A propósito del Miss Venezuela: Elucidaciones
sobre la belleza femenina, por Rubén
Monasterios
Por Rubén Monasterios | 10 de Octubre, 2013
No existe un concepto universal de belleza ni
mucho menos una idea estable al respecto a
lo largo de la Historia, de aquí que lo
apreciado “bello” en determinado contexto
cultural pueda ser visto como francamente
feo en otro.
En una ocasión un equipo de
cinematografistas nórdicos realizaba un
documental en algún lugar de África,
contándose entre ellos varias de esas
impresionantes valquirias blancas y rubias
propias de esas latitudes. Alguien tuvo la
ocurrencia de preguntarle a los nativos negros
si les gustaría acostarse con esas bellezas, a lo
que respondieron negativamente en forma
enfática, haciendo gestos de asco. Su reacción
condujo a una investigación que reveló la
causa: en el ámbito de su cultura se asociaba
el blanco con la muerte y la podredumbre, de
aquí que las pálidas beldades blondas
resultaran repulsivas a esos varones.
Pero el Mundo se ha vuelto una aldea
electrónica.
La influencia de los medios de comunicación
masivos ha estandarizado la imagen de la
mujer. La estilización de la figura, cuyas cifras
claves son 90-60-90, es una condición básica
de la belleza femenina. Aquí y allá se
privilegian determinados atributos: el trasero
prominente y vibrátil parece importarle más a
los caribeños que a los anglosajones. Los
japoneses del presente, tanto como sus
antepasados, admiran la tersura de la piel en
la región de la cintura escapular, no por otra
razón las emblemáticas geishas siempre han
usado un peinado alto y kimonos escotados.
La cabellera frondosa, las tetas agresivas y las
piernas largas y torneadas parecen ser
atributos generalizados de la belleza
femenina, al menos en el marco de la
civilización.
Lo cierto es que existen unas pautas
universales de belleza, a las cuales deben
ajustarse las aspirantes a sobresalir en
certámenes y a figurar en portadas de
revistas, pasarelas y demás ámbitos del
beauty business. Tales normativas no son
cosas de nuestros días, de aquí que resulte
interesante contrastar el patrón de belleza
moderno con los propios de otras épocas y
lugares.
Las fuentes del conocimiento concerniente al
ideal de la estética humana de los antiguos la
encontramos en las artes plásticas y en la
literatura erótica. Remontándonos a los
griegos precristianos, su estatuaria representa
una visión de tal estética desde un punto de
vista limitado: desde la perspectiva del
establishment. Casi todas las venus, dianas y
similares toman como modelo a una mujer en
su temprana madurez, quizá en torno a sus 25
años, en la cual ya se perfila más o menos
sutilmente el aspecto matronil. Esa mujer es
esbelta, de nalgas bien perfiladas en forma de
pera, senos firmes, airosos, bien
proporcionados con el resto del cuerpo,
aunque nunca voluminosos, y una cintura
demasiado ancha para satisfacer el gusto
moderno; es noble y majestuosa en su porte,
pero quizá no calificaría en un concurso de
belleza de nuestros días, excepto en algunas
obras en las que luce graciosa y plena de
femineidad, como en las representaciones de
Afrodita Calipigia, o Afrodita la de las bellas
nalgas.
Lo del trasero “en forma de pera” responde a
una de las categorías determinadas por el
pintor Degas en sus reflexiones sobre el tema.
El maestro toma como referencia las frutas al
establecer su sistema clasificatorio de los
traseros femeninos. De acuerdo con su forma,
el culo de cualquier mujer clasifica en una de
las siguientes clases: de pera, en la que a
partir de la curva lumbar (la última curvatura
hacia adentro de la columna vertebral) las
nalgas empiezan a formarse elevándose
progresivamente hasta convertirse en el
abultamiento que las caracteriza (de estar
muy abajo, lleva al criterio popular a
calificarlo de “culo caído” y es un factor que
descompone la estética de la silueta); de
manzana, cuando las nalgas irrumpen
abruptamente a partir de esa curvatura (de
ser excesivamente prominentes hablamos de
esteatopigia, condición que también
desarticula el equilibrio del perfil corpóreo); y
de cualquier otra fruta, pero aplastada por
una carreta.
En su rostro, la Venus clásica, tal como fue
plasmada en esculturas y pinturas
grecoromanas, es una dama de cara ovalada,
frente amplia, ojos grandes dispuestos
horizontalmente y un tanto encapotados,
nariz muy perfilada y prominente, labios
finos, barbilla redondeada y asimismo
resaltante, orejas pequeñas.
La literatura aporta otra perspectiva de la
belleza femenina de la Antigüedad. En Ovidio
(Roma, s. I d.C.) abundan las referencias al
tema. Sin embargo, este poeta no es del todo
confiable, por cuanto el muy sinvergüenza
confiesa que le gustaban las mujeres de toda
índole. Veamos su testimonio extrapolado de
su libro Amores: “Me domina la blanca lo
mismo que la morena; en la de cutis oscuro
no son menos gratas las delicias de Venus. Si
los cabellos de ébano le caen sobre la
garganta de nieve, recuerdo que la hermosura
de Leda consistía en su negra cabellera; si son
rojos, que la aurora sacude sus cabellos de
color de azafrán, y me adapto por igual a
todas las historias. Una novicia me atrae, una
de edad madura me sugestiona; aquella por
sus carnes frescas, esta por lo que sabe; en
fin, que mi amor ambicioso quisiera hacer
suyas a odas las bellezas que se admiran en el
ciudad.”
Con todo, escarbando en los cuatro libros
dejados por el romano, es posible darle
forma a un ideal de la estética femenina de
sus días.
La mujer ovidiana es de estatura mediana y
más bien delgada. Ironiza respecto a las muy
voluminosas; se burla asimismo de las
excesivamente altas y flacas; a las bajitas les
recomienda mantenerse sedentes “para que
la gente no crea que, hallándose de pie, están
sentadas”, acota en su libro Amores. Su
cabellera es frondosa, sin importar el color:
los dientes son blancos y bien ordenados; los
pechos grandes atentan contra la belleza, así
como la piel del vientre llena de estrías; los
brazos deben ser ebúrneos —término poético
arcaico cuyo significado es parecidos al
marfil— y torneados, también las piernas; y
las manos delicadas con dedos largos y uñas
cuidadas; los pies, pequeños.
No lo dice Ovidio, pero esas mujeres de las
que nos da un paradigma, tenían, por razones
obvias, el pie mediterráneo, es decir, con el
segundo dedo una pizca más largo que el
gordo, así llamado porque todas las estatuas
griegas y romanas los presentan de esa
forma. Los otros tipos de pies son el egipcio,
en el que los dedos se hacen progresivamente
más pequeños a partir del gordo, tal como
aparecen en las imágenes legadas por la
cultura de los faraones, y el polinesio, o
cuadrado, también llamado “a lo Gaugin”, por
ser característicos de los personajes pintados
por el artista en su etapa de Tahití, en cuyo
tipo los dedos son todos más o menos de la
misma longitud.
Además de la proporción entre el tamaño y el
resto del cuerpo y de la forma, los parámetros
para juzgar los pies comprenden la
configuración de los dedos y del arco y las
condiciones de la piel y de las uñas.
Lo de los pies pequeños figura como una
constante del ideal de belleza femenina hasta
bien avanzado el s. XX. En la actualidad es un
detalle poco relevante. ¡De tenerlos
pequeños, las monumentales beldades de un
metro ochenta y pico de nuestros días no
podrían sostenerse estando paradas! En los
certámenes de belleza tampoco se le confiere
mucha importancia a los pies. Nótese que
rara vez se hace un close-up de esa parte de
la anatomía de una candidata; no obstante,
los pies fueron reverenciados durante siglos
como un notable reclamo sexual de la mujer,
y todavía hoy, ellos y su complemento
indispensable, los zapatos, son los fetiches
más generalizados en todo el mundo, en
razón de lo cual es un error mayúsculo eludir
su focalización.
Los chinos llegaron al extremo en dicho culto.
Durante la dinastía Tang, al mediar el s. X d.C.,
se impuso en la corte del príncipe y poeta Li
Yu la moda de los pies mínimos en la mujer,
que a la larga se convirtió en un more o
norma cultural fundamental, vigente hasta su
prohibición estricta por el gobierno
comunista. Se cree que tuvo su origen en la
imitación de una favorita del aludido príncipe,
cuyos pies eran naturalmente pequeños. Los
pies, cuanto más pequeños, mejor, pasaron a
ser no sólo un componente básico de la
estética femenina, sino también un símbolo
de estatus social y el más importante reclamo
erótico de que podía disponer una mujer.
Mediante los pies pequeños se daba a
entender que la dama no se ocupaba de las
tareas ordinarias propias de las mujeres de las
clases bajas. Por su parte los hombres
desarrollaron una compulsión fetichista hacia
ellos. Numerosas estampas pornográficas de
refinado dibujo y coloración los destacan
presentándolos siempre cubiertos por
medias, jamás desnudos. En algunas de esas
estampas más osadas se exhibe a la amante
acariciando el pene del varón con su mínimo
pie, lo cual era un favor erótico muy especial.
Todas las chinas de alcurnia sometidas al
procedimiento tenían serias dificultades para
caminar y algunas quedaban del todo
inválidas. Las niñas de la clase alta,
prácticamente desde su nacimiento,
empezaban a ser sometidas a la cruel práctica
de vendarles los pies a propósito de impedir
su crecimiento; la comprensión durante la
infancia y la pubertad les ocasionaba
trastornos orgánicos, así como agudos
dolores, acentuados durante el desarrollo.
Algunos estudiosos opinan que tal
condicionamiento al dolor en la mujer,
asociado a las nociones de belleza, prestigio
social y erotismo, son la fuente de la potente
carga de sadomasoquismo característica de la
sexualidad china. “En la erótica china
encontramos que sólo el brutal impacto de los
pubis y el furioso acometer del pene en la
vagina pueden satisfacer el sadomasoquimo
oriental”, escriben Edwards & Master en su
tratado The Cradle of Erotica. En el Museo del
Hombre de París se conserva un pie que fuera
sometido al tratamiento descrito: es mínimo,
sí, pero monstruoso. Se entiende la razón de
los artistas para representarlos siempre
cubiertos.
Desde tiempos remotos, los estudiosos de la
estética han reconocido el vínculo secreto
entre la belleza de la mujer –y de cualquier
otra índole− y la matemática. En efecto, los
griegos descubrieron la proporcionalidad
áurea, apreciable en sus edificios y esculturas,
a partir del estudio de las medidas y
proporciones del cuerpo humano. El concepto
en cuestión, expuesto en palabras sencillas y
sin entrar en sus profundidades algebraicas,
filosóficas y míticas, quiere decir que la
belleza de cualquier cosa responde a la
existencia de ciertas proporciones numéricas
entre las partes de un todo; dicha estructura
básica se enriquece mediante la presencia de
otras cualidades morfológicas, cromáticas,
cinéticas y sonoras.
En lo concerniente a los humanos, las aludidas
proporciones en el cuerpo de la mujer causan
una primera impresión favorable que se deja
sentir en el observador por debajo del nivel
del pensamiento plenamente consciente. El
impacto sensorial lo induce a inspeccionar
con más detalle otros aspectos tales como la
armoniosa distribución de la masa
musculoadiposa, la galanura en la disposición
estática del cuerpo, el donaire en su
movimiento, vale decir, su euritmia, los
colores en su piel, en su pelo y otras partes de
su cuerpo, su voz, su risa…
Pierre de Bourdelle, señor de Brantome y
autor de Compilación de las Damas (1585),
propuso una fórmula burlonamente
matemática de la estética femenina, conocida
entre los erotólogos y curiosos de estas cosas
como fórmula 3×7, por cuanto en ella los
componentes de la belleza aparecen
ordenados en grupos de tres, que suman
siete.
A juicio del señor de Brantome, las mujeres
deben tener tres cosas largas: melena, manos
y estatura; tres cosas cortas: pies, orejas y
dientes; tres anchas: pecho, frente y caderas;
tres estrechas: boca (“una y la otra”, acota),
cintura y empeine; tres gruesas: brazos,
muslos y pantorrillas; tres delgadas: dedos,
labios y cabellos; y tres pequeñas: senos, nariz
y cabeza.
La “otra boca” de la mujer es objeto de
especial atención de parte del escritor; hace
depender su belleza de los factores
cromáticos, de modo que debe ser “coloreada
y roja como el coral, el pelo alrededor
amablemente rizado y negro como el ébano
[…] y la piel blanca como el alabastro
sombreada por ese pelo negro”. Lamentable
que un aspecto tan esencial de la belleza
femenina no se evalúe en los certámenes
modernos.
Bourdelle confiesa haber tomado como
referencia a “una bella señora de alto rango
de quien hablaba todo el mundo en la corte
de Francia”. Aquella boca inferior, como
también la llama no por su menor calidad sino
por su ubicación en el cuerpo, lucía
“espectacular” en la aludida dama, cuyo
nombre omite por comprensibles razones
caballerescas. “Llevaba ahí […] los tres bellos
colores […] que eran el encarnado, el blanco y
el negro”.
En nuestro siglo, el fundador y director hasta
su muerte del célebre cabaré parisino Crazy
Horse, Alain Bernardin, acuñó el formato
crazy, patrón que establece con exactitud
cartesiana las características anatómicas de
las coristas de su establecimiente Son éstas:
1,70 de estatura; 52 kilogramos de peso; 88-
57-90 centímetros de busto, cintura y
caderas; el pompi prominente y “bien
puesto”, no importa si su forma es de pera o
de manzana, y el vientre plano; las piernas
largas y proporcionadas; indiferente el color
de la piel y del pelo, pero la mancha del vello
púbico debe corresponder a medidas
precisas, al llamado maxi-mouchi-mouchi, o
sea: el patrón de un triángulo equilátero de
12 centímetros de lado; y ese divino Monte
de Venus debe ser de un negro nocturnal,
cualquiera sea el color de su piel o pelo; el
contrato obliga a las chicas a pintarse el vello
púbico con un lápiz de maquillaje Coty Nº 7.
El énfasis en los aspectos matemáticos de la
belleza, desde una perspectiva científica,
vuelve en fecha reciente a partir de estudios
científicos de alcance mundial, realizados por
antropólogos y psicólogos de universidades
norteamericanas, británicas y japonesas, con
la ayuda de computadores. Según sus
resultados, en el contexto de la moderna
cultura globalizada e independientemente del
lugar y de la raza del observador, el sex
appeal de una mujer depende de que la
medida de su cintura equivalga al 70% de las
medidas de sus senos y caderas. También
existen proporciones fundamentales en otras
partes del cuerpo: entre la longitud del torso
y de las piernas, en la disposición de los senos
en el pecho y en la distancia entre ellos.
¿Y el rostro bello?
La medida de rasgos faciales de centenares de
miles de mujeres asiáticas, europeas,
anglosajonas y latinas condujo al doctor
Michael Cunningham, psicólogo de la U. de
Louisville (Kentucky, EUA) a determinar una
fórmula matemática de la belleza en la que
juegan un papel clave los tamaños
promediales de los ojos, nariz, frente y boca,
así como las distancias promediales entre
estos componentes del rostro. Una “chica
linda” moderna en cualquier parte del mundo
tiene frente ancha, pómulos ligeramente
prominentes, ojos grandes, almendrados y no
excesivamente distanciado entre sí, nariz
pequeña y respingada, boca moderadamente
grande de labios carnosos (la que llamo boca
frutal), mentón pequeño, redondo y un tanto
prominente. La cara de nuestra Venus
moderna es más sensual, excitante y
perturbadora que la equilibrada, armoniosa y
serena del pasado: es una belleza de algún
modo irregular, cuyos componentes tomados
por separado podrían resultar incluso
caricaturescos.
Otros estudios realizados en todo el mundo,
desde Japón hasta Norteamérica, coinciden
en el hallazgo: la belleza depende de
determinadas proporciones entre los rasgos
del rostro. Por ejemplo, de las distancias
entre el centro de la pupila y al arco ciliar,
entre la base de la nariz y el labio suprior, y
así sucesivamente. Las imágenes de caras de
mujeres de diferentes razas evaluadas como
“bellas” por las personas entrevistadas,
guardan entre sí las mismas proporciones, sin
importar la raza ni la cultura del observador.
La boca chiquita de labios finos apreciada
como el no va más de la sensualidad y señal
de fina estirpe en el pasado se fue al
mismísimo… desván de la moda. Hoy el ideal
es Angelina Jolie. Y si la naturaleza no la
favoreció, siempre se puede recurrir al
colágeno o al más evolucionado ácido
hialurónico. Con ella se fueron los pies
pequeños y los senos del tamaño de una de
esas antiguas y achatadas copas de
champaña, las cuales, según una tradición, las
vaciaron partir de un molde tomado de un
pecho de la reina María Antonieta.
Forma, actitud, proporciones, movimiento.
¿Pero qué decir de los olores?
Existe una estética olfativa, tanto como la
sonora, gustativa, visual e incluso táctil. Y el
arte destinado a complacer el sentido del
olfato es la perfumería. Hay olores bellos
−aunque no solemos usar ese término, sino
los de agradable, divino, perturbador, y
similares, a propósito de calificar
favorablemente un efluvio cualquiera. Y hay
olores feos.
La reflexión de Ovidio abarca todos los
aspectos involucrados en la definición de
belleza: alude a lo morfológico, a lo
cromático, a lo cinético (“la mujer debe
caminar con garbo”), a lo sonoro (su voz debe
ser “melodiosa y su risa cristalina”) y la amplía
al aludir también a la estética olfativa en sus
comentarios sobre el aseo personal.
De acuerdo con el poeta, una mujer apestosa
no puede ser bella, por más que esté bien en
todo lo demás.
Lo odorífico juega un papel esencial en la
valoración de la belleza en nuestra vida
cotidiana. Pero, hasta donde alcanza mi
información, no se toma en cuenta en los
certámenes de belleza. En ellos se califican las
variables mencionadas y detalles
ornamentales, y el observador podrá evaluar
lo sonoro, a partir de la voz que se le escucha
a cada participante en las cuatro pendejadas
que suelen decir al responder las no menos
idiotas preguntas que se les hacen.
La omisión es gravísima, porque lo odorífico,
insistimos, respaldados por la autoridad de
Ovidio, es esencial en la belleza humana.
Con el debido respeto a los rinofleristas, para
quienes las pestilencias corpóreas son la
verídica gloria, lo cierto es que para el común
de los mortales son repulsivas y contrarias a la
noción de belleza el aliento pútrido, el tufo
axilar, el de un culo mal lavado o el de una
cuca añejada en su propio jugo. Con el fin de
evitar el calificativo de machista, también
plantearé el asunto desde la perspectiva
femenina: no menos repugnante es un
hombre hediondo a macho cabrío. Y aún más
asqueroso un pene de gentil, vale decir, de
incircunciso, lleno de esmegma, esa sustancia
espesa y verdosa que se acumula en el surco
balanoprepucial, “la cual sufre un proceso de
fermentación que la convierte en una crema
cuyo hedor recuerda al del pescado podrido”,
al decir de Camilo J. Cela.

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FUENTE:

http://prodavinci.com/2013/10/10/artes/a-
proposito-del-miss-venezuela-elucidaciones-
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