Simún, es el viento cálido que sopla por ráfagas hacia el mar durante el día, en los
desiertos de África, Arabia y El Sinaí, alcanzando temperaturas sobre los cincuenta
grados, así como velocidades increíbles que, algunas veces, terminan por convertirlo en fenomenales tormentas de arena: la sílice en suspensión se desplaza a gran velocidad tiñendo de naranja el horizonte. Este fenómeno es un peligro para los viajeros que deben buscar refugio para evitar daños en personas, animales o equipos. Con frecuencia, el Simún desentierra vestigios de cruentos combates librados en estos desiertos, dejando al descubierto equipos, vehículos y cadáveres disecados, diseminados por aquí y por allá. En la noche, el viento helado que sopla del mar con temperaturas de congelamiento, los vuelve a enterrar; en una suerte de rito macabro ejecutado con frenesí por alguna sacerdotisa invisible vestida de naranja de día y negro de noche. El soldado de la paz Segundo Javier, uniformado con el casco y el brazalete azul de la ONU, cubría un Puesto de Observación sobre la cresta de una duna en el desierto del Sinaí, en la línea oriental de alto al fuego acordado por israelitas y egipcios. Apertrechado con un binocular, una brújula, una libreta y un lapicero para anotar la hora, el rumbo y la distancia de posibles violaciones del alto al fuego, admiraba el contraste del paisaje: árido desierto en la banda oriental y exuberante verdor en la banda occidental del Canal de Suez, cuando en un cerrar y abrir de ojos vio venir del oriente la vertiginosa tormenta naranja. Presuroso buscó refugio al oeste de la duna donde soportó el vendaval acurrucado en posición fetal; pasada la borrasca, subió a su puesto. Los beduinos, milenarios trajinantes de los desiertos, habían recomendado tener mucho cuidado con las víboras del desierto, particularmente con la muy venenosa víbora cornuda de cascabel, que acecha lagartijas sumergida en la arena ardiente. “Tal vez encuentre desenterradas algunas víboras cornudas” –pensó Segundo Javier-, pero lo que vieron sus ojos, no lo podía creer: en vez de víboras cornudas desenterradas, frente a él, había más de treinta cadáveres esparcidos, negreados y disecados por el inclemente sol del desierto. Reponiéndose, inspeccionó cada cadáver: aún tenían sus placas de identidad alrededor de sus descarnados cuellos. Junto a ellos había pistolas y fusiles rusos inservibles y puñales árabes oxidados. Segundo Javier se sorprendió al descubrir un reloj funcionando en una muñeca apergaminada, encontró dos más; uno de ellos de marca famosa enchapado en oro. Acicateado por la codicia comenzó a buscar anillos en los dedos: encontró siete de oro y nueve de plata. Desenfrenado comenzó a saquear los bolsillos, pero sólo encontró papeles inservibles y amarillento dinero árabe de poco valor. Terminado su turno, regresó al campamento, hizo un hoyo en la arena debajo de su catre de campaña y enterró su botín, pero no pudo resistir lucir el elegante reloj de marca en su muñeca derecha. Después de la lista de retreta, metido en su bolsa de dormir, envuelto en dos frazadas y alumbrado por una linterna de mano, se dedicó a escribir la carta que a diario escribía a su novia contándole imaginarias aventuras bélicas protagonizadas por él. Al rato se durmió con la linterna encendida y la carta y el lapicero sobre su pecho. Era la una de la madrugada cuando con un grito aterrador despertó a sus compañeros de carpa y alrededores. - ¡Son míos, yo los encontré, ustedes ya no los necesitan!, repetía con los ojos desorbitados. El alboroto hizo acudir al Oficial Jefe de Puesto. - ¡Qué pasa Segundo Javier!, ¿es sonámbulo? –preguntó el Oficial- - ¡No los devolveré, son míos, a ustedes no les sirven para nada! repetía, a la vez que, con gran destreza, comenzó a trepar el mástil principal de la carpa. - ¡Bájese Segundo Javier, bájese carajo!, rugió el Oficial. Se mantuvo arriba hasta que sus brazos se cansaron y poquito a poco comenzó a descender. Cuando llegó al suelo, el Oficial trató de cogerlo por los hombros para sacudirlo y despertarlo, pero de improviso recibió un sólido derechazo en la mandíbula que lo puso a dormir sobre la fría arena. Entonces, uno de sus compañeros echó agua helada en la cara de Segundo Javier despertándolo en el acto: - ¡Qué ha pasado!, dónde están los egipcios –dijo cubriéndose la muñeca derecha con la mano izquierda, mirando de reojo debajo de su catre de campaña - - ¡Qué egipcios, los únicos que estamos aquí somos nosotros! –contestaron sus compañeros- - ¡Qué le ha pasado al Teniente! –preguntó viendo al Oficial tendido en la arena- - Lo acabas de noquear –fue la respuesta- - ¿Yo?, ¡no!, ¡cómo! - ¡Oye, eres o te haces! ¿No te acuerdas que gritabas “no devolveré nada”, que subiste al mástil y que al bajar le propinaste un puñetazo? - ¡Carajo!, ¿de verdad?, ¡ahora seguro me darán de baja! –dijo compungido- En eso, el Teniente, que había escuchado todo, se levantó furioso acomodándose la mandíbula. ¡Ven acá miserable! –le dijo haciéndole sentar enérgicamente sobre una caja-, dime: a qué te referías y a quienes te dirigías cuando decías, “¡son míos, yo los encontré, a ustedes ya no les sirven!”, ¡qué encontraste Segundo Javier! - Nada mi Teniente, no encontré nada, estaba soñando –contestó cubriendo su muñeca derecha, mirando de reojo bajo su catre- - Qué tienes en la muñeca derecha, ¡muéstrame! –ordenó el Oficial- - Es un reloj de oro que cambié a un irlandés por una cajetilla de ducal, bacán ¿no? –dijo mostrando el reloj- - Hace cinco días que hemos llegado y aquí no hay ningún irlandés –puntualizó el Oficial- - Fue, en el vivac principal –contestó Segundo Javier- - ¿Y recién lo usas? –preguntó el Oficial- - ¡Sí!, para marcar la hora precisa de los incidentes. - ¡No!, ¡a mí no me engañas!, lo encontraste aquí, y me vas a decir dónde; sino, te elevaré un parte recomendando tu baja por agredir físicamente a un superior. - ¡No mi teniente, eso no, qué diría mi novia! - ¡Tú decides! Lo contó todo y desenterró su botín. - Si has visto “La Momia”, sabrás que los espíritus egipcios matan por sus reliquias. ¡Ahora mismo lo devuelves todo! –ordenó el Oficial- Acompañó a Segundo Javier, pero los cadáveres habían sido enterrados por el viento frío de la noche. Le ordenó cavar un hoyo y enterrar todo junto. Segundo Javier cumplió la orden, pero en un descuido escondió el reloj de oro. Al día siguiente amaneció a cero grados, hizo un calor infernal a medio día y un reconfortante fresco al atardecer, antes de la arremetida del frío nocturno. Wilfredo Manuel y Jesús Fernando eran fanáticos del ajedrez. Para evitar ser molestados pidieron permiso a las siete de la noche para ir a jugar en la carpa de provisiones. Estaban jugando cuando Segundo Javier entró para verlos jugar porque, según él, nadie quería hablarle. A las nueve de la noche un repentino remolino de aire saliendo de la nada succionó hacia el cielo la carpa, dejando provisiones, ajedrecistas y a un asustadísimo Segundo Javier a la intemperie. De inmediato acudió el Oficial con expresión de incredulidad preguntando de dónde salió ese remolino si no había un soplo de viento en ese momento. - ¡Quiénes estuvieron adentro! –preguntó- - Yo, Jesús Fernando y Segundo Javier –contestó Wilfredo Manuel- - ¿Segundo Javier? ..., ¡Ahí está la clave! …, “angelito” –le dijo-, antes que los espíritus egipcios nos maten a todos, dime: ¡con qué te quedaste! - Con el reloj de oro mi Teniente –balbuceó Segundo Javier- - ¡Muy bien!, ¡ahora mismo vas a enterrar ese reloj!, pero vas a ir rampando. Segundo Javier llegó empapado de sudor al lugar del entierro. El Oficial después de hacerle cavar le pidió el reloj y él mismo lo enterró. Al día siguiente, el Soldado de la Paz Emilio Echenóver estaba de servicio cuando una ráfaga del Simún desenterró los cadáveres otra vez. Dio parte de inmediato al Oficial quien acudió acompañado por Segundo Javier y cinco más. Ahí, esparcidos por acá y por allá, negreados y disecados por el ardiente sol del desierto, estaban los más de treinta cadáveres luciendo, con una “sonrisa macabra”, sus relojes y sus anillos.