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J. M. MULET
De todos es conocido el efecto placebo, ese que hace que algo que no es un
medicamento, ni ejerce ninguna acción terapéutica, tenga un efecto medible sobre la
salud. Su estudio oficial empezó en el año 1800 cuando el doctor británico John
Haygarth publicó un libro con el elocuente título de Of the Imagination as a Cause and
as a Cure of Disorders of the Body (de la imaginación como la causa y la cura de los
desórdenes del cuerpo) en el cual se hace el primer estudio sistemático de la
capacidad de curación de métodos sin valor terapéutico.
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Más de 200 años después, poco más sabemos sobre el placebo. Durante estos dos
siglos se ha empleado sistemáticamente como herramienta de control para
determinar la eficacia de miles de fármacos, pero el efecto en sí ha recibido poca
atención.
Haygarth compró un Tractor, fabricó otro similar de metal, sin ser de la aleación
secreta, y otro de madera que pintó de color metálico para darle la apariencia de
metal; y con esas tres varillas (una 'real' y dos falsas) empezó a tratar a los
pacientes en su consulta diciéndoles a todos que era la varilla auténtica. Los
resultados que recoge el libro demuestran que el porcentaje de éxito era idéntico,
utilizara la varilla que utilizara.
Con este sencillo experimento demostró a la vez que las varillas eran un fraude y la
poderosa influencia de la actitud y la motivación del paciente en la enfermedad.
Pero, ¿cómo funciona exactamente esta motivación? El efecto placebo es quizá una de
las grandes paradojas de la medicina: imprescindible en todos los ensayos
farmacológicos, su importancia ha sido sin embargo reducida a la categoría de
"falsa medicina", en parte por la dificultad que entraña su estudio, como sucede con
los procesos mentales. Ahora, con las nuevas herramientas, como la imagen por
resonancia magnética funcional (FMRI), las investigaciones más recientes sobre el
efecto placebo lo sitúan en un plano más medible que el de la pura imaginación,
llegando incluso al nivel molecular: ciertos neurotransmisores se activarían para
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Una indica que el origen proviene del salmo 116, versículo 9 de la versión latina de la
biblia (la vulgata) que dice: "Placebo domino in regione vivorum", cuya traducción
sería "adularé al señor en la tierra de los vivos". Este versículo se recita como salmo
responsorial en el oficio de difuntos y en la Inglaterra del siglo XIX popularmente
se llamaba placebo a la persona que se colaba en un funeral sin conocer al
difunto para comer y beber gratis.
Otra explicación, quizás más plausible, sería que el nombre está tomado del inglés
medieval, donde placebo se traduciría como "falsa alabanza" o "lisonja". En el
"Cuento del clérigo", uno de Los cuentos de Canterbury, recogidos por Chaucer en el
siglo XIV se puede leer: "Flatteres are the devil’s chaplains that continually sing
placebo" (los aduladores son los capellanes del diablo que continuamente cantan
lisonjas [placebos]) y de hecho Placebo es el nombre de un personaje que es engañado
por su mujer en otro de los cuentos ("Cuento del mercader").
Una pastilla roja es más efectiva que una azul, salvo que seas
italiano
Independientemente de cuál sea el origen, llevamos más de 200 años estudiándolo y
no deja de sorprendernos. Sabemos que un placebo caro es más efectivo que un
placebo barato, que una pastilla roja es más efectiva que una pastilla azul, excepto
en Italia, probablemente porque la zamarra azul de la selección italiana hace que la
gente se sienta identificada con este color. Una inyección de placebo es más efectiva
que una pastilla y una operación donde te duermen, te abren y te cierran sin
hacerte nada es más efectiva que una pastilla o una inyección de placebo. Por eso
la evaluación de cualquier medicamento se hace en un estudio de doble ciego,
comparando el fármaco en estudio con un placebo, porque si no el resultado sería
que cualquier sustancia daría un resultado positivo.
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Solo hay que hacer un sencillo experimento. Cuando estamos con un bebé o con un
niño que se ha caído o se ha hecho daño y está llorando a rabiar, es suficiente con
abrazarle y darle cariño para que se le alivien todos los dolores. El "cura sana, culito
de rana" que nos hacían nuestras madres es una evidencia palpable de utilización del
efecto placebo en niños.
Y no debemos olvidar que el efecto placebo tiene dos hermanos tenebrosos. El efecto
nocebo es cuando piensas que algo inocuo te va a hacer daño y realmente te lo
hace. Este efecto está detrás que muchas patologías psicosomáticas. Y también está el
efecto lessebo, que sucede cuando participas en un ensayo clínico, piensas que te
estás tratando con el placebo porque te han incluido en el grupo de control cuando en
realidad te están tratando con el fármaco experimental. En esas condiciones un
fármaco efectivo puede dejar de tener efecto.
Por ejemplo, un estudio publicado hace unos años ya decía que el tratamiento con
placebo a pacientes de Parkinson aumentaba los niveles endógenos de dopamina. En
el último congreso mundial sobre el placebo, organizado en Leiden en fechas
recientes, se presentaron los últimos estudios utilizando FMRI (imagen por
resonancia magnética funcional) que demuestran que hay áreas del cerebro que se
activan después de tomarse una pastilla de azúcar si un médico le dice que lo que se
está tomando es un medicamento.
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Estos avances abren la puerta a nuevas preguntas: de probarse que nuestra respuesta
al efecto placebo depende de nuestra genética, ¿debería la atención médica
adaptarse al ADN del paciente, administrando fármacos a aquellos con respuesta
más débil al placebo, pero atenciones capaces de sugestionar a aquellos con niveles de
COMT más bajos, y por tanto más sensibles al efecto? ¿Sería útil para los ensayos de
fármacos no incluir en las pruebas a aquellas personas con mayor respuesta al
placebo para aislar mejor el efecto del medicamento que se está testando?
Nos queda mucho por saber sobre la relación mente-cuerpo y su efecto sobre la
enfermedad, aunque cada vez tenemos mejores herramientas para estudiarla. La
ciencia le está comiendo el terreno al espíritu, también en medicina.
José Miguel Mulet es doctor en Bioquímica y Biología Molecular, y profesor Titular del departamento de
Biotecnología en la Universidad de Valencia. Como divulgador, ha publicado Medicina sin engaños o
Transgénicos sin miedo. Su último libro es ¿Qué es comer sano? (Planeta, 2018).
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