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Última salida

El gato estaba sentado inmóvil, como una vieja esfinge a la espera de ser consultado por el
oráculo. Los ojos amarillos se posaban fijamente en la silueta que yacía de manera desordenada en el
suelo.
Eran cerca de las seis de la mañana de un día inestable. Si en ese mismo momento Lucía
hubiera querido vaticinar algo del día venidero, con seguridad habría fallado. Por lo general solía
acertar con pequeños pronósticos, alguna nube de tormenta, alguna buena sorpresa a la vuelta de la
esquina, un llamado de un amigo con el que hacía mucho no conversaba. Eran menudencias, pero
bastaban para dejarle una sonrisa en la inauguración de las mañanas. No sabía por qué esa mañana no
había intentado ningún arte adivinatorio, y ahora con total certeza sabía que nunca lo sabría.
La noche anterior había sido memorable. Después de una tarde intrascendente de discusiones
laborales, de esas que nunca llegan a buen puerto, se había marchado presurosa a su departamento
para alistarse para la salida nocturna. En el camino había comprado un par nuevo de medias de nylon.
¿Por qué cuernos siempre se le rompían las medias en el primer día de uso? Como el negocio de la
esquina tenía un espejo gigante, de esos que se usan habitualmente como íconos de la decoración
vintage –o al menos eso decía su mejor amiga- se detuvo unos minutos para cerciorarse de que su
cabello y su cara estuvieran en orden. Sabía que el tiempo no le alcanzaría para refrescarse por
completo, de modo que si el maniquí no estaba demasiado deteriorado, unas sutiles capas de barniz
podrían brindarle una ilusión de lozanía. Todo en orden. La tarea no pintaba difícil, y sabía que tenía
en su bolso las herramientas indispensables, bases neutras, correctores, brillo y cera para el cabello.
Asió firmemente el pequeño paquete de compras, y continuó con paso enérgico recorriendo
los últimos metros hasta la puerta del edificio. Prefirió las escaleras al ascensor, y llegó con el último
esfuerzo al rellano de su hogar. ¿Estaba un poco excedida de peso? No lo creía.
Giró la llave en la moderna cerradura, encendió las luces y puso música. Se descalzó,
canturreó algunos acordes de la melodía que sonaba en la radio, abrió el guardarropa (palabra
ambiciosa para el modesto ropero) y seleccionó lo que iba a usar en un par de horas. Nada muy
extravagante, detestaba a las jóvenes de su edad que perdían de vista el buen gusto en privilegio de
los caprichos de la moda. Sucumbió a la tentación de una copa de vino helado mientras
perezosamente se alistaba. Eran cerca de las ocho.
Había quedado con sus amigas en reunirse a las nueve y media en la esquina de la pizzería.
Los planes habían sido calculados una y otra vez, hasta el cansancio. Primero elegirían el bar para
una picada rápida, que les diera la excusa apropiada para ponerse al día, luego seleccionarían el lugar
bailable de entre todas las posibilidades que habían reunido en la semana. Era casi como un
rompecabezas, y eso resultaba fascinante. De golpe se sintió extraña. La recorrió un sudor frío, como
cuando el gato de la vecina se eriza en presencia de una amenaza. Tenía que avisar a sus padres que
esa noche no iba a estar en casa; de lo contrario llegarían los reproches de costumbre y no tenía ganas
de que una discusión familiar empañara sus planes. De modo que pulsó la tecla del celular y en el
acto se oyó el timbre de llamado. Como nadie contestó se apuró a dejar un mensaje breve del tipo “no
estaré en casa, salgo con las chicas, no esperen novedades mías hasta mañana al mediodía, besos”.
Satisfecha continuó con los preparativos. Medias nuevas, zapatos de tacón y perfume. Listo.
Salió de su casa con la sonrisa tatuada en el rostro. Lo demás, marchó viento en popa. Todo
como estaba previsto. Fue una noche de risas y confesiones, conocieron amigos de amigos, tomaron
cerveza y rieron de lo ridículo de las vidas ajenas. Hacía tiempo que no se sentía tan feliz. Casi desde
que decidió abandonar los estudios. Claro que en ese momento tuvo que soportar los reproches de sus
padres, pero la felicidad era tanta que no importó.
Llegó al hogar a las cinco. Se descalzó en la puerta y se sentó en el piso a masajearse los pies.
Ronroneó como una gata. Se levantó y se dispuso a cambiarse para dormir unas horas. A mitad de
camino hacia el baño sintió un dolor en la mandíbula. ¡Malditos caramelos, ya sabía ella que en algún
momento le iban a pasar factura! Desestimó el malestar y continuó con su tarea.
Cuidadosamente retiró los restos de maquillaje, se quitó las prendas y las dispuso en el cesto
de la ropa sucia. Buscó su pijama favorito, lo olió y se lo puso. Preparó el cepillo de dientes, limpió
con cuidado las muelas y usó hilo dental. Rebuscó en el botiquín a la caza de algún analgésico suave
pues le dolía un poco la cabeza. No lo encontró. A ella no solía dolerle nada. Se miró largamente en
el espejo.
Si hubiera sido otra persona se hubiera felicitado. Era joven, ambiciosa, había superado
exitosamente un par de crisis, tenía buenas amigas, se había divertido sin hacer el ridículo, era
autosuficiente, tenía un buen trabajo y perspectivas de otro mejor. La vida le estaba mostrando todos
los dientes en la sonrisa.
Un par de ejercicios de relajación en medio de la sala. Rotación de cuello, de hombros… ¡Ay,
otra vez ese dolor molesto! Si le hubieran hecho caso hubieran tomado un taxi y no el colectivo. El
chofer parecía estar corriendo una carrera desenfrenada y ella había quedado mal agarrada de la
baranda en medio de una curva. Seguramente esto le costaría un par de visitas a la masajista.
Caminó un par de pasos. Solo un par. No pudo dar más. En un instante súbito como un
relámpago sintió cómo algo se le rompía dentro. Perdió todo el aire y cayó.
Su cuerpo estaba desarmado en el suelo como el de una muñeca de trapo. Los ojos hacia el
techo, la mirada de terror congelada. Se le enturbió la vista y empezó a oír extrañas voces. Eran sus
padres pensó con alivio. Cuando fue capaz de identificar las palabras supo que eran recuerdos.
Escuchaba como a través de un fonógrafo las palabras que habían dejado huella en su vida, las del
día en que actuó en el colegio, las de su cumpleaños, las de la sorpresa cuando dijo en medio de una
cena que se iba a vivir sola…Por un instante quiso convencerse de que ése no era su final. De que era
solamente una pesadilla producto de una noche de juerga. El final no podía sorprenderla así, sin cita
previa. ¿Qué dirían sus padres cuando ella no llamara? ¿Quién sería el primero en notar su ausencia?
¿Qué pasaría en el trabajo, a quién ofrecerían el nuevo puesto? Muchos interrogantes y ninguna
respuesta más que la evidente, ya nada importaba.
Suave, sutilmente exhaló el último suspiro.
El gato de la vecina, que siempre se colaba por el balcón, permanecía inmóvil observándola.
Casi podría haberse dicho que era una estatua, una esfinge. Casi podría haberse dicho que estaba
esperando que el espíritu de la muchacha se alzara de entre esos despojos y le respondiera la mirada.

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