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35 MINUTOS, NADA MENOS

No todos los condenados a muerte tienen el mismo punto de cocción. El chef, es decir el
verdugo que les aplica la inyección letal, no sin antes haber desinfectado
cuidadosamente la aguja, debe calcular el tiempo. Lo habitual viene siendo que el
traslado al otro mundo dure unos 17 minutos, pero hay viajeros que se demoran. El
último caso sucedido hace unas semanas ha replanteado en los Estados Unidos el
sistema, pero no la legitimidad del castigo. Allí siguen siendo partidarios de asesinar a
los asesinos, que ya decía Borges que viene a ser lo mismo que comerse a los caníbales.
En el resto de las democracias occidentales no está bien visto eso de cerrarle los ojos
para siempre a alguien, haya hecho lo que haya hecho, dado que ya lo hizo, y se descree
de la ejemplaridad de la pena.

Al portorriqueño al que inyectaron hace bien poco en Florida le costó mucho trabajo
morirse «con limpieza y rapidez». Ingirió primero una dosis de barbitúricos, después le
hicieron tomar unos tranquilizantes para impedirle protestar y posteriormente el
puntillero le administró una pastillita de cloruro de potasio. Todo falló. Hay gente que
por muy mala vida que haya llevado muestra una enorme resistencia a abandonarla. Al
condenado le salía humo por los ojos y por los oídos, como si le hubieran sentado en la
silla eléctrica, técnica desechada porque eleva la factura de la luz de las penitenciarías.
Tardó en evitar toda posibilidad de ser reincidente unos 35 minutos. Como consecuencia
de ello, el gobernador del estado ha suspendido las ejecuciones temporalmente en
Florida.

O se perfecciona la moral de los criminales o se perfecciona la inyección letal. La


solución no está en manos de los ATS, sino en la cabeza de los legisladores.

Manuel Alcántara, El Norte de Castilla.

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