
hacernos partícipes del acontecimiento y distraernos de su confección, ser forma que no
distrae con la evidencia de la técnica, ser narración que olvida el imperativo de la temática;
a fin de cuentas, ser el acto inmanente de la contemplación.
Que el suceso captado pueda ser luego en la mirada del espectador una continuidad
–algo que eternamente acontece– es la principal intención de la pintura de Vermeer; aunque
por el momento, para la crítica de arte, haya sido la menos vista o tenida en cuenta. En esta
pintura cuanto más se busca la clausura del sentido, por medio de un acabado de las formas
y los matices en su escala de graduación cromática, más se logra entrever la abertura de un
mundo sin palabras, un mundo de formas que al momento de erguirse como armónicas
también se tornan simples suplementos de un recóndito anhelo.
Si colocamos en primer término la intensión didáctica de esta pintura, podríamos
apreciar cómo su perfeccionismo se resquebraja ante el sobrante de sentido que la mirada
desprecia. Algo ajeno a la supuesta enseñanza, algo no figurativo en los patrones vigentes
de la representación, residiría en el centro mismo de la obra. Por eso más bien se trata de
poner en primer término una intensidad llevada adelante a cada trazo, la cual es algo no del
todo resuelta en su fin (exponer, mostrar, referir abiertamente o bajo el amparo de una
codificación referencial), pues más allá de su ejercitación, la pintura de Vermeer aún pide
por su cierre parcial, por su momento de sentido. Como ya hemos visto podemos leer estas
obras en un código moral, el cual nos asegura la significación histórico-referencial del
23
Podríamos pensar Ulises de James Joyce y La señora Dalloway de Virginia Woolf –por sólo citar dos
novelas filiales y antagónicas– como casos genéricos y ejemplares de la narración que se desarrolla alrededor
del acontecimiento: un 16 de junio de 1904 Leopold Bloom decide asistir al sepelio de Paddy Dignam;
Clarissa Dalloway prepara una fiesta para la cual “ella misma se encargaría de comprar las flores.” Allí ya
están todas las posibilidades de hacer novelable el mundo, simplemente hay que empezar por su revés, la
intimidad del sujeto, olvidando la finalidad de toda fenomenología.
supuesto origen en el cual la obra fue una intención en el ámbito social donde circuló; de
hecho ese ha sido el modo de leer la composición de sus escenas a lo largo de la historia del
arte. Salvo para los artistas –que comprendieron mejor que nadie el lenguaje compositivo
de Vermeer– la perfección en él sólo ha resultado ser un obstáculo para quien aprecia el arte
por lo seguro que éste ofrece.24
Sin embargo, el motivo de cada una de sus composiciones, lo que estructura la
intencionalidad de la materia pictórica, vale por sí mismo y tiene una impronta imperativa.
Más allá del tiempo y el referente hay una forma sensible que se resignifica al ser para la
percepción un acontecimiento de sentido constante e intensivo. Esa relación entre el motivo
y la composición, entre un repertorio de temas históricos y una sensibilidad que sólo se
manifiesta en el espacio de lo pictórico, es la que da a las obras de Vermeer la característica
de objetos estéticos interpretados en el entrecruzamiento de posturas encontradas. Por
momentos sus cuadros son la retórica de una moral que usa de las escenas y de los cuerpos,
son ejemplos claros de una pintura de género, reiterativa y limitada; pero también, por
momentos, esos cuadros son la narración del silencio que se ofrece a lo temporal, esos
cuadros son lo imposible de una figuración que busca –en la materialidad explícita del
motivo– desplegar el revés de la intimidad. Como señala Berger, a Vermeer le interesaba el
límite de la representación visual, no la corrección retórica.
Acaso la intimidad –como una forma absoluta– sea el revés del mismo cuadro
referencial; acaso la intimidad sea el sobrante de sentido en ese revés que traduce el
lenguaje compositivo al lenguaje común –que lo traduce y así lo transforma en una forma
sensible antes que en una forma histórica–; acaso la intimidad de las costureras, de las
hacendosas bordadoras, de las criadas y las casadas fieles –de quienes nada sabemos– sea el
revés de las retóricas del ser que cada una de estas formas de subjetivación significan y
especifican, o acaso, esas mujeres, sean los aspectos innombrables de la realidad.
Sin embargo, en tanto que pensada y estructurada, esa intimidad no deja nunca de
ser el fin y el principio de todo mundo representado pues significa toda la extensión y la
expresión de la representación; así en ella subyace el entrecruzamiento interpretativo, la
24
Marcel Proust vio que esta pintura estaba estructurada en base a “fragmentos de un mismo mundo”, de este
modo la envidió y la asimiló como una obsesión que lo llevó a decir “así como él pintaba debiera escribir yo”;
André Malraux fue preciso y directo: “Vermeer convierte el tema en objeto de la visión.”; los impresionistas
le deben su trabajo con la luz y la percepción, no sólo en su exposición a través de los colores, sino también a
través –y como factor principal– de la escena que se está pintando, la cual en vez de representarse se plasma
según una impresión.
subversión y la dispersión crítica que todo gran arte produce; pero también, a fin de
cuentas, la presunción de que todo espacio de sentido es esa tensión en los modos de
subjetividad que construye una retórica. No hay amor, menoscabo, abulia o melancolía,
control de sí o vilo silencioso fuera y lejos del mundo que postula y niega estas pasiones.
Pero indudablemente, el lugar que ellas construyen, produce el acontecimiento de ese revés
donde la intimidad no es ni lo público ni lo privado, sino lo que hace de uno y otro, en
relación de anverso y de reverso, el equilibrio geométrico de la intimidad que no es forma
ni es lenguaje.
Barthes consignó una lógica económica para el discurso amoroso, para la fuerza y el
furor de la tensión en el “amor pasión”. Esa lógica económica nombrada como la
“exuberancia” del imperio de los sentimientos, funcionaría de un modo contraproducente
en el centro mismo de la lógica económica de la escasez, la lógica económica del ahorro
que llega a ser una semiología de lo que no se puede decir desde la base de un lenguaje –
también económico– que ante las pasiones del sujeto comienza a rechinar. Allí, en su
denuncia desde el centro mismo de la economía, la lógica del gasto, la gratuidad, el gran
despilfarro del amor y la productividad de una verdadera “economía negra” –donde las
variables de la producción son las oscilaciones sentimentales del sujeto, las “figuras” del
discurso barthesiano– allí el furor del “amor pasión”, se transforma en un valor
intransferible, un “lujo intolerable”.25
Algo de ésto encontramos en Vermeer. Por un lado una codificación moral como la
asignación de valores trascendentes; pero también por otro lado, una codificación
enigmática, una asignación de valores totalmente distinta a la que regula la circulación del
valor moral en la producción del sentido último del ser. Sin embargo, la exuberancia
barthesiana que termina por momentos siendo furor, fuerza en tensión, en Vermeer se
reduce a un incipiente principio o indicador de la presencia de un rubor, algo que burla con
25
Fragmentos de un discurso amoroso, Bs.As., Siglo XXI, 2003, pág. 142-144.
el sonrojo la gravedad retórica, algo que retrae sobre sí al deseo, algo que no deja de ser un
indicador imperceptible.26 Esto nos lleva a decir que Vermeer administra de un modo
cuidadoso el derroche de la pasión, para él la exuberancia es el silencio; allí donde el sujeto
debería tensarse o quedar preso de una fuerza que lo burla, allí donde el amor pasión se
instala como plusvalía de la economía negra, encontramos que en realidad hay un sujeto
que asigna signos de valor al recogimiento de su intimidad. Es la enunciación oblicua de lo
amoroso –como una economía de interiores– lo que se entrecruza con la moral del control
de sí, produciendo así un espacio de interpretación donde la asignación del valor se torna
capital, pues postula no sólo un patrón de conducta, sino también, una estructuración de lo
real que produce verosímiles. Ese silencio exuberante en la economía de interiores, termina
siendo el resguardado de un otro en la intimidad, un otro vuelto secreto, infinito pliegue de
cartas, intimidad de escritura, nombre impronunciable, valor intransferible. Es que en
Vermeer cuando el silencio impera como suplemento de la representación, el sentido
capitaliza un nombre que es ausencia, justamente lo que acciona toda una economía de la
pasión: el otro produciendo en mí un juego de signos y afecciones, valores y asignaciones
del rubor, un revés del lenguaje, un revés de las formas en su condición de enunciación
imposible, tanto que el amor que se repliega es el principio de estructuración sobre el cual
descansa la producción de lo real, lo que intercambiamos como experiencia.
Tomemos los cuadros de Vermeer en los que el motivo principal es la añoranza de
un amor que aguarda más allá de las puertas cerradas del ámbito que cobija a la
intimidad; pero que por ello mismo, sólo es posible de pensarse en tanto que transcurre
justamente allí: en el afuera que se produce desde el recogimiento íntimo, aunque el
procedimiento para llegar a esto resulte paradójico. Desde siempre apelar a la oposición
interior-exterior instaura esa vieja disyuntiva que articula todo efecto paradójico: ser
susceptible de enunciarse en tanto que se es también susceptible de no ser representado por
un estado de lenguaje. Sin embargo en Vermeer la pasión del amor, desplegada no como
una forma de pensarse, sino más bien como una forma de seducir y tornarse legible para un
otro, instaura en el sujeto un borramiento de ese espacio maniqueo en el que parece
26
“(…) pero luego que me hube apoderado de ella, por efecto de una acertada torpeza, se enlazaron nuestros
brazos; estreché su seno al mío, y en aquél brevísimo intervalo sentí que su corazón palpitaba con mayor
viveza: una amable púrpura coloreó su rostro, y su modesta turbación me indicó que su pecho no había
palpitado de miedo, sino de amor.” Choderlos De Laclos, Las amistades peligrosas, Barcelona, Seix Barral,
1968, pág. 37.
acontecer el acto de amor, un acto eminentemente material, físico, aun cuando es cotejado
en una escala de imperceptibles rubores que lo exponen. La producción de signos
afectuosos que la economía del gasto desencadena en mí me evidencia frente a los otros,
pero a la vez me recoge, me sonroja en el silencio. La intimidad –ese reducto para el
motivo y la expresión, para lo producido y la economía– es un emplazamiento sobre las
posibilidades de estructurar una relación de sentido entre los sentimientos del sujeto y los
modos de ser leído o los modos de leerse; es una relación que pone en juego un espacio
para ese sentido, un acontecimiento que se narra en el anverso y en el reverso de la
representación, y que por sobre todo, es el principio fundamental del acto de composición.
La intimidad del amor es el afuera del mundo que posibilita el recogimiento del sujeto;
desde esa exterioridad, esa falta de certeza se produce el efecto económico-discursivo del
amor, el cual en Vermeer va más allá de la moral y se precipita hacia el fin de la mismísima
economía al imponer el derroche.
El orden del secreto –más que cualquier enigma–, la escritura como acto de
intimidad –sin entrever en ello nociones del orden de lo público o lo privado– y el consuelo
en la complicidad silenciosa, parecen ser las formas de configurar un mundo perdido,
cerrado y distante. En estos motivos la añoranza parece ser débil y restringida a una serie de
imposibles sentimientos ocultos. Sin embargo en Vermeer no llega a existir un
sentimentalismo, un melodrama de interiores; el deseo sustraído a su concreción es
simplemente una forma solapada de entender la restricción de las ansias. Añorar a través de
esa forma de sentimentalismo inmanente que se consolida en lo oculto es suspender los
gestos del cuerpo cuando éste podría precipitarse hacia un desborde, o hacia una evidencia
bochornosa; pero también ese anhelo puesto en entredicho adjunta al cuerpo una nueva
postura en la retracción de sus efectos. No se trata de pensar o querer ver en estos cuadros y
sus motivos la develación del sentimentalismo, o en todo caso el sentimentalismo como una
forma de develar los impulsos del motivo que es la causa expresada en las posturas del
cuerpo como superficie de reflejo. La templanza de la pasión, el orden de la voluntad, la
retórica de la virtud hacen del sentimiento un afecto, una forma de variación del cuerpo,
una modificación de la superficie misma, tanto del cuadro en sus texturas y composiciones
como del cuerpo y sus posturas más allá de ese moderno invento que es el yo. No se trata
entonces de profundidades sentimentales, sino de relieves, ondulaciones, movimientos y
graduaciones, cambios y transiciones sobre la potencia de un cuerpo en eso que Spinoza
entendió como sus afecciones y afectos.27
En Vermeer los rostros femeninos que leen se muestran sorprendidos o inmersos en
la doble atención de un mismo instante que tiene varios niveles de significado: las palabras
que leen, y las palabras que en secreto los apasionan, como si se tratase de un solo suceso.
En la afección que producen esas palabras –en la imagen o idea que formo sobre la
exterioridad que me rodea: un amado ausente, una noticia del mundo exterior y con la cual
compongo una relación– parecería resolverse el cuadro; su origen es lo ausente, lo que
iconográficamente sólo está presente por una de sus partes: la carta como signo, la
escritura como afecto de la subjetividad, aquello que está modificando la escena, aquello
que afecta al cuerpo. Pero su consecuencia es la interiorización progresiva de ese ausente:
la palabra como afecto, transición, cambio, expresión apasionada que apasiona, tensión y
postura que gana al cuerpo. Así la mera descripción del motivo como añoranza o como
cualquier otra clasificación que se le adjunte es superflua y es superada, y la escena en su
conjunto, se transforma en los movimientos de un cuerpo que cambia, que atraviesa
diversos estados, diversos modos de manifestar su potencia.
Ciencia de los cuerpos en suspenso podríamos llamar a la gramática que despliega
Vermeer, así como ética de un mundo de relaciones y uniones secretas que no valen tanto
por lo que expresan sino por cómo se componen. ¿Qué es entonces lo que aún interesa a la
representación para ser superada por sí misma? Podríamos decir que las vacilaciones del
sujeto que apenas se alcanzan a capturar en instantes tras su variación constante, las
pasiones que como procesos de formación o estructuras de la sensibilidad nos llevan a
prefigurar una ciencia de lo que acontece, la cual parece querer decirnos: soy amado, soy
deseado, en estas palabras, en esta escritura, en este secreto.
27
Para esta distinción basta tener en cuenta lo expuesto por Gilles Deleuze en su lectura de Spinoza. Las
afecciones serían un estado de variación inmanente al modo de una potencia “que implican mayor o menor
perfección que el estado precedente” en tanto que un cuerpo se ve afectado en su perfectibilidad. Ahora bien,
hay un estado de transición, el paso de una afección a otra, y eso se denomina afecto “lo que toda afección
envuelve –y que sin embargo es de otra naturaleza– es el paso, la transición vivida del estado precedente al
estado actual o del estado actual al estado siguiente.” De este modo la potencia de un cuerpo está
condicionada tanto por las percepciones –imágenes, ideas– que lo rodean, como por los sentimientos que lo
modifican sobre una serie de “variaciones continuas de perfección” entendidas como afectos. Ver Deleuze,
Gilles: Spinoza: filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 2001, pág. 62. En medio de Spinoza, Bs. As.,
Cactus, 2003, págs. 80 y 81.
La edad de la lectura y las cartas del deseo imaginario
Pero el motivo de las mujeres lectoras de cartas lleva todo hacia otro terreno: la
palabra que apasiona y produce los cambios o las afecciones de la sensibilidad. Una historia
de la lectura debería detenerse en estos cuadros, debería indagar lo que supone el leer a otro
en su completa ausencia, debería interrogar la expresión de quién lee, allí donde lo leído
aparece como un rasgo de una posible modificación. Más allá del orden de la modelización,
el acto de leer, para quien lee, tiene el doble significado que produce el hecho de ser al
mismo tiempo leído, interrogado, puesto en sorpresa sobre lo que se es por sí mismo o por
cercanía de un otro.
En el caso de Vermeer se da siempre la posibilidad de un otro que completa y dirige
la intencionalidad de la lectura. Así los mensajes traídos por criadas a sus señoras se leen en
el código moral del siglo XVII como una forma de conocer el más allá de la intimidad del
hogar; pero propiciado este conocimiento por un otro, un sujeto ajeno a la intimidad del
momento. Hay toda una erótica silenciosa del conocimiento del mundo a través de la
palabra escrita, hay un origen del deseo puesto en relación con el poder de lo imaginario
que despunta en estas pequeñas escenas y que comienza a dar cuenta de cómo se construirá
lo femenino como sensibilidad.28 Si bien estamos lejos de poder hablar de una lectura
apasionada –como un consumo o una forma de evasión o conquista de sí a través de lo
ficticio o como una constante que termina transformándose en hábito– sí podemos hablar
de una lectura que apasiona; en el sentido de una lectura pensada como afección del sujeto
o como lectura a puertas cerradas en la intimidad de un secreto celosamente guardado que
genera cambios, modificaciones, variaciones, conquistas del mundo por su conocimiento en
el acceso a la palabra mediante las cartas.
28
Recientemente Ricardo Piglia reconstruye escenas de lecturas para tratar de dar cuerpo y forma a eso que
entendemos como lector. En el caso de las mujeres sus observaciones se sitúan en ese cruce entre el deseo y el
poder de lo imaginario, dando forma a las lectoras del siglo XIX para quienes en ese cruce: “Se manifiesta así
una tensión entre la experiencia propiamente dicha y la gran experiencia de la lectura, y entonces aparece el
bovarismo, la ilusión de realidad de la ficción como marca de lo que falta en la vida. Se va de la lectura a la
realidad o se percibe la realidad bajo la forma de la novela, con esa suerte de filtro que da la lectura.” En El
último lector, Barcelona, Anagrama, 2005, pág. 143.
Las cartas como objetos enigmáticos originan la pintura del secreto en Vermeer, el
secreto que sólo se puede confiar a la intimidad donde adquiere su potencia de significado.
En Vermeer el imaginario de la templanza o de la posible infidelidad a través de la lectura y
la escritura, está poblado de mujeres sorprendidas por el arribo de una carta. En medio de la
confección de una respuesta, en medio de una clase de música, en la aplicación a los
trabajos domésticos, solas y en compañía, las mujeres de Vermeer se ven asaltadas por la
lectura que las detiene y las sustrae de lo que están haciendo y que las obliga a escribir para
dar continuidad al reparo del secreto.
En una de estas composiciones se destaca la sorpresiva presencia de una criada que
llega con un plegado enigmático para su dueña, trayendo así el mundo exterior hasta ella,
sabiendo todo lo que eso implica y trae aparejado para la condición de su dueña.29 La criada
con total impasibilidad emerge entre las sombras de un fondo oscuro que resalta el centro y
el perfil sobre el que su señora escribe su respuesta a una tal vez primera tentativa de amor.
En esta composición hay dos actitudes a tener en cuenta, mientras la criada busca encontrar
la mirada de su señora, ésta se sustrae a ella y fija su atención en la carta, el pliegue de
papel, la intuición de la palabra escrita, como queriendo de antemano saber lo que ésta trae
pues leer es adelantar la concreción del acontecimiento. No hay complicidad entre la señora
y su criada, la primera está totalmente sustraída de la situación en la que se encuentra, está
ya inmersa en la lectura del secreto, está siendo modificada por la presencia del secreto.
Pero a la vez esa mirada sobre el objeto que la aleja es también un repliegue, un
reflejo de sí misma, su silencio, la burla y la continuidad de su templanza, su puesta en
duda. Como si algo se hubiese adelantado, la actitud de sorpresa poco a poco parece ir
modificándose en la variación que ha llevado al cuerpo hasta su actual postura, detenido
sobre un gesto que lo olvida todo, entregado a un estado de atención. Al mismo tiempo la
evidencia pasional en el cuadro es doble: el gesto de una mano llevada a una boca que
jamás emitió palabras como conteniendo cualquier respuesta, y la superficie blanca del
papel abandonado sobre la mesa, sabiendo que no puede ser leído, e intuyendo su posible
modificación.
29
Imaginemos a esta criada a través de las calles de Delf, como ese cuadro que Proust estudia en En busca
del tiempo perdido donde la poética de Vermeer parece querer ir de lo más general a lo más particular, desde
la pintura de su ciudad natal, hacia sus calles transparentes, los frentes de sus casas, el silencio de sus
habitaciones interiores, hasta llegar a la intimidad de sus sujetos como acaso la carta llegará sin reparo.
Pero también hay una presencia doble de lo que suspende y altera el estado
precedente del cuerpo; por un lado la carta que arriba desde el exterior y por otro lado la
carta en su proceso de escritura que se detiene en la traducción de la intimidad, que se
interrumpe, que abandona la confesión de la sensibilidad de su autor. Como vemos, la
atención puesta a la escritura transforma a los sujetos en un punto de tensión que trata de
contener sus pasiones cuando las cartas son el artefacto que apasiona; así escribir y leer se
vuelve en un estado de cautela que resguarda la presencia del secreto, pero que altera la
intimidad misma. No podemos saber si la respuesta se hará esperar o si algo ha salido de los
cauces comunes de la correspondencia establecida, sólo podemos entrever que algo se ha
detenido, que lo que acontece en el terreno de la palabra modifica el curso de lo que
cotidianamente transcurre, que la palabra sorprende y asombra. Parecería que la lectura y la
escritura, en tanto que pasiones, operan en el sujeto como un modo de manifestarse que
suspende su actividad cotidiana y lo sumerge en el reparo del secreto como expresión de la
intimidad.
Todo cuerpo está predispuesto a una actividad que lo realiza y lo modela en su
forma de desarrollarla. La evolución del cuerpo tiene algo que ver con las diversas formas
no sólo de disciplinarlo, sino también de encontrar en él una actividad que lo concentre
sobre sus posibilidades. Hay otro cuadro de Vermeer donde vemos cómo la disciplina y la
irrupción del secreto se entrecruzan.
Conocido como “La carta de amor” este cuadro se inscribe dentro de esta serie de
composiciones del secreto. Su organización es bastante peculiar. Desde una habitación
continua a la recámara donde se desarrolla la escena observamos a la misma criada y su
señora sorprendidas por la mirada del pintor que da la impresión de no querer interrumpir
lo que allí está aconteciendo. La dueña de casa tiene en sus manos una mandolina que nos
lleva a pensar en las actividades del aprendizaje de la música como forma de educar la
sensibilidad o como actividad de distracción en el siglo XVII. En la otra mano descansa la
carta entregada momentos antes por la criada que a pesar de la composición cromática es el
objeto central de la organización, pues nuevamente todo el significado se encuentra
condensado en ese pliegue de papel. Por detrás de la dueña de casa la mirada de la criada
cae tras su hombro y esta vez encuentra la complicidad de las miradas que se aúnan.
Visto desde la composición general que da vida a este cuadro, es sumamente
significativo que la escena sea contemplada desde un recinto continuo, a la par de la
habitación central. Una suerte de complicidad entre el espacio y los sujetos que en él
habitan parece ser el elemento vital para entender qué significaciones transcurren a través
de él. La atención que la música requiere del cuerpo y el intelecto se ve remplazada por la
sorpresa del secreto que se hace presente nuevamente. Un estado de cambio, una nueva
relación aparece entre mi intimidad y lo que proviene del mundo. Así cree evidenciarlo el
rostro de la criada que se llena de cierta expresión maliciosa, y así también, manifestarlo el
rostro de la dueña de casa, que parece sentirse en falta. Otra vez hay un momento de
tensión que se puede leer a nivel de la forma y las distribuciones de la composición. La
visión equilibrada y armónica, propia del periodo renacentista que aquí es adaptada a las
dimensiones reducidas de la vida burguesa, convive con la vacilación del sujeto y sus
afecciones sin producir una pintura que desborda sus formas para poder expresarlo. Entre la
mirada de la dueña, su mano que descansa y sujeta el puente de la mandolina, y el otro
extremo de la composición, donde la carta es sujetada por su mano izquierda, se estructura
la narración de la imagen. En la música reside el ejercicio que potencia la pasividad del
cuerpo, la constancia, la disciplina; en la letra, la pasión que conduce a la virtud del deseo.
Sin embargo, el rostro parece sustraído a la opción por uno u otro camino, tan sólo aguarda
en lo que acontece.
La exterioridad de lo nombrado
La memoria de Pasternak retrocederá sin embargo hacia el más remoto origen que
puede captar dentro de sí mismo, mucho antes de que la esfera de cristal de esos cuatro
poetas se suspendiera a orillas de un río congelado a punto de ser destrozada como por un
inmenso martillo que nadie maneja. Pasternak se remonta a un recuerdo de su primera
infancia, cuando en su casa dan un concierto al que asiste Tolstoi, muy admirado por su
padre. El niño duerme pero el concierto lo sobresalta. “A medianoche –escribe– desperté
con una congoja punzante que nunca antes había experimentado.” Su llanto no será
escuchado hasta que termine el trío de violín, violoncelo y piano. Para calmarlo, dejan que
vea la fiesta donde “las damas surgían de vestidos con escotes hasta media espalda como
flores dentro de una canastilla. Los círculos de humo se soldaban con los cabellos grises de
dos o tres ancianos.” Uno de ellos: León Tolstoi. Pero luego la vocación del niño y joven
Boris no se inclina hacia la literatura. Y más que el personaje imponente del novelista, lo
atrae el origen de aquella misteriosa angustia, la asociación del tañir de las cuerdas con
gritos de alarma, y durante varios años pensará en ser músico. Se fascina entonces por el
compositor Scriabin, a quien conoce en la adolescencia. Sólo que el joven Pasternak aspira
a componer sin saber tocar. Le muestra partituras a Scriabin y éste las aprueba y lo alienta.
Pero el desajuste entre sus ambiciones y la pobreza técnica, ese secreto no saber, se vuelve
un suplicio que lo hará abandonar la música. Como un niño que cree en su destino,
mágicamente, fuera de toda premeditación, Pasternak se construye fábulas que suponen ya
la literatura, ese arte que no se puede aprender y que alimenta todo tipo de fantasías.
“No había absurdo en que no creyera”, escribe Pasternak sobre aquella adolescencia
de promesa musical. “En el alba de la vida, que es cuando son factibles tales locuras, me
imaginaba, acaso recordando mis primeros vestiditos, que en una época anterior yo había
sido una niñita y que me era necesario reencontrar esa naturaleza, infinitamente más
encantadora y más deliciosa, oprimiéndome la cintura hasta perder el aliento, o me
imaginaba no ser hijo de mis padres, sino un niño hallado y adoptado.” ¿Por qué tales
fabulaciones sobre su origen lo harían abandonar la música? Porque esperaba signos,
señales de un destino que no llegaban. Deja hasta el gusto por escuchar música. Pero a la
distancia Pasternak posa su mirada de redención en el difunto Scriabin, cuya maestría
musical describe así: “De pronto, en el curso de la melodía, una respuesta o una objeción
hace irrupción con otra voz, una voz femenina, más alta, con un tono más simple, el de la
conversación. Disputa calmada, discordancia instantáneamente eclipsada. Esta nota es
introducida en la obra con una naturalidad increíble. El arte está saturado de cosas que
todos conocen, de verdades que corren por las calles.” E igualmente, escribir será para
Pasternak escuchar más que inventar, poder trasponer de alguna forma lo que parece obvio
y cuya misma naturalidad hace pasar inadvertido. Y compara a Scriabin con Dostoyevski,
que transforma los lugares comunes en intensidades absolutas, notas de una conversación
cuyos límites son los límites de un lenguaje y un mundo.
También hay un ensayo de Mandelstam, del que sólo se hallaron fragmentos, sobre
la muerte de Scriabin. Allí se intenta explicar su innovación musical a partir de los mitos
antiguos, del helenismo y el cristianismo. Mandelstam anota: “La voz es el individuo. El
piano es la sirena. La ruptura de Scriabin con la voz, su vivo entusiasmo por el ‘pianismo’,
implica la pérdida de una aprehensión cristiana de la persona, del ‘yo soy’, en música.” Y
agrega: “En ese sentido, él rompió con la música cristiana y siguió su propia vía…” Como
si la diversidad de voces fuese un anuncio de ruptura, una grieta en la unidad que la
armonía todavía intenta arreglar, pero provisoriamente. Y por eso justamente, cada
fragmento de voz, cada matiz de esa charla musical, expresa su incompletud y conmueve al
oyente que ve reflejarse ahí su propia muerte, o más bien la angustia que solemos asociar
con los límites definitivos. Como en el poema de Ajmátova las dos voces que se llaman en
la calle y que dicen, contra el bajo de fondo sobre el que se suben esas notas más agudas,
que estamos de visita aquí y ahora. Mandelstam escribe una divisa para el arte de Scriabin y
su inminente disolución de la unidad: “¡Hay que recordar cueste lo que cueste! Vencer el
olvido – por más que cueste la muerte”, pues a fin de cuentas “morir es recordar, recordar
es morir…” No puede ser casual esta coincidencia en las impresiones de dos poetas que
todo nos conduce a emparentar. Como los agudos de las cuerdas sobre la tranquilidad del
piano en la escena de angustia infantil, el nombre de Scriabin parece significar para
Pasternak y Mandelstam el testimonio de una cultura y el anuncio de su diversificación, de
futuras metamorfosis, aunque ese mismo anuncio se haga dándole la espalda a lo que se
avecina, armonizando los fragmentos para que sigan dirigiéndose a alguien, destinatario del
recuerdo.
Aunque Pasternak, como dijimos, abandona la música, llevará esta manera de
escuchar a su nueva vocación. Y pensará siempre la poesía como un descubrimiento antes
que como una invención o un artificio. Veamos al respecto uno de los momentos
ensayísticos, que abundan, dentro de la autobiografía de Pasternak. Se pregunta: “¿Qué es
la literatura en el sentido corriente, el más extendido, de la palabra?” Y contesta: “es el
mundo de la elocuencia, de los lugares comunes, de las frases redondas”. Allí donde ciertas
personas demuestran que manejan el arte de decir, abstraer lo vivido y someterlo al
comentario común, a las identificaciones y a los argumentos. Pero de pronto, en ese reino
artificial de una elocuencia cómoda, sentada en su trono de diletante para hablar de todo y
nada, puede irrumpir alguien. De hecho, la literatura no existiría sin esas irrupciones.
“Alguien abre la boca, dice Pasternak, no por afición a las letras sino porque sabe algo y
tiene alguna cosa que decir”. Y lo que sabe probablemente sea una novedad, una noticia, o
el simple rumor del mundo exterior cuya música se ha descubierto en parte, “como si las
puertas se abrieran de par en par y entrara el fragor externo de la vida”, que no es otra cosa
que la ciudad, esa naturaleza moderna. Pasternak se está refiriendo además, con esta visión
general del salón de los charlatanes amantes de las letras donde ingresa una voz ajena,
extraña, como el viento de una tormenta de nieve rompiendo los cerrojos de un ventanal, al
poeta simbolista Alexander Blok. Leyendo la descripción de su poesía no podemos dejar de
pensar en Baudelaire, aunque uno de carácter ruso, más comunicativo, por lo cual se
transformó en maestro de toda una generación de jóvenes. Sus poemas serían como
pinceladas rápidas, apuntes de cosas vistas en las calles, voces que se pierden apresuradas
por el clima adverso. Así los describe Pasternak, como anticipándose a los gestos de
vanguardia de sus seguidores: “Adjetivos sin sustantivos, verbos sin sujetos, juego del
escondite, siluetas que pasan furtivas, emoción, refrenamiento.” Luego exclama, casi
sorprendido por esa continuidad de la poesía en un momento dado: “¡Cómo se relacionaba
tal estilo con el espíritu de la época, encubierto, secreto, clandestino, asomado apenas del
subsuelo, que utilizaba, para expresarse, un lenguaje de conspiradores, donde el personaje
principal era la ciudad y el suceso principal la calle!” Porque también ahí hay un cambio, la
célula en lugar del salón, claves y consignas de agitación urbana en lugar de la elocuencia
reiterativa. Así también al lado del cenáculo de batalla con su gran subjetividad, se
desarrollan los círculos de estudios, los intentos de sistematización cuasi-científica de las
formas poéticas, como el del experimentador Andrei Bely, por quien el memorioso
Pasternak dice haber estado loco, “intoxicado de literatura moderna”, en su adolescencia.
Sin embargo, en su juventud iconoclasta pero muy reflexiva, no asistirá a los trabajos del
círculo de Bely sobre la métrica rusa porque, afirma ahora, “siempre sostuve que la música
de la palabra no es un fenómeno acústico y no consiste en la eufonía de las vocales y
consonantes consideradas por separado, sino en una correspondencia entre el significado de
la frase y su resonancia”. No deja de sorprender la atención de los poetas rusos de la época
hacia la materia de su lengua, que desconocemos, pero cuyos cuestionamientos preanuncian
muchas vías del siglo XX. En el caso de Pasternak, la resonancia de los significados como
verdadera música del verso se vincula a esa tarea de recolección auditiva de voces,
discordancias eclipsadas, ciudad vislumbrada en el susurro de un umbral sombrío, que les
adjudicaba a la escritura y a la composición como notaciones del natural.
Pero también Mandelstam, en el relato de su Viaje a Armenia, escribía: “Hay gente
que hace resonar las llaves de un idioma, incluso cuando no tienen ningún tesoro para
abrir.” Entonces hay que saber algo, atesorar un secreto, no basta con hacer tintinear las
llaves, si bien las eufonías, las singularidades idiomáticas pueden ser tan agradables como
un paisaje típico. Así Mandelstam describe las charlas en armenio con igual detenimiento,
idéntica apreciación sensible que las montañas, lagos, costas que lo saludan al pasar,
precisamente, como en el mismo idioma. Pero Mandelstam no llegó a la edad de Pasternak
y nunca olvidaría su apego a los juegos de palabras de la juventud vanguardista. O más
bien, su afición y su pasión por las resonancias significativas de ciertas sonoridades, ciertas
palabras, sobre todo si una lengua extranjera pone de relieve su naturaleza de pura
arbitrariedad. Terminará muriéndose de frío en Siberia mientras piensa o sueña con la
palabra “laurel” de un poema provenzal, que le trae la calidez de ese clima lejano, a miles
de kilómetros, a cientos de años.
Pasternak prefiere el blanco más cercano, su color local: “Las primeras heladas
plateaban la tierra y las filas de abedules le engastaban el oro de su follaje nuevo, y esta
plata de las heladas y este oro de los abedules se extendía sobre ella como humilde
ornamento, como hojitas de oro y plata enchapadas sobre su santa y apacible antigüedad.”
Sin duda que en esa forma de mirar incide la distancia, cierto paisaje rural irrecuperable y
que acaso tampoco sea deseable recuperar, salvo en la coloración de la memoria. No es la
nieve lo que está viendo, sino la penetración de su propio ojo que lo intensifica todo. Bajo
el sol vivaz de Armenia, con la vista colmada de anaranjados y rojos arcillosos,
Mandelstam anota esta frase que podría dar el tono a la madurez de Pasternak: “el color no
es sino aquello que, como el sentimiento en el momento de partir, está teñido por la
distancia y encerrado en la extensión”.
Leyendo a un poeta menor, el joven Pasternak escribe los versos de su primer libro,
de cuyo título pretencioso reniega pero donde se afirma esa necesidad de trasponer partes
del mundo, lugares, ciudades, antes que conmover o encantar. Declara: “Yo no trataba de
obtener ese ritmo martilleante de danza o de canción a cuyo influjo, casi sin la participación
de palabras, las manos y los pies comienzan a moverse automáticamente. No intentaba
manifestar, reflejar, encarnar, representar esto o aquello.” De modo que la trasposición no
es descripción, no aspira a conformar un sujeto que describe lo que pasa. La ciudad de
Venecia o una estación de tren con sus multitudes debían estar condensadas en un verso, sin
preguntas sobre las imposibilidades del lenguaje. ¿Será eso lo que tendrá que aprender el
joven poeta? De su primera lectura de Ajmátova, que lo asombra, Pasternak retiene la doble
intención de mencionar los efectos de la tarde sobre la página escrita y a la vez desarrollar
un contenido propio de esa hora. “Yo envidiaba –escribe– al autor que había conservado
con medios tan simples las parcelas de verdad que había aportado.” Nuevamente, la verdad
se obtiene de un saber que no es un tesoro guardado para la elocuencia, sino un saber
percibir, ver el color de la tarde y al mismo tiempo escuchar su tono. Sin embargo,
Pasternak no relata su formación como una constitución progresiva de sí mismo, antes bien
parece subestimarse. Sigue deplorando su primer libro como si pudiera borrarlo varias
décadas después. En tal sentido, el Ensayo de autobiografía intenta rescatar más ciertos
episodios, el conocimiento directo de ciertas personalidades singulares, que narrar cómo el
autor llegó a ser quien es. O quizás lo hace, pero de forma negativa. El que abandonó la
música, el que escribió poemas de juventud que ya no deberían leerse, el que se olvida de sí
mismo para hablar de otros, el que intenta narrar ahora una época de entusiasmo aunque
basada en expectativas falsas, ese que recuerda y prefiere callar algunos finales drásticos,
incluyendo el presente, es quien firma el resumen impresionista de aquellos años.
Así el momento de adhesión al futurismo está sombreado, casi suavizado por toda
clase de ironías. Un amigo que vela por su pureza futurista lo ayuda, para salvarlo de la
tentación de otros halagos que lo podrían llevar al academicismo, a pelearse con todo el
mundo. La inmodestia de aquel poeta joven contrasta con el narrador actual que casi hace
desaparecer los libros, los trabajos de entonces, aunque siempre con la deferencia de
resaltar los elogios ajenos, la confianza de los otros. Para huir del sentimentalismo o la
apatía, nos cuenta Pasternak, la juventud artística de izquierda desdeñaba la modestia y
cualquier tipo de reconocimiento. Pero el ataque estético, en su misma negatividad,
indicaba lo endeble de las propias posiciones. Sólo algunos estaban seguros, al menos al
comienzo, como Maiakovski, otra figura cuyo fantasma trágico atraviesa como un haz
luminoso la memoria de Pasternak. Y aunque no describe los detalles de su relación mutua,
una digresión sobre el suicidio busca restituir la intensidad de una vida, que se despliega a
partir de allí. Podría decirse que Maiakovski funciona como el doble invertido del narrador:
los dos son jóvenes futuristas, poetas que prometen cambiarlo todo, pero sus destinos
difieren, uno podrá recordar, el otro no, uno podrá revisar su período juvenil, uno podrá
renegar incluso de la propia poesía, el otro no. Y ese otro es el objeto de meditación con
que la memoria practica la restitución de mundos perdidos. “Cuando viene el suicidio al
pensamiento –escribe Pasternak– uno carga sobre sí una cruz, le da la espalda al pasado,
declara la propia quiebra y considera inútiles sus recuerdos.” ¿En qué podría asentarse
entonces la continuación de una vida? No son las obras lo que salva, sino la posibilidad de
mirar hacia el pasado y reparar continuamente la grieta que amenaza con quebrar el
presente. El suicida, en cambio, se ha sustraído de sí mismo, no es dueño de su dolor. “Y
puede ser que uno se elimine no por fidelidad a la decisión tomada, sino porque no puede
soportar más esa tortura que no se sabe a quién pertenece, ese sufrimiento en ausencia del
ser sufriente, esa espera vana que no colma la vida que continúa.” Se trata sólo de un punto
a partir del cual empieza el silencio, no de una decisión que busque otros efectos. Pasternak
denuncia veladamente la fantasía dostoyevskiana de un suicidio como protesta, como
rebelión. Maiakovski se suicida por orgullo, dice, tras haber banalizado algo de su obra;
Esenin se mata por misticismo; Marina Tsvietáieva, para esconderse de un mundo adverso
que le impone sacrificios y desorden. Podríamos ampliar la lista de Pasternak con otros
poetas que simplemente se dejaron morir, como Blok, o se hicieron enviar a la muerte,
como Mandelstam. ¿Acaso el autor en sus recuerdos encuentra algo que se oponga al
suicidio? Nuevamente, hace un gesto de reverencia, casi una plegaria, cuando escribe:
“Inclinémonos compasivamente tanto ante sus sufrimientos cuanto ante su talento y su
recuerdo luminoso.” Los poetas suicidas iluminan el cielo como constelaciones precisas
dibujadas por quien todavía los recuerda.
Pero en sus últimos años Maiakovski se le torna incomprensible, con sus escritos
voluntariosos y propagandistas, en suma, tan innecesarios para una “conciencia social”
racionalista como para el lector de poesía que Pasternak sigue siendo. La mutua admiración
original se convierte en indiferencia y de alguna manera da el tono de una atmósfera
opresiva, cada vez más solitaria, más silenciosa. “Es increíble que se tenga por
revolucionario a ese Maiakovski inexistente”, afirma Pasternak. Pero algo más grave se
sugiere en esos años, marcados por suicidios consecuentes con la falta de necesidad de
literatura, “cuando dejó de existir toda poesía”, recuerda Pasternak, la de Maiakovski o la
de cualquier otro, entonces se habría cumplido lo que anunciaba una dedicatoria de otro
tiempo en que Boris le hablaba a Vladimir con estos versos:
La altivez de Maiakovski lo habría llevado a creer que podía resistir todo, hasta la
humillación de escribir una literatura de servicio. La glorificación póstuma de Maiakovski
salvará parcialmente a Pasternak de una celebridad que no quería para sí y que a la
distancia contempla como un sistema de obligaciones imposibles de cumplir. Dice entonces
que no precisa una doradura suplementaria de reconocimiento público para su vida.
¿Debemos creerle cuando sabemos que la autobiografía como género suele suponer lo
contrario? En todo caso, se dirige a alguien, no a un congreso de escritores, ni a ningún
sujeto colectivo, ese oxímoron al que nos hemos acostumbrado. “Una vida sin secretos y
sin purificaciones –escribe– una vida brillantemente reflejada en el espejo de una vitrina de
exposición, es inconcebible.” ¿No se tratará justamente de eso la autobiografía de
Pasternak, de una purificación? No querría entonces exponerse ni revelar sus secretos, sino
purgar algo, devolver algo a quienes ya no existen para recibirlo. Les agradece a los
muertos que le hablaron. Pero se dirige a nosotros que podremos imaginar ese diálogo
imposible.
Por ejemplo, Pasternak cuenta que no entendió en su dogmatismo de innovador
profesional la sencillez de Tsvietáieva, cuya misma claridad le cerraba el camino a su
mirada ávida de rarezas. Finalmente, un libro suyo lo conmueve e inician una
correspondencia. El relato de cómo se pierden las cartas de ella, que Pasternak aprecia
como obras de la máxima importancia, podría decirse que resume el sentido de la mirada
que dirige hacia su vida pasada: una belleza, una intensidad encontradas y admiradas, un
ser que logra pasar casi entero a la escritura, y el azaraso destino que todo lo disuelve, o
casi. “Un exceso de celo causó su pérdida”, cuenta Pasternak. Sin embargo, la suerte de la
autora, dirá, “iba a constituir el mayor de mis pesares”. Junto con la de otros dos poetas
caucasianos cuyos nombres, Iashvili y Tabidze, cruzan raudamente el final del libro de
Pasternak. Hablando de la habitación en que los conoce, escribe: “yo la enterré con
precaución en el fondo de mi alma para que no se quebrara con los terribles
acontecimientos que iban a ocurrir en ella y en sus proximidades”. Pero nada nos dirá de
eso terrible, nada más que los colores de ese recuerdo previo al instante final, antes de
despedirse. Así describe un tiempo de indigencia, sin necesidad de fechas, transfigurado por
las palabras dichas y oídas: “Cuando nos reuníamos, nos comunicábamos las novedades,
comíamos y recitábamos algo. Un soplo fresco recorre rápidamente, con breves toques, las
plateadas hojas del blanco dorso de terciopelo de los álamos.”
Finalmente, en un viaje al sur durante la carestía de la guerra, Pasternak camina junto
a un futuro maestro, según dice, entonces joven, y puede ver “por encima de las cadenas de
montañas y del horizonte, la faz sonriente del poeta que marcha a mi lado y las
manifestaciones brillantes de su prodigioso genio, y la sombra funesta de la predestinación
en su sonrisa”. Pero no sabemos a qué estaría destinado ese acompañante que simplemente
representa al interlocutor alejado o un pasado irrecuperable. “Si yo le digo una vez más
adiós –concluye Pasternak– que sea en estas páginas, en su persona, un adiós al resto de
mis recuerdos.” El que escribe parece estar hablando solo, pero imagina en verdad que el
papel puede ser otro, que puede despedirse de un gesto recordado que se esboza y en
seguida desaparece sobre la página. Sin embargo, era alguien. Y quien lee podrá serlo,
debería serlo para que la redención de los muertos, la purificación del sobreviviente tengan
lugar. Pienso que en este caso la autobiografía no está lejos de la lírica, intento de construir
una intimidad que pueda ser escuchada, no celebrada, sino reconocida. El diálogo de quien
recuerda, aunque imposible, parece realizarse ahora. Porque la misma distancia que nos
separa de Rusia, el medio siglo, el idioma, hace surgir con intensidad un deseo. Según el
ensayo de Mandelstam sobre el interlocutor que ya cité: “el gusto por la comunicación es
inversamente proporcional a nuestros conocimientos reales sobre el interlocutor y
directamente proporcional a la aspiración a interesarlo en sí mismo”. Pasternak no escribía
para nadie vivo, todavía, por eso nos llama.
¿Habremos de seguir buscando después de su silencio enigmático, acaso resignado,
acaso prudente, los versos de un ritmo yámbico eslavo que no están a nuestro alcance? Esa
mirada hacia atrás nos conduce al mundo en que fueron posibles los poemas de Tsvietáieva
y de Ajmátova dedicados a él. La primera le decía:
Y en otro poema en que habla de la distancia que los separa y acusa a las verstas, esa
medida de longitud tan rusa, de haberlos puesto en lugares lejanos a los dos, leemos:
Emmanuel Biset
Detalles
Después, o antes, empezamos a entrever que todo pasa por algunas palabras leídas y
otras escritas. En el débil margen entre lo que leemos y aquello que podemos, bien o mal,
escribir. Luego de los infinitos debates metodológicos, de las formas institucionales de
legitimar o deslegitimar un discurso, de las instancias académicas de validación, luego de
todo, la cuestión parece resolverse en algunos textos leídos y otros escritos. Decir, quizá,
que de lo que se trata es de leer y de escribir ciertas cosas. Borges es una especie de nombre
fugaz de esta certeza mínima. Es ese comienzo, esa inauguración, que siempre es un
después. Y en ese tono posterior aparecen en una extraña condensación, en una especie de
juego de espejos, la lectura como escritura y la escritura como lectura. Si, por un lado,
hacer filosofía quizá es leer ciertos textos y escribir otros, por otro lado, el nombre de
Borges muestra que una cosa no se diferencia tanto de la otra.
Ese juego de diferencias es el tono –o la entonación–, que puede adquirir una lectura
o una escritura. Lo imperceptible de un tono es la débil sensación que distancia las lecturas,
las escrituras y lo que se juega entre ellas. Una específica manera de ocultar ese tono, de
borrar el tono en cuanto tal, constituye uno de los matices de la literatura borgeana. No que
aparezca el tono en cuanto tal, sino que la tonalidad constituye el objeto difuso de sus
relatos. Ese tono está dado por un doble abismo. Por una parte, el abismo de la lectura, de la
lectura ilimitada que parece habitar cada texto de Borges como ese movimiento incesante
en una biblioteca total. Por otra parte, el abismo de la escritura, de la escritura que se
corrige indefinidamente para no acabar jamás, esa conciencia desesperada frente a textos en
los cuales cada palabra, cada coma, cada punto, está en su justo lugar. Este doble abismo se
multiplica en cuanto una cosa se repliega sobre la otra. La lectura es la escritura de un
recorrido sobre la biblioteca total y la escritura es la lectura inscripta.
Uno de los desafíos que se inaugura es la distancia entre los tonos de lectura y de
escritura. El problema sigue siendo cómo leer y cómo escribir después de Borges. Porque
sus relatos muestran esas dos preguntas y, al mismo tiempo, le dan un tono. No sólo porque
son portadoras de una precisión casi absoluta, sino porque se vuelven sobre sí y surgen las
preguntas de cómo leer, cómo escribir y cómo escapar de Borges. Un Borges donde cada
texto funciona como un aleph. Cada texto refleja imperfectamente todo el universo del
autor. En cada escrito aparece ese universo con pequeños detalles que varían, y en esos
detalles se reclama el detenimiento de un lector atento hasta la obsesión. Cada texto de
Borges es todos los textos de Borges porque cada texto de Borges es infinitamente
diferente. La obsesión es otro nombre de esos tonos que varían, aun cuando el universo sea
el mismo. Si cada relato es un aleph es porque reclama la experiencia de una mística que
fracasa. Cada texto es un aleph, una epifanía o una teofanía, pero que nunca se muestra
plenamente sino a través de las variaciones. En la imposibilidad de la plenitud radica el
fracaso del místico, pero también aquello que se muestra y oculta por la variación de
detalles.
Citas
Por este motivo, por otra parte, se anuncia en el relato no sólo el lenguaje como
inmortalidad, sino las características de la inmortalidad. La inmortalidad sigue siendo una
de las formas de lo patético. Palabras de otros que no mueren, que se repiten una y otra vez
en un mundo en el que todo es signo. Palabras de otros que se repiten al repetirnos, es decir,
al hacernos sólo un haz donde transitan esas citas. Pero, a diferencia de otras lecturas, esas
citas aparecen al final con cierto grado de patetismo. No que las citas sean patéticas, sino
que arrojan a cada uno en esa disolución donde todos son trogloditas. De manera que los
trogloditas no son sólo aquellos que callan, que han olvidado el lenguaje, sino también
aquellos que son sólo un cúmulo de citas. Todos y cada uno somos palabras de otros que se
repiten. Todos y cada uno somos, por eso mismo, inmortales. Y, por fin, todos y cada uno
somos eso mismo que dejamos de ser, somos inmortales porque en la repetición no somos
nadie. Somos inmortales porque, en la repetición de las citas, estamos muertos. Las
palabras de otros no mueren y muestran nuestra inmortalidad y nuestra mortalidad, somos
inmortales porque sólo somos esas citas, pero somos mortales porque esas citas son aquello
que no somos. Luego de la desaparición del mundo, después de la pérdida del sujeto
portador de certezas, aparece el lenguaje como cita de citas que construye una nueva
inmortalidad.
Ciudades
Si pudiéramos detener las cosas aquí, en una cita de un Borges que cita, todo parece
ser, simplemente, la constatación de una forma de hipostasiar el lenguaje en el mundo
contemporáneo. Todavía es posible dar una serie de pasos. En el camino recorrido, la
inmortalidad se muestra en el lenguaje como citas de otros. Pero esa inmortalidad es la
negación de la muerte, es decir, citas que perduran más allá de los sujetos que las repiten.
Todo puede complicarse un poco más. La inmortalidad en tanto negación de la muerte la
hemos presentado como una forma de la continuidad temporal, como negación de la muerte
en la temporalidad sin fin. La inmortalidad no es la ausencia de temporalidad, no es la
eternidad, es habitar un tiempo que continúa indefinidamente. Por esto mismo, en las citas
borgeanas, la muerte es el anuncio del fin. La inmortalidad es pensada como una
temporalidad sin fin, una temporalidad ilimitada. La complicación anunciada se produce en
el preciso momento en que Borges muestra que la inmortalidad no es sólo una forma de la
temporalidad, sino también una forma de la espacialidad.
En el segundo apartado aparece la ciudad de los inmortales. Una ciudad que es, en
este sentido, la forma espacial que adquiere la temporalidad indefinida. Luego de señalar
que la ciudad está fundada en una meseta de piedra, una ciudad rodeada de muros
invariables, se inicia la entrada. El ingreso, ubicado en el pozo de una caverna, tiene la
forma de un laberinto. Escribe Borges: «Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una
vasta cámara circular. Había nueve puertas en aquél sótano; ocho daban a un laberinto que
falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a
una segunda cámara circular, igual a la primera». Ingresamos a la inmortalidad por un
laberinto. No sólo un laberinto, sino su multiplicación. Laberintos de laberintos, laberintos
que conducen a más laberintos. La inmortalidad no es sólo el tiempo indefinido, sino el
espacio formado por esa temporalidad. Ciertos indicios podemos mostrar en esta
arquitectura. Por un lado, son laberintos que conducen a otros laberintos, laberintos que
son, en ocho de sus puertas, recursivos, laberintos que, en su novena puerta, conducen a
otros laberintos. Por otra lado, esos laberintos no son infinitos, todo laberinto puede ser
recorrido un número infinito de veces porque, al mismo tiempo, tiene un salida. Por último,
y no es un dato menor, es un laberinto bajo tierra.
Este número que Borges deja indefinido de laberintos conduce hacia el interior de la
ciudad o, en otros términos, los laberintos son el ingreso a la inmortalidad. Al final de uno
de esos laberintos subterráneos aparece, imprevistamente, un círculo de cielo que conduce a
la ciudad: «Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos
entretejidos a la resplandeciente Ciudad». Continúa Borges: «Emergí a una suerte de
plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura
variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que
ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica.
Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra». Luego del laberinto que prefigura
la ciudad de los inmortales, que funciona como una especie de puerta secreta, aparece una
plazoleta y un solo edificio. Un edificio habitado por cúpulas y columnas. Hasta aquí los
rasgos no dan cuenta de la particularidad de su inmortalidad. Inmediatamente aparece ese
rasgo, sin demasiadas palabras, que muestra la diferencia. Muros anteriores a los hombres,
anteriores a la tierra. Esa antigüedad no tiene formas todavía, arroja una sensación que,
cerrando los ojos, sentimos con cierta incomodidad.
Borges avanza en las precisiones, ese único edificio es un palacio. Un palacio donde
existen escaleras de peldaños irregulares, pavimentos, recintos. Un lugar donde la
temporalidad habita en su indefinición. Una temporalidad que, quizá por nuestra
imaginación demasiado mortal, al principio no puede aparecer con figuras espaciales. Esa
temporalidad infinita sólo puede entreverse en el horror intelectual que trasmite: «Lo dije,
bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más
horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron
otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato». La
inmortalidad inscripta en los muros parece huir de las reacciones sensibles, sólo puede ser
pensada; lo atroz pertenece al orden intelectual. Aun así, Borges describe algunos rasgos:
«En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el
corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o
a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo.
Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a
ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas». Todo
parece obra de dioses locos, obra de la locura. Formas y espacios azarosos, sin ningún
sentido, escaleras, corredores sin salida, altas ventanas.
El tiempo no es, sino, una forma particular de organizar el espacio. Pero un espacio
sólo recorrido imperfectamente, y por ello sus rasgos sólo son parciales. Aparece la duda,
después de todo, sobre la literalidad de la descripción. No porque esas formas sean ajenas a
la inmortalidad, sino porque existen otras figuras que dan cuenta de ella. La inmortalidad,
parece decir Borges, sólo requiere mostrar lo insensato de cierta arquitectura. Por eso
mismo la insensatez puede anunciarse en otros lugares: «No quiero describirla; un caos de
palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pululan monstruosamente,
conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes
aproximativas». La inmortalidad rehúye a la descripción, se escapa, pero porque esa
imposibilidad puede ser anunciada en otras figuras. No que la inmortalidad pueda ser
descripta, que pueda mostrarse en una u otra figura, sino que sólo se puede entrever
aproximativamente en diversas analogías. Todo pasa por lo monstruoso de esa figura en
cuyo orden o desorden se conjugan y se odian los elementos. La ciudad de los inmortales es
una aberración construida por formas que carecen de fin y, por eso, pierden todo su sentido.
La ausencia de finalidad, de mortalidad, es el sin sentido que conjuga y enfrenta. Una
mezcla que sólo es una descripción parcial porque la arquitectura de la inmortalidad
produce horror intelectual, no una descripción sensible. El espacio no es, sino, una forma
particular de organizar el tiempo.
Tonos
El camino trazado muestra dos cosas: primero, la inmortalidad en las citas, segundo,
que la inmortalidad no es sólo una cuestión temporal, sino la condensación de tiempo y
espacio. Estos momentos del camino se pueden presentar como dos dimensiones presentes
pero distantes del relato de Borges. Pues bien, esa distancia no es tan evidente. La
inmortalidad del lenguaje como saco lleno de citas que en su repetición diluyen nuestra
identidad y, al mismo tiempo, la ciudad como la condensación de tiempo y espacio se
empiezan a cruzar. Porque una ciudad no es, sino, esa condensación de tiempo y espacio
dispuesta por el lenguaje. Las citas de otros que se repiten al final del relato, eso que queda
después de las imágenes, eso que aparece antes del fin, son nombres de la inmortalidad.
Pero una ciudad, la de los inmortales por caso, tiene que ser aquello que se construye en
tanto símbolo que no representa. Cartaphilus anuncia que antes del fin quedan sólo
palabras. A lo que agrega, que esa confusión es fruto del tiempo, y si es fruto del tiempo
está inscripta particularmente en la inmortalidad. Justamente la perduración sin fin es lo que
genera la confusión y un mundo de símbolos. Antes del fin, pero después del tiempo, todo
se transfigura en palabras de otros. En este mundo de símbolos que no representan, el
tiempo y el espacio adquieren una articulación particular. Esa articulación es la forma
política en que se constituye una ciudad.
La inmortalidad, como se muestra en los pasajes del relato, construye una ciudad
específica. Una ciudad que podríamos diferenciar del resto de las ciudades mortales. Esa
diferencia temporal es también una diferencia arquitectónica. Esta distinción no sólo es
posible en el relato, sino que es necesaria. La ciudad de los inmortales se define como tal
porque no es una ciudad de los mortales. Y esto no implica sólo una calidad de sus
habitantes, sino una performatividad espacio-temporal. Esta distinción necesaria al relato se
diluye al final del mismo. En las últimas páginas se anuncia ese tono específico en que se
va a combinar la inmortalidad con la mortalidad. En esas páginas se muestra que, antes del
fin, pero porque existe una perduración del tiempo sin fin, se confunden palabras e
imágenes. En ese momento, paradójicamente, el personaje es inmortal y mortal al mismo
tiempo. La inmortalidad se muestra en que sólo es posible la confusión, es cierta
indefinición del tiempo. Después de haber sido inmortal sólo quedan citas de otros. Pero,
por eso mismo, la inmortalidad excede al personaje que escribe. Un hombre es todos los
hombres. La mortalidad se muestra en que ese personaje ha bebido las aguas de la muerte,
se encuentra antes del fin, y sólo allí constata que le quedan palabras de otros. En este doble
juego existe aquella preciosa indicación que puede sobrevolar el texto. No es una ciudad
inmortal, aberración de los hombres, la que se busca construir, tampoco es una ciudad
mortal donde todo pasa por claras distinciones entre el mundo y sus imágenes. Por el
contrario es una ciudad que conjuga, de cierto modo, la inmortalidad con la mortalidad. En
esto encontramos la delicadeza del tono borgeano.
Segundo, podemos extraer algunas indicaciones respecto de esa ciudad que Borges
sólo anuncia. Un estar juntos entre la inmortalidad y la mortalidad. Un estar juntos en la
performatividad de un espacio y un tiempo habitados por esa aparente contradicción. El
espacio, la arquitectura de esta ciudad se construye a partir de formas, lugares, pasillos,
escaleras, en las citas de toda una tradición que en su olvido produce cierta novedad. El
tiempo, los ritmos de esta ciudad se forman a partir de círculos, líneas, espirales, citas de
una tradición también renovada por el olvido. Todo pasa, así, en esa pequeña diferencia de
tonos que se inscribe en la repetición. La variación se muestra en la forma de inscribir la
mortalidad en el estar juntos. Dar una forma de morir es, en la performatividad de una
ciudad, encontrar un tono que combine y condense el espacio y el tiempo. Cuyas plazas y
cuyo caminar tengan ese tono. Claro que no es sólo un tono, sino lo infinito en la variación
de tonos, porque cada variación de tonos es una forma de inscribir la mortalidad. Por esto, a
la ciudad de los inmortales que en las pocas palabras de la descripción borgeana está
habitada por la locura, por la insensatez de altas ventanas y de pasillos que no conducen a
ningún lugar, no se le opone una ciudad mortal construida a partir de la certeza de una
razón ordenadora, donde el trazado de las calles sigue esquemas geométricos, donde cada
cosa está en su preciso lugar y en vistas a su particular finalidad. No, no es esta ciudad la
forma del estar-juntos que muestra el texto. Por el contrario, es una ciudad inmortal y
mortal al mismo tiempo. Y la forma, la única que se desliza en el texto, es la del laberinto.
La circularidad que Borges les otorga los hace infinitos, inmortales, pero también finitos,
siempre tienen un fin. Una ciudad, una de la formas del estar juntos, es una especie de
laberinto. Igual que el lenguaje es un laberinto, donde siempre se repiten y se inventan los
recorridos.
Niebla
Un laberinto. Escribe Borges: «Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los
Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su
arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin». Si la ciudad de los inmortales carece de
finalidad, todo laberinto es una construcción con un fin preciso: confundir a los hombres. La
introducción de la confusión oscurece un poco las cosas, las nubla. Porque si el laberinto parecía ser la
forma de la ciudad que conjuga en su arquitectura un tiempo bifurcado, y lo conjuga combinando la
inmortalidad con la mortalidad, lo hace para confundir. Ese laberinto, quizá la ciudad, quizá el mundo,
no sólo está habitado por la confusión, sino que la confusión es aquello que le da sentido.
La pregunta es, de este modo, si la confusión es la única forma de habitar un laberinto. La
cuestión es si el lenguaje, ese otro laberinto de citas, es también una serie de pasadizos construidos para
confundir. O, aun borrando la génesis y la finalidad, si esas citas que imposibilitan la novedad sólo
confunden. ¿Ante esa montaña de citas que se llama tradición es posible otra cosa que una confusión
generalizada? O, de otro modo, ¿existe algún modo de orientarse en el laberinto? Si se rompe con una
mitología feliz sobre los laberintos, la cuestión es, quizá, si esta no es nuestra particular condena. Un
lenguaje que, como un laberinto, no posibilita ningún tipo de orientación. Un lenguaje en el que todo
está envuelto en una niebla impenetrable. El lenguaje habitado por la niebla, el lenguaje como niebla.
Esa niebla borra toda orientación porque todo se oculta tras ella: las comas, la estructura sintáctica, pero
también los más simple nombres. Un manto impenetrable recubre los símbolos. Este pequeño giro es
abrumador porque si, por un lado, todo pasa a ser símbolo, todo pasa a ser palabras de otros; por otro
lado, estos símbolos no son transparentes, no tienen ninguna claridad, no posibilitan ninguna
orientación. Una cierta oscuridad blanca, la de la niebla, en los símbolos.
Si la forma precisa de conjugar la inmortalidad con la mortalidad es la de un laberinto, un
laberinto que también es el lenguaje, es posible preguntar si todo termina en una niebla que circunda. Y
esto porque lo simbólico despojado del mundo no conduce a un mundo de feliz devenir, sino a una
cierta imposibilidad de orientarse. Sólo quedan palabras de otros, palabras de otros confundidas. En la
niebla, o en un laberinto de palabras, el mundo, los otros, uno mismo, se vuelven irremediablemente
lejanos, desaparecen. Es ese mundo que va desapareciendo cuando se pierde la vista. Una cierta ceguera
es la niebla que borra toda posibilidad de orientarse. Al finalizar una de sus siete noches, aquella
dedicada a la ceguera, Borges recuerda cierto pasaje de un poeta alemán escribiendo sobre el atardecer.
Escribe Goethe: «todo lo cercano se aleja». El momento del día donde las cosas cercanas se alejan de
los ojos para Borges representa el decurso de su vida. Con el tiempo Borges señala que el mundo visible
se ha alejado de sus ojos. Esa lejanía es, también, una especie de niebla. Porque no es un mundo que se
borra, no es el mundo de las tinieblas el que Borges anhela, sino el de la vaguedad de algunos colores.
La ceguera es otro nombre de ese mundo cubierto por una espesa niebla. Claro que la pérdida del
mundo visible se traduce en Borges en poesía, en la palabra breve que inventa otro mundo. Nuestra
niebla es un poco más espesa, porque ya no es la desaparición del mundo sensible, sino una niebla en
los propios símbolos en un torbellino de palabras que no producen ninguna orientación.
El mundo de quienes ven mira con cierta piedad hacia los ciegos. Quienes tienen la felicidad de
los ojos ven con lástima la desdicha de la ceguera. Por esto mismo podemos creer que Borges termina
su conferencia con la tristeza de quienes anhelan la luz. Pero no. Borges enumera escritores, desde
Homero a Joyce, para quienes la ceguera no es simplemente una condena, sino también la posibilidad
de la poesía. Un poeta, escribe Borges, debe pensar cuanto le ocurre como un instrumento para su
escritura. Todo es material para su arte. La ceguera es, dice Borges, un modo de vida. Por eso no es
solamente una desventura, sino también la posibilidad de la poesía. En una extraña torsión, la ceguera,
la espesa niebla que recubre todo, también es una posibilidad. Los ciegos, como ya anunciaba Tiresias,
son quienes en realidad pueden ver, son quienes pueden orientarse. Los ciegos, no otros, aquellos que
han olvidado el mundo, los colores, aquellos para quienes todo se oculta tras un manto gris, son quienes
pueden orientarse. Porque la ceguera es, también, la de los poetas que olvidan el mundo para repetirlo
con sutileza.
Los tonos de la ciudad que viene, del olvido y la novedad, de la inmortalidad y la mortalidad, se
muestran en la ceguera que cambia la entonación de las viejas metáforas. Sólo un ciego puede
orientarse en el laberinto, sólo un ciego puede atravesar la niebla. Esa forma de tiempo y espacio donde
se conjuga la inmortalidad y la mortalidad, la ciudad, se da en la variación de los tonos de una metáfora.
Quien inventa al repetir las metáforas no es quien ve el mundo, tampoco quien está perdido en la niebla,
sino el ciego que puede orientarse en el laberinto. Tonos que, inevitablemente, y por todo, construyen
una ciudad invisible. Italo Calvino termina sus Ciudades Invisibles con un diálogo entre Kublai Kan y
Marco Polo. Escribe Calvino: «–Tú que exploras a tu alrededor y ves los signos, sabrás decirme hacia
cuál de esos futuros nos impulsan los vientos propicios. –Para llegar a esos puertos no sabría trazar la
ruta en la carta ni fijar la fecha de arribo. A veces me basta un retazo que se abre justo en medio de un
paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se
encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo por pedazo la ciudad perfecta,
hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno
envía y no sabe quién las recibe».
Sí, eso, luces que afloran en la niebla.
Joaquín Giannuzzi: secretismo.
Mariana Robles
30
La filosofía en Oriente. Editorial Sudamericana, p. 128.
él, su corazón se desgarra y enferma, ama y padece en relación a este ritmo inmutable. Los
objetos son el fondo para esta figura que inevitablemente se borronea.
Obsesionado frente a las cualidades que poseen, los colores, las formas, las texturas,
los olores, él, el poeta no cede frente a la duda, teólogo de un mundo propio no descifra el
secreto pero sabe que las sombras lo protegen.
“Uvas” – “cintas de seda” – “azul, mañana, agua” – “bombas” – “vientre” –
“madera” – “cristales y oro” – “jardines” – “espejo” – “gelatina” – “mesa” – “vestido” –
“guitarras” – “pelo” – “carne”.
Observa y describe pero no como dos momentos separados de un hombre frente a
un mundo innombrable, sino que el mirar giannuzziano es el ojo dentro de las cosas. El
mirar es entonces incrustar en la materia los ojos como cerraduras desesperadas que
vociferan.
Merleau-Ponty en El Ojo y el Espíritu –dice–: “Visible y móvil, mi cuerpo está en
el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y su cohesión es la de
una cosa. Pero puesto que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo alrededor de sí, ellas
son un anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas en su carne, forman parte
de su definición plena y el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo”.
Los hombres se transfiguran en el cuerpo de la muerte, no tanto porque morirán,
sino porque inminentemente mueren, viven muriéndose. La prolongación del cuerpo
fenomenológico es en Giannuzzi un proceso de transformación que lleva al hombre a no
reconocerse a no poderse atrapar a no consumarse objeto del mundo, sino testigo
desamparado de las sombras.
Todo lo que hay está: el cuerpo es el contenido del tiempo, las cosas son el
contenido del espacio. Este abismo entre cosas y cuerpo, se torna la obsesión de lo otro que
es un secreto que para los mortales permanece en el tiempo. A veces un contraste nebuloso
entre los cuerpos y las cosas, otras un deslizar la sangre de las cosas al cuerpo y también las
sombras; ese intervalo de suspensión entre algo que es y que no es, el tiempo sin nombres.
Para Giannuzzi mirar es un suceso mágico de correspondencia entre las cosas y el
ojo, el poema es esa tentativa desesperada y frágil por retener lo que surge de esa unión
primordial. Formas provisorias de las cosas que en el mirar mudable se entornan como
ráfagas, el poema como bautismo fogoso, hiriente, que abre el cuerpo para que aparezca
desde la piel ese sentido oculto de las cosas.
Para la tradición sufí, “El mundo fenoménico es aquí el mundo teofánico; por eso no
es en modo alguno una ilusión; existe verdaderamente, puesto que es precisamente la
teofanía, el otro de sí de lo absoluto. Desde este punto de vista no existe diferencia real
entre la esencia y los atributos: el ser es idéntico al pensamiento”.31
El mundo, para Giannuzzi, como un claro de luz al fin se ha colmado, último círculo
teofánico donde las cosas son. La realidad sin más, sin revelación, sin descubrimiento, sin
construcción, liberada frente a una interioridad intraducible, la poesía y las cosas son lo
mismo. “Poesía es lo que se está viendo”. Su conocimiento como un balbuceo de la razón
tiene ese límite donde real es lo que ve, su “conocimiento termina en las imágenes reales”,
frente a la ventana se pregunta por “el otro orden”, y dice – “la divinidad está aquí por
delegación sombría”. Como antípoda al desasosiego individual lo divino no es más que un
intersticio susurrante, si esto es lo que hay, las sombras quizás contengan, en su formación
de nada gris, un reducto donde el tiempo y el espacio se disuelven entre sí. Quizás las
sombras sean la balanza para medir ese “equilibrio químico” del que habla en Astrología,
un puente secreto en este universo azaroso y absurdo que admite a una “estrella” y a una
“piedra en la vesícula” en el mismo reino y esto es un misterio.
En Corazón de Cristal, un film de Herzog, la trama gira en torno a la recuperación
del secreto de la fórmula para fabricar cristal rubí, el cristal más precioso de la tierra,
descubren que el ingrediente clave de la extraña receta es la sangre de una virgen.
En Giannuzzi los secretos de las cosas sangran mostrando los indicios del “misterio
desconocido de los dioses”, sangran porque ligadas al cuerpo no son ya cosas sino los
restos de algún sueño.
En Mis hijas del otro lado de la pared o Mi hija se viste y sale, ellas, las vírgenes,
jóvenes y despreocupadas derraman todas las posibilidades de lo que él maduro y
pensativo no ha sido. La juventud, la “fría unidad de la noche, la distancia azul o la
sombra” son el exceso de lo que él no es y la eminencia de que su vida podría ser otra.
Siendo, sin embargo, lo que él como un artesano amoroso tejió en el centro de las
cosas, pero mientras tejió, se enredó y desovilló el ser en su cuerpo. Una poesía objetiva es
31
La filosofía en Oriente. Editorial Sudamericana. P, 90
también la obsesión por la coincidencia de ese ser con la posibilidad primera que propulsó
lo que hay. Una poesía que sea sin poder ser otra, “que retroceda el mundo hasta el
silencio”. Como una metafísica de lo imaginario, como una metafísica de lo posible, la
fenomenología giannuzziana perdura en la substancia de la materia, sujeto – poesía –
objeto son en ella una misma cosa.
Unidas por un secreto latente y desbaratadas paradójicamente por la vida misma,
porque en ella, en lo cotidiano, lo absoluto esta librado al tiempo, al desorden del que no
prevé en el futuro la forma exacta de su cuerpo y por lo tanto tampoco la del mundo. Ser
joven y hacer tintinear las pulseras es un acto despreocupado, sin especulaciones, sin
cuidados, pero que sin embargo aguarda todas las posibilidades, quizás las mismas que
para él se han cerrado.
Ser un intelectual, es en este sentido, cierto sacrificio a vivir el presente, es
interpretar, es anotar y dibujar desgastando la vida, el desafío de una poesía objetiva es
mantener la vida y para eso hay que “estar más cerca de la materia que de las ideas”.
En el último fragmento de Evasiones – dice:
“Y me dormí y soñé
Con aposentos vivos de cristal y oro
Donde todo era victoria interminable,
Mientras el mundo abierto
Abandonaba su oficio y no me justificaba
Y una lluvia oscura que cae todavía
Borró la calle y las
Reales dimensiones de la gente.”
Ese mundo casi transparente se presenta como una visión poética que reúne lo visto
con lo dicho, nombrar no se parece en nada a la elucubración de proposiciones verdaderas,
nombrar poéticamente es alumbrar con las palabras ese punto del paisaje infinito donde las
miradas se detienen: la mirada de él señala, contornea el aquí, la mirada de ella sostiene el
aquí. El amor señala el punto exacto donde se desarrolla su vida, “ella miró profundamente
para fijar la imagen, despojarla de sombras y próximas mudanzas”. El espejo, esa sustancia
refleja e inaudita que muestra el mundo dos veces, acecha sin ella, la humedad de la calle se
convierte en una resbaladiza plataforma de la nada, pero otros ojos, otro mirar, otro cuerpo
que se desliza por las rendijas de las cosas entre el reflejo de los espejos y los charcos
grasientos del asfalto están, mientras esperan que su voz los nombre.
Sobre el concepto de hiedra
(Prolegómenos)*
Yves Bonnefoy
¿El espíritu no es más que el dominio del concepto? Pareciera que esta pregunta
decididamente tiene una respuesta.
Hegel y Kierkegaard se consideran adversarios. El primero administra el imperio.
Pero Kierkegaard sólo ataca el espíritu del sistema. La paradoja no es la muerte, sino tan
sólo la pasión del concepto; y el deseo del ser no se expresa y no cobra consistencia más
que en su lenguaje.
Así, los filósofos más diversos asumirían un rostro común. Pero la referencia al
concepto es la razón de una impotencia bastante general. Esa universalidad en la que se
pretende subsumir el objeto pensado, esa abstracción son el pecado del espíritu.
¿Qué encantamiento me impide acceder a la materia de ser libre de otro modo que
no esté dentro del concepto de libertad? No enjuicio los empleos indigentes del
pensamiento conceptual. En el hecho mismo de nombrar la libertad, y por más intenso que
sea el sentimiento de lo que ella trasciende, de lo que ella niega, está el vicio fatal por el
que pasa del plano del ser al plano de la deducción.
Tales insuficiencias permanecen ocultas. No hay que esperar que el ser conceptual
evalúe su nada. La paradoja denuncia unas fallas, pero disimula su amplitud bajo el frenesí
de su consumación. Nuestro pensamiento, al no explorar su propia extensión sino desde el
interior, tiende a creerse falto de indicios para el espacio espiritual entero.
*
Publicado en la revista Troisième Convoi, Nº 3, junio de 1951, reeditado en el libro Traité du pianiste et
autres écrits anciens, Mercure de France, París, 2008.
Sin embargo, algunos rechazan las coacciones conceptuales. Si lo hacen en el
mismo ejercicio del concepto, sabiendo que se pierden en sus caminos divergentes y
saltando fuera de él, lo que logran no es más que la ruina de todo pensamiento. Sobrepasan
el concepto. Pero esa trascendencia es la inmovilidad de la muerte, Harar espiritual. El
simple nombre de Rimbaud se vincula con ese otro momento de la alternativa moderna.
Porque el pensamiento de la ruina sólo se deja entrever en estado naciente. Ama el
renunciamiento y en seguida alcanza el silencio.
Hay otro silencio. Sin duda podemos creer que el poder conceptual deja intacta la
libertad mística. Pero en la medida en que los partidarios de esta última recurren al habla,
en esa refracción la traicionan por el concepto. No obstante, no hay pensamiento más que
en simbiosis con el lenguaje. La más rica experiencia, si permanece muda, no puede aspirar
a ese nombre.
A pesar de la clarividencia de Rimbaud, de las intuiciones de Plotino, el concepto ha
reconquistado todo aquello que no es silencio.
II
III
Sin duda, esa sensación de pérdida incesante de uno mismo respalda a los
partidarios de la ruina. Sin alcanzar la luz sepultada del ser, al menos éstos saben que
estamos en la oscuridad. Mediante sus negaciones, liberan esa noche del no-saber, noche
perfecta puesto que no hay en ella un espíritu que piense su presencia en la noche.
En el momento en que deja de ser, se le concede así al espíritu una realidad, se le
ofrece. Dicha realidad es embriagadora, y lo que sigue vivo en el hombre después de la
muerte del espíritu puede complacerse en ella, aun cuando ya no tenga más que el recuerdo
de su brillo.
IV
Por poco definible que sea mediante el pensamiento al que anula, todo pensamiento
por venir no deja de ser su cautivo. Sé bien que contiene en su estatuto la ignorancia de las
normas antiguas. Pero el pensamiento tradicional no le opone solamente su lógica. Está
emplazado en el espíritu y forma una barrera.
Más de una veleidad de renovación debió fracasar ante la ausencia de problemas.
Para un pensamiento que pretende ser verdaderamente nuevo, no hay problemas posibles.
Las preguntas de las cuales hubiese podido nacer, al ser anteriores, se enuncian
conceptualmente. Son pues resueltas por el concepto. En la medida en que un problema es
percibido, no podemos decir en efecto que rechaza al pensamiento que lo advierte. Éste
puede fracasar en aclararlo, pero nada impide que haga de su misma impotencia su resorte
funcional. Tal como el fracaso de Tertuliano, de Kierkegaard ante la fe.
Conceptualismo no es racionalismo. No significa pereza, fatuidad, ceguera. Modo
de ser orgulloso y paciente, a menudo agresivo, siempre suave, brinda su cuerpo sin
cambiar su naturaleza a las intuiciones más diversas.
Un área del lenguaje le pertenece. Que vicia mi propuesta.
¿Acaso puedo construir, en el campo del concepto donde todavía estoy situado, una
imagen del pensamiento nuevo, en el sentido en que la geometría euclidiana restituye una
imagen precisa de lo hiperbólico con la esfera?
No dudo que se pueda dibujar, como en hueco dentro del lenguaje conceptual, el
esquema de aquello que éste no es. Pero esa nada del concepto debe ser más que una
virtualidad. ¿Habrá que transformar las palabras, o disolver en ellas el concepto? Para
pensar fuera del concepto, ¿habrá que rechazar todas las palabras que éste ha
comprometido?
Felizmente, tales preguntas no tienen ninguna necesidad de respuesta. Ningún
problema puede favorecer la metamorfosis, nada tampoco podrá impedirla. La verdad
conceptual no es más que un estado de hecho.
Es refutado en un salto, donde las preguntas en suspenso se transforman bajo los
colores de un nuevo día.
Hablemos del horizonte, amigos míos, ¿de qué otra cosa podemos
hablar si no?
Línea de allá y línea de acá, cada una para arrojar la espuma del
inconsciente bajo nuestros pasos: frase que relumbra por deslizarse
en la cresta de esa ola que se infla como una noche, y se derrumba
luego y luego se alza de nuevo.
*
Del libro La longue chaine de l’ancre, Éditions de Minuit, 2008.
Tomo este camino, estrecho, que se hunde entre dos pequeñas
lomas, los árboles lo envuelven también, se apretujan a mi
alrededor, me siento feliz de saberlo familiar, con esas mil vidas de
su profundidad que se habituaron a mí.
Pero más bajo que los piares, los bufidos, los vuelos, este sonido
ligero pero ininterrumpido que escucho, es el “allá” de las colinas
del horizonte que, aunque invisible, me acompaña. Y retiene este
instante presente, este instante de aquí, en sus manos que entreveo,
azules u ocre rojizo, en una desgarradura de los pinos y los robles
pequeños.
Horizonte como esta piedra que retiro del cieno, que tiene en sus
huecos el olor de la sal.
¡El país del horizonte! Esas caravanas que caminan entre nuestra
tierra y otra tierra. Esas fugas hacia Egipto, en nuestros
prismáticos, que pasan hacia al otro lado de una duna para
reaparecer más lejos. Esa insuficiencia desesperante de los
prismáticos. Apenas un punto luminoso los rostros allá. Y uno
puede llegar a creer que no son rostros, ¡tantos rayos emanan de
ellos chocándose con otros! Tal vez máscaras de oro.Tal vez ojos
que se han agrandado en los rostros hasta borrar el dibujo que tal
vez allá reduce éstos a lo que somos nosotros.
32
Los poemas fueron extraídos de la página de Internet (http://poesie.webnet.fr/poemes/France), que a su vez
los transcribe de Œuvres complètes, de Etienne de la Boetie, Editions William Blake & Co., 1991
En medio del calor de julio a un sediento
el nombre Margarita le parece una fiesta,
una fiesta que yo aprecio como nadie
porque desde ese día todo el año se alegra.
Laura Wittner
Laura Wittner nació en Buenos Aires en 1967. Publicó Pintado sobre una jaula (1985), El
pasillo del tren (1996), Los cosacos (1998), Las últimas mudanzas (2001) y La tomadora
de café (2005).
A la noche va a llover
Lo dijeron en la tele;
lo dice el cielo que evidentemente
se va preparando pero sin apuro:
formula nubes blanduzcas
cada vez más opacas
y cada vez más dueñas y señoras:
levan, intentan hacer del cielo un techo,
exhalan ese perfume promisorio
transformador del tono molecular del aire.
Lo publicaron en el diario
con el dibujo de la nube gris
atravesada por el rayo;
sólo queda esperar, disimulando,
como si la certidumbre de la lluvia
no se volcara sobre nuestros actos
renovando del todo su carácter.
Interior
Débil olor a lluvia, y las hojas del árbol que empiezan a moverse.
Luciano Lamberti
Luciano Lamberti nació en San Francisco (Córdoba) en 1978. Publicó Sueños de siesta (2004) y Buceo en
Andate, Alberto.
Luego astucia.
y usuales.
Él no ha dejado de ser
Enseñando la gauchesca.
televisor de colectivo,
Cuando se levanten,
domingos familiares.
Paula Oyarzábal
Paula Oyarzábal nació en Córdoba en 1979. Tiene varios libros de poemas inéditos.
1
9
En Buenos Aires, a la 1 de la mañana del 19 de febrero,
hacen 24 grados. Me pregunto qué hubieras hecho amor
si hubieras sabido verdaderamente que nos quedaba poco tiempo
10
11
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En el mantel el vino
derramado por la mano torpe
y avejentada que lava el mediodía.
Lo que fue neurótico hoy es, equilibrio triste
14
Robert Walser
Antonio Oviedo
Viaje en globo
No veía ningún porvenir ante él y el pasado, a pesar de los esfuerzos por encontrarle
un sentido, se parecía a una cosa incomprensible. Las justificaciones se pulverizaban, el
sentimiento de la voluptuosidad tendía cada vez más a desaparecer. Viaje, paseos,
antiguamente motivos de una alegría misteriosa, se habían convertido en algo extrañamente
desagradable; temía dar un paso, temblaba frente a la idea de cambiar de residencia como
ante algo pavoroso. No se sentía ni honestamente apátidra ni sincera y naturalmente en su
casa en ningún lugar de la tierra. Habría querido tanto ser organista o lisiado o pordiosero
para tener la ocasión de implorar la piedad y la limosna de los hombres; pero deseaba, aún
más ardientemente, morir. No estaba muerto y sin embargo parecía apagado, tampoco
estaba en la miseria y sin embargo parecía un mendigo, pero no mendigaba; se vestía aún
con elegancia, realizaba todavía, como una máquina aburrida, sus reverencias y hacía frases
que lo indignaban y espantaban. Como su vida le parecía dolorosa, cuán mentirosa le
parecía también su alma, cuán muerto su miserable cuerpo, cuán extranjero el mundo, cuán
vacías las agitaciones, los objetos y los acontecimientos que lo rodeaban. Hubiera querido
arrojarse a un precipicio, escalar una montaña de vidrio, someterse a la tortura, con
voluptuosidad se habría dejado quemar vivo como un herético. La naturaleza tenía el
aspecto de una exposición de pintura cuyas superficies atravesaría, errante, con los ojos
cerrados sin que nadie lo incitara a abrirlos, pues sus ojos, desde hacía mucho tiempo,
penetraban todo. Tenía la sensación de ver a través del cuerpo de los hombres, dentro de sus
lastimosas entrañas, creía escucharlos pensar e instruirse, verlos cometer errores y tonterías,
poder oler su fragilidad, su necedad, su cobardía, su infidelidad, y se tomaba a sí mismo a
fin de cuentas por el más frágil, libidinoso e infiel que hubiera sobre la tierra; también
hubiera querido lanzar un grito, pedir socorro, caer de rodillas y llorar ruidosamente,
sollozar durante días o semanas. Pero no era capaz, estaba vacío, endurecido, helado, la
dureza que lo cubría le daba escalofríos. ¿Qué había sido de esos desvanecimientos, esos
encantamientos que había experimentado, dónde estaba el amor que lo había dejado
satisfecho, la bondad que había abrazado su ser, el infinito más de confianza en el cual
había creído, el dios que lo había penetrado de éxtasis, la vía que había estrechado, las
delicias y magnificencias que lo habían estrechado, los bosques que había recorrido, la
tierra cubierta de hierba que estaba ante sus ojos, el cielo donde había perdido su mirada?
No lo sabía, tanto como no sabía muchas cosas, ni lo que quería ni lo que debía hacer con
su cuerpo. ¡Oh, su personaje! Hubiera querido desatar lo que aún había de bueno en su ser.
Matar una mitad de su yo a fin de que no perezca la otra, a fin de que no perezca el hombre
y para que Dios no se pierda completamente en él. Todo se le había manifestado muy bello
y al mismo tiempo terrible, agradable, bueno y, sin embargo, desgarrador, y todo era
nocturno y desierto: él mismo era su propio desierto. A menudo, escuchando un sonido,
creía poder recaer a través de una especie de muerte en las ardientes y sensibles certezas
antiguas, en el movedizo, rico y cálido vigor de antaño. Tenía la impresión de estar clavado
en la punta de un iceberg, ¡oh! Terrible, terrible…
Al caminar, vacilaba como un hombre afiebrado o borracho y tenía el sentimiento
de que las cosas iban a desplomarse sobre él. Los jardines, tan soñados como hubieran sido,
se extendían con un aire de tristeza y confusión bajo su mirada y no creía más en ningún
orgullo, en ningún honor, en ningún placer, en ninguna angustia verdadera y auténtica, en
ninguna alegría verdadera y auténtica. La arquitectura del universo era para él un castillo de
naipes hasta ahora sólido y suntuoso: pero basta un soplo, un paso, un ligero movimiento,
un toque para que se derrumbe como delgadas lámparas de papel. ¿No es absurdo y
horrible…?
No osaba permanecer en la sociedad de los hombres por el miedo pánico a que se
pudiera notar hasta qué punto era enfermizo e inconsolable: el solo pensamiento de
confiarse a los amigos le causaba crueles tormentos. Kleist era inaccesible, un pobre ser
feliz y grandioso a quien no se podía sacar ni una palabra. Tenía algo de topo, de un
enterrado vivo. Los otros parecían tan terrible y espantosamente seguros. ¿Y las mujeres?
Brentano sonríe. Una mezcla de sonrisa infantil y diabólica. Hizo un gesto receloso con la
mano, como para resguardarse. Además ¡cómo lo torturaban y mataban sus numerosos
recuerdos! Las tardes llenas de melodías, las mañanas con el azul y el rosado, las ardientes,
excesivas, pesadas, maravillosas horas del mediodía, el invierno que amaba por encima de
todo, el otoño… no pensar más. Todo se dispersa como las hojas otoñales. Que nada
permanezca, que nada tenga valor, que no quede nada.
Una muchacha proveniente de un medio selecto y que tenía un razonamiento tan
claro como bello le zumbó un día estas palabras: “Brentano ¿no tiene un poco de miedo de
proseguir viviendo sin un valor superior, sin un contenido? ¿Cómo es que se llega a casi
querer detestar a un hombre al que se quería honrar, admirar y amar? ¿Cómo un ser de una
sensibilidad tan grande y hermosa puede tener un sentimiento tan pobre? ¿Cómo puede,
entonces, dejarse siempre arrastrar a dispersar sus fuerzas? Recóbrese ¡qué demonios!
Domínese. ¿Dice usted que me ama? ¿Y que yo lo haría feliz, verdadero y sincero? Es
horrible Brentano, pero no puedo creer lo que diga. Es un monstruo, es un hombre
encantador pero un monstruo, debería odiarse usted mismo, y sé que lo hace, que se odia. Si
no, no le dispensaría tantas palabras apasionadas. Se lo ruego, ¡abandóneme!”
Se va y vuelve, desahoga su corazón ante ella, siente en su presencia brotarle algo
maravilloso, siempre vuelve a hablarle de su abandono y de su amor; pero ella permanece
firme, petrificada, le manifiesta que es su amiga, pero que es necesario no pasar de ahí, que
ella no podrá ni querrá ni osará jamás ser su mujer, y le pide dejar de esperar que eso ocurra
nunca. Desespera. Pero ella no cree en la profundidad y la veracidad de su desesperación.
Una tarde ella le ruega, ante una numerosa asistencia de personas distinguidas, recitar
algunos de sus bellos poemas, él lo hace y obtiene un gran éxito. Cada uno se declara
embelesado por la melodía y la desbordante vida de esas poesías.
Transcurren uno o dos años. No quiere vivir más y decide quitarse esta vida que le
molesta. Se traslada al lugar donde sabe que hallará una profunda caverna. Desde luego,
tiembla ante la idea de descender, pero recuerda con una especie de éxtasis que no tiene
nada que esperar, que no posee nada, tampoco incluso la envidia de poseer algo, traspone la
enorme y sombría entrada, se hunde, marcha tras marcha, cada vez más profundamente,
desde el primer paso le parece que camina ya desde hace varios días, y finalmente llega
abajo, muy abajo, al panteón silencioso, glacial, oculto en las profundidades. Aquí brilla
una lámpara y Brentano toca a una puerta. Aquí es necesario tener paciencia, mucho,
mucho tiempo, hasta que por fin, luego de un muy largo tiempo de espera y angustia le sea
dada la orden siniestra de entrar; entonces, entra con una timidez que le recuerda su
infancia y he aquí que un hombre con el rostro oculto detrás de una máscara le pide que lo
siga. “¿Quieres convertirte en servidor de la iglesia católica?”. Así habla el sombrío
personaje. Y desde entonces no se sabe más nada de Brentano.
Paseo
(Los textos anteriores de Robert Walser fueron extraídos de Das Gesamtwerke, Zürich,
Suhrkamp Verlag, 1978.)
Margen
Sueños
Fogwill
Testigos de Jehová
Mas de veinte años sin verlo y sueño con el colorado Craviotto. Es médico clínico,
como en la realidad, y un viejo de cerca de sesenta y cinco, como en la realidad. Pero
entra al sueño desde un luminoso jardín que da a mi ventana con pasos joviales y
vistiendo un traje blanco, no de médico, sino de administrador de ingenio o de obraje
colonial: capanga tropical. Siento que ha progresado, pero me cuenta que acaba de
divorciarse al cabo de tanta vida matrimonial y se ha venido a vivir a una casita de
madera improvisada entre las ramas de un ombú. Con una señal de mi brazo le pido
que omita los detalles: conozco esa casita que yo mismo hice construir tres veces para
otras tantas generaciones de niños.
Pienso que a su edad no debería andar subiendo y bajando por las ramas, que
extrañará su cocina eléctrica, el baño y la indispensable ducha de cada día y que no
debería vivir solo, a su edad, en estos tiempos y en una zona tan peligrosa. Pero es un
gran clínico que con el dorso de su mano puede auscultar mi pensamiento y me rebate
diciendo que adoptó una decisión bien meditada y que, justamente, sacrificios y riesgos
eran lo que necesitaba después de tanto tiempo compartiendo sólo lo peor de la vida
con su mujer. Lo peor sería el orden.
Sus reflexiones y sus frases eran claras y contundentes: algo inesperado para los
personajes de mi infancia, en estos tiempos y en estos sueños en los que cada vez con
mayor frecuencia tienden a reaparecer.
Sueño esto un jueves, en una cabaña alpina donde me han alojado en Chile porque
todas las reservas hoteleras fueron tomadas por un congreso de Testigos de Jehová.
Hay ciento diez mil instalados en Santiago: a ciertas horas, en los barrios residenciales,
en la zona céntrica y en la constelación de malls y shoppings que rodea la ciudad, uno
de cada veinte transeúntes luce en el pecho la credencial azul y blanca que lo identifica
como participante del evento.
Después de despertar, al bajar de la cabaña para pasar al chalet donde sirven el
desayuno me olvido de Craviotto y me culpo por mi ignorancia sobre el dogma de esta
secta, que, acabo de enterarme, se manifiesta no-cristiana. Me lo cuenta la misma
camarera mientras explica que he conseguido alojarme “milagrosamente” porque como
este complejo turístico fue alguna vez lugar de encuentro de parejas excluyeron su
nombre de la lista de proveedores del evento religioso cumpliendo exageradas reglas
de moralidad.
Esta secta trae todo impreso desde Estados Unidos: los menús, los folletos, las
reglas de procedimientos turísticos y las credenciales de plástico blanco y azul que
identifican a sus miembros.
Estoy a veinte kilómetros del centro de la ciudad y la conexión de internet funciona
a paso de hormiga, igual que el tránsito desde El Alto a Santiago. La primer imagen
que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail de Emilio Alfaraz
invitándome a un encuentro de ex compañeros de colegio. Le respondo que iré,
recuerdo el sueño, y le prometo que se lo relataré en detalle cuando nos veamos en
Buenos Aires, en compañía del mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí
me parecía que algo estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos
los posibles encuentros de la gente.
La prótesis
Veo una chica de catorce años. No se por qué lo sé, pero en el sueño tiene
exactamente catorce. Es como si al soñarla también hubiera soñado su pasaporte con la
fecha de su nacimiento, destinando algún instante brevísimo de la carrera de imágenes
del sueño a determinar su edad restando la visión de una fecha compuesta en tinta
borroneada a los números del año del sueño, este presente número dos mil tres.
No se por qué, pero con sólo verla, me he enamorado perdidamente de ella. En la
realidad nunca supe bien qué significa estar enamorado y jamás sentí perdidamente
nada.
Pero allí estaba, enamorado de ella, y me tenía sin cuidado la diferencia de edad.
No sé cuál sería mi edad en el sueño: tal vez tuviese otros catorce, también yo. En tal
caso, tendría entre catorce y quince pero conservando estos sesenta años de memoria
desde los que escribo sin saber hacia dónde voy.
Ah. Sí: iba hacia las tres imágenes relevantes del sueño. De una escribiría que es
real. Estaba en la realidad del sueño y es la naturaleza de la piel de la chica, una
epidermis suave y de color té aporcelanado que otro podría asociar a la carne del
durazno y que combinado con su textura yo definiría más por su familiaridad con
ciertos mariscos del Pacifico Norte.
Era el tipo de piel que sugiere un exceso de bienestar y de salud y que no invita a
aproximarse para olerla porque bien desde lejos transmite, visualmente, la virtud de su
aroma. Pero también era esa clase de piel que impulsa a aproximarse y oler, ya no para
informarse de su olor, sino para consumirlo, como si integrándolo a la propia
respiración uno pudiese apoderarse de su naturaleza.
Una naturaleza extraña, ajena. Dante diría “divina”. Yo no. Casi he perdido todas
las palabras. No las palabras mismas, que conservo aquí, en la memoria, sino el
derecho a emplearlas.
La segunda imagen hacia la que intentaba ir no es real: era algo que, sin palabras,
pensé en el sueño mientras saltaba hacia ella anticipando su franca aceptación de mi
acoso. Claro: no era el caso de una que acepta francamente un súbito deseo del varón,
sino el de esas que se saben creadas por el acoso, que brotan sólo para ser acechadas,
disueltas, consumidas.
La tercera imagen, última del sueño, era una actuación real de la chica, ahora
convertida en estudiante de danzas. El pelo tenso y recogido, el cuello largo y flexible
y el cuerpo, no sé ya si desnudo o vestido, pero recorrido por las tensas señales de
dolor que suceden a una larga sesión de ensayo. ¿O quizás ya era una bailarina? Toda
la música estaba en su boca que simulaba las expresiones de quien se entrega al
automatismo de mascar chicle. Le iba a hablar de su boca y del ritmo musical que
establecía su bolita de goma cediendo y resistiendo a la presión de sus dientes cuando,
como siempre sucede, advirtió mi intención y sonrió, levantando con la punta de la
lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su dentadura inferior.
El mismo gesto que en los viejos puede interpretarse a veces como un descuido, o
una protesta por la pérdida de sus dientes –señal de la inminente pérdida de todo–, y
otras como un recurso involuntario para aliviar por un instante el ardor de las ampollas
que esos artefactos han de producir, en el sueño formaba parte natural de la sonrisa que
continuaba con un énfasis de aceptación, o entrega.
Despierto a medianoche convencido de que es un sueño sobre el Dante de Vita
Nova y mi madre y garabateo unas notas para reconstruirlo por la mañana con la
fidelidad que ambos merecerían. En ese momento recuerdo que mi madre se llamaba
Beatriz y me da por pensar que este sueño forma parte de una familia de sueños sobre
la entrega y la familiaridad.
La Pecera de Acuario
Cuando descubrí el empleo de la metáfora etológica de “cadena” aplicada a la
sociedad tuve un sueño colorido. Sus imágenes transcurrían en una nube azul con
reflejos plateados, donde peces de distintas especies nadaban en un medio acuoso y
tibio devorándose unos a otros. Pronto quedaban reducidos a un pequeño grupo de
cuatro o seis del mismo tamaño que se movían en círculos, recelándose, quizás
odiándose, pero sin atreverse a enfrentar a sus pares.
Los veía boquear contra el cristal, que era la superficie de la nube, y detenerse a
veces a picotear las burbujas de una corriente que venía desde el fondo. Era su modo
de respirar.
Alguien debía alimentarlos y, efectivamente, desde la superficie caía polvo dorado
del que algunos escogían los fragmentos mas sabrosos. Era su alimento de oro
balanceado.
¿Quién suministraría esos copos dorados y mantendría funcionando el sistema de
burbujeo constante…? Ya semidespierto imaginé que detrás de ese acuario estarían
“los griegos”: autómatas de mármol que una civilización desaparecida destinó al
servicio de la humanidad futura.
Por aquellos días de 1998 había estado pensando en los griegos. No en los de la
antigua Grecia, ni en los ciudadanos griegos contemporáneos, sino en esos imaginarios
griegos que reaparecen en la historia cada vez que alguien quiere dotar a su cultura de
ancestros más dignos que esos guerreros y mercaderes salvajes que fundaron nuestro
occidente. ¡Míticos mitos griegos imaginados desde la Roma imperial, en el impasse
durante el que los dioses de la tierra y el cielo europeo se habían retirado y el dios
oriental de Israel aún no se había impuesto! Para esos romanos snobs y helenófilos, los
griegos debieron funcionar como los autómatas creados por Bioy e inmortalizados por
Robbe-Grillet y Resnais que eternamente siguen representando dramas humanos
asistidos por una tecnología y un arte sobrehumanos.
Hasta unas horas después de despertar, ese servicio mecánico y divino a la vez
conservaba la atmósfera inicial de frescura que, en sucesivas evocaciones e intentos de
narrarlo, fue modificándose y estropeándose.
Durante meses se llamó el sueño de los griegos, y más tarde, cuando me convencí
de la identidad entre el acuario y la PC –mi ordenador personal– cargada y programada
con tanta memoria de la humanidad, comencé a nombrarlo como sueño de la pecera y
dio lugar a algunos textos sobre el encierro contemporáneo, la naturaleza de nuestra era
y las iniciales “PC” con todo lo que significaron para mi generación.
Sueños de mar
Es otro género: el de los sueños de mar. La mayoría de ellos se resuelve en una
navegación en solitario. Son sueños frecuentes desde hace más de cuarenta años y que
han venido a reemplazar a los sueños de natación, también en solitario, muy frecuentes
en mi infancia.
Dos de los cuatro psicoanalistas que escucharon mis realatos entre 1965 y 1982
coincidieron en interpretar las escenas de navegación solitaria como representaciones
de la masturbación. Ninguno de ellos conocía náutica ni el nombre que en
competencias de mar se da a las regatas en solitario: single-handed. Ahora lo sabrán y
verán en esto corroborada su perspicacia.
Pero la coincidencia no me corrobora nada. Aprendí más sobre mis sueños de mar
compilando una colección de grandes poemas de mar –Perse, Rimbaud, Homero,
Pessoa, Mallarmé, Viel, yo mismo– que rumiando aquellas interpretaciones puntuales.
Por lo demás, los sueños de mar y la masturbación han tenido con los años una
evolución inversa: más sencillos y gozosos unos, más complicada y menos placentera
la otra. Y en cuanto al psicoanálisis, sin duda fue una escuela de sueños. Pensar e
imaginar durante el sueño a veces enriquece sus contenidos, otras los estropea.
Teóricamente, podrá decirse que pensar e imaginar, como autointerpretar el sueño
durante su transcurso, son formas de procesarlo de mala fe y arreglarlo para el
consumo clínico. Pero cuando se ha abandonado cualquier propósito de conocimiento o
de cura interesa más el goce del sueño que la producción de muestras para las biopsias
del alma o del deseo.
Y nunca pude concebir forma alguna del goce que no integre los indispensables
ejercicios de imaginar y de pensar. Lo mismo ocurre con escribir. Llamo a esto escribir.
Bajamares
Con mis últimos euros rento por cuarenta y ocho horas un barco en la Bahía de
Cádiz. Es un velero de treinta y seis pies que alguna vez estuvo en buenas condiciones
de regata. Mi plan es remontar la ría y recorrer la costanera de la ciudad de Santa
María. Desde allí se pueden ver los bares donde Goytisolo y Álvaro Pombo suelen
tomar su aperitivo esperando el vaporeto que transborda a Cádiz. Deseo que ellos me
vean de pie, frente al timón de rueda, navegando con el genoa semienrollado y el fuerte
viento noreste por el través.
Pero no bien dejo la amarra del puerto Sherry y logro hacer rumbo hacia la boya
del canal que confluye a la ría enfrento una corriente que me obliga a volver a encender
el motor auxiliar para avanzar apenas.
Veo que las últimas estacas del muelle y las boyitas de amarre dejan una larga
estela que indica una corriente tan intensa como la marcha de un barco de motor. No sé
si es una corriente de pleamar o bajamar, pero tiende hacia el sur.
Según el indicador de la corredera avanzo sobre el agua a cinco nudos, pero me
alejo de la amarra a la velocidad de un nadador. Cada vez que miro hacia la playa, me
parece que ha crecido, y en efecto, la barranca se alarga y empiezo a ver que la lengua
de arena húmeda se continúa en las piedras removidas por la rompiente.
Es una bajamar intensa y por momentos aumenta la corriente y el barco deja de
avanzar. Temo varar y mi propio temor provoca más corriente. Las ondas de la bahía se
acortan hasta tomar la forma de las olas mezquinas del Río de la Plata y, hacia el centro
de la bahía, rompen contra bancos de arena y restos oxidados de antiguos naufragios
que acaban de aflorar.
Sin embargo, a paso de hombre, puedo navegar y la ecosonda indica una
profundidad de treinta pies. Es más que suficiente: estoy en el canal y navegando,
mientras la bahía sigue secándose y mostrando cada vez mas su fondo desnudo.
Olvidé averiguar la hora del cambio de mareas, pero a este paso pronto el canal se
secará y ya parece un arroyo sobre un desierto sembrado de ruinas de antiguas batallas.
En la boya que habia sido mi meta inicial, este canal del puerto de yates confluye
hacia uno más ancho, que sorteando bancos y formaciones de piedra apunta hacia el
lejano puerto comercial de Cádiz.
Reconozco en el trazado de ambos canales la forma del par que da acceso al puerto
de Buenos Aires y se me ocurre que si los de aquí son formaciones naturales del seno
de la bahía alguien trazó la réplica argentina inspirándose en ellos. Conecto el piloto
automático y cuando compruebo que pese a la corriente funciona bien y que por unos
minutos podré librarme del cuidado del timón, bajo a la cabina.
En la cabina me siento frente a la pequeña mesa de navegación como para trazar
un rumbo y miro la carta náutica concentrándome en sus detalles, pero pensando en
cuántas cosas de la geografía humana de la Argentina han de ser réplicas de originales
europeos.
Por un momento puedo atender simultáneamente a las indicaciones de la carta, a
las ideas sobre paisajes y accidentes urbanos argentinos que reproducen en su escala
otros de España, Italia y Francia, y al ruido del pequeño motor diesel que se ha venido
modificando: cada vez se oye menos el valvuleo de los inyectores y se hace más nítida
la vibración de la hélice: rumor de remolinos de agua limpia revuelta. Esto puede
indicar que hay menos profundidad, que el fondo de arena dura está devolviendo a la
superficie los ruidos del barco, o que el casco del que partieron ha comenzado a
funcionar como la caja de resonancia de un instrumento musical. Es un velerito de
diseño francés, de Beneteau, pero, construido en España, su carpintería interior tiene
detalles de terminación inspirados más en la lutería española que en la clásica
marquetería naval. Vuelvo a cubierta y el viento ha borneado hacia el oeste y el genoa
flamea al reparo de la vela mayor, sacudido por la leve brisa que genera el avance a
motor. Ya la bahía está seca y el canal es un estrecho zanjón por el que, corriente a
favor, emprendo resignado mi vuelta a la amarra.
La liquidez
Puertos y bahías que se secan, ríos que se secan, y bancos y restos de naufragios
que afloran en las grandes bajamares componen un subgénero de los sueños de mar.
En los sueños de mar nunca falta el viento, y si hay calma, los veleros avanzan
igual, como impulsados por la corriente de aire que crean con su movimiento. La falta
de agua, que es más frecuente, es siempre una señal de terror y evoca el miedo de
varar, algo que pocos conocen tan bien como los que navegaron el Río de la Plata.
Un analista, mujer, insistía en que el “secarse” de las aguas representaba la falta de
dinero, que entre nosotros se refiere con la metáfora “estar seco”. (Los economistas
usan el término iliquidez para expresar lo mismo en escala macroeconómica...). Pero en
el caso de los sueños de bajamar, con la desaparición del fluido que permitía flotar y
desplazarse, queda revelado el fondo que en la navegación normal permanece invisible.
Es como el orden social, cuyo verdadero fondo se hace más evidente cuanto más debe
uno moverse en él sin dinero. O como la vida misma, que cuando transcurre sin pasión
ni deseo, muestra mejor su fondo de muerte y proyectos fallidos: los famosos
naufragios, los restos irrisorios de fracasos humanos.
Entre nosotros, y sostenida por algunos tangos, sigue vigente la expresión italiana
“vento” –viento– como metáfora del dinero. Los barcos de los sueños de mar se
mueven entre esos dos fluidos: debajo, el agua, que en la escena de terror se seca y
pierde liquidez hasta paralizar y encima, el viento, que es lo que el navegante debe
administrar para dirigirse a su destino.
Los sueños de mar son muchas cosas y enseñan mucho, pero son también
elaboraciones sobre la administración del dinero y de todos los capitales de la vida.
Nombres y Cosas
Anoté el sueño de mar de la bahía de Cádiz bajo el título “Barco Guitarra” y lo
releo después de varios meses para integrarlo a este libro de sueños de viejo. La idea
del casco como caja de resonancia y el barco como instrumento musical de viento,
percusión y cuerdas a la vez, me llevó a una sucesión de pensamientos sobre las
relaciones entre la tecnología y el arte.
Las artes marinas, desde la carpintería, tejeduría y metalurgia navales hasta la
artillería y la electrónica militar han hecho grandes aportes a la evolución de los
instrumentos musicales. Pero la inversa es también válida. La imagen mas viva de mi
sueño de Cádiz es la visión de la marquetería de los mamparos y el mínimo mobiliario
de la cabina de aquel velero. Ahora me parece que era una imagen en color. Si lo fue,
debió ser la única: ni del mar, que en algunos sueños aparece con el esmeralda lechoso
de las bahías de coral y otras es de un azul inspirado en los mares de Disney, me
quedaron recuerdos de color.
Pero los colores del sueño parecen depender más del ánimo con que se emprende
su primera evocación que de las imágenes que se sucedieron en la realidad del sueño.
Tal vez “boya”, “arena”, “playa” y “mar” hayan aparecido sólo bajo la forma de esas
palabras: sin colores ni detalles de su apariencia. A diferencia de la realidad despierta,
en el sueño las imágenes de lo deseado son tan nítidas como las de los acontecimientos
que efectivamente se suceden en su transcurso. Las imágenes de mí mismo navegando
por la ría frente a las veredas del pueblito de Santa María, y los escritores bebiendo y
conversando en una mesa, que eran el propósito del paseo que frustró el episodio de la
gran bajante, me dejaron un recuerdo más preciso que cualquiera de los sucesos de la
navegación, excepto las escenas del interior de la cabina.
Línea de Producción
Anoche había ido a una reunión en un holding argentino que durante años manejó
el negocio local de la fabricación de Fiats y un ejecutivo se burlaba de la precariedad
de las líneas de montaje instaladas por nuevos administradores, jovenes profesionales
italianos. Explicaba algo sobre los procesos de soldadura robotizada y al compás de sus
frases se iban representando en el aire distintos tramos de la línea de montaje. Los
brazos robóticos eran antiguas grúas portuarias adaptadas al trabajo por artesanos
argentinos y aunque todo era ruinoso y polvoriento y los operarios ni siquiera vestían
uniformes industriales y parecían campesinos torpes y displicentes, al final de la planta
desembocaban unidades terminadas de diseño atractivo y esmalte brillante que
automáticamente encontraban su lugar en los camiones de distribución.
Como la calidad aparente del resultado contrastaba con el juicio despectivo sobre
técnicos e ingenieros de planta, traté de argumentar y durante un rato discutimos,
permaneciendo simultáneamente en su piso de oficinas, de noche y en las puertas de la
planta industrial bajo la luz de un mediodía brillante y los reflejos de los colores –sí:
colores– de los autitos recién nacidos.
Gradualmente, con cada salto de pantalla, el ejecutivo subía el tono y la violencia
de sus comentarios y cuando le dije que, en definitiva, “auto” era un pronombre griego,
terminó de ofenderse, dio por terminado el encuentro y me señaló la puerta de su
despacho.
La puerta se abría al patio de un antiguo colegio.
Retornos
Los sueños del retorno al colegio, a la infancia o a la universidad son frecuentes.
No paso un año sin registrar alguna variante de este género. Me cuentan que lo mismo
les ocurre a quienes tuvieron la experiencia del servicio militar obligatorio, y siempre,
en sueños, vuelven a convocarlos una y otra vez.
Como ellos, no son sueños que evocan acontecimientos pasados. Ocurren en el
presente y el que sueña es uno mismo que, en el presente, por alguna razón debe repetir
una experiencia pasada. En mi caso, las causas del retorno son escenas de sueños de
terror administrativo: el extravío de un certificado, o el descubrimiento de un trámite
mal realizado que me obligan a repetir un tramo de mi carrera.
Por ejemplo, en la ceremonia de entrega de diplomas en la universidad me
anuncian que, antes de retirar el mío, debo cursar una materia del primer ciclo de la
escuela secundaria. Por algo que no puede ser sino un error burocrático me han
impuesto perder otro año de mi vida en una rutina casi infantil.
Los sueños de retorno tienen algo de pesadilla: padecer la injusticia bajo la forma
de una inapelable justicia administrativa. Pero tienen también una parte de soberbia: las
experiencias de ser adulto en un ámbito de niños y de asistir a clases con la certeza de
saber siempre más que cualquier profesor. “Soberbia” es la expresión adecuada para
describir la emoción que acompaña al saberse reconocido como mejor informado que
la autoridad.
Tienen también un componente mágico: siempre la ventaja que enorgullece en el
pasado procede de una propiedad adquirida en el futuro. En los sueños de retorno el
que sueña ha madurado o envejecido mientras los otros personajes –generalmente los
mismos camaradas de entonces– son idénticos a lo que fueron en el pasado.
Los sueños de retorno son, sin excepción, sueños sobre instituciones. Muchos
sueños se escenifican en ámbitos naturales o artificiales creados ad hoc y cuyas
autoridades, reglas y límites espaciales se ignoran y tampoco son pertinentes a la
historia que se sueña o se vive en el sueño. Pero por lo que conozco de mis sueños y de
otros sueños narrados, los de retorno siempre devuelven al que sueña a un espacio
institucional, claramente pautado.
A los espacios naturales, estelares, marinos y andinos se llega. A los espacios
institucionales se pertenece o se retorna.
Verdadero Verde
Ahora que el sueño ha adquirido cierto prestigio intelectual, parece humillante
confesar que no se sueña y se oye con mucha frecuencia deplorar una supuesta
incapacidad de recordar los sueños.
Pero soñar es recordar los sueños. Sin recuerdos no hay sueño.
Imaginé un relato que, narrado con eficacia, podría datarse en el neolítico, la
república de Atenas, el Siglo de Oro español o el Londres victoriano. En ese lugar
habría una sociedad de hombres que practican grupalmente el arte de comentarse sus
sueños. Pero nace alguien llamado a ser el único hombre de la historia –y bien pudo ser
una mujer– que jamás ha soñado.
Por alguna gracia narrativa es también el único que lo sabe y lo aprendió con
sorpresa y dolor, tal como en sucesivas experiencias vitales los daltónicos toman
conciencia de su visión anómala.
En alguna versión del relato el personaje puede ser también daltónico, en otra
homosexual –puto o lesbiana– y, ¿por qué no?, en alguna otra versión puede ser
daltónico y homosexual simultáneamente.
Sin duda, esta última realización presentará mayores dificultades porque requeriría
dar cuenta a un tiempo de tres carencias que deben parecer semejantes y permanecer
nítidamente diferenciadas.
Nunca lo escribiré. Para condensarlo me bastará anotar la pregunta acerca de la
gama de colores imaginada por un daltónico.
Responderla exigiría enfrentar los enigmas de qué es la literatura de los comienzos
del siglo XXI. Después de Aira, no es fácil ofrecer nuevas soluciones al misterio de la
conciencia del otro. Y, últimamente, nadie ha retomado la iniciativa de preguntarse de
qué color será el verdadero verde visto por otra persona.
¿Pinta la conciencia? Yo no recuerdo el azul de mis sueños, pero podría componer
una extensa carta de colores con la gama de azules de mis recuerdos de las cosas y de
las emociones que, en su momento, llamé o imaginé de color azul.
Creo que sueño bien, pero dibujo mal. Sin embargo, la paradoja se hace bien
evidente cuando empleo las pinturas de mis hijos para bocetar paisajes o recuerdos y
verifico que todos reconocen que lo que pinto como azul es para ellos azul, pese a que
nadie nunca pudo ver nada dentro de mí. Temo que jamás llegaré a saber si,
mentalmente, me estoy representando lo azul con el verde verdadero de la memoria de
los otros.
Ahora me parece que ser viejo es releer la afirmación sobre el verdadero color del
verde representado en la conciencia de otra persona sin ceder al impulso de apartarse
de la mesa para explorar la biblioteca buscando alguna referencia que pueda corregirla
o perfeccionarla.
Y que el sueño, entre tantas cosas, es también un aprendizaje de la irrealidad, un
ejercicio indispensable para sobrevivir a la realidad de los otros.
Inventar recordar
Cuando se intenta recordar hay un punto donde ya no se puede discernir si se está
evocando o inventando. Inventar, en el mejor de los casos, sería inducir a partir de
algunos elementos visuales lo que las imágenes del sueño estuvieron representando. En
el caso de aquellos hombres jóvenes vestidos como funcionarios tuve la tentación de
asignarles rasgos fisiognómicos y, a partir de ellos, parecidos con personas que por
entonces conocí. Estoy convencido de que el mismo recurso de inducción debe operar
durante el sueño. De ser así, la producción de episodios de sueños parecería librada a
dirimirse un campo intermedio entre el azar y la memoria, que también es un
dispositivo cargado de azar. Como en la producción de sueños, en el relato del sueño
interviene la memoria, en comercio con las reglas del arte de narrar.
Un punto. Un punto: el punto justo de intersección entre los azares de la
percepción y la memoria. Lo mismo que en el sueño sucede en la vida. Ahora dudo de
la legitimidad de llamar “percepción” a las imágenes y los sonidos que se representan
en el sueño. La noción de conciencia es una convención aceptable. Pero: ¿puede
aceptarse que convengamos en llamar “conciencia” a esa “conciencia-recordada”, esa
pantalla imaginaria de imagen y sonido donde se fueron registrando las señales del
sueño? ¿Debo escribir entonces “registrando” o convenir que allí, donde sea, sonidos e
imágenes estuvieron “produciéndose”, es decir, no fueron “registrados”?
Lo que veo es lo que hay. Esta regla vale para la vigilia y se impone también a la
conciencia del sueño. El mito de la normalidad o la cordura, la lucidez, la madurez y
toda esa constelación de valores que gravita entre estas nociones, da por supuesto un
sujeto que va por la vida ocupándose de distinguir lo verdadero de lo falso y lo
aparente de lo real. Pensar el sueño como cifrado o clave de algo, a la manera de las
antiguas supersticiones adivinatorias o de las más actuales creencias prácticas del
psicoanálisis, tributa al mismo mito, en tanto cualquier deseo de revelación conviene al
propósito de descubrir una verdad, pasada o futura. El mejor resultado de recordar no
es descubrir una verdad sino sustituirla por algo mejor.
Colores
Releer lo que uno ha escrito se parece a recordar un sueño. Leo que escribí en
algún lugar que los colores del sueño parecen depender más del ánimo con que se
emprende su primera evocación que de las imágenes que se sucedieron en la realidad
del sueño.
Al cabo de un par de horas de relecturas de una muestra de sueños ya
mecanografiados advierto que los he ido leyendo como si hubiesen sucedido en
colores. Leí pintando y no con colores de sueño –acuarelas, pasteles– sino con los
colores de la realidad: pantone fotográfico.
Las palabras estropean cualquier significado que uno pretenda transmitir.
Releyendo noto que he empleado varias veces el verbo “advertir”, siempre con
funciones parecidas, pero con grados de diferencia que ningún lector advertirá y que no
hay adverbio ni complementos con adjetivos que puedan precisarlos. Escribir es casi
crear, pero transcribir termina siendo resignarse a la vaguedad y a los errores.
Justamente, se transcriben los sueños para obtener de ellos algo que no es
compatible con la expresión “advertir”, tan puramente cognitiva que se confunde con
cualquier categoría de percepción visual. La mayoría de lo que se “advierte” en los
sueños, y en general en los relatos, no es traducible a imágenes visuales, ni a los
modelos geométricos que, inspirados en ellas, clasifican los registros de los sentidos
del tacto, el oído y del atávico olfato. Habría dos mundos: el de los sueños y el de las
transcripciones de los sueños. Y en medio, la imaginaria realidad.
Humanitos
Me refiero a un sueño de 1948 o 1949 cuyos episodios, con algunas variantes, se
repitieron durante meses, o quizás a lo largo de un año. Pensar lo que era ese mundo
protagonizado por los Stalin, Franco, Churchill, Perón, Vargas, Truman, Gandhi y
Mossadegh y representado por Allan Ladd en blanco y negro y por Esther Williams en
technicolor sería tema de una buena historia que quizá valga la pena escribir. Sería una
historia sobre el pensar-acerca-de y, por supuesto, no sería una historia de aquel mundo
sino de éste.
En mi cuarto, sobre una cómoda o por encima de la mesa de noche, a veces por los
rincones, otras en el marco de la ventana, habitaba una pareja de hombrecitos. En
escala medirían veinticinco o treinta centímetros de altura. El varón y la mujer vestían
ropa ajustada e idéntica: pantalón y campera de tela sintética, color beige, y cruzada
por cierres de cremallera –zippers–, que por entonces se llamaban “cierres relámpago”
y que a nadie se le habría ocurrido utilizar en reemplazo de los ojales y botones de la
ropa de calle. Por entonces no habían llegado a Sudamérica cortes de nylon, y la única
tela sintética disponible –y que nadie habría usado para confeccionar ropa– era el
rayón, que se usaba para forrar vestidos y tal vez para adornar alguna ropa interior
femenina.
Los hombrecitos –la pareja– eran míos. Por entonces, regía un tabú: los varones
jamás jugaban con muñecos ni podían poseer otras réplicas humanas que los soldados
de plomo y las convencionales estatuillas de Jesús, la Virgen y los tantos santos
milagrosos. Pero yo, secretamente, tenía a esta pareja que se comunicaba entre sí en
inglés. Ella debía estar moldeada sobre la imagen de una actriz de cine americano. Él
tenía todas las características del héroe militar norteamericano y, en mi recuerdo, sólo
difería del ahora popular Max Steel por su musculatura atlética natural, sin
exageraciones fisicoculturistas.
Mis hombrecitos procedían de un sueño. Había soñado que eran dos pilotos que
emprendían una carrera desde California hacia China con escalas en Hawai y otras
islas menores del Pacífico para reabastecer sus máquinas. En el sueño, llamaba a ella
“pilota”: no me parecía consistente hablar de mujeres-pilotos.
Del primer sueño me quedó nítida la imagen de dos aviones idénticos que
aterrizaban a la par en una base militar americana, con sus motores detenidos para
economizar gasolina. Años después identifiqué la imagen: eran Beechcrafts 280m
anfibios, monomotores de cilindros radiales.
En sucesivos sueños los aviones planeaban sobre las palmeras de playas o
acantilados, sobre bosques tropicales y laderas de montañas nevadas. Los pilotos –ella
y él– intercambiaban señas desde sus cabinas. Veía la sonrisa y el largo pelo rubio de
mi pilota chorreando de los bordes de su pasamontañas de cuero y una mano desnuda
que se apoyaba contra el cristal y alzaba el pulgar en señal de acuerdo, o de victoria
compartida. Ellos siempre se concertaban para detener a un tiempo sus motores y
planear juntos hacia su destino.
A veces acuatizaban en bahías de coral o en deltas subtropicales de aguas barrosas.
En algún sueño los vi nadar desnudos y otras veces los vi, o los imaginé, durmiendo
juntos en un compartimento estrecho del fuselaje del avión de él.
No recuerdo fantasías sexuales con la pareja. Las experiencias de libertad, control,
poder y juego con el peligro, proveían a los sueños y a las fantasías diurnas inspiradas
en ellos de una voluptuosidad intraducible a mis registros sexuales de aquella edad.
Fuera de los sueños podían andar por las ventanas, sobre muebles y estantes y por
los bordes de mi cama, pero no recuerdo haberlos visto ni emplazado sobre la alfombra
o sobre el piso o fuera del cuarto. Tal vez, para que se comportaran como en los
sueños, necesitaba mantenerlos siempre a la altura de mis ojos. Recuerdo que muchas
veces, llegando de paseos o clases de colegio, corría a encerrarme en la habitación
como si ellos estuvieran esperándome. A diferencia de los de los sueños, que casi
siempre aparecían piloteando en sus cabinas, los humanitos imaginarios de mi cuarto a
veces portaban armas: cartucheras con pistolas en la cintura, o pequeñas ametralladoras
de comandos terciadas sobre el pecho.
¿Podrían existir humanos tan pequeños como mis hombrecitos...? Durante mucho
tiempo seguí preguntaándome esto con absoluta seriedad. La escuela y la universidad
me habían convencido de que las facultades de hablar, soñar, imaginar y recordar los
sueños estaban vinculadas al tamaño del cuerpo y de la masa cerebral. Muchos años
después de no haber soñado ni jugado con mis hombrecitos imaginarios seguía, sin
embargo, preocupado por la posibilidad de que una evidencia científica cuestionase su
verosimilitud.
Mutación
Perdí un sueño de fines de la década de los setenta: yo era un langostino de tamaño
humano y con pequeñas patitas humanas. Había nacido con esta malformación pero, a
cambio, el espacio libre dejado a miembros, hombros y caderas, había sido
aprovechado por el sistema espinal para almacenar ganglios neuronales que
multiplicaban mi capacidad cerebral.
Yo, langostino, tenía apenas doce años e ingresaba a la facultad de derecho con el
propósito de ser abogado. Mis compañeros, mayores y mucho mas humanos que yo,
me admiraban porque a tan corta edad ya era graduado de medicina, ingeniería y
filosofía y ahora seguía brillando en mis exámenes de derecho.
Los médicos de un instituto querían investigar mi mutación y yo los eludía
cambiando permanentemente mis carreras y el objeto de mis estudios. Mis compañeros
me llamaba Thalidomide, pero yo concurría a la facultad orgulloso por la admiración
que mis calificaciones despertaban entre las estudiantes, mucho mayores que yo, y de
origen social muy superior al de mi familia de marginales mutantes.
Todavía ignoraba que durante su adicción a la Benzhedrine, en tiempos de la
redacción de Los caminos de la libertad o de El ser y la nada, Sartre alucinaba que era
un langostino que dejaba una estela viscosa por las aceras que pisaba. Y recién ahora,
al compilar esta muestra de sueños, un editor me hizo llegar el libro de los sueños de
Graham Green en uno de los cuales mea camarones y, al revisar la taza del baño,
descubre que a través de su pene ha dado a luz a un enorme langostino que deberá
abandonar en la cloaca.
Pienso que mi sueño, más placentero, sigue siendo mejor. A pesar de que con
frecuencia narran episodios de poder, los sueños del viejo Green parecen salidos de un
tubo orgánico sin que nadie disfrute del proceso de su emergencia.
Cosas Perdidas
El sueño del estudiante langostino, y la evocación de los sueños de los humanitos a
que dio lugar, está en los cuadernos de sueños que llevé entre 1977 y 1979. Allí, sobre
notas apresuradas en bolígrafo de mis sueños, adhería recortes de papel impresos con
su redacción elaborada mientras probaba mi primer impresora electrónica, una IBM
Composer que imprimía mediante una bochita que calaba los caracteres perforando una
película de celofán untada con una solución de grafito en materia aceitosa. Los
caracteres se adherían sobre el papel y los golpes de las teclas, el picoteo de la bochita
y el desplazamiento de los rodillos por donde iba corriendo el papel producían un ruido
ensordecedor que enervaba a mis vecinos. Pero este mismo efecto industrial era parte
de mi satisfacción de escribir: la máquina justificaba los párrafos –algo imposible de
obtener con las máquinas de escribir eléctricas– y producía unos textos muy semejantes
a las páginas de libros. Cambiando la bochita se podían intercalar palabras en
bastardilla y en negrita y también explorar el efecto de la tipografía sobre la apariencia
de los textos. Por entonces no había editado y ni siquiera planificado un libro. De
aquellos recortes de textos inútiles sobre papel impreso procede la broma de Osvaldo
Lamborghini acerca de los que publicamos antes de escribir. Pasé noches enteras
jugando con mi Composer y no necesitaba escribir y mucho menos publicar: la
máquina era una ventana a lo único que me interesaba del mundo de los libros, y al
mismo tiempo, como objeto de juego y decoración, era la garantía de mi montaje sobre
la espuma de la gran ola tecnológica de la época.
Calculando apenas una hora ocupada jugando a convertir sueños y reflexiones
ocasionales en textos símil-libro, en aquellos años he de haber perdido no menos de
mil horas: varias novelas, poemas y relatos que, ahora también, estarían en el mundo
de las tantas cosas perdidas.
Con el tiempo fui incubando una hostilidad paranoica contra la compañía IBM.
Los ajustes y reparaciones costaban mucho más que cualquier consulta a un médico
especialista. Dos o tres veces por mes se agotaban las carísimas cintas carbónicas y a
menudo las bochitas, hechas de una quebradiza aleación de aluminio con algo que
siempre supuse que sería antimonio, se estropeaban y había que reponerlas. En algún
lugar había leído que la inversión de fabricar y comercializar aquellas máquinas se
amortizaba en unos pocos años con la prestación de servicios técnicos y la venta de
todo eso que, ahora, en el mercado electrónico, se denomina “insumos”.
Contarlo es como contar sueños. Siempre emerge una expresión o una escena que
parece a punto de revelarte algo.
Perdí aquellos cuadernos en manos de una mecanógrafa que se ofreció a
transcribirlos. Eran los únicos que se podían transcribir, gracias a los textos pegoteados
y compuestos en la IBM y por ello legibles. Pronto terminaré con este libro de sueños y
trataré de vender los millares de hojas de cuaderno garabateadas que sobrevivieron y
usé para documentarme: nunca faltará alguien que asigne algún valor a estas cosas.
Despues del Zar, a iniciativa de Pavlov, los rusos se dedicaron a coleccionar
cerebros de artistas, políticos y escritores. En un laboratorio de Moscú han clasificado
decenas de millares de portaobjetos con cortes del cerebro de Lenin. Verlos al trasluz
en microscopios de alta definición no enseña nada ni sobre el cerebro en general, ni
sobre Lenin en particular pero ayuda a pensar en los disparates de la ciencia y la
política, en tanto tareas colectivas emprendidas por la gente. Lo mismo ocurre con esas
páginas de supuesta crítica literaria que cuentan correspondencias o episodios
biográficos de la vida de autores y de gente de su tiempo. Me parece que cada vez se
confunde más la verdadera literatura con ese género clásico de las crónicas de prensa
que se solía llamar “vida literaria”. Los originales de mis relatos de sueños son tan
indescifrables como las neuronas coloreadas del lóbulo temporal de Lenin, inútiles
como los encefalogramas tomados al anciano Einstein. Pero siempre habrá alguien
dispuesto a pagar dinero por cosas que no significan nada. Esto también vale para los
libros.
Sueños eróticos
No guardo registro ni tengo recuerdo de haber soñado con las imágenes de la vulva
ni del ano. De bocas sí.
El ojo
Como encuadradas en el ojo de una cerradura se suceden imágenes de objetos
domésticos: ollas, diversos instrumentos de cocina, muebles de madera gastada por
décadas de uso y lustrada por el roce de manos allí donde se fue borrando la cera o el
barniz, almohadones, cortinas, mantas, relojes de pared, picaportes y cerraduras de
bronce. Seguramente, no estoy soñando esto a través de una cerradura. Tal vez el
marco sea una hoja de cartulina calada con el contorno de una cerradura primitiva, de
hierro o de latón. A medida que progresa el sueño me parece que sus imágenes son una
mezcla de objetos que aún poseo junto a otros que hubo alguna vez en las tantas casas
que habité y a otros que he de haber visto en films de los años cuarenta y cincuenta: el
mismo borde de la pantalla –esa cerradura– se me revela como un ícono clásico de los
dibujos animados de Disney. Me parece que todo fue calculado para representar un
libro que estaría escribiéndose detrás de mí, pero dentro de mi cabeza. Hacia el final de
la serie de objetos me convenzo de que todo sucede en una localización precisa de la
corteza del lóbulo occipital derecho. Intento que, entre tantas imágenes que aparecen
en el sueño, aparezca un modelo de porcelana del cerebro para identificar esa zona y
después indagar su nombre anatómico en un manual de neurología. Pero no puedo
detener la sucesión de objetos porque no encuentro la palabra adecuada para nombrar
esa maqueta de la corteza cerebral que, por lo demás, nunca figuró entre los objetos
dispuestos en mis distintas casas.
Fisiología
No recuerdo haberme meado ni cagado en la cama. Son faltas que vale la pena
contemplar porque, a mi edad, tal vez presagien el futuro cercano. Recuerdo muy
pocos orgasmos y eyaculaciones en sueños. Mis sueños eróticos, si son realmente
apasionados o deleitosos, siempre sucumben por despertarme con su convite a una
masturbación consciente y demorada. Esto me ha causado conflictos con algunas
parejas que parecieron ofenderse: personas inteligentes, fueron capaces de ofenderse
por el contenido de los sueños del otro, o por el uso que uno hizo de ellos. La ventaja
de olvidar los sueños es sustraerlos definitivamente del ridículo de su circulación
social. Pero tal vez los sueños sean lo social en estado puro. En los diarios de Kafka
sus sueños parecen calculados relatos, en cambio sus relatos, y los bocetos de relatos
que intercala en sus doce cuadernos y sus cuatro diarios de viaje están colmados de
escenas de sueños que nunca se confesó. Reconozco en el relato de los ocho
hermanitos un sueño que pudo haberme sucedido a mí. Lo mismo ocurre con el sueño
del combate con el padre, en la ventana. Tiene la misma estructura emocional que mi
sueño de combate doméstico con un gato, o un perro, que a su vez repite la forma del
sueño de mi combate con el niño gigante.
Silvio Mattoni
Las desventuras de Ovidio
Tristia / Tristes, Libros I y II, Ovidio, Edición bilingüe latín / español, Versión de Marta
Elena Caballero, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, 2007.
Carlos Surghi
La escritura sin fin
La intemperie sin fin, por Oscar del Barco, Alción, Córdoba, 2008, 2ª edición ampliada.
En ciertos ensayos que podríamos llamar “literarios”, escritos en los años ’70, y
reunidos luego dentro del libro La intemperie sin fin, Oscar del Barco plantea por
momentos una teoría de la escritura. O más bien la escritura es pensada allí como una
práctica material que impugna el funcionamiento normal del Sistema. Ante el Sistema,
puesto así con mayúscula en algunos pasajes de aquellos textos, la escritura ejercería
cierta violencia que pone en crisis la forma jerárquica que le da sentido, critica el sentido
mismo como jerarquía. El Sistema, o la estructura piramidal del sentido, o la metafísica
implicarían siempre un punto dominante, un centro. En la literatura, por ejemplo, la
metafísica se manifiesta en la noción de autor, como origen y fuente del sentido. Porque
de alguna manera la noción de autor no se refiere al cuerpo de quien practica la escritura,
sino que se trata de una idea, bajo la cual todo cuerpo es intercambiable. El autor, que
otorga sentido al texto, que es su fuente o su original mental, reproduce otros fundamentos
trascendentes que borrarían la materialidad de las palabras, la página misma, tales como el
“genio”, el “espíritu”, “Dios”. Algunas frases de Stéphane Mallarmé, quien siempre habría
intentado pensar el espacio de la escritura, aparecen y se reiteran, o son aludidas, en los
ensayos de Del Barco. Sin ellas, sin el misterio de esos preceptos mallarmeanos, sería muy
simple decretar una supuesta “muerte del autor”, que incluso podría pensarse como
exterior al espacio literario, ocasionada por la repetición de una industria de la literatura
donde cada nombre sólo es una función intercambiable. Pero si el “autor” fuera
sencillamente “mortal”, si pudiera morir, ya sería ese cuerpo discontinuo de alguien,
fechado, nombrado, arrojado al desgaste, sería algo material.
Cuando Mallarmé dice: quien realiza íntegramente la práctica de la escritura se
suprime, quiere decir que ese practicante, ese oficiante, se autolimita, pierde la propiedad
de sí mismo que lo ataba a la repetición banal de todo, olvida expresarse, se da un campo
de experimentación verbal para que la inicitiava no surja del mero individuo. Esa práctica
vaga y antigua, según los adjetivos de Mallarmé, pero celosa también, fatal de alguna
manera, hace desaparecer al autor sólo en la medida en que le ofrece a un escriba
desprovisto de tesoros la intuición de su muerte. Y ese acontecimiento a la vez niega la
existencia de la totalidad, la conciliación absoluta, y afirma la experiencia de la unidad.
Algo verdaderamente escrito sería un fragmento, pero no de la totalidad articulada de lo
discontinuo jerárquico, no aludiría pues al sistema como función o casillero o resorte, sino
que remitiría a la operación que confirma su desmembramiento y lo hace presente en cada
instante. Parafraseando lo que Del Barco dice de Bataille, los escritos son “fragmentos de
una unidad ausente, pero ausente en sentido absoluto, vale decir de una unidad que no
existió nunca ni puede existir”. Pero esa unidad ausente, imposible, no deja de ser una
experiencia. Es la obra, como aquello que la escritura constituye pero al mismo tiempo
niega, difiere. Porque la escritura desarma toda obra, la deja incompleta, e incompletable
por definición. ¿Cómo escribir si la obra está hecha? Aunque también podemos preguntar:
¿cómo escribir sin la inmediata transformación en obra de lo escrito?; ¿cómo escribir la
obra que sea la potencia de la obra ausente?
Respondamos con otra frase del ensayo “Leer Blanchot”, que dice: “allí donde la
mano abandona la copia de un texto ya escrito (en la mente del escritor, en una sociedad,
en Dios) y se entrega a un ritmo ajeno, extraño, la escritura es tan anónima como la hoja
de un árbol”. Esta experiencia del ritmo, que vuelve anónima la escritura, proviene de la
poesía, ese juego de máscaras pronominales donde “yo” siempre es otro. Y por otra parte,
entregarse al ritmo es una forma de cumplir un precepto mallarmeano sobre la obra: ceder
la iniciativa a las palabras. Pero supone un anhelo de presencia, una promesa de felicidad
o una figura de lo inalcanzable. Ser otro es lo imposible que se le propone al yo desde la
fragmentación rítmica de la obra. Ser “como la hoja de un árbol”, igualmente dócil,
estructurada y única, emblema del instante pleno donde se olvida la perentoria elocución
del poeta. Pero la hoja temblando en el árbol bajo un haz luminoso no es la hoja anónima,
sino su visión, en la hoja blanca y ahora escrita. Del Barco propone, como Bataille, como
Mallarmé, una escritura de lo imposible. Todo texto, en el fondo y siempre repetible, ¿de
dónde podría salir sino del lenguaje, que es la sociedad, el pensamiento y la idea de lo
divino recorriendo las épocas y los lugares? Sin embargo, ahí está el ritmo experimentado
al escribir que sigue prometiendo la obra impersonal, absoluta, la ausencia hecha de
palabras y figuras. La práctica de la escritura hace visible lo imposible, la hoja anónima,
indeterminada, o sea, libre. Porque la escritura, en su potencialidad, incompleta y
atravesada de nada, revela de golpe, en su entrega al ritmo que la guía, bailando, la falta
de libertad de todas las determinaciones del sentido. El ritmo entonces, quizá de una
manera “griega”, sería una manifestación sensorial, mensurable, de la justicia, o al menos
una revelación de la injusticia que consiste en someter la unicidad ritmada, los granos de
voz y los timbres, al imperio de los conceptos, siempre traducibles. La injusticia: someter
las palabras a la información, los cuerpos a la conciencia, los individuos a la función
social, etc.
De alguna manera, lo justo sería que fuera posible morir, o sea, escribir. La
función, la conciencia, la información no pueden morir, no desaparecen con el cuerpo que
apenas les sirve de soporte. Eso, el Sistema, transita, se transmite, se traslada. El que
escribe, si lo hace íntegramente, esquiva esa red, o la atraviesa, quiere pensar un cuerpo
con su cuerpo, quiere la ausencia en el corazón del presente. Según Del Barco, “el texto
no afirma la homogeneidad”. Lo escrito, en la medida en que alude a la supresión del que
escribe, se vuelve rastro de un acto, leve vestigio simbólico de la violencia de una vida
que entonces, en cierto modo negativamente, se habrá inscripto allí, para usar la figura con
que Del Barco indica la objetividad del texto, como en “una red sin centro, llena de cortes,
de hilos que se prolongan hasta desaparecer en la Noche, unidos a otros hilos, formando
un tejido que de pronto cuelga deshecho como si sobre él hubiera pasado una garra”. ¿Qué
clase de tejido sería ése, desgarrado, sino el de un cuerpo, que se gasta, que es a cada
instante la presa inerme del tiempo, el alimento de la noche oscura? Porque el cuerpo,
indiferenciado de sus órganos pero sin la articulación de éstos ni la subordinación a la
cabeza y a la fantasmal conciencia, pareciera excluido de lo escrito, cuando en verdad su
acto instauró la escritura y la transformó en huella. Artaud, también estudiado por Del
Barco en La intemperie sin fin, es el nombre de ese grito del cuerpo contra la racionalidad
del lenguaje, que oculta la irracionalidad de todo acto de habla. Si existo en un tiempo y
lugar, si veo pasar el tiempo que conduce a la muerte o al más imaginable y más terrible
deterioro previo, ¿cómo puedo decir “yo” sin abolir de golpe la razonabilidad de todas las
proposiciones posibles, hechas para un sujeto reiterado, trascendente y abstracto, que
piensa o conoce sin ser nadie, que se sustrae de la res extensa como si pudiera nombrarla
desde afuera?
Pero para que el cuerpo, una experiencia de la continuidad, aparezca, despunte en
lo escrito, habría que escribir la ausencia del sujeto que escribe, así como pensar la
ausencia de pensamiento. La escritura, como el erotismo, como las obsesiones y la
amenaza de la locura, en los ensayos que estamos leyendo, son formas de pensar la
ausencia. ¿Ausencia de qué? Ausencia del yo, ausencia del pensamiento, en última
instancia, ausencia de Dios, que es el título que le diera Bataille a cierta desesperación por
escribir el vaciamiento de lo íntimo y la certeza angustiante de la nada que sólo se puede
experimentar pero no comunicar. En algún momento, cada uno siente en su cuerpo la garra
que deshace la red de hilos del nombre propio, y a esa puntada en el plexo solar que clava
el cuerpo contra el lugar al que está confinado se la puede llamar idea de la muerte,
imaginación de un acontecimiento que no puede pasarle a nadie, porque no hay entonces
paso que dar ni alguien que lo dé. La escritura, explicación órfica de la tierra, simula ese
acontecimiento, diríamos que lo sueña. Del Barco comenta así la frase de Mallarmé:
“explicación ‘órfica’ del universo es, desde otro sesgo, el universo en su momento órfico;
esto está implícito en la desaparición elocutoria del poeta: el arte se desprende del autor
para devenir él mismo universo”. Cuando ya no hay un “yo” sustancial que habla, que se
expresa, que origina lo escrito, entonces, el universo se vuelve órfico, es la unidad de lo
que hay que se revela con la caída de la división entre sujeto y objeto. Esa disolución
momentánea del individuo, si se diera, sólo podría ser percibida por un asistente al
acontecimiento. Advertir dicha pérdida en la escritura sería ya abandonar el espacio en que
se escribe, sólo el lector puede recibir la explicación, como un neófito al que se le revela
que lo escrito no dice nada, que lo escrito es por sí mismo. De allí extrae Del Barco una de
sus más persistentes consideraciones de raíz mallarmeana: el escritor no sería por lo tanto
sino el primer lector de lo que se escribe, solo, en la página blanca. La desaparición
elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras, implica esta transformación del
supuesto autor en primer lector. El poema, hecho por el ritmo e iniciado por alguna
palabra intempestivamente precipitada en el papel, se muestra ante los ojos asombrados de
quien lo ha escrito y lo ha visto, sin entenderlo antes. Y sin embargo, en el primer lector,
que descifra la explicación órfica en el poema, habría un pensamiento, una razón aunque
fuera negativa. Para construir el poema, casi a ciegas, habrá sido necesaria la destrucción,
la idea de la nada, la excavación en la inanidad del lenguaje que reduce cada palabra a un
sonoro adorno, de sentido abolido, nulo. Para desplegar las imágenes de un prisma
giratorio, habrá sido preciso lanzar la idea con un hilo previamente enrollado, negándole
una existencia fuera de las palabras. Para sentir la muerte y predecir el hundimiento, que
hace del cuerpo supuestamente hablante un náufrago, habrá que negar la idea de la
negación, la conciencia que se piensa a sí misma.
En “El enigma-Sade”, escribe Del Barco: “Todo se anuda y se desata. El juego
insensato es el juego de las relaciones: escritura que surge de leves presiones, escansiones
de un movimiento que no puede ser sino una fractura, una puntuación, una diferencia que
no encuentra su detención, un uno que se divide sin que nunca haya el uno como tal pues
lo que llamamos uno ya es una división.” En este sentido, como campo de relaciones
rítmicas, toda escritura es poesía, infinitamente analizable, y a la vez unida por su
movimiento que “un poco avanza y otro poco se frena”, como escribiera el poeta Sandro
Penna. Su única y última detención sería el silencio, ese blanco que al final retorna y que
en unas notas Mallarmé sugiere que vendría como a autentificar la nada, pero que en
realidad abre la posibilidad de pensar aquello que ha terminado, abolido pero no anulado,
el poema o la música. La detención siempre sería diferencia y se difiere, porque en cada
momento de lo escrito está inserta como su pausa, su escansión. Las fisuras que atraviesan
esa red desgarrada, que se divide o esparce sin haber sido nunca una unidad, abre sin
embargo el espacio posible del rastro o vestigio: algo vivió en ese ritmo.
Hablando de Macedonio Fernández, dice Del Barco: “lo único que existe: la
escritura; la cual no ‘dice’, pero sí es”. ¿Y qué significa esta afirmación? La práctica de la
escritura, que anularía el dominio del sujeto, la adecuación entre palabra y cosa, el
sometimiento del sonido al sentido, ¿qué deja que sea o qué hace aparecer? Para responder
estas preguntas, avancemos hacia el “Prefacio” del libro, de la primera edición de 1985,
escrito a la luz de los ensayos que citamos. Ahí se lee: “Creíamos que el final era la
simplicidad de la inexistencia (concluir en que no hay sujeto ni predicado y que en
ninguna parte existe un autor de los libros, ni un hablador del habla) pero ahora sabemos
que ése era sólo el principio.” Porque más allá de ese principio está lo que falta y siempre
ha de faltar, algo que no está dado como un objeto describible, enunciable. Más bien es la
atracción de la nada hacia su más allá, que acaso sea también su origen. La escritura, antes
del habla y la nada del murmullo, habría sido la afirmación de algo y tal vez lo será. Tras
el naufragio del poema, Mallarmé encontró la huella, el acto de manchar la hoja con un
negativo del alfabeto de los astros, negro sobre blanco.
El desequilibrio de Mallarmé, su contradicción constante, escribe Del Barco, “no
es otra cosa que el balanceo entre la explicación órfica, el Libro que espeja la Idea, y la
escritura que en la página blanca traza sin nadie su senda inefable”. Entre la unidad
inalcanzable de lo que hay, explicado rítmicamente, y la senda trazada en el papel, esa
materia que se anula a sí misma, se produce un vaivén, por el cual el lenguaje dice que no
es nada, que nadie habla, pero también señala hacia fuera, hacia el cuerpo donde se hace la
escritura, hacia el gasto, la huella y el resto. Así, en La intemperie sin fin, de la
inexistencia del autor, la obra, el sentido, no surge sólo la nada declarada, sino que se
avecina algo presente: el poeta o el sufriente o el ausente que desde una palabra
abandonada hace señales.
Silvio Mattoni