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LA MALDICIÓN
DEL RÉQUIEM
UN PAR DE CLAVOS
LOS BUITRES
Ediciones Guayacán
2015
CR863.4
D-948-m Durán Ayanegui, Fernando.
La maldición del réquiem: tres novelas cortas / Fernando
Durán Ayanegui. –1.a. ed. – San José, C. R. : Editorial
Guayacán, 2015.
138 p. : 21 x 14 cm.
ISBN 978-9968-16-241-8
Ediciones Guayacán
Dibujo de portada: Mi autorretrato a los cinco años, por
Emma Holman Durán.
1
II
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radioemisora se enfrascaba en uno de sus programas
de conversaciones adormecedoras o transmitía música
que no era de mi agrado.
III
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“Se estará usted volviendo esquizoide, profesor
Pleitez. Antes invocó a los diablos y ahora invoca a
Dios. Creo que, a causa de su infatuación académica,
hace mucho usted dejó de ser un buen católico. Por
lo visto, su percepción teológica es más pobre que
su formación profesional. Hágame el favor, don José
María, de no dejarse caer en la irrealidad”.
A pesar de que la lluvia había arreciado, p i s é
a fondo el acelerador hasta alcanzar una velocidad
que en aquellas condiciones resultaba peligrosa. La
carretera se sentía resbaladiza y aislados girones de
niebla comenzaban a limitarme la visibilidad.
“Vamos, ingeniero, tanga calma. No me interesa
que el partido que usted y yo hemos empezado a jugar
se declare empatado tan pronto. Ciertamente, al final
estaremos ambos en el mismo lado de la temida
frontera, pero por el momento prefiero que esta noche
lleguemos a nuestro destino, usted sano y salvo y yo en
este lamentable estado de precaria eternidad y sin
cargos de conciencia adicionales por haber provocado
algo tan grave como su muerte en un accidente de
tránsito. Reduzca la velocidad y continuamos nuestra
conversación en paz. O, si lo prefiere, dejo de distraerle
para que pueda continuar escuchando la música de su
aburrido Johan Sebastian Bach”.
No sabría decir qué me sobresaltó más: la
despectiva alusión a mi compositor preferido, o la
revelación de que, efectivamente, alguien o algo que
me acompañaba sin dejarse ver se comunicaba
conmigo en español.
En una ocasión había leído un texto sobre
casos de desdoblamiento de la personalidad, p e r o la
explicación de lo que me estaba ocurriendo no se
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encontraba en ese terreno, ya que en ningún momento
había adivinado lo que iba a decir mi interlocutor. O
mi interlocutora, puesto que, hasta aquel momento, mi
percepción del otro –o de la otra– había dependido, no
de un timbre de voz bien definido sino de lo que parecía
ser la transmisión telepática de un discurso ajeno.
El pasajero clandestino guardó “silencio”
durante varios minutos. La partita de Bach concluyó
y fue sucedida por la popular y estridente Sinfonietta
de Leos Janacek.
“Afortunadamente este dilapidador de trompetas
también me agrada”, pensé. En vez de darme su opinión
sobre el compositor checo, el viajante invisible me
propinó una regañada, utilizando esta vez el timbre
reconocible de la voz de un varón adulto:
–Tenga la amabilidad de suspender sus
reflexiones musicales y concentrar su atención en
la ruta; si bien la intensidad de la lluvia está
disminuyendo, y al parecer nadie más se atreve a
circular ahora por esta vía, dentro de poco la neblina
que nos rodea se podrá cortar con un cuchillo.
En efecto, aquel segmento de la ruta parecía
cada vez más haber sido reservado exclusivamente
para mí. Solo en raras ocasiones, al salir de u n a
curva me encandilaban las luces delanteras de un
lento camión de carga que se desplazaba en sentido
contrario, posiblemente rumbo al puerto de Limón;
pero aquello era todo: la región parecía haber sido
abandonada por todos sus habitantes.
El paso por los caseríos que bordeaban la
carretera, muy dispersos en aquella época, apenas si
se notaba gracias a las mortecinas luces de los cortos
trechos en los que funcionaba el alumbrado
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público, a la atenuada luminosidad filtrada a través
de las cortinas de una que otra vivienda en apariencia
inhabitada y al parpadeo de inútiles y melancólicos
rótulos de neón todavía encendidos en algunos
establecimientos comerciales.
Aun cuando no tenía la costumbre de detenerme
antes de llegar a mi hogar, me descubrí deseando que
en el poblado siguiente, que lleva el nombre de Juan
Viñas, hubiese una cafetería abierta.
–Además del café, puede que quiera usted
servirse alguna repostería –opinó el intruso desde,
séame perdonado el mal juego de palabras–, el asiento
del muerto.
–Dese por enterado de que no todo lo que pienso
tiene que formar parte de mi indeseada conversación
con usted –interrumpí.
–Me temo que, con respecto a mí, tendrá usted
que renunciar, a partir de ahora, a una buena porción
de su privacidad –sentenció.
–¡Usted sería un escatófago si aún conservara
su lamentable corporeidad! –pretendí insultarle.
–Vaya una manera docta de expresarse, profesor
–respondió a mi sarcástica pedantería–, pero no por
ser docta deja de ser grosera; sin embargo, dada la
vulnerable posición que hoy ocupo en el universo, no
hay en mi espíritu lugar para los agravios.
IV
7
pensé sin dejar de buscar en medio de la neblina la
iluminación de una cafetería abierta. Un tosco
gruñido me devolvió a mi confusa realidad.
–Lo que acabo de pensar no es más que una
muletilla. Espero que en su espíritu sigan ausentes los
agravios –murmuré.
–Siguen ausentes, profesor, se lo aseguro. Yo
solo quería indicarle que más adelante, a mano
derecha, hay uno de esos pequeños restaurantes que
ustedes, los aborígenes de este país, llaman sodas. Y en
la calle hay espacio disponible para el aparcamiento.
Bajé del auto con la esperanza de que aquella
ánima desorientadora permaneciese abordo y me
dirigí hacia la entrada de la soda. “Llamándonos
aborígenes a los habitantes de este país, esta
entelequia me dejó saber que vino de un país
extranjero”, reflexioné.
El local era amplio y bien iluminado. Una
mujer y un hombre compartían una mesa cercana al
mostrador, detrás del cual, sentado al lado de la
caja, cabeceaba quien parecía ser el extenuado dueño
del establecimiento. Acodada en la parte externa del
mostrador, la persona que luego se revelaría como un
obsequioso mesero leía un periódico.
–Buenas noches –saludé.
Me respondió un coro poco entusiasta de
“buenas noches” y de inmediato el mesero vino en
mi auxilio.
–Caballero, como puede verlo –dijo–, hay muchos
lugares disponibles, pero la noche está algo fresca, así
que le recomiendo una de las mesas de adentro.
“Adentro” debía de significar, en su lenguaje y
para su comodidad, “cerca del mostrador y en la
proximidad de la cocina”.
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Obedecí y me adelanté a tirar de una silla
situada en la zona que se me había indicado. El mesero
permaneció a mi lado, impasible, mientras yo me
desabotonaba la chaqueta y leía un menú resumido
que descansaba apoyado en el contenedor metálico de
servilletas de papel.
La silla del otro lado de la mesa se movió
hacia afuera, lentamente y sin hacer ruido. Desde
el breve espacio que se abrió entre el borde de un
mueble y el respaldo del otro, surgió un ronco
carraspeo. Afortunadamente, el movimiento de la
silla pasó inadvertido para el mesero, pero ante el
más que audible sonido gutural este reaccionó
diciéndome:
–¿Decía el caballero?
“Creí que se había quedado usted en el auto”,
pensé.
“Pues no”, replicó el ánima inoportuna,
“de haberlo hecho, estaría pasando un rato muy
aburrido. De paso, le adelanto que el señor que lo
atiende se propone ofrecerle algo que él no quisiera
tener que guardar en el refrigerador para mañana y
por ello no vacilará en recomendárselo. Dele
oportunidad de hacerle la sugerencia. Es una persona
bienintencionada”.
Como si él también él hubiera “escuchado” al
fantasma, el mesero tomó la iniciativa.
–¿Querrá usted tomar café? Puedo ofrecerle…
–Así es, quiero un café negro, bien caliente
y…
–Si me lo permite, le cuento que esta tarde
horneamos un excelente tamal asado que aún está
suave y tibio. Creo que le podría gustar.
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De nuevo se escuchó el carraspeo. Un esbozo
de confusión se dibujó en el rostro del mesero, lo que
me obligó a adelantarme:
–Eso es, me gustaría acompañar el café con
una ración de su tamal asado.
El mesero tomó nota y se dirigió a la parte
trasera del mostrador. En el camino, se volvió para
mirarme de manera inquisitiva.
“Le rogaría que, si no puede privarse d e su
cháchara, se dirija a mí sin emitir sonidos. Hay
otras personas en este lugar”, pensé. Mejor dicho,
“le pensé” al ser invisible que ocupaba el lugar
aparentemente vacío. “Dicho sea de paso”, continué,
“no es congruente con su inmaterialidad el acto de
mover una silla. No tiene mucho sentido que un ente
incorpóreo tome asiento”.
“¡Usted qué s a b e !”, m e r e s p o n d i ó con
toda la insolencia que podía desplegar, “el omnisapiente
ingeniero y profesor José María Pleitez me recuerda con
su arrogancia la ocasión en que un compatriota suyo, para
más señas un padre salesiano, se propuso explicarme la
teoría del big bang ignorando que yo había leído un par
de libros sobre el tema. Como todos los xenófobos de
este país, el padrecito habría sido incapaz de creer que el
nicaragüense denunciado por mi acento hubiese tenido
una experiencia de seminarista y obtenido un título
universitario, algo que, por encontrarme ilegalmente en
este país, no podía aclararle. Por lo demás, el sentencioso
maestro se refería al tema como la teoría del Big Ben,
¿me entiende usted?”.
“Le entiendo perfectamente, si lo que pretende
es afirmar que los salesianos son ignorantes en
ciencias. Pero me consta que no siempre es así.
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0
Conocí a uno de ellos que había obtenido en Europa
un doctorado en física. Por otra parte, hasta ahora no
me entero de que en vida usted fue nicaragüense”.
El mesero regresó trayendo, en una bandeja de
madera, una humeante taza de café y un plato sobre el
que flotaba, sobre un níveo pocito de natilla, un trozo
de tamal asado. Lo probé y me pareció excelente. Me
trajo a la memoria el que confeccionaba mi abuela
Rosario con masa de maíz y azúcar sin refinar, aliñada
con queso y suero de leche, en la que yo acostumbraba
explorar en busca de fragmentos de coco o pasas
rejuvenecidas. No era una joya gastronómica francesa,
pero en mi niñez era para mí el irremplazable
acompañante de las bebidas calientes.
“Ya ve usted”, pensó para mi beneficio mi
invisible interlocutor, “yo tenía razón, es bueno; pero lo
siento mucho, esa era la última porción, así que usted no
podrá repetir su disfrute ni su añoranza alrededor de su
abuela Rosario. Y ya que estamos en eso, ¿sabe usted
que el tamal asado es originario de Nicaragua?”
“Si, y según usted Napoleón Bonaparte no fue
emperador de los franceses sino sultán de Turquía”,
pensé sin separar la taza de café de mis labios.
La fantasmagoría dejó escapar una carcajada
que se escuchó en todo el local.
Los presentes, incluido el hombre que hasta
entonces dormitaba al lado de la caja y ahora se había
despabilado, se volvieron a mirarme con abierta
curiosidad.
“Cállese, engendro de los infiernos, o de lo
contrario estos extraños van a creer que me volví loco”.
“No entiendo por qué le preocupa tanto la
posibilidad de que lo tomen por desquiciado en un
planeta donde todo aquel que posea un cerebro
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ligeramente más abultado que el de un m a c a c o
está positivamente loco. Es hora de que usted se
vaya enterando: la demencia es el rasgo evolutivo
más característico de la especie humana, el que la
conduce inexorablemente a su autodestrucción. No
hace mucho usted mismo dudaba de su cordura,
¿no es cierto?”, arremetió en silencio el incómodo
nicaragüense.
Ingurgité el último bocado, llamé al mesero para
pedirle la cuenta y, a guisa de experimento, le dije:
–¿Me haría usted el favor de prepararme una
porción adicional de tamal asado para llevársela a
mi esposa?
El mesero se ruborizó como una quinceañera
después de escuchar un piropo salaz.
–Lo siento, caballero, pero no podré
complacerlo. La ración que le serví era la última que
nos quedaba.
Frente a mí, la silla se pegó ruidosamente a
la mesa.
–Tiene usted piernas muy largas –comentó el
confundido anfitrión.
–Eso me han dicho –admití y, temiéndome
algo peor, me puse de pie de un salto.
El mesero se apresuró a traerme el cambio
desde la caja.
Salí. Antes de abordar el auto, exclamé:
–¡Usted y su jueguito con la silla! ¡Mal rayo
lo parta!
Observé que el mesero se había asomado a
la puerta y temí que hubiese alcanzado a escuchar
cuando mi némesis replicó a toda voz:
–¡Profesor, no diga tonterías, es como si eso ya
me hubiera ocurrido!
11
V
13
Domine Jesu Christe, Rex gloriae,
libera animas omnium fidelium defunctorum
de poenis inferni
et de profundo lacu,
libera eas de ore leonis
ne absorbeat eas Tartarus,
ne cadant in obscurum:
sed signifer sanctus Michael
repraesentet eas in lucem sanctam,
quam olim Abrahae promisisti et semini ejus.
14
VI
15
–¿Cómo lo sabe usted?
–Llevo varios minutos explorando su cerebro,
profesor, y he descubierto que su mayor preocupación
y su mayor alegría proceden de la noticia que ella le
dio recientemente: viene en camino un primer hijo. Su
preocupación, la entiendo; pero su alegría, profesor…
a como está el mundo, ¿no cree usted que debería
rogarle a Dios que no condene a su hijo a la tortura
que llamamos vida? El destino de ese niño…
–Un momento, un momento. ¿Cómo sabe usted
que no será una niña?
–Profesor, mi existencia actual, de la que usted
es testigo aun cuando nunca logrará entenderla, se da
en un universo en el que no existen el pasado, ni el
presente, ni el futuro.
–No sabe lo que dice…
–Confirmo, profesor, que para usted un
inmigrante nicaragüense ilegal no puede ser más que
un analfabeto tan ignorante que nunca sabrá lo que
dice. Hace pocos minutos mencioné de pasada el big
bang, ¿no es cierto? De acuerdo con esa teoría, que a
mi juicio es básicamente correcta, entre el momento
de la gran explosión y el de la aparición del tiempo
hay un intersticio en el que no sería posible percibir
los conceptos de pasado, presente y futuro. En ese
intersticio no existe el tiempo y es ahí donde se
encuentra la eternidad de mi infierno.
–A mi modo de entender, y algo he leído
también sobre ese tema, lo que usted llama un
intersticio existió durante una fracción de segundo, la
más pequeña que se puede postular. Tan pequeña,
que en ella no podría ocurrir ni caber nada, porque
ni siquiera alcanzó a alojar la longitud de la onda de
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mayor frecuencia de la creación. Siendo así, ¿cómo
podría ese intersticio, ese fugaz espacio, contener el
infierno?
–Lo que usted dice es solo parcialmente cierto,
profesor. Y, además, no me agrada el pretérito que
utiliza. Ese intersticio –y tome nota de que
deliberadamente he evitado llamarlo “lapso”, que
significa “intervalo de tiempo”– existe desde antes de
la aparición del tiempo y por esa razón es eterno.
Permítame que traiga a mi memoria y, en
consecuencia, a su conocimiento, el profundo lacu
que figura en el Dómine Jesu Christe de la misa de
difuntos. El profundo lacu, “lago sin fondo”, es el
espacio sin tiempo, la ubicación ideal del infierno.
Desde ahí puedo ver que usted recibirá un hijo, no
una hija.
–Veamos si le estoy entendiendo. Su actual
lugar de pertenencia es el infierno, lo que me sugiere
que tal vez conserva la esperanza de escapar de él
de algún modo. Sea como sea, no puedo llegar a mi
hogar en su compañía.
–De nuevo, profesor, desde la profundidad del
profundo lacu le aseguro que esta noche estaremos en
su hogar. Vale decir, teste David cum Sibylla.
–Que traduzca, por favor, el latinista silvestre
–ordené.
–“Atestiguan David y la Sibila”, como reza e l
Dies irae, de la misa de difuntos.
–Aparte de su inescapable fijación con el texto
de la misa de difuntos…
–…que el educado católico aquí presente no
conoce…
–…debe tomar en cuenta que su imposición
me desagrada.
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–Estimable amigo, no es mi imposición, es la
voluntad del cielo o, como habríamos dicho en otro
tiempo, Deux faxit coelum voluntas, Dios ejecuta la
voluntad del cielo.
Hoy sé de aquel latinajo, el último que la
entelequia transfronteriza me recetaría aquella noche,
que no forma parte de la misa de difuntos. La discusión
que sostuvimos una vez aparcado el auto en el garaje
de mi casa fue protagonizada a gritos, en español
centroamericano, y se tornó acre a causa de mis
advertencias sobre el respeto y la consideración que
debían guardársele a mi esposa. Finalmente, el
fantasmal intruso aceptó pasar la noche dentro del
auto. Cuando llegué al dormitorio, Aurelia, mi esposa,
se había despertado.
–Mi amor –dijo– ¿tenemos visita?
–Desde luego que no. De haber traído a una
visita conmigo, te habría llamado para avisarte.
–¡Qué extraño! Juraría que te oí discutir con
alguien.
–Debe de haber sido un sueño, mi vida. Todo
está en orden. Solo que hoy me siento más cansado
que de costumbre.
–¿Te dieron mucha lata los alumnos?
–Un poco, pero discipuli nunquam faxit
molestia.
Mi esposa se irguió sobre la cama y, en tono
de alarma, dijo:
–¿De qué hablas, mi amor?
–Tonterías mías, vida, decía que los alumnos
nunca causan molestia.
–Pero ¿en latín?
–Te repito que me siento muy cansado.
Durmamos.
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Me pareció oírle decir algo como “arcte et
graviter dormire”, pero no estoy seguro. Pude haber
escuchado alguna vez lo mismo en el cine o haberlo
leído en algún poema de Catulo.
VII
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“Enhorabuena, habla usted en plural. Me
complace entender que ya ha aceptado el hecho de
que por algún tiempo seremos inseparables”.
“…y más tarde me apersonaré –y usted,
supongo, se afantasmará– en la Dirección de mi
escuela en la Universidad de Costa Rica, a presentar
mi renuncia irrevocable e inmediata al puesto de
profesor, de manera que usted tendrá que regresar por
sus propios medios a Turrialba, donde según parece
le corresponde purgar, cerca de su cuerpo ya
putrefacto, pero aún no redimido, una condena de
alma abandonada.
“Hay algo que usted sabe mejor que yo,
profesor Pleitez. Cuando se encuentre frente a
su Director de escuela, no se sentirá capaz de
presentarle la renuncia. Hay dos razones para ello.
La primera es que usted es un pretensioso que cree
en la responsabilidad como virtud suprema y no
se atrevería a dejar abandonados a sus estudiantes
de Turrialba a esta altura del semestre. ¿O acaso se
imagina que será fácil encontrarle un buen sustituto
en el plazo de seis días, que es el tiempo que falta
para que tenga que presentarse de nuevo ante ellos?
La segunda es que está totalmente equivocado si
cree que mi expiación está unida a una ubicación
geográfica determinada. Si usted pudiera emigrar al
planeta Marte, y decidiera hacerlo, yo iría con usted
a Marte. Créamelo, usted estará atado a mí durante
tanto tiempo como convenga a mi plan de salvación”.
–¿De eso se trata? ¿De un plan de salvación
para una pobre alma perdida en medio de la nada? Y si
es así, ¿por qué fui yo el escogido para llevar ese fardo?
¿Qué ocurriría si le dijese que me importa un comino
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lo que pueda acontecerle a usted en la eternidad y que
estoy dispuesto a abandonarlo a su suerte?
–Profesor, déjeme preguntarle algo: ¿de verdad
cree usted en el libre albedrío?
Comprendí que no tenía manera de comprobar
si aquella ausencia parlante estaba o no estaba en lo
cierto. Por lo demás, que él estuviese facultado para
conocer de antemano cualquier intento que yo pudiese
hacer de ponerlo a prueba, me parecía algo más que
una sospecha. Opté por olvidar mientras conducía, tanto
como fuera posible, la presencia del fingido Marcos.
Para ello concentré mi atención en el recuento de las
cuestiones que tenía pendientes en relación con la fábrica
y su funcionamiento. Muy pronto estuve sumergido en
complejas conversaciones imaginarias, con el gerente y
con el equipo técnico, sobre el estado de la maquinaria,
los informes del laboratorio de control de calidad, las
relaciones con la empresa distribuidora, el trámite de
un par de patentes, el nuevo contrato con la agencia
de publicidad y la propuesta presentada por el gerente
de entrar en negociaciones con un fabricante coreano
de pigmentos para fines artísticos con el propósito de
albergar en nuestras instalaciones una sección que se
dedicaría a la formulación de ese tipo de productos para
el mercado centroamericano. Mi cerebro trabajaba con
una inusual claridad que me permitía evocar gráficos y
datos numéricos como si los estuviese leyendo en una
pantalla, y solo un resquicio de mi atención se ocupaba
de los problemas de la circulación, cada vez más densa
conforme se iban sumando a ella innumerables vehículos
repletos de escolares.
De pronto, un agudo alarido estuvo a punto
de hacerme perder el control del volante. La ruidosa
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protesta emergía desde la inmaterial garganta
del fantasma. Movido por el temor de que los
conductores que se desplazaban por la misma vía
hubieran escuchado el inconmensurable berrido,
dirigí alternativamente la mirada a ambas ventanillas
delanteras del auto. Pocos metros más adelante, me
vi obligado a detenerme frente a la luz roja de un
semáforo y en ese momento escuché de nuevo la voz
de mi acompañante.
–Ingeniero, de haber contado aún con un
sistema nervioso, usted lo habría hecho saltar en
pedazos con sus cálculos y sus niñerías técnicas. ¿A
quién cree que impresiona dedicándole su tiempo a
esa basura industrial capitalista de la que en un futuro
cósmicamente cercano no quedará rastro alguno? He
decidido permitirle, a partir de este instante, que
continúe disfrutando de la soledad y de la inconciencia
que tanto ama, pero no se haga ilusiones: me reuniré
con usted más tarde, cuando sus colaboradores hayan
sucumbido a causa del agotamiento al que piensa
someterlos. Brevis vale, professor ordinarius.
Así fue como dijo “hasta luego” antes de
desaparecer de mi horizonte mental. Una especie
de alentadora vacuidad se instaló dentro del auto
e hizo que me sintiese liberado de una compañía
desagradable. Tuve la certeza de que el ahora fugitivo
espíritu no llegó a escuchar o a sentir mi simétrica
despedida:
–Brevis vale, machinariae artis peritus –me
sorprendí a mí mismo diciéndole en latín al difunto
“perito en las artes de la maquinaria”.
En la euforia que me sobrevino, creí saborear
lo que habría sido mi primera aunque mínima victoria
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sobre una nueva forma de servidumbre. A mi juicio,
había descubierto dentro de mí una capacidad de
resistencia que me podría ser útil en cualquier proyecto
de deshacerme de mi carcelero. Comenzaba, así, a
vislumbrar la posibilidad de sustraerme a la agobiante
dominación del falso Marcos. Sin embargo, me
asaltaba al mismo tiempo el temor de que una reflexión
semejante pudiese haber aflorado en lo que, en uso de
una amplia licencia, podía llamar el cerebro de mi
enemigo. Me propuse, en consecuencia, abstenerme,
cuando volviese a estar cerca de él, de cualquier acto
o pensamiento que pudiese ser interpretado como
un intento de mofa o como una expresión de triunfo.
Tenía que ser discreto a toda costa para no revelarle
inadvertidamente mi descubrimiento.
VIII
23
para siempre de mi vida, decidí posponer la proyectada
visita a la Dirección de mi escuela en la Universidad de
Costa Rica y dedicar la tarde a revisar, en conjunto con
el gerente, algunos asuntos rutinarios de la fábrica.
Al caer la noche me di por satisfecho. En el
trayecto de regreso al hogar no hubo indicaciones de que
el espectro estuviese dispuesto a incordiarme de nuevo.
Mi esposa había salido a realizar algunas compras.
Sonia, la empleada doméstica, me hizo saber que
Aurelia había puesto a mi suegra y a mi cuñado al
tanto de su embarazo y esa noche ellos nos visitarían
con el fin de felicitarnos. Era una apreciable muestra de
afecto de parte de ellos, pero eso no me impidió pensar
que habría preferido que escogiesen otra noche y no la
de mi regreso tras una jornada agotadora.
Mientras esperaba el retorno de Aurelia, me
entretuve haciendo un recorrido visual por las hileras
de discos compactos que ocupaban una buena porción
de un estante de biblioteca en la pequeña sala de
trabajo a la que dábamos el desproporcionado nombre
de oficina. Reflexionaba sobre las oportunidades,
escasas a causa de mis ocupaciones, que se me daban
de escuchar aquella desordenada colección de música
académica acumulada a lo largo de varios años.
Hubo una época en la que adquirí de
preferencia grabaciones de las sinfonías de los
grandes compositores y de piezas maestras de
música sacra. Esto último no era atribuible a una
preocupación mística, sino al aprecio estético por una
música grandiosa que, según había leído, en muchos
casos había sido compuesta por creadores a quienes
no se les podía acusar de ser piadosos creyentes ni
ejemplares filántropos.
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Me apasionaba, por ejemplo, saber que en el
registro musicográfico europeo figuran centenares
de musicalizaciones de los versos del Stabat Mater, y
había logrado coleccionar, en mi nada impresionante
discoteca, aparte de algunas vertidas en canto
gregoriano, las de John Browne, Giovanni Pierluigi
da Palestrina, Antonio Caldara, Antonio Vivaldi,
Alessandro Scarlatti, Domenico Scarlatti, Giovanni
Battista Pergolessi, Joseph Haydn, Gioachino Rossini,
Giuseppe Verdi, Antonín Dvorak, Karol Szymanowski,
Francis Poulenc y Arvo Pärt, compositores nacidos
en los siglos que van del XV al XX. Se agregaban a
ellas el Ludus Danielis y diversas obras religiosas de
Olivier Messiaen, así como una buena parte de las
cantatas sacras de Bach. Venían luego las misas, entre
ellas la Misa Latina y la Misa Glagolítica de Leos
Janacek y, por supuesto, no podía faltar el Requiem de
Wolfgang Amadeus Mozart, materializado en aquella
colección por una grabación, de 1985, de la Orquesta
Filarmónica de Eslovaquia y su coro, dirigidos
respectivamente por Zdenek Kosler y Stefan Klimo.
Ahora tenía nuevamente en mis manos el rígido sobre
de material plástico, en cuya portada se consignaban
los nombres de Magdaléna Hajossvoyá, soprano,
Jaroslava Horská, contralto, Joseph Kundlák, tenor, y
Peter Mikulas, bajo.
Me pregunté entonces cuántas veces habría
escuchado aquellos instrumentos y aquellas voces y
recordé que hubo un tiempo en el que el disco figuraba
entre los que llevaba regularmente conmigo. Llegué a
preguntarme, incluso, por qué no había desaparecido
del auto como les había ocurrido a tantos otros cuya
ausencia solía lamentar con nostalgia.
25
“El Requiem in aeternum”, me dije, consciente
del pedante latinajo, y no pude menos que pensar
en la fijación que impulsaba a mi untuoso fantasma
a mencionar o a evocar constantemente diversos
fragmentos del texto de la misa de difuntos, o misa de
descanso, o misa de Requiem, palabra latina, esta última,
que significa precisamente eso: “descanso”. No recordaba
que Marcos se hubiese referido específicamente a la misa
de descanso, o de Requiem, de Mozart, pero aquella
coincidencia –el encuentro con el supuesto espectro de
un nicaragüense muerto por accidente en Turrialba, y el
reencuentro con la olvidada grabación– me hizo pensar
de nuevo en la posibilidad de que todo lo ocurrido desde
mi última salida de Turrialba fuese producto de mi
imaginación… o de mi locura. ¿Podría, el recuerdo de la
obra de Mozart, en cuyo texto poco había profundizado,
haber producido en mi cerebro la apariencia del reciente
e inexplicable acontecimiento que aún trataba de no
calificar de sobrenatural?
Casi sin advertirlo, tomé el sobre, lo abrí y, tras
comprobar que el disco se conservaba en su lugar, lo
volví a cerrar y lo introduje en un compartimento de
mi maletín de trabajo.
26
estás condenado a crecer sabiendo que tu padre fue
recluido en un manicomio antes de tu nacimiento”.
IX
27
–¿Ocurre algo, don Franco? –pregunté.
–Nada, ingeniero. Solo pensaba que, si es
algo urgente, usted podría dejar órdenes dadas,
quiero decir…
–Tiene usted razón, lo leeré enseguida –admití
y desplacé el auto hasta un sitio donde no obstruyese
el paso de otros vehículos.
Extraje del sobre una única hoja. Alguien
había escrito, sin explicación previa, un nombre –
Marcos Vargas Almendares–, un número de cédula
de identidad y una fecha de nacimiento. En una línea
separada se podía leer: “Caído en Nicaragua en el
transcurso de la insurrección contra la dictadura de
Somoza”.
Abandoné el auto y me dirigí a la caseta del
guarda. Llamé a la oficina de la gerencia y le pedí
a una rezagada secretaria que localizara al abogado
de la empresa y le solicitara el favor de ponerse en
contacto conmigo tan pronto como le fuera posible.
Mientras conducía de regreso, no pude
abstenerme de elucubrar en torno al origen de
aquel mensaje. Yo no había comentado con nadie
mi encuentro con el espectro, de manera que solo a
él le podía atribuir el envío o la entrega del sobre
hallado en la caseta del guarda. En tal caso, salvo
por el incidente que había tenido lugar con la silla
en la soda de Juan Viñas, aquella podría ser la
primera prueba material de que quien –o lo que–
se hacía llamar Marcos existía realmente.
Esa misma noche recibí una llamada telefónica
del abogado. Después de los saludos de rigor, le pedí
que él o sus colaboradores hicieran lo posible por
localizar a los familiares de la persona cuyos datos
28
le iba a dictar e indagaran si, efectivamente, en algún
momento la policía los había convocado por error,
desde Turrialba, a retirar los restos de su pariente. El
abogado me prometió dar instrucciones a sus asistentes
para que hicieran las investigaciones del caso y se
comprometió a suministrarme la información que sus
colaboradores lograsen obtener tan pronto como estos
se la comunicaran.
XI
30
Como de costumbre, conecté la radio y
sintonicé la emisora universitaria. La transmisión
del momento consistía en una aburrida entrevista
a un investigador visitante procedente de una
oscura universidad norteamericana. El entrevistado
peroraba, en un español lamentable, sobre la
importancia de estudiar el impacto de la utilización
de ciertos productos agroquímicos en la salud
de los pobladores de algunas áreas agrícolas de
Centroamérica. Después de varios minutos de vanos
esfuerzos por comprender el spanglish del experto,
opté por cambiar de estación y escuchar un programa
de noticias de otra emisora.
Nada interesante surgió de los altavoces. Al
aproximarme a la ciudad de Cartago, y antes de probar
suerte con el académico programa Conciertos del
Mediodía, que ya debería haber comenzado, cambié al
tocadiscos y comencé a escuchar el concierto número
4 para piano y orquesta, de Félix Mendelssohn, por
entonces una de mis piezas favoritas. En un punto, al
final del primer movimiento, una serie de molestos
chasquidos me hizo notar que, a fuerza de oírlo una
y otra vez, el disco estaba sucio o había sufrido un
desperfecto irreparable, lo que me obligó a buscar la
transmisión universitaria, ahora dedicada a una popular
suite de la ópera Carmen, de Bizet, acreditada si mal no
recuerdo a un arreglista ruso.
Al llegar al centro regional de la Universidad,
antes de descender del auto abrí el maletín, e x t r a j e
la grabación del Requiem de Mozart y, tras colocar
provisionalmente la grabación del concierto de
Mendelssohn en el sobre ahora desocupado, la introduje
en la ranura del tocadiscos.
31
XII
32
semanas a un tratamiento médico prolongado que le
impediría presentarse a los exámenes de fin de curso
y, en cuanto a mi asignatura, habíamos convenido
en que no sería justo que la perdiese por aquella
razón, de modo que su examen sería sustituido por la
presentación adelantada de un trabajo escrito sobre
un tema escogido por mí. Mi concesión había sido
imitada por los profesores de otras dos asignaturas y
el estudiante no cesaba de reiterarme sus muestras de
agradecimiento.
–Perdóneme, profesor, pero es que quiero
aprovechar la oportunidad que usted me ha abierto de
no perder totalmente el semestre.
–Por supuesto –dije y el hilo de mis
pensamientos quedó roto por una andanada del
insolente fantasma:
“Profesor Pleitez, no se haga ilusiones.
Esta no será su manera de ganarse el cielo, si es
que me entiende. Por el contrario, haría usted bien
recomendándole al muchacho que dedique el poco
tiempo que aún le queda en este mundo a vivir y n o
a emborronar cuartillas para cumplir con un requisito
inútil. Su pupilo morirá durante el tratamiento, usted
lo debe haber intuido ya, y pese a ello continúa
torturándolo con una estúpida asignación académica.
¿Cree usted que su nota de aprobado le servirá a este
joven, dentro de unos meses, en el más allá?”
–Profesor, ¿le ocurre algo? –escuché la voz
del estudiante. Yo había sufrido un leve mareo y,
apoyándome torpemente en el respaldo de una silla,
hacía un enorme esfuerzo por contener las lágrimas.
¿Lágrimas de dolor o lágrimas de furia? Tenía
la impresión de que ahora el despiadado intruso
reía
33
satisfecho. Al mirar la palidez que cubría el rostro de
mi discípulo, me invadió tal desazón que solo atiné a
hacerle un gesto de asentimiento mientras introducía
su manuscrito en mi maletín.
–Bueno –le dije por fin–, no se preocupe,
joven, tendré el placer de leerlo. Hablaremos la
próxima semana.
Algo debió de decirles el joven enfermo a los
compañeros que aún esperaban mi atención, porque estos
desistieron de importunarme y desaparecieron con él.
“Morirá, morirá, morirá, eso no tiene
remedio, profesor. Y ahora a lo nuestro”, sentí la
salmodia del espectro.
“No hay nada que podamos llamar lo nuestro”,
dije mentalmente y, sumergiéndome en un intento por
memorizar el capítulo del libro de texto recientemente
leído, me anoté mi segundo pequeño triunfo sobre el
engendro del infierno. Había descubierto, por fin, la
manera de aislarme del mundo en el que se movía
aquella siniestra alma en pena, pero de inmediato
comprendí que sería peligroso aplicarla en un
trayecto de regreso en el que toda mi atención debería
concentrase en la conducción del auto. Tendría, pues,
que soportar una larga y desagradable conversación
con aquella fantasmagoría.
XIII
34
puesta del sol, apenas perceptible a través de un cielo
gris del que ya se desprendía una impertinente garúa.
Justo después de haber atravesado la zona comercial de
Turrialba, el fantasma se hizo cargo de la conversación:
–Espero que haya recibido mi nota, profesor
–me dijo con aquella voz indistintamente masculina.
–Pudo habérsela ahorrado. En primer lugar,
salvo por los apellidos y la supuesta identificación
civil de alguien llamado Marcos, su nota no agregaba
nada a lo que usted ya me había dicho. ¿Quién me
asegura que no se trata de una superchería suya?
–Con todo, al suponer que yo fui el autor d e
la nota, admite usted estar convencido de que cuanto
le está ocurriendo conmigo no es el producto de su
imaginación –replicó mi acompañante con un dejo
de satisfacción.
No le respondí de inmediato, lo que aprovechó
él para atacar por el otro flanco.
–También espero que haya apreciado mi
cortesía de dejarle en paz durante algunos días. Pero
eso no volverá a ocurrir, querido y compasivo
profesor. A partir de ahora, no podré darle respiro
porque por razones que sería muy difícil explicar, el
tiempo apremia...
–Supuestamente, para usted no existe el
tiempo. Al menos eso fue lo que le entendí la semana
pasada –interrumpí.
–Así es, profesor, pero al decir que el tiempo
apremia me refiero a usted, a su vida terrenal que sí
transcurre dentro del tiempo. ¿Me explico?
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Percibí en las últimas palabras del invisible espectro
una siniestra advertencia.
35
En aquel momento, la carretera subía
vertiginosamente y comenzaban a aparecer densos
bancos de neblina.
–No sienta terror, ingeniero, todavía no ha
llegado el momento para eso. Sin embargo, no está
de más que piense en la conveniencia de que colabore
conmigo a partir de ahora. Usted va a interpretar, con
respecto a mí, un papel similar al que la tradición le
atribuye a Judas Iscariote en relación con Jesucristo.
Le advierto, eso sí, que ningún designio hará
imprescindible que usted termine colgándose de una
rama o con su cuerpo tirado en un basurero.
–Sinceramente, preferiría no tener que
escucharle.
Hizo caso omiso de mi observación y prosiguió:
–¿Está usted familiarizado con el alegato de
Judas sobre su obligado papel de liberador del Hijo de
Dios del destierro al que lo condenó su encarnación
en hombre? Me temo que no, profesor, creo que usted,
como la casi totalidad de los cristianos ignora que la
esencia del gnosticismo, y por ende de su persecución
por parte de la Iglesia primitiva, se encuentra en esa
reivindicación de Judas. ¿Sabe usted cómo sostuvo el
supuesto traidor de Jesús que este le ordenó ejecutar
su ignominiosa acción?
Cometí la estupidez de negar con un
movimiento de cabeza.
–Jesús le dio una orden a Judas al decirle,
refiriéndose a los demás apóstoles, “pero tú los
superarás a todos ellos, porque tú sacrificarás el cuerpo
en el que vivo”. De ese modo, Judas se vio obligado a
destruir el cuerpo de Jesús para que Él pudiese volver
al lado de su Padre. Usted, profesor, será mi Judas y
36
debe comprender que no tuve alternativa cuando me
tocó escogerlo como medio material de mi regreso
a la dimensión a la que debí pertenecer después de
mi muerte. Usted me liberará del infierno, profesor.
Para mí no hubo misa de difuntos y al ingeniero José
María Pleitez le corresponde el inescapable deber de
conducirme hacia el de morte transire ad vitam, quam
olim Abrahae Deus promisis, hacia el tránsito desde
la muerte a la vida prometido por Dios a Abraham,
como se canturrea a veces en la misa de difuntos.
–De eso se trata, entonces –dije e, impulsado
por una súbita inspiración, y aprovechando el cambio
de marchas necesario para iniciar en comprensión de
segunda velocidad el empinado descenso que se
avecinaba, accioné con la misma mano derecha un
botón del aparato de radio. Segundos después,
comenzó a escucharse la característica música del
Introitos y luego las voces:
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis.
Te decet hymnus, Deus, in Sion,
et tibi reddetur votum in Jerusalem.
Exaudi orationem meam,
ad te omnis care veniet.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis.
37
Concédeles Descanso eterno, Señor,
y haz que resplandezcan con luz perpetua).
XIV
39
XV
41
(Haz que resplandezcan a la luz perpetua, Señor,
como Tus santos en la eternidad,
porque eres misericordioso.
Dadles descanso eterno, Señor
y haz que resplandezcan a la luz perpetua
como Tus santos en la eternidad,
porque eres misericordioso).
XVI
42
San Miguel la revisó y luego me pidió que le
mostrara los documentos del automóvil. Recuperé
súbitamente mi conciencia, retiré de la guantera el
estuche de los documentos y, sin abrirlo, se lo entregué
al arcángel Miguel, ahora convertido en un oficial de
la Policía de Tránsito. Cuando estuvo satisfecho, me
preguntó:
–¿Tuvo alguna razón para detenerse aquí? ¿Se
le descompuso el auto? ¿Se quedó sin combustible?
–No, oficial –comencé, ya en pleno estado de
vigilia, a elaborar una excusa– soy profesor en el centro
regional de la Universidad de Costa Rica, en Turrialba,
y hoy tuve un día muy pesado. En este lugar sentí que
podía quedarme dormido, así que preferí descansar un
rato antes de continuar hacia Escazú. Ahí es donde vivo.
–Pensándolo bien –dijo el oficial–, ojalá todos
los conductores fueran tan precavidos como usted.
¿Cree que puede continuar ahora? Se lo pregunto
porque permanecer en este lugar tan solitario no deja
de ser peligroso. No tanto por la circulación, como
por los maleantes, usted sabe…
–Entiendo, oficial, creo que puedo continuar…
pero oficial, ¿podría decirme, por favor, dónde nos
encontramos?
–Bueno, la estación de peaje se encuentra un
poco al este, de manera que estamos en Curridabat.
–Gracias. Curridabat. Entiendo. Curridabat
forma parte de la provincia de San José, ¿no es cierto?
–Desde que yo iba a la escuela –dijo el oficial–,
Curridabat es el cantón número dieciocho de la
provincia de San José.
–Sí, por supuesto, oficial, muchas gracias. Si
me lo permite, me retiro a descansar.
43
–Creo que le está haciendo falta, señor.
Conduzca usted con prudencia.
XVII
44
rotunda como para cambiar un detalle tan importante
de nuestro destino familiar? Obviamente, no m e he
atrevido a discutir el tema con Aurelia, a quien
nunca le he revelado mi efímera coexistencia c o n
un espíritu venido, supuestamente, desde el mundo
infernal que encierra en su infinita pequeñez un
universo eterno –y también infinitesimalmente
pequeño– desprovisto de tiempo y creado por el
mismo big bang que dio origen al mundo habitado
por nosotros. Tengo la certeza de que, si intentase
explicárselo, mi esposa me creería desquiciado y
ese es un riesgo que no deseo correr.
En cuanto a aquella antigua grabación del
Requiem de Wolfgang Amadeus Mozart, debo decir
que la conservé hasta el día en que mi pequeña Gloria,
a los cuatro años de edad, reaccionó de una manera
que me produjo auténtico terror ante una ejecución de
otra versión de esa obra.
XVIII
46
y bajo el cual será juzgado el mundo.
Cuando el juez ocupe su sitio,
lo que está oculto será revelado,
nada quedará sin venganza.
¿Qué dirá entonces el miserable que soy?
¿Quién intercederá por mí,
cuando los justos necesiten socorro?).
47
Rex tremendae majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salve me, fons pietatis.
XIX
48
propietario mantenía perennemente encendidas dos
grandes pantallas de televisión ubicadas de manera
que desde todos los rincones se podía observar una de
ellas. Salvo durante las transmisiones de encuentros
deportivos, el volumen de los dispositivos acústicos
se mantenía en un nivel que los hacía casi inaudibles
por causa del bullicio circundante.
Pese a ello, en aquel momento era posible descifrar
visualmente algunos detalles de un noticiero r e g u l a r
del mediodía. Lo de siempre: un atentado terrorista en
Europa, una triunfal y arrolladora derrota, proclamada
como victoria, de los ejércitos occidentales en una
comarca del Medio Oriente, la renovación de promesas
gubernamentales de no establecer nuevos aumentos de
impuestos después del que figuraba en un proyecto de
ley sometido aquella semana a la consideración de la
Asamblea Legislativa.
De pronto, sin duda como una colaboración
filantrópica de la emisora con la anciana que hablaba
frente a las cámaras, una nicaragüense octogenaria
explicaba que había viajado a Costa Rica, a pesar de su
edad, para buscar a su hijo. Este había emigrado a
nuestro país –el ruido ambiental no permitía comprender
si en forma legal o ilegal– y ella había dejado de recibir
noticias de él desde hacía muchos años.
Uno de mis amigos, a quien le había hecho
leer un temprano borrador de la historia que he
venido narrando, me dio una palmada en la espalda
y exclamó:
–Compadre, de ser cierto lo que me imagino,
si te ponés en contacto con esa señora podrás saber
quién fue realmente tu fantasma. En la estación de
televisión podrán ayudarte a localizarla.
49
Sin dejar de observar la profusión de arrugas
que cubría el acongojado rostro de aquella vieja pero
ilusionada mujer, y al tiempo que una oleada de
compasión hacia desaparecer mi apetito, dije:
–Ni lo pensés, colega. Aun en el caso de que ella
fuese la madre de aquel desgraciado, no me vería yo
en el papel de ángel anunciador de muerte. Jamás me
atrevería a explicarle a esa pobre anciana que su hijo
ya no está entre los vivos ni, mucho menos, a contarle
las circunstancias en que creo haberle condenado a la
peor de las eternidades. Y lo más terrible de todo es
que no podría apiadarme de ella diciéndole, al darle
mis condolencias, que al fruto de sus entrañas Dios lo
debe de haber acogido en su Santo Seno.
50
UN DE CLAVOS
Quien nos narró esta historia no recordaba la
ubicación de la ciudad donde tuvo lugar. Tan solo
contaba que había en aquel lugar un sabio y humilde
Sacerdote católico cuya iglesia se veía bastante
abandonada porque el Padrecito dedicaba casi todo
el dinero que alcanzaba a recaudar a alimentar a los
pobres de su parroquia, de modo que contaba con
muy poco para reparar el deteriorado templo y la
casa cural. Las puertas de ambos edificios estaban
desvencijadas, los techos corroídos, los setos de los
cercados no podían verse más mustios b a j o el
peso de las plantas rastreras, y en las ventanas eran
contados los vidrios que no estuvieran rotos.
Además, en la vivienda del Sacerdote apenas si
había dónde sentarse y su alacena estaba siempre
tan vacía que ni siquiera recibía las visitas de
uno que otro ratón extraviado.
Pese a todo, el ya maduro párroco se entía
satisfecho porque en su ciudad reinaba la paz y todos
sus feligreses practicaban la religión con ánimo
piadoso, aunque un tanto sosegado; y además, de
los niños de la comarca ninguno, salvo aquellos que
estuviesen resfriados, dejaba de asistir a le escuela.
Muy pocas desavenencias se presentaban entre los
vecinos y, cuando una disputa adquiría cierta
gravedad, era resuelta gracias a los buenos oficios
del Sacerdote, la Maestra directora de la escuela y el
Poeta y promotor cultural de la ciudad.
51
La Maestra era una afanosa viuda en cuyo buen
juicio confiaban todos los habitantes del valle donde se
asentaba la ciudad, y el Poeta era un artista algo disipado
que, además de encantar a niños, jóvenes y viejos con
sus relatos y sus poemas, mantenía activos un grupo de
teatro, un conjunto musical y un club de gimnasia.
La vida en aquella ciudad estaba tan exenta
de violencia que, se decía, por ser tan pacífica había
sido excluida de los mapas oficiales y era por ello
que, desde hacía muchos años, el gobierno nacional
no se ocupaba de nombrarle nuevas autoridades y le
permitía ser la única afortunada ciudad de la tierra
que no sufría la carga de mantener un alcalde, un
burgomaestre, un gobernador, un superintendente o
un jefe de guarnición militar.
Pero un singular problema se les p r e s e n t ó
al Sacerdote, la Maestra y el Poeta, el día en que
en medio del tráfago del mercado abierto que tenía
lugar todos los sábados se apareció un extraño que,
elevándose encima de un taburete, comenzó a
arengar a los ciudadanos ofreciéndoles los beneficios
de entrar en contacto con una reliquia que, afirmaba
él, nadie más poseía en el mundo.
–Pasen señoras, señores, muchachas,
muchachos, niñas y niños y por una módica suma
vean con sus propios ojos y palpen con sus propios
dedos los dos milagrosos objetos sagrados que adquirí
cuando viví en Turquía hace algunos años –inició su
discurso–; se trata, oh privilegiados y privilegiadas
habitantes de esta ciudad, nada menos que de dos
de los clavos que utilizaron los pérfidos soldados
romanos aquel infausto día en el Monte Calvario para
clavar en la cruz a Nuestro Señor Jesucristo. Cuando
52
ustedes, respetables miembros del auditorio, los
tengan a la vista, creerán que se trata de dos antiguos
clavos como tantos otros que se pueden encontrar en
los edificios demolidos por el tiempo; sin embargo,
sabrán que no están en presencia de un fraude en
cuanto se den cuenta de que, de las puntas de
esos dos objetos de metal aparentemente
insignificantes, manan diminutas gotas de sangre de
Nuestro Señor.
Al principio, los presentes se mostraron
desconfiados y nadie se animó a pagar su entrada a la
tienda rodante del extranjero para ver los venerables
objetos. Ante la incómoda reticencia del público, el
portador de la buena nueva insistió:
–Para demostrarles mi buena fe a los pobladores
de esta prestigiosa y culta ciudad, escogeré de entre
ustedes a una persona a quien le permitiré entrar
gratuitamente a mi casa rodante, donde tendrá el
privilegio de ser la primera de esta comarca en admirar
las portentosas reliquias de las que soy portador.
Acto seguido, descendió de la improvisada
tribuna y se dirigió amablemente a una buena señora
que, interrumpiendo su ronda de compras, se había
detenido a escuchar la perorata del extranjero. La
atribulada señora se ruborizó de pies a cabeza y se
negó rotundamente a seguirle. El hombre, lejos de
apocarse a causa de su fracaso inicial, se volvió
hacia un corpulento vendedor de pescado y le lanzó
el reto:
–Entonces usted, honrado y musculoso
comerciante, no tendrá temor de acompañarme a mi
tienda, ya que sin duda tendría la fuerza necesaria para
desnucarme con sus propias manos si yo pretendiese
hacerle daño. Venga conmigo, se lo ruego.
53
Más por cortesía que por curiosidad, el
hombrón dejó su puesto de venta al cuidado de sus
dos hijos, también corpulentos, y siguió
resueltamente al extraño hacia la casa rodante,
aparcada a la orilla de una de las aceras del
mercado. Para entonces, la aglomeración alrededor
del orador era tanta que no habría cabido una pulga
más en la plaza.
Tardaron varios minutos en salir los dos
hombres y, para sorpresa de los presentes, al
usualmente rudo e inexpresivo vendedor de pescado
le corrían abundantes lágrimas por el rostro y,
levantando los brazos al cielo, exclamó:
–¡Es cierto, es cierto! ¡Lo que acabo de ver
es una maravilla! Desde las puntas de esos clavos
herrumbrados mana la sangre de Nuestro Señor. El
milagro ocurrió ante mis ojos.
De inmediato se formó frente a la casa del
forastero una larga fila y, a partir de aquel momento,
la actividad comercial del mercado abierto se redujo
notablemente, pues no había quien no quisiese ver de
cerca los milagrosos fragmentos de metal. La primera
persona en pagar y entrar fue la buena señora que
hacía poco se había negado a entrar gratis.
56
Dios se lo perdone; a los más pobres usted les alimenta
el intelecto, yo les lleno la barriga; usted…
–Ya, Padre, ya basta de andarse por las ramas.
Hay algo que me quiere decir y estoy dispuesta a
escucharle, pero por favor, baje a tierra ante de que
me den mareos. Dígame, en dos platos, qué es lo que
ocurre, Padre –interrumpió la Maestra disponiéndose
a encender un cigarrillo.
–Tiene razón, amiga mía –admitió el Cura– si
he venido intempestivamente a entrometerme en su
descanso y el de su familia, es porque necesito con
urgencia su consejo…
–¡Por los clavos de Cristo, Padre! En esta ciudad
yo me limito a enseñar y usted es quien aconseja.
–Ya lo ve, su blasfemia es muy oportuna porque
de eso se trata precisamente.
–Ahora sí que no le entiendo nada, Padre.
–Pues sí señora, de los clavos de Cristo he
venido a hablarle.
57
–Pues da igual, un bellaco es un bellaco y a
este tenemos que darle una lección. Por supuesto,
usted acabará perdonándolo, como se lo impone su
dogma, pero por mi parte ¡juro por los clavos de
Cristo que haré que le quiebren las piernas a ese
oscurantista!
–Vamos, mujer, yo no pretendo desatar la
violencia –musitó el Cura.
–Por supuesto, usted no puede incitar a la
violencia en nombre de la fe, pero yo, que soy
librepensadora y jamás me confesaría con usted, sí
puedo buscar la justicia en nombre de la razón y la
ciencia. ¡Por los clavos de Cristo!
–Por Dios, mujer pecadora, deje ya sus
blasfemias y ayúdeme a pensar en lo que tengo que
hacer.
–Óigame bien Padre, yo blasfemaré cuanto
quiera mientras ese farsante esté engañando y
estafando a nuestra gente con esos falsos clavos de
Cristo. Porque son falsos ¿verdad, Padre? –dudó por
un momento la Maestra.
–Por supuesto, son falsos. A Jesús lo torturaron
con clavos de hierro, y no hay hierro que resista dos
milenios sin oxidarse ¿verdad, Maestra? –dudó ahora
el Sacerdote.
–Lo que yo sé de química me dice que en
cualquier clima hoy sería un puñado de polvo pardo…
–…que se confundiría con un montoncito de
arena del desierto –dijeron en coro.
Decidieron, uno en nombre de la fe y la otra
en nombre de la ciencia, unirse para combatir la
superchería del extranjero, y concordaron en q u e era
imprescindible contar con la colaboración del Poeta,
de modo que salieron juntos, rumbo al centro
58
de la ciudad, en busca del artista, a quien esperaban
encontrar en el salón de teatro donde todos los sábados
por la noche había, si no función, al menos ensayo.
59
hacer algo para impedir que se acreciente el daño que
ya habrá hecho entre nosotros ese tragamonedas con
figura antropomórfica. Preparemos nuestro plan de
campaña, diseñemos una estrategia –propuso en tono
de proclama el iracundo Poeta.
Después de largas deliberaciones, convinieron
en que el primer ataque al enemigo común estaría a
cargo del Sacerdote, ya que el día siguiente, domingo,
se oficiarían dos misas, una por la mañana y otra al
atardecer. En ambas ceremonias se harían presentes
la Maestra y el Poeta, pero se mantendrían en
silencio con el fin de, si el Padre no alcanzaba una
victoria decisiva, ejecutar ellos sus arremetidas de
manera sorpresiva en los campos de batalla que les
correspondían: la escuela y el teatro. La directora
podía visitar todas las aulas o convocar a una asamblea
de escuela con cualquier motivo, especialmente los
días lunes, cuando estudiantes y maestros iniciaban la
semana reuniéndose alrededor del patio central para
entonar el Himno Nacional. Al Poeta le resultaría
sencillo, anunciando una pieza cómica o un recital de
poesía, atraer a su teatro un público numeroso.
El emocionado trío celebró su consenso
tarareando toscamente el Himno a la Alegría de la
novena sinfonía de Beethoven, solo que al unírsele
espontáneamente el resto de los habituales del café el
conjunto adoptó un tempo demasiado lento que obligó
al sacerdote a ponerse de pie para tratar de marcarlo con
los brazos abiertos y llevarlo de nuevo al presto prescrito
por el compositor. De aquel modo, la música del genio
de Bonn se convirtió por una noche de café pueblerino
en un subversivo himno al conocimiento científico, al
conocimiento artístico y al conocimiento revelado.
60
El éxito de la arremetida del Sacerdote contra el
oscurantismo crematístico del mercenario extranjero
fue extremadamente limitado. El Padre redujo la
duración de su planeada homilía dominical con el fin
de rematar atacando el fetichismo y la superstición
de la gente, así como la generalizada ignorancia de
los creyentes en relación con las profundas verdades
del dogma, y advirtió a su grey que tomar en serio la
posesión de unos supuestos clavos de Cristo por parte
de un foráneo inescrupuloso, constituía un atentado
blasfematorio contra la Santa Madre Iglesia.
–Hermanas y hermanos en la fe: con los clavos
de Cristo no se deben tejer fantasías supersticiosas.
El transcurso de dos mil años fue suficiente para
convertir en polvo de orín los auténticos clavos que
martirizaron a Cristo; y la providencia dispuso que sus
partículas fueran dispersadas por todos los ámbitos
del planeta a impulsos de los vientos que, desde la
Tierra Santa, soplan sobre la totalidad de la creación
–concluyó, exhausto.
Pero, como ocurría todos los domingos, en la misa
de la mañana estaban presentes el corpulento vendedor
de pescado y su familia. Aquel se irguió cuan alto era
para llenar el templo con su vozarrón de pregonero:
–¡Padre, por favor, tiene que creerme que esos
clavos manan sangre del Señor por las puntas! Yo fui
el primero en ver ese milagro.
Un desordenado coro de aleluyas se desató
cuando la mayoría de los presentes confirmaron la
visión del pescador. Percibiendo la enérgica
convicción de quien había hablado, el Sacerdote no
pudo menos que relacionar al vendedor de pescado
con Pedro y los demás pescadores de Galilea.
61
–Yo también los vi, Padre –decían docenas de
iluminados por la nueva revelación en un sincopado
ritmo que se asemejaba al de una sesión de jazz, de
modo que el Padre no pudo terminar la misa en orden
y se retiró, como quien dice, arrastrando los pendones
por el polvo para ir a repartirles un insípido almuerzo
a sus menesterosos.
La Maestra y el Poeta, como estaba convenido,
guardaron silencio, pero el infructuoso desempeño
del Sacerdote no cambió ni un ápice la determinación
de ambos de prepararse para las etapas siguientes de
la guerra.
–Ahora es mi turno –dijo la Maestra casi
rozando con los labios la oreja del Poeta–; mañana
temprano hablamos, querido vate. Está usted invitado
a visitarnos en la escuela.
La misa de la tarde estuvo escasamente
concurrida, de manera que la escaramuza fue menos
dolorosa para el Sacerdote, aun cuando en modo
alguno significó una clara señal de futura victoria. La
asistencia estuvo integrada mayoritariamente por los
sepulcros blanqueados de la ciudad y por algunos
tratantes de comercio que, por estar tan solo de paso,
probablemente nada sabían sobre el asunto de los
clavos de Cristo.
62
conmemoraba tristemente ese día era la ocupación
alemana de aquellos territorios. La totalidad de los
alumnos y la mayoría de los maestros tenían una idea
muy vaga de dónde se sitúan en el mapa Lituania,
Letonia y Estonia y en realidad a nadie le importaba
lo que pudo ocurrir alguna vez en unas lejanas tierras
que probablemente, creía la mayoría, después del
final de la Segunda Guerra Mundial habían retornado
al paganismo.
El primer conato de confusión había
sobrevenido cuando la voz particularmente sonora de
la Maestra entonó, con la letra del Himno Nacional,
una parte del tercer movimiento de la Novena de
Beethoven, con lo que despertó la impresión de que
la había abandonado su reconocido espíritu
patriótico y republicano.
De manera que, cuando después de dedicarle
minuto y medio a una difusa relación entre las tribus
baltas de la antigüedad y la conquista visigoda de
España, la emprendió contra la superchería de los
falsos clavos de Cristo, los alumnos no entendieron a
qué se refería y sus colegas educadores interpretaron
que su laicismo amenazaba con convertirse en una
molesta obsesión anticlerical. Por lo demás, todos
ellos habían salido de compras el sábado anterior y
estaban dispuestos a dar testimonio de que los clavos
que la colega calificaba de falsos eran realmente
milagrosos.
63
primeras notas del himno del plantel educativo (”Oh,
escuela inmarcesible, digna fuente del saber y del
decoro”) y corrió hasta la casa cural para informar
al Sacerdote de que ahora sí, las hordas de Alarico
rodeaban las murallas de Roma.
El padre estuvo a punto de soltar el llanto
mientras se lamentaba:
–Eso quiere decir que todo está perdido ante el
oscurantismo invasor.
–No pierda la fe, padrecito –conminó el
artista–, que ahora le toca a la creatividad entrar en
combate. Como usted comprenderá, el problema ha
dejado de ser estratégico para convertirse en
meramente táctico, así que voy a abandonar mi idea de
estrenar una pieza bufa de teatro o realizar un recital
poético, para iniciar en debida forma una guerra de
guerrillas, como la de España contra los franceses, la
de Kenia contra los británicos y la de Vietnam contra
los norteamericanos. Ya verá usted con qué clase de
fusta aprendí yo a arrear mis mulas.
64
Esto lo logró el Poeta después de unirse
astutamente a la fila de incautos que, aun en días
laborables, continuaba formándose a la entrada de la
vivienda de quien ahora denominaban Pastor.
Después de pagar su cuota de admisión, entró
y se sentó frente al extranjero. Este había extendido
en el centro de la mesa que los separaba una fina
servilleta de papel y sobre ella había colocado los
dos clavos de metal que al Poeta no le parecieron
excesivamente corroídos.
–Querido hermano –comenzó diciendo el
anfitrión–, bienvenido sea a mi humilde morada y
permítame mostrarle estas dos valiosas reliquias que
fueron extraídas del divino cuerpo de Jesús cuando, ya
despojado de su espíritu, fue descendido de la cruz.
Como puede usted ver, están en perfecto estado gracias a
los cuidados bajo los cuales fueron conservados durante
muchos siglos en los sótanos de un monasterio cristiano
de la provincia de Esmirna, cerca de la ciudad griega de
Foça, ubicada en la actual costa turca del Mar Egeo.
El poeta se puso en estado de alerta en cuanto
escuchó la mención de la localidad de Foça, porque él
conocía la leyenda según la cual, frente al lugar que
ocupa aquel pequeño puerto se encuentra la isla de
las sirenas mencionada por el poeta Homero en La
Odisea.
Mientras tanto, el Pastor había tomado los
clavos y, con suma delicadeza, había afirmado las
puntas de ambos casi verticalmente sobre la servilleta.
De inmediato, alrededor de cada una de ellas se
extendió una diminuta mancha roja.
–Como puede ver usted, caballero, el papel de
la servilleta ha absorbido de la punta de cada uno de
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los clavos sagrados una gota de la sangre de Nuestro
Señor. ¡Alabado sea el Señor!
–¡Alabado sea el Señor! –acotó en tono piadoso
el Poeta.
–Ahora le permitiré a usted que toque
levemente estas reliquias, acto que solo bendiciones
podrá depararle –concedió, magnánimo, el extranjero.
El Poeta hizo ademán de posar las yemas de sus
dedos sobre los clavos que ahora descansaban de nuevo
horizontalmente sobre la hoja, pero se detuvo antes de
entrar en contacto con ellos y, fingiendo una emoción que
en ningún momento había sentido, se contuvo y exclamó:
–Señor Pastor, ¡por nada del mundo osaría yo
acercar mis manos pecadoras a los clavos sacrosantos
que laceraron el cuerpo de Cristo! Me siento tan
conmovido por el privilegio de haberlos visto y de
poder dar testimonio de que en verdad de ellos mana
la sangre de nuestro Salvador, que saldré de su casa
dispuesto a proclamar ante todos mis conciudadanos
la autenticidad de este milagro.
El Pastor sonrió levemente y, trazando una
cruz imaginaria en el aire, bendijo:
–Vaya usted con Dios, querido hermano.
El Poeta se levantó del asiento, le dio la espalda
al Pastor y tras dar un par de pasos hacia la salida se
volvió para preguntar:
–Señor Pastor, ¿cuánto tiempo estuvo usted en
la provincia de Esmirna?
–Largo tiempo, caballero, tres años.
–Largo tiempo, por cierto. ¿Y qué hacía usted
ahí, se puede saber?
–Oh, claro que sí. Colaboraba, porque sepa
usted que soy biólogo de profesión, con un grupo de
66
científicos universitarios de Esmirna en los esfuerzos
que se hacían en Turquía para evitar la extinción de
una especie de focas…
–…las focas fraile del Mediterráneo, supongo,
las Monachus monachus.
–Vaya –se entusiasmó el Pastor–, por lo que
veo, usted ha oído hablar de ellas.
–Pues sí, un poco –se dio a inventar el Poeta–,
mis estudios literarios me llevaron a la sospecha de
que, en realidad, las sirenas que Odiseo y sus hombres
vieron eran focas, y que el nombre que les damos
en español a esos mamíferos se deriva de Focaeia,
el antiguo nombre griego de Foça. A Odiseo y sus
secuaces les habría ocurrido algo similar a lo que les
ocurriría mucho después a los españoles cuando, al
ver por primera vez los manatíes y las focas tropicales
en el Mar Caribe fantasearon que eran sirenas.
–¡Increíble! ¡Increíble! Lo que usted me cuenta
es maravilloso –saltó el Pastor de su silla.
–No es para tanto, señor Pastor –dijo el Poeta
bajando hasta el piso su humilde mirada.
–Lo que he escuchado me mueve a pedirle que
nos veamos nuevamente usted y yo para mostrarle
mi álbum de fotografías tomadas en las ciudades de
Foça y Esmirna mientras estuve en aquellos lugares –
declaró el Pastor.
–Será cuando usted lo desee, señor Pastor, en
verdad me encantaría verlas.
–No podrá ser ahora mismo porque los demás
hermanos que hacen cola en este momento se
impacientarían, pero, si a usted le parece bien,
¿podrá venir esta noche a compartir conmigo mi
humilde cena? Tendré mucho gusto en charlar con
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usted un poco más a propósito de Esmirna, Foça y las
Monachus monachus.
–Acepto tan grande honor señor Pastor y, si
usted no se opone, aportaré el vino que acompañará
nuestro condumio.
–Alabado sea Dios por inspirarle a usted tanta
generosidad, hermano. Libaremos juntos por la gloria
del Señor.
–Amén, señor Pastor –dijo el Poeta y se
despidió con una inclinación de cabeza.
68
gastronómico del Pastor, quien, animado por la visión
del vino, apuró los saludos para ir hasta su cocina en
busca de las copas y el descorchador. En un ángulo de
la mesa se hallaba dispuesto un voluminoso álbum de
fotografías forrado en piel de foca fraile del Mar Egeo.
–Desde luego, esa pobre foca murió por causas
naturales y no porque la hubiésemos sacrificado para
aprovechar la piel –explicó el Pastor al notar la mirada
de asombro del Poeta–; nosotros, que l u c h á b a m o s
a brazo partido por proteger a las poco más de cien
Monachus monachus que aún quedan… o quedaban…
en Turquía, jamás habríamos hecho algo semejante.
Los veterinarios que hicieron la autopsia del animalito
lo desollaron respetuosamente y enviaron la piel a la
tenería, una práctica que el gobierno p r o v i n c i a l de
Esmirna había autorizado. A mí me honraron
regalándome la pieza de cuero con la que hice forrar
el álbum.
Sin decir palabra, el Poeta tomó asiento y lo
mismo hizo el Pastor. El poeta se dedicó a mirar el
álbum lentamente, sin ponerles demasiada atención a
unas fotografías, en su mayoría anodinas, en las que
se veía al Pastor y a los científico turco y extranjeros
protectores de las focas paseándose por las playas del
Mar Egeo en busca, no tanto de los lentos y grotescos
mamíferos que decían proteger, sino más bien de las
carnosas turistas escandinavas que doraban sus
cuerpos bajo el sol de Anatolia.
De tanto en tanto, le hacía al Pastor algunas
preguntas inocentes sobre el clima del Mediterráneo
oriental, sobre los hábitos alimenticios de las focas
turcas e, incluso, le repitió algunas observaciones
sobre la posibilidad de que las sirenas que
menciona
69
Homero en La Odisea hubiesen sido realmente focas.
El Pastor se mostraba de acuerdo con cuanto decía el
Poeta y, para satisfacción de este, conforme el Pastor
hablaba iba dando muestras crecientes de que el vino
comenzaba a surtir efecto.
El Poeta, por su parte, casi no había
bebido, aunque daba buena cuenta de los deliciosos
platillos fríos y, siguiendo cuidadosamente el plan de
acción que se había trazado, dijo súbitamente:
–Señor Pastor, no sabe usted cuánto le
agradezco que me haya permitido ver de cerca los
sagrados clavos que penetraron el divino cuerpo de
Jesús. Me ha conmovido de tal manera esa experiencia
que me propongo escribir un libro de odas dedicado
a tan sagradas reliquias. El Pastor cayó de inmediato
en la trampa.
–Querido amigo –dijo– supongo que querría
mirarlos de nuevo.
–¡Oh, por Dios! Vaya que me encantaría verlos
de nuevo. Claro, se entiende, solo si eso fuera posible
–admitió el Poeta.
El Pastor se levantó del asiento y fue a hurgar
dentro de un pequeño cubículo lateral de la vivienda
rodante. Regresó trayendo consigo el estuche forrado
con felpa en el que guardaba su tesoro. Lo abrió, lo
puso frente al Poeta y, sentándose de nuevo, se
apresuró a recuperar su copa de vino.
–Ahí los tiene. Si lo desea, puede mirarlos
durante toda la velada.
El Poeta cerró de golpe el álbum fotográfico y
se abismó en la observación de los clavos con un
arrobamiento que habría enternecido hasta a un
capitán de jenízaros. Solo de vez en cuando levantaba
70
levemente la mirada para observar el contenido de la
primera botella de vino. A esta no tardó en seguirle
la segunda y, cuando ya no quedaba dentro de ella
más que un oscuro asiento del valioso vino francés, el
Pastor, totalmente borracho, clavó la cabeza encima
de su plato vacío y se quedó dormido.
–Señor Pastor –dijo el Poeta.
No hubo respuesta.
–Señor Pastor –repitió el Poeta.
Más ruido habría hecho un lobo muerto en
medio de un tropel de ovejas.
El Poeta cerró el estuche de los clavos de
Cristo, se lo metió en un bolsillo interno de su
chaqueta, se dirigió a la puerta de la vivienda y, antes
de salir, apretó el conmutador de la luz. Cerró la
puerta y, taconeando sobre las aceras como un
general vencedor en el desfile de la victoria, enfiló
directamente hacia la casa de la Maestra. Desde ahí,
ambos se dirigieron a la casa cural y, reunidos con el
Sacerdote en la penumbra de la salita que hacía las
veces de confesionario ocasional, procedieron a un
repaso de la situación.
–Joven, no le voy a decir que usted ha cometido
un pecado porque Dios sabe que ha actuado en defensa
de la fe, la verdad científica y la belleza. Pero que
ha cometido usted un delito, ha cometido un delito
–cuchicheó el Sacerdote.
–Yo, de pecados, lo que sé me lo puedo guardar
debajo de una uña –aseguró la Maestra–, pero en
cuanto a delitos, dudo que haya ley alguna que mande
sancionar el hurto de unos clavos usados.
–¿Usados? ¿Cómo que usados? –levantó la voz
el Poeta.
71
–El primero que, si se atreviera a poner una
denuncia, le diría a la policía que son clavos usados,
es el farsante que usted acaba de embriagar. Él tendría
que decir que fueron usados por los representantes
del Imperio Romano para hacer justicia en Judea ¿No
es así, padre? –intervino la Maestra.
–Pensándolo bien –reflexionó el sacerdote –es
así siempre y cuando los tres estemos dispuestos a
mentir. Y la mentira de tres no es un pecado.
–Si para usted eso no es pecado, ¿entonces qué
es? –preguntó el Poeta.
–La mentira compartida por tres o más
personas es, hijo mío, una opinión política –resumió
el Sacerdote.
La Maestra tomó los clavos con sus manos.
Con la ayuda de una antorcha eléctrica de bolsillo
comenzó a examinarlos cuidadosamente y, mientras
lo hacía, mantenía consigo misma un soliloquio del
que solo se entendían algunas frases aisladas:
–…a ver si es que vamos a creer en milagros…
mugroso extranjero… y eso que yo detesto la
xenofobia…
Los otros callaban. Finalmente, la Maestra se
aclaró la garganta y, alumbrando la habitación con los
dientes que una amplia sonrisa había sacado a relucir,
sentenció:
–¡Por los clavos de Cristo!, perdón padre, todas
las noticias son buenas. Oigan ustedes: en primer
lugar, eran infundados mis temores de que estos
clavos pudieran ser de bronce. De haberlo sido, todo
habría estado pedido porque los malditos romanos,
perdón de nuevo, Padre, usaban el bronce y quién sabe
si de vez en cuando no se lucían clavando ladrones y
72
profetas en las cruces con la ayuda de clavos de ese
material. Y el bronce, señores, sí resiste el paso de
los siglos.
–Entonces… –dijo el padre mordiéndose una
uña.
–Estos clavos tienen todo el aire de ser de
acero. Ese farsante es un idiota, porque a d e m á s
son torneados y ya pueden ustedes figurarse a los
romanos, en tiempos de Augusto, torneando clavos y
tornillos en una subsidiaria levantina de la fábrica de
automóviles Ferrari.
–¡Demonios!, perdón padre –exclamó el Poeta.
–Y, además –prosiguió La Maestra– ya
descubrimos el truco de la sangre.
–¿Descubrimos? –dijo el Padre.
–¿Descubrimos? –dijo el Poeta.
–Entre todos le hemos descubierto el truquito
– desafinó la Maestra durante unos segundos las
notas de la Novena y luego pasó a explicar:
–El muy taimado pagó a hacer cada uno de
estos enormes clavos con un sistema de rosca y un
depósito interior, como el de las plumas fuentes, que
se puede llenar con tinta roja.
–¡Qué pedazo de hijo de…! –comenzó a decir
el Poeta y, ante la mirada represiva del sacerdote,
remató:
–¡…hijo de la mala fe!
–En mi opinión –quiso la Maestra concluir
las deliberaciones de aquella agitada noche–, lo más
conveniente es que ahora nos retiremos a descansar y
esperemos a ver cómo reaccionará el llamado Pastor
cuando descubra que le robaron la gallina de los
huevos de oro. Por supuesto, su primer sospechoso
73
será nuestro amigo aquí presente, y por eso tenemos
que protegerlo. De ninguna manera conviene q u e el
amanecer encuentre a nuestro artista en su casa
porque ¿adónde iría a buscarlo el farsante si no ahí?
–¿Cree usted que intentará recuperar por la fuerza
los clavos de Cristo? –preguntó, alarmado, el Poeta.
–Falsos clavos de Cristo –terció el Sacerdote.
–Falsos o no, son el instrumento del que se vale
para engañar y estafar al pueblo. Sin ellos, tendría que
regresar a Turquía a cuidar las cuatro focas que aún les
quedarán a esos tejedores de alfombras –argumentó
el Poeta.
–Propongo que por esta noche usted, mi
querido Poeta y amigo, se quede a dormir en la
Iglesia –sugirió la Maestra– y al despertar se dedique
a ayudarle al Padre a preparar el almuerzo de los
pobres. Y yo, si ustedes me lo permiten, me llevaré
conmigo estos clavos “madre in China” y los
prepararé para el momento en que pongamos en
evidencia al sinvergüenza que ha venido a robarnos
el dinero y la tranquilidad. ¿Están ustedes de
acuerdo?
El Padre aclaró que él contaba con un sencillo
cuarto de huéspedes en el que pernoctaban de vez en
cuando sacerdotes de parroquias lejanas que estaban
de paso por la ciudad, y que por aquella noche podía
ocuparlo el Poeta.
–Eso sí, hijo mío, prométame que no se fumará
dentro de la habitación uno de esos pitillos de olor
nauseabundo que usted acostumbra.
–Se lo prometo, Padre, y le agradezco que me
ofrezca refugio. Para mí será un placer unirme
mañana a las señoras que le ayudan a servirles de
comer a nuestros pobres.
74
Antes de partir hacia la escuela la mañana siguiente,
la Maestra directora rebuscó dentro de su viejo y
desordenado escritorio hasta encontrar un f r a s c o
de tinta azul para pluma fuente. Cuidadosamente
desenroscó la cabeza de uno de los clavos, limpió
el receptáculo interno de la pieza para despojarlo de
todo rastro de la tinta roja original y, sirviéndose de
un gotero, lo cargó de nuevo con tinta azul. Después
tomó una servilleta para comprobar que los artilugios
funcionaban como lo había descrito el poeta. En el
nítido papel blanco se configuraron las dos manchitas
redondas: una azul y otra roja.
–Hasta un buen guerrillero merece elogios si
combate por una buena causa –se dijo en voz baja,
pensando en el Poeta. Guardó los clavos en el estuche,
metió este en su bolso de trabajo y, canturreando las
consabidas notas de Beethoven, partió hacia el centro
educativo. Faltaban pocos minutos para las siete de la
mañana. Mientras tanto, el Padre y el Poeta tomaban
un frugal desayuno en la cocina de la casa cural.
Un poco más tarde se acercó el sacristán a
avisarle al Sacerdote que en el hospital público había
muerto un buen católico llamado Servando Mitrídates
Rodríguez y que, por haber expirado con todo en
regla, su funeral se realizaría a las tres de la tarde.
–Mitrídates, Mitrídates –murmuró el Padre–
vaya con los nombres que a veces escogen los
progenitores para incordiarles la vida a sus hijos.
Servando, valga, pero ¿Mitrídates? Así se llamaba el
marinero pagano que una vez le salvó la vida al
nefando de Julio César. De cuántas barbaridades no
nos habríamos librado los cristianos si ese bárbaro
hubiera dejado que el depravado romano se ahogara.
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–Sin embargo –opinó el Poeta, si lo pensamos
bien, de haberse ahogado Julio César aquel día,
Augusto no habría llegado a Emperador y, por lo
tanto, no habría enviado a Poncio Pilatos a Judea como
procurador y el cristianismo no habría nacido, lo que
hace de Mitrídates un nombre muy apropiado para un
cristiano a pesar que significa “regalo de Mitra”, el
dios del zoroastrismo persa.
–En ese caso el segundo nombre de Servando
debió haber sido Doroteo, que significa “regalado
por Dios”.
–Padre, de no haber sido por el cristianismo, el
Imperio Romano monoteísta habría adoptado el culto
de Mitra, ¿lo sabía usted?
–Ustedes los poetas inventan demasiadas
cosas –increpó el Sacerdote y se tornó a interrogar al
sacristán:
–Además de la muerte de Servando Mitrídates
nosecuánto, ¿se dice algo nuevo en esas calles de
Dios?
–Pues sí, Padre, en la plaza del mercado hay
mucho barullo porque al Pastor le robaron los clavos
de Cristo.
–¡No me diga! –exclamó el Sacerdote fingiendo
sorpresa– ¿Por casualidad se sabe quiénes fueron los
autores del robo?
–No sé, Padre. Pero dicen que el Pastor conoce
al ladrón y lo anda buscando armado con una pistola.
–Bueno, bueno, vaya y acérquese para ver si
averigua algo más, ¡vaya! –le ordenó el Cura al
sacristán, y cuando estuvo de nuevo a solas con el
Poeta descubrió que debajo de la piel del rostro de
este la sangre se había esfumado por completo.
76
–¡Tiene una pistola, Padre! De haberlo sabido…
–Vamos, vamos, vuelva a su habitación, señor
Poeta, y ocúltese ahí sin hacer ruido mientras yo voy
hasta la escuela a hablar con la Maestra. La ciencia
siempre le encuentra solución a todo menos a aquello
que solo la fe puede resolver.
El Poeta no se lo hizo ordenar dos veces y
se encerró en el munúsculo cuarto de huéspedes. El
Sacerdote salió hacia la escuela tan despeinado como
estaba y en el camino se encontró con la Maestra.
–¿Ya se enteró?
–Ya me enteré de que el malandrín ese denunció
al Poeta…
–¿Ante la policía?
–No, ante la turba.
–¿Cuál turba?
–La que saqueó la casa del Poeta.
–¡No me diga!
–Y a la cabeza de la turba iba el Pastor
blandiendo una...
–…una pistola.
–Y usted ¿cómo lo sabe?
–Me lo dijo el sacristán cuando vino a darme
la noticia de la muerte de Mitrídates.
–¡Padre! ¿Qué locuras son esas? El último rey
Mitrídates murió en el Cáucaso en el siglo quinto de
nuestra era.
–Me refiero a Servando Mitrídates Rodríguez,
el que estaba internado en el hospital y falleció anoche.
–Con todo respeto, usted sí que sabe enredar
las cosas, Padre. Lo importante ahora es poner al
Poeta sobre aviso.
77
–Yo venía a decirle a usted lo mismo. Él sigue
oculto en la casa cural.
–Pues vamos, Padre, y haga repicar las
campanas para que la iglesia se le llene de gente.
78
–¿En Turquía, dice usted? ¿Ignora usted,
acaso, que los turcos son musulmanes? ¿No serán
esos clavos suyos de los que usaban los
s e g u i d o r e s de Mahoma para aguijonear a los
camellos en sus correrías por el desierto?
–Padre, entréguenos al ladrón que me despojó
de los clavos de Cristo o, de lo contario, haré que mis
seguidores le quemen su casa con todo y los pobres
adentro –amenazó el Pastor.
–¡Hereje! –gritó furibundo el Sacerdote–, así
no es como Jesús trataba a los pobres. Atrévase a
tocar mis cabellos o mi casa para que vea descender
del cielo una andanada de rayos.
–¡Padre! Lo que usted dice no es científico –se
escuchó de pronto la clara la voz de la Maestra–, ¿no ve
que el día está despejado? Sin nubes no puede haber rayos.
El Sacerdote se quedó en una pieza. Tan solo
atinó a volverse para decirle a la Maestra:
–Y ahora, ¿de qué lado está usted, atea de los
demonios?
–Del lado de la verdad científica –respondió la
Maestra adelantándose hasta encarar al Pastor.
–Y usted, farsante, estafador, cuidador de
focas, Pastor de circo, ¿está dispuesto a p e r m i t i r
que yo demuestre delante de sus seguidores en qué
consiste el milagro de sus clavos hechos en China?
El Pastor empalideció, pero aun así se atrevió
a decir:
–Ya me oyó usted. Me los han robado y solo
quiero que me los devuelvan.
La Maestro sacó de su bolso de mano una hoja
de papel blanco y, pasándosela bajo las narices al
sorprendido Pastor, le preguntó:
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–Si usted tuviera en sus manos sus malditos
clavos torneados en acero sueco ¿me permitiría
intentar el milagro de hacerlos manar sangre encima
de esta hoja?
–Desde luego que lo haría –se precipitó a
responder el confundido Pastor.
–Entonces, hagámoslo, grandísimo gilipollas,
aquí están sus milagrosos clavos.
Mostró al Pastor y a la multitud el estuche
forrado en felpa, lo abrió y extrajo las supuestas
reliquias.
–¿Los reconoce usted, Pastor de focas?
–¡Son míos! –hizo el foráneo ademán de
tomarlos.
La Maestro lo alejó dándole una diestra
bofetada y, acto seguido, levantó la hoja y se dirigió a
sus coterráneos:
–Vean ustedes, manada de semovientes, la
estupidez en la que estaban creyendo a pesar de que
mi amigo el Sacerdote los había prevenido. Con este
clavo hago una línea roja de supuesta sangre de Cristo.
Hizo el trazo y se lo mostró a quienes estaban
cerca. Luego tomo el otro clavo, repitió la operación
y, mostrando el nuevo resultado declaró:
–Miren bien, y díganme si le van a creer a este
farsante cuando les diga que esta es una prueba de
que por las venas de Jesús de Galilea corría sangre
azul.
La multitud comprendió enseguida que había
sido víctima de un engaño y, de haber faltado la
enérgica intervención del Sacerdote, el ya nunca más
llamado Pastor no habría visto el amanecer del día
siguiente. El estafador extranjero fue arrastrado por
La Maestra y el Sacerdote hasta el cuarto de
80
huéspedes, donde lo hicieron sustituir al Poeta y le
recomendaron que atrancara la puerta por la parte de
adentro.
La misma turba que había desmantelado la casa
del Poeta corrió a prenderle fuego a la casa rodante del
extranjero.
El Sacerdote nunca dio respuesta a quienes le
preguntaban hacia dónde había huido, más tarde, el
estafador.
Solamente el Poeta aventuraba una hipótesis al
respecto:
–Me figuro que ahora se encuentra en las Islas
Galápagos tratando de salvar a las iguanas de la
extinción.
81
LOS BUITRES
84
mecagüentodo que en otro tiempo había servido de
llamada al orden a una legión de subalternos que
incluía desde secretarios de estado y diputados hasta
conserjes, guardas y choferes, un mecagüentodo que
había dedicado a los electores de Tierrablanca la vez
que, a raíz de su primer intento por alcanzar el puesto
de gobernador, se habían atrevido a desairarlo en las
urnas y a retrasar con ello, por varios años, su ascenso
al poder.
Fueron años cuya pérdida nunca les perdonó
a los electores tierrablanquinos que, a pesar de haber
menospreciado su brillante formación de
científico político alcanzada con ingentes
esfuerzos en una universidad extranjera para
elegir en su lugar al advenedizo líder de un oscuro
partido emergente, no alcanzaron a impedirle que
acumulara, en el ejercicio de varias importantes
funciones públicas, una de las fortunas más
abultadas del país ni a evitar que finalmente
accediera a la gobernación del estado para
ejercerla de manera tan corrupta y prepotente
como nunca había osado hacerlo, desde concluida la
dominación española, gobernador alguno.
Los tierrablanquinos –tierrabladengues
solía llamarlos él en la intimidad– nunca llegarían a
comprender los mecanismos que Misael Buitrago
Toledo había empleado para someterlos a cuantos
designios fueron necesarios para llegar a la cima del
poder político y alcanzar una prosperidad económica
personal imposible de explicar en quien había saltado,
desde una juvenil y no bien pagada posición de
funcionario medio en una empresa bancaria, hasta
una dedicación exclusiva a la política dentro de la
estructura del Partido de la Revolución Democrática.
Enfrentado a la posibilidad de que su muerte
estuviese cercana, Misael Buitrago no intentaba
recordar cuántos kilogramos de mercancía
85
transportaba, según se le había informado de
acuerdo con la rutina, el avión cuyo asordinado
ronroneo le llegaba ahora desde dentro del galerón
de metal, ni trataba tampoco de calcular en cuánto
se acrecentaría su fortuna como resultado de los
numerosos aterrizajes que habían tenido lugar en
su aeropuerto en el transcurso del mes que estaba
a punto de concluir. Su mente se concentraba tan
solo en las sensaciones de ahogo y de dolor que le
atenazaban el pecho y el estómago, y en la certeza
de que su final estaba por llegar.
Cuando, dando apenas tiempo para que la
mucama le abriese la puerta, entró súbitamente
Brigitte, el exgobernador intentó incorporarse en la
mecedora, pero el dolor le impidió realizar
cualquier movimiento.
–¿Qué te ocurre, querido? –le preguntó la
mujer, se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente.
–Estás temblando –se contestó ella misma y
ordenó a la mucama que le alcanzase el teléfono
portátil.
–Está en mi bolso marrón– precisó y procedió a
desabotonar la camisa de su marido.
–Prométame que vas tener calma –rogó
débilmente él, hundido ahora en la apariencia de
una avecilla aterrorizada que sudaba copiosamente y
jadeaba tratando de no perder el aliento.
De regreso, la mucama blandía el teléfono
como si fuera un arma a punto de dispararse. Brigitte
se alejó para situarse de cara al ventanal que daba a la
pista del aeropuerto y procedió a marcar el número
del hospital más cercano.
–Malditos sean estos aviones –murmuró
mientras esperaba que alguien respondiese
desde el otro extremo de la línea.
Por fin escuchó, desde el hospital, el
burocrático “Buenas tardes, ¿en qué podemos
86
servirle?". Simulando una serenidad que la había
abandonado desde el momento mismo en que la
mucama le había informado de la descomposición
de su esposo, Brigitte explicó en pocas palabras lo
acontecido. Hubo un compás de espera después
del cual la telefonista le informó fríamente: “No
se preocupe, la ambulancia y el médico ya van de
camino y llegarán muy pronto”.
Ahora, lo único aconsejable era esperar y,
mientras tanto, mantener al enfermo en reposo, pero
Misael Buitrago, tal vez seguro de que, sin importar
cuán pronto llegase, la presencia del médico iba a
ser inútil, pareció recuperarse, se irguió presa de gran
agitación y, con voz incierta, le indicó a Brigitte
que debía llamar a la terminal aérea y transmitir su
orden de que el avión recién llegado despegase de
inmediato, de manera que estuviese en el aire antes de
la aparición del equipo médico, al que seguramente
acompañaría uno de los corresponsales de prensa
destacados en la cercana ciudad.
Ella, aun cuando pretendía no ocuparse de lo
que ocurría regularmente en aquella pista privada,
supo cómo arreglárselas para, sirviéndose del teléfono
interno de la finca, transmitir las instrucciones de
su marido.
87
II
88
sobre la gran estafa que es la vida para un funcionario
honrado y sobre la inutilidad de su cabal cumplimiento
del deber cuando, al hacer su trabajo, les pisa
inadvertidamente los callos a poderosos delincuentes.
Aquello era todo cuanto se le podía sonsacar
en torno al rumor de que su descenso había tenido
relación con una indagatoria judicial sobre las andanzas
delictivas de ciertas figuras políticas de renombre.
–Dígase lo que se diga, una situación como esa
no puede ocurrir en Tierrablanca. En nuestro estado y
en nuestro país imperan la ley y el derecho – afirmaba
irónicamente antes de dar por cerradas las alusiones a
su etapa capitalina de funcionario judicial.
III
94
–¡y era su hermano mayor! – exclamó, asombrado, el
primer juez del estado–, nunca oí decir que Misael
Buitrago tuviese un hermano.
–Lo tuvo, señor Presidente, pero murió cuando
ambos eran todavía estudiantes de enseñanza media y
asistían al mismo colegio, en su ciudad natal. Eduardo,
el mayor, cursaba el cuarto año y Misael el segundo,
pero a como andaban las cosas había riesgo de que
la diferencia aumentase muy pronto, pues según he
llegado a saber, mientras Eduardo era el más aplicado
e inteligente del establecimiento educativo en el que
estudiaban, Misael, aunque no le faltaba inteligencia,
tenía fama de ser díscolo y perezoso y estuvo varias
veces a punto de ser expulsado del colegio a causa de
una serie de fechorías que constituían la vergüenza
de sus padres y, desde luego, de aquel hermano
mayor que se desvivía por protegerle de sus propias
debilidades, no solo frente a sus padres sino también
frente a las autoridades del colegio y a los demás
estudiantes, cada uno de los cuales tuvo alguna vez
razón suficiente para desear verlo muerto o, por lo
menos, expulsado del colegio.
IV
95
matrimonio con Enriqueta Toledo fue motivo de
escándalo y en los círculos influyentes de Ciruelas se
habló de él durante muchos años como una lamentable
ruptura de la tradición local según la cual la mujer
que no conseguía en su comarca un marido de
rango social igual o más elevado que el suyo, debía
convertirse en monja o en maestra o, de lo contrario, irse a
vivir con algún pariente en otra población donde, de llegar
finalmente a casarse con un hombre de menos mérito
social, el buen nombre de la familia no sufriría mengua.
De aquel matrimonio nacieron dos hijos.
Eduardo murió en un accidente de tránsito provocado
por la imprudencia de Misael. Este, al salir en estado de
embriaguez de una fiesta estudiantil de fin de curso, se
negó a escuchar las objeciones de su hermano mayor y
se empeñó en conducir el auto que el padre les había
prestado. Misael estuvo varias semanas hospitalizado a
causa de sus heridas y fracturas, pero el hermano mayor
no tuvo tanta suerte: al morir solo le quedaba por
presentar el último de sus exámenes de bachillerato.
La muerte de Eduardo le trajo a la familia un
descalabro definitivo, pues pocos meses después la
madre cayó en un estado de postración que la condujo
rápidamente a la tumba y el viejo Marcos decidió retornar
a Cuba para reintegrase, solo por algún tiempo, según
dijo, a las antiguas actividades comerciales de su familia.
Misael quedó a cargo de un hermano de Enriqueta.
Por razones que nunca fueron reveladas fuera de
la familia –y sabe Dios si la familia llegó a conocerlas–
Marcos Buitrago nunca regresó a Tierrablanca y lo único
relevante sobre él que llegó a saberse en Ciruelas fue
que había puesto a disposición del cuñado protector de
su hijo una suma de dinero que debería ser suficiente
96
para mantener al joven hasta el término de sus estudios
universitarios.
Esta circunstancia, y el hecho de que la memoria
de los habitantes de Ciruelas fuera tan tenue como para
que la fama de estudiante inteligente y dedicado que
había acompañado al difunto Eduardo fuera heredada por
Misael, le permitieron a este ingresar a la Universidad
Estatal y graduarse en la carrera de Filosofía con unos
resultados académicos que le facilitaron la admisión en la
universidad europea donde finalmente obtuvo su
doctorado en Ciencias Políticas. Lo cual revela que la
dotación asignada por su padre antes de perderse en el
olvido cubano era considerable, aunque no suficiente
para que su hijo no se viera obligado, tras su regreso a
Tierrablanca, a aceptar un empleo modestamente
remunerado.
La suerte de Misael comenzó a cambiar
cuando finalmente contrajo matrimonio con una
antigua compañera de estudios, Brigitte, quien gracias
a su riqueza le liberó económicamente y le permitió
dedicarse de lleno a la política.
–Puede decirse, entonces, señor Magistrado –
concluyó Pepe Talavera recuperando el resuello después
de su extenso relato–, que la muerte de Eduardo fue el
golpe de suerte que le aseguró a Misael un brillante
futuro. Pero, por otro lado, tenemos razones para creer
que el exitoso político vivió el resto de su vida un
tanto amargado por el estropicio familiar que
provocó su imprudenciajuvenil.
El magistrado, tras una larga pausa dedicada a la
reflexión, sentenció:
–Todo lo que usted me ha relatado sobre Misael
Buitrago y su familia es irrelevante para el caso que, con
su informe, usted pareciera proponer que se abra. Y, en
97
lo que nos concierne, lo único importante es que en las
actuales circunstancias no es de conveniencia para el
estado de Tierrablanca propiciar un enjuiciamiento de
esta envergadura en contra de su político más influyente.
Recomiendo, señor Talavera, que por el momento
les dedique su atención a otros asuntos y nos
demos un compás de espera, tan solo un compás
de espera le aseguro, de algunos meses antes de
volver a conversar sobre este espinoso asunto. En
política los vientos suelen cambiar de dirección
abruptamente y, ¿quién lo sabe?, es posible que dentro
de un plazo no demasiado largo se nos abra la
oportunidad de ventilar este caso.
Así había concluido aquella conversación hacía
varios años, y a partir del día en que tuvo lugar, comenzó
a trazarse la ruta que llevaría a Pepe Talavera hasta el
municipio de Almeida, en los confines de Tierrablanca.
Talavera tuvo siempre la certeza de que su destierro
había sido urdido cuidadosamente por el
magistrado Chavarría, y esa era la razón por la que
desconfiaba de los motivos por los cuales ahora el
elevado funcionario se proponía asignarle una misión
en la capital del estado. Sin embargo, comprendía
perfectamente que una negativa suya a comparecer
ante su verdugo entrañaba ciertos peligros.
98
Justicia fue de inmediato al grano. Tras un saludo
desprovisto de cortesías, me invitó a tomar asiento
frente a su vasto escritorio y me dijo:
–Señor Talavera, la razón por la cual hemos
decidido reubicarlo temporalmente en San Pedro,
tiene un origen que no escapará a su notable
inteligencia: la muerte de Misael Buitrago. Mejor
dicho, nos preocupan las secuelas que, por el bien
de nuestra democracia, debería dejar la desaparición
del exgobernador Buitrago. Pretendemos que usted
se desempeñe como una especie de fiscal secreto en
la reactivación y la actualización del expediente que
usted mismo había preparado a propósito de las
posibles actividades delictivas de Misael. Ya nos
encargaremos en el más alto nivel de tratar el asunto
con la Fiscalía General del Estado. ¿Me explico?
–En primer lugar, su señoría, lo que yo había
preparado y puse en sus manos, era un informe
personal y preliminar, no el expediente regular de un
caso en proceso de investigación, proceso que, de toda
forma, yo no podía iniciar. Aquello fue el resultado de
una iniciativa personal de la que solo hice partícipe a
su señoría. De hecho, la única copia que existe es
la que puse en sus manos. Y una buena razón para
no llamarlo un expediente es que de los documentos
ahí mencionados solo se incluyen transcripciones, no
todas de ellas completas. Por otra parte, de esos
documentos la mayoría no se encuentran en nuestros
archivos. Pude hacer copias o transcripciones de
ellos gracias a que la Fiscalía General me permitió
el acceso a sus archivos. Por último, su señoría, me
parece que justamente la muerte de Misael Buitrago
hace que ese informe haya perdido toda relevancia.
Así que, ¿qué sentido tiene actualizarlo ahora, cuando
100
ha muerto el sospechoso más importante?
–Usted lo ha dicho, señor Talavera, ha muerto
el sospechoso más importante, pero él no era el único
personaje al que se le podría implicar en eventuales
procesos. Creemos que es posible, a partir de ahora,
desramar meticulosamente ese enorme árbol de
corrupción que el finado Buitrago hizo crecer en
nuestro jardín republicano. ¿Está claro?
–Entiendo muy bien, su señoría. Comprendo
perfectamente, pero ¿me permitiría su señoría hacerle
una pregunta en el entendido de que si su señoría así lo
dispone la daremos por no formulada?
El Presidente de la Corte se echó hacia atrás en
su silla que más bien parecía un trono papal, desvió
su inexpresiva mirada hacia uno de los cuadros que
adornaban la oficina (propiedad del Museo Estatal de
Tierrablanca, se leía en una discreta placa dorada
incrustada en borde inferior del marco de cada uno de
aquellos cuadros) y admitió:
–Esperemos que ninguno de nosotros tenga
que arrepentirse, ya sea de haberla hecho, ya de
haberla contestado. Adelante, por favor.
Vacilé por un instante. ¿Había recibido una
autorización o una advertencia? Decidí correr el
riesgo.
–Su señoría, ¿es su intención lograr que sean
eliminadas también las raíces profundas de ese árbol?
–El problema con su pregunta, señor Talavera,
es que no me dice si usted está pensando en que, si
eliminamos las raíces, dejaremos el terreno preparado
para que alguien venga a plantar una semilla de la
misma especie. Por el momento, entendámonos con la
100
parte visible del árbol. De lo que está bajo tierra nos
ocuparemos después… si Dios nos lo permite.
VI
101
instintivo me hizo entrar en el ascensor. Esperé a que
el agotado ingeniero digitara el botón del cuarto piso
y, saludándole con un leve movimiento de cabeza,
marqué el número del piso siguiente.
Me devolvió el saludo con un simple abrir y
cerrar de labios que interpreté como el intento de
articular una frase o una palabra. Evidentemente, no
me había reconocido, pese a que años atrás lo había
entrevistado varias veces en su despacho ministerial,
con motivo de una investigación sobre un fraude
presuntamente cometido con el contrato para la
construcción de varios puentes elevados en la pista
de circunvalación de la ciudad. “Tanto mejor”, pensé
con alivio.
Al abrirse la puerta en el cuarto piso, nos
despedimos con las cortesías de una doble inclinación
de cabeza. Salí del ascensor un piso más arriba y luego
descendí lentamente por las escaleras. Cuando arribé
al cuarto piso, ya el ingeniero Rosales no se veía por
ninguna parte.
En las puertas del pasillo principal de aquel piso
aparecían en sendas placas de bronce los nombres de
los magistrados Ramón Álvarez Ruvalcaba, Alonso
Villalta Toledo, Ramiro Gómez Astúa y Leoncio
Martínez Vargas. En la ventanilla de la recepción, una
indolente mecanógrafa tecleaba con desgano sobre
una anticuada máquina de escribir eléctrica, frente a
la cual parpadeaban en verde y rojo los botones de
una pequeña central telefónica. Me dirigí a ella con
desenvoltura:
–Buenos días, señorita, perdone la molestia.
El ingeniero Domingo Rosales y yo quedamos de
encontrarnos a su salida de la cita que él tiene
102
con uno de los magistrados. ¿Sabe usted si ya se
encuentra por aquí?
La recepcionista había cesado de escribir y,
dirigiéndome una mirada displicente, me interrogó:
–Caballero, ¿pregunta usted por un señor
mayor, de pelo canoso y un poco encorvado?
–Así es, señorita.
–Entonces sí, caballero, se encuentra en el
despacho del magistrado Villalta. Acaba de entrar.
¿Debo avisarle que usted está aquí?
–No, señorita, solo quería estar seguro d e que
él se encuentra en el edificio. Le esperaré en el
vestíbulo. Muchas gracias –dije y me deslicé hacia el
ascensor.
VII
104
–Estoy seguro de eso, claro, pero ¿de qué te
acusaron?
–Bueno, en términos jurídicos, no puedo decir
que fui objeto de una acusación. Alguien sustrajo una
serie de documentos, tú sabes, de esos que cuando
desaparecen paralizan un proceso y absuelven de
hecho a… bueno, ya tú sabes, a alguien de los de
arriba. Sea como sea, yo terminé siendo el chivo
expiatorio a pesar de que no tenía posibilidad alguna
de saber que aquello estaba ocurriendo. Tan es así,
que nunca llegué a enterarme de quién fue o quienes
fueron absuelto o absueltos “gracias a la desaparición
de las pruebas”.
–¿Y después? ¿A qué te dedicaste?
Mauricio se inclinó, levantó la maleta del piso
y, golpeándola con los nudillos, musitó:
–Al menos no me impiden visitar a los
funcionarios para venderles.
–Venderles ¿qué?
–Libros y otras cosas. Principalmente libros,
pero todo es limpio.
–Vaya, Mauricio, de verdad lo siento –se me
escapó.
–No te preocupes. No me va tan mal después
de todo. Ya conoces la costumbre de los funcionarios
judiciales, de comprar compulsivamente libros
siempre que sean de derecho. No digo que los lean,
pero los compran y eso es lo que a mí me interesa.
–Me alegra que lo veas de ese modo, amigo.
–Escucha, si vas a estar algún tiempo en San
Pedro, tal vez podríamos reunirnos una tarde de
estas a tomar café y a recordar los buenos tiempos
–sugirió.
105
No supe qué decir. Mauricio sacó de un bolsillo
de su chaqueta un tarjetero.
–Aquí tienes mi tarjeta, no dejes de llamarme
–dijo y corrió hacia un ascensor abierto.
Antes de que la puerta se cerrase, volvió a
dejar caer la maleta y, con la mano recién liberada,
me dirigió un saludo de despedida. Me pareció que
todavía se dibujaba en su rostro su antigua sonrisa.
VIII
106
Por lo demás, en materia de mobiliario y
artefactos la oficina contaba con todo lo que me
parecía necesario en aquel momento. Un escritorio,
una mesa de trabajo, una computadora, un par de
teléfonos. Dos óleos pertenecientes a la colección de
pinturas del Museo Estatal. También me parecieron
adecuados los estantes para libros y los archivadores.
Discretamente dispuesto cerca de la puerta de lo que
sin duda era el baño, había un pequeño refrigerador.
Lo señalé.
–Vea usted, el año pasado se hizo una compra
de “frigos” para las oficinas de los magistrados y por
alguna razón el pedido fue mayor de lo necesario.
Por eso se instalaron algunos en otras oficinas. En la
mía tenemos uno igual y lo único que le aconsejo es
que no lo ponga a disposición de quienes trabajen con
usted. No se imagina la molestia que eso significa…
pero, en fin, haga como guste. A partir de ahora es su
oficina y tiene la suerte de que no lo será por mucho
tiempo. Se lo digo sinceramente. No sé cómo eran las
cosas cuando usted ocupaba la Dirección, pero estoy
seguro de que, si algo ha cambiado, no es para hacer
del puesto que usted ocupó algo más cómodo.
Me abstuve de hacer comentarios. Nos
sentamos a un lado y otro de la mesa de trabajo. El
Director inició la conversación de una manera que no
dejaba de parecerme evasiva, tal vez trivial.
–Señor Director –le interrumpí tratando de
imprimirle un mínimo de solemnidad a la ocasión–,
estoy seguro de que usted ha ordenado correctamente
que se me faciliten los medios necesarios para mi
trabajo. Ya estuve en contacto con quien será mi
secretaria y me parece una persona muy competente.
107
Por supuesto, es posible que necesite contar con uno
o dos asistentes, pero no pensaré en eso sino hasta
dentro de unos días. Lo que más me interesa en este
momento es tener otra vez en mis manos el informe.
–¿Informe? ¿A qué informe se refiere usted?
–preguntó, perplejo, el Director.
–El informe de base…
–No comprendo. A mi entender, lo que el
magistrado Presidente desea es que usted inicie una
investigación que él le encomendará y abra un
expediente sobre el caso. Él no me habló de ningún
informe.
Se me hizo obvio que hasta entonces el
Director había actuado, con respecto a mí, solamente
como mensajero del magistrado.
–Señor Director –dije sintiendo que debía ser
cauteloso–, creo que me he confundido. Supuse que
el magistrado Chavarría y usted habían hablado en
detalle sobre la tarea que se me está encomendando.
Se trata de algo a lo que yo le dediqué algún tiempo
antes de mi traslado a Almeida…
El Director, aparentemente desconcertado,
guardó silencio durante algunos segundos. Sus dedos
danzaban nerviosamente sobre la mesa.
–Verá usted –dijo pensativamente–, mi
participación en esto ha sido, podríamos decirlo,
marginal, y ahora me siento algo desorientado, le
confieso. Mis conversaciones sobre este asunto con
el Presidente y con otros magistrados han sido breves
y superficiales. Lo único que me solicitaron fue mi
intervención para convencerlo a usted de que aceptara
el encargo. Uso esa palabra porque es la que ellos
han usado: encargo. En cuanto al trabajo mismo, yo
108
esperaba que el magistrado Presidente pusiera todo
en claro con usted...
–Esto me preocupa –interrumpí–, porque
todas mis previsiones están basadas en que contaré
con el apoyo de usted, señor Director, como superior
jerárquico inmediato. Creo que me resultará un poco
engorroso entendérmelas todo el tiempo directamente
con el Presidente. No me parece práctico, de seguro él
estará siempre muy ocupado
–Bueno, si me lo permite, intentaré hablar de
nuevo con el Presidente y le pediré algunas
aclaraciones. Para comenzar, y se lo haré ver a él,
yo creía que usted debería iniciar un expediente, no
retomar un caso previo. Además, supuse por mi parte
que los magistrados habían decidido, por discreción,
no poner en mi conocimiento la naturaleza del caso en
cuestión. ¿Podría usted darme un compás de espera?
–Para mí, señor Director, usted es mi superior,
así que está en su poder prolongar mi ociosidad tanto
como requiera. Si sus órdenes son esas, esperar, yo no
tengo objeciones.
IX
109
–En realidad no lo sé, hijo. Aunque no me lo
creas, ni siquiera parecen haberse puesto de acuerdo
entre ellos sobre los alcances de la misión que me
quieren encomendar. Lo único que he logrado hasta
ahora es conocer la oficina que me asignaron y
conversar con quien será mi secretaria. Naturalmente,
no es muy cómodo regresar al lugar donde uno
desempeñó funciones de dirección y tener que
comenzar por explorar cómo se lo toman los viejos y
los nuevos jerarcas.
–Bueno, haz como hacemos nosotros cuando
comienza un curso lectivo y nos enfrentamos a los
nuevos profesores. Como tú también fuiste estudiante,
tal vez no haga falta recordarte la receta.
–Sí, lo fui, pero hace tanto tiempo que ya he
olvidado cómo era el encuentro con los nuevos
profesores. Hazme el favor de recordármelo.
–Es muy simple, padre. Se guarda silencio
mientras ellos no comiencen a hacer preguntas. No
hay nada que los desoriente tanto como nuestro
silencio. Tenlo por seguro.
–¿Y a qué crees que se debe eso?
–Temen no parecer interesantes. Les aterroriza
no ser interesantes para nosotros. Son como los monos
en el jardín zoológico, ¿nunca los has observado?
–Hijo, sabes bien que no soy muy dotado para
las ciencias naturales.
–Pues mira, algunos compañeros y yo ya
hicimos el experimento que lo confirma. Fuimos al
zoológico, nos agolpamos frente a una jaula llena de
monos y nos quedamos observándolos en silencio,
quietecitos todos nosotros, sin dar señales de que los
malditos animales nos interesaban, sin soltarles gesto
110
alguno, en fin, ignorándolos a pesar de que sus
intentos por llamar nuestra atención eran cada vez más
ruidosos y estrafalarios. Al cabo de unos veinte
minutos los pobres simios entraron en lo que uno de
mis compañeros llamó luego un paroxismo provocado
por la esquizofrenia.
–Y eso ¿qué demuestra?
–Hasta ahí, nada, pero déjame contarte el resto.
Una semana después volvimos, el mismo grupo, y
nos situamos frente a la jaula en el mismo orden de la
semana anterior. No puedes imaginarte el estado de
tristeza en que entraron de inmediato las pobres
bestias. Solo les faltaba echarse a llorar.
–¿Conclusión?
–Conclusión: los políticos, los magistrados, los
funcionarios, no son más que primates en una jaula y se
mueren si no encuentran un público que les ría sus
monerías. ¿O quieres que te haga un dibujo, querido
padre?
Guardé silencio durante unos minutos.
Finalmente dije:
–¿Sabes una cosa, hijo?, me has hecho recordar
algo. Cuando eras un mocoso, cada vez que tenía que
regañarte por alguna de tus travesuras me escuchabas
en silencio, pero siempre acababas por dirigir la
mirada a otra parte, lo que solía causarme un enojo
suplementario. Tienes que agradecer a la providencia
el no haberte dado un padre irascible. De modo que,
haya o no haya tenido lugar tu experimento en el
zoológico, me diste en qué pensar. Te agradezco la
receta y te aseguro que esta noche dormiré a pierna
suelta gracias a ti.
111
X
112
–Veo que no tenemos de qué quejarnos –dijo
fijándose en el refrigerador.
–En efecto, así es –agregué secamente.
Una nueva pausa. Esta vez emitió un leve
carraspeo antes de comentar:
–Señor Talavera, he tenido una conversación
con el Director…
Asentí balanceando la cabeza.
–…me decía él que, en cierto modo, usted le
solicitó acceso a un informe o expediente sobre el que
él no sabe gran cosa… mejor dicho, sobre el que, se
lo comento confidencialmente, no sabe nada ya que
nunca lo ha tenido a su alcance ni yo le he hablado
sobre él. Aprecio que no le haya revelado en qué
consiste ese…digamos… ese legajo. Creo que usted
me entiende.
De nuevo, asentí silenciosamente. El
magistrado Presidente demostró su incomodidad
arreglándose el nudo de la corbata que, por otra
parte, no estaba torcido.
–Debo confesarle que cometí un error al omitir,
en nuestra anterior conversación, la advertencia de
que el Director está, salvo en lo que se refiere a las
cuestiones administrativas más elementales, fuera de
nuestro asunto. ¿Me explico?
Mi silencio le obligó a continuar:
–También olvidé explicarle, en relación con el
informe en cuestión, al que de ahora en adelante
nos referiremos como “ el legajo” con el fin de
evitar confusiones, que ha sido del conocimiento
de muy pocos de mis colegas magistrados. Digamos
que quienes han tenido acceso a él se pueden contar
con los dedos de una mano.
113
No pude contenerme:
–Pero su señoría, aun siendo del conocimiento
de tan pocas personas, ¿cómo es que no se han
difundido, al menos, rumores sobre él?
–No debe sorprenderle, puesto que fui muy
cuidadoso al determinar con quiénes debía compartirlo.
Y puedo asegurarle que nadie ha tenido oportunidad
de copiarlo.
–Lo que usted revela, su señoría, me obliga a
preguntarle si ahora lo tendré siempre a mi alcance
como documento de trabajo. Es mi deber recordarle a
su señoría que, de acuerdo con sus i n d i c a c i o n e s ,
la copia que conservaba en mi poder fue incinerada
cuando se me trasladó a Almeida.
El magistrado Presidente extrajo de un bolsillo
del saco un sobre y me lo extendió por encima del
escritorio.
–Aquí tiene las indicaciones sobre cómo abrir
la caja de seguridad que está instalada en esta oficina.
La encontrará detrás del cuadro que usted está mirando
de frente. Así mismo, dentro de ese sobre hallará las
instrucciones sobre la manera de crear la nueva clave,
que solamente usted conocerá. A partir de mañana el
legajo estará ahí y será accesible solamente para usted.
No deberá salir por razón alguna de esta oficina y ni
siquiera su secretaria podrá ponerle mano encima.
Por lo demás, he dado órdenes de que se le permita
acceso irrestricto al archivo general, de manera que
usted pueda iniciar, a su leal saber y entender, la
actualización que le he encargado. Bien entendido,
si por alguna razón sospechara que algún documento
que debiera encontrarse en el archivo se ha extraviado,
usted procederá a localizarlo o a reponerlo mediante
una copia cuando sea posible. Después de todo, ya
114
usted hizo ese trabajo antes ¿no es cierto?
–Así fue, su Señoría. Sin embargo, con el
tiempo que ha transcurrido…
–Confiamos en su habilidad para
proporcionarnos un legajo renovado en el menor
tiempo posible, señor Talavera. Lo que bien se
aprende… De más está advertirle que mientras usted
se encuentre a cargo no deberá compartir con nadie la
nueva clave que escoja. Todo quedará bajo su
completa responsabilidad –dijo y, poniéndose de pie
solemnemente, me indicó con un gesto que
permaneciese en mi lugar.
–Conozco el establecimiento, señor Talavera,
no se moleste, por favor.
Ante de cerrar la puerta de la oficina, se detuvo
para indicarme:
–Si en algún caso tuviese que dar por extraviado
definitivamente del archivo un documento, le ruego
no comentar el hecho con nadie, excepto conmigo. Ni
siquiera se lo comunique al jefe de ese departamento.
Estaré a su disposición cuando quiera que considere
necesario hablarme.
XI
115
–Su señoría el magistrado Presidente me
ordenó darle todas las facilidades que estén a nuestro
alcance y le aseguro que las tendrá. Sin embargo,
debo advertirle que todo documento que usted desee
sacar del archivo deberá salir en la forma de una
copia que será debidamente registrada y certificada
por uno de nuestros oficiales.
–Por supuesto, me someteré rigurosamente a las
regulaciones establecidas, señor Vergara. Estoy seguro
de que no se presentarán dificultades conmigo.
–En ningún momento lo he dudado, caballero,
pero tal vez usted esté al tanto de ciertos problemas de
seguridad que se presentaron hace algún tiempo y…
–…no estoy enterado, pero comprendo
perfectamente que se deban tomar ciertas medidas.
Solo le ruego que usted y yo mantengamos, como se
dice, el canal de comunicación directa abierto por si…
–¡De mil amores! No vacile en recurrir a mí en
cuanto se le presente el menor contratiempo. Espero
que su trabajo llegue pronto a buen término.
Al abandonar la oficina del Jefe del archivo
vinieron a mi memoria mis frecuentes encuentros, en
el mismo lugar, con Mauricio Ramos, su predecesor.
Pensé en que debería llamarlo e invitarlo a cenar.
116
razones de la destitución de mi amigo. En el momento,
el asunto me pareció irrelevante.
XII
117
evidente que, si de habilitar al magistrado Presidente
para tomar alguna acción se tratase, era necesario
incorporar al que ahora denominábamos el legajo,
copias certificadas de cada uno de los documentos
mencionados en él. Más tarde vendrían, pensé, la
búsqueda de informaciones originadas después de mi
destierro y la consiguiente labor de actualización.
Un problema que se me planteaba era el de
cómo escoger a mis futuros asistentes y, sobre todo,
qué metodología de trabajo emplear con ellos puesto
que, sin duda alguna, de acuerdo con las instrucciones
del magistrado Presidente no deberían enterarse de
cuál era el propósito de sus tareas.
Por el momento, tomé la decisión de trabajar
sin ayuda durante algunas semanas antes de volver
a pensar en el reclutamiento de mis eventuales
colaboradores.
XIII
118
Munido de las autorizaciones del caso, me
presenté ante la administración de los archivos de la
Fiscalía General. Fui recibido con extremada
amabilidad. No tardé en descubrir que ahí también
parecía haberse dado una desaparición sistemática de
los documentos objeto de mi búsqueda.
En un arranque de elemental prudencia me
abstuve de mencionarle, al menos por el momento,
las desapariciones al magistrado Presidente. Y por la
misma razón juzgué necesario contar con una copia
del legajo original, en el entendido de que me sería
imposible sacarlo de mi oficina con ese fin. Decidí,
por lo tanto, recurrir a la complicidad de mi hijo para
hacerme de una discreta cámara fotográfica y
fotografié, en la soledad de la oficina, página por
página, el extenso legajo. Siempre con la confiable
ayuda de mi hijo, transferí los registros de las
fotografías a un disco compacto que m á s tarde
ocultaría en mi discoteca dentro del sobre
correspondiente a una ya inutilizada grabación de
una sinfonía de Gustav Mahler.
XIV
119
no quiero perder ese privilegio –me explicó y luego
me advirtió que se trataba de un establecimiento
particularmente caro.
–No olvides llevar tu billetera o una tarjeta de
crédito activa.
120
zonas rurales, como vos, deben tragarse la píldora de la
integridad del Poder Judicial. Pero no nos ocupemos de
eso por el momento. Ya sabes que una república
democrática es, en nuestro tiempo, un latrocinio
reglamentado.
–Sin embargo, tuve la impresión de que
saludabas a todo el mundo con satisfacción y de manera
indiscriminada.
–Por el contario, fueron ellos quienes me
saludaron a mí. Y es lógico, pues prácticamente a todos
les he vendido libros recientemente. Ellos supieron de
inmediato que dentro de esta concurrencia los únicos
personajes honrados somos el vendedor de libros y el
campesino que le acompaña.
Durante la cena, la conversación discurrió por
diversos rumbos. Cada vez que su impulso vituperativo
se agotaba durante algunos minutos, Mauricio volvía
a ser el divertido muchachote de antaño y parecía tan
distendido que me alejaba de cualquier intención de
traer a cuento algún tema relacionado con nuestras
respectivas ocupaciones.
A la hora de enfrentarnos al menú, fue él quien
se encargó de toda una vez que le confesé no estar en
absoluto familiarizado con la comida griega. Antes
de solicitar la atención de un camarero, me aleccionó
largamente sobre la realidad cultural de nuestra
sociedad, a la que apostrofó sentenciosamente por
rastacueros y hollywoodesca.
–Toma como ejemplo lo que ocurre en este
restaurante soi disant griego. ¿Te imaginas, acaso, que
en realidad te ofrece auténtica comida griega?
–Supongo que sí… digo… tú mismo lo
recomendaste y….
121
–Vamos, no he dicho que no sea recomendable.
Cada plato que te sirvan es razonablemente pasable,
pero de griego esto no tiene nada, excepto por algunas
marcas de vino dulce que en Atenas lo deben de beber
solo los gitanos procedentes de Valaquia. Pero e s o
no tiene importancia, porque con la misma soltura
te sirven platos supuestamente italianos, españoles o
franceses. En este Estado provinciano, debes irlo
sabiendo, todo se vale y todo es apariencia.
–Observo, Mauricio, que has fortalecido tu
tendencia a la exageración.
–Deberías decir, mi tendencia a la hipérbole.
Suena más literario y, dicho sea de paso, más griego.
Y no te voy a decir que nosotros los tierrablanquinos
nos estamos barbarizando más que las demás tribus
supuestamente civilizadas. En todo el mundo ya no
quedan griegos clásicos ni para filmar un cortometraje.
Con los malditos restaurantes ocurre en todas partes
lo mismo que ocurre con los hoteles.
–¿Los hoteles? ¿Qué ocurre con los hoteles,
Mauricio?
–En todas partes, y cuando digo en todas
partes me refiero a cualquier rincón de los cinco
continentes, las fachadas de los hoteles obedecen a
cánones arquitectónicos más o menos diversificados,
medio respetuosos de las tradiciones locales, pero en
el interior de ellos, da lo mismo que te encuentres en
Sidney, en París, en Buenos Aires o en Irkutsk. En
Nairobi, en Praga o en Shangái, el turista, el
c l i e n t e o como se llame, provenga de América de
Europa o de China, se siente, una vez dentro de su
hotel, como deben de haberse sentido los soldados
romanos en las expediciones de conquista. ¿Sabías
que los romanos
122
acostumbraban a acampar en los llamados castros,
campamentos diseñados siempre de la misma manera,
de la misma tediosa manera, exactamente como hoy
en día la industria hotelera obliga a hacer a la totalidad
del planeta?
–¿La totalidad? –detuve aquel torrente de
exaltación.
–Bueno, hablo de la parte de la humanidad que
viaja con suficiente dinero para pagarse un hotel. Por
lo demás, ¿sabes cuántos millones de refugiados y
desplazados viven en campamento frente a los cuales
los castros romanos eran hoteles de cinco estrellas?
–Algo he leído al respecto –alcancé a decir
antes de que nos interrumpiese la proximidad de un
camarero que había interpretado una de las
ampulosas gesticulaciones de Mauricio como una
solicitud de atención.
–Es conveniente que ordenemos –me adelanté
a la predecible protesta de Mauricio.
–De acuerdo, de acuerdo –admitió el locuaz
vendedor de libros y procedió a ordenar por ambos.
Su selección me pareció demasiado abundante y
variopinta, pero no me sentí en condiciones de
intervenir. Terminada su negociación con el camarero,
esperó hasta que estuviésemos solos de nuevo para
decirme:
–No te consulté porque conozco tus gustos y
tengo una idea de cuánto estás dispuesto a pagar por
la cena. Además, sospecho que tu presente ocupación
no nos va a permitir que repitamos la experiencia
muy pronto.
–Todo va a estar bien, estoy seguro, sobre
todo porque no me falta el apetito. Y que conste: me
123
alegrará repetir este encuentro de vez en cuando. El
trabajo no tiene por qué interferir con la amistad.
–Veremos si es cierto. A propósito…
–Perdóname, Mauricio, sé lo que me vas a
preguntar, pero antes de que entremos en ese terreno,
dime de dónde has aprendido tanto sobre los hoteles
del mundo. ¿Acaso trabajaste para una agencia de
turismo?
–Ni lo pienses, camarada. Lo que te dije sobre
esa materia lo he aprendido poniéndoles oído a mis
compradores de libros.
–No me digas que los funcionarios judiciales…
–Pues sí, pero no solo ellos. Quiero decir, mis
clientes no se cuentan únicamente entre los funcionarios
judiciales. También atiendo a una multitud de los así
llamado servidores públicos de las secretarías del
estado y de las universidades estatales. Y entre todos
ellos integran un ejército expedicionario m o d e r n o
de turistas académicos y turistas institucionales que
se desplazan como nubes enloquecidas a lo ancho y lo
largo del planeta, en viajes pagados por el Estado, o
sea, por nosotros los contribuyentes. A veces llego a
creer que en los aviones de línea que despegan de
nuestros aeropuertos internacionales la mitad de los
asientos van ocupados por magistrados, secretarios de
estado, diputados, rectores, jueces superiores, decanos,
presidentes y directores de instituciones estatales y,
desde luego, con mucha frecuencia, los amantes y las
amantes, cuando no las ajadas esposas y los mantenidos
esposos de tales adalides del turismo oficial. A todos
ellos los escucho en sus oficinas y despachos mientras
comentan, como antiguos generales o legionarios, sus
hazañas turísticas. Tenemos el caso de un vicerrector
universitario que solo después de su regreso
124
descubrió que había asistido, fragmentariamente,
pero asistido, a las conferencias de un congreso
científico diferente a aquel al cual había sido
invitado. “Solo en Europa se le ocurre realizar dos
congresos científicos simultáneos en la misma
ciudad”, explicaba a quien quisiera oírle. Aquí
mismo, en este recinto pleno de manducatoris, hay por
lo menos una docena de expedicionarios permanentes
que habrían llevado, con sus viajes, a la quiebra a la
mismísima Roma de Augusto.
De nuevo, la aparición del camarero apaciguó
el espíritu vindicativo de Mauricio, cuyo i n t e r é s
se volcó largamente sobre ciertas consideraciones
técnicas acerca de la elaboración de algunos de los
mets que comenzaban a poblar la mesa.
En un momento que me pasó inadvertido,
Mauricio había hecho descorchar una botella de
vino tinto francés, sobre el cual tampoco me pidió
opinión. No faltó un solemne brindis que concluyó
con un inapropiadamente estentóreo “Ave Cesar,
viatores ebrius te salutant” que se escuchó en t o d o
el salón.
–Por favor, Mauricio, no faltes a las buenas
maneras –le susurré inclinándome sobre la mesa.
–No te preocupes, no te preocupes, en
Tierrablanca ni siquiera los magistrados entienden el
latín, pese a que los griegos deben de haberlo
considerado una lengua bárbara. ¿Te imaginas el
sobresalto general, en este salón, si hubiese dicho
“¿Ave César, los turistas borrachos te saludan”? Pero
volvamos al punto que me interesa. ¿Con qué fin los
dómines te han traído de vuelta a San Pedro?
125
–En realidad, no lo sé exactamente –le mentí–;
hasta hora, mis superiores solo me han hablado de
mantenerme aquí por un período limitado para que
les ayude en un caso particular. Ya sabes cómo se
manejan ellos. Por el momento no he comprendido
bien de qué se trata. Eso sí, estoy seguro de que, en
verdad, estaré aquí solo por tiempo limitado.
–Bueno, es obvio que te están metiendo en
algo sobre lo que no puedes hablar. Y conociéndote
como te conozco, sé muy bien que no vas a soltar
prenda. Ese es tu deber, desde luego. Pero me voy
a tomar la libertad de hacerte una recomendación,
querido Pepe: muévete con mucho tiento. Las cosas
han cambiado bastante en los corrales de la llamada
justicia de nuestro estado y, si te han llamado de vuelta
a la capital, debe de ser porque en alguna parte hay
un trabajo sucio que ellos no pueden o no se atreven
a ejecutar.
–Hombre, Mauricio, me vas a hacer pensar que
querrías verme de nuevo refundido en la provincia.
–Que no se te ocurra de nuevo semejante
pensamiento. No puedes imaginarte cuánto me
alegra saber que podremos frecuentarnos de nuevo.
Pero, justamente por lo mucho que te aprecio, me
siento obligado a pedirte que tengas mucho cuidado.
Te repito, los tiempos han cambiado en el ámbito en
el que te estás moviendo.
–Supongo que hablas a la luz de tu experiencia
–aventuré.
–Es posible, mi amigo, es posible. Después de
todo, aunque te parezca descabellado, lo que me
ocurrió a mí no fue un accidente, no fue el resultado
de un descuido de mi parte.
126
–Si no recuerdo mal, el otro día me dijiste que
tu destitución estuvo relacionada con una desaparición
de documentos en tu departamento. ¿Podría hablarme
de ello?
–No es algo de lo que me complazca hablar,
pero creo que te debo un resumen, digamos que a
manera de explicación. Sobre todo, porque ocurrió
poco tiempo después de la revocatoria de tu
nombramiento como Director. Tú sabes que ya desde
mucho antes de tu defenestración, si me permites el
término, se habían implantado en el archivo general
extremados procedimientos de control con los que se
esperaba evitar aquellas esporádicas sustracciones
que tantos problemas crearon en el pasado. Te puedes
preguntar entonces cómo fue posible que se diera una
desaparición masiva, a mi juicio muy bien organizada,
de documentos relacionados exclusivamente con un
número restringido de casos. Lo pongo en esos
términos, amigo mío, porque tal fue la conclusión a la
que quisieron llegar nuestros superiores jerárquicos.
¿Puedes entenderlo? Es como si, a pesar de los
controles, y sin el menor conocimiento del jefe del
departamento, se hubiese producido una depuración
sistemática del archivo, una depuración dirigida a
suprimir los rastros de algo muy gordo. ¿No te suena
eso a conjura?
Se detuvo. Esperaba, sin duda, que yo hiciese
algún comentario.
–¿Me estás diciendo que tú fuiste el chivo
expiatorio de una destrucción de documentos
ordenada, por así decirlo, desde arriba?
–Toma en cuenta que no he usado la palabra
destrucción. Dije desaparición y depuración. No tengo
127
la menor idea de lo que pudieron haber hecho con ese
material después de haberlo retirado del archivo.
–Me imagino que en el transcurso de la
investigación fue confeccionada una lista, aunque
fuese aproximada, de los documentos perdidos.
¿Tuviste oportunidad de leerla?
–Así fue. Me mencionaron la existencia de esa
lista y exigí que me permitieran verla. El magistrado
Presidente fue quien me la mostró y me dio la
oportunidad de leerla. Una sola vez. Como te lo
puedes figurar, le solicité que me facilitase una copia,
pero me denegó la petición.
–Con todo, aquella lectura te pudo haber dado
una idea de lo que se quería ocultar con la sustracción…
–Para nada. Se trataba de una lista muy
compleja. Para sacar algo en claro de ella tendría
que haberla estudiado detenidamente y, como te
digo, no me dieron la menor oportunidad de hacerlo.
–Pero perdóname, no comprendo por qué no
exigiste que te sometieran al debido proceso. Tenían
que respetar tus derechos…
–Amigo mío, no voy a ofenderte preguntando si a
ti te respetaron los tuyos. En cuanto a mí, me vi obligado
a presentarles por escrito mi renuncia una vez que el
mismo magistrado Presidente me apercibió de que, de
no hacerlo, intentarían incoar un proceso contra mí. En
ello estaba implícita una amenaza de encarcelamiento.
Dime: ¿qué habrías hecho tú en mi caso?
–No lo sé –admití–, en verdad no lo sé.
–Ahora que sabes cómo anduvieron las cosas
conmigo, podrás entender por qué me preocupa que
te hayan hecho regresar. Me preocupo por ti. Estoy
de acuerdo en que podría tratarse de algo anodino,
sin consecuencias, después de lo cual podrás regresar
128
a Almeida como si nada hubiese ocurrido. Pero, de
lo contrario, sería muy incómodo para mí compartir
mi clientela con otro vendedor de libros.
–Te prometo que, en cualquier caso, no tendrás
mi competencia. Algo habrá que yo pueda mercadear
en Almeida.
–Te deseo que el diablo no te visite en Almeida
y te pida mercadear tu alma.
XV
129
sus servicios. De ahí que mi contacto con ella se
redujese a ocasionales reuniones de trabajo que no
se prolongaban más allá de media hora cada una. Por
lo demás, se encargaba de la recepción de los
muy escasos mensajes telefónicos dirigidos a mí y de
atender esporádicas solicitudes de breves faenas
mecanográficas.
Lo único que pareció despertar su curiosidad
o su incomodidad fue el hecho poco usual de que yo
le entregase en hojas manuscritas la mayoría de los
textos, principalmente listados de documentos, que le
pedía pasar en limpio y normalmente no requerían
correcciones ulteriores. La costumbre más
generalizada en el ámbito de la Corte consistía en
que los borradores fueran digitados por sus autores
directamente en las computadoras. Las notas
manuscritas de más de unas pocas líneas eran
excepcionales.
–Verá usted, como mecanógrafo siempre fui
muy torpe –le expliqué falsamente. En realidad, lo
que intentaba era evitar que en los para mí misteriosos
dispositivos de computación de la Corte no quedasen
rastros de mis notas preliminares, en las cuales se
me podrían escapar observaciones inapropiadas o
eventualmente comprometedoras. Todas las tardes,
antes de abandonar la oficina, me tomaba
discretamente el trabajo de triturar las hojas que
contenían mis apuntes preliminares y mis intentos
inacabados de redacción.
Todas aquellas precauciones eran el resultado
de las reflexiones que me había hecho inmediatamente
después de mi segundo encuentro con Mauricio
Ramos.
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XVI
131
–Eso significa, su señoría, que por el momento
sería imposible para mí, y para cualquier otra persona
pienso yo, adelantar un solo paso en el empeño de
convertir mi viejo informe en un conjunto de cargos
de alguna manera imputables. En otras palabras, su
señoría, no se requeriría mucha imaginación para
sugerir que la desaparición de documentos que me
impide seguir adelante tuvo lugar de acuerdo con el
deliberado designio de, justamente, evitar que lleve a
buen término mi labor.
–¿Se da cuenta usted de lo que implica
semejante sugerencia?
–Su señoría, he reflexionado mucho sobre
ello y debo confesarle que en mi fuero interno me
niego a creer que algo así pudiese haber ocurrido.
En definitiva, me inclino a creer que se trata de una
coincidencia, desafortunada, catastrófica es cierto,
pero coincidencia al fin. Desde mi perspectiva, eso es
todo que se puede decir.
–Si le entiendo bien, señor Talavera, ha llegado
usted a la conclusión de que al Estado de Tierrablanca
no le será posible desmantelar ni sancionar la urdimbre
de corrupción que según nuestro legajo montó Misael
Buitrago. ¿Es así? –acotó, sin mostrar emoción
alguna, el magistrado Presidente.
–Así es, su señoría… al menos en las
circunstancias actuales, que solo podrían cambiar si
de manera poco menos que milagrosa los documentos
perdidos reapareciesen en los archivos. Pero como se
lo he dicho, su señoría, no veo de qué modo se podría
conseguir ese milagro.
–Podría decirse que estamos ante una situación
irreparable –reflexionó en voz alta el magistrado.
132
–Ciertamente irreparable, su señoría –sentencié.
El Presidente guardó un largo silencio al cabo
del cual me propuso:
–Señor Talavera, ¿estaría usted dispuesto a
repetir lo que me ha dicho delante de un pequeño grupo
de magistrados, no más de cinco incluyéndome a mí?
Me había tomado por sorpresa, pero, para no
permitirle la satisfacción de darse cuenta de ello, me
apresuré a responderle:
–Por supuesto que sí –dije como si hubiera
estado esperando la pregunta. Si su señoría lo
considera necesario, estoy dispuesto a hacerlo.
–Usted debe entender –dijo, a guisa de
despedida–, que de no cambiar las cosas su regreso a
Almeida se deberá adelantar un poco. Sin embargo,
por razones que podríamos llamar de imagen no
podemos permitir que eso ocurra de inmediato, así
que podrá tomarse unos pocos días como bien
ganadas vacaciones.
–Lo entiendo, su señoría, lo entiendo
perfectamente –admití y me retiré dejando sobre la
mesita las listas de documentos perdidos.
Por lo visto, el magistrado Presidente gozaba
de la credulidad de sus colegas puesto que nunca fui
llamado a comparecer ante aquella especie de consejo
de magistrados notables.
XVII
134
más ruidoso que nuestro entorno. Me interrumpió
en contadas ocasiones tan solo para pedirme que le
repitiese algún detalle. Cuando hice silencio, se irguió
apoyándose en el respaldo de la silla y, gesticulando
de una manera tan aspaventosa que daba la impresión
de tener un hueso de ave atravesado en la tráquea,
comenzó a vociferar:
–¡Rufianes! ¡Rufianes! Ahora me queda claro
que todo, desde el principio, ha sido una conspiración.
Tú, ingenuo, los llamaste consejo de magistrados
notables. Yo los llamo conciliábulo de notables
delincuentes. ¿Te das cuenta? ¿No te das cuenta?
–No me daré cuenta de nada antes de que me
expliques en qué estás pensando.
–Estoy pensando en que fui casi tan imbécil
como tú. A mí me utilizaron como chivo expiatorio
de su propia corrupción de la justicia, pero a ti, por
tu fama de serio y meticuloso, te utilizaron para
comprobar que cometieron el delito perfecto.
–Explícame: ¿de qué delito hablas?
–Más que delito, amigo, más que delito: la
depredación de los archivos para garantizarse su
propia impunidad y la impunidad de la mafia política
que los llevó a los puestos que ahora ocupan. A mí
me utilizaron como parapeto para cometer su tropelía
y se sirvieron de ti para tener la certeza de que su
impunidad y la impunidad de quienes son sus amos
se mantendrán incólumes. Tu fracaso es, justamente,
el triunfo de ellos. Hemos sido sus peones y ahora
podrán dormir tranquilos.
Una suerte de amarga claridad me invadió. Desde
muy lejos en el tiempo me llegaba la voz apagada de
mi viejo profesor de derecho constitucional: “Nuestra
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sociedad no cuenta con capacidad autocrítica alguna,
simplemente porque la ficción que llamamos
democracia es un sistema de poder que, para
prorrogarse, genera una lógica propia resumible de la
siguiente manera: la memoria es el peor enemigo del
poder vigente, por lo que el sistema debe esmerarse
en erradicarla de una manera aparentemente exenta
de violencia”.
136
LA MALDICIÓN DEL RÉQUIEM ……………………..1
LOS BUITRES.................................................................83
137
Fecha de aparición mayo 2015.