los cinco minutos van a estar todos mojados de tanto transpirar. Juegan a las luchas y saltan de un sillón a otro. En un día normal ella se reiría y disfrutaría de mirarlos; hasta se animaría a hacerlo con ellos. Pero hoy no es un día normal. Prefiere no pensar en el tema. Sabe que lo mejor va a ser esperar a que llegue él, sentarse frente a frente mientras los chicos miran la tele y preguntárselo en voz baja. Hace demasiado calor y todavía faltan seis horas para que él regrese y los chicos se quejan. El ventilador de pie no da a basto; no importa que ellos estén casi pegados a las paletas que giran, sus voces se escuchan roboticas, pero se escuchan claras: Mamá, queremos ir a lo de Luján. Pero ella no piensa dejar la casa, no le importa que en lo de Lujan haya pileta. En cambio va al lavadero y saca de atrás del calefón la palangana grande, la que solo usa los días en que tiene que poner todas las sábanas juntas a secar. Espanta a una culebra que pasea sedienta por el piso de la galería y pone la palangana en el suelo. Abre la manguera y la ata al poste de la galería. El chorro de agua forma una parábola que baja hasta golpear la base de la palangana y salpica los ladrillos al rededor. Ella pega el grito: Dejensé de joder con el ventilador. Vengan que ya les armé una pileta. Ella mira al piso. Le de la sensación que el agua salpicada, como si supiera, de a poco dibuja el perfil de la cara de él.