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7.

No vuelve Nab y tiene que seguir a Top


Todo el cielo tenia mal aspecto y los primeros síntomas de una borrasca se manifestaban.
Pencroff, le dijo:
—¿A qué distancia de la costa cree usted que la bar: quilla recibió el golpe de mar que se
ha llevado a nuestro compañero? El marino reflexionó un instante y contestó:
—A dos cables, esto es cerca de ciento veinticuatro brazas o seiscientos pies. Pencroff se
ocupó en preparar la comida. Decidió hacer un plato fuerte, pues todos necesitaban
reparar fuerzas. A las siete de la tarde Nab no había vuelto.
Pencroff hizo comprender a Harbert que sería inútil una búsqueda en aquella oscuridad;
si al día siguiente no había aparecido, irían a buscarlo. Spilett aprobó la opinión del
marino, añadiendo que no debían separarse.
Una borrasca pasaba sobre la costa con violencia. A las ocho de la noche aún no había
vuelo Nab. Solamente Gedeón Spilett había permanecido despierto. Pencroff,
profundamente dormido, fue sacudido vigorosamente. ¿Qué pasa? – exclamó.
¡Escuche! ¡Un perro! – exclamó Pencroff, Pencroff escuchó más atentamente, y creyó, en
efecto, oír ladridos lejanos. ¡Es Top! ¡Es Top! —exclamó Harbert, que se acababa de
levantar, y los tres se lanzaron hacia el orificio de, las Chimeneas.
Era Top, un magnífico anglonormando, el perro del ingeniero Ciro Smith. ¡Pero estaba
solo! ¡Ni su amo ni Nab lo acompañaban!
Top no estaba cansado, ni sucio de barro o arena, precedido del perro, y seguido del
corresponsal y del joven lanzó fuera, después de haber Lomado los restos de la cena.
La tempestad estaba entonces en su máxima intensidad.
A las seis de la mañana era ya de día. Se hallaban a seis millas de las Chimeneas. El perro
había abandonado la playa y sin mostrar ninguna vacilación les metió entre las dunas.
Cinco minutos después llegaron a una especie de excavación abierta en el recodo formado
por una alta duna. Top se detuvo, dando un ladrido sonoro. Spilett, Harbert y Pencroff
penetraron en aquella gruta. Nab estaba arrodillado, cerca de un cuerpo tendido sobre un
lecho de hierbas. Era el ingeniero Ciro Smith.

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8. ¿Estaba vivo Ciro Smith?
Nab. Creía a su amo muerto.
El corresponsal, Después de una larga y atenta observación, se levantó.
— ¡Vive! —dijo.
Harbert, se lanzó fuera para buscar agua, el joven, con mojar su pañuelo en el río y volvió
corriendo.
El pañuelo mojado bastó a Gedeón Spilett para humedecer los labios del ingeniero.
Nab contó que después de haber abandonado las Chimeneas.
Ayer, hacia las cinco de la larde, me fijé en unas huellas que se marcaban en la arena. Y
se dirigían hacia las dunas. Las seguí durante un cuarto de milla. Cinco minutos después,
cuando empezaba a anochecer, oí los ladridos de Top que me condujeron aquí.
Nab pronunció muchas veces el nombre del corresponsal, que era el más conocido de
Top-, después le mostró el sur de la costa, y el perro se lanzó en la dirección indicada.
El agua con la que humedecían los labios del ingeniero lo reanimaba poco a poco.
Pencroff mezcló con aquella agua un poco de sustancia de la carne. Grandes bivalvos y
el marino compuso una especie de mixtura. Entonces sus ojos se abrieron.
Pencroff y sus dos compañeros hicieron una litera, que las cubrieron de hojas y hierbas.
El ingeniero se despertaba y preguntó dónde se hallaba.
— Bueno —dijo el marino—, tenemos hacia el sur una casa con cuartos, camas y hogar,
y en la despensa algunas docenas de aves. La litera está arreglada y cuando se sienta más
fuerte, lo transportaremos a nuestra morada.
—Gracias, amigo mío. —Pero —preguntó Smith, con voz aún débil—, ¿me han recogido
ustedes en la playa?
No —contestó el corresponsal. —Usted debió ser arrojado a la playa, y tener fuerza jara
caminar hasta aquí; Nab ha encontrado huellas de pasos —dijo Pencroff. - Pencroff —
repuso Smith —, ¿quiere usted tomar mis zapatos y ver si corresponden con esas huellas?
El marino, junto con Harbert y Nab hicieron lo que les pedía el ingeniero.
Pencroff consultó a Smith si se hallaba en estado de que le transportaran. — ¡Bueno!
¡Bueno! —dijo Pencroff —. Llevaron la litera. Se echó en ella Smith. Unas seis horas
llegaron a las Chimeneas.
Tuvo un presentimiento que le atravesó el alma. Se precipitó en el corredor. El fuego
estaba apagado. Las cenizas no eran más que barro. El trapo quemado, que debía servir
de yesca, había desaparecido.

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9. Fuego y carne
Entre tanto, el ingeniero estaba sumergido en una postración ocasionada por el transporte.
La cena sería necesariamente escasa: litodomos y algas comestibles; no existía medio de
asar nada de caza. Los curucús de reserva habían desaparecido.
Harbert le ofreció unos puñados de moluscos y de sargazos, diciendo: — Es todo lo que
tenemos, señor Ciro. -Gracias, hijo mío -respondió Smith-, esto será suficiente para esta
mañana.
—Mañana -añadió el ingeniero—' subiremos a la cuna de la montaña que pude ver cuando
me transportaban y sabremos si esta tierra es una isla o continente.
Presumo que nos encontramos en tierra del Pacífico
En este tiempo, Nab, Harbert y el marino renovarían la provisión de leña y atraparían todo
animal de pluma o de pelo que pasara a su alcance. Partieron hacia las diez de la mañana.
Los tres subieron por la orilla del río.
Harbert descubrió un árbol cuyas frutas eran comestibles: el piñonero. Los frutos estaban
maduros y sus compañeros comieron en abundancia. —Vamos —dijo Pencroff—.
Top había desaparecido ladrando en medio de un matorral. Se mezclaron unos gruñidos
singulares. Los cazadores vieron a Top luchando con un animal, una especie de cerdo.
Harbert lo reconoció como un cabiay. En el momento en que iban a alcanzarlo, el animal
desapareció bajo las aguas de un vasto pantano. Esperemos — dijo el joven—, ya saldrá
a la superficie para respirar.
Top, de un salto, se lanzó sobre él arrastrado hasta la orilla, había muerto de un bastonazo
de Nab. — Ahora sólo falta fuego—exclamó Pencroff. A unos cincuenta pasos de llegar
a ellas advirtió entusiasmado que una humareda se escapaba entre las rocas.

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10. La subida a la montaña
—Pero ¿quién lo ha encendido? —preguntó Pencroff. -¡El Sol! Y Smith mostró el aparato
que le había servido de lente: dos cristales que había quitado al reloj del corresponsal y al
suyo que, concentrando los rayos solares sobre un musgo muy seco, había determinado
la combustión.
Cenaron regularmente. La carne del cabiay fue declarada excelente; sargazos, y piñones
completaron la cena. Terminada la cena, arrojaron en el hogar más leña, y los huéspedes
de las Chimeneas, incluso el fiel Top, durmieron un profundo sueño.
Al día siguiente, 29 de marzo, frescos y repuestos, se levantaron dispuestos a emprenderla
excursión. A las diez hicieron un alto. Apreciaron que el monte se componía de dos conos.
Estamos en un terreno volcánico había dicho Ciro Smith. Subieron poco a poco la cuesta
de un contrafuerte que conducía a la primera meseta. Los accidentes eran numerosos en
aquel suelo.
Durante la primera parte de la ascensión, Harbert observó huellas de fieras. A mediodía,
cuando hicieron alto para almorzar al pie de un ancho bosquecillo de abetos, cerca de un
pequeño arroyuelo que se precipitaba en cascadas. Cuando Pencroff vio los animales que
frecuentaban aquellas alturas exclamó: —¡Carneros!
¡Todos se detuvieron a cincuenta pasos de media doce-de animales de gran corpulencia,
con fuertes cuernos. Luego, súbitamente, desaparecieron saltando entre las rocas.
'Empezaba a oscurecer cuando Smith y sus compañeros, muy cansados por una ascensión
de siete horas, llegaron a la meseta del primer cono. Organizaron el campamento.
Mientras el marino pre-araba la lumbre con piedras que dispuso al efecto, Nal y Harbert
amontonaron combustible. Arrancaron chispas al pedernal, que comunicaron fuego al
trapo quemado, y en pocos instantes brilló una llama viva al abrigo de las rocas. Ciro
Smith decidió explorar, en la semioscuridad, aquel largo asiento circular, que soportaba
el cono superior de la montaña. Acompañado de Harbert.
Delante de ellos se abría una profunda cavidad: era la boca superior del cráter. Sin vacilar,
Smith se introdujo en la enorme boca, en medio de una oscuridad creciente. Teman
todavía una altura de mil pies que escalar. El ingeniero continuaría su marcha ascendente
hasta que fuera detenido.
En cuanto al volcán, estaba completamente apagado. No se trataba del sueño, sino de su
completa extinción. La oscuridad era completa y no permitía extender la vista en un radio
mayor de dos millas. Pero en un punto del horizonte brilló un vago resplandor, que
descendió lentamente a medida que la nube subía hacia el cénit.
— ¡Es una isla! —dijo en tono muy grave, Smith. En aquel momento la luna creciente se
extinguía en las olas.

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