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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DOMINGO 5 DE MAYO DE

2019, 3° DE PASCUA, CICLO C


P. César Corres Cadavieco

Del santo Evangelio según san Juan (21,1-19)

En aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos


junto al lago de Tiberíades. Se les apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo),
Natanael (el de Cana de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros
dos discípulos. Simón Pedro les dijo: "Me marcho a pescar".
Ellos le respondieron: "También nosotros vamos contigo".
Salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron
nada. Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la
orilla, pero los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo:
"Muchachos, ¿tienen algo para acompañar el pan?" Ellos
contestaron: "No". Entonces él les dijo: "Echen la red a la
derecha de la barca y encontrarán peces". Así lo hicieron, y
luego ya no podían jalar la red por la muchedumbre de los
peces. Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a
Pedro: "Es el Señor". Tan pronto como Simón Pedro oyó decir
que era el Señor, se ató a la cintura la prenda de encima, pues
estaba desnudo, y se tiró al mar. Los otros discípulos llegaron
en la barca, arrastrando la red con los pescados, pues no
distaban de tierra más de cien metros. Tan pronto como
saltaron a tierra, vieron unas brasas y sobre ellas un pescado
y pan. Jesús les dijo: "Traigan algunos pescados de los que
acaban de pescar". Entonces Simón Pedro subió a la barca y
arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes.
Eran ciento cincuenta y tres, y a pesar de que eran tantos, no
se rompió la red. Luego les dijo Jesús: "Vengan a almorzar". Y
ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: '¿Quién
eres?', porque ya sabían que era el Señor. Jesús se acercó,
tomó el pan y se lo dio y también el pescado. Ésta fue la tercera
vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar
de entre los muertos. Después de almorzar le preguntó Jesús
a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que
éstos?" Él le contestó: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero".
Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos". Por segunda vez le
preguntó: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Él le respondió:
"Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Pastorea mis
ovejas". Por tercera vez le preguntó: "Simón, hijo de Juan,
¿me quieres?" Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera
preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó: "Señor,
tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero". Jesús le dijo:
"Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú
mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando
seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a
donde no quieras". Esto se lo dijo para indicarle con qué
género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo:
"Sígueme".

De que sólo si la Iglesia muere,


Jesús podrá vivir en los corazones de los hombres

La profunda reflexión teológica del evangelista Juan este domingo nos


coloca delante del tema siempre ineludible de la relación entre la fe y el
apostolado o, dicho de otro modo, el tema de la intrínseca
responsabilidad de transformar el mundo que todo discípulo tiene por el
solo hecho de ser eso: discípulo.

Es importante, como en el caso de la interpretación de muchos otros


textos de la Escritura, desprendernos del nivel meramente anecdótico
para captar el profundo significado teológico del pasaje y, por lo mismo,
su aplicación a nuestra vida concreta. El evangelista no nos está
narrando algo que efectivamente sucedióen un momento puntual
del pasado en el grupo de los primeros discípulos, sino algo que
efectivamente sucedeen todo momento de la historia allí donde hay
una comunidad de discípulos. Y, entonces, las figuras son emblemáticas;
los gestos, simbólicos; las acciones, programáticas. Veámoslo a detalle.

El encuentro se da entre el Resucitado y 7 discípulos: Simón Pedro,


Tomás, Natanael, los dos hijos del Zebedeo y otros dos discípulos.
Evidentemente, el evangelista tiene interés en hacer alusión al número
7, por contraposición al número 12 que es el número típico para referirse
a los apóstoles. Mientras el número 12 hace referencia al pueblo de Israel
(las 12 tribus de Jacob), el número 7 hace referencia a la totalidad de los
pueblos, es decir, engloba a los israelitas pero integrándolos a la
totalidad de los pueblos paganos. También en otros pasajes evangélicos
aparece esta contraposición entre los números 12 y 7. Por ejemplo,
Marcos presenta dos relatos del episodio de la multiplicación de los
panes: en uno, se recogen 12 canastos; en el otro, 7 espuertas. La
Eucaristía es alimento para todos los pueblos, tanto para el pueblo
antiguo de Israel como para los pueblos paganos, y todos quedan ahora
integrados en una nueva comunidad cuyo vínculo de amor y de vida
queda expresado y realizado efectivamente por la comunión del pan
eucaristizado. También en el libro de los Hechos de los Apóstoles, junto
al grupo de los 12 apóstoles surge el grupo de los 7 diáconos, dando con
esto a entender el autor que la misión evangelizadora abarca a la
totalidad de los pueblos y no sólo al pueblo elegido.

Así, pues, el encuentro con el Resucitado está destinado a ser una


experiencia de todos los discípulos, en todos los tiempos, y no sólo una
experiencia exclusiva de los primeros privilegiados. Simón Pedro se
destaca del grupo, precisamente por haber sido el discípulo que negó al
Señor y, por lo tanto, el que sirve como emblema de la relación
discipular, caracterizada por la ambigüedad del amor y adhesión
indiscutibles, por un lado, y la cobardía y la capacidad de renegar del
Señor ante el riesgo de la muerte, por otro. "Me marcho a
pescar"…La decisión es individual, sin tomar en cuenta al grupo; él
sigue haciendo su propio camino, sin acabar de descubrir la profunda
vinculación que le une al grupo y la necesidad de contar con él para la
misión. “Pescar” es símbolo de la acción de la iglesia, que debe rescatar
a los hombres del ámbito del mundo, donde se encuentran atrapados y
disminuidos, para traerlos al ámbito del Reino, en el que Dios los libera
trámite la entrega del Hijo y la acción del Espíritu. Desde el principio,
Jesús los había invitado a ser “pescadores de hombres”. Pero Pedro cree
que puede él solo; por eso fracasa. El grupo lo secunda, pero no es lo
mismo secundar a uno en una iniciativa individual y aislada, que tomar
juntos una decisión. “…Pero aquella noche no pescaron
nada…”Un poco más adelante, el evangelista nos dará otra razón más
por la que aquella pesca fracasó, es decir, por la que la misión entre los
hombres no fructifica: la desnudez de Pedro. Lo veremos.

“Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla,


pero los discípulos no lo reconocieron…” Cuando los discípulos
actúan por su cuenta, sin que su actuación responda a la voluntad del
Señor, permanecen en la noche y la pesca fracasa. Esto es lo que les ha
sucedido. En la presencia de Jesús, la noche cede y se abre lugar el día,
el ámbito de la luz. Es lo que el autor quiere indicar cuando apareja la
aparición de Jesús en la orilla y el amanecer. Jesús es luz del mundo, su
presencia es el día que permite trabajar realizando las obras del Padre
(rescatar a los hombres). Jesús aparece en la orilla, el límite entre la
tierra y el mar. La tierra es el lugar seguro de la comunidad, allí se
encuentra Jesús, allí los discípulos viven. En el fondo está la imagen de
la “Tierra Prometida”, el espacio otorgado gratuitamente por Dios para
que su pueblo pudiese desarrollarse en plenitud de libertad y comunión.
El mar, por otro lado, representa “el mundo” donde se ejerce la misión,
donde “el príncipe de este mundo” mantiene a los hombres esclavos y
disminuidos, alienados de su verdadera identidad y de la altísima
vocación que el Padre les ha dado. Jesús no los acompaña en la pesca; es
a través de ellos que él continúa su labor salvadora y como él se hace
presente en el mundo para rescatar a los hombres. En la vida de la
comunidad hay un ritmo: se sale y se vuelve llevando la pesca.
Concentrados en su esfuerzo inútil, los discípulos no reconocen a Jesús
cuando se presenta.

Este fatigoso bregar toda la noche sin obtener ningún fruto es símbolo
del activismo eclesial que termina por no producir absolutamente nada.
Las estructuras eclesiales de nuestro tiempo podrían verse hondamente
cuestionadas a partir de este texto. Piensen Ustedes en la Iglesia de hoy:
múltiples celebraciones, sacramentos, ritos, oraciones, liturgias muchas
veces desconectadas de la vida concreta de las personas, homilías y
sermones aburridos y carentes de contenido teológico y espiritual,
planes de pastoral que ni los párrocos secundan, circulares de los
obispos o exhortaciones del Papa que caen en el vacío; en general,
nuestro pueblo va sintiendo cada vez más hondamente (y cada vez más
dolorosamente) la falta de “conexión”, por un lado, de sus pastores con
el Señor y, por otro lado, de lo que aquellos hacen para dar respuesta a
sus necesidades más sentidas. Lo peor, creo yo, es que en la mayoría de
los casos, los pastores no somos conscientes de lo que está pasando: las
iglesias se van vaciando paulatina e inevitablemente y la gente se va
distanciando cada vez más de la enseñanza oficial de la Iglesia, sobre
todo, en lo que se refiere a cuestiones de justicia social y de moral. Lo
veo cada vez más dramáticamente en la Universidad en la que colaboro
como capellán. Se trata de una Universidad de inspiración cristiana,
cuyo ideario hace explícita alusión al Evangelio como criterio inspirador
de su formación humanista y trascendente. Pues bien, la mayoría de los
alumnos viven al margen de la Iglesia oficial, de sus estructuras
pastorales, de su liturgia y, por supuesto, de su propuesta moral. Hemos
ido perdiendo campo de influencia; ya ni siquiera suscitamos oposición
o contestación. Simplemente, somos cada vez más irrelevantes. La
propuesta cristiana cada vez les dice menos, no hallan cómo pueda esa
propuesta decirles algo verdaderamente significativo, que tenga un
efecto positivo en sus vidas. No pretendo poseer la solución. Lo que sé es
que nuestra pesca sigue siendo infructuosa, por mucho que nos
fatiguemos toda la noche.

“Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para acompañar el


pan?» Ellos contestaron: «No»…” Una vez más, Jesús ofrece el pan
a sus discípulos, el pan que es símbolo de él mismo que se entrega para
que tengan vida. En el fondo, se trata de una imagen eucarística; en
efecto, en la eucaristía el Señor ofrece el pan a los miembros de la Iglesia
para fortalecerlos de cara a la misión que deben realizar en el mundo.
Pero ellos deben aportar algo. Cada uno es invitado a traer lo propio
“para acompañar el pan”. Si hoy nos preguntase el Señor lo mismo, ¿qué
le responderíamos? Cuando un cristiano se resiste a cambiar, se niega a
crecer, se cierra a las difíciles y hasta repugnantes propuestas del
Evangelio, llega a la eucaristía con las manos vacías, sin nada que ofrecer
al Señor. El alimento de Jesús, su “pan”, es, sobre todo, llevar a cabo el
designio del Padre, de entregar la vida por los hombres. Tal es el que pide
a los discípulos. Por parte de Jesús, la obra está terminada; el tendrá pan
y pescado que ofrecer, pero ellos tienen que contribuir continuando con
su misión. Claro que es mucho más fácil ir a Misa a “recibir” lo que cada
uno cree que allí puede obtener. Si hiciéramos una encuesta al término
de la Misa dominical en cualquiera de nuestras parroquias y le
preguntáramos a la gente: “¿A qué vino Usted?”, seguramente
encontraríamos respuestas similares a estas: “a pedir por mi marido, que
se encuentra enfermo”, “a pedir que Dios me consiga un buen trabajo”,
“a pedir por mis hijos que se encuentran tan desorientados” o,
simplemente, “vine para sentir un poco de paz”, etc. No he conocido
todavía a ningún católico que responda algo como: “vine a ser
cuestionado por la Palabra”, “vine a ofrecer mi entrega por los demás”,
“vine a aprender cómo vencer mis egoísmos”. En el fondo, la mayoría de
los cristianos no queremos crecer, sino encontrar felicidad, armonía, paz
y sentido. Y por eso, nos presentamos a la eucaristía con las manos
vacías.

“…él les dijo: «Echen la red a la derecha de la barca y


encontrarán peces»…” Es la Palabra de Jesús la única fuerza a la que
la comunidad puede constantemente acudir para encontrar éxito en su
misión. Siguiendo su palabra, la pesca se hace inmensa: “ya no podían
jalar la red por la muchedumbre de los peces”. Una vez más, sólo
una comunidad dispuesta a dejarse desgarrar por la Palabra, dispuesta
a ponerla en práctica con toda su radicalidad, puede constituir una
alternativa real a los hombres de nuestro tiempo y ser relevante para
ellos.

Al percatarse del resultado de la pesca, el discípulo amado reconoce al


Señor: “Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a
Pedro: «Es el Señor»...” Ante el mismo acontecimiento: la inmensa
pesca, él descubre la presencia del Señor y Pedro, no. Sólo el que tiene
experiencia del amor de Jesús sabe leer las señales. La fecundidad de la
misión es señal de Jesús presente, como la infecundidad delataba su
ausencia, es decir, la falta de práctica de su mensaje. La Iglesia de
nuestro tiempo se parece más a la ceguera de Pedro que a la clarividencia
del discípulo amado; ella se da cuenta de la infecundidad de sus
esfuerzos pastorales, pero no se percata que ello se debe a la ausencia de
radicalidad en el seguimiento por parte de sus miembros. Y entonces
atribuye su fracaso a circunstancias externas: “la secularización”, “el
relativismo”, los ataques de “los enemigos de la Iglesia”, “la cultura de la
muerte”, etc. Es más fácil culpabilizar al mundo por el fracaso de nuestra
misión, que dirigir la mirada crítica hacia nosotros mismos y hacia
nuestras anquilosadas estructuras y, sobre todo, hacia la incongruencia
de nuestra propia vida.

“Tan pronto como Simón Pedro oyó decir que era el Señor, se
ató a la cintura la prenda de encima, pues estaba desnudo, y
se tiró al mar.” La desnudez de Pedro indica que carece del vestido
propio del discípulo, que es el del servicio. Su desnudez consiste en no
aceptar la muerte de Jesús como expresión suprema del amor ni haberla
tomado como norma; no responder al impulso del Espíritu que lo habría
llevado a identificarse con Jesús. Pero cuando comprende que es el
Señor y lo que él quiere de los suyos, se ata a la cintura el manto y se
arroja al mar. Con esto el evangelista quiere conectar la escena con
aquella del lavatorio de los pies, en la que Jesús “se ató la toalla a la
cintura” y se puso a lavar los pies de los discípulos, indicando el tipo de
mesianismo que estaba dispuesto a encarnar hasta las últimas
consecuencias: un mesianismo que se pone a los pies del hombre y da la
vida por él, a lo que Simón, al principio se resiste. Ahora lo ha
comprendido todo, y, asumiendo para siempre el servicio y la entrega de
la vida, se arroja al mar, lo que significa que acepta el riesgo de la muerte
y se decide, por fin, a seguir a su Señor.

¿Estará nuestra Iglesia dispuesta a morir hoy por los hombres? A lo


mejor eso significa estar dispuesta a abandonar muchas de sus
seguridades y certezas milenarias, conceptos, apegos institucionales. Y
nosotros: ¿estaremos dispuestos a arriesgarnos por la causa del
Evangelio –que es la causa del hombre, sobre todo del pobre- y a dar la
vida por ella?

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