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FERNANDO DURÁN AYANEGUI

LA MALDICIÓN
DEL RÉQUIEM

UN PAR DE CLAVOS

LOS BUITRES

TRES NOVELAS CORTAS

Ediciones Guayacán
2015
CR863.4
D-948-m Durán Ayanegui, Fernando.
La maldición del réquiem: tres novelas cortas / Fernando
Durán Ayanegui. –1.a. ed. – San José, C. R. : Editorial
Guayacán, 2015.
138 p. : 21 x 14 cm.

ISBN 978-9968-16-241-8

Contiene: La maldición del réquiem. – Un par de


clavos. – Los buitres.

1. Novela. 2. Literatura. 3. Costa Rica. I. Título.


SMG

Ediciones Guayacán
Dibujo de portada: Mi autorretrato a los cinco años, por
Emma Holman Durán.

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este li-


bro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento
electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones magné-
ticas, o cualquier almacenamiento de información y sistemas de recu-
peración, sin permiso expreso del editor.
LA MALDICIÓN
DEL RÉQUIEM

Es posible que nunca llegue a saber cómo se llamó


mientras tuvo aliento entre los vivos, pero alcancé a
enterarme, gracias a su confesión, de que ostentó el
nombre falso de Marcos Vargas Almendares desde
que ingresó ilegalmente a Costa Rica hasta el día de
su muerte en un accidente laboral ocurrido en un
ingenio azucarero de Turrialba, un cantón de la
provincia costarricense de Cartago, donde trabajaba
como mecánico.
Tras el percance –la explosión de una caldera
o algo semejante–, el ficticio Marcos fue l l e v a d o a
la cercana clínica de la Caja Costarricense de Seguro
Social. Cuando los médicos, después de una
intervención preliminar, se percataron de la extrema
gravedad de sus heridas internas, y se preparaban para
trasladarlo de urgencia al Hospital Calderón Guardia
de San José, capital de la República, el corazón del
nicaragüense se detuvo para siempre.
En vista de que ningún miembro de la familia
se presentó a reclamarlo, el cadáver del suplantador
permaneció durante el tiempo prescrito en estado de
congelación en la morgue, para recibir finalmente
sepultura, sin el beneficio de una ceremonia religiosa,
en una simple fosa del cementerio municipal.

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II

Unos diez años después de aquel acontecimiento,


yo era un joven ingeniero químico con derecho a
considerarme exitoso por ser el socio mayoritario,
y jefe de producción, de una mediana fábrica de
esmaltes; sin embargo, llamado por mi vocación
académica, o simplemente convencido de que era mi
deber retribuirle de alguna manera a la Universidad
de Costa Rica la educación casi gratuita que me
había dado, dedicaba parte de mi tiempo a impartir
lecciones de química en el centro regional que mi
alma máter había abierto en Turrialba.
Una vez por semana partía en auto desde mi
hogar, en Escazú, un municipio situado al oeste de
San José, hacia la más antigua sede universitaria de la
zona oriental del país. Ahí dictaba mis lecciones,
atendía las consultas de los estudiantes y, después de
cenar en compañía de algunos de mis colegas,
regresaba en un viaje nocturno que, dependiendo de
las condiciones meteorológicas –la zona que se
extiende entre Cartago y Turrialba es tercamente
lluviosa durante gran parte del año–, duraba entre
hora y media y dos horas.
Por lo regular viajaba solo, aunque
ocasionalmente le hacía a algún profesor, estudiante
o vecino de la localidad, el favor de
c o n d u c i r l o hasta Cartago o hasta San José,
ciudades que me quedaban en el camino; sin
embargo, prefería viajar en solitario porque, por ser
un entusiasta melómano, me agradaba disfrutar de
la música académica que transmitía la radioemisora
de la Universidad. Por precaución, llevaba siempre
conmigo algunos discos compactos que venían en mi
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auxilio cada vez que la

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radioemisora se enfrascaba en uno de sus programas
de conversaciones adormecedoras o transmitía música
que no era de mi agrado.

III

Cierta noche en que viajaba sin compañía, la


circulación en la ruta era muy reducida talvez porque
llovía copiosamente. Después de recorrer unos pocos
kilómetros, y mientras escuchaba la partita para violín
número 2 de Bach, tuve la sensación de haber venido
conversando con un invisible compañero de viaje.
“¿Me estaré volviendo loco?”, reflexioné al
darme cuenta de que podía recordar con claridad
algunos fragmentos de mi conversación con el
acompañante imaginario. Apagué la radio y bajé la
velocidad preguntándome si en realidad no me había
quedado dormido al volante por primera vez en mi
vida y si de la conversación no había existido nada
más que la fugacidad de un sueño.
“¡Qué ocurrencia, ingeniero!” –sentí que me
decían desde alguna parte–, “¿de dónde saca usted
eso? De haber sido así habríamos compartido el
mismo sueño”.
“Con todos los diablos”, pensé, “¿qué me está
ocurriendo?”
“¡No le está ocurriendo nada extraño, puede
estar seguro! Usted y yo sosteníamos una charla muy
interesante y no hay razón alguna para interrumpirla”.
–¡Por Dios! Ahora sí creo que me estoy
volviendo loco –me dije en voz alta.

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“Se estará usted volviendo esquizoide, profesor
Pleitez. Antes invocó a los diablos y ahora invoca a
Dios. Creo que, a causa de su infatuación académica,
hace mucho usted dejó de ser un buen católico. Por
lo visto, su percepción teológica es más pobre que
su formación profesional. Hágame el favor, don José
María, de no dejarse caer en la irrealidad”.
A pesar de que la lluvia había arreciado, p i s é
a fondo el acelerador hasta alcanzar una velocidad
que en aquellas condiciones resultaba peligrosa. La
carretera se sentía resbaladiza y aislados girones de
niebla comenzaban a limitarme la visibilidad.
“Vamos, ingeniero, tanga calma. No me interesa
que el partido que usted y yo hemos empezado a jugar
se declare empatado tan pronto. Ciertamente, al final
estaremos ambos en el mismo lado de la temida
frontera, pero por el momento prefiero que esta noche
lleguemos a nuestro destino, usted sano y salvo y yo en
este lamentable estado de precaria eternidad y sin
cargos de conciencia adicionales por haber provocado
algo tan grave como su muerte en un accidente de
tránsito. Reduzca la velocidad y continuamos nuestra
conversación en paz. O, si lo prefiere, dejo de distraerle
para que pueda continuar escuchando la música de su
aburrido Johan Sebastian Bach”.
No sabría decir qué me sobresaltó más: la
despectiva alusión a mi compositor preferido, o la
revelación de que, efectivamente, alguien o algo que
me acompañaba sin dejarse ver se comunicaba
conmigo en español.
En una ocasión había leído un texto sobre
casos de desdoblamiento de la personalidad, p e r o la
explicación de lo que me estaba ocurriendo no se

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encontraba en ese terreno, ya que en ningún momento
había adivinado lo que iba a decir mi interlocutor. O
mi interlocutora, puesto que, hasta aquel momento, mi
percepción del otro –o de la otra– había dependido, no
de un timbre de voz bien definido sino de lo que parecía
ser la transmisión telepática de un discurso ajeno.
El pasajero clandestino guardó “silencio”
durante varios minutos. La partita de Bach concluyó
y fue sucedida por la popular y estridente Sinfonietta
de Leos Janacek.
“Afortunadamente este dilapidador de trompetas
también me agrada”, pensé. En vez de darme su opinión
sobre el compositor checo, el viajante invisible me
propinó una regañada, utilizando esta vez el timbre
reconocible de la voz de un varón adulto:
–Tenga la amabilidad de suspender sus
reflexiones musicales y concentrar su atención en
la ruta; si bien la intensidad de la lluvia está
disminuyendo, y al parecer nadie más se atreve a
circular ahora por esta vía, dentro de poco la neblina
que nos rodea se podrá cortar con un cuchillo.
En efecto, aquel segmento de la ruta parecía
cada vez más haber sido reservado exclusivamente
para mí. Solo en raras ocasiones, al salir de u n a
curva me encandilaban las luces delanteras de un
lento camión de carga que se desplazaba en sentido
contrario, posiblemente rumbo al puerto de Limón;
pero aquello era todo: la región parecía haber sido
abandonada por todos sus habitantes.
El paso por los caseríos que bordeaban la
carretera, muy dispersos en aquella época, apenas si
se notaba gracias a las mortecinas luces de los cortos
trechos en los que funcionaba el alumbrado

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público, a la atenuada luminosidad filtrada a través
de las cortinas de una que otra vivienda en apariencia
inhabitada y al parpadeo de inútiles y melancólicos
rótulos de neón todavía encendidos en algunos
establecimientos comerciales.
Aun cuando no tenía la costumbre de detenerme
antes de llegar a mi hogar, me descubrí deseando que
en el poblado siguiente, que lleva el nombre de Juan
Viñas, hubiese una cafetería abierta.
–Además del café, puede que quiera usted
servirse alguna repostería –opinó el intruso desde,
séame perdonado el mal juego de palabras–, el asiento
del muerto.
–Dese por enterado de que no todo lo que pienso
tiene que formar parte de mi indeseada conversación
con usted –interrumpí.
–Me temo que, con respecto a mí, tendrá usted
que renunciar, a partir de ahora, a una buena porción
de su privacidad –sentenció.
–¡Usted sería un escatófago si aún conservara
su lamentable corporeidad! –pretendí insultarle.
–Vaya una manera docta de expresarse, profesor
–respondió a mi sarcástica pedantería–, pero no por
ser docta deja de ser grosera; sin embargo, dada la
vulnerable posición que hoy ocupo en el universo, no
hay en mi espíritu lugar para los agravios.

IV

La ciudad de Juan Viñas se veía tan desierta como


el resto de la provincia. “Aquí solo hay fantasmas”,

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pensé sin dejar de buscar en medio de la neblina la
iluminación de una cafetería abierta. Un tosco
gruñido me devolvió a mi confusa realidad.
–Lo que acabo de pensar no es más que una
muletilla. Espero que en su espíritu sigan ausentes los
agravios –murmuré.
–Siguen ausentes, profesor, se lo aseguro. Yo
solo quería indicarle que más adelante, a mano
derecha, hay uno de esos pequeños restaurantes que
ustedes, los aborígenes de este país, llaman sodas. Y en
la calle hay espacio disponible para el aparcamiento.
Bajé del auto con la esperanza de que aquella
ánima desorientadora permaneciese abordo y me
dirigí hacia la entrada de la soda. “Llamándonos
aborígenes a los habitantes de este país, esta
entelequia me dejó saber que vino de un país
extranjero”, reflexioné.
El local era amplio y bien iluminado. Una
mujer y un hombre compartían una mesa cercana al
mostrador, detrás del cual, sentado al lado de la
caja, cabeceaba quien parecía ser el extenuado dueño
del establecimiento. Acodada en la parte externa del
mostrador, la persona que luego se revelaría como un
obsequioso mesero leía un periódico.
–Buenas noches –saludé.
Me respondió un coro poco entusiasta de
“buenas noches” y de inmediato el mesero vino en
mi auxilio.
–Caballero, como puede verlo –dijo–, hay muchos
lugares disponibles, pero la noche está algo fresca, así
que le recomiendo una de las mesas de adentro.
“Adentro” debía de significar, en su lenguaje y
para su comodidad, “cerca del mostrador y en la
proximidad de la cocina”.
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Obedecí y me adelanté a tirar de una silla
situada en la zona que se me había indicado. El mesero
permaneció a mi lado, impasible, mientras yo me
desabotonaba la chaqueta y leía un menú resumido
que descansaba apoyado en el contenedor metálico de
servilletas de papel.
La silla del otro lado de la mesa se movió
hacia afuera, lentamente y sin hacer ruido. Desde
el breve espacio que se abrió entre el borde de un
mueble y el respaldo del otro, surgió un ronco
carraspeo. Afortunadamente, el movimiento de la
silla pasó inadvertido para el mesero, pero ante el
más que audible sonido gutural este reaccionó
diciéndome:
–¿Decía el caballero?
“Creí que se había quedado usted en el auto”,
pensé.
“Pues no”, replicó el ánima inoportuna,
“de haberlo hecho, estaría pasando un rato muy
aburrido. De paso, le adelanto que el señor que lo
atiende se propone ofrecerle algo que él no quisiera
tener que guardar en el refrigerador para mañana y
por ello no vacilará en recomendárselo. Dele
oportunidad de hacerle la sugerencia. Es una persona
bienintencionada”.
Como si él también él hubiera “escuchado” al
fantasma, el mesero tomó la iniciativa.
–¿Querrá usted tomar café? Puedo ofrecerle…
–Así es, quiero un café negro, bien caliente
y…
–Si me lo permite, le cuento que esta tarde
horneamos un excelente tamal asado que aún está
suave y tibio. Creo que le podría gustar.

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De nuevo se escuchó el carraspeo. Un esbozo
de confusión se dibujó en el rostro del mesero, lo que
me obligó a adelantarme:
–Eso es, me gustaría acompañar el café con
una ración de su tamal asado.
El mesero tomó nota y se dirigió a la parte
trasera del mostrador. En el camino, se volvió para
mirarme de manera inquisitiva.
“Le rogaría que, si no puede privarse d e su
cháchara, se dirija a mí sin emitir sonidos. Hay
otras personas en este lugar”, pensé. Mejor dicho,
“le pensé” al ser invisible que ocupaba el lugar
aparentemente vacío. “Dicho sea de paso”, continué,
“no es congruente con su inmaterialidad el acto de
mover una silla. No tiene mucho sentido que un ente
incorpóreo tome asiento”.
“¡Usted qué s a b e !”, m e r e s p o n d i ó con
toda la insolencia que podía desplegar, “el omnisapiente
ingeniero y profesor José María Pleitez me recuerda con
su arrogancia la ocasión en que un compatriota suyo, para
más señas un padre salesiano, se propuso explicarme la
teoría del big bang ignorando que yo había leído un par
de libros sobre el tema. Como todos los xenófobos de
este país, el padrecito habría sido incapaz de creer que el
nicaragüense denunciado por mi acento hubiese tenido
una experiencia de seminarista y obtenido un título
universitario, algo que, por encontrarme ilegalmente en
este país, no podía aclararle. Por lo demás, el sentencioso
maestro se refería al tema como la teoría del Big Ben,
¿me entiende usted?”.
“Le entiendo perfectamente, si lo que pretende
es afirmar que los salesianos son ignorantes en
ciencias. Pero me consta que no siempre es así.

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Conocí a uno de ellos que había obtenido en Europa
un doctorado en física. Por otra parte, hasta ahora no
me entero de que en vida usted fue nicaragüense”.
El mesero regresó trayendo, en una bandeja de
madera, una humeante taza de café y un plato sobre el
que flotaba, sobre un níveo pocito de natilla, un trozo
de tamal asado. Lo probé y me pareció excelente. Me
trajo a la memoria el que confeccionaba mi abuela
Rosario con masa de maíz y azúcar sin refinar, aliñada
con queso y suero de leche, en la que yo acostumbraba
explorar en busca de fragmentos de coco o pasas
rejuvenecidas. No era una joya gastronómica francesa,
pero en mi niñez era para mí el irremplazable
acompañante de las bebidas calientes.
“Ya ve usted”, pensó para mi beneficio mi
invisible interlocutor, “yo tenía razón, es bueno; pero lo
siento mucho, esa era la última porción, así que usted no
podrá repetir su disfrute ni su añoranza alrededor de su
abuela Rosario. Y ya que estamos en eso, ¿sabe usted
que el tamal asado es originario de Nicaragua?”
“Si, y según usted Napoleón Bonaparte no fue
emperador de los franceses sino sultán de Turquía”,
pensé sin separar la taza de café de mis labios.
La fantasmagoría dejó escapar una carcajada
que se escuchó en todo el local.
Los presentes, incluido el hombre que hasta
entonces dormitaba al lado de la caja y ahora se había
despabilado, se volvieron a mirarme con abierta
curiosidad.
“Cállese, engendro de los infiernos, o de lo
contrario estos extraños van a creer que me volví loco”.
“No entiendo por qué le preocupa tanto la
posibilidad de que lo tomen por desquiciado en un
planeta donde todo aquel que posea un cerebro
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ligeramente más abultado que el de un m a c a c o
está positivamente loco. Es hora de que usted se
vaya enterando: la demencia es el rasgo evolutivo
más característico de la especie humana, el que la
conduce inexorablemente a su autodestrucción. No
hace mucho usted mismo dudaba de su cordura,
¿no es cierto?”, arremetió en silencio el incómodo
nicaragüense.
Ingurgité el último bocado, llamé al mesero para
pedirle la cuenta y, a guisa de experimento, le dije:
–¿Me haría usted el favor de prepararme una
porción adicional de tamal asado para llevársela a
mi esposa?
El mesero se ruborizó como una quinceañera
después de escuchar un piropo salaz.
–Lo siento, caballero, pero no podré
complacerlo. La ración que le serví era la última que
nos quedaba.
Frente a mí, la silla se pegó ruidosamente a
la mesa.
–Tiene usted piernas muy largas –comentó el
confundido anfitrión.
–Eso me han dicho –admití y, temiéndome
algo peor, me puse de pie de un salto.
El mesero se apresuró a traerme el cambio
desde la caja.
Salí. Antes de abordar el auto, exclamé:
–¡Usted y su jueguito con la silla! ¡Mal rayo
lo parta!
Observé que el mesero se había asomado a
la puerta y temí que hubiese alcanzado a escuchar
cuando mi némesis replicó a toda voz:
–¡Profesor, no diga tonterías, es como si eso ya
me hubiera ocurrido!
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V

El clima conspiraba en favor del ánimo comunicativo


de mi pasajero. Mantuve apagada la radio porque no
tenía interés en escuchar otros desbarres sobre los
compositores de mi afecto. Marcos –aún no sabía
yo que aquel había sido su último y falso nombre
terrenal– aprovechó mi silencio para narrarme, en
perfecto desorden y sin ofrecerme prueba alguna de
que decía la verdad, ciertos detalles de su predecible
biografía. Predecible, se entiende, en razón de la
época que le había tocado vivir y del país en el que
había nacido.
En su adolescencia había sido monaguillo en
una parroquia de las afueras de Managua. Logró
ingresar al seminario católico con el propósito de
hacerse sacerdote, pero luego se retiró para,
finalmente, graduarse con una licenciatura en letras
en el recinto universitario de la ciudad nicaragüense
de León. Su posterior incursión en la lucha
insurreccional contra la dictadura de la familia
Somoza lo había conducido a una situación que lo
obligó a cruzar ilegalmente la frontera con Costa
Rica, país donde se las arregló para pasar
inadvertido tras adoptar la identidad de un
costarricense de cuya muerte, ocurrida en las
montañas de Nicaragua durante un combate entre los
guerrilleros sandinistas y la Guardia Nacional, dijo
haber sido testigo.
Ante la obligación de ocultar su verdadera
identidad, no podía contar con su condición de
graduado universitario, así que mientras se dedicaba
a actividades laborales humillantes y mal pagadas
llevó y concluyó satisfactoriamente, siempre bajo
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el mismo nombre falso, un curso de mecánica del
Instituto Nacional de Aprendizaje que más tarde le
valió ser contratado en el ingenio azucarero.
–Puede usted imaginarse, profesor, la sorpresa
que se llevaron los familiares del hombre al que
yo le había tomado prestada la identidad, cuando
desde el hospital de Turrialba un oficial de la Fuerza
Pública les avisó que su pariente había muerto y los
invitó a retirar el supuesto cadáver de quien, ellos lo
sospechaban, había sido sepultado años antes al otro
lado de la frontera. “No es él, no es él”, les gritaban
dos indignadas mujeres, presumo que la madre y una
hermana o la esposa del auténtico Marcos, al oficial y
a los médicos y partieron diciéndoles que se ocuparan
ellos de aquel “fiambre desconocido”. Era lógico:
nadie en Costa Rica podía suponer que mi humanidad
le había pertenecido a un católico nicaragüense,
sacerdote frustrado, licenciado en letras y opositor de
los Somoza, buscado en otro tiempo por los esbirros
de la dictadura y, ¿por qué no reconocerlo?, también
por la justicia regular y más o menos legítima de
Nicaragua. Comprenderá usted que no hubo quien
rogara por mí, en una misa de difuntos: ne cadant in
obscurum: sed signifer sanctus Michael.
–¿De verdad eso figura en la misa? –pregunté
desprevenidamente.
–Vaya, cultísimo católico, ¿a cuántas misas de
difuntos ha asistido usted en su vida? Tenemos aquí
a otro distraído creyente que, mientras un piadoso
sacerdote reza el Hostias, él cavila sobre la planilla que
deberá pagar el próximo fin de mes o sobre la manera de
llevarse a la cama a la nueva secretaria que no está nada
mal. Eso es parte del Domine Jesu Christe:

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Domine Jesu Christe, Rex gloriae,
libera animas omnium fidelium defunctorum
de poenis inferni
et de profundo lacu,
libera eas de ore leonis
ne absorbeat eas Tartarus,
ne cadant in obscurum:
sed signifer sanctus Michael
repraesentet eas in lucem sanctam,
quam olim Abrahae promisisti et semini ejus.

(Señor Jesucristo, Rey de Gloria,


libera las almas de todos los fieles difuntos,
sácalas de las penas del infierno
y del lago sin fondo.
Libérales de la boca del león
para que el Tártaro no se los trague,
y para que no caigan en la oscuridad:
permite que el santo Miguel, portaestandarte,
les conduzca hacia la luz sagrada
que prometiste a Abraham y sus descendientes).

–Pues bien, ilustre profesional, empresario y


ciudadano ejemplar, entienda cuál es mi predicado.
¿Quid sum miser tunc dicturus?, quem patronum
rogaturus, cum vix justus sit securus?
–Y eso ¿con qué salsa se come?
–De nuevo, increyente profesor, corresponde
al Tuba mirum, de la misa de difuntos: “¿Qué dirá
entonces el miserable que soy? ¿Quién intercederá
por mí cuando los justos necesiten socorro?” ¿Lo ha
escuchado usted? Repito: “¿Quién intercederá por mí,
cuando los justos necesiten socorro?” ¿Ha oído usted
hablar de las almas en pena?

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VI

A Cartago, centro administrativo de la provincia del


mismo nombre, y capital religiosa de la República por
ser el lugar donde, en la especie de Nuestra Señora
de los Ángeles, en la época colonial se le apareció la
Virgen María a una joven indígena, suele llamársele
“la ciudad de las brumas”. Los cambios ambientales
habían comenzado a limitar el sentido de ese apodo
topológico, pero aquella noche resultaba justificado.
La niebla parecía haber producido el efecto de una
fumigación antropofóbica. La apariencia desolada de
la ciudad encendió de pronto en mí la esperanza de
que aquel fuese el destino final de mi desagradable
acompañante.
–No señor profesor –interrumpió el hilo de mis
reflexiones la voz del polizón– en Cartago nada se me
ha perdido.
–¿Podría decirme, entonces, su merced, adónde
quiere que le conduzca?
–Su pregunta, ingeniero, es inapropiada; usted
y yo pasaremos esta y las noches siguientes al burgués
calor de su residencia. Eso es algo que ocurrirá como
si estuviera escrito en las estrellas. Y desde donde yo
puedo observar su realidad, estoy en condiciones de
garantizárselo
–En todo caso, olvídese usted de la idea de
tomar mi casa como hotel. No puede ser. No ahora
cuando, más que nunca, mi esposa no debe sufrir
sobresaltos.
–De acuerdo, profesor, tendremos el cuidado
de evitarle sobresaltos a su esposa en su segundo mes
de embarazo…

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–¿Cómo lo sabe usted?
–Llevo varios minutos explorando su cerebro,
profesor, y he descubierto que su mayor preocupación
y su mayor alegría proceden de la noticia que ella le
dio recientemente: viene en camino un primer hijo. Su
preocupación, la entiendo; pero su alegría, profesor…
a como está el mundo, ¿no cree usted que debería
rogarle a Dios que no condene a su hijo a la tortura
que llamamos vida? El destino de ese niño…
–Un momento, un momento. ¿Cómo sabe usted
que no será una niña?
–Profesor, mi existencia actual, de la que usted
es testigo aun cuando nunca logrará entenderla, se da
en un universo en el que no existen el pasado, ni el
presente, ni el futuro.
–No sabe lo que dice…
–Confirmo, profesor, que para usted un
inmigrante nicaragüense ilegal no puede ser más que
un analfabeto tan ignorante que nunca sabrá lo que
dice. Hace pocos minutos mencioné de pasada el big
bang, ¿no es cierto? De acuerdo con esa teoría, que a
mi juicio es básicamente correcta, entre el momento
de la gran explosión y el de la aparición del tiempo
hay un intersticio en el que no sería posible percibir
los conceptos de pasado, presente y futuro. En ese
intersticio no existe el tiempo y es ahí donde se
encuentra la eternidad de mi infierno.
–A mi modo de entender, y algo he leído
también sobre ese tema, lo que usted llama un
intersticio existió durante una fracción de segundo, la
más pequeña que se puede postular. Tan pequeña,
que en ella no podría ocurrir ni caber nada, porque
ni siquiera alcanzó a alojar la longitud de la onda de

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mayor frecuencia de la creación. Siendo así, ¿cómo
podría ese intersticio, ese fugaz espacio, contener el
infierno?
–Lo que usted dice es solo parcialmente cierto,
profesor. Y, además, no me agrada el pretérito que
utiliza. Ese intersticio –y tome nota de que
deliberadamente he evitado llamarlo “lapso”, que
significa “intervalo de tiempo”– existe desde antes de
la aparición del tiempo y por esa razón es eterno.
Permítame que traiga a mi memoria y, en
consecuencia, a su conocimiento, el profundo lacu
que figura en el Dómine Jesu Christe de la misa de
difuntos. El profundo lacu, “lago sin fondo”, es el
espacio sin tiempo, la ubicación ideal del infierno.
Desde ahí puedo ver que usted recibirá un hijo, no
una hija.
–Veamos si le estoy entendiendo. Su actual
lugar de pertenencia es el infierno, lo que me sugiere
que tal vez conserva la esperanza de escapar de él
de algún modo. Sea como sea, no puedo llegar a mi
hogar en su compañía.
–De nuevo, profesor, desde la profundidad del
profundo lacu le aseguro que esta noche estaremos en
su hogar. Vale decir, teste David cum Sibylla.
–Que traduzca, por favor, el latinista silvestre
–ordené.
–“Atestiguan David y la Sibila”, como reza e l
Dies irae, de la misa de difuntos.
–Aparte de su inescapable fijación con el texto
de la misa de difuntos…
–…que el educado católico aquí presente no
conoce…
–…debe tomar en cuenta que su imposición
me desagrada.
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–Estimable amigo, no es mi imposición, es la
voluntad del cielo o, como habríamos dicho en otro
tiempo, Deux faxit coelum voluntas, Dios ejecuta la
voluntad del cielo.
Hoy sé de aquel latinajo, el último que la
entelequia transfronteriza me recetaría aquella noche,
que no forma parte de la misa de difuntos. La discusión
que sostuvimos una vez aparcado el auto en el garaje
de mi casa fue protagonizada a gritos, en español
centroamericano, y se tornó acre a causa de mis
advertencias sobre el respeto y la consideración que
debían guardársele a mi esposa. Finalmente, el
fantasmal intruso aceptó pasar la noche dentro del
auto. Cuando llegué al dormitorio, Aurelia, mi esposa,
se había despertado.
–Mi amor –dijo– ¿tenemos visita?
–Desde luego que no. De haber traído a una
visita conmigo, te habría llamado para avisarte.
–¡Qué extraño! Juraría que te oí discutir con
alguien.
–Debe de haber sido un sueño, mi vida. Todo
está en orden. Solo que hoy me siento más cansado
que de costumbre.
–¿Te dieron mucha lata los alumnos?
–Un poco, pero discipuli nunquam faxit
molestia.
Mi esposa se irguió sobre la cama y, en tono
de alarma, dijo:
–¿De qué hablas, mi amor?
–Tonterías mías, vida, decía que los alumnos
nunca causan molestia.
–Pero ¿en latín?
–Te repito que me siento muy cansado.
Durmamos.
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Me pareció oírle decir algo como “arcte et
graviter dormire”, pero no estoy seguro. Pude haber
escuchado alguna vez lo mismo en el cine o haberlo
leído en algún poema de Catulo.

VII

Al amanecer del día siguiente le dije a Aurelia que


varios asuntos urgentes me obligaban a presentarme en
la fábrica a hora temprana. Me despedí de ella y cuando
llegué al garaje no percibí indicios de que Marcos
estuviese dentro del auto. Regresé al interior de la casa
e inspeccioné infructuosamente todas las habitaciones;
luego salí al jardín trasero y ahí, en un lugar junto a la
piscina, hice contacto con él.
“¿No habíamos convenido en que usted
permanecería en el auto?”, le recriminé mentalmente
para no llamar la atención de Aurelia.
“Así es, pero debe usted comprender que al
amanecer tenía que hacer mis abluciones, como se lee
en las novelas rusas”.
“Qué novelas rusas ni que ocho cuartos. Una
entidad inmaterial, como la que usted dice ser, no
tiene necesidad de sueño, ni de abluciones, ni de
alimentación, ni de evacuaciones, así que volvamos
en silencio al auto y partamos enseguida”.
“¿Partir hacia dónde, se puede saber?
“Hacia donde a mí se me ocurra, pero será
lejos de mi casa. Por el momento, tengo asuntos que
atender en la fábrica de esmaltes. Ahí iremos primero
y más tarde…”

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“Enhorabuena, habla usted en plural. Me
complace entender que ya ha aceptado el hecho de
que por algún tiempo seremos inseparables”.
“…y más tarde me apersonaré –y usted,
supongo, se afantasmará– en la Dirección de mi
escuela en la Universidad de Costa Rica, a presentar
mi renuncia irrevocable e inmediata al puesto de
profesor, de manera que usted tendrá que regresar por
sus propios medios a Turrialba, donde según parece
le corresponde purgar, cerca de su cuerpo ya
putrefacto, pero aún no redimido, una condena de
alma abandonada.
“Hay algo que usted sabe mejor que yo,
profesor Pleitez. Cuando se encuentre frente a
su Director de escuela, no se sentirá capaz de
presentarle la renuncia. Hay dos razones para ello.
La primera es que usted es un pretensioso que cree
en la responsabilidad como virtud suprema y no
se atrevería a dejar abandonados a sus estudiantes
de Turrialba a esta altura del semestre. ¿O acaso se
imagina que será fácil encontrarle un buen sustituto
en el plazo de seis días, que es el tiempo que falta
para que tenga que presentarse de nuevo ante ellos?
La segunda es que está totalmente equivocado si
cree que mi expiación está unida a una ubicación
geográfica determinada. Si usted pudiera emigrar al
planeta Marte, y decidiera hacerlo, yo iría con usted
a Marte. Créamelo, usted estará atado a mí durante
tanto tiempo como convenga a mi plan de salvación”.
–¿De eso se trata? ¿De un plan de salvación
para una pobre alma perdida en medio de la nada? Y si
es así, ¿por qué fui yo el escogido para llevar ese fardo?
¿Qué ocurriría si le dijese que me importa un comino

  20
lo que pueda acontecerle a usted en la eternidad y que
estoy dispuesto a abandonarlo a su suerte?
–Profesor, déjeme preguntarle algo: ¿de verdad
cree usted en el libre albedrío?
Comprendí que no tenía manera de comprobar
si aquella ausencia parlante estaba o no estaba en lo
cierto. Por lo demás, que él estuviese facultado para
conocer de antemano cualquier intento que yo pudiese
hacer de ponerlo a prueba, me parecía algo más que
una sospecha. Opté por olvidar mientras conducía, tanto
como fuera posible, la presencia del fingido Marcos.
Para ello concentré mi atención en el recuento de las
cuestiones que tenía pendientes en relación con la fábrica
y su funcionamiento. Muy pronto estuve sumergido en
complejas conversaciones imaginarias, con el gerente y
con el equipo técnico, sobre el estado de la maquinaria,
los informes del laboratorio de control de calidad, las
relaciones con la empresa distribuidora, el trámite de
un par de patentes, el nuevo contrato con la agencia
de publicidad y la propuesta presentada por el gerente
de entrar en negociaciones con un fabricante coreano
de pigmentos para fines artísticos con el propósito de
albergar en nuestras instalaciones una sección que se
dedicaría a la formulación de ese tipo de productos para
el mercado centroamericano. Mi cerebro trabajaba con
una inusual claridad que me permitía evocar gráficos y
datos numéricos como si los estuviese leyendo en una
pantalla, y solo un resquicio de mi atención se ocupaba
de los problemas de la circulación, cada vez más densa
conforme se iban sumando a ella innumerables vehículos
repletos de escolares.
De pronto, un agudo alarido estuvo a punto
de hacerme perder el control del volante. La ruidosa

  21
protesta emergía desde la inmaterial garganta
del fantasma. Movido por el temor de que los
conductores que se desplazaban por la misma vía
hubieran escuchado el inconmensurable berrido,
dirigí alternativamente la mirada a ambas ventanillas
delanteras del auto. Pocos metros más adelante, me
vi obligado a detenerme frente a la luz roja de un
semáforo y en ese momento escuché de nuevo la voz
de mi acompañante.
–Ingeniero, de haber contado aún con un
sistema nervioso, usted lo habría hecho saltar en
pedazos con sus cálculos y sus niñerías técnicas. ¿A
quién cree que impresiona dedicándole su tiempo a
esa basura industrial capitalista de la que en un futuro
cósmicamente cercano no quedará rastro alguno? He
decidido permitirle, a partir de este instante, que
continúe disfrutando de la soledad y de la inconciencia
que tanto ama, pero no se haga ilusiones: me reuniré
con usted más tarde, cuando sus colaboradores hayan
sucumbido a causa del agotamiento al que piensa
someterlos. Brevis vale, professor ordinarius.
Así fue como dijo “hasta luego” antes de
desaparecer de mi horizonte mental. Una especie
de alentadora vacuidad se instaló dentro del auto
e hizo que me sintiese liberado de una compañía
desagradable. Tuve la certeza de que el ahora fugitivo
espíritu no llegó a escuchar o a sentir mi simétrica
despedida:
–Brevis vale, machinariae artis peritus –me
sorprendí a mí mismo diciéndole en latín al difunto
“perito en las artes de la maquinaria”.
En la euforia que me sobrevino, creí saborear
lo que habría sido mi primera aunque mínima victoria

  22
sobre una nueva forma de servidumbre. A mi juicio,
había descubierto dentro de mí una capacidad de
resistencia que me podría ser útil en cualquier proyecto
de deshacerme de mi carcelero. Comenzaba, así, a
vislumbrar la posibilidad de sustraerme a la agobiante
dominación del falso Marcos. Sin embargo, me
asaltaba al mismo tiempo el temor de que una reflexión
semejante pudiese haber aflorado en lo que, en uso de
una amplia licencia, podía llamar el cerebro de mi
enemigo. Me propuse, en consecuencia, abstenerme,
cuando volviese a estar cerca de él, de cualquier acto
o pensamiento que pudiese ser interpretado como
un intento de mofa o como una expresión de triunfo.
Tenía que ser discreto a toda costa para no revelarle
inadvertidamente mi descubrimiento.

VIII

La mañana transcurrió sin complicaciones. Desde


mi llegada a la fábrica, la intensidad del trabajo me
hizo olvidar todo lo demás. No fue sino a la hora
del almuerzo cuando, alejadas ya de mi mente las
cuestiones técnicas y los asuntos administrativos de
la empresa, retorné a la imagen mental –sí, me había
hecho una– de quien una vez simuló llamarse Marcos.
Por un momento esperé que el recordarlo lo hiciera,
por decirlo de algún modo, volver mi lado y comenzar
a fastidiarme de nuevo, pero transcurrió más de una
hora sin que me fuera posible sentir su cercanía.
Inspirado en –lo pienso ahora– la posibilidad de
que por alguna razón el fantasma hubiera desaparecido

  23
para siempre de mi vida, decidí posponer la proyectada
visita a la Dirección de mi escuela en la Universidad de
Costa Rica y dedicar la tarde a revisar, en conjunto con
el gerente, algunos asuntos rutinarios de la fábrica.
Al caer la noche me di por satisfecho. En el
trayecto de regreso al hogar no hubo indicaciones de que
el espectro estuviese dispuesto a incordiarme de nuevo.
Mi esposa había salido a realizar algunas compras.
Sonia, la empleada doméstica, me hizo saber que
Aurelia había puesto a mi suegra y a mi cuñado al
tanto de su embarazo y esa noche ellos nos visitarían
con el fin de felicitarnos. Era una apreciable muestra de
afecto de parte de ellos, pero eso no me impidió pensar
que habría preferido que escogiesen otra noche y no la
de mi regreso tras una jornada agotadora.
Mientras esperaba el retorno de Aurelia, me
entretuve haciendo un recorrido visual por las hileras
de discos compactos que ocupaban una buena porción
de un estante de biblioteca en la pequeña sala de
trabajo a la que dábamos el desproporcionado nombre
de oficina. Reflexionaba sobre las oportunidades,
escasas a causa de mis ocupaciones, que se me daban
de escuchar aquella desordenada colección de música
académica acumulada a lo largo de varios años.
Hubo una época en la que adquirí de
preferencia grabaciones de las sinfonías de los
grandes compositores y de piezas maestras de
música sacra. Esto último no era atribuible a una
preocupación mística, sino al aprecio estético por una
música grandiosa que, según había leído, en muchos
casos había sido compuesta por creadores a quienes
no se les podía acusar de ser piadosos creyentes ni
ejemplares filántropos.

  24
Me apasionaba, por ejemplo, saber que en el
registro musicográfico europeo figuran centenares
de musicalizaciones de los versos del Stabat Mater, y
había logrado coleccionar, en mi nada impresionante
discoteca, aparte de algunas vertidas en canto
gregoriano, las de John Browne, Giovanni Pierluigi
da Palestrina, Antonio Caldara, Antonio Vivaldi,
Alessandro Scarlatti, Domenico Scarlatti, Giovanni
Battista Pergolessi, Joseph Haydn, Gioachino Rossini,
Giuseppe Verdi, Antonín Dvorak, Karol Szymanowski,
Francis Poulenc y Arvo Pärt, compositores nacidos
en los siglos que van del XV al XX. Se agregaban a
ellas el Ludus Danielis y diversas obras religiosas de
Olivier Messiaen, así como una buena parte de las
cantatas sacras de Bach. Venían luego las misas, entre
ellas la Misa Latina y la Misa Glagolítica de Leos
Janacek y, por supuesto, no podía faltar el Requiem de
Wolfgang Amadeus Mozart, materializado en aquella
colección por una grabación, de 1985, de la Orquesta
Filarmónica de Eslovaquia y su coro, dirigidos
respectivamente por Zdenek Kosler y Stefan Klimo.
Ahora tenía nuevamente en mis manos el rígido sobre
de material plástico, en cuya portada se consignaban
los nombres de Magdaléna Hajossvoyá, soprano,
Jaroslava Horská, contralto, Joseph Kundlák, tenor, y
Peter Mikulas, bajo.
Me pregunté entonces cuántas veces habría
escuchado aquellos instrumentos y aquellas voces y
recordé que hubo un tiempo en el que el disco figuraba
entre los que llevaba regularmente conmigo. Llegué a
preguntarme, incluso, por qué no había desaparecido
del auto como les había ocurrido a tantos otros cuya
ausencia solía lamentar con nostalgia.

  25
“El Requiem in aeternum”, me dije, consciente
del pedante latinajo, y no pude menos que pensar
en la fijación que impulsaba a mi untuoso fantasma
a mencionar o a evocar constantemente diversos
fragmentos del texto de la misa de difuntos, o misa de
descanso, o misa de Requiem, palabra latina, esta última,
que significa precisamente eso: “descanso”. No recordaba
que Marcos se hubiese referido específicamente a la misa
de descanso, o de Requiem, de Mozart, pero aquella
coincidencia –el encuentro con el supuesto espectro de
un nicaragüense muerto por accidente en Turrialba, y el
reencuentro con la olvidada grabación– me hizo pensar
de nuevo en la posibilidad de que todo lo ocurrido desde
mi última salida de Turrialba fuese producto de mi
imaginación… o de mi locura. ¿Podría, el recuerdo de la
obra de Mozart, en cuyo texto poco había profundizado,
haber producido en mi cerebro la apariencia del reciente
e inexplicable acontecimiento que aún trataba de no
calificar de sobrenatural?
Casi sin advertirlo, tomé el sobre, lo abrí y, tras
comprobar que el disco se conservaba en su lugar, lo
volví a cerrar y lo introduje en un compartimento de
mi maletín de trabajo.

Aurelia, mi suegra Julia y mi cuñado Mauricio,


aparecieron casi simultáneamente. Cenamos en un
clima de calma alegría, pese a que mi aporte a la
conversación fue, como observó Mauricio, muy
parco. Lo más alentador fue que, en toda la velada,
no sufrí la temida intromisión de aquel Marcos que
ahora se me volvía a antojar un alocado producto de
mi imaginación. “Pobre retoño mío”, dirigí en algún
momento el pensamiento a mi futuro hijo, “tal vez

  26
estás condenado a crecer sabiendo que tu padre fue
recluido en un manicomio antes de tu nacimiento”.

IX

Los siguientes cinco días transcurrieron sin que el


espíritu del nicaragüense –o lo que había dado en
llamar de esa manera– reapareciese. Sin embargo, un
incidente al principio inexplicable vino a enturbiar
mi tranquilidad. Mi viaje semanal a Turrialba tendría
lugar el miércoles siguiente, y el lunes, a la salida de
la fábrica, don Franco García, el guarda de turno, me
hizo señas de que me detuviese.
–Ingeniero –me dijo entregándome un sobre
blanco de tamaño corriente–, alguien dejó en la caseta
esto para usted.
En efecto, el sobre venía dirigido a mí, pero
carecía de matasellos de correo.
–Don Franco, ¿por casualidad anotó usted el
nombre de la persona que lo trajo?
–No, ingeniero, no la vi porque lo trajeron
antes de que comenzara mi turno a la tres de la tarde.
El compañero que me entregó la guardia no me lo
advirtió antes de irse ni escribió nada sobre eso en
el libro de control. Yo descubrí hace pocos minutos
que el sobre estaba ahí. Si lo hubiera visto antes, se lo
habría enviado a su oficina.
–Está bien –dije, disimulando mi extrañeza–,
no tiene ninguna importancia. Lo leeré más adelante.
El guarda no pudo reprimir un gesto de
preocupación.

  27
–¿Ocurre algo, don Franco? –pregunté.
–Nada, ingeniero. Solo pensaba que, si es
algo urgente, usted podría dejar órdenes dadas,
quiero decir…
–Tiene usted razón, lo leeré enseguida –admití
y desplacé el auto hasta un sitio donde no obstruyese
el paso de otros vehículos.
Extraje del sobre una única hoja. Alguien
había escrito, sin explicación previa, un nombre –
Marcos Vargas Almendares–, un número de cédula
de identidad y una fecha de nacimiento. En una línea
separada se podía leer: “Caído en Nicaragua en el
transcurso de la insurrección contra la dictadura de
Somoza”.
Abandoné el auto y me dirigí a la caseta del
guarda. Llamé a la oficina de la gerencia y le pedí
a una rezagada secretaria que localizara al abogado
de la empresa y le solicitara el favor de ponerse en
contacto conmigo tan pronto como le fuera posible.
Mientras conducía de regreso, no pude
abstenerme de elucubrar en torno al origen de
aquel mensaje. Yo no había comentado con nadie
mi encuentro con el espectro, de manera que solo a
él le podía atribuir el envío o la entrega del sobre
hallado en la caseta del guarda. En tal caso, salvo
por el incidente que había tenido lugar con la silla
en la soda de Juan Viñas, aquella podría ser la
primera prueba material de que quien –o lo que–
se hacía llamar Marcos existía realmente.
Esa misma noche recibí una llamada telefónica
del abogado. Después de los saludos de rigor, le pedí
que él o sus colaboradores hicieran lo posible por
localizar a los familiares de la persona cuyos datos

  28
le iba a dictar e indagaran si, efectivamente, en algún
momento la policía los había convocado por error,
desde Turrialba, a retirar los restos de su pariente. El
abogado me prometió dar instrucciones a sus asistentes
para que hicieran las investigaciones del caso y se
comprometió a suministrarme la información que sus
colaboradores lograsen obtener tan pronto como estos
se la comunicaran.

La mañana siguiente, al llegar a la fábrica, me acerqué


al guarda de turno y le pregunté si había estado de
servicio el día anterior.
–Sí, ingeniero, estuve de servicio desde las nueve
de la mañana. Entregué la guardia a las tres de la tarde.
–¿Recuerda usted la apariencia de la persona que
en algún momento le entregó un sobre dirigido a mí?
–Perdone, ingeniero, yo no recuerdo haberlo
recibido. Se lo habría enviado de inmediato a su
oficina. Téngalo por seguro.
–No lo dudo, no lo dudo. No se preocupe. Se
trata, sin duda, de una confusión. Le ruego que olvide
del todo el asunto.
Poco después del mediodía, la secretaria
me anunció que el licenciado Jaime Velázquez, el
abogado, deseaba verme.
–Ingeniero –me informó el abogado–,
efectivamente, mis muchachos comprobaron lo dicho
por usted. Hicieron, en verdad, un buen trabajo.
Gracias a que en el hospital de Turrialba no
depuran los registros con frecuencia, pudieron dar
  29
con la dirección de los familiares de Marcos Vargas
Almendares. Uno de ellos corroboró la desaparición
de su pariente en Nicaragua, donde se había unido a
la guerrilla sandinista, y nos confirmó que, hace
unos diez años, la familia fue llamada a retirar el
cadáver de un trabajador fallecido en Turrialba a
causa de un accidente de trabajo. Sostuvo que, si
bien es cierto que aquel accidente había ocurrido, la
víctima no fue, como afirmaban las autoridades, su
pariente Marcos. En su opinión, se trató de lo que
solemos llamar una usurpación de identidad.
–Hace diez años –repetí, silabeando.
–Así es, ingeniero –asintió orgullosamente el
abogado al tiempo que me entregaba una hoja impresa
en la que estaba escrita la información que acababa
de ofrecerme verbalmente. No me atreví a expresarle
mi agradecimiento por no haberme interrogado sobre
la causa de mi curiosidad.

XI

El miércoles, poco antes del mediodía, recogí mi


maletín y partí hacia Turrialba. El aspecto del cielo
hacia el este predecía una tarde lluviosa y, por lo tanto,
me hice el propósito de regresar lo más temprano
posible, ya que seguramente debería conducir de
nuevo en medio de una densa neblina. Marcos, real o
imaginario, continuaba ausente, pero algo dentro de
mí me advertía que su reaparición podría producirse
en cualquier momento.

  30
Como de costumbre, conecté la radio y
sintonicé la emisora universitaria. La transmisión
del momento consistía en una aburrida entrevista
a un investigador visitante procedente de una
oscura universidad norteamericana. El entrevistado
peroraba, en un español lamentable, sobre la
importancia de estudiar el impacto de la utilización
de ciertos productos agroquímicos en la salud
de los pobladores de algunas áreas agrícolas de
Centroamérica. Después de varios minutos de vanos
esfuerzos por comprender el spanglish del experto,
opté por cambiar de estación y escuchar un programa
de noticias de otra emisora.
Nada interesante surgió de los altavoces. Al
aproximarme a la ciudad de Cartago, y antes de probar
suerte con el académico programa Conciertos del
Mediodía, que ya debería haber comenzado, cambié al
tocadiscos y comencé a escuchar el concierto número
4 para piano y orquesta, de Félix Mendelssohn, por
entonces una de mis piezas favoritas. En un punto, al
final del primer movimiento, una serie de molestos
chasquidos me hizo notar que, a fuerza de oírlo una
y otra vez, el disco estaba sucio o había sufrido un
desperfecto irreparable, lo que me obligó a buscar la
transmisión universitaria, ahora dedicada a una popular
suite de la ópera Carmen, de Bizet, acreditada si mal no
recuerdo a un arreglista ruso.
Al llegar al centro regional de la Universidad,
antes de descender del auto abrí el maletín, e x t r a j e
la grabación del Requiem de Mozart y, tras colocar
provisionalmente la grabación del concierto de
Mendelssohn en el sobre ahora desocupado, la introduje
en la ranura del tocadiscos.

  31
XII

Después de impartir mis lecciones, pasé a la soda


universitaria a tomar un café y desde ahí me dirigí al
cubículo donde debería atender las consultas de los
estudiantes. Dos chicos y una chica me esperaban para
solicitarme que les evacuara algunas dudas surgidas
durante el repaso colectivo de un corto capítulo del
libro de texto.
Recorrimos párrafo por párrafo el capítulo
dudoso. Las aclaraciones se fueron planteando en
un clima de jovialidad que los inteligentes jóvenes
aprovechaban para intercalar algunos comentarios
jocosos, pero al final tuve la sensación de que el
encuentro había sido fructífero.
Afuera esperaban otros estudiantes. Mientras
me despedía del grupo y me preparaba para atender
a los siguientes jóvenes, sentí que una ráfaga de aire
tibio penetraba en el cubículo. “Aquí está usted de
nuevo”, pensé en el acto. “Aquí me tiene usted”, recibí
el mensaje del reaparecido espectro.
El estudiante a quien le correspondía el
siguiente turno entró sin que yo se lo indicase.
Permaneció de pie y me extendió un rimero de hojas
engrapadas, escritas a mano:
–Profesor, solo quiero pedirle –me dijo
tímidamente– que le dé una lectura a este borrador.
Si usted fuera tan amable de devolvérmelo la próxima
semana, me ayudaría mucho. El plazo que usted me
dio para entregarle el texto definitivo vence dentro de
quince días, ¿lo recuerda?
No lo había olvidado. El joven que ahora estaba
frente a mí tenía que someterse dentro de pocas

  32
semanas a un tratamiento médico prolongado que le
impediría presentarse a los exámenes de fin de curso
y, en cuanto a mi asignatura, habíamos convenido
en que no sería justo que la perdiese por aquella
razón, de modo que su examen sería sustituido por la
presentación adelantada de un trabajo escrito sobre
un tema escogido por mí. Mi concesión había sido
imitada por los profesores de otras dos asignaturas y
el estudiante no cesaba de reiterarme sus muestras de
agradecimiento.
–Perdóneme, profesor, pero es que quiero
aprovechar la oportunidad que usted me ha abierto de
no perder totalmente el semestre.
–Por supuesto –dije y el hilo de mis
pensamientos quedó roto por una andanada del
insolente fantasma:
“Profesor Pleitez, no se haga ilusiones.
Esta no será su manera de ganarse el cielo, si es
que me entiende. Por el contrario, haría usted bien
recomendándole al muchacho que dedique el poco
tiempo que aún le queda en este mundo a vivir y n o
a emborronar cuartillas para cumplir con un requisito
inútil. Su pupilo morirá durante el tratamiento, usted
lo debe haber intuido ya, y pese a ello continúa
torturándolo con una estúpida asignación académica.
¿Cree usted que su nota de aprobado le servirá a este
joven, dentro de unos meses, en el más allá?”
–Profesor, ¿le ocurre algo? –escuché la voz
del estudiante. Yo había sufrido un leve mareo y,
apoyándome torpemente en el respaldo de una silla,
hacía un enorme esfuerzo por contener las lágrimas.
¿Lágrimas de dolor o lágrimas de furia? Tenía
la impresión de que ahora el despiadado intruso
reía
  33
satisfecho. Al mirar la palidez que cubría el rostro de
mi discípulo, me invadió tal desazón que solo atiné a
hacerle un gesto de asentimiento mientras introducía
su manuscrito en mi maletín.
–Bueno –le dije por fin–, no se preocupe,
joven, tendré el placer de leerlo. Hablaremos la
próxima semana.
Algo debió de decirles el joven enfermo a los
compañeros que aún esperaban mi atención, porque estos
desistieron de importunarme y desaparecieron con él.
“Morirá, morirá, morirá, eso no tiene
remedio, profesor. Y ahora a lo nuestro”, sentí la
salmodia del espectro.
“No hay nada que podamos llamar lo nuestro”,
dije mentalmente y, sumergiéndome en un intento por
memorizar el capítulo del libro de texto recientemente
leído, me anoté mi segundo pequeño triunfo sobre el
engendro del infierno. Había descubierto, por fin, la
manera de aislarme del mundo en el que se movía
aquella siniestra alma en pena, pero de inmediato
comprendí que sería peligroso aplicarla en un
trayecto de regreso en el que toda mi atención debería
concentrase en la conducción del auto. Tendría, pues,
que soportar una larga y desagradable conversación
con aquella fantasmagoría.

XIII

Poniendo como excusa un compromiso social en San


José, les comuniqué a mis colegas que no cenaría con
ellos. Salí del centro regional universitario con la

  34
puesta del sol, apenas perceptible a través de un cielo
gris del que ya se desprendía una impertinente garúa.
Justo después de haber atravesado la zona comercial de
Turrialba, el fantasma se hizo cargo de la conversación:
–Espero que haya recibido mi nota, profesor
–me dijo con aquella voz indistintamente masculina.
–Pudo habérsela ahorrado. En primer lugar,
salvo por los apellidos y la supuesta identificación
civil de alguien llamado Marcos, su nota no agregaba
nada a lo que usted ya me había dicho. ¿Quién me
asegura que no se trata de una superchería suya?
–Con todo, al suponer que yo fui el autor d e
la nota, admite usted estar convencido de que cuanto
le está ocurriendo conmigo no es el producto de su
imaginación –replicó mi acompañante con un dejo
de satisfacción.
No le respondí de inmediato, lo que aprovechó
él para atacar por el otro flanco.
–También espero que haya apreciado mi
cortesía de dejarle en paz durante algunos días. Pero
eso no volverá a ocurrir, querido y compasivo
profesor. A partir de ahora, no podré darle respiro
porque por razones que sería muy difícil explicar, el
tiempo apremia...
–Supuestamente, para usted no existe el
tiempo. Al menos eso fue lo que le entendí la semana
pasada –interrumpí.
–Así es, profesor, pero al decir que el tiempo
apremia me refiero a usted, a su vida terrenal que sí
transcurre dentro del tiempo. ¿Me explico?
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Percibí en las últimas palabras del invisible espectro
una siniestra advertencia.

  35
En aquel momento, la carretera subía
vertiginosamente y comenzaban a aparecer densos
bancos de neblina.
–No sienta terror, ingeniero, todavía no ha
llegado el momento para eso. Sin embargo, no está
de más que piense en la conveniencia de que colabore
conmigo a partir de ahora. Usted va a interpretar, con
respecto a mí, un papel similar al que la tradición le
atribuye a Judas Iscariote en relación con Jesucristo.
Le advierto, eso sí, que ningún designio hará
imprescindible que usted termine colgándose de una
rama o con su cuerpo tirado en un basurero.
–Sinceramente, preferiría no tener que
escucharle.
Hizo caso omiso de mi observación y prosiguió:
–¿Está usted familiarizado con el alegato de
Judas sobre su obligado papel de liberador del Hijo de
Dios del destierro al que lo condenó su encarnación
en hombre? Me temo que no, profesor, creo que usted,
como la casi totalidad de los cristianos ignora que la
esencia del gnosticismo, y por ende de su persecución
por parte de la Iglesia primitiva, se encuentra en esa
reivindicación de Judas. ¿Sabe usted cómo sostuvo el
supuesto traidor de Jesús que este le ordenó ejecutar
su ignominiosa acción?
Cometí la estupidez de negar con un
movimiento de cabeza.
–Jesús le dio una orden a Judas al decirle,
refiriéndose a los demás apóstoles, “pero tú los
superarás a todos ellos, porque tú sacrificarás el cuerpo
en el que vivo”. De ese modo, Judas se vio obligado a
destruir el cuerpo de Jesús para que Él pudiese volver
al lado de su Padre. Usted, profesor, será mi Judas y

  36
debe comprender que no tuve alternativa cuando me
tocó escogerlo como medio material de mi regreso
a la dimensión a la que debí pertenecer después de
mi muerte. Usted me liberará del infierno, profesor.
Para mí no hubo misa de difuntos y al ingeniero José
María Pleitez le corresponde el inescapable deber de
conducirme hacia el de morte transire ad vitam, quam
olim Abrahae Deus promisis, hacia el tránsito desde
la muerte a la vida prometido por Dios a Abraham,
como se canturrea a veces en la misa de difuntos.
–De eso se trata, entonces –dije e, impulsado
por una súbita inspiración, y aprovechando el cambio
de marchas necesario para iniciar en comprensión de
segunda velocidad el empinado descenso que se
avecinaba, accioné con la misma mano derecha un
botón del aparato de radio. Segundos después,
comenzó a escucharse la característica música del
Introitos y luego las voces:
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis.
Te decet hymnus, Deus, in Sion,
et tibi reddetur votum in Jerusalem.
Exaudi orationem meam,
ad te omnis care veniet.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis.

(Concédeles Descanso eterno, Señor,


y haz que resplandezcan con luz perpetua.
Seas alabado, Dios, en Sion,
y serás homenajeado en Jerusalén.
Escucha mi plegaria,
ya que toda carne vendrá a ti.

  37
Concédeles Descanso eterno, Señor,
y haz que resplandezcan con luz perpetua).

Las repeticiones de los ocho versos anteriores


ocupan en la grabación una secuencia musical de
cinco minutos y varios segundos. Pero aún no había
comenzado el coro a enunciar aquellas palabras
cuando Marcos, tras reconocer la melodía, se desató
en una serie irreproducible de obscenidades con las
que intercalaba, en una voz cavernosa y tan potente
que parecía hacer eco en las montañas circundantes,
la exigencia de que apagase el tocadiscos. Lejos de
obedecer, hice girar totalmente, en el sentido de las
agujas del reloj, el botón regulador del volumen. El
efecto resultante fue aterrador. La voz infernal de
Marcos y la resonancia de los parlantes se mezclaron
con inusitada brutalidad:
“¡Apaga esa maldita cosa…! Te decet hymnus,
Deus, in Sion”…
“Maldito tramposo, me la pagará… et tibi
reddetur votum in Jerusalem.”
La cabina del auto era un pandemónium.
Marcos alternaba ruegos con imprecaciones, llantos
con amenazas. De pronto, dentro del cono de luz que
los faros delanteros proyectaban frente a mí, la
carretera comenzó a ser atravesada por docenas de
serpientes cuyos cuerpos yo sentía crepitar bajo el
peso de los neumáticos.
“¡Me está aniquilando, maldito profesor de
mierda!... Exaudi orationem meam, ad te omnis caro
veniet”.
Era como si por cada serpiente aplastada al paso
del vehículo se clavase un puñal en el corazón de u n
  38
enemigo cuya voz se iba convirtiendo en el bramido
de mil tormentas del Mar Caribe. En medio de aquel
ruido ensordecedor pude escuchar con siniestra
claridad la última maldición del falso Marcos:
“Si detiene usted el auto, o si el maldito
Requiem que está escuchando concluye antes de
que pueda llegar a San José, usted morirá, profesor.
¡Usted morirá al volante de su absurdo carruaje
mecánico!”.

XIV

Transcurrieron algunos segundos antes de que para


mí fuese evidente que el fantasma había desaparecido.
Reduje el volumen del tocadiscos. Para entonces,
concluido el Introitus, comenzaba el Kyrie:
Kyrie, eleison.
Christe, eleison.
Kyrie, eleison.

(Señor, ten piedad.


Cristo, ten piedad.
Señor, ten piedad).

Al finalizar el Kyrie, calculé que me quedaban


alrededor de cuarenta y seis minutos para llegar a San
José antes de que la soprano y el coro cantaran el último
verso de la Communio, la parte final del Requiem.
De no alcanzar a tiempo la meta, la maldición del
fantasma me haría recorrer aquella misma noche “ el
camino de Abraham”.

  39
XV

No podía acelerar tanto como deseaba. Me lo impedía la


neblina. Cometía toda clase de imprudencias, pero
siempre había trechos en los cuales superar la velocidad de
treinta kilómetros por hora habría sido una suicida
temeridad. Por otra parte, al circular a través de las
poblaciones tenía que hacerlo cuidándome de no acelerar
demasiado para no llamar la atención de algún policía.
Comencé a sentirme descorazonado cuando, al llegar al
centro de la ciudad de Cartago, escuché el primer verso
del Sanctus:
Sanctus, sanctus, sanctus
Dominus Deus Sabaoth!
pleni sunt coeli et terra
gloria tua.
Hosanna in excelsis.

(Santo, santo, santo,


¡Señor Dios de los Ejércitos!
llenos están los cielos y la tierra
de tu gloria.
¡Hosanna! en las Alturas).

“Me quedan poco más de dieciséis minutos”, pensé,


“será imposible lograrlo”. El Benedictus me atrapó en el
comienzo de la autopista Cartago–San José:
Benedictis, qui venit
in nomine Domini.
Hosanna in excelsis.

(Bendito el que venga


en el nombre del Señor.
¡Hosanna! en las Alturas).
  40
“Dispongo ahora de unos catorce minutos”, me dije,
y cuando se inició el Agnus Dei pensé que ya me
restaban poco más de nueve.
Agnus Dei, qui tollis
peccata mundi,
dona eis requiem.
Agnus Dei, qui tollis
peccata mundi,
dona eis requiem.
Agnus Dei, qui tollis
peccata mundi,
dona eis requiem sempiternam.

(Cordero de Dios que quitas


los pecados del mundo,
concédeles Descanso.
Cordero de Dios que quitas
los pecados del mundo,
Concédeles Descanso.
Cordero de Dios que quitas
los pecados del mundo,
concédeles Descanso sempiterno).

Al iniciarse la Communio final, recordé que su


duración sobrepasa apenas los seis minutos.
Lux aeterna luceat eis, Domine,
cum sanctis tuis in aeternum,
quia pius es.
Requiem aeternum dona eis, Domine
et Lux perpetua luceat eis,
cum sancti tuis in aeternum,
quia pius es.

  41
(Haz que resplandezcan a la luz perpetua, Señor,
como Tus santos en la eternidad,
porque eres misericordioso.
Dadles descanso eterno, Señor
y haz que resplandezcan a la luz perpetua
como Tus santos en la eternidad,
porque eres misericordioso).

Esperé hasta escuchar por segunda vez el verso quia


pius es –los siete versos se cantan dos veces–, me
detuve sobre la orilla derecha y apagué el motor.
Vino a mi embotada mente el embarazo de Aurelia y
lamenté no haber alcanzado a llevar en brazos a mi
hijo. Musité un par de lugares comunes: “Alea jacta
est. Sic transit gloria mundi”. Mis ojos se cerraron
lentamente.

XVI

Me despertaron unos golpecillos provenientes de la


izquierda. Junto a mi carruaje se había detenido el
arcángel Miguel. Su extraño corcel se hallaba
frente a mí, en medio del camino. Otro arcángel
que no alcancé a reconocer se había detenido,
también a mi izquierda, unos metros más atrás y se
mantenía en silencio sin bajarse de un corcel
idéntico al primero.
–Caballero –dijo el arcángel Miguel– ¿me
haría el favor de mostrarme su licencia de conductor?
–Con mucho gusto –respondí y, sacándola del
bolsillo de mi camisa, le entregué la tarjeta.

  42
San Miguel la revisó y luego me pidió que le
mostrara los documentos del automóvil. Recuperé
súbitamente mi conciencia, retiré de la guantera el
estuche de los documentos y, sin abrirlo, se lo entregué
al arcángel Miguel, ahora convertido en un oficial de
la Policía de Tránsito. Cuando estuvo satisfecho, me
preguntó:
–¿Tuvo alguna razón para detenerse aquí? ¿Se
le descompuso el auto? ¿Se quedó sin combustible?
–No, oficial –comencé, ya en pleno estado de
vigilia, a elaborar una excusa– soy profesor en el centro
regional de la Universidad de Costa Rica, en Turrialba,
y hoy tuve un día muy pesado. En este lugar sentí que
podía quedarme dormido, así que preferí descansar un
rato antes de continuar hacia Escazú. Ahí es donde vivo.
–Pensándolo bien –dijo el oficial–, ojalá todos
los conductores fueran tan precavidos como usted.
¿Cree que puede continuar ahora? Se lo pregunto
porque permanecer en este lugar tan solitario no deja
de ser peligroso. No tanto por la circulación, como
por los maleantes, usted sabe…
–Entiendo, oficial, creo que puedo continuar…
pero oficial, ¿podría decirme, por favor, dónde nos
encontramos?
–Bueno, la estación de peaje se encuentra un
poco al este, de manera que estamos en Curridabat.
–Gracias. Curridabat. Entiendo. Curridabat
forma parte de la provincia de San José, ¿no es cierto?
–Desde que yo iba a la escuela –dijo el oficial–,
Curridabat es el cantón número dieciocho de la
provincia de San José.
–Sí, por supuesto, oficial, muchas gracias. Si
me lo permite, me retiro a descansar.

  43
–Creo que le está haciendo falta, señor.
Conduzca usted con prudencia.

Me sentía exultante. La maldición del fantasma al


que, estaba seguro, no volvería a escuchar nunca,
presentaba una imprecisión toponímica que me
había favorecido. Había quedado sin efecto en el
momento en que, al son de las notas de la Communio
del Requiem, crucé el límite entre los cantones de
La Unión, provincia de Cartago, y de Curridabat,
provincia de San José. Había, pues, llegado a tiempo
a la meta impuesta por el iracundo Marcos.

XVII

Fue así como el capítulo de mi encuentro con un


fantasma de origen nicaragüense quedó cerrado para
siempre. Hoy mi hija Gloria –nombre tomado de la
historia familiar de Aurelia: es el que llevaron su abuela
y su bisabuela– es una mujer guapa e inteligente que,
a los veinticinco años de edad, sigue sus estudios de
posgrado en la Universidad Católica de Lovaina.
En todos estos años nunca he dejado de
preguntarme por qué razón fracasó, en su caso, la
clarividencia de aquel desagradable visitante. Él me
había asegurado que el nuevo miembro de la familia
sería un varón, pero, está visto, las cosas salieron de
otro modo.
¿Acaso estaba él en lo cierto pero la derrota que
le infligí involuntariamente al poner en el tocadiscos
del auto la magistral pieza sacra de Mozart fue tan

  44
rotunda como para cambiar un detalle tan importante
de nuestro destino familiar? Obviamente, no m e he
atrevido a discutir el tema con Aurelia, a quien
nunca le he revelado mi efímera coexistencia c o n
un espíritu venido, supuestamente, desde el mundo
infernal que encierra en su infinita pequeñez un
universo eterno –y también infinitesimalmente
pequeño– desprovisto de tiempo y creado por el
mismo big bang que dio origen al mundo habitado
por nosotros. Tengo la certeza de que, si intentase
explicárselo, mi esposa me creería desquiciado y
ese es un riesgo que no deseo correr.
En cuanto a aquella antigua grabación del
Requiem de Wolfgang Amadeus Mozart, debo decir
que la conservé hasta el día en que mi pequeña Gloria,
a los cuatro años de edad, reaccionó de una manera
que me produjo auténtico terror ante una ejecución de
otra versión de esa obra.

XVIII

Aquella mañana de domingo la niña y yo estábamos


solos en la casa. Aurelia había salido en compañía de
su madre para asistir a misa y, mientras la pequeña
jugueteaba con su perrita en el salón principal, yo
la vigilaba desde mi escritorio, a través de la puerta
de la oficina abierta de par en par. Revisaba, en la
computadora, el borrador de un informe
administrativo. Desde la consola del salón se
escuchaba un programa de la radioemisora
universitaria con música de Ginastera, de Grieg, de
Revueltas y de Mozart. De este último, anunciaron
  45
justamente el Requiem, en ejecución de la Orquesta
Filarmónica de Viena y su coro, bajo la dirección de
Herbert Von Karajan.
El anuncio del locutor no me inquietó en
absoluto. La niña, sin parar mientes en la música,
seguía entretenida con su mascota; sin embargo,
cuando unos minutos más tarde surgieron las primeras
notas del Tuba mirum, se irguió sobre la alfombra y,
gritando lastimeramente, echó a correr en mi busca.
Tuba mirum spargens sonum
per sepulchra regionem
coget omnes ante thronum.
Mora stupebit et natura,
cum resurget creatura,
judicanti responsura.
Liber scriptur proferetur,
in quo totum continetur,
unde mundus judicetur.
Judex ergo cum sedebit,
quidquid latet, apparebit:
nil inultum remanebit.
Quid sum miser tunc dicturus?
quam patronum rogaturus,
cum vix justus et securus?

(La admirable trompeta esparcirá su sonido


sobre la región de los sepulcros
y reunirá a todos delante del trono
La muerte y natura quedarán estupefactas,
cuando toda criatura resurja,
para responder al juicio.
Un libro será presentado
en el que todo estará escrito,

  46
y bajo el cual será juzgado el mundo.
Cuando el juez ocupe su sitio,
lo que está oculto será revelado,
nada quedará sin venganza.
¿Qué dirá entonces el miserable que soy?
¿Quién intercederá por mí,
cuando los justos necesiten socorro?).

La mascota saltó y se alejó en otra dirección d e j a n d o


oír agudos chillidos. Tomé a Gloria en mis brazos y,
apretándola fuertemente contra mi pecho, la llevé hasta
el jardín delantero, donde logré que se fuera calmando.
Ya no gritaba, pero seguía bajo el efecto convulsivo de
profundos sollozos. Por fin, logró articular unas palabras:
–Papi, no quiero oír esa música, quiero que la
quités.
La deposité cuidadosamente sobre el césped.
–Está bien, mi cariño, está bien. Esperame
aquí mientras voy a quitártela.
Corrí a apagar la consola y regresé al lado de
la niña.
–No quiero que la pongás nunca, papi –me dijo
entre suspiros.
–Te prometo que nunca más la escucharemos,
cariño –le dije y la conduje al interior de la casa. La
mascota también estaba de vuelta y muy pronto mi
hija había retornado a sus juegos.
En cuanto estuve seguro de que ella se había
calmado totalmente, volví a la oficina con el fin de
localizar el sobre que contenía la grabación de la
Orquesta Filarmónica de Eslovaquia. Lo encontré y
procedí a destruirlo meticulosamente. Mientras lo
hacía, recitaba de memoria el Rex tremendae:

  47
Rex tremendae majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salve me, fons pietatis.

(Rey de la tremenda majestad,


que de gracia salvas a los justos,
sálvame, fuente de piedad).

Desde entonces, en nuestro hogar nunca se han vuelto


a escuchar las notas ni las palabras del Requiem de
Wolfgang Amadeus Mozart. En varias ocasiones me
he permitido escuchar Ein deustsches Requiem (Un
Réquiem alemán), de Johannes Brahms, ejecutado por
la Orquesta Revolucionaria y Romántica y por el Coro
Monteverdi. En ningún caso Gloria reaccionó con
miedo o desagrado.

XIX

Hace poco tiempo, un ventoso mediodía del mes de


enero fui a almorzar, en compañía de varios amigos,
en la soda “La U”, situada en las cercanías de la sede
central de la Universidad de Costa Rica, en una calle a
la que los estudiantes –al parecer porque ellos mismos
solían detenerse en los bares y cafés ubicados en esa
vía a lamentar sus malos resultados académicos– le
habían dado el nombre nunca oficializado, y execrado
por muchos, de “Calle de la Amargura”.
En el local de la soda, usualmente muy
concurrido por estudiantes, profesores, y empleados
administrativos de la Universidad, el emprendedor

  48
propietario mantenía perennemente encendidas dos
grandes pantallas de televisión ubicadas de manera
que desde todos los rincones se podía observar una de
ellas. Salvo durante las transmisiones de encuentros
deportivos, el volumen de los dispositivos acústicos
se mantenía en un nivel que los hacía casi inaudibles
por causa del bullicio circundante.
Pese a ello, en aquel momento era posible descifrar
visualmente algunos detalles de un noticiero r e g u l a r
del mediodía. Lo de siempre: un atentado terrorista en
Europa, una triunfal y arrolladora derrota, proclamada
como victoria, de los ejércitos occidentales en una
comarca del Medio Oriente, la renovación de promesas
gubernamentales de no establecer nuevos aumentos de
impuestos después del que figuraba en un proyecto de
ley sometido aquella semana a la consideración de la
Asamblea Legislativa.
De pronto, sin duda como una colaboración
filantrópica de la emisora con la anciana que hablaba
frente a las cámaras, una nicaragüense octogenaria
explicaba que había viajado a Costa Rica, a pesar de su
edad, para buscar a su hijo. Este había emigrado a
nuestro país –el ruido ambiental no permitía comprender
si en forma legal o ilegal– y ella había dejado de recibir
noticias de él desde hacía muchos años.
Uno de mis amigos, a quien le había hecho
leer un temprano borrador de la historia que he
venido narrando, me dio una palmada en la espalda
y exclamó:
–Compadre, de ser cierto lo que me imagino,
si te ponés en contacto con esa señora podrás saber
quién fue realmente tu fantasma. En la estación de
televisión podrán ayudarte a localizarla.

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Sin dejar de observar la profusión de arrugas
que cubría el acongojado rostro de aquella vieja pero
ilusionada mujer, y al tiempo que una oleada de
compasión hacia desaparecer mi apetito, dije:
–Ni lo pensés, colega. Aun en el caso de que ella
fuese la madre de aquel desgraciado, no me vería yo
en el papel de ángel anunciador de muerte. Jamás me
atrevería a explicarle a esa pobre anciana que su hijo
ya no está entre los vivos ni, mucho menos, a contarle
las circunstancias en que creo haberle condenado a la
peor de las eternidades. Y lo más terrible de todo es
que no podría apiadarme de ella diciéndole, al darle
mis condolencias, que al fruto de sus entrañas Dios lo
debe de haber acogido en su Santo Seno.

  50
UN DE CLAVOS
Quien nos narró esta historia no recordaba la
ubicación de la ciudad donde tuvo lugar. Tan solo
contaba que había en aquel lugar un sabio y humilde
Sacerdote católico cuya iglesia se veía bastante
abandonada porque el Padrecito dedicaba casi todo
el dinero que alcanzaba a recaudar a alimentar a los
pobres de su parroquia, de modo que contaba con
muy poco para reparar el deteriorado templo y la
casa cural. Las puertas de ambos edificios estaban
desvencijadas, los techos corroídos, los setos de los
cercados no podían verse más mustios b a j o el
peso de las plantas rastreras, y en las ventanas eran
contados los vidrios que no estuvieran rotos.
Además, en la vivienda del Sacerdote apenas si
había dónde sentarse y su alacena estaba siempre
tan vacía que ni siquiera recibía las visitas de
uno que otro ratón extraviado.
Pese a todo, el ya maduro párroco se entía
satisfecho porque en su ciudad reinaba la paz y todos
sus feligreses practicaban la religión con ánimo
piadoso, aunque un tanto sosegado; y además, de
los niños de la comarca ninguno, salvo aquellos que
estuviesen resfriados, dejaba de asistir a le escuela.
Muy pocas desavenencias se presentaban entre los
vecinos y, cuando una disputa adquiría cierta
gravedad, era resuelta gracias a los buenos oficios
del Sacerdote, la Maestra directora de la escuela y el
Poeta y promotor cultural de la ciudad.

  51
La Maestra era una afanosa viuda en cuyo buen
juicio confiaban todos los habitantes del valle donde se
asentaba la ciudad, y el Poeta era un artista algo disipado
que, además de encantar a niños, jóvenes y viejos con
sus relatos y sus poemas, mantenía activos un grupo de
teatro, un conjunto musical y un club de gimnasia.
La vida en aquella ciudad estaba tan exenta
de violencia que, se decía, por ser tan pacífica había
sido excluida de los mapas oficiales y era por ello
que, desde hacía muchos años, el gobierno nacional
no se ocupaba de nombrarle nuevas autoridades y le
permitía ser la única afortunada ciudad de la tierra
que no sufría la carga de mantener un alcalde, un
burgomaestre, un gobernador, un superintendente o
un jefe de guarnición militar.
Pero un singular problema se les p r e s e n t ó
al Sacerdote, la Maestra y el Poeta, el día en que
en medio del tráfago del mercado abierto que tenía
lugar todos los sábados se apareció un extraño que,
elevándose encima de un taburete, comenzó a
arengar a los ciudadanos ofreciéndoles los beneficios
de entrar en contacto con una reliquia que, afirmaba
él, nadie más poseía en el mundo.
–Pasen señoras, señores, muchachas,
muchachos, niñas y niños y por una módica suma
vean con sus propios ojos y palpen con sus propios
dedos los dos milagrosos objetos sagrados que adquirí
cuando viví en Turquía hace algunos años –inició su
discurso–; se trata, oh privilegiados y privilegiadas
habitantes de esta ciudad, nada menos que de dos
de los clavos que utilizaron los pérfidos soldados
romanos aquel infausto día en el Monte Calvario para
clavar en la cruz a Nuestro Señor Jesucristo. Cuando

  52
ustedes, respetables miembros del auditorio, los
tengan a la vista, creerán que se trata de dos antiguos
clavos como tantos otros que se pueden encontrar en
los edificios demolidos por el tiempo; sin embargo,
sabrán que no están en presencia de un fraude en
cuanto se den cuenta de que, de las puntas de
esos dos objetos de metal aparentemente
insignificantes, manan diminutas gotas de sangre de
Nuestro Señor.
Al principio, los presentes se mostraron
desconfiados y nadie se animó a pagar su entrada a la
tienda rodante del extranjero para ver los venerables
objetos. Ante la incómoda reticencia del público, el
portador de la buena nueva insistió:
–Para demostrarles mi buena fe a los pobladores
de esta prestigiosa y culta ciudad, escogeré de entre
ustedes a una persona a quien le permitiré entrar
gratuitamente a mi casa rodante, donde tendrá el
privilegio de ser la primera de esta comarca en admirar
las portentosas reliquias de las que soy portador.
Acto seguido, descendió de la improvisada
tribuna y se dirigió amablemente a una buena señora
que, interrumpiendo su ronda de compras, se había
detenido a escuchar la perorata del extranjero. La
atribulada señora se ruborizó de pies a cabeza y se
negó rotundamente a seguirle. El hombre, lejos de
apocarse a causa de su fracaso inicial, se volvió
hacia un corpulento vendedor de pescado y le lanzó
el reto:
–Entonces usted, honrado y musculoso
comerciante, no tendrá temor de acompañarme a mi
tienda, ya que sin duda tendría la fuerza necesaria para
desnucarme con sus propias manos si yo pretendiese
hacerle daño. Venga conmigo, se lo ruego.
  53
Más por cortesía que por curiosidad, el
hombrón dejó su puesto de venta al cuidado de sus
dos hijos, también corpulentos, y siguió
resueltamente al extraño hacia la casa rodante,
aparcada a la orilla de una de las aceras del
mercado. Para entonces, la aglomeración alrededor
del orador era tanta que no habría cabido una pulga
más en la plaza.
Tardaron varios minutos en salir los dos
hombres y, para sorpresa de los presentes, al
usualmente rudo e inexpresivo vendedor de pescado
le corrían abundantes lágrimas por el rostro y,
levantando los brazos al cielo, exclamó:
–¡Es cierto, es cierto! ¡Lo que acabo de ver
es una maravilla! Desde las puntas de esos clavos
herrumbrados mana la sangre de Nuestro Señor. El
milagro ocurrió ante mis ojos.
De inmediato se formó frente a la casa del
forastero una larga fila y, a partir de aquel momento,
la actividad comercial del mercado abierto se redujo
notablemente, pues no había quien no quisiese ver de
cerca los milagrosos fragmentos de metal. La primera
persona en pagar y entrar fue la buena señora que
hacía poco se había negado a entrar gratis.

La noticia de lo que estaba ocurriendo en el mercado


abierto de la ciudad se la llevó al Sacerdote el sacristán
de la parroquia después de haber visto y palpado él
mismo los clavos que manaban sangre.
–¿Qué me dice, hombre? –reprendió el Cura–,
en esta ciudad tan creyente nunca han prosperado
esas supercherías. ¿Sabe usted cuánto tiempo ha
transcurrido desde la pasión de nuestro Señor? Casi
dos mil años, sépalo, nada menos que casi dos mil años
  54
y no hay clavo que en tanto tiempo no se herrumbre
y no se convierta en polvo de óxido, de color pardo,
que cualquiera confundiría con un montoncito de
arena del desierto. A no ser, claro, que h u b i e s e n
sido clavos de oro, pero en ninguna parte en los
Evangelios se mencionan clavos de oro y no andaba
el Imperio Romano para esos lujos con las multitudes
de culpables y de inocentes que se crucificaban en
aquellos tiempos en su nombre. ¡César Augusto y
Poncio Pilatos eran taimados e injustos, pero no eran
tontos ni estaban locos!
–Pues Padre, todo el mundo está pagando
por verlos.
–Todo el mundo se está dejando estafar, debería
decir usted, que ya se dejó tomar el pelo y enflaquecer
el bolsillo por ese sinvergüenza recién llegado que, si
alguna vez estuvo en Turquía, como dice él, fue
seguramente porque andaba huyendo de la policía de
algún país cristiano.

Tan pronto como terminó de preparar la s o p a que


habría de servirse aquel atardecer a los más
necesitados de la ciudad, el sabio Sacerdote se quitó
el d e l a n t a l , se ensartó la sotana y les dijo a las
voluntarias que le ayudaban en los menesteres de la
cocina:
–Señoras, encárguense ustedes, por favor, de
servirles a los pobres esta tarde. Yo tengo una diligencia
urgente que hacer, así que en cuanto terminen de
limpiar todo esto, se van a casa y no se preocupen por
mí, porque seguramente regresaré muy tarde.
–Pero Padre, los pecadores de la noche pueden
esperar mientras usted se come un bocado, que buena
hambre ha de tener –sugirió una de las mujeres.
  55
–Vamos, les repito que no se preocupen. Dios
me reparará algo en el camino –dijo resueltamente
el Padre y partió hacia el otro extremo de la ciudad
en busca de la humilde vivienda de la Maestra.
Esta, su padre y sus tres hijos se disponían a cenar
cuando el cura llamó a la puerta. Fue bien recibido
y de inmediato dispusieron para él la cabecera de la
mesa como si se tratase de otro miembro de la
familia. Mientras comían, disimulaban con sonrisas
de comprensión cada vez que el Sacerdote deslizaba
trocitos de pan y de otros alimentos envueltos en
servilletas de papel, dentro de un pequeño bolso
oculto bajo su sotana. Sabían que aquello sería
utilizado por el Padre para engalanar en algo el
almuerzo que les serviría el día siguiente a los
menesterosos.
Una vez que estuvieron todos satisfechos, el
Sacerdote les agradeció su generosa hospitalidad. Los
hijos le ayudaron a la madre a recoger la mesa y luego
se dirigieron a lavar la vajilla. La Maestra, después de
conducir a su anciano padre hasta la alcoba del viejo,
le pidió al Sacerdote que la siguiese hasta la sala de
estar y le explicara cuál era el motivo de su visita:
–Señora, usted sabe que con mucha frecuencia
diferimos en nuestras opiniones, pero ambos sabemos
que usted debe atenerse a los conceptos de razón y
libertad en la enseñanza de la ciencia y el lenguaje, al
tiempo que a mí me corresponde apegarme al dogma
en la enseñanza de la fe. Por eso nos llevamos tan
bien. Usted fuma, yo no fumo; usted bebe, yo no
paso de una copita ocasional de vino aparte del sorbo
que me exige la misa; usted, lo sé muy bien, señora
educadora, blasfema un poco, yo la bendigo para que

  56
Dios se lo perdone; a los más pobres usted les alimenta
el intelecto, yo les lleno la barriga; usted…
–Ya, Padre, ya basta de andarse por las ramas.
Hay algo que me quiere decir y estoy dispuesta a
escucharle, pero por favor, baje a tierra ante de que
me den mareos. Dígame, en dos platos, qué es lo que
ocurre, Padre –interrumpió la Maestra disponiéndose
a encender un cigarrillo.
–Tiene razón, amiga mía –admitió el Cura– si
he venido intempestivamente a entrometerme en su
descanso y el de su familia, es porque necesito con
urgencia su consejo…
–¡Por los clavos de Cristo, Padre! En esta ciudad
yo me limito a enseñar y usted es quien aconseja.
–Ya lo ve, su blasfemia es muy oportuna porque
de eso se trata precisamente.
–Ahora sí que no le entiendo nada, Padre.
–Pues sí señora, de los clavos de Cristo he
venido a hablarle.

El buen Sacerdote le contó a la Maestra, sin omitir


detalle, lo acontecido aquel día en el mercado abierto.
Mientras escuchaba, la mujer mantenía viva la brasa
del cigarrillo y, cuando este ya le quemaba los dedos,
procedió a encender otro. En la habitación, invadida
por el aroma del tabaco, el humo se levantaba y cubría
el cielorraso.
–¡Por los clavos de Cristo! –blasfemó ella de
nuevo en cuanto el Padre dio señales de haber
concluido–, concuerdo con usted en que ese bellaco
ha venido a estafar al pueblo con una superchería.
–Bueno, a usted le consta que yo no lo he
llamado bellaco.

  57
–Pues da igual, un bellaco es un bellaco y a
este tenemos que darle una lección. Por supuesto,
usted acabará perdonándolo, como se lo impone su
dogma, pero por mi parte ¡juro por los clavos de
Cristo que haré que le quiebren las piernas a ese
oscurantista!
–Vamos, mujer, yo no pretendo desatar la
violencia –musitó el Cura.
–Por supuesto, usted no puede incitar a la
violencia en nombre de la fe, pero yo, que soy
librepensadora y jamás me confesaría con usted, sí
puedo buscar la justicia en nombre de la razón y la
ciencia. ¡Por los clavos de Cristo!
–Por Dios, mujer pecadora, deje ya sus
blasfemias y ayúdeme a pensar en lo que tengo que
hacer.
–Óigame bien Padre, yo blasfemaré cuanto
quiera mientras ese farsante esté engañando y
estafando a nuestra gente con esos falsos clavos de
Cristo. Porque son falsos ¿verdad, Padre? –dudó por
un momento la Maestra.
–Por supuesto, son falsos. A Jesús lo torturaron
con clavos de hierro, y no hay hierro que resista dos
milenios sin oxidarse ¿verdad, Maestra? –dudó ahora
el Sacerdote.
–Lo que yo sé de química me dice que en
cualquier clima hoy sería un puñado de polvo pardo…
–…que se confundiría con un montoncito de
arena del desierto –dijeron en coro.
Decidieron, uno en nombre de la fe y la otra
en nombre de la ciencia, unirse para combatir la
superchería del extranjero, y concordaron en q u e era
imprescindible contar con la colaboración del Poeta,
de modo que salieron juntos, rumbo al centro
  58
de la ciudad, en busca del artista, a quien esperaban
encontrar en el salón de teatro donde todos los sábados
por la noche había, si no función, al menos ensayo.

Los tres se sentaron en el más apartado rincón del café


contiguo al teatro, el Padre frente a una humeante taza
de chocolate caliente y sus compañeros frente a sendas
jarras de café frío. La Maestra fumaba su cigarrillo
y el Poeta chupaba un minúsculo pitillo de aroma
sospechoso.
Tardaron bastante tiempo en poner al Poeta al
tanto de lo que ocurría, ya que las versiones del
Sacerdote y de la librepensadora habían comenzado ya
a diferir en algunos aspectos que, de toda forma, al
Poeta no le interesaba dilucidar. Finalmente, cuando todo
pareció quedarle claro, el promotor cultural le dio una
última chupada a su porro y a viva voz, como si estuviera
recitando ante el público uno sus poemas, exclamó:
–¡Por la grandísima…!
–Por los clavos de Cristo irá mejor, querido
vate –interrumpió la educadora.
–Por favor –terció el Padre–, basta de jurones
blasfemos, vean que a Dios gracias no estamos en una
taberna.
–A ese malandrín, detractor de la cultura y la
belleza, Padre, querida Maestra, hay que colgarlo de…
–Hijo, por Dios, sea comedido –rogó el
Sacerdote.
–…de los pies y columpiarlo durante una
semana o hasta que pierda el juicio. No hay derecho a
hacerle eso al pueblo, no hay derecho. Usted, Maestra,
en nombre de la ciencia; usted, Padre, en nombre de
la revelación, y yo en el de la cultura, tenemos que

  59
hacer algo para impedir que se acreciente el daño que
ya habrá hecho entre nosotros ese tragamonedas con
figura antropomórfica. Preparemos nuestro plan de
campaña, diseñemos una estrategia –propuso en tono
de proclama el iracundo Poeta.
Después de largas deliberaciones, convinieron
en que el primer ataque al enemigo común estaría a
cargo del Sacerdote, ya que el día siguiente, domingo,
se oficiarían dos misas, una por la mañana y otra al
atardecer. En ambas ceremonias se harían presentes
la Maestra y el Poeta, pero se mantendrían en
silencio con el fin de, si el Padre no alcanzaba una
victoria decisiva, ejecutar ellos sus arremetidas de
manera sorpresiva en los campos de batalla que les
correspondían: la escuela y el teatro. La directora
podía visitar todas las aulas o convocar a una asamblea
de escuela con cualquier motivo, especialmente los
días lunes, cuando estudiantes y maestros iniciaban la
semana reuniéndose alrededor del patio central para
entonar el Himno Nacional. Al Poeta le resultaría
sencillo, anunciando una pieza cómica o un recital de
poesía, atraer a su teatro un público numeroso.
El emocionado trío celebró su consenso
tarareando toscamente el Himno a la Alegría de la
novena sinfonía de Beethoven, solo que al unírsele
espontáneamente el resto de los habituales del café el
conjunto adoptó un tempo demasiado lento que obligó
al sacerdote a ponerse de pie para tratar de marcarlo con
los brazos abiertos y llevarlo de nuevo al presto prescrito
por el compositor. De aquel modo, la música del genio
de Bonn se convirtió por una noche de café pueblerino
en un subversivo himno al conocimiento científico, al
conocimiento artístico y al conocimiento revelado.

  60
El éxito de la arremetida del Sacerdote contra el
oscurantismo crematístico del mercenario extranjero
fue extremadamente limitado. El Padre redujo la
duración de su planeada homilía dominical con el fin
de rematar atacando el fetichismo y la superstición
de la gente, así como la generalizada ignorancia de
los creyentes en relación con las profundas verdades
del dogma, y advirtió a su grey que tomar en serio la
posesión de unos supuestos clavos de Cristo por parte
de un foráneo inescrupuloso, constituía un atentado
blasfematorio contra la Santa Madre Iglesia.
–Hermanas y hermanos en la fe: con los clavos
de Cristo no se deben tejer fantasías supersticiosas.
El transcurso de dos mil años fue suficiente para
convertir en polvo de orín los auténticos clavos que
martirizaron a Cristo; y la providencia dispuso que sus
partículas fueran dispersadas por todos los ámbitos
del planeta a impulsos de los vientos que, desde la
Tierra Santa, soplan sobre la totalidad de la creación
–concluyó, exhausto.
Pero, como ocurría todos los domingos, en la misa
de la mañana estaban presentes el corpulento vendedor
de pescado y su familia. Aquel se irguió cuan alto era
para llenar el templo con su vozarrón de pregonero:
–¡Padre, por favor, tiene que creerme que esos
clavos manan sangre del Señor por las puntas! Yo fui
el primero en ver ese milagro.
Un desordenado coro de aleluyas se desató
cuando la mayoría de los presentes confirmaron la
visión del pescador. Percibiendo la enérgica
convicción de quien había hablado, el Sacerdote no
pudo menos que relacionar al vendedor de pescado
con Pedro y los demás pescadores de Galilea.

  61
–Yo también los vi, Padre –decían docenas de
iluminados por la nueva revelación en un sincopado
ritmo que se asemejaba al de una sesión de jazz, de
modo que el Padre no pudo terminar la misa en orden
y se retiró, como quien dice, arrastrando los pendones
por el polvo para ir a repartirles un insípido almuerzo
a sus menesterosos.
La Maestra y el Poeta, como estaba convenido,
guardaron silencio, pero el infructuoso desempeño
del Sacerdote no cambió ni un ápice la determinación
de ambos de prepararse para las etapas siguientes de
la guerra.
–Ahora es mi turno –dijo la Maestra casi
rozando con los labios la oreja del Poeta–; mañana
temprano hablamos, querido vate. Está usted invitado
a visitarnos en la escuela.
La misa de la tarde estuvo escasamente
concurrida, de manera que la escaramuza fue menos
dolorosa para el Sacerdote, aun cuando en modo
alguno significó una clara señal de futura victoria. La
asistencia estuvo integrada mayoritariamente por los
sepulcros blanqueados de la ciudad y por algunos
tratantes de comercio que, por estar tan solo de paso,
probablemente nada sabían sobre el asunto de los
clavos de Cristo.

El lunes, la pedagoga mayor no superó en demasía


los logros del Sacerdote. Reunió a la escuela en una
asamblea conmemorativa de lo primero que se le vino
a la cabeza después de consultar apresuradamente, en
la biblioteca, una trajinada enciclopedia española.
Habló la Maestra de la liberación de los países
bálticos, sin percatarse de que en realidad lo que se

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conmemoraba tristemente ese día era la ocupación
alemana de aquellos territorios. La totalidad de los
alumnos y la mayoría de los maestros tenían una idea
muy vaga de dónde se sitúan en el mapa Lituania,
Letonia y Estonia y en realidad a nadie le importaba
lo que pudo ocurrir alguna vez en unas lejanas tierras
que probablemente, creía la mayoría, después del
final de la Segunda Guerra Mundial habían retornado
al paganismo.
El primer conato de confusión había
sobrevenido cuando la voz particularmente sonora de
la Maestra entonó, con la letra del Himno Nacional,
una parte del tercer movimiento de la Novena de
Beethoven, con lo que despertó la impresión de que
la había abandonado su reconocido espíritu
patriótico y republicano.
De manera que, cuando después de dedicarle
minuto y medio a una difusa relación entre las tribus
baltas de la antigüedad y la conquista visigoda de
España, la emprendió contra la superchería de los
falsos clavos de Cristo, los alumnos no entendieron a
qué se refería y sus colegas educadores interpretaron
que su laicismo amenazaba con convertirse en una
molesta obsesión anticlerical. Por lo demás, todos
ellos habían salido de compras el sábado anterior y
estaban dispuestos a dar testimonio de que los clavos
que la colega calificaba de falsos eran realmente
milagrosos.

Por su parte, el Poeta, cuya presencia no resultaba


extraña en una escuela que visitaba, en el marco de
su labor de promotor cultural, por lo menos una vez
por semana, se escabulló tan pronto como escuchó las

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primeras notas del himno del plantel educativo (”Oh,
escuela inmarcesible, digna fuente del saber y del
decoro”) y corrió hasta la casa cural para informar
al Sacerdote de que ahora sí, las hordas de Alarico
rodeaban las murallas de Roma.
El padre estuvo a punto de soltar el llanto
mientras se lamentaba:
–Eso quiere decir que todo está perdido ante el
oscurantismo invasor.
–No pierda la fe, padrecito –conminó el
artista–, que ahora le toca a la creatividad entrar en
combate. Como usted comprenderá, el problema ha
dejado de ser estratégico para convertirse en
meramente táctico, así que voy a abandonar mi idea de
estrenar una pieza bufa de teatro o realizar un recital
poético, para iniciar en debida forma una guerra de
guerrillas, como la de España contra los franceses, la
de Kenia contra los británicos y la de Vietnam contra
los norteamericanos. Ya verá usted con qué clase de
fusta aprendí yo a arrear mis mulas.

El Poeta, a pesar de ser algo desordenado y demasiado


distraído como para sentar cabeza en una sola
actividad, tenía gran capacidad de adivinar lo que
abunda en el alma de cada persona y fue así como
prefirió acercarse al extranjero expresándole unos
propósitos de amistad tan falsos como los clavos
que él exhibía y, en cuestión de tres días, cuando ya
parecía inminente la caída de la ciudad entera en las
garras del farsante, logró que este lo invitase a visitar
su casa rodante con el fin de mostrarle su colección de
fotografías tomadas durante los tres años que había
vivido en Turquía.

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Esto lo logró el Poeta después de unirse
astutamente a la fila de incautos que, aun en días
laborables, continuaba formándose a la entrada de la
vivienda de quien ahora denominaban Pastor.
Después de pagar su cuota de admisión, entró
y se sentó frente al extranjero. Este había extendido
en el centro de la mesa que los separaba una fina
servilleta de papel y sobre ella había colocado los
dos clavos de metal que al Poeta no le parecieron
excesivamente corroídos.
–Querido hermano –comenzó diciendo el
anfitrión–, bienvenido sea a mi humilde morada y
permítame mostrarle estas dos valiosas reliquias que
fueron extraídas del divino cuerpo de Jesús cuando, ya
despojado de su espíritu, fue descendido de la cruz.
Como puede usted ver, están en perfecto estado gracias a
los cuidados bajo los cuales fueron conservados durante
muchos siglos en los sótanos de un monasterio cristiano
de la provincia de Esmirna, cerca de la ciudad griega de
Foça, ubicada en la actual costa turca del Mar Egeo.
El poeta se puso en estado de alerta en cuanto
escuchó la mención de la localidad de Foça, porque él
conocía la leyenda según la cual, frente al lugar que
ocupa aquel pequeño puerto se encuentra la isla de
las sirenas mencionada por el poeta Homero en La
Odisea.
Mientras tanto, el Pastor había tomado los
clavos y, con suma delicadeza, había afirmado las
puntas de ambos casi verticalmente sobre la servilleta.
De inmediato, alrededor de cada una de ellas se
extendió una diminuta mancha roja.
–Como puede ver usted, caballero, el papel de
la servilleta ha absorbido de la punta de cada uno de

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los clavos sagrados una gota de la sangre de Nuestro
Señor. ¡Alabado sea el Señor!
–¡Alabado sea el Señor! –acotó en tono piadoso
el Poeta.
–Ahora le permitiré a usted que toque
levemente estas reliquias, acto que solo bendiciones
podrá depararle –concedió, magnánimo, el extranjero.
El Poeta hizo ademán de posar las yemas de sus
dedos sobre los clavos que ahora descansaban de nuevo
horizontalmente sobre la hoja, pero se detuvo antes de
entrar en contacto con ellos y, fingiendo una emoción que
en ningún momento había sentido, se contuvo y exclamó:
–Señor Pastor, ¡por nada del mundo osaría yo
acercar mis manos pecadoras a los clavos sacrosantos
que laceraron el cuerpo de Cristo! Me siento tan
conmovido por el privilegio de haberlos visto y de
poder dar testimonio de que en verdad de ellos mana
la sangre de nuestro Salvador, que saldré de su casa
dispuesto a proclamar ante todos mis conciudadanos
la autenticidad de este milagro.
El Pastor sonrió levemente y, trazando una
cruz imaginaria en el aire, bendijo:
–Vaya usted con Dios, querido hermano.
El Poeta se levantó del asiento, le dio la espalda
al Pastor y tras dar un par de pasos hacia la salida se
volvió para preguntar:
–Señor Pastor, ¿cuánto tiempo estuvo usted en
la provincia de Esmirna?
–Largo tiempo, caballero, tres años.
–Largo tiempo, por cierto. ¿Y qué hacía usted
ahí, se puede saber?
–Oh, claro que sí. Colaboraba, porque sepa
usted que soy biólogo de profesión, con un grupo de

  66
científicos universitarios de Esmirna en los esfuerzos
que se hacían en Turquía para evitar la extinción de
una especie de focas…
–…las focas fraile del Mediterráneo, supongo,
las Monachus monachus.
–Vaya –se entusiasmó el Pastor–, por lo que
veo, usted ha oído hablar de ellas.
–Pues sí, un poco –se dio a inventar el Poeta–,
mis estudios literarios me llevaron a la sospecha de
que, en realidad, las sirenas que Odiseo y sus hombres
vieron eran focas, y que el nombre que les damos
en español a esos mamíferos se deriva de Focaeia,
el antiguo nombre griego de Foça. A Odiseo y sus
secuaces les habría ocurrido algo similar a lo que les
ocurriría mucho después a los españoles cuando, al
ver por primera vez los manatíes y las focas tropicales
en el Mar Caribe fantasearon que eran sirenas.
–¡Increíble! ¡Increíble! Lo que usted me cuenta
es maravilloso –saltó el Pastor de su silla.
–No es para tanto, señor Pastor –dijo el Poeta
bajando hasta el piso su humilde mirada.
–Lo que he escuchado me mueve a pedirle que
nos veamos nuevamente usted y yo para mostrarle
mi álbum de fotografías tomadas en las ciudades de
Foça y Esmirna mientras estuve en aquellos lugares –
declaró el Pastor.
–Será cuando usted lo desee, señor Pastor, en
verdad me encantaría verlas.
–No podrá ser ahora mismo porque los demás
hermanos que hacen cola en este momento se
impacientarían, pero, si a usted le parece bien,
¿podrá venir esta noche a compartir conmigo mi
humilde cena? Tendré mucho gusto en charlar con

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usted un poco más a propósito de Esmirna, Foça y las
Monachus monachus.
–Acepto tan grande honor señor Pastor y, si
usted no se opone, aportaré el vino que acompañará
nuestro condumio.
–Alabado sea Dios por inspirarle a usted tanta
generosidad, hermano. Libaremos juntos por la gloria
del Señor.
–Amén, señor Pastor –dijo el Poeta y se
despidió con una inclinación de cabeza.

Como es de suponer, el Poeta no era hombre de grandes


medios y su compromiso de aportar el vino para la
cena habría sido incumplible de no haber m e d i a d o la
coincidencia de que su madre le había enviado
recientemente, como regalo de cumpleaños, media
docena de camisas –“suficiente para dos años”, había
comentado él– y dos botellas de vino francés que ella
había adquirido en la tienda exenta de impuestos del
aeropuerto al regreso de su soñado viaje a la Tierra Santa.
Mi pobre viejecita no podía imaginarse que
su peregrinaje a Jerusalén contribuiría de este modo a
proteger la fe cristiana de una burda herejía –se dijo
alegremente mientras se preparaba para comparecer a
lo que para él sería una auténtica misión de espionaje.
El Pastor le esperaba con la mesa servida, ya
que la cena consistiría en una abundancia inusitada
de fiambres y quesos fríos acompañados de frutas, un
despliegue que, financiado sin duda con las cuotas de
entrada cobradas a los ricos y a los pobres de la ciudad,
despertó en el fuero íntimo del Poeta una condena
inmisericorde contra la glotonería del farsante. No
obstante, ocultó su furia y alabó el refinamiento

  68
gastronómico del Pastor, quien, animado por la visión
del vino, apuró los saludos para ir hasta su cocina en
busca de las copas y el descorchador. En un ángulo de
la mesa se hallaba dispuesto un voluminoso álbum de
fotografías forrado en piel de foca fraile del Mar Egeo.
–Desde luego, esa pobre foca murió por causas
naturales y no porque la hubiésemos sacrificado para
aprovechar la piel –explicó el Pastor al notar la mirada
de asombro del Poeta–; nosotros, que l u c h á b a m o s
a brazo partido por proteger a las poco más de cien
Monachus monachus que aún quedan… o quedaban…
en Turquía, jamás habríamos hecho algo semejante.
Los veterinarios que hicieron la autopsia del animalito
lo desollaron respetuosamente y enviaron la piel a la
tenería, una práctica que el gobierno p r o v i n c i a l de
Esmirna había autorizado. A mí me honraron
regalándome la pieza de cuero con la que hice forrar
el álbum.
Sin decir palabra, el Poeta tomó asiento y lo
mismo hizo el Pastor. El poeta se dedicó a mirar el
álbum lentamente, sin ponerles demasiada atención a
unas fotografías, en su mayoría anodinas, en las que
se veía al Pastor y a los científico turco y extranjeros
protectores de las focas paseándose por las playas del
Mar Egeo en busca, no tanto de los lentos y grotescos
mamíferos que decían proteger, sino más bien de las
carnosas turistas escandinavas que doraban sus
cuerpos bajo el sol de Anatolia.
De tanto en tanto, le hacía al Pastor algunas
preguntas inocentes sobre el clima del Mediterráneo
oriental, sobre los hábitos alimenticios de las focas
turcas e, incluso, le repitió algunas observaciones
sobre la posibilidad de que las sirenas que
menciona
  69
Homero en La Odisea hubiesen sido realmente focas.
El Pastor se mostraba de acuerdo con cuanto decía el
Poeta y, para satisfacción de este, conforme el Pastor
hablaba iba dando muestras crecientes de que el vino
comenzaba a surtir efecto.
El Poeta, por su parte, casi no había
bebido, aunque daba buena cuenta de los deliciosos
platillos fríos y, siguiendo cuidadosamente el plan de
acción que se había trazado, dijo súbitamente:
–Señor Pastor, no sabe usted cuánto le
agradezco que me haya permitido ver de cerca los
sagrados clavos que penetraron el divino cuerpo de
Jesús. Me ha conmovido de tal manera esa experiencia
que me propongo escribir un libro de odas dedicado
a tan sagradas reliquias. El Pastor cayó de inmediato
en la trampa.
–Querido amigo –dijo– supongo que querría
mirarlos de nuevo.
–¡Oh, por Dios! Vaya que me encantaría verlos
de nuevo. Claro, se entiende, solo si eso fuera posible
–admitió el Poeta.
El Pastor se levantó del asiento y fue a hurgar
dentro de un pequeño cubículo lateral de la vivienda
rodante. Regresó trayendo consigo el estuche forrado
con felpa en el que guardaba su tesoro. Lo abrió, lo
puso frente al Poeta y, sentándose de nuevo, se
apresuró a recuperar su copa de vino.
–Ahí los tiene. Si lo desea, puede mirarlos
durante toda la velada.
El Poeta cerró de golpe el álbum fotográfico y
se abismó en la observación de los clavos con un
arrobamiento que habría enternecido hasta a un
capitán de jenízaros. Solo de vez en cuando levantaba

  70
levemente la mirada para observar el contenido de la
primera botella de vino. A esta no tardó en seguirle
la segunda y, cuando ya no quedaba dentro de ella
más que un oscuro asiento del valioso vino francés, el
Pastor, totalmente borracho, clavó la cabeza encima
de su plato vacío y se quedó dormido.
–Señor Pastor –dijo el Poeta.
No hubo respuesta.
–Señor Pastor –repitió el Poeta.
Más ruido habría hecho un lobo muerto en
medio de un tropel de ovejas.
El Poeta cerró el estuche de los clavos de
Cristo, se lo metió en un bolsillo interno de su
chaqueta, se dirigió a la puerta de la vivienda y, antes
de salir, apretó el conmutador de la luz. Cerró la
puerta y, taconeando sobre las aceras como un
general vencedor en el desfile de la victoria, enfiló
directamente hacia la casa de la Maestra. Desde ahí,
ambos se dirigieron a la casa cural y, reunidos con el
Sacerdote en la penumbra de la salita que hacía las
veces de confesionario ocasional, procedieron a un
repaso de la situación.
–Joven, no le voy a decir que usted ha cometido
un pecado porque Dios sabe que ha actuado en defensa
de la fe, la verdad científica y la belleza. Pero que
ha cometido usted un delito, ha cometido un delito
–cuchicheó el Sacerdote.
–Yo, de pecados, lo que sé me lo puedo guardar
debajo de una uña –aseguró la Maestra–, pero en
cuanto a delitos, dudo que haya ley alguna que mande
sancionar el hurto de unos clavos usados.
–¿Usados? ¿Cómo que usados? –levantó la voz
el Poeta.

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–El primero que, si se atreviera a poner una
denuncia, le diría a la policía que son clavos usados,
es el farsante que usted acaba de embriagar. Él tendría
que decir que fueron usados por los representantes
del Imperio Romano para hacer justicia en Judea ¿No
es así, padre? –intervino la Maestra.
–Pensándolo bien –reflexionó el sacerdote –es
así siempre y cuando los tres estemos dispuestos a
mentir. Y la mentira de tres no es un pecado.
–Si para usted eso no es pecado, ¿entonces qué
es? –preguntó el Poeta.
–La mentira compartida por tres o más
personas es, hijo mío, una opinión política –resumió
el Sacerdote.
La Maestra tomó los clavos con sus manos.
Con la ayuda de una antorcha eléctrica de bolsillo
comenzó a examinarlos cuidadosamente y, mientras
lo hacía, mantenía consigo misma un soliloquio del
que solo se entendían algunas frases aisladas:
–…a ver si es que vamos a creer en milagros…
mugroso extranjero… y eso que yo detesto la
xenofobia…
Los otros callaban. Finalmente, la Maestra se
aclaró la garganta y, alumbrando la habitación con los
dientes que una amplia sonrisa había sacado a relucir,
sentenció:
–¡Por los clavos de Cristo!, perdón padre, todas
las noticias son buenas. Oigan ustedes: en primer
lugar, eran infundados mis temores de que estos
clavos pudieran ser de bronce. De haberlo sido, todo
habría estado pedido porque los malditos romanos,
perdón de nuevo, Padre, usaban el bronce y quién sabe
si de vez en cuando no se lucían clavando ladrones y

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profetas en las cruces con la ayuda de clavos de ese
material. Y el bronce, señores, sí resiste el paso de
los siglos.
–Entonces… –dijo el padre mordiéndose una
uña.
–Estos clavos tienen todo el aire de ser de
acero. Ese farsante es un idiota, porque a d e m á s
son torneados y ya pueden ustedes figurarse a los
romanos, en tiempos de Augusto, torneando clavos y
tornillos en una subsidiaria levantina de la fábrica de
automóviles Ferrari.
–¡Demonios!, perdón padre –exclamó el Poeta.
–Y, además –prosiguió La Maestra– ya
descubrimos el truco de la sangre.
–¿Descubrimos? –dijo el Padre.
–¿Descubrimos? –dijo el Poeta.
–Entre todos le hemos descubierto el truquito
– desafinó la Maestra durante unos segundos las
notas de la Novena y luego pasó a explicar:
–El muy taimado pagó a hacer cada uno de
estos enormes clavos con un sistema de rosca y un
depósito interior, como el de las plumas fuentes, que
se puede llenar con tinta roja.
–¡Qué pedazo de hijo de…! –comenzó a decir
el Poeta y, ante la mirada represiva del sacerdote,
remató:
–¡…hijo de la mala fe!
–En mi opinión –quiso la Maestra concluir
las deliberaciones de aquella agitada noche–, lo más
conveniente es que ahora nos retiremos a descansar y
esperemos a ver cómo reaccionará el llamado Pastor
cuando descubra que le robaron la gallina de los
huevos de oro. Por supuesto, su primer sospechoso

  73
será nuestro amigo aquí presente, y por eso tenemos
que protegerlo. De ninguna manera conviene q u e el
amanecer encuentre a nuestro artista en su casa
porque ¿adónde iría a buscarlo el farsante si no ahí?
–¿Cree usted que intentará recuperar por la fuerza
los clavos de Cristo? –preguntó, alarmado, el Poeta.
–Falsos clavos de Cristo –terció el Sacerdote.
–Falsos o no, son el instrumento del que se vale
para engañar y estafar al pueblo. Sin ellos, tendría que
regresar a Turquía a cuidar las cuatro focas que aún les
quedarán a esos tejedores de alfombras –argumentó
el Poeta.
–Propongo que por esta noche usted, mi
querido Poeta y amigo, se quede a dormir en la
Iglesia –sugirió la Maestra– y al despertar se dedique
a ayudarle al Padre a preparar el almuerzo de los
pobres. Y yo, si ustedes me lo permiten, me llevaré
conmigo estos clavos “madre in China” y los
prepararé para el momento en que pongamos en
evidencia al sinvergüenza que ha venido a robarnos
el dinero y la tranquilidad. ¿Están ustedes de
acuerdo?
El Padre aclaró que él contaba con un sencillo
cuarto de huéspedes en el que pernoctaban de vez en
cuando sacerdotes de parroquias lejanas que estaban
de paso por la ciudad, y que por aquella noche podía
ocuparlo el Poeta.
–Eso sí, hijo mío, prométame que no se fumará
dentro de la habitación uno de esos pitillos de olor
nauseabundo que usted acostumbra.
–Se lo prometo, Padre, y le agradezco que me
ofrezca refugio. Para mí será un placer unirme
mañana a las señoras que le ayudan a servirles de
comer a nuestros pobres.
  74
Antes de partir hacia la escuela la mañana siguiente,
la Maestra directora rebuscó dentro de su viejo y
desordenado escritorio hasta encontrar un f r a s c o
de tinta azul para pluma fuente. Cuidadosamente
desenroscó la cabeza de uno de los clavos, limpió
el receptáculo interno de la pieza para despojarlo de
todo rastro de la tinta roja original y, sirviéndose de
un gotero, lo cargó de nuevo con tinta azul. Después
tomó una servilleta para comprobar que los artilugios
funcionaban como lo había descrito el poeta. En el
nítido papel blanco se configuraron las dos manchitas
redondas: una azul y otra roja.
–Hasta un buen guerrillero merece elogios si
combate por una buena causa –se dijo en voz baja,
pensando en el Poeta. Guardó los clavos en el estuche,
metió este en su bolso de trabajo y, canturreando las
consabidas notas de Beethoven, partió hacia el centro
educativo. Faltaban pocos minutos para las siete de la
mañana. Mientras tanto, el Padre y el Poeta tomaban
un frugal desayuno en la cocina de la casa cural.
Un poco más tarde se acercó el sacristán a
avisarle al Sacerdote que en el hospital público había
muerto un buen católico llamado Servando Mitrídates
Rodríguez y que, por haber expirado con todo en
regla, su funeral se realizaría a las tres de la tarde.
–Mitrídates, Mitrídates –murmuró el Padre–
vaya con los nombres que a veces escogen los
progenitores para incordiarles la vida a sus hijos.
Servando, valga, pero ¿Mitrídates? Así se llamaba el
marinero pagano que una vez le salvó la vida al
nefando de Julio César. De cuántas barbaridades no
nos habríamos librado los cristianos si ese bárbaro
hubiera dejado que el depravado romano se ahogara.

  75
–Sin embargo –opinó el Poeta, si lo pensamos
bien, de haberse ahogado Julio César aquel día,
Augusto no habría llegado a Emperador y, por lo
tanto, no habría enviado a Poncio Pilatos a Judea como
procurador y el cristianismo no habría nacido, lo que
hace de Mitrídates un nombre muy apropiado para un
cristiano a pesar que significa “regalo de Mitra”, el
dios del zoroastrismo persa.
–En ese caso el segundo nombre de Servando
debió haber sido Doroteo, que significa “regalado
por Dios”.
–Padre, de no haber sido por el cristianismo, el
Imperio Romano monoteísta habría adoptado el culto
de Mitra, ¿lo sabía usted?
–Ustedes los poetas inventan demasiadas
cosas –increpó el Sacerdote y se tornó a interrogar al
sacristán:
–Además de la muerte de Servando Mitrídates
nosecuánto, ¿se dice algo nuevo en esas calles de
Dios?
–Pues sí, Padre, en la plaza del mercado hay
mucho barullo porque al Pastor le robaron los clavos
de Cristo.
–¡No me diga! –exclamó el Sacerdote fingiendo
sorpresa– ¿Por casualidad se sabe quiénes fueron los
autores del robo?
–No sé, Padre. Pero dicen que el Pastor conoce
al ladrón y lo anda buscando armado con una pistola.
–Bueno, bueno, vaya y acérquese para ver si
averigua algo más, ¡vaya! –le ordenó el Cura al
sacristán, y cuando estuvo de nuevo a solas con el
Poeta descubrió que debajo de la piel del rostro de
este la sangre se había esfumado por completo.

  76
–¡Tiene una pistola, Padre! De haberlo sabido…
–Vamos, vamos, vuelva a su habitación, señor
Poeta, y ocúltese ahí sin hacer ruido mientras yo voy
hasta la escuela a hablar con la Maestra. La ciencia
siempre le encuentra solución a todo menos a aquello
que solo la fe puede resolver.
El Poeta no se lo hizo ordenar dos veces y
se encerró en el munúsculo cuarto de huéspedes. El
Sacerdote salió hacia la escuela tan despeinado como
estaba y en el camino se encontró con la Maestra.
–¿Ya se enteró?
–Ya me enteré de que el malandrín ese denunció
al Poeta…
–¿Ante la policía?
–No, ante la turba.
–¿Cuál turba?
–La que saqueó la casa del Poeta.
–¡No me diga!
–Y a la cabeza de la turba iba el Pastor
blandiendo una...
–…una pistola.
–Y usted ¿cómo lo sabe?
–Me lo dijo el sacristán cuando vino a darme
la noticia de la muerte de Mitrídates.
–¡Padre! ¿Qué locuras son esas? El último rey
Mitrídates murió en el Cáucaso en el siglo quinto de
nuestra era.
–Me refiero a Servando Mitrídates Rodríguez,
el que estaba internado en el hospital y falleció anoche.
–Con todo respeto, usted sí que sabe enredar
las cosas, Padre. Lo importante ahora es poner al
Poeta sobre aviso.

  77
–Yo venía a decirle a usted lo mismo. Él sigue
oculto en la casa cural.
–Pues vamos, Padre, y haga repicar las
campanas para que la iglesia se le llene de gente.

No hizo falta un repique de campanas para que la


iglesia se llenara porque el mismo sacristán le había
revelado a la turba que el Poeta había desayunado
en compañía del Sacerdote, de modo que este y la
Maestra apenas tuvieron tiempo de advertirle al
aterrorizado artista que atrancara la puerta por el
lado de adentro.
No solo la iglesia estaba repleta, sino que la
multitud ocupaba también el jardín delantero de la
casa cural.
–Me están pisoteando las plantas, ¿no se dan
cuenta? –increpó el Sacerdote a los curiosos. Detrás
de él caminaba la Maestra.
Del grupo surgió la iracunda figura del
Pastor, quien ya había ocultado la pistola, y se
acercó al Padre:
–Padre, sabemos que usted le dio refugio a ese
Poeta ladrón amigo suyo que me robó los clavos de
Cristo –dijo.
El Sacerdote no se inmutó:
–Que yo sepa, caballero, los clavos de Cristo
se pudrieron en la mansión que Poncio Pilatos levantó
en Sevilla cuando Augusto lo retiró de Judea para
nombrarlo superintendente del tráfico fluvial en el río
Betis, el que hoy se llama Guadalquivir. ¿O es que a
usted ya olvidó sus lecciones de Historia Sagrada?
–Eso no es cierto, Padre, y los clavos que me
robaron son los auténticos y los compré en Turquía.

  78
–¿En Turquía, dice usted? ¿Ignora usted,
acaso, que los turcos son musulmanes? ¿No serán
esos clavos suyos de los que usaban los
s e g u i d o r e s de Mahoma para aguijonear a los
camellos en sus correrías por el desierto?
–Padre, entréguenos al ladrón que me despojó
de los clavos de Cristo o, de lo contario, haré que mis
seguidores le quemen su casa con todo y los pobres
adentro –amenazó el Pastor.
–¡Hereje! –gritó furibundo el Sacerdote–, así
no es como Jesús trataba a los pobres. Atrévase a
tocar mis cabellos o mi casa para que vea descender
del cielo una andanada de rayos.
–¡Padre! Lo que usted dice no es científico –se
escuchó de pronto la clara la voz de la Maestra–, ¿no ve
que el día está despejado? Sin nubes no puede haber rayos.
El Sacerdote se quedó en una pieza. Tan solo
atinó a volverse para decirle a la Maestra:
–Y ahora, ¿de qué lado está usted, atea de los
demonios?
–Del lado de la verdad científica –respondió la
Maestra adelantándose hasta encarar al Pastor.
–Y usted, farsante, estafador, cuidador de
focas, Pastor de circo, ¿está dispuesto a p e r m i t i r
que yo demuestre delante de sus seguidores en qué
consiste el milagro de sus clavos hechos en China?
El Pastor empalideció, pero aun así se atrevió
a decir:
–Ya me oyó usted. Me los han robado y solo
quiero que me los devuelvan.
La Maestro sacó de su bolso de mano una hoja
de papel blanco y, pasándosela bajo las narices al
sorprendido Pastor, le preguntó:

  79
–Si usted tuviera en sus manos sus malditos
clavos torneados en acero sueco ¿me permitiría
intentar el milagro de hacerlos manar sangre encima
de esta hoja?
–Desde luego que lo haría –se precipitó a
responder el confundido Pastor.
–Entonces, hagámoslo, grandísimo gilipollas,
aquí están sus milagrosos clavos.
Mostró al Pastor y a la multitud el estuche
forrado en felpa, lo abrió y extrajo las supuestas
reliquias.
–¿Los reconoce usted, Pastor de focas?
–¡Son míos! –hizo el foráneo ademán de
tomarlos.
La Maestro lo alejó dándole una diestra
bofetada y, acto seguido, levantó la hoja y se dirigió a
sus coterráneos:
–Vean ustedes, manada de semovientes, la
estupidez en la que estaban creyendo a pesar de que
mi amigo el Sacerdote los había prevenido. Con este
clavo hago una línea roja de supuesta sangre de Cristo.
Hizo el trazo y se lo mostró a quienes estaban
cerca. Luego tomo el otro clavo, repitió la operación
y, mostrando el nuevo resultado declaró:
–Miren bien, y díganme si le van a creer a este
farsante cuando les diga que esta es una prueba de
que por las venas de Jesús de Galilea corría sangre
azul.
La multitud comprendió enseguida que había
sido víctima de un engaño y, de haber faltado la
enérgica intervención del Sacerdote, el ya nunca más
llamado Pastor no habría visto el amanecer del día
siguiente. El estafador extranjero fue arrastrado por
La Maestra y el Sacerdote hasta el cuarto de
  80
huéspedes, donde lo hicieron sustituir al Poeta y le
recomendaron que atrancara la puerta por la parte de
adentro.
La misma turba que había desmantelado la casa
del Poeta corrió a prenderle fuego a la casa rodante del
extranjero.
El Sacerdote nunca dio respuesta a quienes le
preguntaban hacia dónde había huido, más tarde, el
estafador.
Solamente el Poeta aventuraba una hipótesis al
respecto:
–Me figuro que ahora se encuentra en las Islas
Galápagos tratando de salvar a las iguanas de la
extinción.

  81
 
LOS BUITRES

Misael Buitrago Toledo, exgobernador del Estado de


Tierrablanca y propietario de la hacienda ganadera La
Sabana, solía detenerse a observar, desde un amplio
ventanal de su biblioteca, la actividad que varias veces
por semana se desplegaba en el aeropuerto privado
de la hacienda.
El edificio de la terminal aérea, un feo galerón
metálico levantado al final de la pista de aterrizaje,
servía de refugio a pequeños aviones mientras
estos eran reabastecidos de combustible o mientras
era transferida de uno a otro aparato la mercancía
clandestina procedente de lejanas comarcas del Sur y
cuyo destino eran los depósitos ocultos en
territorios del Norte, desde donde se enviaba
finalmente hacia los grandes centros de consumo del
mundo desarrollado.
Para la agencia antidrogas de Potenciamiga,
había más que sospechas de que algo de tal suerte
ocurría en la propiedad del antiguo gobernador de
Tierrablanca, pero el avezado dirigente seguía siendo
figura de gran influencia en la política, no solo de
su estado sino del país entero y, para el gobierno
potenciamiguense, el importante personaje gozaba de
la no declarada pero efectiva inmunidad que contraían
los dirigentes políticos extranjeros después de
colaborar o hacerse de la vista gorda con las
actividades ilegales de sus agentes en territorios
extranjeros, impunidad que solo por excepción se
les retiraba a algunos descarriados que incurrían en
graves actos de traición.
  83
En suma, echarle garra a aquel político, a
pesar de que se contaba con pruebas contundentes
en su contra, podría crearle a la administración de
Potenciamiga una situación embarazosa capaz de
enturbiar las excelentes relaciones que mantenía con
las autoridades de un país gobernado por el mismo
partido político que, décadas atrás, había llevado a
Buitrago al poder en Tierrablanca y seguía siendo una
de las más confiables organizaciones aliadas de su
política exterior.

Pero aquella tarde concreta, Buitrago Toledo no se


había interesado en la suerte de la aeronave que ahora
recorría el último trecho de la pista y se aproximaba a
la terminal. En consecuencia, tampoco había tomado,
como acostumbraba, los binoculares para observar
durante algunos minutos el ajetreo de sus operarios
alrededor del aparato, sino que se retorcía, arrebujado
en una mecedora de cuero, totalmente convencido de
que su creciente dolor de pecho le anunciaba algo que
amenazaba con ser definitivo.
En efecto, desde el momento en que le
sobrevino aquel dolor, el exgobernador, guiado por
una ominosa intuición, atrajo la atención de la mucama
y la envió en busca de Briggite, su esposa neoyorquina,
quien se hallaba tomando el sol junto a la alberca, su
sitio de descanso preferido porque era, a su juicio, el
más fresco y silencioso de la residencia.
Buitrago le ordenó a la asustadiza sirviente
que se diera prisa. La mujer salió a la carrera y, con un
desacostumbrado portazo que sobresaltó al envejecido
exgobernador, hizo que este profiriese débilmente
el mecagüentodo de siempre que algo le irritaba, el

  84
mecagüentodo que en otro tiempo había servido de
llamada al orden a una legión de subalternos que
incluía desde secretarios de estado y diputados hasta
conserjes, guardas y choferes, un mecagüentodo que
había dedicado a los electores de Tierrablanca la vez
que, a raíz de su primer intento por alcanzar el puesto
de gobernador, se habían atrevido a desairarlo en las
urnas y a retrasar con ello, por varios años, su ascenso
al poder.
Fueron años cuya pérdida nunca les perdonó
a los electores tierrablanquinos que, a pesar de haber
menospreciado su brillante formación de
científico político alcanzada con ingentes
esfuerzos en una universidad extranjera para
elegir en su lugar al advenedizo líder de un oscuro
partido emergente, no alcanzaron a impedirle que
acumulara, en el ejercicio de varias importantes
funciones públicas, una de las fortunas más
abultadas del país ni a evitar que finalmente
accediera a la gobernación del estado para
ejercerla de manera tan corrupta y prepotente
como nunca había osado hacerlo, desde concluida la
dominación española, gobernador alguno.
Los tierrablanquinos –tierrabladengues
solía llamarlos él en la intimidad– nunca llegarían a
comprender los mecanismos que Misael Buitrago
Toledo había empleado para someterlos a cuantos
designios fueron necesarios para llegar a la cima del
poder político y alcanzar una prosperidad económica
personal imposible de explicar en quien había saltado,
desde una juvenil y no bien pagada posición de
funcionario medio en una empresa bancaria, hasta
una dedicación exclusiva a la política dentro de la
estructura del Partido de la Revolución Democrática.
Enfrentado a la posibilidad de que su muerte
estuviese cercana, Misael Buitrago no intentaba
recordar cuántos kilogramos de mercancía
  85
transportaba, según se le había informado de
acuerdo con la rutina, el avión cuyo asordinado
ronroneo le llegaba ahora desde dentro del galerón
de metal, ni trataba tampoco de calcular en cuánto
se acrecentaría su fortuna como resultado de los
numerosos aterrizajes que habían tenido lugar en
su aeropuerto en el transcurso del mes que estaba
a punto de concluir. Su mente se concentraba tan
solo en las sensaciones de ahogo y de dolor que le
atenazaban el pecho y el estómago, y en la certeza
de que su final estaba por llegar.
Cuando, dando apenas tiempo para que la
mucama le abriese la puerta, entró súbitamente
Brigitte, el exgobernador intentó incorporarse en la
mecedora, pero el dolor le impidió realizar
cualquier movimiento.
–¿Qué te ocurre, querido? –le preguntó la
mujer, se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente.
–Estás temblando –se contestó ella misma y
ordenó a la mucama que le alcanzase el teléfono
portátil.
–Está en mi bolso marrón– precisó y procedió a
desabotonar la camisa de su marido.
–Prométame que vas tener calma –rogó
débilmente él, hundido ahora en la apariencia de
una avecilla aterrorizada que sudaba copiosamente y
jadeaba tratando de no perder el aliento.
De regreso, la mucama blandía el teléfono
como si fuera un arma a punto de dispararse. Brigitte
se alejó para situarse de cara al ventanal que daba a la
pista del aeropuerto y procedió a marcar el número
del hospital más cercano.
–Malditos sean estos aviones –murmuró
mientras esperaba que alguien respondiese
desde el otro extremo de la línea.
Por fin escuchó, desde el hospital, el
burocrático “Buenas tardes, ¿en qué podemos
  86
servirle?". Simulando una serenidad que la había
abandonado desde el momento mismo en que la
mucama le había informado de la descomposición
de su esposo, Brigitte explicó en pocas palabras lo
acontecido. Hubo un compás de espera después
del cual la telefonista le informó fríamente: “No
se preocupe, la ambulancia y el médico ya van de
camino y llegarán muy pronto”.
Ahora, lo único aconsejable era esperar y,
mientras tanto, mantener al enfermo en reposo, pero
Misael Buitrago, tal vez seguro de que, sin importar
cuán pronto llegase, la presencia del médico iba a
ser inútil, pareció recuperarse, se irguió presa de gran
agitación y, con voz incierta, le indicó a Brigitte
que debía llamar a la terminal aérea y transmitir su
orden de que el avión recién llegado despegase de
inmediato, de manera que estuviese en el aire antes de
la aparición del equipo médico, al que seguramente
acompañaría uno de los corresponsales de prensa
destacados en la cercana ciudad.
Ella, aun cuando pretendía no ocuparse de lo
que ocurría regularmente en aquella pista privada,
supo cómo arreglárselas para, sirviéndose del teléfono
interno de la finca, transmitir las instrucciones de
su marido.

Fue así como el doctor en ciencias políticas Misael


Buitrago Toledo, exgobernador del extenso estado
de Tierrablanca, pasó a mejor vida en momentos en
que, llevando hacia el Norte el último cargamento
de mercancía ilegal que pasaría por la hacienda La
Sabana, alzaba vuelo un avión de matrícula incierta
reabastecido de combustible.

  87
II

El abogado José Manuel Talavera Serrano, jefe de la


delegación de la Policía Judicial en el municipio de
Almeida, había dedicado su vida profesional al servicio
de la judicatura, los primeros cuatro años como juez de
familia, los siguientes cinco como juez penal, otros
cinco como oficial de investigación criminal en una
unidad especial de pesquisas sobre corrupción y
contrabando, y otros tantos como Director del Buró
de la Policía Judicial. Su nombramiento en este
último puesto había sido revocado por razones no
bien aclaradas por la superioridad del Poder Judicial,
pero a Talavera se le había permitido continuar
formando parte de aquel cuerpo de policía, aunque
en cierto modo desterrado en una lejana
circunscripción municipal.
A “Pepe” Talavera no se le podía hacer hablar
de las razones que habían provocado su disimulada
degradación, y cuando alguien cometía frente a él la
imprudencia de aludir a aquel oscuro acontecimiento,
el abogado se limitaba a fruncir el entrecejo en señal
de fastidio y, mediante una sucesión de indiscernibles
gruñidos y balbuceos, ensartaba una estudiada letanía

  88
sobre la gran estafa que es la vida para un funcionario
honrado y sobre la inutilidad de su cabal cumplimiento
del deber cuando, al hacer su trabajo, les pisa
inadvertidamente los callos a poderosos delincuentes.
Aquello era todo cuanto se le podía sonsacar
en torno al rumor de que su descenso había tenido
relación con una indagatoria judicial sobre las andanzas
delictivas de ciertas figuras políticas de renombre.
–Dígase lo que se diga, una situación como esa
no puede ocurrir en Tierrablanca. En nuestro estado y
en nuestro país imperan la ley y el derecho – afirmaba
irónicamente antes de dar por cerradas las alusiones a
su etapa capitalina de funcionario judicial.

Sin embargo, era bien conocida la circunstancia de


que en los tiempos de la caída en desgracia de Pepe
Talavera el Buró de la Policía Judicial colaboraba con la
Fiscalía General del Estado en diversas investigaciones
en torno a la venta de influencias, el tráfico de drogas
y el lavado de dinero. Dentro de la urdimbre legal que
regulaba las relaciones entre ambas instituciones, el
papel de la Policía Judicial era el de simple coadyuvante
de la Fiscalía y, por lo tanto, no figuraba entre las
atribuciones de Talavera la de proponer la presentación
de cargos penales contra personas reales o jurídicas.
Pese a ello, no escapó a la observación del
Director del Buró de la Policía Judicial el hecho de que,
una vez iniciados los procesos judiciales suscitados
por las acusaciones de la Fiscalía, ocurría con frecuencia
que ciertas coincidencias entre casos y ciertas
incoherencias internas de los casos específicos
parecían tener el mismo origen: las probables
vinculaciones de los acusados con miembros de un
pequeño grupo de políticos y autoridades públicas
relacionados principalmente con el Partido de la
Revolución Democrática. Y, a primera vista,
descollaba en ese grupo la figura de Misael
  89
Buitrago.
Lejos de adoptar un prejuicio por la vía
meramente intuitiva, Talavera dedicó buena parte de
su tiempo libre al estudio de un elevado número de
iniciativas de acción judicial de la Fiscalía General, y
preparó pacientemente un informe con el que creía
demostrar que Buitrago y su grupo
configuraban una organización delictiva contra la
cual era posible plantear, con base en
documentación probatoria dispersa en los
expedientes de todos aquellos casos, inescapables
acusaciones de corrupción.
Una vez redactado el minucioso informe, lo
puso únicamente en conocimiento del superior
jerárquico de la Policía Judicial, el magistrado Edelberto
Chavarría, Presidente de la Corte Superior de Justicia, lo
que no tuvo consecuencia alguna. En todo caso, nadie,
ni el mismo Talavera, habría apostado después de leerlo
a que su carrera de abogado y policía transformado
en detective terminaría en otro sitio que no fuera un
municipio tan remoto como Almeida; de ahí que para
él resultase sorprendente la noticia de que, después de
tanto tiempo, el magistrado Presidente gestionaba el
retorno temporal del olvidado funcionario a la
capital del Estado, lo cual significaba a todas luces
que las autoridades se proponían asignarle una misión
especial.

Talavera vivía en "Los Arcos", considerado el más


lujoso barrio de la ciudad de Almeida, una
distinción poco significativa habida cuenta de que
la cabecera municipal era una población de
escasos cien mil habitantes, situada en el centro de
una región agrícola en franca decadencia. Él se había
habituado a la vida tranquila y de virtual retiro que
le deparaba aquel barrio silencioso, por lo que la
sola idea de tener que volver a vivir en la capital,
  90
por muy temporal que fuese su nuevo destino, le
producía suficiente fastidio como para incitarle a
solicitar formalmente que se le descargara de la
nueva misión, gestión que realizó acompañándola
de una discreta sugerencia de que tal vez preferiría
quedarse a pasar el resto de su vida en Almeida.
La respuesta de sus superiores fue levemente
conminatoria, pero los mejores argumentos de estos
fueron la oferta de una recalificación de su puesto, lo
cual significaría un importante aumento en el monto
de su futura pensión de retiro, y el recordatorio de que,
aun cuando la duración del encargo que habría de
hacérsele era previsiblemente corta, podría pasar algún
tiempo cerca de su hijo, a la postre estudiante de la
carrera de ingeniería industrial en el recinto capitalino
de la Universidad Autónoma del Estado.
–Incluso podrían alojarse juntos– sugirió el
magistrado Presidente en el transcurso de la llamada
telefónica que le hizo tras recibir, de parte del nuevo
Director del Buró de la Policía Judicial, una copia de la
carta en la cual Talavera intentaba lograr que no se le
moviera de su ubicación actual. Ignoraba el magistrado
que el joven había tomado alojamiento en una de las
residencias estudiantiles de la Universidad.
–No creo que a mi hijo le guste que yo vaya a
interferir en su vida de estudiante soltero, pero admito
que para ambos sería muy atractivo poder vernos con
más frecuencia, aunque por otra parte es claro que a mi
mujer no le hará mucha gracia permanecer sola durante
algún tiempo –se cuidó Talavera de dar explicaciones,
y antes de que se le pudiese ocurrir alguna objeción
relacionada con las eventuales dificultades para instalarse
en la capital, el magistrado se adelantó a ofrecerle un
comentario sobre lo poco aconsejable de un traslado de
todos los enseres de la familia.
–Estoy seguro de que Maricarmen –señaló el
magistrado refiriéndose a la esposa de Talavera–, no
  91
querrá someterse a esas incomodidades.
El nuevo Director del Buró de la Policía Judicial
se hizo eco de la voz de su jefe en el transcurso de una
posterior llamada a Talavera:
–No es recomendable que deje su residencia
habitual al cuidado de extraños, así que, de toda
forma, en vista de que no se tratará de una reubicación
permanente, le daremos oportunidad de volver a
Almeida con frecuencia y, para que se sienta seguro,
no nombraremos oficialmente un sustituto suyo,
sino que usted delegará interinamente la jefatura
de su oficina en un subalterno que considere de
confianza. Le recuerdo, además, que durante un
máximo de seis meses posteriores a su reubicación
temporal disfrutaría de un substancial subsidio por
concepto de alejamiento prolongado de su residencia.

III

La familiaridad y el entusiasmo que me manifestaba


ahora el magistrado Edelberto Chavarría, a quien yo
consideraba el responsable directo de mi disimulado
destierro, despertaban en mí cierto sentimiento de
desconfianza. “Para alguien que en otra oportunidad
habría preferido verme muerto, su actual tono de
acercamiento resulta, más que extraño, alarmante”,
pensaba, “y en un país donde las conexiones entre el
dinero y la política se han convertido en la única fuente
eficaz del poder y del derecho, nadie es más peligroso
que un influyente magistrado cuyas actuaciones,
cada vez más politizadas, son erróneamente vistas
por la población del estado como una expresión de
independencia y rectitud”.
  92
La preparación del informe causante de mis
problemas tuvo su origen en una presunción de mi parte
con respecto a la cual no me cabía ninguna duda. A lo
largo de dos años había venido acumulando pruebas
encontradas en nuestros archivos, pero una
avalancha de ellas prácticamente nos cubrió después
de que la agencia potenciamiguense dedicada al
combate del narcotráfico y el lavado de dinero
estableció por primera vez una sucursal –una
estación, la llamaban ellos– en San Pedro, la capital
de Tierrablanca.
La estación dependía directamente de la
embajada potenciamiguense en la capital federal y
eso contribuía probablemente a que sus agentes se
viesen obligados a apegarse a las normas
diplomáticas y a doblegarse ante necesidades
políticas que les impedían poner en clara evidencia a
cualquier líder político influyente. Pero en
algunos casos, en los que la agencia consideraba
absolutamente necesario intervenir, sus funcionarios
empleaban el procedimiento de permitir, mediante
indiscreciones aparentemente involuntarias, que los
periodistas locales, o nuestros investigadores, se
apropiasen de copias de sus propios documentos y
de otras pruebas, y quedara de ese modo en
nuestras manos lo que ellos no vacilaban en llamar
el trabajo sucio.
Políticamente sucio, se entiende, pues
sabíamos muy bien que, en caso de necesitar de su
ayuda para llevar adelante nuestras investigaciones
sobre alguien, si este alguien era un personaje
importante no podíamos contar con el auxilio directo
de la estación.
Aquella vez la información provista por la
  93
estación potenciamiguense se volvió singularmente
abundante. Mi informe personal sobre Buitrago
llegó a ser, no solo voluminoso sino también preciso.
Evidentemente, no era recomendable ponerlo
directamente en manos de la Fiscalía General, y ni
siquiera me sentía autorizado a hacerlo puesto que
no se refería a un caso oficialmente sujeto a
investigación.

–Me dicen que esta entrevista fue solicitada con


extrema urgencia –me recibió en su despacho el
magistrado– y sabiendo la seriedad con que usted ha
procedido siempre, no vacilé en cancelar un
compromiso social para recibirlo de inmediato, de
modo que le agradeceré ser lo más breve posible, aun
cuando le prometo que si es necesario no me opondré
a recibirle en una futura oportunidad.
No fue necesaria una segunda cita, porque el
Presidente de la Corte Superior de Justicia, olvidando
sus pretendidas limitaciones de tiempo, no se movió
en su asiento mientras yo le relataba algunas historias
de Buitrago. Comencé con la de su relación con su
hermano Eduardo...

  94
–¡y era su hermano mayor! – exclamó, asombrado, el
primer juez del estado–, nunca oí decir que Misael
Buitrago tuviese un hermano.
–Lo tuvo, señor Presidente, pero murió cuando
ambos eran todavía estudiantes de enseñanza media y
asistían al mismo colegio, en su ciudad natal. Eduardo,
el mayor, cursaba el cuarto año y Misael el segundo,
pero a como andaban las cosas había riesgo de que
la diferencia aumentase muy pronto, pues según he
llegado a saber, mientras Eduardo era el más aplicado
e inteligente del establecimiento educativo en el que
estudiaban, Misael, aunque no le faltaba inteligencia,
tenía fama de ser díscolo y perezoso y estuvo varias
veces a punto de ser expulsado del colegio a causa de
una serie de fechorías que constituían la vergüenza
de sus padres y, desde luego, de aquel hermano
mayor que se desvivía por protegerle de sus propias
debilidades, no solo frente a sus padres sino también
frente a las autoridades del colegio y a los demás
estudiantes, cada uno de los cuales tuvo alguna vez
razón suficiente para desear verlo muerto o, por lo
menos, expulsado del colegio.

IV

Enriqueta Toledo Coto, la madre de los jovenzuelos, le


explicó Talavera al magistrado, pertenecía a una de las
familias más ricas y antiguas de la ciudad de Ciruelas.
Marcos Buitrago apareció en Ciruelas a principios del
siglo XX y, tras establecerse como comerciante
importador de maquinaria, no tardó en hacer
ostentación de una considerable fortuna. Su

  95
matrimonio con Enriqueta Toledo fue motivo de
escándalo y en los círculos influyentes de Ciruelas se
habló de él durante muchos años como una lamentable
ruptura de la tradición local según la cual la mujer
que no conseguía en su comarca un marido de
rango social igual o más elevado que el suyo, debía
convertirse en monja o en maestra o, de lo contrario, irse a
vivir con algún pariente en otra población donde, de llegar
finalmente a casarse con un hombre de menos mérito
social, el buen nombre de la familia no sufriría mengua.
De aquel matrimonio nacieron dos hijos.
Eduardo murió en un accidente de tránsito provocado
por la imprudencia de Misael. Este, al salir en estado de
embriaguez de una fiesta estudiantil de fin de curso, se
negó a escuchar las objeciones de su hermano mayor y
se empeñó en conducir el auto que el padre les había
prestado. Misael estuvo varias semanas hospitalizado a
causa de sus heridas y fracturas, pero el hermano mayor
no tuvo tanta suerte: al morir solo le quedaba por
presentar el último de sus exámenes de bachillerato.
La muerte de Eduardo le trajo a la familia un
descalabro definitivo, pues pocos meses después la
madre cayó en un estado de postración que la condujo
rápidamente a la tumba y el viejo Marcos decidió retornar
a Cuba para reintegrase, solo por algún tiempo, según
dijo, a las antiguas actividades comerciales de su familia.
Misael quedó a cargo de un hermano de Enriqueta.
Por razones que nunca fueron reveladas fuera de
la familia –y sabe Dios si la familia llegó a conocerlas–
Marcos Buitrago nunca regresó a Tierrablanca y lo único
relevante sobre él que llegó a saberse en Ciruelas fue
que había puesto a disposición del cuñado protector de
su hijo una suma de dinero que debería ser suficiente

  96
para mantener al joven hasta el término de sus estudios
universitarios.
Esta circunstancia, y el hecho de que la memoria
de los habitantes de Ciruelas fuera tan tenue como para
que la fama de estudiante inteligente y dedicado que
había acompañado al difunto Eduardo fuera heredada por
Misael, le permitieron a este ingresar a la Universidad
Estatal y graduarse en la carrera de Filosofía con unos
resultados académicos que le facilitaron la admisión en la
universidad europea donde finalmente obtuvo su
doctorado en Ciencias Políticas. Lo cual revela que la
dotación asignada por su padre antes de perderse en el
olvido cubano era considerable, aunque no suficiente
para que su hijo no se viera obligado, tras su regreso a
Tierrablanca, a aceptar un empleo modestamente
remunerado.
La suerte de Misael comenzó a cambiar
cuando finalmente contrajo matrimonio con una
antigua compañera de estudios, Brigitte, quien gracias
a su riqueza le liberó económicamente y le permitió
dedicarse de lleno a la política.
–Puede decirse, entonces, señor Magistrado –
concluyó Pepe Talavera recuperando el resuello después
de su extenso relato–, que la muerte de Eduardo fue el
golpe de suerte que le aseguró a Misael un brillante
futuro. Pero, por otro lado, tenemos razones para creer
que el exitoso político vivió el resto de su vida un
tanto amargado por el estropicio familiar que
provocó su imprudenciajuvenil.
El magistrado, tras una larga pausa dedicada a la
reflexión, sentenció:
–Todo lo que usted me ha relatado sobre Misael
Buitrago y su familia es irrelevante para el caso que, con
su informe, usted pareciera proponer que se abra. Y, en

  97
lo que nos concierne, lo único importante es que en las
actuales circunstancias no es de conveniencia para el
estado de Tierrablanca propiciar un enjuiciamiento de
esta envergadura en contra de su político más influyente.
Recomiendo, señor Talavera, que por el momento
les dedique su atención a otros asuntos y nos
demos un compás de espera, tan solo un compás
de espera le aseguro, de algunos meses antes de
volver a conversar sobre este espinoso asunto. En
política los vientos suelen cambiar de dirección
abruptamente y, ¿quién lo sabe?, es posible que dentro
de un plazo no demasiado largo se nos abra la
oportunidad de ventilar este caso.
Así había concluido aquella conversación hacía
varios años, y a partir del día en que tuvo lugar, comenzó
a trazarse la ruta que llevaría a Pepe Talavera hasta el
municipio de Almeida, en los confines de Tierrablanca.
Talavera tuvo siempre la certeza de que su destierro
había sido urdido cuidadosamente por el
magistrado Chavarría, y esa era la razón por la que
desconfiaba de los motivos por los cuales ahora el
elevado funcionario se proponía asignarle una misión
en la capital del estado. Sin embargo, comprendía
perfectamente que una negativa suya a comparecer
ante su verdugo entrañaba ciertos peligros.

Cuando me presenté ante el Magistrado Chavarría


para aceptar formalmente mi retorno a la capital del
estado –lo cual equivalía a la firma de un acta de
rendición–, el Presidente de la Corte Superior de

  98
Justicia fue de inmediato al grano. Tras un saludo
desprovisto de cortesías, me invitó a tomar asiento
frente a su vasto escritorio y me dijo:
–Señor Talavera, la razón por la cual hemos
decidido reubicarlo temporalmente en San Pedro,
tiene un origen que no escapará a su notable
inteligencia: la muerte de Misael Buitrago. Mejor
dicho, nos preocupan las secuelas que, por el bien
de nuestra democracia, debería dejar la desaparición
del exgobernador Buitrago. Pretendemos que usted
se desempeñe como una especie de fiscal secreto en
la reactivación y la actualización del expediente que
usted mismo había preparado a propósito de las
posibles actividades delictivas de Misael. Ya nos
encargaremos en el más alto nivel de tratar el asunto
con la Fiscalía General del Estado. ¿Me explico?
–En primer lugar, su señoría, lo que yo había
preparado y puse en sus manos, era un informe
personal y preliminar, no el expediente regular de un
caso en proceso de investigación, proceso que, de toda
forma, yo no podía iniciar. Aquello fue el resultado de
una iniciativa personal de la que solo hice partícipe a
su señoría. De hecho, la única copia que existe es
la que puse en sus manos. Y una buena razón para
no llamarlo un expediente es que de los documentos
ahí mencionados solo se incluyen transcripciones, no
todas de ellas completas. Por otra parte, de esos
documentos la mayoría no se encuentran en nuestros
archivos. Pude hacer copias o transcripciones de
ellos gracias a que la Fiscalía General me permitió
el acceso a sus archivos. Por último, su señoría, me
parece que justamente la muerte de Misael Buitrago
hace que ese informe haya perdido toda relevancia.
Así que, ¿qué sentido tiene actualizarlo ahora, cuando
  100
ha muerto el sospechoso más importante?
–Usted lo ha dicho, señor Talavera, ha muerto
el sospechoso más importante, pero él no era el único
personaje al que se le podría implicar en eventuales
procesos. Creemos que es posible, a partir de ahora,
desramar meticulosamente ese enorme árbol de
corrupción que el finado Buitrago hizo crecer en
nuestro jardín republicano. ¿Está claro?
–Entiendo muy bien, su señoría. Comprendo
perfectamente, pero ¿me permitiría su señoría hacerle
una pregunta en el entendido de que si su señoría así lo
dispone la daremos por no formulada?
El Presidente de la Corte se echó hacia atrás en
su silla que más bien parecía un trono papal, desvió
su inexpresiva mirada hacia uno de los cuadros que
adornaban la oficina (propiedad del Museo Estatal de
Tierrablanca, se leía en una discreta placa dorada
incrustada en borde inferior del marco de cada uno de
aquellos cuadros) y admitió:
–Esperemos que ninguno de nosotros tenga
que arrepentirse, ya sea de haberla hecho, ya de
haberla contestado. Adelante, por favor.
Vacilé por un instante. ¿Había recibido una
autorización o una advertencia? Decidí correr el
riesgo.
–Su señoría, ¿es su intención lograr que sean
eliminadas también las raíces profundas de ese árbol?
–El problema con su pregunta, señor Talavera,
es que no me dice si usted está pensando en que, si
eliminamos las raíces, dejaremos el terreno preparado
para que alguien venga a plantar una semilla de la
misma especie. Por el momento, entendámonos con la

  100
parte visible del árbol. De lo que está bajo tierra nos
ocuparemos después… si Dios nos lo permite.

VI

Salí de la oficina del Presidente de la Corte y descendí


hasta el primer piso. En el majestuoso vestíbulo del
edificio, un semicírculo de columnas de mármol cuya
pared occidental era interrumpida por la abertura
luminosa de una puerta amplia flanqueada por dos
extensos ventanales, me detuve a detestar el mal
gusto de la estilizada representación en bronce de
una virginal justicia que lleva los ojos cubiertos, una
espada en una mano levantada y, en la otra, un libro
apretado contra el pecho –¿la Constitución Política
de la República Federal, la Biblia o un registro de
cuentas bancarias? –.
"Señorita”, pensé, “su virtud siempre estará en
peligro pero, viéndolo bien, usted y yo desconocemos
qué significa en estos tiempos la palabra virtud, la
antigua y ladina virus que los mismos r o m a n o s
tomaban escasamente en serio”.
Justamente en aquel momento se abrió la
puerta del mismo ascensor que yo había utilizado y vi
que se aprestaba a abordarlo alguien que me resultaba
conocido. Era el ya anciano ingeniero Domingo
Rosales, un olvidado político que había sido Ministro
de Obras Pública durante el gobierno de Misael
Buitrago. Recordé que el nombre de Rosales aparecía
con profusión en el informe que yo había preparado
sobre los actos dudosos de Buitrago. Un i m p u l s o

  101
instintivo me hizo entrar en el ascensor. Esperé a que
el agotado ingeniero digitara el botón del cuarto piso
y, saludándole con un leve movimiento de cabeza,
marqué el número del piso siguiente.
Me devolvió el saludo con un simple abrir y
cerrar de labios que interpreté como el intento de
articular una frase o una palabra. Evidentemente, no
me había reconocido, pese a que años atrás lo había
entrevistado varias veces en su despacho ministerial,
con motivo de una investigación sobre un fraude
presuntamente cometido con el contrato para la
construcción de varios puentes elevados en la pista
de circunvalación de la ciudad. “Tanto mejor”, pensé
con alivio.
Al abrirse la puerta en el cuarto piso, nos
despedimos con las cortesías de una doble inclinación
de cabeza. Salí del ascensor un piso más arriba y luego
descendí lentamente por las escaleras. Cuando arribé
al cuarto piso, ya el ingeniero Rosales no se veía por
ninguna parte.
En las puertas del pasillo principal de aquel piso
aparecían en sendas placas de bronce los nombres de
los magistrados Ramón Álvarez Ruvalcaba, Alonso
Villalta Toledo, Ramiro Gómez Astúa y Leoncio
Martínez Vargas. En la ventanilla de la recepción, una
indolente mecanógrafa tecleaba con desgano sobre
una anticuada máquina de escribir eléctrica, frente a
la cual parpadeaban en verde y rojo los botones de
una pequeña central telefónica. Me dirigí a ella con
desenvoltura:
–Buenos días, señorita, perdone la molestia.
El ingeniero Domingo Rosales y yo quedamos de
encontrarnos a su salida de la cita que él tiene

  102
con uno de los magistrados. ¿Sabe usted si ya se
encuentra por aquí?
La recepcionista había cesado de escribir y,
dirigiéndome una mirada displicente, me interrogó:
–Caballero, ¿pregunta usted por un señor
mayor, de pelo canoso y un poco encorvado?
–Así es, señorita.
–Entonces sí, caballero, se encuentra en el
despacho del magistrado Villalta. Acaba de entrar.
¿Debo avisarle que usted está aquí?
–No, señorita, solo quería estar seguro d e que
él se encuentra en el edificio. Le esperaré en el
vestíbulo. Muchas gracias –dije y me deslicé hacia el
ascensor.

VII

De nuevo en el vestíbulo, me esperaba una sorpresa.


Frente a los ascensores estaba Mauricio Ramos, un
excompañero de trabajo a quien había dejado d e ver
desde los días previos a mi desplazamiento a
Almeida. Graduado en archivología y paleografía–
una combinación que nunca acabé de entender–,
Mauricio se desempeñaba, en la época en que yo era
Director y hasta la última vez que supe algo de él,
como Jefe del archivo de la Policía Judicial. En otro
tiempo habíamos vivido una amistad llena de
camaradería que nos hacía compartir con frecuencia
nuestras horas de comida y encontrarnos en las fiestas
con numerosos amigos comunes. Incluso asistimos
juntos al estadio de la ciudad para presenciar
algunos partidos dominicales de fútbol, y en una
  103
ocasión viajamos a Argentina con motivo de un
encuentro de nuestra selección nacional de fútbol
con la de aquel país.
Mauricio, en otra época un grandulón de pelo
arremolinado y amplia musculatura, había engordado
lo suyo y las viejas amenazas de calvicie, con las que
lo incordiaban sus amigos, se había convertido en la
benevolente realidad de una tonsura que permitía
descubrir un tono rojizo en el domo de su cráneo. Nos
saludamos efusivamente, pero para ello mi amigo
tuvo que despojarse, depositándola en el piso, de una
voluminosa maleta.
–Como verás, los tiempos no son tan buenos
como los de antes, pero la salud no me falla –me dijo
esbozando con dificultad aquella sonrisa irónica que,
al parecer, el tiempo y la calvicie iban apagando.
–¿Siempre en la dirección del archivo? –le
pregunté.
Su rostro se ensombreció. Le dirigió una mirada
de desaliento a la valija antes de hacer con la cabeza
un movimiento de negación casi imperceptible.
–¿Ocurrió algo? –dije en un despliegue de
estulticia del que no me arrepiento pese a que, me
pareció, tocaba una fibra dolorosa de la vida de Mauricio.
–Pues… ¿no sabías? A mí me fue peor que a
ti –dijo con tristeza.
–No, no he sabido nada de ti desde que me
enviaron al destierro.
–A mí no me desterraron, me destruyeron. No
por las mismas razones, desde luego. Los de arriba
manejaron mi asunto casi en secreto, pero tú me
conoces, yo no soy capaz de hacer nada ilegal.

  104
–Estoy seguro de eso, claro, pero ¿de qué te
acusaron?
–Bueno, en términos jurídicos, no puedo decir
que fui objeto de una acusación. Alguien sustrajo una
serie de documentos, tú sabes, de esos que cuando
desaparecen paralizan un proceso y absuelven de
hecho a… bueno, ya tú sabes, a alguien de los de
arriba. Sea como sea, yo terminé siendo el chivo
expiatorio a pesar de que no tenía posibilidad alguna
de saber que aquello estaba ocurriendo. Tan es así,
que nunca llegué a enterarme de quién fue o quienes
fueron absuelto o absueltos “gracias a la desaparición
de las pruebas”.
–¿Y después? ¿A qué te dedicaste?
Mauricio se inclinó, levantó la maleta del piso
y, golpeándola con los nudillos, musitó:
–Al menos no me impiden visitar a los
funcionarios para venderles.
–Venderles ¿qué?
–Libros y otras cosas. Principalmente libros,
pero todo es limpio.
–Vaya, Mauricio, de verdad lo siento –se me
escapó.
–No te preocupes. No me va tan mal después
de todo. Ya conoces la costumbre de los funcionarios
judiciales, de comprar compulsivamente libros
siempre que sean de derecho. No digo que los lean,
pero los compran y eso es lo que a mí me interesa.
–Me alegra que lo veas de ese modo, amigo.
–Escucha, si vas a estar algún tiempo en San
Pedro, tal vez podríamos reunirnos una tarde de
estas a tomar café y a recordar los buenos tiempos
–sugirió.

  105
No supe qué decir. Mauricio sacó de un bolsillo
de su chaqueta un tarjetero.
–Aquí tienes mi tarjeta, no dejes de llamarme
–dijo y corrió hacia un ascensor abierto.
Antes de que la puerta se cerrase, volvió a
dejar caer la maleta y, con la mano recién liberada,
me dirigió un saludo de despedida. Me pareció que
todavía se dibujaba en su rostro su antigua sonrisa.

VIII

El Director del Buró de la Policía Judicial me


acompañó hasta la que sería mi nueva o f i c i n a .
Era un despacho espacioso y bien iluminado, con
amplias ventanas que daban a un pequeño balcón
desde el que se podía ver un cuidado parque
diseñado alrededor de una fuente rodeada de
macizos de flores y bancas de madera. El Director
quiso tranquilizarme cuando, poco después de salir
al balcón, debajo de nosotros una alborotadora
bandada de niños atravesó el parque.
–No se preocupe usted por el ruido. Como ve,
hacia este lado del edificio no circulan vehículos y,
en cuanto a las personas que frecuentan el parque, su
bullicio llega muy apagado a la altura en la que nos
encontramos.
Abajo, una joven institutriz guiaba a los niños,
y cerraban el cortejo otras dos mujeres que hacían
aspavientos para mantenerlos a raya. Algunos de los
pequeños corrieron a tomar asiento en las bancas, pero
las mujeres se apresuraron a reintegrarlos a la fila.

  106
Por lo demás, en materia de mobiliario y
artefactos la oficina contaba con todo lo que me
parecía necesario en aquel momento. Un escritorio,
una mesa de trabajo, una computadora, un par de
teléfonos. Dos óleos pertenecientes a la colección de
pinturas del Museo Estatal. También me parecieron
adecuados los estantes para libros y los archivadores.
Discretamente dispuesto cerca de la puerta de lo que
sin duda era el baño, había un pequeño refrigerador.
Lo señalé.
–Vea usted, el año pasado se hizo una compra
de “frigos” para las oficinas de los magistrados y por
alguna razón el pedido fue mayor de lo necesario.
Por eso se instalaron algunos en otras oficinas. En la
mía tenemos uno igual y lo único que le aconsejo es
que no lo ponga a disposición de quienes trabajen con
usted. No se imagina la molestia que eso significa…
pero, en fin, haga como guste. A partir de ahora es su
oficina y tiene la suerte de que no lo será por mucho
tiempo. Se lo digo sinceramente. No sé cómo eran las
cosas cuando usted ocupaba la Dirección, pero estoy
seguro de que, si algo ha cambiado, no es para hacer
del puesto que usted ocupó algo más cómodo.
Me abstuve de hacer comentarios. Nos
sentamos a un lado y otro de la mesa de trabajo. El
Director inició la conversación de una manera que no
dejaba de parecerme evasiva, tal vez trivial.
–Señor Director –le interrumpí tratando de
imprimirle un mínimo de solemnidad a la ocasión–,
estoy seguro de que usted ha ordenado correctamente
que se me faciliten los medios necesarios para mi
trabajo. Ya estuve en contacto con quien será mi
secretaria y me parece una persona muy competente.

  107
Por supuesto, es posible que necesite contar con uno
o dos asistentes, pero no pensaré en eso sino hasta
dentro de unos días. Lo que más me interesa en este
momento es tener otra vez en mis manos el informe.
–¿Informe? ¿A qué informe se refiere usted?
–preguntó, perplejo, el Director.
–El informe de base…
–No comprendo. A mi entender, lo que el
magistrado Presidente desea es que usted inicie una
investigación que él le encomendará y abra un
expediente sobre el caso. Él no me habló de ningún
informe.
Se me hizo obvio que hasta entonces el
Director había actuado, con respecto a mí, solamente
como mensajero del magistrado.
–Señor Director –dije sintiendo que debía ser
cauteloso–, creo que me he confundido. Supuse que
el magistrado Chavarría y usted habían hablado en
detalle sobre la tarea que se me está encomendando.
Se trata de algo a lo que yo le dediqué algún tiempo
antes de mi traslado a Almeida…
El Director, aparentemente desconcertado,
guardó silencio durante algunos segundos. Sus dedos
danzaban nerviosamente sobre la mesa.
–Verá usted –dijo pensativamente–, mi
participación en esto ha sido, podríamos decirlo,
marginal, y ahora me siento algo desorientado, le
confieso. Mis conversaciones sobre este asunto con
el Presidente y con otros magistrados han sido breves
y superficiales. Lo único que me solicitaron fue mi
intervención para convencerlo a usted de que aceptara
el encargo. Uso esa palabra porque es la que ellos
han usado: encargo. En cuanto al trabajo mismo, yo

  108
esperaba que el magistrado Presidente pusiera todo
en claro con usted...
–Esto me preocupa –interrumpí–, porque
todas mis previsiones están basadas en que contaré
con el apoyo de usted, señor Director, como superior
jerárquico inmediato. Creo que me resultará un poco
engorroso entendérmelas todo el tiempo directamente
con el Presidente. No me parece práctico, de seguro él
estará siempre muy ocupado
–Bueno, si me lo permite, intentaré hablar de
nuevo con el Presidente y le pediré algunas
aclaraciones. Para comenzar, y se lo haré ver a él,
yo creía que usted debería iniciar un expediente, no
retomar un caso previo. Además, supuse por mi parte
que los magistrados habían decidido, por discreción,
no poner en mi conocimiento la naturaleza del caso en
cuestión. ¿Podría usted darme un compás de espera?
–Para mí, señor Director, usted es mi superior,
así que está en su poder prolongar mi ociosidad tanto
como requiera. Si sus órdenes son esas, esperar, yo no
tengo objeciones.

IX

Mi hijo y yo salimos a cenar juntos por primera vez


desde mi retorno a San Pedro. El joven tuvo
oportunidad de explicarme detalladamente sus planes
con respecto a su carrera universitaria y, agotado el
tema, sobrevino la inevitable pregunta:
–¿Por cuánto tiempo te tendrán en San Pedro
los santones de la Corte?

  109
–En realidad no lo sé, hijo. Aunque no me lo
creas, ni siquiera parecen haberse puesto de acuerdo
entre ellos sobre los alcances de la misión que me
quieren encomendar. Lo único que he logrado hasta
ahora es conocer la oficina que me asignaron y
conversar con quien será mi secretaria. Naturalmente,
no es muy cómodo regresar al lugar donde uno
desempeñó funciones de dirección y tener que
comenzar por explorar cómo se lo toman los viejos y
los nuevos jerarcas.
–Bueno, haz como hacemos nosotros cuando
comienza un curso lectivo y nos enfrentamos a los
nuevos profesores. Como tú también fuiste estudiante,
tal vez no haga falta recordarte la receta.
–Sí, lo fui, pero hace tanto tiempo que ya he
olvidado cómo era el encuentro con los nuevos
profesores. Hazme el favor de recordármelo.
–Es muy simple, padre. Se guarda silencio
mientras ellos no comiencen a hacer preguntas. No
hay nada que los desoriente tanto como nuestro
silencio. Tenlo por seguro.
–¿Y a qué crees que se debe eso?
–Temen no parecer interesantes. Les aterroriza
no ser interesantes para nosotros. Son como los monos
en el jardín zoológico, ¿nunca los has observado?
–Hijo, sabes bien que no soy muy dotado para
las ciencias naturales.
–Pues mira, algunos compañeros y yo ya
hicimos el experimento que lo confirma. Fuimos al
zoológico, nos agolpamos frente a una jaula llena de
monos y nos quedamos observándolos en silencio,
quietecitos todos nosotros, sin dar señales de que los
malditos animales nos interesaban, sin soltarles gesto

  110
alguno, en fin, ignorándolos a pesar de que sus
intentos por llamar nuestra atención eran cada vez más
ruidosos y estrafalarios. Al cabo de unos veinte
minutos los pobres simios entraron en lo que uno de
mis compañeros llamó luego un paroxismo provocado
por la esquizofrenia.
–Y eso ¿qué demuestra?
–Hasta ahí, nada, pero déjame contarte el resto.
Una semana después volvimos, el mismo grupo, y
nos situamos frente a la jaula en el mismo orden de la
semana anterior. No puedes imaginarte el estado de
tristeza en que entraron de inmediato las pobres
bestias. Solo les faltaba echarse a llorar.
–¿Conclusión?
–Conclusión: los políticos, los magistrados, los
funcionarios, no son más que primates en una jaula y se
mueren si no encuentran un público que les ría sus
monerías. ¿O quieres que te haga un dibujo, querido
padre?
Guardé silencio durante unos minutos.
Finalmente dije:
–¿Sabes una cosa, hijo?, me has hecho recordar
algo. Cuando eras un mocoso, cada vez que tenía que
regañarte por alguna de tus travesuras me escuchabas
en silencio, pero siempre acababas por dirigir la
mirada a otra parte, lo que solía causarme un enojo
suplementario. Tienes que agradecer a la providencia
el no haberte dado un padre irascible. De modo que,
haya o no haya tenido lugar tu experimento en el
zoológico, me diste en qué pensar. Te agradezco la
receta y te aseguro que esta noche dormiré a pierna
suelta gracias a ti.

  111
X

En momentos en que, a la espera de instrucciones por


parte del Director –seguía pensando que no era lo
más práctico recibirlas del magistrado Presidente–,
me dedicaba a revisar la organización del equipo de
cómputo de mi aún no estrenada oficina, alguien
llamó a la puerta mediante leves pero seguros
golpes.
–Pase, por favor, la puerta está abierta –dije en
la creencia de que quien llamaba era Orietta, mi joven
secretaria.
Los golpes se repitieron. Me levanté y fui a
abrir yo mismo. Mi visitante era nada menos que el
Presidente de la Corte. La sorpresa redujo mi reacción
a una serie de vagos gestos que pretendían ser de
bienvenida. El Presidente entró frotándose las manos
como si al golpear la puerta se las hubiese fracturado.
Atolondrado, esperé a que él escogiese un lugar para
tomar asiento, lo que nos sumió en un incómodo
silencio. Finalmente, el Presidente me indicó con
paternal cortesía que tomara asiento detrás de mi
escritorio. Él hizo lo mismo frente a mí.
–Buenos días, su señoría –me atreví a decir y,
antes de continuar, recordé el consejo de mi hijo y
guardé silencio.
La nueva pausa pareció incomodar al
magistrado. Mantuve la mirada fija en su rostro a la
espera de su saludo.
–¿Está usted bien instalado? –preguntó.
Le respondí extendiendo los brazos en un gesto
algo ampuloso acompañado de un veloz recorrido con
la vista por la habitación.

  112
–Veo que no tenemos de qué quejarnos –dijo
fijándose en el refrigerador.
–En efecto, así es –agregué secamente.
Una nueva pausa. Esta vez emitió un leve
carraspeo antes de comentar:
–Señor Talavera, he tenido una conversación
con el Director…
Asentí balanceando la cabeza.
–…me decía él que, en cierto modo, usted le
solicitó acceso a un informe o expediente sobre el que
él no sabe gran cosa… mejor dicho, sobre el que, se
lo comento confidencialmente, no sabe nada ya que
nunca lo ha tenido a su alcance ni yo le he hablado
sobre él. Aprecio que no le haya revelado en qué
consiste ese…digamos… ese legajo. Creo que usted
me entiende.
De nuevo, asentí silenciosamente. El
magistrado Presidente demostró su incomodidad
arreglándose el nudo de la corbata que, por otra
parte, no estaba torcido.
–Debo confesarle que cometí un error al omitir,
en nuestra anterior conversación, la advertencia de
que el Director está, salvo en lo que se refiere a las
cuestiones administrativas más elementales, fuera de
nuestro asunto. ¿Me explico?
Mi silencio le obligó a continuar:
–También olvidé explicarle, en relación con el
informe en cuestión, al que de ahora en adelante
nos referiremos como “ el legajo” con el fin de
evitar confusiones, que ha sido del conocimiento
de muy pocos de mis colegas magistrados. Digamos
que quienes han tenido acceso a él se pueden contar
con los dedos de una mano.

  113
No pude contenerme:
–Pero su señoría, aun siendo del conocimiento
de tan pocas personas, ¿cómo es que no se han
difundido, al menos, rumores sobre él?
–No debe sorprenderle, puesto que fui muy
cuidadoso al determinar con quiénes debía compartirlo.
Y puedo asegurarle que nadie ha tenido oportunidad
de copiarlo.
–Lo que usted revela, su señoría, me obliga a
preguntarle si ahora lo tendré siempre a mi alcance
como documento de trabajo. Es mi deber recordarle a
su señoría que, de acuerdo con sus i n d i c a c i o n e s ,
la copia que conservaba en mi poder fue incinerada
cuando se me trasladó a Almeida.
El magistrado Presidente extrajo de un bolsillo
del saco un sobre y me lo extendió por encima del
escritorio.
–Aquí tiene las indicaciones sobre cómo abrir
la caja de seguridad que está instalada en esta oficina.
La encontrará detrás del cuadro que usted está mirando
de frente. Así mismo, dentro de ese sobre hallará las
instrucciones sobre la manera de crear la nueva clave,
que solamente usted conocerá. A partir de mañana el
legajo estará ahí y será accesible solamente para usted.
No deberá salir por razón alguna de esta oficina y ni
siquiera su secretaria podrá ponerle mano encima.
Por lo demás, he dado órdenes de que se le permita
acceso irrestricto al archivo general, de manera que
usted pueda iniciar, a su leal saber y entender, la
actualización que le he encargado. Bien entendido,
si por alguna razón sospechara que algún documento
que debiera encontrarse en el archivo se ha extraviado,
usted procederá a localizarlo o a reponerlo mediante
una copia cuando sea posible. Después de todo, ya
  114
usted hizo ese trabajo antes ¿no es cierto?
–Así fue, su Señoría. Sin embargo, con el
tiempo que ha transcurrido…
–Confiamos en su habilidad para
proporcionarnos un legajo renovado en el menor
tiempo posible, señor Talavera. Lo que bien se
aprende… De más está advertirle que mientras usted
se encuentre a cargo no deberá compartir con nadie la
nueva clave que escoja. Todo quedará bajo su
completa responsabilidad –dijo y, poniéndose de pie
solemnemente, me indicó con un gesto que
permaneciese en mi lugar.
–Conozco el establecimiento, señor Talavera,
no se moleste, por favor.
Ante de cerrar la puerta de la oficina, se detuvo
para indicarme:
–Si en algún caso tuviese que dar por extraviado
definitivamente del archivo un documento, le ruego
no comentar el hecho con nadie, excepto conmigo. Ni
siquiera se lo comunique al jefe de ese departamento.
Estaré a su disposición cuando quiera que considere
necesario hablarme.

XI

El siguiente paso fue mi visita a la oficina del Jefe del


archivo general, el señor Eugenio Vergara. El joven y
afable profesional me recibió enseguida, me ofreció
toda la ayuda que pudiese necesitar en mi trabajo de
investigación y enseguida se metió en el papel de
autoridad:

  115
–Su señoría el magistrado Presidente me
ordenó darle todas las facilidades que estén a nuestro
alcance y le aseguro que las tendrá. Sin embargo,
debo advertirle que todo documento que usted desee
sacar del archivo deberá salir en la forma de una
copia que será debidamente registrada y certificada
por uno de nuestros oficiales.
–Por supuesto, me someteré rigurosamente a las
regulaciones establecidas, señor Vergara. Estoy seguro
de que no se presentarán dificultades conmigo.
–En ningún momento lo he dudado, caballero,
pero tal vez usted esté al tanto de ciertos problemas de
seguridad que se presentaron hace algún tiempo y…
–…no estoy enterado, pero comprendo
perfectamente que se deban tomar ciertas medidas.
Solo le ruego que usted y yo mantengamos, como se
dice, el canal de comunicación directa abierto por si…
–¡De mil amores! No vacile en recurrir a mí en
cuanto se le presente el menor contratiempo. Espero
que su trabajo llegue pronto a buen término.
Al abandonar la oficina del Jefe del archivo
vinieron a mi memoria mis frecuentes encuentros, en
el mismo lugar, con Mauricio Ramos, su predecesor.
Pensé en que debería llamarlo e invitarlo a cenar.

Esa misma noche me comuniqué con Mauricio. Me


anunció que por razones de negocios estaría los
próximos cuatro días fuera de la ciudad, pero nos
pusimos de acuerdo en que nuestro encuentro tendría
lugar la semana siguiente. Sería el día jueves en un
restaurante que él escogería.
Mientras hablábamos, me percaté de que el
magistrado Presidente no me había mencionado las

  116
razones de la destitución de mi amigo. En el momento,
el asunto me pareció irrelevante.

XII

Dediqué los tres días siguientes a la cuidadosa relectura


del viejo informe. Se trataba, a fin de cuentas, de un
voluminoso mamotreto de poco más de cuatrocientas
páginas, de las cuales más o menos la tercera parte
estaban dedicadas a la transcripción, pocas veces
total, de documentos que deberían hallarse ya fuera
en el archivo de nuestra Policía Judicial, ya fuera en
el de Fiscalía General.
Otras dos porciones importantes del libro,
empastado entre cartulinas gruesas de color marrón,
se dedicaban, por un lado, a la transcripción de
artículos y reportajes de prensa y, por otro, al listado
de la totalidad de los documentos que yo había leído
mientras lo preparaba.
Finalmente, tras darles lectura a las que habían
sido mis conclusiones, que ocupaban diez páginas
escritas en letra cursiva, volví a estar consciente de
que, si bien el texto era una indisputable incriminación
del expresidente Buitrago y de varios de sus más
cercanos colaboradores en una serie de delitos graves,
carecía de cualquier valor probatorio en ausencia de
la documentación ahí transcrita o citada.
De modo, pues, que el legajo protegido ahora
dentro de la caja fuerte no tenía utilidad a l g u n a
por sí solo, excepto si fuera a ser empleado por un
novelista para crear una obra de ficción. Era, para mí,

  117
evidente que, si de habilitar al magistrado Presidente
para tomar alguna acción se tratase, era necesario
incorporar al que ahora denominábamos el legajo,
copias certificadas de cada uno de los documentos
mencionados en él. Más tarde vendrían, pensé, la
búsqueda de informaciones originadas después de mi
destierro y la consiguiente labor de actualización.
Un problema que se me planteaba era el de
cómo escoger a mis futuros asistentes y, sobre todo,
qué metodología de trabajo emplear con ellos puesto
que, sin duda alguna, de acuerdo con las instrucciones
del magistrado Presidente no deberían enterarse de
cuál era el propósito de sus tareas.
Por el momento, tomé la decisión de trabajar
sin ayuda durante algunas semanas antes de volver
a pensar en el reclutamiento de mis eventuales
colaboradores.

XIII

Mis primeras incursiones en el archivo fueron


desalentadoras. De una manera que se me antojaba
sistemática, ninguno de los documentos realmente
importantes se hallaba en su lugar. Por el contario,
los de poca relevancia, aquellos que por lo general
representaban solamente reiteraciones insustanciales
de los que no aparecían, sí se hallaban cada uno en
su sitio y pude sacar copias certificadas de ellos.
Aparte de hacer las notas correspondientes, no tomé
iniciativa alguna con respecto a las aparentes
desapariciones.

  118
Munido de las autorizaciones del caso, me
presenté ante la administración de los archivos de la
Fiscalía General. Fui recibido con extremada
amabilidad. No tardé en descubrir que ahí también
parecía haberse dado una desaparición sistemática de
los documentos objeto de mi búsqueda.
En un arranque de elemental prudencia me
abstuve de mencionarle, al menos por el momento,
las desapariciones al magistrado Presidente. Y por la
misma razón juzgué necesario contar con una copia
del legajo original, en el entendido de que me sería
imposible sacarlo de mi oficina con ese fin. Decidí,
por lo tanto, recurrir a la complicidad de mi hijo para
hacerme de una discreta cámara fotográfica y
fotografié, en la soledad de la oficina, página por
página, el extenso legajo. Siempre con la confiable
ayuda de mi hijo, transferí los registros de las
fotografías a un disco compacto que m á s tarde
ocultaría en mi discoteca dentro del sobre
correspondiente a una ya inutilizada grabación de
una sinfonía de Gustav Mahler.

XIV

El jueves, poco después del mediodía, Mauricio


Ramos me llamó para indicarme que había hecho
reservaciones para las ocho de la noche en el
restaurante Ambrosía, especializado en comida griega
y cuya existencia yo ignoraba.
–Espero que te presentes puntualmente. Es el
lugar donde mejor me atienden en todo San Pedro y

  119
no quiero perder ese privilegio –me explicó y luego
me advirtió que se trataba de un establecimiento
particularmente caro.
–No olvides llevar tu billetera o una tarjeta de
crédito activa.

El sitio rebosaba de gente.


–Al parecer, todo San Pedro hizo reservaciones
para este restaurante y a esta hora –fue mi saludo.
–Presiento que tu destierro en Almeida ha
degradado tus gustos –me respondió y me dio un
fuerte apretón de manos. Parecía haberse ataviado
con su mejor traje.
Una camarera nos condujo hasta nuestra mesa.
Mientras cubríamos el trayecto, pude observar que
se encontraban en el lugar numerosos funcionarios
del Poder Judicial y no pocos dirigentes políticos
de renombre. Le elección de Mauricio comenzó a
parecerme ostentosa. En el camino, mi indiscreto
acompañante saludaba a diestra y siniestra con
gestos ceremoniosos, evidentemente estudiados.
Daba la impresión de que todos los presentes eran
amigos suyos.
–No tenía ni la menor idea de que la comida
griega fuese tan popular dentro de nuestra clase
política –le dije en cuanto estuvimos sentados–, y
de hecho no sabía que en San Pedro existiese un
restaurante griego.
–¿Acaso crees que los delincuentes no pueden
tener gustos refinados? –dijo sin cuidarse de bajar la voz.
–Te refieres a los políticos, me imagino.
–Por supuesto que no solo a ellos, querido
amigo, por supuesto que no. Ya ni los habitantes de las

  120
zonas rurales, como vos, deben tragarse la píldora de la
integridad del Poder Judicial. Pero no nos ocupemos de
eso por el momento. Ya sabes que una república
democrática es, en nuestro tiempo, un latrocinio
reglamentado.
–Sin embargo, tuve la impresión de que
saludabas a todo el mundo con satisfacción y de manera
indiscriminada.
–Por el contario, fueron ellos quienes me
saludaron a mí. Y es lógico, pues prácticamente a todos
les he vendido libros recientemente. Ellos supieron de
inmediato que dentro de esta concurrencia los únicos
personajes honrados somos el vendedor de libros y el
campesino que le acompaña.
Durante la cena, la conversación discurrió por
diversos rumbos. Cada vez que su impulso vituperativo
se agotaba durante algunos minutos, Mauricio volvía
a ser el divertido muchachote de antaño y parecía tan
distendido que me alejaba de cualquier intención de
traer a cuento algún tema relacionado con nuestras
respectivas ocupaciones.
A la hora de enfrentarnos al menú, fue él quien
se encargó de toda una vez que le confesé no estar en
absoluto familiarizado con la comida griega. Antes
de solicitar la atención de un camarero, me aleccionó
largamente sobre la realidad cultural de nuestra
sociedad, a la que apostrofó sentenciosamente por
rastacueros y hollywoodesca.
–Toma como ejemplo lo que ocurre en este
restaurante soi disant griego. ¿Te imaginas, acaso, que
en realidad te ofrece auténtica comida griega?
–Supongo que sí… digo… tú mismo lo
recomendaste y….
  121
–Vamos, no he dicho que no sea recomendable.
Cada plato que te sirvan es razonablemente pasable,
pero de griego esto no tiene nada, excepto por algunas
marcas de vino dulce que en Atenas lo deben de beber
solo los gitanos procedentes de Valaquia. Pero e s o
no tiene importancia, porque con la misma soltura
te sirven platos supuestamente italianos, españoles o
franceses. En este Estado provinciano, debes irlo
sabiendo, todo se vale y todo es apariencia.
–Observo, Mauricio, que has fortalecido tu
tendencia a la exageración.
–Deberías decir, mi tendencia a la hipérbole.
Suena más literario y, dicho sea de paso, más griego.
Y no te voy a decir que nosotros los tierrablanquinos
nos estamos barbarizando más que las demás tribus
supuestamente civilizadas. En todo el mundo ya no
quedan griegos clásicos ni para filmar un cortometraje.
Con los malditos restaurantes ocurre en todas partes
lo mismo que ocurre con los hoteles.
–¿Los hoteles? ¿Qué ocurre con los hoteles,
Mauricio?
–En todas partes, y cuando digo en todas
partes me refiero a cualquier rincón de los cinco
continentes, las fachadas de los hoteles obedecen a
cánones arquitectónicos más o menos diversificados,
medio respetuosos de las tradiciones locales, pero en
el interior de ellos, da lo mismo que te encuentres en
Sidney, en París, en Buenos Aires o en Irkutsk. En
Nairobi, en Praga o en Shangái, el turista, el
c l i e n t e o como se llame, provenga de América de
Europa o de China, se siente, una vez dentro de su
hotel, como deben de haberse sentido los soldados
romanos en las expediciones de conquista. ¿Sabías
que los romanos
  122
acostumbraban a acampar en los llamados castros,
campamentos diseñados siempre de la misma manera,
de la misma tediosa manera, exactamente como hoy
en día la industria hotelera obliga a hacer a la totalidad
del planeta?
–¿La totalidad? –detuve aquel torrente de
exaltación.
–Bueno, hablo de la parte de la humanidad que
viaja con suficiente dinero para pagarse un hotel. Por
lo demás, ¿sabes cuántos millones de refugiados y
desplazados viven en campamento frente a los cuales
los castros romanos eran hoteles de cinco estrellas?
–Algo he leído al respecto –alcancé a decir
antes de que nos interrumpiese la proximidad de un
camarero que había interpretado una de las
ampulosas gesticulaciones de Mauricio como una
solicitud de atención.
–Es conveniente que ordenemos –me adelanté
a la predecible protesta de Mauricio.
–De acuerdo, de acuerdo –admitió el locuaz
vendedor de libros y procedió a ordenar por ambos.
Su selección me pareció demasiado abundante y
variopinta, pero no me sentí en condiciones de
intervenir. Terminada su negociación con el camarero,
esperó hasta que estuviésemos solos de nuevo para
decirme:
–No te consulté porque conozco tus gustos y
tengo una idea de cuánto estás dispuesto a pagar por
la cena. Además, sospecho que tu presente ocupación
no nos va a permitir que repitamos la experiencia
muy pronto.
–Todo va a estar bien, estoy seguro, sobre
todo porque no me falta el apetito. Y que conste: me

  123
alegrará repetir este encuentro de vez en cuando. El
trabajo no tiene por qué interferir con la amistad.
–Veremos si es cierto. A propósito…
–Perdóname, Mauricio, sé lo que me vas a
preguntar, pero antes de que entremos en ese terreno,
dime de dónde has aprendido tanto sobre los hoteles
del mundo. ¿Acaso trabajaste para una agencia de
turismo?
–Ni lo pienses, camarada. Lo que te dije sobre
esa materia lo he aprendido poniéndoles oído a mis
compradores de libros.
–No me digas que los funcionarios judiciales…
–Pues sí, pero no solo ellos. Quiero decir, mis
clientes no se cuentan únicamente entre los funcionarios
judiciales. También atiendo a una multitud de los así
llamado servidores públicos de las secretarías del
estado y de las universidades estatales. Y entre todos
ellos integran un ejército expedicionario m o d e r n o
de turistas académicos y turistas institucionales que
se desplazan como nubes enloquecidas a lo ancho y lo
largo del planeta, en viajes pagados por el Estado, o
sea, por nosotros los contribuyentes. A veces llego a
creer que en los aviones de línea que despegan de
nuestros aeropuertos internacionales la mitad de los
asientos van ocupados por magistrados, secretarios de
estado, diputados, rectores, jueces superiores, decanos,
presidentes y directores de instituciones estatales y,
desde luego, con mucha frecuencia, los amantes y las
amantes, cuando no las ajadas esposas y los mantenidos
esposos de tales adalides del turismo oficial. A todos
ellos los escucho en sus oficinas y despachos mientras
comentan, como antiguos generales o legionarios, sus
hazañas turísticas. Tenemos el caso de un vicerrector
universitario que solo después de su regreso
  124
descubrió que había asistido, fragmentariamente,
pero asistido, a las conferencias de un congreso
científico diferente a aquel al cual había sido
invitado. “Solo en Europa se le ocurre realizar dos
congresos científicos simultáneos en la misma
ciudad”, explicaba a quien quisiera oírle. Aquí
mismo, en este recinto pleno de manducatoris, hay por
lo menos una docena de expedicionarios permanentes
que habrían llevado, con sus viajes, a la quiebra a la
mismísima Roma de Augusto.
De nuevo, la aparición del camarero apaciguó
el espíritu vindicativo de Mauricio, cuyo i n t e r é s
se volcó largamente sobre ciertas consideraciones
técnicas acerca de la elaboración de algunos de los
mets que comenzaban a poblar la mesa.
En un momento que me pasó inadvertido,
Mauricio había hecho descorchar una botella de
vino tinto francés, sobre el cual tampoco me pidió
opinión. No faltó un solemne brindis que concluyó
con un inapropiadamente estentóreo “Ave Cesar,
viatores ebrius te salutant” que se escuchó en t o d o
el salón.
–Por favor, Mauricio, no faltes a las buenas
maneras –le susurré inclinándome sobre la mesa.
–No te preocupes, no te preocupes, en
Tierrablanca ni siquiera los magistrados entienden el
latín, pese a que los griegos deben de haberlo
considerado una lengua bárbara. ¿Te imaginas el
sobresalto general, en este salón, si hubiese dicho
“¿Ave César, los turistas borrachos te saludan”? Pero
volvamos al punto que me interesa. ¿Con qué fin los
dómines te han traído de vuelta a San Pedro?

  125
–En realidad, no lo sé exactamente –le mentí–;
hasta hora, mis superiores solo me han hablado de
mantenerme aquí por un período limitado para que
les ayude en un caso particular. Ya sabes cómo se
manejan ellos. Por el momento no he comprendido
bien de qué se trata. Eso sí, estoy seguro de que, en
verdad, estaré aquí solo por tiempo limitado.
–Bueno, es obvio que te están metiendo en
algo sobre lo que no puedes hablar. Y conociéndote
como te conozco, sé muy bien que no vas a soltar
prenda. Ese es tu deber, desde luego. Pero me voy
a tomar la libertad de hacerte una recomendación,
querido Pepe: muévete con mucho tiento. Las cosas
han cambiado bastante en los corrales de la llamada
justicia de nuestro estado y, si te han llamado de vuelta
a la capital, debe de ser porque en alguna parte hay
un trabajo sucio que ellos no pueden o no se atreven
a ejecutar.
–Hombre, Mauricio, me vas a hacer pensar que
querrías verme de nuevo refundido en la provincia.
–Que no se te ocurra de nuevo semejante
pensamiento. No puedes imaginarte cuánto me
alegra saber que podremos frecuentarnos de nuevo.
Pero, justamente por lo mucho que te aprecio, me
siento obligado a pedirte que tengas mucho cuidado.
Te repito, los tiempos han cambiado en el ámbito en
el que te estás moviendo.
–Supongo que hablas a la luz de tu experiencia
–aventuré.
–Es posible, mi amigo, es posible. Después de
todo, aunque te parezca descabellado, lo que me
ocurrió a mí no fue un accidente, no fue el resultado
de un descuido de mi parte.

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–Si no recuerdo mal, el otro día me dijiste que
tu destitución estuvo relacionada con una desaparición
de documentos en tu departamento. ¿Podría hablarme
de ello?
–No es algo de lo que me complazca hablar,
pero creo que te debo un resumen, digamos que a
manera de explicación. Sobre todo, porque ocurrió
poco tiempo después de la revocatoria de tu
nombramiento como Director. Tú sabes que ya desde
mucho antes de tu defenestración, si me permites el
término, se habían implantado en el archivo general
extremados procedimientos de control con los que se
esperaba evitar aquellas esporádicas sustracciones
que tantos problemas crearon en el pasado. Te puedes
preguntar entonces cómo fue posible que se diera una
desaparición masiva, a mi juicio muy bien organizada,
de documentos relacionados exclusivamente con un
número restringido de casos. Lo pongo en esos
términos, amigo mío, porque tal fue la conclusión a la
que quisieron llegar nuestros superiores jerárquicos.
¿Puedes entenderlo? Es como si, a pesar de los
controles, y sin el menor conocimiento del jefe del
departamento, se hubiese producido una depuración
sistemática del archivo, una depuración dirigida a
suprimir los rastros de algo muy gordo. ¿No te suena
eso a conjura?
Se detuvo. Esperaba, sin duda, que yo hiciese
algún comentario.
–¿Me estás diciendo que tú fuiste el chivo
expiatorio de una destrucción de documentos
ordenada, por así decirlo, desde arriba?
–Toma en cuenta que no he usado la palabra
destrucción. Dije desaparición y depuración. No tengo

  127
la menor idea de lo que pudieron haber hecho con ese
material después de haberlo retirado del archivo.
–Me imagino que en el transcurso de la
investigación fue confeccionada una lista, aunque
fuese aproximada, de los documentos perdidos.
¿Tuviste oportunidad de leerla?
–Así fue. Me mencionaron la existencia de esa
lista y exigí que me permitieran verla. El magistrado
Presidente fue quien me la mostró y me dio la
oportunidad de leerla. Una sola vez. Como te lo
puedes figurar, le solicité que me facilitase una copia,
pero me denegó la petición.
–Con todo, aquella lectura te pudo haber dado
una idea de lo que se quería ocultar con la sustracción…
–Para nada. Se trataba de una lista muy
compleja. Para sacar algo en claro de ella tendría
que haberla estudiado detenidamente y, como te
digo, no me dieron la menor oportunidad de hacerlo.
–Pero perdóname, no comprendo por qué no
exigiste que te sometieran al debido proceso. Tenían
que respetar tus derechos…
–Amigo mío, no voy a ofenderte preguntando si a
ti te respetaron los tuyos. En cuanto a mí, me vi obligado
a presentarles por escrito mi renuncia una vez que el
mismo magistrado Presidente me apercibió de que, de
no hacerlo, intentarían incoar un proceso contra mí. En
ello estaba implícita una amenaza de encarcelamiento.
Dime: ¿qué habrías hecho tú en mi caso?
–No lo sé –admití–, en verdad no lo sé.
–Ahora que sabes cómo anduvieron las cosas
conmigo, podrás entender por qué me preocupa que
te hayan hecho regresar. Me preocupo por ti. Estoy
de acuerdo en que podría tratarse de algo anodino,
sin consecuencias, después de lo cual podrás regresar
  128
a Almeida como si nada hubiese ocurrido. Pero, de
lo contrario, sería muy incómodo para mí compartir
mi clientela con otro vendedor de libros.
–Te prometo que, en cualquier caso, no tendrás
mi competencia. Algo habrá que yo pueda mercadear
en Almeida.
–Te deseo que el diablo no te visite en Almeida
y te pida mercadear tu alma.

XV

Mi proyecto era viajar por vía aérea a Almeida un fin de


semana de cada mes, para reunirme con Maricarmen.
Había aceptado la oferta de mi hermana de alojarme,
mientras no consiguiese alquilar un apartamento
independiente, en su residencia, providencialmente
ubicada a no demasiada distancia del edificio de la
Corte Superior de Justicia, de manera que me resultó
cosa sencilla proponerme una metódica e intensa
rutina de trabajo. Agotaba las mañanas en mis visitas
a los archivos y dedicaba las tardes a examinar, en la
oficina, los resultados de mi búsqueda.
Tan solo dos semanas me bastaron para
convencerme de que pedir el nombramiento de un
asistente era del todo innecesario. No tenía que
preocuparme por la asignación especial de labores a
Orietta, mi secretaria, ya que la joven tenía bajo su
responsabilidad otras funciones administrativas de
las cuales, me habían prometido, iría siendo
descargando conforme se fuese acrecentando mi
necesidad de

  129
sus servicios. De ahí que mi contacto con ella se
redujese a ocasionales reuniones de trabajo que no
se prolongaban más allá de media hora cada una. Por
lo demás, se encargaba de la recepción de los
muy escasos mensajes telefónicos dirigidos a mí y de
atender esporádicas solicitudes de breves faenas
mecanográficas.
Lo único que pareció despertar su curiosidad
o su incomodidad fue el hecho poco usual de que yo
le entregase en hojas manuscritas la mayoría de los
textos, principalmente listados de documentos, que le
pedía pasar en limpio y normalmente no requerían
correcciones ulteriores. La costumbre más
generalizada en el ámbito de la Corte consistía en
que los borradores fueran digitados por sus autores
directamente en las computadoras. Las notas
manuscritas de más de unas pocas líneas eran
excepcionales.
–Verá usted, como mecanógrafo siempre fui
muy torpe –le expliqué falsamente. En realidad, lo
que intentaba era evitar que en los para mí misteriosos
dispositivos de computación de la Corte no quedasen
rastros de mis notas preliminares, en las cuales se
me podrían escapar observaciones inapropiadas o
eventualmente comprometedoras. Todas las tardes,
antes de abandonar la oficina, me tomaba
discretamente el trabajo de triturar las hojas que
contenían mis apuntes preliminares y mis intentos
inacabados de redacción.
Todas aquellas precauciones eran el resultado
de las reflexiones que me había hecho inmediatamente
después de mi segundo encuentro con Mauricio
Ramos.
  130
XVI

Por fin, llevando conmigo sendas listas de los


documentos que no pude recuperar en los archivos de
la Fiscalía General y del Buró de la Policía Judicial
del Estado, concurrí a una cita con el magistrado
Presidente de la Corte. Su señoría me recibió en su
oficina, con la fría cortesía de siempre, solo que esta
vez me hizo el honor de ocupar, frente a mí, un lugar
alrededor de una mesita de trabajo en la que se hallaba
dispuesto un servicio completo de café.
–Venga usted, por favor, póngase cómodo y
sírvase a su gusto. Yo, por mi parte, tomaré una taza de
café y una de estas galletitas que son una especialidad
de mi secretaria –dijo con fingida afabilidad.
Le agradecí con una sonrisa igualmente falsa
y procedí a imitarle.
–Veamos, entonces, hasta dónde hemos llegado
–me invitó a hablar.
–Su señoría –comencé extendiendo frente a
él las listas de documentos perdidos–, estos son los
listados de los documentos que he intentado,
infructuosamente, localizar en los dos a r c h i v o s
a los que tengo acceso. Su señoría verá que son, no
solo numerosos, sino los de mayor importancia
para la ejecución del encargo que se me ha hecho.
Puedo asegurarle, su señoría, que para cada caso
me he planteado de qué manera se podría lograr
una recuperación que pudiéramos considerar
materialmente posible y jurídicamente eficaz, pero
en ninguno de ellos he vislumbrado un camino
para lograrlo.
–Eso significa… interrumpió.

  131
–Eso significa, su señoría, que por el momento
sería imposible para mí, y para cualquier otra persona
pienso yo, adelantar un solo paso en el empeño de
convertir mi viejo informe en un conjunto de cargos
de alguna manera imputables. En otras palabras, su
señoría, no se requeriría mucha imaginación para
sugerir que la desaparición de documentos que me
impide seguir adelante tuvo lugar de acuerdo con el
deliberado designio de, justamente, evitar que lleve a
buen término mi labor.
–¿Se da cuenta usted de lo que implica
semejante sugerencia?
–Su señoría, he reflexionado mucho sobre
ello y debo confesarle que en mi fuero interno me
niego a creer que algo así pudiese haber ocurrido.
En definitiva, me inclino a creer que se trata de una
coincidencia, desafortunada, catastrófica es cierto,
pero coincidencia al fin. Desde mi perspectiva, eso es
todo que se puede decir.
–Si le entiendo bien, señor Talavera, ha llegado
usted a la conclusión de que al Estado de Tierrablanca
no le será posible desmantelar ni sancionar la urdimbre
de corrupción que según nuestro legajo montó Misael
Buitrago. ¿Es así? –acotó, sin mostrar emoción
alguna, el magistrado Presidente.
–Así es, su señoría… al menos en las
circunstancias actuales, que solo podrían cambiar si
de manera poco menos que milagrosa los documentos
perdidos reapareciesen en los archivos. Pero como se
lo he dicho, su señoría, no veo de qué modo se podría
conseguir ese milagro.
–Podría decirse que estamos ante una situación
irreparable –reflexionó en voz alta el magistrado.

  132
–Ciertamente irreparable, su señoría –sentencié.
El Presidente guardó un largo silencio al cabo
del cual me propuso:
–Señor Talavera, ¿estaría usted dispuesto a
repetir lo que me ha dicho delante de un pequeño grupo
de magistrados, no más de cinco incluyéndome a mí?
Me había tomado por sorpresa, pero, para no
permitirle la satisfacción de darse cuenta de ello, me
apresuré a responderle:
–Por supuesto que sí –dije como si hubiera
estado esperando la pregunta. Si su señoría lo
considera necesario, estoy dispuesto a hacerlo.
–Usted debe entender –dijo, a guisa de
despedida–, que de no cambiar las cosas su regreso a
Almeida se deberá adelantar un poco. Sin embargo,
por razones que podríamos llamar de imagen no
podemos permitir que eso ocurra de inmediato, así
que podrá tomarse unos pocos días como bien
ganadas vacaciones.
–Lo entiendo, su señoría, lo entiendo
perfectamente –admití y me retiré dejando sobre la
mesita las listas de documentos perdidos.
Por lo visto, el magistrado Presidente gozaba
de la credulidad de sus colegas puesto que nunca fui
llamado a comparecer ante aquella especie de consejo
de magistrados notables.

XVII

Después de varios días de dedicados principalmente


a la lectura y a visitar a algunos amigos que todavía
me recordaban en San Pedro, me reuní con el exitoso
  133
vendedor de libros Mauricio Ramos, quien prefirió
esta vez que nos encontrásemos para almorzar en un
restaurante ubicado en las afueras de la ciudad, en
el que a falta de grandes motivaciones gastronómicas
pudiésemos concentrarnos en la conversación.
También ahí Mauricio era bien conocido, pero la
clientela del establecimiento, al parecer más afín a los
ámbitos laborales de niveles medios y bajos, era muy
diferente a la que la que habíamos encontrado en el
restaurante griego.
–Me complace que hayas querido despedirme
con un toque democrático en el entorno –le dije en
cuanto ocupamos nuestra mesa.
–No entiendo. ¿Por qué hablas de despedirnos?
–Ya verás cómo es que la vida te da sorpresas
–dije poniendo frente a sus ojos la lista de los
documentos buscados y no encontrados por mí en el
archivo que, por así decirlo, había sido el suyo.
La leyó lentamente. Al final, después de
dirigirme una mirada fulgurante, exclamó:
–¡Con todos los diablos! Esta es prácticamente
la lista que el magistrado Presidente me mostró al
destituirme y de la que se negó a entregarme una copia.
–Sabía que me dirías algo semejante. Lo sabía.
Ahora voy a contarte mi historia y luego me vas a
decir lo que piensas de todo esto. Antes, desde luego,
ordenemos nuestros almuerzos proletarios.
En medio de un bullicio popular que me traía
muchas memorias de las fondas que frecuentaba en mis
tiempos de estudiante, le fui narrando a Mauricio el
desarrollo de la que no sería mi última y fugaz aventura
profesional en la capital del Estado. Me escuchaba
con tal concentración que su cerebro se me antojaba

  134
más ruidoso que nuestro entorno. Me interrumpió
en contadas ocasiones tan solo para pedirme que le
repitiese algún detalle. Cuando hice silencio, se irguió
apoyándose en el respaldo de la silla y, gesticulando
de una manera tan aspaventosa que daba la impresión
de tener un hueso de ave atravesado en la tráquea,
comenzó a vociferar:
–¡Rufianes! ¡Rufianes! Ahora me queda claro
que todo, desde el principio, ha sido una conspiración.
Tú, ingenuo, los llamaste consejo de magistrados
notables. Yo los llamo conciliábulo de notables
delincuentes. ¿Te das cuenta? ¿No te das cuenta?
–No me daré cuenta de nada antes de que me
expliques en qué estás pensando.
–Estoy pensando en que fui casi tan imbécil
como tú. A mí me utilizaron como chivo expiatorio
de su propia corrupción de la justicia, pero a ti, por
tu fama de serio y meticuloso, te utilizaron para
comprobar que cometieron el delito perfecto.
–Explícame: ¿de qué delito hablas?
–Más que delito, amigo, más que delito: la
depredación de los archivos para garantizarse su
propia impunidad y la impunidad de la mafia política
que los llevó a los puestos que ahora ocupan. A mí
me utilizaron como parapeto para cometer su tropelía
y se sirvieron de ti para tener la certeza de que su
impunidad y la impunidad de quienes son sus amos
se mantendrán incólumes. Tu fracaso es, justamente,
el triunfo de ellos. Hemos sido sus peones y ahora
podrán dormir tranquilos.
Una suerte de amarga claridad me invadió. Desde
muy lejos en el tiempo me llegaba la voz apagada de
mi viejo profesor de derecho constitucional: “Nuestra

  135
sociedad no cuenta con capacidad autocrítica alguna,
simplemente porque la ficción que llamamos
democracia es un sistema de poder que, para
prorrogarse, genera una lógica propia resumible de la
siguiente manera: la memoria es el peor enemigo del
poder vigente, por lo que el sistema debe esmerarse
en erradicarla de una manera aparentemente exenta
de violencia”.

  136
LA MALDICIÓN DEL RÉQUIEM ……………………..1

UN PAR DE CLAVOS ……………………………………………………51

LOS BUITRES.................................................................83

  137
 
Fecha de aparición mayo 2015.

 
 

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