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Que me dejen con mi voz nueva, desconocida. No, no me dejen. Oscura y triste la
infancia se ha ido, y la gracia, y la disipación de los dones. Ahora las maravillas
emanan del nuevo centro (desdicha en el corazón de un poema a nadie destinado).
Hablo con la voz que está detrás de la voz y con los mágicos sonidos del lenguaje
de la endechadora.
A unos ojos azules que daban sentido a mis sufrimientos en las noches de verano
de la infancia. A mis palabras que avanzaban erguidas como el corcel del caballero
de Bemberg. A la luz de una mirada que engalanaba mi vocabulario como a un
espléndido palacio de papel.
Me embriaga la luz. No nombro más que la luz. Quiero verla. Quiero ver en vez de
nombrar.
Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores y los
deseos del momento, y me han dicho tanto sobre cómo vivir que la muerte planea
sobre mí en este momento que busco la salida, busco la salida.
La aurora gris para mi dolor infuso, me llaman de la habitación más cercana y del
otro lado de todo espejo. Llamadas apresurándome a cubrir los agujeros de la
ausencia que se multiplican mientras la noche se ofrece en bloques de dispersa
oscuridad.
Luz extraña a todos nosotros, algo que no se ve sino que se oye, y no quisiera decir
más porque todo en mí se dice con su sombra y cada yo y cada objeto con su
doble.