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Fernando Colina

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Capítulo 1. Preámbulo

Capítulo 2. ¿Podemos definir el delirio?

Capítulo 3. El problema de la clasificación

Capítulo 4. Fronteras del delirio

Capítulo 5. ¿Del lenguaje o en el lenguaje?

Capítulo 6. ¿De qué angustia hablamos?

Capítulo 7. ¿A qué llamamos automatismo mental?

Capítulo 8. ¿Hay automatismo carnal?

Capítulo 9. ¿Es delirio la alucinación?

Capítulo 10. ¿Es lógico el delirio?

Capítulo 11. ¿Una lengua universal?

Capítulo 12. ¿Hay verdad en el delirio?

Capítulo 13. ¿Creen los delirantes en su delirio?

Capítulo 14. ¿Por qué callan los delirantes su delirio?

Capítulo 15. Origen del delirio

Capítulo 16. ¿Eterno o instantáneo?

Capítulo 17. ¿Está escrito el delirio?

Capítulo 18. ¿Pasión de poder?

Capítulo 19. Culpa y delirio

Capítulo 20. Delirio, amor y olvido

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Capítulo 21. Asesinato del alma

Bibliografía

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Tengo la soberbia de ser, a mi modo, ardientemente sectario, y en un país
como éste, enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el
libre examen y a soportar la opresión, ¿qué mejor sectarismo que el de seguir la
secta de la verdad, de la justicia y del progreso social?
Azaña

Las páginas de este estudio se ocupan del delirio en las psicosis funcionales. O, si se
prefiere, del delirio en la esquizofrenia, la paranoia y la psicosis maníaco-depresiva, esto
es, del delirio en aquellas psicosis sobre las cuales la discusión causal entre biológico o
mental, físico o psíquico, material o moral, permanece abierta. Descarto, por lo tanto,
referirme aquí al llamado delirium confusional, cuya causa orgánica es manifiesta. Como
se ve, acepto en principio, con las precauciones que vayan surgiendo a lo largo del texto,
la tripartición más común de las psicosis.

El lector agradecerá, supongo, que se explicite de antemano cuál es el punto de vista


que sostiene la reflexión acerca de este síntoma señero, con mucho, el más distinguido de
la psiquiatría.

Sin duda, cualquier observador crítico admitirá que la situación de la psicopatología


actual es descorazonadora. Aceptemos, sin embargo, que también lo era en un reciente
pasado. Cabe recordar, sin ir más lejos, que en 1958, Klaus Conrad, el célebre autor de
La esquizofrenia incipiente, se quejó de que desde hacía décadas, concretamente desde
que se publicara la obra psiquiátrica de Jaspers, la psicopatología no había avanzado un
paso. Resultaría cómodo, por supuesto, parafrasear hoy a Conrad, pero no sería justo.
Además, Jaspers no merece ser en ningún caso nuestra referencia ideal. Aunque, en
verdad, no hay que confundirse, pues no se trata tanto de la advertencia de que no exista
hoy una psicopatología sutil, profunda y coherente, cuanto que no se la utiliza o, peor, no
se la deja utilizar ni se educa en su aprovechamiento. Lo descabellado de la actual
psiquiatría dominante no es el carácter monocolor con que nos avasalla, y si puede nos
somete, sino su voracidad integradora, el ansia totalizadora que demuestra por asimilar la
opinión contraria hasta desnaturalizarla. A esta codicia se suma la diligencia con que
procura a la vez, cuando le interesa y está a su alcance, no rebatir sino hacer desaparecer
del mapa público la opinión opuesta, es decir, asfixiarla, impedirla incluso existir y
concurrir en el debate.

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La corriente hegemónica de la psiquiatría actual ha hecho suyas las tesis propias y, sin
mayor pudor, las antagónicas también. Según tiende a reducir la práctica psiquiátrica al
diagnóstico y la prescripción, al mismo tiempo, bajo una notoria mala fe, reclama para sí
el celo por la psicopatología, por la historia, por la rehabilitación, por la cronicidad y sus
estigmas, como si estos asuntos no le fueran ajenos e incompatibles con su metodología
que sólo aspira a poner envoltorios nuevos a viejas ideas. Domina, y esto es lo esencial,
hasta las alternativas que se propone de sí misma. Al biologicismo le confronta
dócilmente el pragmatismo, a éste el cognitivismo, para sacar a colación poco después, a
favor o en contra, la genética o las neurociencias. Pese a la ausencia de historia, la
reclama sin embargo elevándola a madre del saber, aunque, claro está, transformada en
un historicismo positivista que traiciona el concepto genuino de historia. Todo sin salir de
su propio círculo y mirando de soslayo al auténtico opositor, no sea que despierte de su
somnolencia y convoque el interés por los aspectos subjetivos de lo psicopatológico, los
vinculados a las ciencias de la palabra y del deseo que son, éstos sí, los verdaderos
protagonistas de la legítima antítesis que con tanta perseverancia pretende escamotear.
Los únicos capaces de anteponer lo biográfico a la consideración fisiológica y pragmática.

Es cierto que durante las últimas décadas, a la vez que se iba abriendo paso la
presente psiquiatría impersonal hasta lograr imponerse, se ha desarrollado la asistencia
pública y se ha consolidado la protección de los derechos civiles de los psicóticos.
Probablemente, debamos aceptar que el mayor progreso de estos años ha sido jurídico y
social antes que teórico o clínico. Asimismo, se ha conseguido unificar la identificación
de los síndromes en un lenguaje asequible y universal que, a cambio de su fácil empleo,
ha desplazado la práctica clínica, falsamente equiparada ahora con la tarea de clasificar
las conductas. Olvidando de este modo que si el diagnóstico sirve para cifrar los hechos y
proveerles de un número identificador, la clínica, en sentido estricto, se inicia después,
cuando procede entregarse a descifrar el sentido de las vivencias. Pues hasta ese
momento se había entendido, a lo sumo, la enfermedad, mientras que a partir de ahí
conviene empezar a entender al enfermo. Entretanto, siguiendo en el haber de las
mejoras, se ha afinado sin duda el uso y la calidad de los psicofármacos, pero pagando
igualmente un coste muy alto. Bajo el amparo del confort que producen se excluye con
frecuencia la interpretación de los síntomas, que parecen suceder gratuitamente o
discurrir fisiológicamente como quien tirita o suda. A la vez, se ha ampliado sin control la
hipótesis específica de su acción y no es de extrañar que pronto alguien intente vender
psicotropos que alivien la avaricia, la soberbia o la culpa, como si éstos fueran síntomas
químicamente sujetos a los efectos de una piedra filosofal desconocida.

Imaginemos, según lo expuesto, un mundo en el que los psiquiatras conocieran


sobradamente los saberes de la psiquiatría clásica, los breviarios supuestamente neutrales
y descriptivos de las clasificaciones internacionales, los últimos avances en farmacología,
los descubrimientos de las neurociencias, los modelos de la lingüística positivista y los

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recursos cognitivo-conductuales. Pues bien, aún así, si no saben más, les faltaría un
ingrediente imprescindible para la tarea profesional, al haberse desentendido de estudiar
uno de los contenidos medulares de la disciplina: los fundamentos para conocer, escuchar
y hablar con el delirante, encrucijada de la clínica donde nos corresponde perfeccionar el
trato con el psicótico. Menester éste subestimado del trato que constituye la raíz central
del tratamiento y su condición preliminar.

Un buen ejemplo de la estrategia resabiada que define a la psiquiatría pujante del


momento lo encontramos en los manuales al uso cuando enumeran sucesivamente los
modelos o corrientes principales de la teoría - médico, psicodinámico, conductual,
cognitivo, sistémico, social, fenome nológico, holístico, basado en la evidencia o en
criterios dimensionales - sin privilegiar aparentemente ninguno. Esta actitud, pese al
caudal de argumentos científicos que manejan, suele respaldar un sombrío método para
que las cosas prosigan sin cambio alguno, presas de una entropía teórica acartonada y
recelosa. Cabe recordar, una vez más, que las posturas sincréticas o integradoras
demuestran que, en el fondo, son reductoras e integran finalmente sólo a favor de una.
Bajo un eclecticismo engañoso se relacionan los métodos sin definir su dominio de
aplicación, sin establecer orden de preferencia y sin tener en cuenta la heterogeneidad de
nuestro campo de trabajo, al olvidar que la psicopatología es una disciplina fronteriza que
necesita, seguro, mantener buenas relaciones con los saberes positivos pero también
recuperar lo antes posible su diálogo con las ciencias humanas, inequívocamente una de
sus fuentes principales de inspiración. Urge, más que nunca, recordar que el soporte
natural es imprescindible para rezar a Dios, para deleitarse con la música, para disfrutar
con el paisaje o para delirar, pero que las más de las veces se trata de un prejuicio
asqueante naturalizar en mayor grado lo anormal que lo normal.

En consecuencia, antes de abatirnos en el consentimiento cómodo o dejarnos ganar


por la fría circunspección, debemos definir pronto cuál es el verdadero punto de
confrontación que hoy, con tanto énfasis como modorra mental, se intenta camuflar. Y
para calificar esta tarea sería peregrino afirmar a la ligera que resulta muy embarazosa,
puesto que para distinguir lo principal nos basta simplemente con recordar. Recordar es
saber. Desde los primeros pasos de la psiquiatría, la oposición entre psíquicos y
somáticos, entre psicogénesis y organogénesis, ha dominado la escena del debate entre
todos los antagonismos posibles. Y, pese al cruel paso del tiempo, seguimos sujetos a
idéntica rivalidad. Lo úni co que ha ido cambiando son las líneas de fractura y el
decorado de la alternativa. Así, hoy en día, la corriente psíquica de la psicopatología no
puede prosperar, lógicamente, si no ha sido trabajada por el psicoanálisis, pues su
sospecha y su hermenéutica resultan insustituibles. No hablo con ello de la aplicación
directa del psicoanálisis, aventura individual excedentaria, o de confeccionar una
psicopatología psicoanalítica - imprescindible tarea con la que nos quiere fertilizar
J.M.Alvarez-, sino de integrar el psicoanálisis en la interpretación de los síntomas, sin

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aceptar por ello ni su arrogancia ni su intimidación ni sus exageraciones, pero tampoco la
manipulación vanamente ridiculizadora de sus adversarios. Su inspiración, precisamente,
es la más oportuna para permitirnos oponer el hombre descante al hombre máquina y
para evitarnos confundir el deseo con la secreción química. Sin duda, algunas de sus
respuestas pueden ser ya sacrificadas pero, en cambio, las preguntas de Freud siguen tan
vigentes y subversivas como en el momento en que fueron formuladas.

Y en esta demarcación actual entre orgánicos y psíquicos nos parecen determinantes


tres círculos diferenciales bajo los que se ordena el presente trabajo:

1.El primero que hemos de destacar es el síntoma, pues la psicopatología se ha


dividido siempre y lo sigue haciendo, en el fondo de cualquier debate
psicopatológico que nos imaginemos, en torno a la idea que nos hagamos de su
concepto. La alternativa es la siguiente: o se entiende el síntoma únicamente
como un residuo, como una función inferior liberada por efecto de la enfermedad,
como las peladuras sobrantes de una facultad alterada y destruida (bajo los
criterios de déficit, fatiga o debilitación psíquica), o bien se admite también en su
interior, con rango des tacado, un esfuerzo complementario del sujeto por trabajar
con lo que le queda, bajo el ánimo reparador de restituir un posible equilibrio. El
síntoma, en este segundo sentido por el que aquí se opta, es una defensa. Una
defensa, pues junto a la destrucción ofrece una reconstrucción trágica, de igual
modo que, visto desde otro aspecto, junto al padecimiento que muestra esconde
una satisfacción ciega. El síntoma no sólo es algo doloroso que se quiere evitar,
sino una complacencia y un placer de los que no se quiere prescindir. Podremos
observar, más adelante, que el delirio es un buen ejemplo de estos compromisos
clínicos entre la destrucción, la reconstrucción, el sufrimiento y el agrado.

2.El segundo círculo gira en torno al lenguaje. Probablemente, en este ámbito resida
la diferencia más radical que se nos alcance proponer. El lenguaje, en líneas
generales, puede ser entendido como instrumento o como medio en el que se
está. Entre las distintas interpretaciones del lenguaje hay dos concepciones
extremas de elevado pelaje: aquella que considera el lenguaje como un
instrumento, al modo de una herramienta que en condiciones normales regenta el
sujeto con suficiente pericia y libertad; y la que le entiende, mejor que como un
utensilio conveniente y servicial, como un medio en el que se habita. Una
concepción, por lo tanto, es más bien instrumental y la otra preferentemente de
carácter atmosférico o ambiental. La primera, que ampara el empleo positivista,
fisicalista y conductual de la lengua, centra su atención en el uso cognitivo y
comunicativo del lenguaje, sustrayéndose a otras consideraciones hermenéuticas.
La segunda entiende que la palabra nos precede en el mundo hablado que nos
recibe, causando que nuestro gobierno de la misma sea insuficiente. El

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desconocido que habita en nuestro interior habla más y mejor que nosotros
mismos, mientras que el lenguaje del mundo se nos anticipa determinando lo que
decimos. Esta segunda opción, donde los límites del lenguaje son los límites de la
realidad, regula nuestra investigación.

3.El tercer criterio separador se centra en la historia. Las ciencias de la conducta


reclaman, en este sentido, una historia positivista, lineal, historicista, que si bien
estudia las concepciones antiguas de las enfermedades y la evolución de las
prácticas médicas, según el contenido económico y social, reserva siempre para
las psicosis una consideración natural: la esquizofrenia, ya se diera entre los
helenos de la Grecia clásica o entre los vallisoletanos de hoy, sería la misma, con
parecida semejanza a la que puedan conservar a lo largo de los tiempos la
tuberculosis o la litiasis renal. Las ciencias del deseo, por el contrario, defienden
una locura al modo de Foucault, expuesta a evolución histórica. Las heridas
básicas del hombre, esto es, la tristeza y la división, irían mostrando, tras el
pausado curso de los tiempos, distintas formas clínicas de ser melancólico o
esquizofrénico. Las psicosis cambian a la vez que lo va haciendo a lo largo de la
historia lo que entendamos por subjetividad, es decir, el sentido de privacidad, el
espacio interior o las estrategias del deseo.

Bajo estos tres parámetros hay que entender el estudio que sigue sobre el saber
delirante. Su interés se centra en un esfuerzo para ponernos a la altura del psicótico y
tratar de comprender sus dificultades para delirar y para vivir con el delirio; quiere ser un
análisis sobre los obstáculos que encuentra para hablar con nosotros debido a su
actividad delirante; pretende convertirse en un examen de las barre ras que nos impiden
conocer su persona debido al escollo de su pensamiento romo y resquebrajado. El trato y
el diálogo con el psicótico son lo que se pretende ante todo conocer y, a la vez, preservar.

Todas las preguntas de este libro están dirigidas, en consecuencia, a comprender al


psicótico, a intentar que nuestro coloquio con el delirante, contradictorio y aporético
hasta la extenuación, no entorpezca la estabilización y el esfuerzo autocurativo. Puja por
hablar con el psicótico a través del enrejado de su delirio, deslizándonos por él sin
desconcertarnos y sin invadir o desplazar al delirante. Aspirando con nuestro saber a
hacernos entender por el suyo, sin tropezar de continuo con la formulación delirante en la
que permanece cautivo.

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Siempre hay algo sospechoso cuando se intenta definir un concepto en estudio al
comienzo de la investigación. Con seguridad, lo prudente sería resolver la definición al
final, cuando el trabajo ya coronado permitiera conocer nuestro objeto con mayor
exactitud. Sin embargo, bien porque hacerlo desde el inicio pone en evidencia nuestra
elección y nuestros prejuicios - cuestión importante para el lector a la hora de valorar un
documento-, o bien porque resulte correcto esforzarse precozmente en delimitar lo más
posible el tema que enjuiciamos y sobre el que escribimos, la definición del delirio se
torna indispensable. Incluso puede servirnos, por otra parte, dada su obligada
imprecisión, de fracaso motivador.

La primera tentación, frecuente cuando un concepto se vuelve quisquilloso con su


perfil, es recurrir al procedimiento apofático, enumerando no aquello que probablemente
contiene, sino lo que creemos con seguridad que no es. Así las cosas, y por emular las
pillerías teológicas del tomista -de quien proviene el método - cuando se las ve con la
definición del Primer Motor, sabemos que el delirio no es simplemente un error, ni una
ilusión, ni una mentira -ya sea ante sí mismo o ante los demás - ni una idea fanática, ni
tampoco un dogma. Y, no obstante, el delirio también puede ser todas estas cosas, pero
complicadas con el añadido de otro límite particular del conocimiento que tiene algo que
ver con una suerte de fe psicótica sobre la que poco sabemos, y sobre la que no
disponemos de la tranquilidad del teólogo para contentarnos con identificarla como un
misterio y, por ende, como el ocaso de nuestro conocimiento a la espera del proverbial
espíritu revelador. Pues nosotros necesitamos saber por nosotros mismos, sin la tutela de
ninguna institución, sea religiosa, profesional o de cualquier otro tipo.

Pese a esta nebulosa inicial, conocemos que el contenido conceptual del delirio ha ido
ganando precisión a lo largo de la historia. Durante el dilatado período preilustrado que
antecede a la constitución de nuestra disciplina a finales del siglo XVIII, el término delirio
disfrutaba de una significación tan amplia e imprecisa como la de sus vecinos semánticos,
locura y melancolía. Los tres venían a designar, casi indistintamente, cualquier desorden
mental o destemple de la imaginación, ya fuese en el campo médico o en el moral.
Retengamos, en este sentido, que en la Enciclopedia de d'Alambert y Diderot, la voz
"locura" tenía aún su entrada en el capítulo de moral no en el de medicina. Desde
entonces, su significado se ha vuelto cada vez más médico. Dispuesto inicialmente en las

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proximidades de la melancolía, la hipocondría, la frenitis y la manía, se ha convertido
finalmente por sí solo en el síntoma por excelencia de las psicosis funcionales. "No hay
locura sin delirio", vino a sostener un discípulo de Esquirol, Georget, cerrando de este
modo una etapa prepsiquiátrica en la evolución del término.

Sin embargo, pese al rango específico que ha ido adquiriendo en nuestra teoría,
continúa siendo un concepto rudi mentario que rehusa la definición fácil. Bien pensado,
no es extraño que se encrespe. El delirio, a la postre, representa más un límite de la razón
que una pérdida de la misma. Encarna un margen sobre el que bordea nuestro
conocimiento y con el que se compromete de continuo. Es lógico, entonces, que no
acertemos con soltura a dar cuenta del delirio puesto que incide directamente en los
fundamentos del pensamiento. De hecho, como vamos a comprobar, la imprecisión de
las definiciones clásicas respalda nuestro pesimismo.

La primera referencia tradicional es de carácter etimológico. La consideración del


delirio como delirare, salirse fuera del surco en relación con el arado y con la razón por lo
tanto, posee unas connotaciones de esterilidad, exceso y desorden que pueden resultar
elegantes y socorridas para estimular alguna sugerencia metafórica, pero poco más
añaden al conocimiento del término.

El resto de las definiciones académicas tampoco es muy sólidas, pero nos señala con
precisión dónde radica la dificultad. Todas ellas, de decidido carácter fenomenológico,
han buscado la simplicidad y el asentimiento fácil del sentido común, dejando a cubierto
en cambio la entraña del delirio. Reposan sobre cuatro propiedades descriptivas. La
primera alude a la convicción delirante, que se describe con el carácter de incorregible e
irreductible. Argumentándose a veces por añadidura que se trata de una certeza
específica, sobre cuyas cualidades curiosamente no se da mayor explicación, salvo la
alusión frecuente a la intensidad desmedida o a su patogénesis. Sin embargo, el
pensamiento humano, y por extensión la vida de cualquier hombre, está poblado de
convicciones irrebatibles, de creencias dogmáticas, de raptos fanáticos y de
manifestaciones de fe inquebrantables, que raramente, pese a su inamovible convenci
miento, son consideradas delirantes. La certidumbre, se mire como se mire, no nos sirve
para dibujar la silueta de un delirio. Es difícil precisar, al menos desde el punto de vista
descriptivo, la ruptura y la continuidad entre las ideas terminantes y las delirantes, entre
el convencimiento categórico pero normal y la convicción morbosa. "Con la misma idea
uno puede verse como sabio o como alienado", sostenía Leuret; del mismo modo que
viene a ser imposible, con los instrumentos de la fenomenología, distinguir entre ciertos
aspectos de la religión y el delirio. Ciertamente, Freud tenía sobrados motivos para
referirse a la religión como delirio de la humanidad. Por otra parte, al modo de una
complicación sobreañadida pero bastante enojosa para los que proponen reducir el delirio
a la convicción, no está tan claro que el delirante, según se pretende, crea a pie juntillas

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en su delirio. Tendremos ocasión de analizarlo más adelante, poniendo en entredicho la
condición férrea, ininfluenciable e impertérrita de su creencia.

En segundo lugar, se sostiene que las ideas delirantes han roto con la realidad a cuyos
parámetros han dejado de adecuarse. Los enunciados del delirio se enjuician como
absurdos, irreales, inverosímiles - improbables, matiza el DSMIV con la pérfida
prudencia que acostumbra-. Sin embargo, al igual que en el caso anterior, podemos
contraponer, recurriendo a la experiencia cotidiana, la opinión de que son infinidad las
ideas imaginarias, supersticiosas, sobrevaloradas, mágicas, excéntricas o extravagantes
que, sin mantener más vínculo con la realidad que la que pueda soportar cualquier idea
delirante, no reconocemos nunca como delirio en sentido estricto. Desde el ángulo
opuesto, también se han puesto de relieve los aciertos reales del delirio. Por ejemplo, se
admite que un psicótico con delirio de persecución puede verse realmente perseguido o
se alude con profusión a la anécdota del celópata cornudo, paradoja muy del gus to del
psiquiatra desenvuelto y chistoso. En cualquier caso, una idea más o menos delirante no
excluye el acierto, ni descarta una argumentación vigorosa, ni elimina la calidad artística
de una pieza brillante: recuérdense los Poemas de la locura de Hólderlin, Las confesiones
de Rousseau o el recurso de Schreber sobre ¿En qué condiciones una persona juzgada
alienada puede ser mantenida en un establecimiento hospitalario contra su voluntad
expresa?

Freud, quien tropezó también con este escollo, acabó rindiéndose ante la imprecisión
constitutiva del término realidad. Así, tratando de diferenciar las neurosis y las psicosis,
Freud recurrió inicialmente al criterio de pérdida de realidad, entendiendo que aparecía
realmente perdida en las psicosis y conservada en las neurosis. Pero pronto se persuadió
de que también las neurosis se descolgaban con frecuencia de la realidad intempestiva,
por lo que desplazó el rasgo diferencial al hecho de que la pérdida psicótica se
acompañara de la reconstrucción de una realidad propia, la delirante, que no comparecía
en cambio en el caso de las neurosis. Sin embargo, tampoco esta solución le resultó
confortante. Pronto pudo observar, afinando su rigor, que también los neuróticos
reconstruyen a su modo el mundo, lo que le empujó a renunciar finalmente a este criterio
diferencial, tan socorrido por lo demás, para reconocer una condición definitoria del
delirio.

Viene luego, en tercer lugar, la apreciación de que el delirio se desvía de la norma


cultural impidiendo el llamado lazo social del psicótico. El delirio, por su contenido y
función, nos incomunicaría con los demás. Ahora bien, también en este dominio son
incontables las ocurrencias, interpretaciones o sospechas delirantes que se muestran
como un vínculo eficaz entre las gentes. Podemos preguntarnos, por ejemplo, sobre el
éxito social de un visionario del tipo de Swedenborg, quien movilizó al propio Kant a
justificar que su doctrina era independiente de las producciones de aquel autor sueco.

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Igual reflexión se merece Rousseau, cuando elaboró una concepción social que está en la
base de nuestros sistemas políticos actuales pero que se construyó bajo la condición de
acusado, desde un grave tono de perjuicio muy próximo a lo delirante: Paul de Man ha
sostenido (Alegorías de la lectura) que El contrato social está escrito sobre el fondo de
una amenaza permanente. Estas circunstancias nos obligan a dudar acerca de si lo que
tiende a aislar al psicótico de sus semejantes no tiene más que ver con un uso asocial del
delirio que con éste en sí mismo. Las cosas, por otra parte, serían más fáciles de
entender si pudiéramos dar cuenta con suficiente esclarecimiento de otros graves
síntomas del hombre, por ejemplo, del hecho ciego de obedecer, explicando las razones
que sustentan la servidumbre voluntaria, quizá uno de los vínculos sociales más sólido y
no por ello menos insano.

Por último, se ha subrayado el carácter autorreferencial del contenido delirante. El


delirante siempre es un personaje aludido. Encumbrado o vejado, el psicótico se siente
siempre afectado y concernido. Pero tampoco este rasgo parece muy específico, pues
todos estamos expuestos a referirnos con gran facilidad un buen pedazo de realidad, sin
traspasar por ello el círculo de la vanidad y la fatuidad necia para caer de golpe en el
delirio. Enseguida tendemos a pensar que hablan de nosotros, aunque no seamos
precisamente personajes notorios. Y el motivo más espectacular no es curiosamente el
ansia de fama, sino que nos basta con sentir el dolor para creer que estamos en boca de
los demás.

En definitiva, ni aun reuniendo un pensamiento las cuatro propiedades descritas -


convicción, pérdida de realidad, rotura del lazo social y autorreferencia - poseemos la
seguri dad suficiente para tacharle de delirante. Siempre nos encontramos con tantas
transiciones y continuidades entre el pensamiento normal y delirante, que muchos autores
han optado por ceder ante la insuficiencia de las diferenciaciones fenomenológicas y han
acabado, igual que Henry Ey, aceptando que "toda neurosis y toda psicosis son
delirantes" (Étude, n.°8); lo cual es decir mucho y, a la vez, no decir nada.

A la postre, todos estos argumentos acaban siendo tautológicos pues a cada paso,
para aclarar que hablamos de la convicción delirante, tenemos que añadir que es una
convicción psicótica o que la encontramos entre los psicóticos, aludiendo al estado
delirante en el que surge la idea; si de pérdida de realidad, hay que completar que se trata
de una pérdida delirante, etc., tropezando de continuo en el argumento circular. Siempre
el adjetivo debe de acudir en nuestra ayuda, trayendo a colación el contexto para que
vigorice las fronteras del concepto, que por sí solo es impotente y casi superfluo. En una
ocasión, Leuret sostuvo el siguiente juicio: "No me ha sido posible, pese a mi esfuerzo,
distinguir por su sola naturaleza una idea loca de una idea razonable. He buscado en
Charenton, en Bicétre, en la Salpétriére, la idea que me parecía más loca; luego, cuando
la he comparado a un buen número de ellas que encontramos en el mundo, me he

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quedado sorprendido y casi avergonzado de no ver la diferencia" (Fragments
psychologiques sur la folie).

Por todos los motivos precedentes, la definición más precisa del delirio que cabe
proponer es al mismo tiempo la menos ambiciosa y la más cauta. Se limita, de momento,
a precisar que es el pensamiento que nos permite reconocer a los psicóticos, o, dicho de
otro modo, el pensamiento singular que surge cuando se ha enajenado la identidad.

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Los rostros del delirio son tan variados y sus expresiones tan heterogéneas que para
ordenarlos no es suficiente una sola clasificación. Quien se contente con ofrecer un único
criterio, dejará fuera de su análisis gran parte del conocimiento que seguramente
necesitaría disponer.

La primera tentación catalogadora, como era lógico suponer, se fijó en el contenido


del delirio y pasó a distinguirlos según cuál fuera el tema preferente que ocupaba la
conciencia del psicótico. Método que no ofrece muchas sorpresas si nos ceñimos a
reseñar los temas genéricos: la persecución, el perjuicio, la culpa, los celos, el amor y la
divinización, por señalar los más citados y reconocidos. En cambio, si se observan los
contenidos desde una perspectiva más amplia, resulta que encontramos ante nosotros, en
clave delirante, todos los grandes asuntos de la Humanidad. Y podríamos recalcar, sin
caer en una tautología inverosímil, que todos son efectivamente todos, ni uno más ni uno
menos, lo que reduce las posibilidades inventivas del delirio y nos hace pensar que la
inmensa mayoría de los delirantes parecen delirar sobre lo mismo. Casi como si
extrajeran sus temas de un Libro común, de un florilegio de contenidos del que eligieran,
en cada caso, el más oportuno.

El Libro que repentinamente vemos aparecer de este modo ante nosotros, con letra
mayúscula y cierto aire de misterio religioso, sería un texto hipotético, entre místico,
mítico, antropológico y especulativo, inscrito de una forma virtual en cada uno de
nosotros y del que parecen copiar todos los psicóticos. Como si se tratara de un Libro
cabalístico: el Libro de los libros. Ahora bien, no debemos confundir esta reserva
significante con un inconsciente colectivo, confiando en cierto parecido conceptual. El
inconsciente colectivo junguiano se reconoce porque va ofreciendo y desarrollando sus
contenidos de un modo paulatino, pero inexorable, a lo largo de la evolución. Así, por
ejemplo, el Dogma de la Asunción, definido por Pío XII en 1950 sin que existieran
indicios de tal doctrina en el Nuevo Testamento, esto es, la creencia de que María fue
llevada en cuerpo y alma al cielo en el momento de morir, constituye para Jung, aparte
del acontecimiento religioso más importante desde la Reforma, el hecho probatorio de

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que un arquetipo inconsciente, el hierogámico en este caso, asciende a la conciencia
guiado por un determinismo inconsciente indefectible, aunque sólo logre hacerlo en una
época determinada, cuando la sociedad permite que lo femenino sea tratado, al menos
relativamente, en igualdad de condiciones con lo masculino. En las manifestaciones del
Libro se trata, en cambio, de algo muy distinto, pues nos encontramos frente a una
disposición virtual y pasiva, no ante un contenido real, progresivo y teleológico.

Si recopilamos, tras esta necesaria aclaración, los temas delirantes del Libro, nos
encontramos con las grandes cuestiones de la vida, del poder, de la palabra, del deseo y
de la muerte: lo divino y lo originario, la catástrofe y el fin del mundo, la pluralidad de
mundos, la hostilidad universal, la animalidad, la redención, el mesianismo, la culpa, el
enemigo y la persecución, lo masculino y lo femenino, el amor, la pasión y los celos. De
estos alimentos, celestiales y terrenales, se nutren la filosofía, la religión, los mitos, la
antropología, los teólogos y también, a tenor de lo dicho, los psicóticos. Todos los
delirantes rezan de ese Libro. Anotemos, sin embargo, que los grandes delirantes, los
delirantes geniales como Schreber, sumo sacerdote de esa lectura, recorren el Libro de
arriba abajo, mientras que otros, menos favorecidos, se ciernen a un argumento estrecho
del que apenas pueden salir ni aciertan a encontrar variaciones. La opción de tema es
finalmente muy restringida para cada uno. Los delirantes no improvisan y siempre dicen
lo mismo, recurriendo a células temáticas que parecen contadas y que cada uno orquesta
según su propia melodía. Hay que llamar la atención, no obstante, sobre la circunstancia
de que los interpretes del delirio también somos lectores, a nuestro modo, más o menos
encogido, del Libro. Quizá por esta razón se entienda la impresión de plagio que apremió
a Freud tras la lectura de Schreber, hasta tal punto que se dirigió a Jung para aclararle
que su propia interpretación del delirio era anterior a su encuentro con el conocido
psicótico. Ignorando que no se trataba de un asunto de prioridad, sino que la coincidencia
provenía de que ambos leían un mismo escrito.

Cansados pronto de lo que les parecía una prolífica acumulación de contenidos, los
psicopatólogos optaron, a renglón seguido, por prestar atención al mecanismo psicológico
que, según se presume, los elabora y da cuerpo. Se ha hablado, en este orden de cosas,
de delirios interpretativos, imaginativos, alucinatorios y reivindicativos (o pasionales).
Incluso se ha recurrido a una supuesta función intui tiva para explicar el nacimiento de
los llamados delirios intuitivos. En este orden de cosas, el afán clasificatorio es tan eficaz
que aprovecha todas las hipótesis explicativas que vayan surgiendo. Por ejemplo, cuando
confiamos en la proyección o la forclusión como nuevos mecanismos patogénicos, al
igual que el psicoanálisis lo ha hecho, enseguida les veremos dotados de suficiente
capacidad clasificatoria.

Si dejamos de lado lo antes posible estos principios funcionales de clasificación,


imprescindibles pero de corto aliento para la comprensión del delirio, nos encontramos

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con un tercer procedimiento que ordena los delirios en referencia a la estructura clínica
que habitan. En este sentido, los tipos de psicosis más relevantes, que normalmente
conocemos como esquizofrenia y paranoia, albergan, por lo pronto, dos tipos específicos
de delirio. Uno, el paranoide, que forma parte del patrimonio esquizofrénico y da
nombre, por la profusión de sus manifestaciones, a una de las formas clínicas de la
demencia precoz kraepeliniana. El otro, el paranoico, correspondería más propiamente, a
diferencia del anterior, a los llamados delirios crónicos o paranoias. Naturalmente, esta
separación sólo será admitida por aquellos que crean en la diferenciación de estas dos
formas clínicas, que para unos serían entidades nosológicas distintas y para otros simples
polarizaciones extremas de una misma psicosis común.

En cualquier caso, la clínica confirma, al menos si se la ilumina desde este punto de


vista, que hay delirios muy desestructurados, cargados de sintomatología negativa, ricos
en fenómenos elementales y síntomas primarios, que afectan globalmente a la razón y
que parecen poseer intrínsecamente un soplo deficitario. Frente a estos delirios
paranoides tropezamos con formas delirantes bien organizadas, mejor ordenadas y
sistematizadas que las anteriores, que parecen ocupar sólo parcialmente la cabeza del
paranoico, al que se le adscriben y quien por su parte les presta su nombre y también su
vocación, pues en estos casos el delirante aboga concienzudamente a favor de su delirio.

Las cosas aún se complican más, según era de esperar cuando un objeto de análisis
es complejo y dos posturas se disputan la verdad, al aparecer una tercera opción que
viene a mediar entre ellas. Me refiero a la hipotética estructura parafrénica, de tan noble
tradición en los debates psicopatológicos, que registra una contribución delirante muy
generosa e imaginativa, como la paranoide, pero a diferencia de ella coherente, bien
ordenada y sistematizada, aunque ha perdido parcialmente la alusión paranoica tan
constante del enemigo y del instigador. Al no mostrarse con la incoherencia de la
esquizofrenia ni con la persecución que apremia a la paranoia, para algunos autores la
parafrenia se ha abierto a codazos un camino particular entre sus dos adustas hermanas,
mientras que para otros forma parte indistintamente ora de una ora de la otra.

Sin cambiar aún de escenario, hay que convocar en este mismo espacio clasificatorio
a esa psicosis dispar que tanto desentona: esa psicosis melancólica que acude siempre
con aires de invitado intempestivo a poner en jaque nuestra destreza teórica,
obligándonos a pensar a contrapié. Como si en la propia esencia de la psicosis habitara el
ardid de una división tan poderosa que concluyera siempre escindiendo nuestro propio
saber sobre ella, volviendo incongruente cualquier uniformidad que de un modo u otro
propongamos. Inconveniencia que quizá suceda porque la melancolía, frente a sus
compañeros racionales, ha elegido los humores para mostrar su fuerza devastadora. Pues
una vez más, según sucede siempre que esta cuña maníaco-depre siva se hace presente,
se inutilizan los esquemas precedentes y se nos pide un esfuerzo distinto para dar cuenta

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de unos sucesos que nos empeñamos en considerar tan psicóticos como los anteriores y
que sin embargo son tan distintos. De su mano nos viene otra diferenciación de los
delirios que procede de una curiosidad diferente. Nos preocupamos ahora, en cuanto la
tristeza reclama nuestra atención, en rescatar la separación clásica de las ideas delirantes
en ideas deliroides e ideas delirantes primarias. Tradicionalmente, el delirio melancólico
se considera "comprensible" porque sus contenidos delirantes, de culpa, ruina, perjuicio o
final de la vida, están en lógica conexión con el estado de ánimo y los entendemos casi
por empatía. Mientras que las ideas delirantes estrictas, nacerían absurdas y del vacío,
"incomprensibles" por lo tanto para nosotros al no disponer de un soporte vivencial del
que las podamos deducir y comparar. Más adelante tendremos ocasión de volver a
referirnos a estos delirios melancólicos, para ordenarlos entonces en referencia a la culpa
mejor que a la inconsistente comprensibilidad.

Contémplese, de todos modos, la tremenda dosis de parcialidad que comprometió a la


fenomenología al pretender clasificar las ideas delirantes en primarias y deliroides según
su comprensibilidad, sin tomarse la molestia de dar cuenta del criterio de comprensión
que adoptaba. Con el agravante de que su oculto subjetivismo concurría en aras de una
presunta objetividad, pues la fenomenología, a través de su dispositivo metodológico más
importante, la reducción fenomenológica, aspiraba precisamente a poner entre paréntesis
todos los componentes subjetivos de la interpretación. Ciertamente, una de las
pretensiones del autor de este estudio, y presumiblemente de todo estudioso, es que el
lector, al final de su lectura, haya reducido todo lo que pueda su catálogo de ideas
delirantes primarias y encuen tre comprensibles cada vez mayor número de ellas, aunque
carezcan de modulación afectiva compartible, simplemente por haber enriquecido su
tesoro interpretativo y su concepción de lo delirante.

Empero, por coherencia con las premisas teóricas de este trabajo, tan atento a las
vicisitudes de la palabra en las psicosis, cabe adelantar otra clasificación de los delirios.
En esta ocasión, y atendiendo a la ruptura del lenguaje provocado por el
desencadenamiento de la psicosis, podemos distinguir dos bloques de manifestaciones
delirantes: uno vinculado al significante y otro al significado.

El primero da cuenta de la sopa de letras en que se puede convertir el lenguaje del


esquizofrénico en el momento de su crisis. El estallido psicótico viene a producir
fragmentos del soporte material de la palabra, el significante, cuyo resultado son los
síntomas que habitualmente denominamos primarios, y que con estilo inigualable reunió
Clérambault en su síndrome de automatismo, como pronto tendremos ocasión de
comentar.

Frente a estos fenómenos puramente disolutivos de la estructura hablada del paciente,


el psicótico reacciona con un esfuerzo interpretativo y resolutivo que configura el delirio

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de significado. En este otro bloque de manifestaciones prima el carácter activo, es decir,
el intento de resolución y reconstrucción de la catástrofe psicótica. Constituyen, por lo
tanto, respuestas del sujeto delirante, defensas del síntoma a favor de la integridad del
delirante.

La presencia de estos dos tipos de delirio suscita un interesante problema: la duda


sobre si cada uno afecta de un modo específico a un tipo de psicosis distinta, o más bien
corresponden a dos momentos evolutivos de la mis ma. En la esquizofrenia, en efecto, es
más común asistir a las dos circunstancias delirantes y contemplar cómo un trastorno
inicial, dominado preferentemente por el delirio de significante, va poco a poco dando
cabida y dejándose desplazar por los contenidos textuales que promueve el delirio de
significado. En cambio, en las formaciones paranoicas es difícil encontrar los síntomas
del automatismo, por lo que podemos pensar que existen (o existieron) y permanecen
subclínicos a lo largo de la evolución del cuadro psicopatológico, o bien que la derrota
psicótica del paranoico no ha alcanzado tan profundamente a la palabra para llegar a
desmembrar sus dos componentes, el material y el relativo al sentido. Siempre nos
quedará la duda sobre si aquello que define específicamente a la esquizofrenia frente a la
paranoia es la presencia o no, en algún momento de su recorrido, de las astillas del
significante en su expresión clínica.

Quedaría por reseñar, en esta larga propuesta clasificatoria, cierta forma de ideas
delirantes no psicóticas que aparecen en las demencias orgánicas. Son las llamadas ideas
delirantes del demente, que al provenir de unas circunstancias puramente instrumentales
y deficitarias, concretamente de los déficits cognitivos, se vuelven comprensibles, esto es
deliroides, aunque esa comprensibilidad no sea emocional precisamente. No son ideas
delirantes, como las psicóticas, que provengan de la naturaleza lingüística del hombre.
Provienen, por el contrario, de la suma de varios factores: de la regresión y la puerilidad
emocionales; de la desconexión causada por la sordera o las oftalmopatías; del
debilitamiento de la función crítica; de la agudización de los rasgos caracteriales; de las
reacciones defensivas elementales en forma de desconfianza, venganza, resentimiento y
recriminación; del vacío mnésico que debe ser rellenado por falsos datos de la memoria
más o menos fabulosos o erróneos; de la desestructuración del lenguaje; y de la
necesidad de una resignificación parcial de la realidad. El hábito profesional nos inclina a
denominarlas delirantes, pero por su escasa elaboración, su mínimo trabajo y sus
circunstancias demenciales no deberían recibir esa calificación. Son experiencias
delirantes que poco o nada tienen que ver con el delirio. Baste con dejar constancia de
ellas como ejemplo de las "psicosis orgánicas" que hemos excluido de nuestro estudio.

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Una cuestión relevante para conocer el delirio es delinear las distintas fronteras que
circundan su perímetro. Y lo primero que llama la atención de este análisis fronterizo es
que los límites del delirio, además de variados, son bastante permeables, pues permiten la
circulación en varios sentidos. No obstante, pese a la fluidez señalada, en general
atendemos con más beneplácito a la ruptura que se produce entre el pensamiento llamado
normal y el pensamiento delirante que a las notorias continuidades que les unen sin más
saltos que unos transitables escalones. Estamos siempre más inclinados a considerar la
presencia de la discontinuidad, incluso a presumir irreversible esa ruptura, que a
reconocer que lo delirante extiende profundamente sus tentáculos en el interior de la
lógica humana o que la sensatez domina en el fondo de la locura. Pues, como se sabe, ni
el delirante está tan loco como se supone ni el normal tan cuerdo como cree.

Conviene, por lo tanto, desandar algo el camino para reducir los excesos de la
diferencia en que hayamos incurrido. El mundo del delirio no es un universo estanco. En
múltiples comentarios tendremos ocasión de ir introduciendo correctivos o puntos de
deconstrucción en afirmaciones tajantes de la psicopatología tradicional. Ya lo hicimos a
la hora de la definición del delirio. La convicción, la pérdida de realidad, la ruptura del
lazo social y la autorreferencia aparecían como dominios no tan nítidos como se
presumía en el campo delirante y, por el contrario, presentes en innumerables ocasiones
de la vida cotidiana. El fanatismo, las creencias dogmáticas, la fe, la religión, las
vacilaciones circunstanciales de la realidad, el peso de las pasiones, la concurrencia social
en torno a ideas más o menos visionarias, la obediencia ciega, la fatuidad de la presunta
fama e incluso la vanidad del dolor, son muestras de la continua irracionalidad que nos
embarga. Es justo reconocer, en definitiva, que la lógica de los hombres no es muy
rigurosa. Incluso no parece muy conveniente que lo sea. La sinrazón, no debemos
olvidarlo, forma parte de nuestro razonamiento, es un ingrediente necesario de su dieta.
Privados de su presencia, cuando en un exceso racionalista detraemos la dosis que nos
corresponde, el pensamiento no fluye con agilidad y se oxidan los goznes del deseo que
necesitan también, por su cuenta, del lubricante de la irracionalidad. Sin ambición,
ilusiones, sueños y cegueras no hay circulación posible de las ideas.

El elogio premoderno de la locura, ya sea clásico, medieval o renacentista, venía a


recordarnos esta condición humana, sobrehumana a veces, del saber. Una de las tesis

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centrales de la Historia de la locura en la edad clásica de Foucault - un libro tan nuestro
como ignorado o malinterpretado- analizaba precisamente ese destierro de la sinrazón
con que los modernos, pretendiendo superarla, se significaron con descaro, ignorando la
cálida protección que le habían prestado sus antepasados. El énfasis de Foucault nos
concierne directamente, pues insistía en resaltar cómo la ideología médica y positivista de
la enfermedad se había ido imponiendo poco a poco en la psiquiatría, desplazando el
antiguo concepto de locura, mucho más profundo y abarcador. Por ese efecto
diferenciador excesivo ahora nos veríamos en la obligación de hacer un esfuerzo
suplementario para poder volver compatibles estos dos mundos aparentemente opuestos,
el de la ciencia excluyente, por un lado, y el de la antigüedad, mucho más híbrido y
entremezclado, por el otro. De este modo, junto a la precisión que pretende el criterio
científico de enfermedad, habría que admitir también con nuestro autor que "la locura se
integra en la razón y constituye una de sus formas secretas". La locura debe enjuiciar a la
razón, que comparece ante ella, del mismo modo que tendemos sin reciprocidad a que
sea la razón quien enjuicie a la locura. Tal fue el dictamen de Foucault, oportuno y
concluyente, a la hora de analizar la cuestión que en este momento abordamos.

Así las cosas, la psicopatología ha elaborado varios ámbitos teóricos para transitar por
los aledaños del delirio. Elijo tres entre los más notables: el de lo predelirante, el relativo a
la denominada psicosis universal y el referido a la división de la personalidad en unas
partes que son psicóticas y otras que no lo son.

El primero, que alude al predelirio, se ha abordado de dos modos preferentes. Uno,


puramente lógico, tratando de identificar formas prelógicas, presimbólicas, esotéricas,
regresivas o arcaicas en el pensamiento natural que constituirían la matriz del futuro
pensamiento delirante. Su existencia vendría a justificar el planteamiento que valora la
razón delirante a la manera de una expresión de uso prelógico, primitivo e inmaduro del
pensar, al igual que lo han concebido los antropólogos en su campo de exploración
respecto a presuntas sociedades primitivas, si bien con poca fortuna y muchas críticas.
Los proyectos de remitir el delirio a estilos de pensamiento mágico, ya sea a caballo de la
llamada magia de contigüidad o de semejanza, nos devuelven también a este tipo de
estudios acerca de una supuesta paleofrenia. Algunos autores, aprovechando la existencia
de lógicas inconsistentes o la posibilidad de una paleológica que ontogénicamente
precedería a la lógica aristotélica y que no respete el principio de identidad, de no
contradicción y de tercio excluso, suponen su existencia en la esquizofrenia, cuyo
pensamiento no deduciría la identidad de sujetos idénticos, sino de predicados idénticos
(von Domarus, Arieti, etc.). Desde luego, el camino de esta investigación parece
estancado y no aporta muchas luces a la comprensión de lo que sucede, seguramente
debido al logicismo de su punto de vista, que recorta cruelmente sus posibilidades al
intentar medir el delirio con una herramienta que le es ajena. Tendremos ocasión de
hacer algún comentario en este sentido.

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El otro punto de vista de la dimensión predelirante no sólo se sale del campo
restringido de la lógica, sino también del círculo estricto del pensamiento. Alude a las
condiciones de la personalidad, de la estructura dinámica, de la relación de objeto, de la
dependencia emocional, del desarrollo del yo o de cualquier otro punto de vista que
intente explicar la génesis de la psicosis. Toda la dimensión de lo prepsicótico, con sus
causas, sus precarios equilibrios, sus manifestaciones y sus desencadenamientos, tiene
aquí fácil acogida. Sin embargo, su estudio, pese a su proximidad, no nos corresponde ni
compromete en este momento, pues aquí se pretende analizar la razón delirante antes
que al psicótico en un ámbito general.

Por su parte, el concepto de psicosis universal, el segundo dominio fronterizo que


llamó nuestra atención, es cla ro pero da lugar a frecuentes confusiones. Quizá porque,
desechando la hipótesis de la ruptura, se inclina del lado de la continuidad entre lo
delirante y lo no delirante, propensión que, como hemos reconocido, en estos tiempos
tan positivistas resulta casi antinatural. La hipótesis de la universalidad conecta con
propuestas muy antiguas. La conocida sentencia de Pascal podría dar cuenta
acertadamente de todos ellas: "El hombre está tan necesariamente loco, que no estarlo
sería otra forma distinta de locura" (Pensamientos). Todos participamos de una misma
condición psicótica y delirante en la que estamos inscritos, sólo que los llamados
normales han conseguido neutralizarla, mantenerla fría y latente. Sentado esto, el estudio
de las psicosis tendría que explicar los motivos que hacen al hombre normal
suficientemente refractario al desencadenamiento de la enfermedad, pese a tantos
anuncios, mientras que al psicótico le vuelven tan propenso al mismo. Pues de aquello
que reconoceremos más adelante como origen de la psicosis participamos todos sin
excepción, psicóticos, prepsicóticos y psicotizables. La vida psíquica entera consiste en
un pulso indómito que se mantiene con esa posibilidad, de modo que en la confrontación
unos ganan pero otros pierden y se deslizan sin freno por la pendiente. Todos somos a la
postre psicotizables, pero sólo unos pocos finalmente se psicotizan. Éste es el puente que
se tiende entre lo psicótico y lo no psicótico cuando lo analizamos desde la universalidad
de la cuestión. Ahora bien, tan legítima como nos parece la postura de la universalidad lo
es la de la especificidad. Lo unitario de la primera, de la psicosis universal, y lo múltiple
de la segunda, de las psicosis específicas, no se excluyen sino que se complementan.
Ambos nos guían sobre las cosas comunes que mantenemos con los psicóticos y con las
diferencias que nos distinguen de ellos. Se es lo uno y lo otro, pero también lo uno o lo
otro.

Por último, en ciertos ámbitos teóricos gustan de interiorizar también el límite y


hablarnos de la existencia de partes psicóticas y no psicóticas dentro de la realidad
psíquica de los enfermos. Quizá lo proponen por encontrarse bajo esa sorpresa superior
acerca de que los locos, al tiempo que deliran, siguen pensando de un modo correcto y
normal. Asunto que ya en los inicios de la psiquiatría constituyó un grave problema

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teórico y ético, circunscrito entonces en torno al concepto de monomanía. En cuanto nos
encontramos con comportamientos contradictorios tendemos a pensar que corresponden
respectivamente a corrientes separadas y escindidas en el psiquismo. Pero este criterio,
junto a pecar de una excesiva comodidad, puede ser una contribución por su parte a la
propia división del psicótico. El dualismo puede convertirse de este modo en una trampa
clínica contagiosa. Por añadidura, es frecuente que se nos solicite aliarnos con las partes
sanas, y se supone que ha de ser contra algo o contra alguien, actitud que no parece la
más conveniente en ese mundo plagado de enemigos como es el psicótico. Además, de
aliarnos con algo, quizá fuera más conveniente aliarse con la parte enferma, que parece la
más desprotegida.

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Desde muy pronto en la historia de nuestra ciencia el lenguaje se convirtió en un
recurso inexcusable para la interpretación del delirio. Y pocos son los investigadores
recientes que no hagan del lenguaje el protagonista principal de su estudio. Merece la
pena, por lo tanto, añadir algún comentario previo sobre este elemento diferenciador, si
no con la intención de abordar las manifestaciones patológicas del lenguaje psicótico -
esquizofasia, manierismos, verbigeración, aliteración, glosolalia, neologismos, holofrases,
etc.-, sí guiados por la urgencia de conocer cuál es la relación general del delirio con la
lengua.

Dijimos al comienzo que había que elegir entre dos nociones de máximo rango:
aquella que considera el lenguaje como un instrumento, es decir, un útil que el sujeto
dirige con libertad, y la que lo considera como un medio en el que se está y en cuyo
interior nos desenvolvemos. Ahora es el momento de enjuiciar con severidad esta
distinción. La aportación al análisis del deliro de la primera concepción es pobre, si no
paupérrima. El tipo de explicaciones que más comúnmente ha puesto en juego, la que
enuncia sin ir más lejos que "el delirio es un acto de habla vacío", constituye una de las
contribuciones más increíblemente vacías - aquí sí queda justificado el calificativo - sobre
el acontecimiento de las psicosis y más despectivas con el esfuerzo del psicótico que
quepa imaginar.

Nuestra elección es evidente. El contenido de este estudio se inscribe en el círculo


hermenéutico que entiende el mundo como un universo lingüísticamente constituido, y se
siente, por lo tanto, afín al criterio definitorio de Gadamer: "El pensamiento vive en el
elemento lenguaje". Desde este punto de vista, el lenguaje, además de una herramienta
de comunicación, es una corriente anímica que, sin caer en tentaciones religiosas o
espiritualistas, nos gobierna y domina, habla en nuestro nombre y se revela a nuestro
través. En este marco conceptual hay que preguntarse por qué delira el psicótico, cómo,
cuándo y para qué. El psicótico, según veremos, naufraga en el mar de palabras en que
todos habitamos, pues se ve invadido por un automatismo lingüístico que desorienta su
rumbo verbal y descompone en elementos incongruentes su representación. Aunque, a la

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vez, y pese a sus carencias, en tanto que nuevo habitante de un dominio desconocido, el
de los substratos de la palabra, se vuelve peligrosamente dotado para pensar. Ni habla en
vacío ni habla sin saber lo que dice. A menudo, de hecho y como prueba de su
paradójico poder, lo que más nos aparta del psicótico no es su soledad o su silencio, sino
precisamente su penetración espiritual.

Siguiendo esta hipótesis hermenéutica de trabajo, la ruptura del lenguaje no acarrea


para el psicótico los resultados que de la pérdida de los pertrechos del habla se podrían
sospechar, pues el delirante sigue conservando más o menos intacto el instrumento
discursivo, ya sea dialógico o descriptivo. Lo que se ha perdido resulta de una
formulación más difícil y de unos efectos más radicales. En el momento del
desencadenamiento de la psicosis, el psicótico se ve sacudido por un mundo callado y
sordo que ha perdido su condición hablante. Repentinamente, y sin poder ni siquiera
cuestionarse por la causa de tan inhumano desenlace, el "elemento lenguaje" deja de ser
el ambiente en el que respira su vida mental. Si algo nos ayuda a entender los avatares
del psicótico, de ese ser exiliado en una vida nueva de estrambótica identidad, es la
consideración del mundo como una cosa inerte, misteriosa, pulsional y muda, que sólo se
vuelve vividora para el hombre cuando queda recubierta por la palabra y cosida con un
hilo verbal. Gracias a que el "elemento lenguaje" tapiza el mundo y le mantiene
humanizado para nosotros, cuando salimos a las cosas nos las encontramos ya
predispuestas para ser nombradas y habladas. En caso contrario, conforme le sucede al
psicótico, las cosas se tornan cosa. Cosa enigmática, misteriosa, amenazante y, sobre
todo, invasora. La realidad, si esto sucede, se funde con el psicótico mismo hasta
provocar una gravidez tan densa que su identidad se fragmenta, disocia y desmorona
bajo los efectos de una combinación insólita de carencia e intensidad.

Sin embargo, tales perjuicios no parecen asaltar del mismo modo al melancólico que,
como siempre, solicita una consideración especial dentro de las psicosis. En la
Antigüedad se decía del universo melancólico que era un mundo preferentemente escrito,
y hoy seguimos confirmando que la melancolía encuentra en la escritura un escenario
privilegiado. Su amenaza no alcanza aún al enigma final de lo silente e inanimado cuando
se le ha sustraído la palabra. El lenguaje permanece íntegro en su habla y consistente en
cuanto al ambiente verbal en el que reposa. Sucede, más bien, en su caso, que la
agobiante tristeza de las cosas no llega a ser retenida por el lenguaje y precisa el socorro
urgente de la inscripción, seguramente para que la escritura sofoque la sonoridad
inhabitable de su llanto. Cuando la bilis negra predomina, la realidad se llena de signos
que quieren aplacar el dolor con su simbolismo mientras el cuerpo, cargado de huellas de
ese dolor, se puebla de estigmas melancólicos escritos. Pero por muy profunda que sea la
melancolía, el melancólico tortura a los demás y se tortura a sí mismo con la tiranía de la
inhibición, el odio y la culpa, sin alterar las condiciones del lenguaje, salvo por preferir la
solidez material de la escritura a la más liviana densidad de la palabra. Su intimidad,

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mientras tanto, permanece a salvo, bien reservada, incluso más hermética que antes. En
cambio, el esquizofrénico o el paranoico componen formas psicóticas transparentes, con
su fuero interno, e incluso su inconsciente más o menos forjado, al descubierto. Se
comportan como sujetos que ya no aciertan con facilidad a ocultar sus propias ideas ante
la mirada de los demás, ni pueden impedir la invasión colonizadora del pensamiento
ajeno. Suceso que, imprecisamente primero y después con creciente seguridad, atribuirán
sin duda a la influencia de algún alevoso rufián.

De esta guisa, el psicótico deja de ser recibido por el lenguaje. La hospitalidad de la


palabra ya no trabaja a su favor, por lo que pronto, sin el amparo de una atmósfera
verbal, nos lo encontraremos condenado a padecer ruidos ininteligibles y más tarde a
sufrir el griterío chillón de los enemigos. El lenguaje deja de ser un fluido rebelde pero
acogedor y queda reducido a un dispositivo, lo que colma, por otra parte, el interés del
estudioso positivista que se siente más justificado que nunca en su visión instrumental. El
psicótico puede hablar pero ya no habla el lenguaje común y general, tan sólo pronuncia
una lengua nueva que no le sirve para pacificar la realidad ni le acuna en compañía de los
demás. Su vocación de inventor del lenguaje y, como veremos, de impulsor de una
lengua universal se abre poco a poco camino.

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La angustia, según la concebimos habitualmente, parece un estado anterior al temor,
un sobrecogimiento previo, una inconcreción del mismo que en cuanto puede se polariza
sobre algo particular. Es conocida la evolución de la angustia en fobia u obsesión, como
si se tratara de dar un paso tranquilizador desde el temor a la nada al temor a algo
conocido. Este paso bien parece una defensa del angustiado, pues reducir algo
desconocido a algo familiar sin duda que reconforta y alivia. El trasfondo de la angustia
tiende a ser, entonces, algo inicialmente innombrable: "No sé, es una angustia", suele
comentar el angustiado. Sin embargo, pese a ese acallar común, tendemos a diferenciar
entre silencios, entre el silencio del neurótico y el del psicótico.

Del vacío del primero se dice, con frase psicoanalítica algo lapidaria, que está adscrito
al temor de castración, que representaría el temor genérico de todos los neuróticos. Algo
semejante al miedo a la finitud y decepción del deseo, a la contingencia de la vida, al
absurdo, a lo que podría no existir, a lo que carece de fundamento, incluso a la condición
incompleta e imperfecta de los seres amados. Y, sobre todo, miedo a la agresión que
comporta la satisfacción, pues el placer, edípicamente hablando, siempre posee una
connotación de triunfo sobre alguien que indudablemente acabará vengándose y
privándonos de su amor.

El psicótico, en cambio, parece vivir en otro mundo, fuera de los males del deseo y
de sus estrategias de placer, ya sean histéricas, fóbicas u obsesivas. Ajeno por lo tanto a
los beneficios y contrariedades de la represión. Por ello, cuando queremos definir su
terror o turbación, en vez de servirnos de la metáfora de la castración decimos que teme
la escisión y el rompimiento. Disociación que en el esquizofrénico se manifiesta como
temor de fragmentación, de influencia, de invasión o difusión de su pensamiento,
mientras que en el paranoico sus apariencias serán preferentemente como temor de
persecución y perjuicio. En el melancólico, por su cuenta, una vez más algo incómodo en
el mundo de las psicosis, se elabora con la calidad de un temor a la soledad y a la pérdida
de objeto.

Resulta imposible pensar en la psicosis sin presencia de angustia, ni siquiera si


evocamos sus formas de más larga duración y mejor estabilizadas merced al sello y la
sutura del delirio. Es difícil ser psicótico sin gritar. Todo ello a pesar de que la perplejidad

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del psicótico, y tras él de la nuestra ante su pirueta, trueca pronto la angustia en
endiosamiento y omnipotencia. La angustia, enjuiciada desde su porvenir, es lo más
parecido a una carcajada sardónica. Pero a pesar de que el psicótico extraiga de su
angustia una suerte de verdad reveladora, de verdad plena, no sujeta a las vacilaciones
del lenguaje, la angustia no desaparece jamás.

Sin embargo, pese a la familiar omnipresencia de la angustia, nos cuesta dar cuenta
de ese suceso cuando irrumpe en las psicosis. Probablemente porque nos encontramos
ante una experiencia límite. El temor del que hablamos no es sólo, por supuesto, del
orden de lo concreto, cuyas formulaciones ya hemos visto. Tampoco corresponde
simplemente al miedo previo a lo desconocido, cuya representación última es la muerte.
La muerte, de hecho, puede ser un descanso, un anhelado alivio para el psicótico
angustiado. Ni coincide, en último extremo, con el malestar de vivir, con la desazón
existencial. Si ya nos costaba dar cuenta de ese miedo tan particular de la angustia
neurótica, miedo abarcador e impreciso, quizá todo lo que podamos decir de la angustia
psicótica no sea otra cosa que las distintas perífrasis con que rodeamos la dificultad de su
descripción. Pese a todo, podemos intentar las vías directas. Una de ellas, por ejemplo,
nos dice que resulta inverosímil, indescifrable. La identificamos precisamente cuando no
acertamos a resolver ni descifrar su miedo. Un miedo sin cifrar que ni siquiera es un
miedo a la nada. ¿Debido a que brota informe y sin representación de un dominio árido y
enmudecido? Seguramente. Porque aquí no estamos en presencia de un temor cuyas
características podamos describir y su origen referir, diferir o desvelar. Sólo hay un
acontecimiento que nos parece indescriptible, que hermenéuticamente escapa de la
interpretación y que desde el punto de vista analítico resulta impenetrable.

Si nos imaginamos su vivencia, sospechamos que el psicótico vive algo horrísono e


inhumano, insondable y sobrecogedor. Algo, en cualquier caso, superlativo, pues el resto
de los adjetivos, si no los magnificamos, nos parecen insuficientes y más propios del
mundo neurótico y de las peripecias de su deseo. En la neurosis reconocemos la angustia
familiar que hemos glosado como castración, esto es, la pérdida, la soledad, la culpa, la
muerte o el castigo, pero en el psicótico siempre refulge un "más allá" primitivo e
irreductible, originario. Aquello que trasciende los límites que la vida o la filosofía
parecen haber ido elaborando en favor de las representaciones del hombre. No es, por lo
tanto, del orden del dolor, de la falta de amor, de la humillación, de lo imperdonable o del
fin de los días. O no es sólo eso aunque también esté presente. No es tampoco lo propio
del absurdo o del sinsentido que proviene del desfallecimiento del lenguaje o del potaje
embarullado de las palabras en el que abocamos cuando nos vemos en situaciones
comprometidas. Antes bien, habría que referirse a una fractura inefable del lenguaje -
precisamente inefable - que, sin capacidad para la palabra, condimenta una sopa de letras
indigesta. En resumidas cuentas, el espectáculo de la angustia psicótica nos ofrece la
irrupción enigmática de la letra en plena sublevación contra el espíritu. O, si se prefiere,

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nos brinda la pulsión traducida en una energía abstracta, casi matemática. Esto es lo
mismo que decir que la angustia psicótica con lo primero que conecta es con el
automatismo. La angustia psicótica, en su momento más esencial, es la angustia del
automatismo y de su subordinado racional, ese conjuro rudimentario que llamamos
delirio. Pues el delirio, en efecto, representa un colapso de la conciencia escrito al pie de
la letra, y, según nos recuerda la advertencia de José Bergamín, "todo lo que está escrito
al pie de la letra está muerto" (La decadencia del analfabetismo). Éste es el dominio
específico de la angustia psicótica, uno de los mensajes más radicales que nos envía el
hombre moderno. Pues estamos decididamente ante una experiencia de la modernidad.

La angustia es una señal, según rectificó Freud en un segundo momento teórico. Es


causa de la represión, mejor que efecto de la misma: "El dolor es, pues, la verdadera
reacción a la pérdida del objeto, y la angustia la verdadera reacción al peligro que tal
pérdida trae consigo" (Inhibición, síntoma y angustia). Pero en el caso de las psicosis se
trata de una señal que no es la advertencia de un peligro personal, pues nada peor cabe
ya esperar para este protagonista póstumo que es el psicótico, sujeto, según veremos, al
trauma por excelencia, al asesinato del alma. Más bien parece un aviso a la Humanidad,
una nota dirigida al hombre. Un síntoma de la nueva conciencia, de la individualidad
creciente, de la economía psíquica entrecortada por un abismo pujante, de la brevedad y
banalidad del deseo, de la cota desconocida de división que ha alcanzado la modernidad.
Ya no estamos simplemente ante el universo melancólico premoderno, que discurre en
medio de un aburrimiento indefinido, sometido a la tiranía de un pecado languideciente, a
veces interrumpido por la excitación y el triunfo de una amenaza mesiánica, escatológica
o apocalíptica. Antes bien, somos testigos y protagonistas de un silencio estremecedor y
prorrumpido - como un ruido, un aplauso, un insulto - que aún no habíamos oído con
claridad, y del que desconocemos que se someta a las leyes del recuerdo y del olvido. Su
presencia es imperturbable y su empuje agotador. Una oscuridad sin promisión que sólo
luce con las mesiánicas promesas del delirio. "El rasgo más característico del hombre
moderno - escribió Nietzsche-, es el singular contraste entre un interior al que no
corresponde ningún exterior y un exterior al que no corresponde ningún interior: contraste
que los pueblos antiguos no conocieron" (De la utilidad y la desventaja del historicismo
para la vida).

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Detrás de la angustia del psicótico bulle impaciente el automatismo. Llegado a un
límite de dolor y disociación, el ruido de fondo que forja el automatismo alcanza la
superficie. Su runrún inicial - un ruido inexplicable y misterioso, una voz indistinguible
pero amenazante - anuncia que la realidad empieza a desconcharse o a empañarse,
mientras que el lenguaje, desconectado de su curso natural, no acierta ya del todo a
desplegar sonidos y sentidos congruentes. La explosión de la psicosis está a punto de
producirse.

El automatismo, en el sentido de Clérambault, sirve aquí para identificar el fenómeno


primordial de la psicosis, al menos mientras intentemos privilegiar la óptica del delirio.
Las psicosis, quizá por su carácter regresivo y originario o simplemente por su propia
dificultad, solicitan siempre del estudioso que defina la alteración primaria de la que parte
su comprensión. Moreau de Tours y Blondel, por ejemplo, hablaron de estados
primordiales; Neisser, de síntomas cardinales; Jaspers, de síntomas primarios; y H.Ey, de
experiencias delirantes y alucinatorias. Pero Clérambault, que es quien más nos interesa
en este momento, habló de auto matismo mental. Si elegimos a este último como
protagonista de nuestra exposición no es sólo por su riqueza metafórica y observante, en
la que fue un maestro único, sino también porque Clérambault optó por los fenómenos
verbales como objeto principal de su curiosidad. Su esmero nos aleja del camino puntual
pero ciego del pragmatismo y nos vierte en el mundo inconmensurable de la
hermenéutica y el inconsciente. Su hallazgo se vuelve aún más atractivo porque, sin
disponer aún del concepto de significante, que no llegó a la psiquiatría sino a través de su
discípulo Lacan -ya avispado lector de Saussure-, en sus trabajos hizo sobresalir una
categoría de manifestaciones patológicas que no conciernen a otra cosa que al vehículo
material de la palabra. Probablemente, si Clérambault hubiera dispuesto de la distinción
de Saussure, habría hablado de "emancipación de los significantes" antes que de
"emancipación de los abstractos", fórmula eminente con la que identificó todos los
síntomas de su automatismo.

En el momento del automatismo el significante adquiere un papel irremplazable.


Cuando el psicótico traspasa el umbral de no retorno y la psicosis se desencadena, lo

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primero que salta por los aires es la asociación, aparentemente inseparable y lejos de toda
posibilidad de dislocación, entre significante y significado. Si hasta ese momento la
palabra se expresaba al completo sin impedimento, ahora su soporte material se
fragmenta y adquiere una independencia insospechada. A raíz de este accidente, el
lenguaje queda en suspenso - al menos parcialmente, sobre el hueco amenazador abierto
en la realidad por su ausencia-, mientras que lo más esquelético e inerte de la palabra
adquiere una autonomía inesperada. Un tiroteo de letras y sonidos alcanza en ese
momento la conciencia del psicótico. Es la ocasión para que el enfermo experimente
todos esos síntomas "anidéicos", "sutiles" y "atemáticos" - modo de aludir nuestro autor
al significante sin saberlo - que Clérambault incluyó en su variado síndrome, compuesto
por una gran variedad de fenómenos: ecos del pensamiento, palabras explosivas, juegos
silábicos, kiries de palabras, sinsentidos, intuiciones abstractas, anideismos diversos, etc.

Este conjunto plural pero homogéneo alcanza a veces, bajo el pundonor descriptivo
de Clérambault, un singular valor poético. Sirvan estos ejemplos: "emancipación de los
abstractos", "devanado mudo de los recuerdos", "sombra anticipada de un pensamiento
indiscernible", "paso de un pensamiento invisible". Schreber había mostrado una
elegancia retórica similar hablando de "la famosa palabra que no dice nada', del "milagro
del alarido", de "una vibración acompañada de un bordoneo infinitamente monótono". En
cualquier caso, el psicótico, en vez de liberado, queda preso bajo el cuerpo de la letra. Y
para explicar esta situación es provechoso recordar otro comentario del ya citado José
Bergamín: "La palabras son cosas de juego. Las letras no son cosas de juego. Una letra
es un arma de dos filos: por eso entra con sangre" (La decadencia del analfabetismo).

Sujeto a esta invasión de caracteres que, al no encontrar representaciones que


transportar, raspan mudos o rebotan en ecos desconcertantes, el psicótico se encuentra
con que su pensamiento se vuelve sonoro y doloroso. Artaud confesó, recurriendo a su
experiencia, que "el verdadero dolor es sentir cómo se desplaza el pensamiento en uno
mismo" (Van Gogh, el suicidado de la sociedad). Las palabras se sonorizan o responden
mediante ecos internos porque ya no aciertan a encadenarse en el discurso o pierden en
el camino el significado que vehiculan para acabar tropezando consigo mismas. A este
suceso, angustiante como pocos, contribuye también el silencio del otro interior, bien
amordazado y maniatado en las psicosis, que ni acoge las palabras, ni las alberga, ni las
escucha. Carentes por lo tanto de interlocutor, buscan la salida expresiva a su energía en
la sonoridad o en ecos reverberantes e incontrolados. El psicótico deja de ser voz para
convertirse en eco: de los demás y de sí mismo. Sin embargo, pese a contar sólo con
estos escombros, con ese montón de desperfectos verbales, el psicótico iniciará pronto
con ellos su trabajo defensivo en contra de la invasión, la desposesión y el sufrimiento a
que se encuentra sometido.

Por otra parte, conviene dejar constancia de que, a veces, estos hechos suceden tan

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tempranamente en la evolución de la psicosis, que no llegamos a percibir la presencia del
automatismo y sólo podemos llegar a sospechar que su aparatoso entramado estuvo
presente en el pasado, pero que en la actualidad sus manifestaciones han quedado
integradas en el delirio. Clérambault, en este sentido, se mostraba tan ambicioso en la
pesquisa de los fenómenos elementales que exigía ser el primero en ver a los enfermos,
queriéndolos "vírgenes", antes que cualquier estímulo exterior o el interrogatorio
inoportuno de un colega incitara al paciente a una elaboración secundaria, a su modo de
ver adulterante. Su mecanicismo etiológico y su esencialismo sintomático le volvían
desinteresado y displicente frente a este segundo paso, donde la elaboración subjetiva del
psicótico había desplazado ya los prístinos fenómenos elementales. Por este motivo -
unido a su curiosa inclinación por los indumentos femeninos-, se ha llegado a hablar de
fetichismo clerambaultiano.

Sin embargo, por mucha prioridad que concedamos a los síntomas del automatismo,
hay casos en los que cabe sospechar que nunca sucedieron. Su ausencia clínica, además
de causar desazón a los psicopatólogos de tendencia más clerambaultiana, al no
corroborar su hipótesis patogé nica, también puede servirnos para un propósito
diagnóstico. Pues las psicosis propiamente delirantes tienden a polarizarse entre las
esquizofrénicas, de sintomatología significante experimentada y notoria, y paranoicas,
donde o bien el automatismo sucedió sin dejar rastro clínico, por su liviandad o su
precocidad preclínica, o bien no ha llegado a aparecer nunca, si fuera cierto que en estos
casos el lenguaje sólo se ha derrumbado en la esfera del sentido, sin afectar a su vástago
mecánico. El propio Clérambault consideraba que los delirios pasionales, por ejemplo,
según su terminología, eran delirios sin automatismo. En este orden de cosas, como ya
vimos en el momento de reflexionar sobre la clasificación de los delirios, se tiende a
asimilar la esquizofrenia con el delirio de significante y con el automatismo, del mismo
modo que lo hace la paranoia con el delirio de significado y con la ausencia de los
llamados síntomas automáticos. No obstante, para mantener el vigor de la hipótesis
explicativa, aunque sea forzando algo la realidad y con cierta concesión a la arbitrariedad,
nos resulta más cómodo pensar que la paranoia sufrió de automatismo, quizá de un
modo imperceptible y subclínico, pero suficientemente activo para poner en marcha el
delirio. De este modo, con la excepción del universo maníaco-depresivo, el modelo
explicativo mantiene su eficacia, aunque sea tan sólo desde el punto de vista heurístico,
sin demostración empírica posible.

De un modo u otro, llegado el momento de trabajar para oponerse a ese caudal de


elementos pasivos y parásitos, surgidos tras la quiebra del lenguaje y la pérdida de la
intimidad, el delirante tiene que empezar a hacerlo con los restos de su naufragio. Y, en
primer lugar, como Fénix que renace de sus propias cenizas, lo hará recurriendo a esos
mismos significantes liberados, a esas sonoridades mudas que le han quebrantado. El
primer recurso, por lo tanto, consistirá en esforzarse en una actividad casi mimética que,

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para oponerse a la intrusión, interponga voluntariamente una barrera de significantes
particularmente combativa: ya sea recitando, leyendo, tarareando, haciendo ruidos,
repitiendo sonidos o simplemente refugiándose tras el altavoz de unos auriculares. Para, a
renglón seguido, iniciar ya el desarrollo del delirio en sentido estricto, aunque al comienzo
lo haga con unos mínimos rudimentos de significado. Schreber, siempre enciclopédico
incluso en estos componentes iniciales, menciona algunos sucesos que nos pueden servir
de ejemplo en este esfuerzo: "la obligación de hablar", "el sistema de dejar las palabras en
suspenso" o el empeño de "emitir ruidos para no oír el cacareo de las voces".

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Pese a la apoteosis racional del delirio, siempre tan dominado preferentemente por la
idea, la representación y el pensamiento, no debemos olvidar que el escenario principal
de la psicosis es el cuerpo. El campo de acción donde sucede la catástrofe identificatoria,
y donde el reconocimiento de sí mismo se ensombrece, posee un decorado carnal
insoslayable. Los fenómenos elementales no son sólo vocales o lumínicos, sino también
corporales. Ante todo, somos carne. La apariencia verbal del delirio, que nos incomoda o
subyuga por su exceso verbal, su incoherencia o su implacable deducción, no puede
ocultarnos que el delirio está encarnado y que en su desdichada aventura el psicótico se
ha jugado hasta la piel o, mejor dicho, es la piel, su envoltura corporal, lo primero que ha
expuesto y arriesgado. Leemos en Artaud este comentario providencial: "En el fondo de
sus ojos, como depilados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin descanso a una de
esas operaciones de alquimia sombría que toman a la naturaleza por objeto y al cuerpo
humano por marmita o crisol" (Van Gogh, el suicidado de la sociedad).

El automatismo carnal se muestra, a la impresión de una primera mirada, como una


sublevación del cuerpo contra el pensamiento. Al parecer, fue Tito Livio quien hizo
famosa la metáfora de que la rebelión del súbdito contra su rey es similar a una
sublevación del cuerpo contra la cabeza. Algo equivalente sucede en las psicosis, sin
menospreciar, sin embargo, la consideración de que siempre que la cabeza domina sobre
algo lo hace con la previa autorización del cuerpo. Si al pensamiento le cedemos las
prerrogativas conquistadas de la destreza y el saber, es el organismo material y descante,
la carne, quien le abastece de armas para el uso del poder y también de población sobre
la que gobernar. La experiencia de la psicosis en estos dominios es una buena ocasión
para debilitar el dualismo intransigente entre el cuerpo y el pensamiento, y para confirmar
que, pese a la animosidad ocasional de uno u otro de los componentes, las interrelaciones
son tan variadas y vienen dispuestas en tan múltiples ordenamientos que no tenemos
posibilidad humana de desenredar sus lazos. La carne, en último extremo, coincide con el
pensamiento, es cuerpo pensante.

La rebelión psicótica del cuerpo tiene dos polos psicopatológicos significativos: el


tradicional de la melancolía y el más moderno de la esquizofrenia. El lenguaje del cuerpo,
tan expresivo en las neurosis mientras el cuerpo se encuentra inscrito en el lenguaje y la
palabra le transita y le recubre de una segunda piel, posee dos formas principales de

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fracaso en la psicosis.

En el caso de la esquizofrenia, la primera que abordamos, el cuerpo, que hasta el


momento del desencadenamiento permanecía visible gracias al favor de la palabra, se
vuelve opaco y empieza hablar su propio lenguaje: el intraducible idioma delirante, que, a
fin de cuentas, es un lenguaje corporal antes que cualquier otra cosa. Aparece, enton ces,
enigmático, habitado por órganos desconocidos o supernumerarios, minorado por piezas
manipuladas, robadas, descompuestas. Debemos reconocer que la dispersión del cuerpo
es el aperitivo o el anticipo de la psicosis. La esquizofrenia debuta con una desintegración
del cuerpo, que se fragmenta en pedazos, se reduce o se multiplica. Sobre esos
fenómenos primarios crece el delirio. No hay idea delirante posible sin esa experiencia. El
delirio acude siempre a empaquetar el cuerpo de una nueva manera, pues las anteriores,
las que consideramos normales o, a lo sumo, neuróticas, que vienen trenzadas con un
embalaje coherente de letras y palabras, ya no sirven.

Bajo el confuso término de "identificación proyectivá', Melanie Klein arropó una serie
de sucesos esquizo-paranoides que comprometen al cuerpo y que constituyen un buen
compendio de las experiencias del automatismo carnal. Las fantasías de ataque,
penetración e intrusión al interior del cuerpo, la liberación de partes escindidas con
proyección en el otro, la expulsión o robo de órganos que buscan un alojamiento exterior,
la recepción de cuerpos extraños y ajenos que se refugian dentro de uno pero que pueden
amenazar o atacar a su receptor, tales son algunos ejemplos de este malestar kleiniano
tan primitivo como orgánico y anatómico. Para poner en marcha esos procesos,
traumáticos y defensivos a la vez, el psicótico dispone de diversos mecanismos. La
escisión, la fragmentación, la idealización y el juego de proyección e introyección son los
dispositivos que, según la autora, provocan y encauzan ese disparate corporal que
compone las primeras fases de nuestra evolución psíquica que están llamadas a
reproducirse mimética y regresivamente en el psicótico.

Seguramente, la crónica del automatismo carnal es una consecuencia derivada del


caos espacial que estruja al psi cótico. La incidencia espacial que desfigura al psicótico
es, a su vez, inseparable del derrumbe de la temporalidad que le retuerce. El tiempo y el
espacio son dos órdenes indisociables y simultáneos donde el delirio se va poco a poco
embalsamando. Tras la detención del tiempo en las figuras del instante y la inmortalidad,
que como veremos definen la relación del delirante con lo temporal, el espacio tradicional
se vuelve rancio e inapropiado para alojar la corporalidad del psicótico. Pues al volverse
infinito, debido al sacudimiento del tiempo longitudinal, que se somete a impensables
combinaciones, a instantes permanentes y a inextinguibles brevedades, el cuerpo
desaparece en tanto que cuerpo humano deja de ser algo mortal, la realidad que muere, y
encuentra otros desenlaces más díscolos: vuelve a Dios, a la animalidad o a la inercia de
las cosas. Ésos son los destinos psicóticos del automatismo carnal: endiosarse,

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bestializarse o cosificarse. Al delirio le corresponde un nuevo espacio sometido al tiempo
de lo eterno y lo instantáneo, donde los fragmentos del cuerpo corresponden a piezas
materiales, a partículas divinas o a bestezuelas infames y pestilentes.

Podemos admitir, en resumen, que en el cuerpo del esquizofrénico se encarna en


ocasiones una invulnerable divinidad. Otras veces, en cambio, son pedazos inanimados,
auténticas cosas materiales, las que ocupan la plaza de los órganos corporales. Esto
cuando no asistimos a una suerte de zootropía invasora, opción que encontró en la
licantropía un protagonista habitual de la escena psicopatológica durante muchos siglos.
Aprovechando para ello, eso sí, la facilidad que le permitía la hipótesis humoral de la
melancolía, capaz de conjugar con sencillez la participación del cuerpo con la astrología y
la metafísica.

El cuerpo del esquizofrénico es un enclave de primer orden sobre los arcanos de la


carne. Y uno de ellos, no menor, es la tenaz perseverancia con que llega a nosotros, sin
posibilidad de desprendernos nunca de él. Sea cual fuere su destino final, el cuerpo es
una constante y admite bien la definición que le reconoce, cristianamente hablando,
como aquello que no se eclipsa jamás: "Y resucitaremos con nuestro propio cuerpo". El
delirio, suceda lo que suceda, está también de cuerpo presente. Sobre esa invencible
presencia, que secretamente es una de las fuentes de la jactancia, la fatuidad o el
impudor del psicótico, se graban todos sus males corporales, la temible sucesión de
grotescas experiencias que le atormentan de continuo. Un universo de sensaciones
extrañas, a menudo indefinibles, se agolpa en lo que se ha convertido su externo interior:
distorsiones, deformaciones, negaciones corporales, fenómenos cenestésicos anormales,
hipocondrías enajenantes, posesiones e influencias físicas, disociaciones, simbiosis con
otros cuerpos o con lo extracorpóreo, agresiones canibalescas, parasitaciones imaginarias,
impresiones dismórficas, pericia alienada de los sentidos, malentendido de las mucosas.

El destino carnal del melancólico es distinto. Sufre otro tipo de oscurecimiento. Un


encogimiento diferente. Una astringencia del cuerpo, aparentemente sobria y severa, pero
que en realidad está pagando el castigo de un merecido ostracismo por su mala fe, por el
goce que palpita escondido bajo la disparatada austeridad de su tristeza. Una inversión
radical de los placeres que se desentiende de la prudencia que revela el sagaz juicio de
Cicerón: "Y sin embargo yo ya no llamo continencia a esa virtud que parece enfrentarse
al placer: yo en mi vida he disfrutado tanto con ningún placer como con esa rectitud"
(Cartas a Ático). Jamás se disfruta tan disparatadamente con la tristeza como lo hace el
melancólico. Su desvergüenza y su arrojo pordiosero repercuten en el cuerpo y dan lugar
a un automatismo carnal muy distinto al esquizofrénico. En su caso no asisti mos a la
fragmentación del cuerpo, sino a la reescriturización del mismo. El desprendimiento del
lenguaje no ha sido tan intenso. Las palabras no han explosionado arrastrando pedazos
corporales en su trayecto, sino que, amenazadas por un anunciado desalojo, han reescrito

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el cuerpo, quizá queriendo dejar constancia de su impotente enfado. Han aprovechado
que el cuerpo está escrito para garabatear sobre él. Escrito quizá con esa antelación con
que algunos autores defienden que antes es la escritura que el habla, el signo que la
palabra. El cuerpo es la biblioteca particular de cada cual, el alfabeto de la vida y la
muerte. En su fracaso, el cuerpo del melancólico intensifica artificialmente la grafía
natural y se muestra poblado de signos: de quejas, de dolores, de lamentos, de
presentimientos más o menos supersticiosos. O, en último extremo, cuando la melancolía
se invierte en un alarde final de impotencia, las palabras, alborotadas y enardecidas, ni
siquiera aciertan a inscribirse, pero, en un esfuerzo crepuscular, al menos se mantienen
unidas sin incurrir en ningún descuartizamiento mientras sobrevuelan el cuerpo en un
blablablá vacuo y maníaco (ideo-fugal) que discurre sin freno y sin otra intencionalidad
que emitir voces hasta formar una burbuja que le ofrece un refugio idóneo aunque
desamparado.

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Sin duda, la alucinación es una de las cuestiones más respetables de la psicopatología.
Y entre todas las preguntas que su análisis suscita, una de ellas, de interés no menor, se
dirige a las relaciones que mantiene con el delirio. Tradicionalmente, las alucinaciones
psicóticas, las únicas que aquí reclaman nuestro interés, se han entendido siguiendo la
definición inicial - casi por convención atribuida a Esquirol - como "percepciones sin
objeto". A la vez, se ha querido comprender que esas percepciones falsas, tan irreales
como las ideas del delirio, se acompañaban al igual que éste de una certeza y una
convicción irrebatibles. Así pues, por su convicción y por su irrealidad, la alucinación y la
idea delirante coincidían en todo salvo por aquello que, en principio, pudiera diferenciar a
la idea de la percepción.

Bajo estas condiciones cabe formular el primer abordaje del problema. Tras una
impresión inicial, según acabamos de observar, el delirio y la alucinación se asemejan en
todo salvo en que uno es una idea y la otra una percepción. Sin embargo, este cómodo
paralelismo, que permite una separación ingenua pero eficaz, despierta muchas sospechas
y hace dudar sobre su acierto y lozanía. En primer lugar, porque en tanto que la idea
delirante sí parece una idea pese a todos sus particularismos, no podemos decir lo mismo
de la percepción alucinatoria, que ofrece pocas pruebas de ser una percepción. En
condiciones normales, la diferencia final entre percepción e idea se sostiene por la
presencia de un objeto que encauce y afirme la percepción dándola consistencia
diferencial. Así que, suprimido el objeto en la realidad - siguiendo la propia definición
inicial de alucinación-, la distinción se desplaza al seno mismo de la idea, dado que el
agregado físico, antes imprescindible, se ha esfumado. Desde ese momento, diremos que
la idea es alucinatoria si posee un contenido perceptivo o si su componente imaginario
(sensorial) es intenso, sin que intervenga la percepción en sentido estricto. En los demás
casos, la idea es delirio.

La dificultad se adensa si nos remitimos sólo a la realidad interior, donde los objetos
de las percepciones - apercepciones en este caso, según la terminología antigua - son
precisamente ideas y no cosas materiales. El dilema de las llamadas pseudoalucinaciones
- o alucinaciones psíquicas-, que tienen todo de alucinaciones salvo lo que parece
fundamental, puesto que se representan en el espacio interior del pensamiento sin
existencia externa - o psicosensorial-, son el vivo ejemplo psicopatológico de este

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intrincado laberinto conceptual. La cuestión es tan ardua y a la vez tan evidente, sobre
todo si se aprecian las dificultades insalvables de los psicóticos cuando se les solicita que
precisen las cualidades sensoriales de la alucinación, que no son pocos los autores - por
ejemplo, Merleau-Ponty - que llegaron a sostener que la alucinación no era una patología
de la percepción. O bien optaron por hablar, antes que de percepción sin objeto, de
"percepción imperceptible" y de "percepción sin percepción". Así las cosas, las
pseudoalucinaciones merecerían ser, aunque sólo fuera por esa su mayor complejidad
que las aproxima a la realidad alucinatoria más propia, las alucinaciones verdaderas, las
más genuinas, si no las únicas, al carecer de objeto exterior también por definición.
Circunscritas en torno a los objetos internos, siempre de difícil perfil, la idea y la
percepción se vuelven más indiferenciadas que nunca. Todas las alucinaciones psicóticas,
en consecuencia, serían a la postre pseudoalucinaciones, falsas alucinaciones.

En segundo lugar, la desigualdad entre delirio y alucinación se torna, si cabe, más sutil
y delicada si apelamos a las relaciones entre pensamiento y lenguaje. Pues en este caso
tropezamos con el escollo de tener que medir el componente lingüístico que sostiene todo
concepto, incluidos los que corresponden a las representaciones perceptivas. En un
mundo hablado como el que ocupamos, resulta imposible imaginar una percepción sin
que la representación que completa el trabajo de los sentidos utilice el soporte de la
palabra. Si vemos las cosas del mundo es porque luego podemos contar como son. No
las contamos porque las vemos, sino que, al revés, las vemos porque las contamos.
Lógicamente, entonces, el protagonismo de la palabra es mayor si ha desaparecido el
objeto externo de la percepción, como sucede en las alucinaciones. De hecho, la
evidencia clínica de este suceso invadió el estudio psicopatológico y fue dando una
relevancia creciente a las llamadas alucinaciones ideo-verbales, hasta el punto de que,
ante la generosidad de su presencia, se pudo llegar a pensar fundándose en el substrato
lingüístico de toda representación que, a la postre, todas las alucinaciones eran en el
fondo alucinaciones verbales, esto es, no otra cosa que pseudoalucinaciones. De nuevo
se concita, ahora por otro camino, la conclusión de que la pseudoalucinación, fuera lo
que fuese, era la alucinación por excelencia. La falsa alucina ción, la alucinación más
débil y conceptualmente más atropellada, es, por así decir y contra todo pronóstico, la
alucinación verdadera.

Como se aprecia, si llegados a cierto nivel la percepción y la idea son de difícil


separación, más lo son la alucinación y el delirio, pues la confusión entre ellos se agudiza
cuando crece el componente psicopatológico. Es una regla general, pocas veces
desmentida por los hechos, que el sincretismo de los elementos se agranda con la
enfermedad. El componente propiamente perceptivo que entra en juego en las
percepciones normales, da muestras de haberse ausentado ante la alucinación. De este
modo, todo el peso del problema cae del lado delirante de la balanza. Un ejemplo
ilustrativo de este desvío le encontramos en las propias palabras de algunos alucinados

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cuando dicen oír, verbigracia, "voces insonoras" o, mediante una expresión análoga, "ver
invisibles". Estas fórmulas, por su contradicción, son un bello ejemplo de unas ideas de
contenido perceptivo a las que les han sustraído precisamente las cualidades sonoras o
visuales de la percepción. A la misma conclusión, aunque con otro matiz aún más sutil,
nos conduciría esta otra precisión de una enferma de Séglas: "No oigo hablar, siento
hablar". En otros casos observamos que sucede al revés. No tropezamos con una
percepción a la que se le ha robado su componente sensorial para dejarla sólo en idea,
sino que nos encontramos primitivamente ante una idea, muda en su constitución, que
alcanza una inexplicable resonancia perceptiva, un eco ruidoso que se impone y la
acompaña. En cualquier caso, lo que lo que resulta evidente es que, en todas estas
ocasiones, no se trata en sentido estricto de una percepción sin objeto, según decreta la
definición convencional, sino más bien, según subraya Francisco Pereña, de una
"percepción sin sujeto": sin un sujeto de la palabra que sea capaz de dominar y encauzar
la percepción hacia su cap tación y su expresión naturales. Estaríamos, más bien, ante el
remedo de percepción que se adhiere a las ideas de quien ha perdido casi del todo el ya
menguado gobierno que cualquiera posee sobre el lenguaje. En eso podría consistir,
sumarísimamente dicho, lo que es la alucinación.

Por otra parte, cuando los fenómenos alucinatorios son primitivos y están aún poco
elaborados, la necesidad de significar resulta mucho más evidente que la de percibir. Nos
preguntamos, entonces, si no es eso lo que sucede con las manifestaciones en forma de
ruidos, crujidos o visiones lumínicas fulgurantes propias del automatismo, que si bien se
hacen presentes con frecuencia en el discurso del psicótico, especialmente en el
esquizofrénico, sólo parecen puramente sensoriales en el momento originario, cuando son
realmente fenómenos elementales, antes por lo tanto de irse cargando de significado. Y
en esos momentos tan primitivos también es lícito pensar que, mejor que percepciones,
son huecos o vacíos en el universo simbólico que habitamos - alucinaciones negativas
absolutas, podríamos decir con aventurada expresión-, oquedades enigmáticas
acompañadas de un alto nivel de ansiedad y, por supuesto, inefables. Escotaduras de la
realidad o concavidades del lenguaje que parecen estar a la espera de ser recubiertas de
cualidades sensibles y que, al no producirse éstas con prontitud por carecer de soporte
objetivo sustitutivo, en su ausencia lo harán de una anhelada significación delirante.

Así las cosas, en todas las ocasiones la percepción del alucinado parece sacrificada.
Lo cual no obsta, pese a su deserción, para que nosotros sigamos denominando en
nuestro lenguaje profesional alucinaciones a una cosa y delirios a otra, pero, en el fondo,
el cuerpo común es el delirio, cuyo discurso es de contenido sensorial - o imaginario, si
se prefiere este término - en el caso de la alucinación, y concep tual, principalmente,
cuando aludimos al delirio. Sucede además, en este orden de cosas, que el delirante,
menos que nadie, no puede prescindir de la temática perceptiva, pues piensa desde el
cuerpo, frotando las palabras sobre la piel y los sentidos de un modo primitivo. Ese valor

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sensorial del pensamiento psicótico es el que vuelve indisociables la alucinación y el
delirio, obligándonos a pensar siempre que, en el dominio de las psicosis, hablar de
alucinación delirante es un pleonasmo indómito en el que, querámoslo o no, incurrimos
de continuo.

Cuestión distinta es que entendamos la alucinación a partir de una percepción real a la


que se incorpora una interpretación delirante. En este caso no partimos de una
percepción sin objeto, sino de un objeto mal interpretado o, mejor, de una percepción
delirada. De ello trataría la conocida "percepción delirante" de Kurt Schneider.
Identificada como síntoma primario de esquizofrenia, por su frecuencia y por su
especificidad, viene siendo entendida igual que una percepción normal a la que se
concede un valor de extrañeza, de imposición y de carácter revelador. Pero, sea como
fuere, también en esta ocasión lo perceptivo escurre el bulto y se sitúa a espaldas de la
interpretación a la que se subordina. No resulta tanto, entonces, una percepción de algo
que no existe cuanto de una percepción delirantemente considerada.

Al fin y al cabo, sólo las alucinaciones conocidas como alucinosis llegan a poseer un
componente sensorial evidente. Aunque, eso sí, por su origen fisiológico, la disminución
del nivel de conciencia que suele acompañarlas y la clara impresión de anormalidad que
siente quien las padece, poco tengan que ver con las alucinaciones que aquí estudiamos.
Y algo similar sucede con las dudosas alucinaciones del neurótico. La llamada alucinación
histérica, mezcla vertigino sa de ilusión, percepción errónea y proyección de contenidos
internos es poseedora de todos los elementos posibles de la perturbación salvo los que
definen al delirante y las psicosis. Como siempre, sólo el marco clínico nos orientará
finalmente, más allá de la simple descripción, sobre si se trata de una alucinación
neurótica, en caso de encontrarnos clínicamente en el campo de la histeria, o se trata más
bien de una alucinación en verdad psicótica si la experiencia que enjuiciamos sucede en el
terreno del delirio.

La descripción, en suma, se empaña con facilidad, muestra sus limitaciones y se


inclina ante la soberanía discriminativa de la estructura clínica sobre la que trabajamos.
Porque, por ejemplo, ¿cómo diferenciar, descriptivamente hablando, un prurito
fisiológico de origen local del prurito de una somatización o de un prurito alucinatorio, si
no es ayudados, ya al margen de la fenomenología, por el contexto psicopatológico? ¿Y
qué pensar de un dolor alucinado?

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Podría pensarse que la aparente irracionalidad del delirio excluye un armazón lógico.
Pero no son pocos los que en el delirio han visto un buen ejemplo de rigor razonante, de
coherencia y seriedad de pensamiento. "Los locos, más o menos, razonan todos",
sostuvo sin prejuicios Pinel. No es injusto, por lo tanto, considerar el delirio como el
supremo estratega racional de la psicopatología. Incluso, como tendremos ocasión de
apreciar, son más de una las acepciones de verdad ante las que el psicótico resulta un
estricto observante y un sabio investigador.

No obstante, muy a menudo se ha impuesto la suposición contraria, quizá porque se


ha insistido demasiado en medir el pensamiento delirante desde el modelo de la lógica
formal. Y, enjuiciado desde ese ideal de las ciencias exactas, no es extraño que haya
aparecido siempre a la manera de una desviación imperfecta de la norma. Sin embargo,
algunos estudiosos han preferido mantenerse a mitad de camino y, sin llegar a desdeñar
cierto carácter lógico del delirio, tampoco se han apartado totalmente del modelo de la
matemática. Han preferido aceptar la existencia de un estadio lógico intermedio que
vendría a ocupar con soltura el pensamiento psicótico. Bajo la denominación de
pensamiento prelógico, mítico o salvaje, según la orientación de los principales autores,
su conclusión venía a armonizar la razón y la sinrazón en un equilibrio inédito pero de
cualidades aún primitivas (Vigotsky, von Domarus, Kasanin, Arieti, Levy-Bruhl, etc.).

Otros autores han sido más críticos con la idea de estos estilos discursivos inferiores
(véanse Vernant o Lévi-Strauss), prefiriendo defender, frente al acoso del modelo
científico, la presencia de racionalidades distintas, no disminuidas ni inmaduras o
preliminares, sino acomodadas conspicuamente a unas necesidades antropológicas o
psicológicas diferentes.

También para nosotros el cambio de espacio racional es el que determina el carácter


del razonamiento delirante y no las exigencias de un modelo matemático universal o una
dependencia estricta de la estadística y el experimento. Desde el punto de vista que aquí
nos atrae e interesa, la lógica que rige el delirio es otra lógica, ni formal ni informal, que
ha sido reconocida por el psicoanálisis como lógica del síntoma. El síntoma, interpretado
desde sus estrategias racionales de conocimiento, de defensa y de ocultación, es el
instrumento intelectivo que mejor puede dar cuenta de la razón delirante que ahora

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tratamos de enjuiciar.

Aparte de su alejamiento formalista, esta elección supone que nos mostremos


también pesimistas ante la posibilidad de aislar unidades narrativas en el texto delirante
(deliremas) que puedan ser interpretadas independientemente, igual que si se tratara de
alegorías o metáforas de algún sentido oculto y primordial susceptibles de traducirse. El
deli rio, en este sentido, no es traducción de nada ni es traducible a otro idioma: se piensa
directamente en delirio. Tampoco cabe, por el mismo motivo, aplicar al delirio el modelo
onírico, que también nos remite a la posibilidad de trasladar un lenguaje, el de los sueños
(y en este caso el delirante), a otra lengua, la convencional. El delirio se agota en sí
mismo, en su propia estrategia racional, de modo semejante a una respuesta ciega que
llega terriblemente antes que la pregunta. El delirante antes que preguntar supone. Las
expresiones "tú ya sabes" o "vosotros sabéis" preludian a menudo cualquier intento de
diálogo y agostan su curiosidad.

A lo primero que nos obliga la lógica del síntoma es a enjuiciar el delirio, más allá de
valoraciones negativas, como un compromiso constructivo del sujeto. Es decir, nos exige
valorarlo no sólo como un déficit, que lo es, sino también como una respuesta creativa
del psicótico. No estamos únicamente ante restos defectuosos del pensamiento, ante
peladuras desprendidas de una función alterada y destruida, o frente a la liberación de
estratos inferiores del psiquismo que imponen su arcaica razón a las capas más elevadas
del raciocinio (según defienden las tesis inspiradas en modelos jacksonianos).
Observamos, por contra, que el delirio es también el resultado de un esfuerzo creativo
del psicótico, quien a través de lo que se ha podido denominar "trabajo delirante",
"novela delirante" o "momentos fecundos del delirio", va edificando su propio domicilio
racional por encima de las experiencias pasivas, parásitas o automáticas que han invadido
su espacio mental. Por lo tanto, la lógica del síntoma, en esta primera aproximación, es
una llamada de atención sobre la restauración y reparación que pone en marcha el
psicótico; esa tarea que le permitió a Freud sostener que, antes que nada, "el delirio es un
intento de restablecimiento y reconstrucción".

Desde el punto de vista terapéutico, una consecuencia obvia de esta lógica sería la
consideración, conveniente en algunos casos, de proponer al psicótico el delirio más que
reprimirle, ofreciéndonos paradójicamente a enseñarle a delirar. Actitud que aunque no la
llevemos a cabo - y no tanto por no sentir su importancia, sino por la imposibilidad de
realizarla - nos viene a recordar al menos la necesidad de no oponernos frontalmente al
delirio y respetarle como una ortopedia a menudo crucial para algunos seres humanos.

Por otra parte, las obligaciones lógicas nos exigen, sin duda, que atendamos al
sufrimiento que revela todo síntoma, pero sin descuidar, a la vez, la satisfacción que
implícitamente imprime. En el delirio hay un doble estilete: de dolor y de angustia, por

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supuesto, pero también de un inesperado goce que se oculta a la observación superficial.
"Nadie abandona de buena gana sus síntomas", nos advirtió Freud con una sentencia que
nos sirve para ilustrar la renuencia que cualquiera muestra a la hora de prescindir de sus
síntomas que, a fin de cuentas, son nuestros recursos defensivos más pródigos. Además,
en el psicótico, la complacencia oculta con el síntoma se traslada pronto al contenido
explícito del delirio. El goce inconsciente que todos los mortales ocultan bajo la queja de
su síntoma, se desplaza con facilidad por el espacio mental del psicótico hasta mostrarse
bajo la apariencia de una ostentación consciente. No es concebible el delirio sin que
aparezca pronto el alarde de la omnipotencia. "Me he tornado casi invulnerable", afirma
Schreber bajo ese estímulo de plenitud. Una jactancia que se superpone sobre la otra
gran idea del delirio, la que hace referencia a la magnitud del perjuicio padecido. Sin
perjuicio no hay delirio, pero tampoco sin que un Dios surja en medio de su contenido
para que le preste o procure su potente megalomanía al psicótico. La tentación de ser
Dios suple con creces, si cabe decirlo así, al espacio tentador de la seducción al que
apenas tiene acceso. La posibilidad de manejar los hilos de la creación sustituye el
ejercicio atlético del deseo que sostiene la vida de los neuróticos. Los clásicos ya
analizaron, a su manera, esta deducción tan curiosa pero indoblegable. El llamado
"silogismo de Foville" designaba este paso lógico de la persecución a la grandeza que
colorea la evolución idealizadora de los delirios.

Ahora bien, el psicótico no quiere ser un dios solitario, al menos en su delirio. "Mejor
perseguido que solo", dice un conocido aforismo psicopatológico que nos recuerda el
consuelo que supone tener a todo el mundo en contra. Pero observada desde el lado de
la megalomanía, la solicitada presencia del otro no sólo viene servida por la persecución,
sino también por la impresión de autorreferencia que rodea sin descanso al psicótico.
Pues la lógica interna del síntoma transforma de continuo la alusión padecida en
merecida distinción. Pensar en un delirante es hacerlo sobre alguien que se siente aludido
por sus merecimientos, que vive el mundo como si éste hubiera puesto sus ojos sobre él
y en el mismo acto hubiera quedado capturado por la relevancia del personaje que viene
de conocer. Y si no es el mundo entero, lo será alguno de sus más elevados jerarcas que,
ciertamente, disfrutarán con el daño que le causan, pero también tendrán que envidiarle y
defenderse, en último extremo, de la magnitud insospechada del poder que el delirante
acaba por ejercer. "Por cierto - escribe Schreber al respecto-, Dios no es ni fue nunca el
ser de perfección absoluta que la mayoría de las religiones ven en Él." De esta manera,
vigilado, perseguido y aludido, el psicótico acaba formulando una nueva teología en la
que el enfermo retoma ideas gnósticas y neoplatónicas muy antiguas que el delirio pone a
su disposición. Nuestro psicótico más enciclopédico, por ejemplo, formula en la siguiente
frase ideas tradicionales de la mística: "En el reino de Dios probablemente había
prevalecido en todo tiempo una sensación de que, por grande y soberano que fuera, el
orden del Universo no carecía de su talón de Aquiles".

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Junto a la omnipotencia, en suma, la alusión. Sin la referencia que le imprime la
amenaza de transparentarse a que le ha condenado la psicosis, y que parece atraer como
un imán a los demás potenciando la autorreferencia, el delirio no se desenvuelve en su
lógica interna, que consiste, entre otras cosas, en desconocer completamente la generosa
indiferencia de los demás. O la realidad le concierne personalmente (Le concernement de
Grivois) o el delirio se desmorona. O algún poderoso sostiene su placer en el perjuicio
que le causa - a él, sólo a él - o el delirio se disuelve. O las circunstancias abandonan su
propia dinámica y orientan, cargadas de misterios, el rumbo hacia su persona (anástrofe
de Conrad) o el delirio se decapita. Si hay revelación en el delirio (apofanisis de Conrad)
es porque el mundo se le declara y manifiesta. Si existe la salvación lo será porque la
Humanidad le espera como a su mesías. Si hay Juicio Final será porque el orbe entero le
aclama como redentor.

La lógica del síntoma, por consiguiente, y a modo de conclusión, se ordena en torno


a estas tres estructuras cognoscitivas, tres exigencias discursivas indesplazables: la
construcción en la destrucción, la satisfacción omnipotente en el perjuicio y la
autorreferencia en la soledad.

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Una de las constantes creativas del delirante, confeccionada con los ingredientes que
le presta el flujo caótico de significantes - en el principio fue Caos-, dotada además del
mismo rango que el perjuicio, la referencia o la megalomanía, las otras tres grandes
matrices constructivas del delirio, guarda estrecha dependencia con el automatismo. Por
dos motivos: por el carácter lingüístico de sus elementos y por el poder y soberanía que
pretende ejercer en el dominio de la palabra. Nos referimos a la posibilidad de una lengua
universal.

En general, observamos que con mayor o menor intensidad, con una elaboración más
o menos rica y de un modo manifiesto o latente, todos los delirantes demuestran interés
por manejar, poseer o fundar una lengua universal. Una lengua básica o primordial que
someta al resto a una expresión única y común. El hecho podría tener su asiento en la
condición abstracta - anidéica, neutral y atemática - con que hemos identificado el
automatismo. Pero también se alimenta de la añagaza de que el lenguaje es uno de los
pocos medios de que dispone el hombre para reconquistar su divi nidad. El psicótico va a
encontrar en esa nueva lengua que intenta crear su parrhesía, su libertad de hablar.

Es cierto que todo lo abstracto encierra una posible aplicación general. Pero el
delirante transforma esta generalidad proporcionada por el automatismo, puramente
formal, en un uso omnipotente y universal que él mismo, desde su estrenada condición
de señor del lenguaje, cree gobernar. El camino que va de la simple abstracción a la
unidad y al totalitarismo de la universalidad da la impresión de estar muy frecuentado por
las psicosis. Enfocándola desde el automatismo podemos entender la vocación del
psicótico -ya sea como atracción o como nostalgia - por contar en su horizonte delirante
con referencias suficientes a una lengua unívoca y poderosa que someta a todas las
demás. Que las reduzca a una forma común y a un contenido que entrañe un sentido
exclusivo e invariable. La omnipotencia que el delirante incorpora a la singularidad
abstracta de los fenómenos elementales se orienta de este modo hacia el lenguaje.

Cabe imaginar, en efecto, que para allanar su delirio, el psicótico necesite trazar unos
surcos nuevos del lenguaje que le permitan suplir, a su manera, el surco del que
etimológicamente el delirio le ha apartado (recordemos de nuevo el citado delírare).
Sobre estos surcos iniciales, que traza en el pensamiento con los rebeldes significantes

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que ha cogido prestados del síndrome automático, irá tejiendo paso a paso su delirio.
Podríamos pensar que al igual que la urbe romana crecía en torno a dos surcos (cardo y
decumano) que de Norte a Sur y de Este a Oeste se cruzaban en un punto central, donde
quedaba fundado el campamento primitivo, del mismo modo nacería la nueva ciudad
racional que va a habitar el psicótico, no sin grandes dificultades, a poco de experimentar
el automatismo.

Ahora bien, la ciudad delirante, al igual que la urbe romana miraba por la seguridad y
abastecimiento de sus habitantes, se construye en referencia a una lengua que, eso sí, le
abastece de sentido y detrás de la cual se refugia como si fuera su mejor baluarte. "Ea,
edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo y nos crearemos un
nombre, no sea que nos dispersemos por la haz de toda la tierra." El Babel de lenguas
también afecta al psicótico y moviliza sus necesidades. Su anhelo por construir una
lengua fundamental, una "nueva lengua erudita", según Schreber, no impide, sino que
provoca, igual que en el relato bíblico, la penitencia del exilio y el merecido de la
incomprensión, del mismo modo que les padece superlativamente el psicótico. Si bien en
este caso, en vez de dividir su lengua en setenta y dos, igual que sostenían los
comentaristas medievales, la condena de Dios fracciona el lenguaje del psicótico hasta la
incoherencia si fuese necesario, por haber aspirado de nuevo, con soberbia narcisista, a
imponer un único nombre. Sin embargo, pese a la reprimenda constante y a todas las
sanciones que le fulminan, el delirante no dispone de otros medios para hablar que la
lengua originaria que propugna y de cuya ufana tiranía no puede escapar. No obstante,
una lengua originaria como la suya, nacida de un brote de abstracciones, seguramente
sólo puede aspirar al rango de lo universal, pero en su ambición desmesurada y sin
límites pierde lo esencial, la sobredeterminación de las palabras, esto es, el valor
multisémico que permite la aproximación y el alojamiento del otro. Pues, mientras las
cosas se digan de una única manera, conforme pretende el psicótico en su intento de
evitar la poliglotía, nunca podremos coincidir con los demás. Sin equívocos no hay
hospitalidad y el sujeto se vuelve turulato. Ha olvidado que aquel singular descubrimiento
de que el universo estaba escrito en lenguaje matemático no hacía referencia del todo a
las criaturas que lo habitan.

Alejado de la lengua materna, el psicótico añora la unidad del lenguaje y aspira,


insistentemente y con todos sus medios, a una suerte de matemática, a un álgebra precisa
y bivalente que nada más tolere el Si o el No de la valoración dicotómica, y el Bien o el
Mal de la moralidad maniquea. La lengua fundamental es el retorno a una nueva lengua
materna, muy solícita en su generalidad pero que le embota en la ambición de la
universalidad. El asunto es racionalmente tan poderoso que, en parte, podemos hacer
depender de él dos propiedades esenciales del saber delirante: la convicción y la
monotonía. La primera porque la intransigente alternativa del blanco o negro, que no
dobla nunca su brazo dual - apofíntico-, le presta un punto de apoyo firmísimo a la

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convicción, pues es más fácil estar convencido de algo cuando lo contrario es lo
radicalmente opuesto. La segunda porque, por los mismos motivos, el delirio resulta
obligadamente repetitivo y monótono - al fin y al cabo todos los delirios, hasta los más
eximios, se hacen pronto aburridos - por no poder escapar de un sentido exclusivo y puro
que impide la provisión metafórica de variantes. Ni siquiera ante los casos de más
profusa imaginación podemos esperar una fecundidad progresiva. El éxito del delirio
radica necesariamente en que siempre dice lo mismo y, además, no puede decir otra
cosa. Es fácil de entender, por lo tanto, que a su juicio siempre tenga razón y nunca se
equivoque. Si al delirante no le perturba la ambigüedad ni la contradicción es porque sólo
dice lo que dice. Ni una letra más. Ni un sentido añadido. Ningún delirante puede tener
varios delirios. Ni el hombre, varias vidas.

El proyecto de una lengua perfecta que imagina George Orwell en 1984 guarda
ciertas analogías con la pretensión del delirio que estamos analizando. En su obra,
propone una neolengua que remplazaría a la vieja lengua hacia el año 2050. La intención
utópica de esta lengua, según escribe, sería disminuir el área de la razón e imposibilitar
otras formas de pensamiento. Es decir, algo muy semejante a lo que exige el psicótico en
el dominio del delirio. Su estrategia para alcanzar este fin también es muy similar.
Consiste en inventar palabras y a la vez eliminar todas aquellas de las que se pueda
prescindir hasta reducirlas al mínimo indispensable. El resultado final, siguiendo el autor,
lograría que "todas las ambigüedades y distintas variaciones de significado habrían sido
purgadas". Una precisión equivalente observamos en el destino de la palabra delirante,
especialmente en el neologismo y la holofrase, dos de las construcciones verbales más
patognomónicas del psicótico, que vienen a intentar corregir la logorrea incoherente, la
verbigeración, la logolatría, los juegos absurdos de palabras y la discordancia verbal, esto
es, ese caudal de síntoma que se ha querido integrar bajo el concepto de esquizofasia.
Por neologismos se entiende palabras inventadas para referirse a significados antiguos o
inéditos; y por holofrases, palabras que pretenden condensar frases enteras en la unidad
de un vocablo.

El psicótico siempre viene, en su ansia reparadora, a reconstruir lo que ha perdido, o


a intentarlo al menos. En ese empeño, tanto puede experimentar que las palabras se han
vuelto cosas materiales, que se ven y se palpan, capaces de agredirle y dolerle
físicamente, como purificarse en entes espirituales dignos de la alta función del Verbo: la
revelación. De ahí su ambivalencia constante con las palabras. Su necesidad de suprimir
algunas, por amenazantes o hirientes, y el requerimiento de acuñar otras de significado
completo. En ambos casos, lo que promueve los cambios es su rechazo del carácter
ambiguo y puramente diferencial de las palabras. Una palabra sólo tiene sentido si otra
viene en su ayuda y poco después otra y otra más. Este apoyo, consustancial al lenguaje,
es el requisito de la palabra en condiciones naturales que el psicótico intenta suprimir en
su ambición de procurarse una lengua universal, un molde distinto donde fundir las ideas

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anteriores para dar luz a las nuevas del delirio. De ahí el cuidado que en la nueva lengua
se debe prestar a las palabras elegidas, a su contenido y a su sonido: el eufemismo al que
alude Schreber - la gran riqueza en eufemismos de la lengua fundamental - y que también
está presente en la alegoría de Orwell: "En neolengua, la obsesión de la eufonía pesaba
más que cualquier otra consideración, salvo la exactitud del significado".

El programa de la nueva lengua, aunque se agudiza con la modernidad, viene de


lejos. Ya durante el Renacimiento se empezó a pensar que los melancólicos poseían el
don de lenguas, la glosolalia, y en especial que eran capaces en algunos casos de hablar
súbitamente en latín - lengua universal de la época - sin conocerlo. El libro sobre la
melancolía de Andrés Velázquez, publicado en Sevilla en 1585, se preguntaba en el
subtítulo si "el rústico puede hablar latín, estando frenético o maniático, sin haberlo
estudiado primero". La multiplicación posterior de los intentos de crear nuevos lenguajes,
especialmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, que nos dejó un inventario
larguísimo y turbador del que sólo salió triunfante el lenguaje unívoco e imposible de
vocalizar de la lógica, no puede ser ajena a la sintomatología cada vez más esquizofrénica
de la psicosis, más copiosa en fenómenos elementales verbales, y a la matriz
neolingüística que apreciamos en los delirios. En este campo, como en tantos otros, el
psicótico no es más que un síntoma extremo de lo que más tibiamente está sucediendo en
la sociedad.

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Pese a su identificación precipitada con la falsedad y el error, los juegos que mantiene
el delirio con la verdad no son simples subrogados. En la retórica delirante siempre hay
una promesa de verdad. Ya Shakespeare aludió a que había método en la locura, con lo
que vino a atraer nuestra curiosidad sobre la cuota de razón que tras la sinrazón se
esconde. Kant insistió con sorpresa en lo mismo: "Es, empero, admirable que las fuerzas
del alma destrozada se coordinen, sin embargo, en un sistema, y la naturaleza tienda
incluso en la sinrazón a introducir un principio que las una, a fin de que la facultad de
pensar no permanezca ociosa, si bien no para llegar objetivamente al verdadero
conocimiento de las cosas, al menos para atender de un modo meramente objetivo a la
vida animal" (Antropología). El apunte de Kant es especialmente sabroso porque, además
de conceder un sistema a la locura, pone la razón al servicio de una actividad que no
coincide necesariamente con el conocimiento. También puede ser otra cosa. Por ejemplo:
un refugio.

La verdad que habita en el psicótico proviene de distintas fuentes. Freud - por


empezar con su porfía intransigen te - nos advirtió que es el reconocimiento del núcleo
de verdad del delirante el que nos proporcionará finalmente la base para desarrollar el
trabajo terapéutico. Freud promueve esta condición inesperada y de genio: sólo
admitiendo la verdad del psicótico se puede presumir su tratamiento. Pero limitado aún
por su modelo de las neurosis, del que nunca llega a desprenderse del todo, enjuicia esa
verdad delirante como una verdad histórica que, traída desde "la represión de lo olvidado
y el pasado primigenio", viene a "sustituir el fragmento de realidad que está siendo
negado en el presente" (Construcciones en psicoanálisis). De este modo, unos contenidos
auténticos del pasado - que no falsos pese a su vestimenta delirante - vienen a sustituir a
otros actuales. El delirio, entonces, es un simple avatar de la verdad que revela una
verdad histórica insoportable. Inoportuno y desenfocado, sin duda, pero, en esencia,
certero. Tan cierto, que Freud está dispuesto a apostar por su interpretación y
preguntarse, en una paradoja incontenible, si "mi teoría no integra más delirio del que yo
quisiera o el delirio más verdad de lo que otros creen hoy posible" (Observaciones
psicoanalíticas sobre un caso de paranoia). Verdad y delirio se reparten, a partes casi
iguales, entre razón y locura.

Sin embargo, la verdad del delirante no se reduce a esta transposición de contenidos

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mentales del pasado, más o menos despintados pero evidentes. Posee otros matices.
Podemos encontrarla en el testimonio verdadero con que el delirio nos obsequia acerca
de la participación del círculo personal del psicótico en la génesis de su sufrimiento. La
verdad del delirio proclama que el infierno que le abate proviene de unos antecedentes
igualmente infernales. Aludiendo de este modo a que los protagonistas de su entorno,
comprometidos en alguna iniquidad social y cierta destemplanza familiar, no pueden
presumir al completo de su inocencia, aunque, como veremos al final de este ensayo,
tampoco lle gamos a conocer su culpabilidad. Artaud sugiere que "en todo demente hay
un genio incomprendido del que causó pavor la idea que despuntaba en su mente, y que
sólo en el delirio pudo encontrar un escape a las opresiones que la vida le había
preparado" (Van Gogh, el suicidado de la sociedad). La verdad delirante cabalga a lomos
de una justa acusación cuyo destinatario se ignora.

El grito del psicótico desnuda la verdad de su alrededor. Si incomoda es en parte


porque desenmascara a los que le rodean. Como nuevo bufón de la modernidad, a
menudo viene a indicarnos el substrato oculto de nuestras intenciones y nuestra realidad.
En este orden de cosas, nadie puede competir con la agudeza del paranoico. En la crítica,
la interpretación, la valoración o la imputación del paranoico, siempre cabe observar su
puntual perspicacia para vislumbrar ese detalle verdadero de la realidad que normalmente
tiende a pasarnos desapercibido. Lo que viene a demostrar la penetración del paranoico
es la existencia de una doble cara en todos los fenómenos, así como el margen de acierto
inevitable que posee quien ha hecho de su pensamiento un inversor de todas las
intenciones. Y en este ejercicio no participan sólo las personas, pues las cosas, sometidas
también en este aspecto a una organización que las ordena, pueden estar para el
paranoico tan llenas de propósitos y tan vivas como las gentes. No digamos si esas cosas
no son simplemente materiales, sino sociales o estructurales: instituciones.

No concluyen aquí las facetas de la verdad que estudiamos. Pues, sin ir más lejos,
hay otra forma, aparentemente débil, que irradia desde la simple fuerza de la convicción.
Aunque el lado extravagante e irremediable de la convicción delirante nos repulse, toda
creencia, por sí misma, posee un grano de verdad que transmite su poder y contagia. Y
este efecto, en parte tendrá que ver con nuestra incorregible tendencia a la credulidad.
Siempre parece que estemos necesitados de verdades en las que confiar. Pero, sobre
todo, grana desde un brote de piedad que a menudo nos crece. Pues tanta fe expone el
delirante en sus creencias que, aunque dudemos de la realidad de su propuesta, no
podemos hacerlo de la imperiosa urgencia de la que nace. Una opinión tan firme tiene
que responder a una necesidad igualmente intensa, y esa tensión nos hace
desentendernos del error inflexible de su creencia para dejarnos llevar por el desamparo
verdadero de donde parte. Como si, a ojos cerrados, tendiéramos a identificarnos
espontáneamente con el desvalido cuando bajo el estruendo de sus palabras le
sorprendemos en su soledad desairada. Algo nos inclina desde ese momento a dar la

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razón al delirante, obligándonos a comprender. En cualquier caso, siempre es oportuno
advertir que, dado que no nace de la demostración, sino de la realidad del dolor, la
verdad aquí es más empática que probatoria. Surge de una sinceridad tan arrolladora que
adopta la imagen poderosa de la verdad. Además, aunque nos distraiga con los brincos
del delirio, el delirante sólo nos habla verdaderamente de su soledad. Soledad que nos
obliga a creerle porque nos embarga.

Con todo, al psicótico se le ha reconocido con frecuencia por su compromiso con la


verdad. De hecho, la convicción del delirio de la que acabamos de hablar es uno de los
componentes que forman parte de esa voluntad. En general, puede afirmarse que todos
los elementos de verdad que analizamos en este capítulo son subsidiarios de pertenecer a
esa fuerza de saber que impulsa al delirante. Vigor psicótico que ciertamente no coincide
con el deseo de saber del científico, ni se superpone al deseo entrecortado del neurótico
por conocer sobre su inconsciente, pero que es dueño de una energía hacia la verdad no
desdeñable. Si los psi cóticos siguen vivos pese a su devastación interior es porque,
asombrosamente, aún necesitan saber y obtienen, a su alabeada manera, el premio de la
curiosidad. Oportunamente definió Chesterton al loco como "aquel que ha perdido todo,
todo menos la razón" (Ortodoxia). Bien pensado, el psicótico en último extremo sólo es
razón, pues locuras razonantes lo son todas y no sólo las paranoicas. "Los locos, más o
menos, razonan todos", afirmó Pinel como patriarca de nuestra disciplina. "La
enfermedad me puso en razón", llegó a decir ya al final de su obra Nietzsche (Ecce
Hongo). Si algo verdadero tiene el delirio es esa ansia de verdad y sentido que le
acompaña. Anhelo que no tiene otro origen que el agónico afán del propio sujeto
psicótico por recuperarse y reconstruir el edificio mental derrumbado. El propio
Nietzsche afirmó con su peculiar aplomo que "la falsedad de un juicio no es ya para
nosotros una objeción contra el mismo" (Más allá del bien y el mal). Y aquí no puede
argüirse que escasa es la verdad que precisa del delirio para expresarse, pues por los
mismos motivos habría que hacer hincapié, inversamente, en que quizá el psicótico no
hace más que decir delirando aquello que no se puede expresar de otra forma. Como si
hubiera verdades que sólo bajo el revestimiento del delirio toleran ser expresadas.

Por otra parte, se ha insistido, por Lacan y los suyos, que el síntoma y en especial la
angustia, es lo que no miente. Y no lo hace porque su aparición pone de manifiesto los
engaños del inconsciente. Lo mismo cabe esperar del delirio. Diga lo que diga el
delirante, la existencia del delirio basta para persuadirnos de que el psicótico ya no puede
ocultar su estupor, pues su fracaso interior ha sido puesto en evidencia por el delirio. Lo
cual no excluye que, por mor a esa verdad, el delirante deba delirar lo mejor posible,
pues incluso en la psicosis, el psicótico está obligado a ser competente en el delirio, a
alcanzar cierta suerte de excelencia (arete) en la psicosis, como el sujeto normal la
persigue en la crítica y la virtud. Lo bien hecho, lo bien dicho, lo bien pensado, lo bien
escrito y, también, lo bien delirado, son objetivos análogos de la virtud.

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Encima, ya que hablamos de mentir, conviene recordar, con el valor de un argumento
más, que el psicótico está poco capacitado para la mentira, y por ese extremo se
aproxima también, aunque vacilando, al dominio de lo verdadero. Y la causa de esta
precariedad, que pese a su apariencia resulta más insana que salubre, dado que si malo es
mentir peor es no poder hacerlo, proviene de las conocidas dificultades del psicótico con
el lenguaje. Su discurso es verdadero está incluso atiborrado de verdad, porque expresa
directamente lo que es, sin intermediarios. Al empobrecerse su dominio de la palabra,
sableado y saqueado por el derroche verbal de la psicosis, o decomisado por las aduanas
mentales del delirio, el lenguaje ha quedado menoscabado y resulta casi inútil para
mentir. Con el motivo añadido de que, dado su exilio del otro y su carencia interior de
público, difícilmente encuentra al destinatario de su mentira.

Por último, si es que esta crónica de lo verdadero admite final, la verdad del delirio
refulge si reconocemos la capacidad del psicótico para indagar en los fondos de la vida y
revelar lo más ignoto e inverosímil de ella. Entre las formas de locura que reconocía la
Antigüedad, la locura profética y la locura mistérica - a las que se sumaban la erótica y la
poética - ocupaban un lugar destacado por su genio para adivinar y predecir sobre la
realidad. Artaud, según se ve a continuación por sus palabras, era de idéntico parecer:
"Así es como una sociedad tarada inventó la psiquiatría, para defenderse de las
investigaciones de algunas inteligencias extraordinariamente lúcidas, cuyas facultades de
adivinación les molestaban" (Van Gogh, el suicidado de la sociedad).

También Freud destacó en la locura las mismas facultades para enfrentarse con
audacia a lo desconocido. Estaba convencido de que los enfermos mentales, al haberse
apartado de la realidad exterior, podían descubrir cosas de la realidad interior que de otro
modo permanecerían inaccesibles para nosotros. Realmente, esta posibilidad reveladora
de la locura constituye un estereotipo que recorre la historia del pensamiento. No son
muy distintas, por ejemplo, las palabras de Hegel que acuden providenciales para esta
ocasión: "La vida del espíritu sólo conquista su verdad cuando se encuentra a sí misma
en el absoluto desgarramiento" (Fenomenología del Espíritu). En los orígenes de la
filosofía, por supuesto, aparece siempre la locura como matriz del conocimiento. En
Fedro, Sócrates nos remite con ella a las fuentes del saber: "Pero resulta que, a través de
esa locura, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes bienes.
Porque la profetisa de Delfos, efectivamente, y las sacerdotisas de Dordona, es en pleno
delirio cuando han sido causa de muchas y hermosas cosas que han sucedido en Grecia,
tanto privadas como públicas, y pocas o ninguna cuando estaban en su sano juicio".

Bajo este don, siempre se ha reconocido también que el paranoico posee ciertas dotes
de inventor. El eureka del delirio tiene algo de descubrimiento de lo verdadero. Ante el
enigma que le confronta parece despertarse su estética de la originalidad. Rousseau es un
buen ejemplo de esta condición. Rousseau sufre una exaltación repentina cuando lee la

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cuestión planteada para el concurso de la Academia de Dijon del año 1750: Si el
restablecimiento de las ciencias y las artes ha contribuido a depurar las costumbres.
"Nada más leerlo vi un universo distinto y me convertí en un hombre diferente", comenta
en sus Confesiones. La fulguración la fechó un día de octubre de 1749: "Me hice autor
casi a pesar mío, fui arrojado por sorpresa a esa funesta carrera".

Como quiera que sea, por su método, su historia, su testimonio, su imputación, su


convicción, su vigor racional, su sinceridad forzosa y su penetración inventiva o
reveladora, el delirante, para bien o para mal, participa legítimamente de lo verdadero.

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Sabemos poco acerca de cómo el delirante aborda su delirio, lo circunscribe, lo
objetiva, se refiere a él en tercera persona o simplemente lo olvida. Este ámbito
constituye el atrayente dominio del trato del psicótico con su síntoma. Probablemente su
amplio arco de posibilidades delimita el terreno por excelencia de la clínica. Porque entre
todas las actividades que llevamos a cabo junto a la cabecera del psicótico - asiento
cortés del clínico-, ya sean diagnósticas, terapéuticas o rehabilitadoras, el saber que nos
compete se concentra sobre todo en el espacio psíquico que el delirante tiene ante sí
cuando se las ve él mismo con el edificio sólido pero amenazador de su delirio. Es ahí, en
el brumoso esfuerzo que el psicótico tiene que llevar a cabo, ya no para delirar, sino para
relacionarse después con el producto deforme de su pensamiento, donde más cuidadosos
debemos mostrarnos, y donde más necesario resulta el conocimiento de las dificultades
racionales y emotivas que el enfermo encuentra a la hora de convivir con la enfermedad.
La raíz de este problema coincide con lo que de trato tenga el tratamiento: trato de
nosotros con el psicótico y del psicótico con su delirio. Pues el trato trascien de las
actuaciones que ceñimos en torno al diagnóstico o la rehabilitación del psicótico. En rigor,
es más bien lo que sucede en otro espacio, cuando dialogamos con el psicótico a través
de su delirio, cuando somos interlocutores gentiles, interesados, discretos, afectuosos e
inteligentes, que venimos a coincidir con el trato que él mismo oferta a su nuevo
razonamiento. El encuentro entre ambos tratos resume la enjundia clínica.

Pues bien, en esta convivencia a la que nos referimos del psicótico con sus síntomas,
nos encontramos con diferentes destinos que, en general, no dudamos en calificar de
favorables por disponerse en el polo opuesto de la disgregación psíquica y de la
convicción implacable. Uno, que estudiaremos con más detalle en el capítulo próximo, es
la ocultación del delirio, opción que necesita siempre de recursos suficientes por parte del
enfermo para poder frenarle y evitar su interrupción intempestiva. Pero al margen de esta
posibilidad, que por su importancia abordamos independientemente, el psicótico pone en
marcha una serie de estrategias para distanciarse de su delirio que conocemos, en un
sentido amplio, bajo la categoría de "crítica del delirio".

Las primeras que nos interesan, las menos críticas en realidad, se refieren a todas las

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formas de juego con que oportunamente es barajado el delirio. Ironizar, matizar, exhibir,
juzgar sobre él, sobresimular, hacerse el loco más o menos seductoramente, son opciones
lúdicas con las que el psicótico logra sostener activo el delirio y, a la vez, distanciarse
relativamente de él. Todas ellas testimonian de un proceso evolutivo saludable. El
psicótico tuvo primero que aprender a delirar, esto es, a recoger las irrupciones pasivas
de significantes y de sentido para transformarlas paulatinamente en elaboraciones
subjetivas beneficiosas y efectivas. Después, en un segundo momento, tuvo que
aprender a vivir con su obra, integrando el delirio en el discurso, sin sufrir demasiado
ante este segundo tormento con que la ingrata incomodidad de los síntomas amenaza su
vida social e incluso su equilibrio, siempre al borde del hundimiento irrecuperable.

Otros modos de moderar el delirio, en la línea suave y templada del caso anterior, que
no se acompañan todavía de una renuncia expositiva del contenido, son la localización o
la temporalización. En el primer caso, el delirante se muestra capaz de seleccionar los
momentos que considera oportunos para expresar sus ideas delirantes, o elige los
interlocutores a los que con exclusividad manifiesta su desvarío. Esta competencia
escogiente del psicótico, capaz de educar y civilizar su delirio, de administrarlo mejor en
la conversación con los demás sin necesidad de anteponerlo a cualquier otra
consideración, siempre la consideramos provechosa y en la práctica nos sirve
frecuentemente de objetivo en la dirección del tratamiento. Algo parecido sucede cuando
el psicótico es capaz de dosificar su ambición -y de paso el goce que el delirio lleva
añadido-, pudiendo aplazar en el tiempo las metas que defiende en su delirio. Freud
describió este aplazamiento como sigue: "La lucha y la enfermedad pueden ya cesar. Sólo
que el juicio de realidad, robustecido entre tanto, obliga a desplazar a un futuro lejano la
solución; esto es, a satisfacerse con una realización que pudiéramos denominar asintótica
del deseo. La transformación en mujer tendrá efecto en épocas muy lejanas y la
personalidad del doctor Schreber permanecerá indestructible hasta entonces"
(Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia).

Sentado lo anterior, podemos valorar la crítica en sentido estricto: la que se desprende


de las propias palabras del psicótico cuando juzga, como puede ser el caso, su pensa
miento de "invenciones" o incluso cuando habla de "delirios producidos por su
enfermedad". Pues en estos casos, aún dando por supuesta la sinceridad del enfermo,
debemos considerar con cuidado el alcance de su juicio. Es ahora cuando debemos
preguntarnos si el delirante cree realmente en su delirio, pues a lo mejor su convicción es
de una índole particular que poco tiene que ver con una convicción nuestra equivalente
Quizá crea más en las palabras que en la experiencia que anuncian, y también más en la
necesidad de creer que en la creencia misma. Dijo Freud que los delirantes creen en su
delirio como creen en sí mismos, subrayando de este modo la necesidad incuestionable
de su creencia - intención evidente de Freud-, pero también se puede aprovechar la frase
para entender el delirio como la idea proveniente de una identidad frágil en la que poco se

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puede creer.

Nuestra inquietud acerca de la creencia del delirante se incrementa si juzgamos, por


ejemplo, sobre lo particular que resulta su descreimiento. Su renuncia es muy sui generis,
dado que no anula realmente el pensamiento. El "tratamiento moral" de nuestros clásicos
sí creía, en cambio, en la plena corrección y se orientaba guiado con ese fin, tratando que
el psicótico rectificara buscando su asentimiento con la fuerza de los argumentos o con
las coacciones físicas y emocionales del psiquiatra. Pero el asentimiento no es suficiente
para que abdique realmente de sus ideas, aunque el delirante se desdiga de buena fe. El
psicótico puede reconocer con franqueza que delira sin retractarse por ello, sin dejar de
delirar. Es capaz de compatibilizar la duda sobre algo con el convencimiento absoluto
sobre lo mismo. Puede afirmar que delira y seguir delirando. Es más, lo hace siempre,
pues quizá su crítica consista sólo en lograr una habilidad suficiente para separar lo que
es delirante de lo que no lo es. Nadie puede juzgar falso su propio delirio. En ningún
momento. Para el psicótico no hay palinodia posible. Los psicóticos creen criticando y
critican creyendo: "Sí, sí, es cierto, entonces tenía un delirio de persecución... pero es
que me perseguían de verdad". Todas las manifestaciones delirantes de esta índole crítica
caben en el tipo de discurso paradójico de una conocida frase popular que Vicente Mira
elige frecuentemente como ejemplo: "No, yo no creo en brujas, pero haberlas haylas". El
asunto no atañe, desde luego, a las ideas deliroides, que desaparecen con la misma
facilidad que un cambio de humor y admiten, sin matices, afirmaciones del tenor de la
siguiente: "Estaba horrible, me parecía que me perseguían y que hablaban de mí, hasta
que se me pasó". La condición melancólica de estas afirmaciones es notoria pues se
borran con una facilidad que es incompatible con el delirio primario o verdadero.

Foucault comparó la aporía de "yo deliro" a la conocida de "yo miento" y a la más


sofisticada de "yo escribo". Todas tienen de común que no se sabe quién es quién en
cada caso. La frase "yo miento", por ejemplo, en cuanto el sujeto objetiva su contenido
se invierte en una verdad que desdice la mentira del enunciado. Mientras que la
afirmación "yo escribo" subraya que el yo no gobierna del todo la escritura y es un
simple amanuense de un extraño que dicta desde el interior. Del mismo modo, la locución
"yo deliro" revela que quien delira y quien critica no son el mismo. La impotencia lógica
del hombre tiene en el psicótico su representante más extremo. Nietzsche nos había
amonestado advirtiéndonos que "no poder afirmar y negar a la vez una misma cosa no es
producto de una necesidad, sino de una incapacidad" (La voluntad de poder). El delirante
es el testimonio radical de esta incompetencia, pues conduce al hombre a disociarse y
romperse para poder hacer compatibles dos juicios extremos. La expresión "yo deliro"
dicha por un hombre roto poco tiene que ver con la autocrítica al uso que esperamos
extraer de sus palabras.

En definitiva, entendemos poco, y probablemente mal, acerca de cómo se inicia e

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instaura un delirio, pero aún conocemos peor el modo de su desaparición. Apenas
sabemos algo sobre el resorte empleado por el psicótico para hacer el duelo de su delirio
y deponer su despiadada satisfacción, pero en cualquier caso parece que la vía de la
reflexión no está a su alcance. El problema de la crítica delirante del delirio suscita
siempre la duda sobre si todo delirio no es al fin y al cabo crónico, porque traza siempre
una huella imborrable en el espíritu. Eventualidad que no anula la mejoría, ni la
recuperación, ni impide la existencia de delirios abortivos y breves, pero subraya el
carácter ortopédico de la cicatriz que deja. Henri Ey dijo que "el hecho primordial es que
el delirio de un momento tiende a convertirse en delirio de una existencia" (Estudios
sobre los delirios), conversión que habla a favor de la eficacia del síntoma, pero también
de lo difícil que es volver de la experiencia psicótica. Lo instantáneo y lo eterno dominan
la temporalidad del enfermo, por lo que hasta lo momentáneo tiende a transformarse en
un siempre, en una cronicidad impensable. Incluso parece trivial la pregunta sobre si un
delirio es curable, pues lo que sucede en la experiencia psicótica no parece avenirse con
esa categoría. No resulta ni curable ni incurable. Lo mismo podríamos afirmar de la
crítica que lleva adherido.

Quizá la única crítica real del delirio consista en su ocultación espontánea, en cierto
ocaso tranquilo y silencioso que aleja el delirio de la representación, pero que no le
elimina del todo, simplemente le permite retraerse porque su indispensable necesidad ha
desaparecido. Retrocede para buscar realojarse en las páginas del Libro, donde deja una
página abierta que en lo sucesivo, con su solicitud provo cadora, interferirá como una
amenaza potencial en la vida psíquica del paciente.

La serenidad callada de esta retirada nos recuerda nuestra obligación de ser


respetuosos con el silencio del delirante, preservando su pudor racional, su educación y
su urbanidad. Si el delirante ya no cuenta su delirio es porque no quiere o porque no
puede, dado que éste ha retrocedido. Clérambault no era muy partidario de esta
moderación pues, bastante impetuoso y desconsiderado, pedía interrogar, maniobrar e
incluso sublevar al delirante para que confesara. Debemos evitar la agresión. La
manifiesta, desde luego, pero también esa violencia más disfrazada que puede desvelarse
cuando alegremente diagnosticamos de delirio enmascarado o enquistado a lo que es
simple decoro, sencilla somnolencia del delirio. A veces, tras esa designación,
escondemos en nuestro ánimo el equivalente de una imputación, de un ansia
normalizadora, de una desconfianza morbosa o de una dirección de conciencia rigorista,
antes que un intento de precisión clínica.

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Que un psicótico cuente libremente su delirio, incluso que lo haga con avidez, es algo
que nos parece un comportamiento consecuente. Pues, antes que cualquier otra
consideración, podemos pensar que el psicótico necesita expresar su pensamiento para
que éste alcance suficiente valor para él. Casi como si lo que nos fuera a decir
perteneciera al grupo de verdades irresistibles - en su caso la del delirio- que por su
empuje y bravura no es posible ocultar. Es más, puesto que el pensamiento delirante
surge de una urgencia explicativa y significante, el psicótico, con más razón que cualquier
otro, se vería compelido a difundir y confesar sus ideas a borbotones. Por otra parte,
como otro motivo a favor de su incontinencia y falta de reserva, podemos sospechar que
es tanta la soledad del psicótico y tan intenso su desamparo, que no puede renunciar a
codearse con los demás aprovechando su mejor y más propia construcción racional. O,
al revés, que siendo elevado su temor al ser humano y tan lesivo e injurioso su trato,
lógicamente se defenderá parapetándose en el delirio, debiéndole formular de continuo
hasta en los lugares más intempestivos para refugiarse de ese modo, sin interrupción, tras
una empalizada verbal que le viene dócilmente a proteger.

En general, esta conducta del delirante cuenta con la comprensión del psicopatólogo,
quien no duda que los síntomas de las enfermedades procuran finalmente hacerse
evidentes superponiéndose a la realidad regular. En cambio, se suele reaccionar con
incomodidad si el psicótico esconde y calla su delirio voluntariamente, sospechando, a
veces, que con esa actitud aumenta su gravedad. Pues no nos inclinamos tanto a creer
que se trata de un apagamiento beneficioso del delirio, sino de una ocultación deliberada
que revela insinceridad, con lo que añadimos una consideración moral a la valoración
psicopatológica. Estimación que proviene también de cierto temor, si pensamos que, al
fin y al cabo, no era gratuita la erizada opinión de Kierkegaard: "Si un hombre fuese lo
bastante sensato para poder ocultar su locura, podría enloquecer al mundo entero" (El
equilibrio entre lo estético y lo ético en la elaboración de la personalidad).

Sin embargo, son muchas las razones que pueden inducir al psicótico a callarse. Por
ejemplo, es lícito considerar que si calla su delirio y no lo desparrama rociándonos con su
irracionalidad, puede deberse a un creciente bienestar, a un estrenado equilibrio que le

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permite moderarse o que le aconseja callarse ante el riesgo de despertar más
incomprensión y ser tratado inconvenientemente. El pudor y el temor se entremezclan de
este modo para la ocasión.

Menos veces podemos sospechar que calla para mantener a raya al curioso y atraer al
indiferente. Pues no por irracional el delirio deja de ser un recurso de seducción
conveniente. Consciente quizá, el delirante de intelecto refinado, de que a veces callarse
es lo más recomendable para que a uno le hagan caso.

Por lo demás, el móvil más importante para esconder el delirio tiene que ver con otra
causa: concretamente con la competencia del psicótico para esgrimir con buen sentido el
interruptor insustituible del secreto. Pues, en bien de su equilibrio, el delirante debe
recuperar lo antes posible su capacidad para guardar sus pensamientos y evitar la
transparencia, el eco y la resonancia divulgadora que provoca su rota identidad. El gusto
con que podemos ocultar la luz de nuestro interior y volvernos opacos a los demás, se
eleva en su caso a necesidad. No estamos simplemente, entonces, ante la pulcritud
espiritual de un neurótico, que complacido con su hábil protección de la intimidad puede
llegar a elegir entre sus virtudes la tan encomiada en su día por Ovidio: "Ha vivido bien
quien ha vivido en secreto". Ahora se trata, en el caso del psicótico, de una exigencia de
opacidad destinada a neutralizar esa profusión con que todos los secretos se le vuelven
públicos. Estamos ante un imperativo de encubrimiento que sólo puede conseguir merced
a la incomprensión del delirio. Y lo logra bien refugiándose tras lo abstruso de su sentido,
cuando le aprovecha para sustituir la imprescindible pero en su caso extraviada capacidad
de las palabras para ocultar el pensamiento, o bien, más sutilmente, corriendo una cortina
ante sí en caso de poder relegar el delirio mismo al silencio. Bien pensado, cuando el
delirante oculta su delirio no hace otra cosa que prolongar, de otro modo, una de las
funciones principales del delirio, cual es ocultar el pensamiento, para evitar, entre otras
cosas, la imposición o el robo de ideas. Por ello no sería absurdo pensar, desde el punto
de vista del diálogo con él, que nuestra mayor hospitalidad, nuestra actitud más
terapéutica, incluso nuestro superior saber, a veces tenga algo que ver con respaldar el
callado hermetismo con que puede resolver su relación con el delirio.

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En sentido estricto, nosotros entendemos como origen del delirio algo muy particular
que no es ni su causa ni tampoco apunta a la etiopatogenia de su aparición. El origen
remite en este caso a las condiciones de posibilidad, por supuesto originarias, que facilitan
primero que el delirio despierte y que inducen después a su imposición en la vida mental
de los sujetos. El interés se centra más que en una deducción causal en el estudio de la
condición delirante del hombre. ¿Por qué deliran los hombres? ~A qué urgencia se
encuentran sometidos los delirantes para que lleguen a optar por este pensamiento
invasivo y salvador, complejo y a la vez simplón?

Así las cosas, en armonía con el desarrollo de este estudio, no nos interesa abordar la
cuestión natural, esto es, el marco biológico que por una ruta fisiológica específica vuelve
factible el despertar del pensamiento patológico. Para nosotros ese marco no tiene mayor
penetración ni amplitud en el caso del delirio que en el caso de la razón normal. Debemos
buscar otro camino explicativo, otra metáfora que no sea la biológica, a sabiendas, según
afirmara Paul de Man, de que en algunas ocasiones "las metáforas son más tenaces que
los hechos" (Alegorías de la lectura). Teniendo en cuenta, por añadidura, que la tentación
más próxima, la que recurre al análisis de las fronteras del delirio, como hicimos aquí
mismo en otro lugar, enjuiciando el pensamiento predelirante o cuasidelirante, puede
ayudarnos a conocer la lógica del delirio pero tampoco nos dice mucho sobre el fondo de
este asunto.

Conque optamos por otro nivel de justificación que más tiene que ver con el lenguaje
y, sobre todo, con aquello que queda desheredado de toda relación con la palabra. Fue
Kant el primero en imaginar ese universo mudo y descorazonador en el que creemos
reconocer el origen del delirio. Cuando Kant se decidió a poner un límite a nuestro
conocimiento habló de la cosa en sí para referirse no a nada esencial, sino a todo lo que,
tras la realidad, permanecía excluido absolutamente de nuestra representación. La
importancia de este gesto del filósofo proviene de que el mismo esfuerzo ilustrado que
regulaba la razón y establecía sus fronteras humanas, abría simultáneamente las puertas a
un mundo oscuro, desconocido y romántico que iba a proporcionar al hombre una
duplicidad nueva, una herida más intensa y divisoria: claridad, precisión y finitud por un
lado, frente a oscuridad, pulsión e infinitud por el otro. Este descubrimiento, como es
obvio, no insinúa que el delirio no existiera antes de Kant, tan sólo matiza que su origen

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se estaba volviendo más evidente y esquizofrénico, pues la gravedad de la escisión
dejaba transparentar más fácilmente la negrura por la que rezuma el delirio.

De hecho, el descubrimiento kantiano, que en principio no parecía amenazante ni


peligroso, no pasó desapercibido para los filósofos contemporáneos e inició pronto una
peregrinación conceptual inesperada, traspasando ense guida el campo del conocimiento.
Hegel fue el primero en levantar acta de que la cosa en sí no podía ser patrimonio
exclusivo de la realidad exterior al igual que sucedía en Kant: "Al intelecto, dijo, habría
que reconocerle por lo menos la dignidad de una cosa en sí" (Ciencia de la lógica). E
inmediatamente después, Schopenhauer la extendió a los aledaños del deseo: "El acto de
voluntad es sin duda el fenómeno más próximo y más preciso de la cosa en sí" (El
mundo como voluntad y representación). La cosa en sí, por lo que vamos viendo, iba
ampliando su territorio al tiempo que adquiría vida y entraba en ebullición. El hombre
moderno quedó desde ese momento obligado a entrar en relación con algo más
descarnado, eruptivo y vacío que lo que hasta entonces habían conocido sus congéneres.
La experiencia tenía aires de novedad. Un espacio nuevo se entreabría y agrietaba
poniéndose al alcance de los modernos. En sus proximidades se alojarán lo divino, lo
sagrado, lo pulsional, la alienación, la repetición, la gloria e incluso una suerte de hastío
desesperado, elementos que antes permanecían cercanos a los dominios de la religión o a
los enclaves morales, desde donde se juzgaba y medía el ejercicio moderado o
destemplado de las pasiones. Pero también, y sobre todo, va a ofrecer un saber nuevo e
insondable que va tomando cuerpo: "Sólo desde la oscuridad de lo que carece de
entendimiento nacen los pensamientos más profundos", afirmará en este sentido
Schelling (Investigaciones filosóficas). El delirio es tenido entre ellos.

El delirio tiene su origen en ese mismo saber de la oscuridad que da lugar a los
grandes conocimientos de la humanidad. Ahora bien, una vez más el saber va a entrañar
fuertes riesgos, pues desde ese momento, añadiría con otro talante Hólderlin, "se puede
caer en la altura tanto como en el abismo" (Ensayos). Lo instantáneo y eterno, lo divino
y lo demoníaco, insisten como siempre, desde Apolo, Dio nisos o Heráclito, en
convertirse en la fuente de inspiración del loco, pero ahora desde una intimidad más
secreta y solitaria que nunca. "La piedra es más piedra que antes", añadirá Nietzsche
(Humano, demasiado humano), haciéndonos ver que la realidad se ha vuelto demasiado
real para nosotros, tanto que difícilmente vamos a poder soportarla. Ya no se puede
escurrir el bulto. Hay que asumir la verdad dionisíaca sin romperse. La cosa en sí ya no
es simplemente reconocible en una frontera inerte y más o menos mistérica, sino que es
semejante a una amenaza intangible e indecible que nos rodea por dentro y por fuera,
como una piedra incandescente de la que emana constantemente un aluvión psicótico.

La psicosis late en todos nosotros y está presta a doblarnos la espalda en cuanto una
vacilación del lenguaje impida a la representación contener el empuje de su negror, de su

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muda erupción. Así que se abra una grieta, un mundo árido y estéril se cierne sobre
nosotros, irrumpe la angustia y al hombre le crece una nueva razón: el delirio, que brota
como un defecto en la intermediación del lenguaje, como un cortocircuito directo entre lo
impensable y el sentido. Éste es el origen del delirio que se nos reveló en cuanto la cosa
en sí kantiana pudo ser observada, momento que lógicamente simultaneaba con la
posibilidad de ser sufrida. Además de presentirse una oquedad nueva, más allá de nuestro
conocimiento, se empezó a padecer de cosa en sí. La cosa en sí se convirtió, de este
modo, para nosotros los modernos, en el origen más inexorable y fastidioso de la
psicosis.

La evolución del concepto culminó cuando la noción freudiana de pulsión compareció


para ocupar su lugar. Ese "concepto límite entre lo anímico y lo somático" (Las pulsiones
y sus destinos), según Freud, vino a hacerse cargo de la antigua categoría filosófica
añadiéndola nuevos horizon tes psíquicos. La pulsión y, en especial, la pulsión de muerte
en tanto que matriz nuclear de todas las pulsiones, representa el límite del conocimiento y
también el origen desencajado y huraño de la psicosis. Con otro término, el de Real, lo
acoge y enmarca Lacan más tarde, elevándolo a la categoría de registro, de instancia del
psiquismo que ya no responde fácilmente a la separación entre consciente e inconsciente.
Desde entonces, entendemos, psicoanalíticamente hablando, que o la pulsión se
domestica en deseo o el sujeto queda sometido a las fuerzas de la psicosis. Del mismo
modo que o lo Real es frenado por la palabra o la realidad queda avasallada por unas
tensiones que la vuelven irreconocible obligando al sujeto a desplegar el delirio a modo de
un último recurso para recibirla o al menos, hasta donde sea posible, remendarla y
humanizarla. Donde no llega la metáfora del deseo lo va a intentar el delirio convertido
en metáfora de una catástrofe.

Ya sabemos por qué fuente originaria deliran los hombres. Por un doble motivo que,
en el fondo, son las dos caras de uno único: el paso adelante dado por la cosa en sí y el
paso atrás que en su momento dio el lenguaje del psicótico en ciernes. Cuando el paño
hablado de cualquiera de nosotros se descorre insuficientemente sobre el otro y el
mundo, entonces la cosa en sí, que ya no es aquel capullo sin abrir que conoció Kant,
sino una suerte de cráter que negrea y acongoja de un modo irresistible, exige que un
apósito racional nuevo, que no es otra cosa que el delirio, venga a sofocar el fuego de
una lava que transforma en cosas y escoria cuanto toca vivo. La realidad desconocida, el
incendio, las cenizas, nos son tolerables mientras podamos al menos, aunque sea
desesperadamente, pronunciar la voz "intolerable". Cuando hasta esta posibilidad se nos
niega porque nuestra invocación de la palabra ha quedado disminuida o impedida, la
realidad se vuelve mucho más hos til que intolerable, mucho más desbordante que si
únicamente nos repudiara con el agrio ademán de darnos la espalda y desafiar toda
explicación. Con lo que nos encontramos en ese momento es con el enigma de la
psicosis, con una experiencia indoblegable e insólita que congela nuestra capacidad

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lingüística, de tal manera que en lo sucesivo sólo va a poder ser sorbida por el delirio.

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El tiempo rige todas las manifestaciones del delirio, como lo hace de todo suceso
humano imaginable. Sin embargo, el delirante desprecia los modos diacrónicos de lo
continuo y sucesivo prefiriendo alojarse en los dos extremos infinitos del tiempo: la
eternidad y el instante.

Como ya tuvimos ocasión de valorar, hay un ingrediente de cronicidad en el


engranaje de las psicosis que está emparentado con esta interrupción de la temporalidad.
Desde que arranca, toda psicosis posee la aureola de algo perenne, que procede
probablemente del efecto que causa su desalojo del tiempo. Debemos cuidar el tiempo
para no perderle como le sucede al delirante, que parece el destinatario más idóneo de la
advertencia de Séneca: "Unas horas nos han sido tomadas, otras nos han sido robadas,
otras nos han huido" (Cartas morales a Lucilio). Cuando se desencadena la dolencia, el
psicótico, nuestro ofendido por la vida, queda obligado a ocuparse de la psicosis antes
que de las cosas, de los demás o de sí mismo en el sentido ético tradicional. Ocupación
interminable, vigilancia incansable que concede el calificativo de crónico a las psicosis - a
todas - al margen de su evolución clínica. Crónico porque la experiencia psicótica es
irrestañable, y bien de modo manifiesto o bien de forma latente y oculta en un segundo
plano potencial - el llamado de mejoría, curación, suplencia, estabilización o como quiera
que se denomine a esa solución favorable-, permanece indesplazable, silencioso pero
díscolo, plácido pero amenazante. Crónico, por lo tanto, aunque su vida sea breve. Y si
el delirio, una vez producido, no puede ser eliminado, el motivo se lo debe
probablemente a su intrínseco carácter intemporal, que se resiste a ser integrado en el
devenir del tiempo y sometido a las leyes humanas de vida y muerte, de recuerdo y
olvido.

Sin duda, cualquier psicosis posee unas raíces biográficas que le permiten orientarse
en la historia particular de cada uno. Pero estos tirantes temporales que se nos muestran
a nosotros, los intérpretes de la psicosis, quedan amputados para el psicótico, quien no
puede reconstruir ese pasado si no es en la alegoría narrativa del delirio. Sin embargo, en
el delirio sólo llegan a manifestarse bajo la tenaza del instante o de la eternidad, lo que les
inhabilita en buen grado para la vida social. El delirante, igual que cualquiera de nosotros
en el inconsciente, que para Freud quedaba fuera de las exigencias del tiempo, se cree
eterno, y lo cree de dos maneras diferentes, ya sea en la vida eterna de quien se siente

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inmortal, según les sucede al paranoico y al esquizofrénico, o en la muerte eterna que el
melancólico pretende dominar y convertir en un recurso último de supervivencia: la
inmortalidad del muerto. En ambos casos se revela bajo la forma de un dios alejado de
los hombres, al que, en los casos extremos, ni siquiera le queda el resarcimiento con que
contaban los dioses paganos, que tanto gustaban, según leemos en sus mitos, de las
jóvenes mortales.

Por otra parte, el mundo de la psicosis está impregnado de instantes. El psicótico vive
entrecortado por ellos, como un tartamudo temporal. El instante, al fin y al cabo, es otro
avatar de la eternidad que, en este caso, se muestra comprimida. El delirio es algo súbito
y revelador, un repente en posesión de la magia de la aparición. El instante es también el
momento de la pasión, del amor y de la verdad. En las categorías eróticas de
Kierkegaard, tan próximas a las psicóticas, descuella del siguiente modo: "El instante para
mí lo es todo, y en el instante la mujer logra su plenitud total" (Diario íntimo). El
desencadenamiento de las psicosis se nos antoja a la manera de un instante, como una
interrupción o un desfallecimiento del carácter aleatorio del tiempo, que se ha cargado
repentinamente de eternidad y, por ende, de omnipotencia. Del mismo modo que la
estabilización, por su cuenta, parece también el acceso repentino a una órbita tranquila y
firme de lo eterno. Chesterton comenta que en la órbita vital de un loco "hay algo que
pudiéramos llamar la universalidad estrecha, algo que pudiéramos llamar la eternidad
disminuida y concentrada" (Ortodoxia). El delirio respira entre inspiraciones, momentos
fecundos, revelaciones, giros subitáneos e inversiones fulgurantes. Anida en un mundo
siempre amenazado por las figuras de lo repentino, lo crítico, lo furibundo y lo subitáneo.
Muestrario temporal que alimenta la nostalgia de coincidencias que cultiva todo psicótico,
y que con tanta fruición alimenta sus excesos interpretativos. Toda coincidencia le carga
de sentido, pues lo instantáneo resulta injurioso, genera extrañeza y desconfianza al no
poder doblegarlo en la continuidad. El azar desaparece de su horizonte de posibilidades y
arrastra al delirante al pecado de la causa, a la apoteosis de la intencionalidad. Lo
subitáneo provee de un significado adicional que, al mismo tiempo, por su condición
reductora y unificante, impide la multiplicación disparatada del sentido que se produciría
al quedar desprovisto de la recti ficación y acotamiento que unas palabras ejercen sobre
otras en condiciones normales.

En todo caso, lo que el psicótico ha perdido es el discurrir pausado del tiempo, el


sentimiento, en este caso saludable, de que el tiempo se nos escapa fugaz entre las
manos. Lo efímero, lo incierto, lo pasajero, luego lo contingente y mortal - lo humano-,
se vuelven, por obra y gracia del delirio, instantáneos. Bajo ese efecto creen haber
escapado del principio y del final. Son dueños del tiempo, pues sus instantes están
cebados de eternidad. Y, sin darse por vencidos, sienten haber dejado atrás la castración,
esa ley no escrita que enuncia desde el inconsciente los límites de nuestro deseo, regula el
placer, modula la culpa y nos confronta con nuestra dependencia del otro y, lo que es

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peor, con su debilidad. Y es el otro, a fin de cuentas, quien nos ha introducido con su
deseo en el tiempo, el que ha puesto en marcha su contabilidad.

En general, admitimos que las estrategias de nuestro deseo se alojan en lo que


llamamos el tiempo lineal, más que en los círculos infinitos de lo intemporal. Pues,
aunque su discurrir siempre venga marcado por un placer y un duelo recurrentes, en
condiciones normales logramos una impresión de continuidad renovada que nos basta
para contrarrestar las amenazas de la repetición y del eterno retorno, que dejamos vagar,
en cambio, señeras por el inconsciente y aflorar sólo involuntariamente en la conciencia
en momentos de angustia y desesperanza o voluntariamente en circunstancias de lucidez
y coraje. El psicótico, por el contrario, no accede a estos engaños tan nuestros. Primero,
porque no alcanza a sentir la continuidad del deseo, al quedar interrumpido por el colapso
de relámpagos y fogonazos que componen la trama temporal del delirio. Y, en segundo
lugar, porque su otra gran dispensa de temporali dad es el tiempo circular de la repetición
y no el tiempo longitudinal alentado por el deseo.

El movimiento repetitivo y orbital de los astros representa bien la temporalidad eterna


de los dioses a la que el delirante se aproxima en su alejamiento de la ciudad y de los
hombres. En ese dominio, el delirante tropieza con el horror del vacío, pero también con
la inspiración pujante de lo todopoderoso, con el néctar y la ambrosía de lo que porfía,
redobla y vuelve con toda su capacidad intacta. Sin embargo, no sólo la omnipotencia
divina, sino que también la monotonía, la falta de proyectos, la reiteración, la animalidad,
la reclusión en lo inerte y vegetativo, la separación de la historia, la fijación o la simbiosis
con las cosas o los seres, son rasgos de la clínica del delirante que encuentran en la
repetición, en el otro rostro más siniestro de la repetición, su fundamento.

Pero también podemos colocar a la misma altura un dato tan característico como es
la convicción del delirio, a cuya consideración volvemos brevemente. Esa certidumbre
recia e indeleble posee el valor de algo final y último que observa lo repetitivo desde muy
cerca, pues es incapaz de variar en el tiempo su contenido, de estirar o acortar la verdad
de su representación. En vez de orientar la verdad en la ruta lineal de lo indefinido,
donde aparece y desaparece, se enriquece, se repara o se investiga, mientras se va
revelando progresivamente, incluso bajo el aspecto de una promesa, lo hace en cambio
en la meta final de lo absoluto, como si constituyera un círculo tan estrecho y cerrado
que tiene en el origen su propio final. Todo delirio es originario y póstumo a la vez. La
convicción delirante nace completa y bien armada, hasta con casco, igual que Minerva,
diosa de los ojos garzos, diosa de la inteligencia y de la guerra, lo hizo de la cabeza de
Júpiter.

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Cabe preguntarse, sin especial exageración, si el estado natural del delirio no es el
discurso escrito antes que el oral - al que precedería - dadas las especiales características
del delirio en cuanto a su contenido, su función y su nacimiento. De ser cierta, esta
comunión textual vendría a reflejar el fondo literario que fecunda las sutiles relaciones
que mantiene la escritura con la psicosis. Del mismo modo que convierte a todo el que
escribe en un enfermo o, al menos, en un convaleciente.

Desde la Antigüedad se ha emparejado a la melancolía con la escritura. La teoría


humoral ha asimilado siempre el humor negro, la también llamada tinta melancólica, al
deseo de escribir. Al igual que se relacionó a los hombres geniales con la melancolía
(léase el llamado Problema 130Y, atribuido a Aristóteles), lo mismo se ha venido
haciendo con todo escritor independientemente de su genio. Se escribe desde la
melancolía e indefectiblemente sobre ella. Es curioso, en este sentido, que el primer libro
de psiquiatría, que no es otro según Pinel que Tusculanas de Cicerón, fuera un libro
escrito desde la pena del autor ante la muerte de su hija, y que trata, según era de
esperar, fundamentalmente de la tristeza. En referencia a su desgracia, Cicerón escribe
estas palabras: "Escribo diariamente sin parar, no porque haga algún progreso, sino
porque durante ese rato me distraigo (no demasiado, desde luego, porque es fuerte mi
tormento), me relajo por lo menos, y pongo todos mis esfuerzos en componer, no el
corazón, pero sí el rostro, si es que puedo" (Cartas a Ático).

De cualquier modo, no es infrecuente que nos encontremos a los psicóticos


escribiendo o buscando algo con qué escribir. Pero esto no sólo es válido para el caso de
la melancolía, sino que todas las psicosis guardan una especial complicidad con lo escrito.
Podemos pensar en distintas razones que motivan esta relación. En primer lugar porque
lo escrito da fortaleza al conocimiento. La consistencia física de lo escrito consolida su
verdad. Escrito, luego verdadero, es el silogismo que formula espontáneamente nuestro
pensamiento. No es de extrañar, entonces, que el delirio, que se construye a la búsqueda
de lo indiscutible, pueda reforzar su veracidad, o al menos su convicción, escribiéndole.
Probablemente, a ojos del delirante, el delirio, una vez escrito, parezca más infalible y
exacto.

Por otra parte, sabemos que con vistas al funcionamiento social de las leyes, éstas

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solicitan por sí solas la ayuda de alguna inscripción, salvo las llamadas leyes no escritas
del corazón que, precisamente, por su rango oral con frecuencia entran en conflicto con
la sociedad. Y, a la inversa, todo lo que aparece escrito tiende a alcanzar por sí sólo la
fuerza de lo canónico. Por consiguiente, en la escritura el delirante aspiraría a encontrar
no sólo el vigor de la verdad, sino también, indirectamente, esa ley reguladora - del
deseo- que le falta pero a la que anhela someterse. Por encima de todo, el psicótico
precisa recuperar una ley que ponga orden - en su organización y en su jerarquía - y ante
la cual pueda sentirse responsable, para de este modo poder sentir que algo es de su
propiedad aunque ese algo no sea otra cosa que su delirio. Desde este punto de vista,
entendemos que la clemencia y la exoneración ultrajen con frecuencia al delirante, pues a
la postre le excluyen de la ley, ante la que ya no tiene que responder, y le privan del
escaso reconocimiento que posee. En el fondo, el delirio es la alegoría de una ley que, del
mismo modo que todas las demás, tiende a ser publicada y aguarda un acuartelamiento
escrito.

Dentro de este círculo de poder que lo escrito concede al delirante, nos encontramos
con una tendencia del psicótico, ya conocida, que posee un especial interés. Pues, aún
devastado en su interior, o precisamente por ello, el esquizofrénico muestra a menudo, si
no siempre, conforme hemos tenido ocasión de comentar, la aspiración de fundar su
propia lengua. Lengua universal, fundamental en términos de Schreber, donde proyecta
el valor planetario de su delirio mientras intenta fijarle en una significación unívoca que
no admita ni vacilaciones del lenguaje ni variaciones en su formulación, pues, como
sabemos, el delirante apenas consigue modificar con el tiempo el contenido de su
extravío. Para el fin que pretende, el significado debe ser puro, inequívoco y sin
concesiones multisémicas. Una vez que inventa su delirio, el psicótico se resiste a
cambiarlo, como si su enunciado se convirtiera en una forma extrema de pensamiento
exclusivo. Cabe pensar, entonces, que un delirio matemático, sólo formulable por escrito,
sería por lo tanto el ideal expresivo de cualquier delirio.

En segundo lugar, tras tantear la senda del poder - a través de la verdad y la ley-,
debemos prestar atención al carácter biográfico que posee la escritura. Junto al recurso
de servir de recordatorio privado, toda forma escrita tiene algo de confesión más o
menos explícita. La escritura permite historiar la vida, novelarla, pues la historia exige
inevitablemente una huella, un soporte material que nada puede aportar con tanta
prontitud como las letras. El psicótico, que suele ser un excluido de la sociedad, de la
historia y de la memoria, encuentra en la escritura una posibilidad de encaramarse en su
textura narrativa. De este modo, lo escrito ofrece una dosis de pasado que facilita
distender la cuerda del tiempo y salir del presente, que es el momento por excelencia de
la psicosis, ansiosa siempre desde su anacronismo por eternizar el instante. La escritura
predispone de esta manera a contar la vida, a conceder una existencia propia y a devolver
al psicótico al mundo del recuerdo y de la crónica. El psicótico aprovecha esta

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circunstancia, bien escribiendo el delirio o bien aprovechando sin más la raíz escrita de lo
delirante. Pues todo delirio parece la transcripción, más o menos literal o libre, de un
Libro que figura en la cabecera antropológica de cada uno de nosotros y sobre el que ya
hemos comentado algo en otro lugar, pero que en este momento nos ayuda a entender
que todo escrito psicótico es, en último extremo, una reescritura parcial del Libro.
Además, si aceptamos, siguiendo a Pedro Salinas (El defensor), que mientras escribimos
hay que ir abriendo un surco en nuestro pensamiento, probablemente aquel surco del que
se salió, etimológicamente hablando, el pensamiento delirante, es el mismo al que el
psicótico intenta volver con la escritura. En el surco escrito intenta aglutinar sus
representaciones, huyendo de la dispersión incoherente con que la psicosis le expulsó de
su cauce inicial.

La estructura básica del delirio es escrita. Sus fundamentos están más próximos al
texto que a la palabra emitida. Su vida en el espíritu del psicótico coincide más con un
Libro interior que se lee que con un discurso verbal ya aparejado y dispuesto a ser
emitido. Quizá por ese motivo, una vez formulado el delirio, tropezamos con su inclina
ción natural a ser de nuevo escrito, pues según vimos, por su poder o por su historicidad,
la escritura es un modo privilegiado de ordenar las ideas y darlas vigor, ante el cual el
psicótico no puede permanecer ajeno. Y tampoco puede estarlo ante la capacidad de la
escritura para inhibir las formas verbales que le asaltan y torturan en el automatismo:
María Zambrano subrayó que "la escritura es un retener la palabra" (Por qué se escribe),
indicándonos de este modo otro beneficio potencial para el psicótico. La práctica
escritural mitiga los ecos inesperados del pensamiento y apaga las voces alucinatorias que
entretienen, amenazan y quitan el sueño de los enfermos, pues, por su condición textual,
el ejercicio del escribiente se resiste a la soberanía auditiva y verbal del delirio.
Escribiendo, el psicótico evita el desdoblamiento entre los dominios de lo auditivo y lo
enunciativo, y puede volver a deletrear poco a poco la realidad y reescribir, hasta donde
llegue, su universo verbal herido.

Es posible, además, que escribiendo vierta fuera de sí lo que no puede tolerar en su


espacio mental. De este modo, la escritura se convierte en un medio evacuatorio y en un
instrumento armonizador. Liberarse de ciertos contenidos, proyectándoles al exterior, es
una de las defensas psicóticas más comunes y generosas, a las que la escritura aporta un
continente regulador, pues facilita por escrito lo que verbalmente está impedido: esto es,
inscribir simbólicamente, aunque sea en el exterior y de un modo algo artificial, lo que el
caos interno del psicótico no admite. Pues, según esclarece con intransigencia Derrida,
"de lo que no se puede hablar no basta con callarse, hay que escribirlo" (La tarjeta
postal). Se entiende de este modo que el psicótico pueda necesitar primero escribir para
que después le sea accesible hablar. Ramón Gómez de la Serna sostuvo, bajo un criterio
no muy distinto, que la escritura es una forma de "linear lo inaudito" (Autornoribundia).

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También podríamos pensar, en este orden de cosas, que la escritura es un buen
compañero para la soledad, y damos por supuesto que nadie puede considerarse en
materia de recogimiento más radical que el esquizofrénico. "El libro es el salvavidas de la
soledad", afirmó de modo incisivo también Gómez de la Serna, ayudándonos a entender
en estas circunstancias que la ausencia que vacía la vida del psicótico puede ser mitigada
volviendo a reescribir el delirio desde el Libro en la realidad. Aunque, dado que nada en
la psicosis deja de ser ambivalente, también tenemos que considerar más que verosímil la
posibilidad de que en algunas ocasiones el psicótico huya de la escritura, precisamente
por la mudez y soledad que definen lo escrito. "Lenguaje del ausente", llamó Freud al
acto de escribir. En algún lugar de su obra figura esta confesión trágica de Artaud:
"Escribo acunándome como una madre loca acuna a su hijo muerto".

Por añadidura, la reescritura exterior del delirio puede entenderse, guiándonos de otro
criterio benefactor, como una segunda piel que remienda la primera, deslustrada y mate.
Sin duda, el psicótico, tan incómodo siempre en su cuerpo, pues a menudo le siente en
sombras, extraño o despedazado, busca en la escritura este segundo envoltorio donde
pueda habitar mejor. La escritura surge entonces igual que un coagulante epitelial ante la
disociación del psicótico. Le devuelve a su cuerpo y a su identidad. Y por si fuera poco,
en esta tarea de ofrecerle un nombre y un lugar, la escritura se convierte, por su
caligrafía, en un acto inconfundible, en un dispositivo de identificación individual muy
codiciado por el psicótico, pues del mismo modo que permite al grafólogo reconocer a su
autor, deja al escritor irse viendo a sí mismo, mientras escribe, en el espejo de su propia
e insustituible inscripción.

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El delirio es un efecto y un ejercicio del poder. Canetti fue el primero en llamar
nuestra atención acerca de que "los fenómenos de poder en el delirio siempre tienen una
significación decisiva" (Masa y poder). La psicosis encoge al psicótico en su dimensión
de amor, erotismo y amistad, mientras que, en cambio, le ensancha a la hora de elegir el
poder como matriz de su identidad y fuente de las manifestaciones entrecortadas y
eruptivas de su libido. Todo el contenido del delirio, sea cual fuere su argumento, está
vertebrado por las significaciones del poder. El perjuicio, la omnipotencia y la
autorreferencia, esto es, las tres premisas lógicas con que hemos identificado el síntoma
del delirio, son servidumbres de la libido dominandi. Inseparables de cuestiones tales
como el mando y la eminencia, la apropiación y el dominio. La reparación ortopédica que
supone el delirio se realiza siempre bajo ese tono prepotente, ya sea desde las ideas de
omnipotencia o bien desde el desafío de las formas de soledad y desprecio que
hormiguean en todo delirante. Y al contrario, como antítesis solícita del psicótico, en la
escena del delirio se siente como un hombre desposeído, desalojado de sí mismo por el
poder de los demás; víctima por lo tanto de la posesión del otro: en su mente, en su
lenguaje, en su cuerpo, en su goce.

Socialmente hablando, la dinámica del poder se ajusta mediante un juego


ininterrumpido y reversible de relaciones - individuales, colectivas y estructurales - sobre
las que el sujeto, en circunstancias normales, superpone sus apetencias para lograr la
recompensa de vivir en familia y en la comunidad. En el caso del psicótico, que ha
perdido las riendas dialécticas de su deseo hasta estrangularse con él, no consigue en
cambio acoplarse en una sociedad trenzada por esos intrincados nervios del anhelo y del
poder. Su retraimiento, su corajina, su recurso a las figuras más primitivas del dominio -
la potestad, el sometimiento, la violencia-, provienen de la obligada regresión a una
omnipotencia primitiva y precoz que sirve de soporte afectivo al delirio. Por este motivo,
el discurso delirante se transforma siempre en un relato de muerte, de injuria, de
persecución, de dioses y de triunfo. Schreber justifica sus quebrantos y su soberanía en
"el desmesurado poder de atracción de sus nervios", en cuya metáfora hemos de tener
presentes no sólo las cuerdas sexuales de la libido, sino también las inseparables fibras del
poder. Le sorprendemos también regodeándose con alguna victoria imaginaria que
alimenta sus aspiraciones: "Uno de esos innumerables triunfos que desde ese momento
pude saborear muy a menudo".

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Sabemos que el psicótico nunca distingue bien la intención que expresa el deseo de
los demás, que surge ante él con la fuerza brutal de un enigma lacerante y
desestabilizador. Tampoco ignoramos que no acierta a localizar el lugar donde reside la
autoridad y el poder, pues no es capaz de entender la circulación de poderes que están en
juego en el interior de la sociedad, tan llenos de matices e intercambios en torno a la
seducción, la conquista, la posesión, la compraventa, el reconocimiento y el prestigio.
Ambos contratiempos le fuer zan a convertirse en un tirano lánguido y endeble. La
singladura particular del amo y esclavo encuentra en el delirio una de sus expresiones
más radicales pues, en realidad, todo delirante es, en último extremo, un vasallo que cree
reinar. Y, a la vez, encarna la figura del rebelde sin causa, que en su caso la representa
torpe y disparatadamente en el delirio. El delirio resulta, después de todo, la búsqueda
desesperada de una causa que sin querer abandona el terreno de la rebeldía plena, de la
independencia y la libertad, para metamorfosearse en ultraje, enemistad, asechanza,
burla, expolio o intriga.

Por otra parte, al no encontrar el escenario descante desde donde medir éticamente el
control de sus pasiones y el cuidado de sí, el psicótico aloja también su malograda moral
en la ilusoria superioridad del delirio. En consecuencia, le oímos arremeter y estrujar
ininterrumpidamente su intimidad, sustituyendo la melodía moderada con que debemos
tratarnos a nosotros mismos, por el agreste desafío de las murallas de un poder que va
construyendo con la intención de contener su alboroto mental. El delirio es el grito de
guerra de un luchador que se cree poderoso, pero que nunca se recobra de las
truculencias del hombre asediado. Fracasado en las relaciones de poder no le queda más
opción que extralimitar de continuo sus emblemas más onerosos: guerra, usura, gloria,
mando, obediencia, etc. Por ello, al estar ausente de la conjetura débil de las relaciones -
la que encontramos en la idea foucaultiana del poder-, el psicótico cree como nadie en el
Poder, en sus elaboraciones clásicas, sustancialistas, estatales y religiosas. Cabe pensar
incluso, con ciertas posibilidades de acierto, si las categorías tradicionales del poder y, en
especial, sus extralimitaciones totalitarias, no son sino construcciones de raíz psicótica y
preferentemente paranoica que, sin darse nunca por vencidas, sostienen la sociedad a la
vez que la retan. De hecho, todas las nociones imaginables sobre la presencia necesaria
del enemigo (pensemos en Carl Schmitt) encuentran en este pliegue paranoico una
acogida condescendiente.

Seguramente, la identidad, es decir, el reconocimiento propio, sea una expresión del


poder. Y el delirio no sea por su parte nada más que un sucedáneo decisivo de la
identidad en el que hay que creer. Al aforismo freudiano que nos señala que el delirante
cree en el delirio como cree en sí mismo, habría que añadir desde este momento que cree
en el delirio como cree en el poder, si es que no son lo mismo. Pues el poder nos presta
reconocimiento, nos hace individuos, es decir, sujetos dignos de libertad. Propietarios y
señores del nombre de cada cual. El psicótico, precisamente, en cuanto que fracasado en

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la esgrima del poder, pues si de algo no sabe el psicótico, y ya lo dijimos, es del reparto
de poderes, es una máscara tambaleante a la búsqueda de una fe - el delirio - que le sirva
de arma y de correaje. Sólo en el delirio encuentra la diferencia suficiente para
distinguirse de los demás. De este modo, situado sobre el pedestal de ese poder delirante,
que difícilmente le va a permitir la vida agradable en sociedad, al menos consigue un
dominio imaginario sobre su entorno, que si es necesario, bien porque su impulso
omnipotente se lo exija o bien porque la conducta de los demás lo provoque, extenderá al
universo entero.

Sin embargo, aunque en referencia a la Humanidad Canetti sostuvo que antes es la


orden que el habla, en el comienzo de la instauración del delirio los fenómenos de la
palabra y el cuerpo parecen anteceder a los del poder. Pero no con mucha antelación.
Pues, mientras los primeros ocupan la escena psicótica casi en exclusiva durante el
desencadenamiento, pronto, en cuanto la razón delirante pone en juego sus inusitados
recursos e intenta abastecerse de significación, las fuerzas y las categorías del poder
solicitan formar parte enseguida de la comitiva delirante. Y una de las primeras
posibilidades que encuentran no es otra que colaborar en el ansia unitaria que asalta al
psicótico ante su indigente identidad.

Todo delirio está sujeto a la estrategia de lo Uno. Es cierto que la dualidad, la


ambivalencia, los pares opuestos, la antítesis y el maniqueísmo son estrategias racionales
y emocionales del psicótico que resultan indesplazables y purgan de continuo su vida
mental. Pero, en el fondo, todas ellas parecen súbditas de otra fuerza intensa e incólume
que late en él y que reclama con más insistencia que cualquier otra cosa el acceso a los
beneficios de la unidad. El Uno es la coagulación del Poder, la fuerza uránica capaz de
ordenar el caos primitivo pero que, a cambio, inmoviliza la circulación de los flujos, sean
celestiales o libidinales. En el Uno colma pero también agosta todo deseo de poder, dado
que el intercambio relacional es suplantado por el imperio, la tiranía y la esclavitud. El
delirante consigue poner orden en el universo, pero el trono sobre el que se alza acaba
situado de espaldas al mundo. Todo delirio es, por fuerza, tiránico. Menos claro resulta si
todo tirano es, a su vez, un delirante, pero al menos sí que observamos siempre en el
dictador una concupiscencia paranoica y enfermiza. Todos los defectos más amenazantes
de la unidad - el totalitarismo, el fanatismo, la obediencia ciega, algo de la fe- encuentran
en el delirio una hospitalidad inusual.

Así pues, las imágenes del poder siempre cautivan al delirante. Todas las formas de
autorreferencia giran, en el fondo, alrededor de una atracción sobre sí que aspira a
reducir lo existente a la unidad de su interpretación. Lo Uno, donde resume lo humano,
le identifica, le concentra y le reúne. Por donde mira ve unidad. Al mismo tiempo,
mediante el mecanismo de la transformación en lo contrario, tan del gusto de Freud, la
variante paranoica del delirio muestra una especial aversión hacia todas las

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representaciones de autoridad, a las que convierte en enemigo y frente a las cuales blande
su odio, su sus picacia y su ansia de triunfo. La presencia del enemigo ocupa toda la
escena imaginaria, dado que nunca consigue del todo transformarle en simple adversario
con el que pueda competir e incluso congeniar gracias al reparto de poderes. Todos son
enemigos en una unidad confabuladora y unánime, donde destaca él en tanto que víctima
y objeto de las injusticias más arbitrarias y antojadizas. El Uno delirante es siempre el
vestíbulo del maniqueísmo y del dualismo combativo. El Uno arrastra un dos que le
devuelve pronto a sí mismo, sin admitir mayor multiplicidad ni mediación

Y, entre tanto, lo Uno le devuelve a la teología. Sin duda, todo delirio es teológico.
Integrante fiel de esa teología tiene que dar cuenta de una teodicea específica que le
incumbe. Ya comentamos que el Dios del psicótico no es sencillamente el Dios bíblico,
benefactor y cruel a la vez, al que hay continuamente que justificar por su exceso de
poder y su arbitrariedad, sino un Dios algo estúpido que encarna la figura, tan afín a su
propia aventura, del vencedor siempre vencido. Dios siempre aparece debilitado. El Dios
psicótico es un Dios impotente que ha de compartir sus poderes con el Mal.
Omnipotencia e impotencia se abrazan en el seno de la idea de Dios, como en el interior
del delirante lo hace su megalomanía con su radical soledad. Omnipotencia impotente.
Toda la historia de la lucha de los dioses, que refleja la mitología, conlleva la misma
lección: en el momento en que la soberanía de los dioses parece establecida, sobreviene
una crisis en el poder supremo. El delirante no es ajeno a este destino. Recordemos que
el Dios de Schreber está sujeto a la fatalidad de "no conocer a los hombres". Del mismo
modo camina el delirante entre los poderes del mundo, sin conocer a nadie y sin dar su
razón a torcer. Poseído, porque no tiene nada que dar. Esclavo, porque manda sobre
todos. Olvidado, porque ignora su pasado. Pero sintiéndose envidiado porque tiene
enemigos.

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La psicosis es una y múltiple a la vez. Una en cuanto constituye una unidad
diferencial frente a lo que no es psicótico, es decir, la neurosis. Múltiple, en la medida
que tolera desdoblarse en distintas variedades de psicosis: la esquizofrenia, la paranoia, la
psicosis maníaco-depresiva, si se da por buena tal separación. Estas formas, a su vez,
dado que admiten presentaciones diversas, se multiplican permitiéndonos hablar, por
ejemplo, del grupo de las esquizofrenias, mejor que de esquizofrenia en singular. Y lo
mismo puede sostenerse para las otras dos variedades de psicosis funcionales o con la
multitud de formas intermedias que podamos imaginar. Con suma facilidad se agregan y
se disgregan. En cierto momento de la evolución de las ideas psiquiátricas se abusó del
concepto de psicosis única, se sustantivó el término y se redujo su significado no a una
presencia clínica común, sino a una única causa: la biológica, por supuesto (Griesinger,
Llopis, etc.). Incluso, para sostener con más autoridad semejante hipnotismo por las
causas, se quiso encontrar un precedente aristocrático y sonoro nada menos que en
Areteo de Capadocia, quien ignorando la imprevisible utilización futura de sus palabras
había afirmado, no se sabe con claridad en qué sentido, que todas las formas de locura
pertenecen a un solo género.

Lo que nos interesa en este momento, dentro de la dimensión genérica de la psicosis


única, es explorar los límites internos, conocer las fronteras y contornos que la van
encuadrando, distinguir en su interior la multiplicidad de especies que la habitan. En
concreto, atendemos al desdoblamiento generado por la línea divisoria establecida entre
las psicosis de la razón (esquizofrenia y paranoia), por un lado, y las psicosis afectivas
(melancólicas), por otro, para que esta división nos sirva de guía en la identificación de
distintos tipos de delirio. Mas no para aprovechar de nuevo las estructuras clínicas con el
fin de separar unos delirios primarios o verdaderos de otros secundarios o deliroides. Lo
que nos llama la atención en este momento es el papel preeminente de la culpa en esta
operación. Intentamos seguir la presencia de la culpa en los psicóticos para poder separar
los delirios regidos por la misma de aquellos que no se someten a su opresión.

La culpa es el factor ordenador más eficaz que disponemos. La culpa nos centra y
con su celo neutraliza el asalto de cualquier atisbo de disociación. De hecho, el hombre
se mide por la culpa. La idea de encajar toda interpretación de lo humano en el círculo
angosto de la culpa puede atraer con tanta fuerza que en este momento, incluso en una

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época tan amiga de disculpas como la actual, nos interrumpe para cederla un lugar en la
interpretación del delirio. Aunque a primera vista parezca acotada a un drama particular,
hay una reflexión de Kafka aplicable desde este mismo momento a todas las
circunstancias del hombre, incluida la experiencia delirante: "Cualquiera que fuese el
punto de partida siempre desembocaba en la idea de culpa" (Carta al padre).

La culpa nos acosa como un indócil animal. Sobre su fatal necesidad, su constante
porfía o su incierto origen se han pronunciado las religiones, los mitos y los filósofos,
intentando explicar lo inexplicable de su perpetua vigilia, de su vil o noble coerción, de la
esclavitud o libertad que genera en sus anfitriones. Unas veces se muestra bajo la forma
un agente destructor, inquisitorial y coercitivo, pero otras es una fuente caudalosa de
creatividad, de fogosa construcción de identidad, de exaltación del saber y el examen de
conciencia, de forja de los sentimientos de justicia y deber que nos sirven de guía. Es
absurdo, por lo tanto, incluso peligroso, no aprovechar sus beneficios y encantos: feliz
culpa. Uno de ellos, como digo, proviene de su vigor para encauzar el deseo y la razón
del hombre, empujándoles a la cohesión. La culpa encauza las ideas y los placeres
cortando todos los flecos que tienden a la dispersión.

Pues bien, si el delirio se muestra tanto más escisionista según avanza de la


melancolía a la paranoia y de ésta a la esquizofrenia, la culpa acompaña en grado
decreciente ese recorrido. Del lado de la melancolía se recogen todos los delirios en los
que la culpa, consciente o inconsciente, domina la escena psíquica del psicótico. En este
caso se encuentran, lógicamente, las ideas delirantes de la melancolía en su sentido más
estricto, pero también los delirios hipocondríacos, los cenestopáticos, el afamado delirio
de relación de Kretschmer - que descansa en una tríada de culpa, sentimiento de
inferioridad y vivencias sexuales o laborales-, el delirio de celos, buena parte de los
llamados delirios breves, abortivos o disociativos benignos, y también todos aquellos que
los clásicos recogían en torno a contenidos precisos, como el delirio de los exiliados, de
las solteronas, de los masturbadores, de las viudas, de las suegras, etc. En todos ellos,
además de echarse de menos el descenso notorio del humor básico - salvo en el
estrictamente melancólico-, fal ta también un factor imprescindible de la lógica delirante,
la megalomanía, la jactancia explícita del delirante propiamente dicho - el llamado
primario-, que no conviene confundir con la satisfacción oculta que todo síntoma, hasta
el más atribulado, esconde en su interior, y que frecuentemente se reconoce, técnica y
lacanianamente hablando, como goce. Por otra parte, el perjuicio autorreferencial está
mitigado e incluso invertido, hasta tal punto que, en el caso de la melancolía, se dice
tradicionalmente que se ha vuelto del revés la dirección de la referencia. Se ha llegado a
hablar congruentemente de delirio centrípeto, cuando aludimos a la esquizofrenia y la
paranoia, pero de delirio centrífugo en las circunstancias melancólicas. Pues en este caso
no se refieren tanto las cosas a él como él es referido a las cosas. Todos los delirios que
carezcan de la omnipotencia y rebajen el perjuicio a lo meramente alusivo, son delirios

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melancólicos, sometidos a la ley de la culpa, aunque no sea la tristeza la que ocupe la
primera línea de la representación psíquica. Son delirios que, sin que venga aquí a cuento
calificarles de neuróticos ni despertar de nuevo la discusión sobre su posible existencia -
el polémico delirio histérico u obsesivo-, parecen relacionarse con la proyección de
contenidos inconscientes reprimidos - como intentó generalizar Freud-. Son por lo tanto
del orden del deseo, así que no son delirios que provengan de un fondo de automatismo,
ni se rellenan con la lectura del Libro, sino más bien con miedos, con culpa o con
vergüenza. Ni su origen se puede remitir a la cosa, según sucede propiamente en las
psicosis de la razón.

En el otro extremo del espectro clínico, la esquizofrenia se muestra ajena a las


debilidades y virtudes de la culpa. Si algo caracteriza con claridad al esquizofrénico es la
exención de ese sentimiento. La esquizofrenia permanece invulnerable al acoso de la
culpa en la misma proporción en que lo hace del deseo, del duelo o de la fogosa
turbación del amor. El pecado ni le acosa ni le abruma. Es más, sólo él, en cuanto que
psicótico, desde su endiosada y sobrenatural intransigencia, es capaz, ya no de rendir
cuentas, sino de exigírselas a todos por las injusticias que la humanidad ha perpetrado
contra él. La culpa, que acude siempre a insuflarnos identidad y nos arrima a la presencia
cuando menos reprobatoria del otro - curiosamente dispuesta, pues basta el dolor del otro
para hacernos sentir culpables, del mismo modo que es suficiente también el simple
desamparo para que encima nos invada la mala conciencia-, se ha alejado del psicótico
dejando al esquizofrénico boquiabierto en su trono de hombre desconocido y solo.

Desde el punto de vista de la culpa, la paranoia es una categoría compleja. Con


pronta ligereza se ha sostenido a menudo que el melancólico está empachado de
culpabilidad de la misma manera que el paranoico de inocencia. Sin embargo, la fórmula
parece demasiado esquemática. Incluso hay autores que, abusando de la receta,
descartan el diagnóstico de paranoia, a favor del de melancolía, cuando la culpa hace su
aparición en el discurso del paciente. Sin ir más lejos, el conocido caso Wagner de Robert
Gaupp, ejemplo sulfurado de paranoia, ha sido objeto de juicios parecidos, aunque se
aduzca como contrapeso que es una melancolía, eso sí, persecutoria. El problema
merece un análisis más concienzudo.

Para empezar, hay que distanciarse de la cómoda asimilación entre culpa y


responsabilidad. Una cosa es una y otra, la otra, aunque se hermanen y superpongan con
frecuencia tanto en el sentimiento como en el concepto. El paranoico se debate
intensamente entre estas dos expresiones de la moral. Por un lado, se siente inocente y se
rebela ante la posibilidad de quedar embutido, por el empuje melancóli co que late en su
fondo, en el estribillo torturante de la culpa. "Mi mujer piensa que ahora me pasan
factura mis pecados, borracheras y noches en blanco, pues aún sigue creyendo en la idea
ya trasnochada de culpa y su correspondiente castigo", confiesa Wagner. En buena parte,

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el sentido intencional que el paranoico capta en su entorno, tan ubérrimo de signos y
tentativas aviesas, viene seguramente a paliar y templar la amenaza de culpabilidad.
Ahora bien, del mismo modo que rechaza la culpa tampoco quiere reconocerse como
alguien antojadizo o privado del dominio pleno y consecuente de sus decisiones. Si algo
horripila al paranoico es la contingencia de quedar desposeído de la responsabilidad de
sus actos. Temor más que justificado dados los sentimientos de imposición, perjuicio,
invasión o destrucción con que siente amenazado su espacio mental. Los mismos que ya
rigen la vida psíquica del desbordado esquizofrénico. Por ese motivo, cuando un
paranoico habla en términos de culpa - por ejemplo, Wagner: "Y os digo también que
cada día me emborracho con lágrimas que no me está permitido derramar, pues son las
lágrimas de mi culpa"-, merece la pena atender a la posibilidad de que esa culpa sea antes
que nada una infortunada expresión, muy común por otra parte en todos nosotros, pues
apunta mejor a la responsabilidad que al reproche surgido de una instancia juzgadora; o
bien, conviene prestar atención a que la emergencia casual de un desfallecimiento
melancólico, más o menos puntual, venga a recordarnos, tras el concepto de psicosis
única, que nadie es paranoico en estado puro y perfecto. Cualquier ser humano, loco o
no, está expuesto a un rapto de tristeza.

En definitiva, el culpable se contenta con sentirse justo, bajo el apremio de una ética
superyoica, mientras que el responsable, además de probo y severo, se quiere
emancipado y libre según los imperativos de una ética de la liber tad. El paranoico es un
buen ejemplo del conflicto constante que enfrenta a estos dos legisladores que gobiernan
codo con codo su conciencia. Jueces tan inseparables también en la vida ordinaria que
nadie, en bien de su equilibrio y sensatez, debería dejarse someter a un solo mandatario.
Todos estamos en la cuerda floja cuando se trata de escurrir el bulto entre la culpa y la
libertad, entre la honradez y la emancipación.

Cuando Wagner quiere poner una condición al interrogador - Gaupp - durante su


terca pesquisa sobre las motivaciones del múltiple asesinato que ha llevado a cabo, le dice
lo siguiente: "Si usted me afirma sin ambages que me considera responsable de mis actos,
le diré todo". La reclamación de responsabilidad, según se observa, es consistente. Y
cuando, tras la insistencia de Gaupp, presiente que está entrando en crisis su autoría,
dándose casi por vencido reflexiona del modo siguiente: "Me digo sin cesar, tú quieres ser
castigado por tus crímenes, pero tú te desembarazas de toda responsabilidad, ella no te
concierne. Ah, ustedes han obtenido brillantes resultados, Sr. Profesor, ha conseguido
romperme". Como se ve, el sentimiento de responsabilidad resulta para Wagner un
triunfo sobre la culpa. Supone la garantía apacible de un mayor equilibrio. Para el
paranoico, en suma, sentirse responsable es la condición de encontrase consigo mismo.
Ésta es la razón de la tantas veces sostenida recomendación clínica y jurídica de no
aplicar eximentes completas a los enfermos mentales, al menos por principio, pues a
menudo la absolución más que ayudar echa a perder la vida.

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Desde otro punto de vista, sin duda complementario del anterior, observamos que la
responsabilidad y la convicción se contrarrestan. La responsabilidad debilita las
convicciones y vuelve innecesarios sus excesos. No así la culpa, que siempre tiende a
imbuir a la gente de dogmas y a fijarlos en la conciencia con el arrepentimiento. A lo que
conviene añadir otro perjudicial efecto, cual es la facilidad con que el penitente se
disculpa y deja de cumplir con su responsabilidad. La mucha culpa favorece el capricho
y la impunidad. Pues la culpa ocupa preferentemente un mundo de interioridades e ideas,
mientras que la responsabilidad atañe a la acción. Nos preguntamos, en este orden de
cosas, si la inhibición del melancólico, su cruel pasividad, no viene condicionada por la
culpa, que continuamente le abastece de pecado, deuda, atrición y remordimiento,
alejándole de la actividad. Probablemente, merced a estas distintas cualidades, se vuelve
comprensible que el llamado "paso al acto" resulte a menudo estabilizador para el
psicótico, pues, más allá del desahogo pulsional que procura, descarga algo los excesos
del saber y la convicción al rebelarle contra la culpa, en tanto que simultáneamente le
aproxima a la responsabilidad, es decir, a la coincidencia libre y benefactora consigo
mismo: "Si no hubiera hecho lo que hice, leemos de nuevo en Wagner, ahora seguiría
preguntándome cada día si no debería pasar a la acción".

En estas condiciones, la doble ética que en su día formulara Max Weber nos viene
como anillo al dedo para la explicación del conflicto paranoico. "Tenemos que ver con
claridad, escribe nuestro autor, que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a
dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede
orientarse conforme a la ética de la convicción o conforme a la ética de la
responsabilidad" (El político y el científico). La primera, que se guía por principios y
requerimientos incondicionales, obra bajo su idea de bien y deja el resultado en manos de
Dios, en tanto que la segunda ordena tener en cuenta las consecuencias de la propia
acción. Quien se rige por la convicción no soporta la "irracionalidad éti ca del mundo",
mientras que quien lo hace de acuerdo a la responsabilidad se irrita ante las exigencias
absolutas. El paranoico vive preso en el orden de los principios, cautivo de su convicción,
mientras reclama a gritos ser reconocido en el asiento de la responsabilidad. El político,
como héroe weberiano de este dilema, encuentra de este modo en el paranoico un émulo
patológico sobradamente afín. ¡Cuántas veces no han triunfado los paranoicos en la
política o las políticas se han tornado paranoicas!

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El psicótico es un huérfano de eros y philía, un excluido del fruto más noble que
adorna al hombre, el que nace del casamiento del amor con la amistad. Ni brinda las
relaciones de uno, ni consolida los lazos del otro. Podemos, entonces, interpretar el
delirio como una reacción a ese amargo destino de la soledad y considerarle una hechura
anómala de la esterilidad psicótica en ese dominio. De hecho, alguna de las
particularidades de la razón delirante guardan un evidente paralelismo, aunque sea en su
variante negativa, con lo que le sucede al que se enamora o se amiga.

Comencemos recordando que el delirio posee todas las formas de un ideal. En su


contenido late una aspiración, notoriamente arcaica, que con ecos infantiles se instala tras
la omnipotencia que ahorma el pensamiento delirante. La presencia del ideal nos tienta,
por su pugna incansable, a buscar a su través la semejanza anunciada. Y enseguida
apreciamos que el amor también dispone de ese aire de chiquillada. Sin idealización y,
por lo tanto, sin la consecuente irrealidad, el amor no despega en la dirección adecuada.
Ambos, amor y delirio, se divorcian de la realidad camino de un idilio que concluirá en el
seno del otro, si el afecto prospera audazmente, o en brazos de la soledad, si en ausencia
del querer el delirio se impone finalmente a la razón del enamorado. Incluso las voces
que oye el delirante son, en última instancia, voces de amor. Voces que protegen al
psicótico de su singular soledad.

Por otra parte, en esta sucesión de consonancias que estudiamos, el delirio, lo mismo
que el amor, tiende a ocupar toda la escena psíquica del individuo. La idea delirante, que
no es una idea eventual ni problemática, sino fija y acabada, se convierte en el eje de la
vida y es difícil alejarla de la representación. Del mismo modo que el objeto amado
satura el pensamiento del enamorado, el delirante despierta, si es que en algún momento
duerme, atareado en darle vueltas a una idea constante.

En realidad, el delirante no olvida nunca su delirio. Incluso podemos hablar ante él de


una destemplanza específica de la memoria, pues su recordar, aunque incansable, no
puede decirse que pertenezca sin más al dominio de la memoria puesto que se le ha
amputado el ingrediente vital del olvido. Sin que la amnesia deje un hueco en blanco, un
fallo en el dibujo del pasado, somos incapaces de reconstruir nuestro pretérito. Gracias a
ese lapso refrescante, intercalado como una cámara respiratoria de la memoria para

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ventilar el esfuerzo de la evocación, comprendemos sin empacho que todo recuerdo es
invención, creación del sujeto, ejercicio de libertad, mientras que la rememoración
mecánica y exacta posee algo que rápidamente asociamos con lo inhumano, con la
tontuna o lo animal. El delirante, en este sentido, es un loco de la memoria. Alguien que
ha identificado el recuerdo con el olvido, y que al volverlos indistintos ha embotado el
híbrido constitutivo de la recordación. Todo lo que hay en su cabeza es lo que recuerda
o, mejor dicho, lo que recuerda es todo lo que hay, sin opción a otras posibilidades, sin
horizonte para la conjetura, el desconocimiento o la ilusión.

El psicótico ha perdido sus exfuturos. No posee ilusiones perdidas, pues ya no


cuentan, dado que no acierta a encadenarlas en la memoria con las sucesivas. De este
modo, resulta que el delirio ni se recuerda ni se olvida, simplemente está. No comparece
en la representación como un visitante más o menos asiduo y conocido, sino con una
presencia redonda y absoluta. A tenor de lo dicho, quien más se aproxima a su
dramatismo perfecto es de nuevo la experiencia amorosa, pues el amor encarna la utopía
de un lance psicótico transitorio y que curiosamente discurre con buena salud. Mientras
se ama, la memoria queda en suspenso y toda la escena psíquica se ve ocupada, a
semejanza del delirante, por un bloque de ideas que no cuenta con la elasticidad
constitutiva del recuerdo, con la aparición y desaparición intermitente de la
representación, en cuyo vaivén pierde, salubérrima, algo de la realidad y gana otro tanto
de invención. Es después, tras la separación, cuando el enamorado recupera la memoria
y se vale de ella para reclamar la presencia del amado en su imaginación.

Se ha afirmado a menudo que el recuerdo aviva el sufrimiento, mientras que el olvido


rejuvenece porque nos cede los arrestos de la indiferencia y mata al otro en nuestro
interior. El deseo es un impulso egoísta al olvido, esto es, al duelo. Es un estratega
enérgico que va dejando las pérdidas por detrás renunciando a volver la cabeza para no
volvérselas a encontrar. El psicótico, en cambio, es aquel que no puede olvidar. Es un
hombre soledoso que sin llegar a recordar tampoco olvida. Ni puede reconstruir su
desgracia en el recuerdo, ni la puede dejar atrás en la maniobra generosa del olvido.
Instalado en el presente no sabe administrar el futuro del pasado cuya elaboración
constituye el arco temporal del duelo. El psicótico tropieza con el duelo, que se le vuelve
imposible porque ni siquiera le empieza y cuando le inicia, como es el caso del
melancólico, no le puede redondear. En la puerta Colinia de Roma, junto al templo de
Venus, se alzaba un altar al amor leteico donde los amantes contrariados imploraban el
olvido. Hoy, de subsistir esos cultos paganos, serían los psicóticos los más fervorosos
fieles de tan inteligente divinidad.

Pues bien, de este olvido imposible le nacen los celos al enamorado, porque mientras
el amado se distrae, el amante ni puede hacerlo ni le parece creíble la justificación de su
dilecto adorado cuando le sorprende en la distracción. La naturaleza de su amor necesita

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la presencia constante del amado en su pensamiento, y vuelve sospechosas las más
mínimas distracciones en las que, indiferente a las consecuencias, incurre el objeto de su
pasión. Fijémonos, además, en que la exclusividad amorosa del enamorado se nos
muestra como un correlato coherente de la presencia indesplazable del amado en la
representación. Ni la idea puede ser sustituida por otra idea ni el elegido por otro
cualquiera que alcanzara los bienes de su idealización. Los celos son tiránicos y
excluyentes, como lo es todo delirio, que se dispone siempre en torno a los mismo
parámetros que el amor. El psicótico es también exclusivista y logra hacer del delirio no
ya su único pensamiento, sino su único delirio, pues, como ya hemos insistido, sólo hay
un delirio para cada delirante. De hecho, los celos son el delirio más consecuente y
esmerado del enamorado. Más que la religión, que, al menos, socializa y favorece el
orden impuesto por la ley. El enamorado, en cambio, y especialmente si está dominado
por los celos, es una mezcla de déspota y transgresor. Pues los amantes junto a exigirse
la exclusividad recíproca aspiran a la soledad. Se apartan de la comunidad, se olvidan del
mun do, se muestran insolidarios y se despreocupan por la convivencia.

En las mismas circunstancias se mueve el psicótico. El delirio es en sí mismo amor, o


una reclamación de amor. Una suerte de amor solitario y abortado, pero amor al fin y al
cabo. Y nadie encarna mejor este destino que el erotómano, que al delirar con la idea de
ser amado se convierte en la figura más completa del que ama el amor antes que al
amado. En realidad, y en sentido estricto, el psicótico no ama, por lo que necesita creerse
amado. Delira con ser amado. En el erotómano la parte divina del amor se despereza y
extralimita. Se entiende, por este motivo, que su proximidad con el odio aun sea más
inmediata que la tradicional que sucede en el amor pasional del neurótico. Su
enodiamiento es aún más estridente y platónico, así que pronto conquista el escenario
delirante haciendo que la persecución y el perjuicio vayan desplazando los aspectos
amables de su pasión no correspondida. La persecución, en último extremo, es otro
modo de pedir correspondencia. Un modo informe, agotado y epilogal, donde el otro
permanece tan desinteresado y ajeno al perjuicio que se le atribuye como lo fue al amor
cuando se le quería enamorado. La efusión de la erotomanía es antes que nada una
conmoción reivindicativa y persecutoria que cualquier otra cosa. Más que un hombre
amado es un perseguido por el amor del otro. Su perfil es el de la víctima de una
conspiración amorosa que está siempre dispuesta a transformar al amigo en enemigo. El
rival se ha vuelto inolvidable. Toda la locura amorosa concluye de este modo como una
epopeya del desprecio. Una imposibilidad de rescatar al otro si no es para apretarle el
cuello con la soga del delirio.

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La modernidad ha reportado un delito específico propiamente psicótico: el asesinato
del alma. A primera vista, la afirmación puede resultar un poco temeraria, pues los
asesinatos, como los placeres, no se inventan con facilidad. Además, para mayor
incertidumbre, tratándose de un delito histórico, hemos de reconocer que las causas
culturales de su aparición no nos son bien conocidas. Pese a todo, disponemos de
algunas valoraciones orientativas para sostener legítimamente su existencia. Sabemos, sin
ir más lejos, que la palabra psicología entró en la lexicografía a comienzos del siglo
XVIII, desplazando poco a poco el primitivo concepto de alma. También conocemos
que, por la misma época, la tradicional oposición entre alma y cuerpo fue siendo
sustituida progresivamente, según ha percibido con perspicacia Mauricio Jalón, por la de
moral y cuerpo. El alma, por consiguiente, remitía en tanto que noción técnica al uso,
salvo en los dominios religiosos, a la vez que retrocedía como protagonista de una
dualidad clásica hasta entonces indesplazable. Asimismo, al tiempo que sucedían estos
cambios estrictamente culturales, una especie emergente de hombres, los psicóticos, iban
a dar testimonio de un asesi nato, hasta entonces desconocido, que tenía al alma de
cuerpo del delito. De este modo, bien a través de la vía cultural, bien eligiendo un
recorrido personal, el desenlace final era el mismo: el padecimiento del alma. No es de
descartar, además, que ambos recorridos resultaran al final coincidentes, salvo que en un
caso es el hombre normal quien percibe y protagoniza los cambios y en el otro es el
psicótico quien les sufre.

En su estudio sobre el atentado que ahora llama nuestra atención, Prado de Oliveira
sostiene que el llamado Seelenmord (asesinato del alma) era una palabra corriente en la
lengua alemana del siglo XIX, aprovechada entonces por los juristas para designar un
nuevo delito contra la integridad física y psíquica del hombre. Recuérdese, por ejemplo,
que el célebre informe de Anselm von Feuerbach sobre Gaspar Hauser, aquel personaje
que apareció una tarde de primavera de 1828 en Nuremberg tras permanecer hasta los
dieciséis años involuntariamente encerrado, lleva el subtítulo de "un delito contra el alma
del hombre". Y es precisamente la figura de un delito contra el alma la que el penalista
echó de menos, por entonces, en el código penal bávaro.

Schreber, nuestro más eximio psicótico, es un notario oportuno de este uso extendido
que venimos indicando. En sus Memorias leemos el siguiente comentario: "De todas
maneras, la vastísima difusión de este tema del asesinato del alma o del rapto del alma

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nos deja cavilando: no cabe duda de que el tema no hubiera podido elaborarse con tanta
constancia entre tantos pueblos diversos, si cada vez no hubiera existido en la base del
tema un fondo de verdad". Para explicarnos su aparición, la familiaridad antes aludida, e
incluso la verdad a la que hacía referencia Schreber, podemos recurrir a dos argumentos
distintos.

Uno, el primero, entiende que la inclinación más combativa por la libertad que se
declaró en esas fechas, unida al reconocimiento progresivo de los Derechos del Hombre,
fue consolidando una perspectiva de enjuiciamiento legal cargada de exigencias distintas,
muy alertadas acerca de la alienación y la deshumanización de los ciudadanos. El
asesinato del alma, cuando menos, es un paradigma claro de ese tipo de delitos tan
nuestro que, por su despiadada inhumanidad, no sólo parecen atentar contra la víctima,
sino contra el hombre entero: contra lo que sea ser hombre.

Un segundo factor, ya de orden mental, reside en el creciente descubrimiento del


espacio psíquico interior, cada vez más vulnerable y sensible, que permitió ir modelando
un objeto de delito inédito, una víctima inexplorada y sólo en ese momento reconocida
que se incorporó por primera vez a la delictiva social. Las antiguas catástrofes se habían
ido interiorizando paso a paso. El desfallecimiento del mundo, el temor apocalíptico, el
presentimiento del fin de los tiempos, la animalidad triunfante, la inminencia del
anticristo, se habían transformado en un estallido psicótico de carácter criminal. Schreber
representa, una vez más, un inteligente testimonio de este suceso. En uno de los
capítulos más trascendentales de sus Memorias, aduce que el asesinato del alma iba a
desempeñar un papel primordial en la conjura de los reinos divinos que se había
desencadenado en su contra. En medio de sus tribulaciones persecutorias siente que es el
alma el principal objeto de la instigación. Lo codiciado por el perseguidor no es otra cosa
que lo más íntimo, el alma del psicótico, y contra ella dirige su abuso de conocimiento y
de poder.

El lance que acabamos de describir repercute en dos dimensiones distintas del delirio:
en su contenido, puesto que la temática del asesinato del alma ocupa un lugar des tacado
entre los esquizofrénicos, y en la antropología del delirante, pues pone en evidencia la
formidable tropelía histórica que le ha convertido en psicótico. De esta última, de las
circunstancias sociales que sostienen tan turbador crimen, nos vamos a ocupar en este
momento cuando, llegados por fin a la parte final de nuestro estudio, nos asalta una
pregunta que hasta este momento no habíamos presentido. Nuestro interés queda atraído
por uno de los enigmas principales que sostiene cualquier delito, el de la responsabilidad
del delincuente. Para lo cual debemos ocuparnos de identificar al causante y de enjuiciar
su culpabilidad, pues no sabemos quién asesina al psicótico, por qué motivo, ni qué
responsabilidad ha contraído. Con esta pregunta redondeamos los factores producentes
del delirio. Diremos, en suma, que la psicosis tiene su origen en la cosa en sí, su soporte

113
causal en lo biológico, su génesis en la familia y, finalmente, su motivo en la sociedad.

Ahora bien, el nuevo atentado del que intentamos dar cuenta, no puede quedar
restringido al suplicio, rapto, malos tratos, crueldad o humillación que desde siempre han
padecido los hombres y que hoy siguen sufriendo sin paliativos. Crimen escenificable, de
rango perceptible, que exige el reconocimiento, captura y castigo de los responsables. El
delito es más hondo, apunta a la espiritualidad más profunda, más allá de la simple
inteligencia, más allá incluso del psicótico mismo, pues, según hemos dicho, alcanza al
hombre en general, como si por su extensión y, según veremos también, por su
anonimato, se elevara al rango de un delito de lesa Humanidad. En esta elevada
profundidad reside la esencia de lo que analizamos. Pues es posible que el psicótico, visto
desde este ángulo, no se represente sólo a sí mismo, sino que personifique lo humano en
su acepción más plena. Del mismo modo, cabe que el estrangulamiento íntimo, la muerte
espiritual que el psicótico formula bajo el título de asesinato del alma, ese delito que en
cuento pueda atribuirá a un alevoso intrigante, quizá no sea nada más que el equivalente
individualísimo de otro atentado social que resulta también genuinamente moderno.

La cuestión que urge plantear, de consecuencias aún imprevisibles, es la siguiente: ¿el


asesinato del alma del que da cuenta el psicótico, por una parte, y los grandes crímenes
de la modernidad, es decir, el Holocausto, la deportación masiva, el exterminio metódico,
por otra, no constituyen en el fondo dos formas aparentemente distintas pero resultantes
de un mismo crimen? ¿No sería la psicosis el equivalente individual del Holocausto,
mientras que el genocidio vendría a ser el síntoma común de una sociedad que se
psicotiza bajo los signos del totalitarismo? Algunas analogías en este sentido son
llamativas. Por encima de todas reclama nuestra atención inmediata el curioso nexo
descrito por Bruno Bettelheim: "Se podía observar en los campos prácticamente todos
los tipos de adaptación y sintomatología esquizofrénicos, hasta tal punto que una
descripción de los comportamientos de los prisioneros acabaría en un catálogo de
reacciones esquizofrénicas" (La fortaleza vacía). La psicología de los totalitarismos y de
las psicosis, pese a su disparidad experiencial, guardan una proximidad extraña y
turbadora. Los dos borran de manera completa algo que nos es consustancial, uno la
persona, la otra la personalidad.

Sentado lo anterior, conviene resolver que, antes que las semejanzas descriptivas o
las coincidencias psicológicas, nos interesan especialmente los paralelismos que giran en
torno a la responsabilidad del delito que ahora nos reclama. Para satisfacer esta
curiosidad nos basta con seguir los pasos del psicótico que, como sucede con frecuencia,
se nos adelanta. Es evidente que todo psicótico busca un responsable para explicar su
escarnecida causa. Pero observamos que, inhábil para la pesquisa moral directa, no le
encuentra si no es transfigurado en el bergante que de modo artificial va identificando y
surtiendo de significación en su delirio. Quizá lo haga de este modo porque la familia le

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resulta demasiado próxima, ambivalente y necesaria para poder atribuirle limpiamente la
agresión, mientras que la sociedad se muestra a sus ojos excesivamente anónima e
impersonal para cederle al completo la culpa. Lo sorprendente es que una ambigüedad
impotente pero similar percibimos en el caso del Holocausto. Por encima de la
identificación de sus promotores principales, el exterminio sigue permanentemente a la
espera de que se reconozca la extensión de los culpables y de que se precise el grado de
corresponsabilidad que, al modo de cómplices pasivos y verdugos potenciales, nos
incumbe a todos los ciudadanos del mundo: "Porque hemos de dejar clara una cosa,
asevera Imre Kertész, el Holocausto es una vivencia mundial" (Un instante de silencio en
el paredón). Con la eventualidad, más que verosímil, de que mientras dure esta inhóspita
dificultad, la posible repetición de los hechos permanece activa y amenazante. El
fascismo vive y colea, haciéndonos la corte sin cesar.

En ambos casos, un silencio espectral rodea toda pretensión de dirimir la identidad del
culpable y su grado de responsabilidad. Silencio que sólo es interrumpido por el delirio,
cuando atendemos a los psicóticos, o por el testimonio espeluznante, certero e irrepetible
del sobreviviente, si acudimos a los deportados. La oscuridad moral del entorno, que
vuelve irreconocibles y ausentes a los autores, induce al delirio a instalarse en el espacio
que debería acoger la hipotética culpabilidad de los demás, convirtiendo al delirante en la
víctima propiciatoria que oportunamente nos disculpa. Mientras que en el caso del
prisionero, la inocencia ofuscante de los exterminadores llegaba también a invertir las
circunstancias, hasta tal punto que hacía del compañero, según manifiesta la mayoría de
los testimonios, el más peligroso cómplice de los verdugos, el delator y el tirano
inesperado. Por si fuera poco, disponemos de otra señal clara de la infamia que
acompañaba al vacío de responsabilidad, pues un sentimiento de culpa insólito y
adicional, como el de los niños apaleados, asaltó a los condenados una vez puestos en
libertad, cuajando de este modo un desdoro indignante sobreañadido a su tortura
estúpida. En vez de una impresión de triunfo o cierto endiosamiento que siempre ha
coloreado el llamado poder del superviviente, el liberado de los campos nazis era asaltado
por un sonrojo inextinguible.

Sin embargo, el prisionero no es el único en sentirse indigno de modo injustificado.


También el psicótico vive el asesinato del alma como un suceso vil que le ofende de un
modo inexplicable. "~Y qué es un alienado auténtico? Es un hombre que prefirió volverse
loco, en el sentido socialmente admitido antes que prevaricar contra determinada idea
superior del ser humano." Tal es la respuesta de Artaud, en Van Gogh, el suicidado de la
sociedad, ante la alternativa de perder el honor o la cordura. El hecho no debe
sorprendernos, pues sabemos que la idea de la inmortalidad del alma y de la dignidad del
hombre se volvieron históricamente inseparables, en especial desde el Renacimiento. El
atentado contra la una doblega también a la otra. Quien mata el alma también roba la
dignidad a la víctima. Aplastados por el hambre y las vejaciones, los deportados pasaron

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por la experiencia inhumana de no distinguir el bien del mal, lo espiritual de lo no
espiritual. Como consecuencia del irresistible ambiente que sufrieron, los confinados se
debatieron el resto de su vida entre el silencio y el suicidio, sin saber a quien juzgar y sin
conocer quién inducía a los verdugos, como si la muerte sólo se aviniera a recibirles en
caso de concluir por sí mismos el esmerado trabajo que había iniciado una sociedad
diligente, de obediencia increíble y de irreconocible responsabilidad.

No obstante, pese a la confusión creada por la opacidad moral de nuestra época, que
tiende a extender una excusa general, el silencio social de la responsabilidad no disculpa
tampoco enteramente ni al prisionero ni al psicótico. Incluso por encima de unas heridas
que ni el tiempo puede cicatrizar, o trascendiendo un resentimiento imposible de restituir,
nadie puede presumir de inocente ni quedar desligado de la responsabilidad personal. Ni
el torturado permanece ajeno a la culpa, ni el psicótico queda al margen de la autoría,
selección y uso de sus síntomas por muy irreductibles que se muestren. Aunque parezca
cruel o una maldición, el psicótico, aún arrasado por su devastación interior, siente la
pregunta por la sustancia moral de su delirio, igual que el deportado deberá cuestionarse
acerca de su sobrevivencia, su pasividad frente a la tiranía o su comportamiento durante
el cautiverio. La exigencia estoica está presente en todos los hombres. Cicerón, bastante
radical en algunos aspectos, formuló este postulado práctico tan desmedido como
inevitable: "Ni creo que pueda haber ninguna desgracia que autorice a un hombre de
carácter a dejar de cumplir con su obligación" (Sobre la amistad).

Ante todo, no es fácil reconocer a los causantes. Los responsables del asesinato
permanecen ocultos. Ni descubren su culpa ni se saben culpables. "Esos hombres no
eran pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente
normales", escribe Hannah Arendt en el polémico escrito donde postula la banalidad del
mal (Eichmann en Jerusalén). Kafka, cuyo espíritu y sufrimiento representan la lucidez
del siglo, describió con precisión soberana el estado de la cuestión. A través de su voz el
tri bunal de la modernidad ha adelantado un curioso veredicto: "Y es propio del carácter
de esta magistratura el hecho de que uno sea juzgado no sólo siendo inocente, sino
permaneciendo además ignorante" (El Proceso). No podemos absolver a nadie porque
todos formamos parte de ese tribunal desconocido que nos condena como delincuentes
que se saben inocentes pero ignoran de qué. Ni siquiera la justificación está a nuestro
alcance: "Y no arme tanto alboroto con su sentimiento de inocencia, porque empeora la
impresión no del todo mala que nos causa". Somos víctimas y verdugos, jueces y autores
del mismo delito. Se desconoce de qué hay que inculpar a los ciudadanos, pero la
acusación existe y se dirige también a los acusadores. Sin duda, se ha iniciado un proceso
interminable. Sólo cabe la esperanza, añade Kafka, de que "el proceso se convierta poco
a poco en sentencia".

El silencio, en suma, sólo ha podido ser detectado, nunca explicado, y su rumor

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impertérrito continúa siendo uno de los arcanos más inquietantes de nuestra condición
epocal. Un superviviente, Robert Antelme, al recordar su salida del campo de
concentración escribió esta imagen irresistible: "Nos miran y parecen estar totalmente
confundidos; nunca jamás volverán a encontrarse ante un misterio tan perfecto" (La
especie humana). Todos nos volvemos ciegos y sordos, pero todos deberíamos
responder por los psicóticos para detener en lo posible el flujo de imputación que con
nuestro silencio engorda el delirio de continuo. La falta que debemos asumir persiste
irreconocible. No nos sentimos concernirlos. La identidad o la democracia se debilitan sin
conocer nuestro compromiso. No identificamos la verdad moral del asunto. Es cierto que
no podemos desembarazarnos de nosotros mismos, ni tampoco del otro, ni desligarnos
de nuestra común responsabilidad, pero aún no sabemos enlazar del modo debido
nuestra responsabilidad individual con la colectiva, pues la respuesta desde la culpa
común - la sociedad culpable - siempre tiene el aire de una absolución general y
complaciente. En este terreno todo es muy rudimentario. Bien pensado, ni siquiera está
en estudio. Permanecemos rehenes de la pregunta porque la razón ha fracasado. Esa
misma razón que descuella en la presunción desbordante del delirio y en la jactancia boba
del totalitario. La que nos exige, como nunca, volver a explicar las psicosis y el
exterminio.

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Índice
Capítulo 1. Preámbulo 11
Capítulo 2. ¿Podemos definir el delirio? 17
Capítulo 3. El problema de la clasificación 23
Capítulo 4. Fronteras del delirio 29
Capítulo 5. ¿Del lenguaje o en el lenguaje? 34
Capítulo 6. ¿De qué angustia hablamos? 38
Capítulo 7. ¿A qué llamamos automatismo mental? 42
Capítulo 8. ¿Hay automatismo carnal? 47
Capítulo 9. ¿Es delirio la alucinación? 52
Capítulo 10. ¿Es lógico el delirio? 57
Capítulo 11. ¿Una lengua universal? 62
Capítulo 12. ¿Hay verdad en el delirio? 67
Capítulo 13. ¿Creen los delirantes en su delirio? 73
Capítulo 14. ¿Por qué callan los delirantes su delirio? 78
Capítulo 15. Origen del delirio 81
Capítulo 16. ¿Eterno o instantáneo? 86
Capítulo 17. ¿Está escrito el delirio? 90
Capítulo 18. ¿Pasión de poder? 95
Capítulo 19. Culpa y delirio 100
Capítulo 20. Delirio, amor y olvido 106
Capítulo 21. Asesinato del alma 110
Bibliografía 117

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