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*EL APARECER EN LA DESAPARICIÓN*

María, la antigua pecadora de Magdala, la mañana de Pascua busca llorando a su Señor


muerto y desaparecido en la tumba vacía. Ni el ángel ni la misma presencia de Jesús (en
figura extraña) pueden consolar el vacío de su búsqueda (Jn 20,15). Su experiencia de
abandono es tan profunda porque ha estado al pie de la cruz y ha visto lo que en realidad
le ha costado a su amado el expulsar de ella los siete demonios. A partir de esa
experiencia ya no vive para sí, y su "exceso" de amor es definitivo; la experiencia de
Pascua - "¡María!", "¡Rabbuni!"- no hará más que transformarlo. "No me retengas": la
repentina presencia del viviente no es para que ella lo retenga, sino para que lo deje ir; no
se le concede más experiencia sensible que la suficiente para que el Señor, que se retira
de ella para ir al Padre, la pueda poner en camino hacia los hermanos. La ausencia vacía,
mediante la chispa de la presencia experimentada, empieza a ser ausencia llena.

La forma de existencia de Jesús es el aparecer en la desaparición, el darse en la


inasequibilidad: precisamente así es no sólo la imagen y semejanza de Dios, sino su
palabra definitivamente hecha carne, la palabra de ese Dios "que habita en una luz
inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver" (1 Tim 6,16), y cuya
gracia, sin embargo, "se ha manifestado salvadora a todos los hombres" (Tt 2, 11).

Por eso, el Señor nunca se sustrae al que le busca sin antes haberle concedido la bendición
y la gracia de su presencia. Y el camino de los doce, como el de las Marías, el del
seguimiento más íntimo, es un constante ejercicio de renuncia a una posesión y contacto
inmediatos. Por eso se puede decir que el consejo de "dejarlo todo" (si es que no se trata
de un mandato) es el camino del seguimiento en un sentido misterioso muy intensivo:
también el cristiano, junto con Jesús, es un ausente para el mundo, con el fin de hacérsele
presente a partir de Dios, de manera más intensiva pero más impalpable. La misión
cristiana al mundo presupone un estar muerto para el mundo, no sólo por seguir el
camino terreno de Jesús, sino para que la dialéctica inasible de la inmanencia cada vez
mayor de Dios en su trascendencia cada vez mayor, adquiera en el cristiano una perenne
representación.

Hans Urs von Balthasar

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