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Traducción para uso exclusivo de la cátedra de Literatura Norteamericana (Averbach), FFyL, UBA.

La poética del imperialismo


Traducción y colonización de La tempestad a Tarzán

Eric Cheyfitz

Traducción: Mariana Raffa

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Capítulo 2
La política exterior de la metáfora

Los aborígenes son personas prácticas y espirituales. No andamos con vueltas. No somos
tímidos y graciosos. Ocasionalmente, somos difíciles de tratar pero eso es otra cosa. No
creemos en la metáfora. Unos pocos siquiera entendemos qué significa el término en el
sentido de lo que significa para la vasta comunidad poética que nos rodea o para las figuras
consagradas del mundo de la crítica.
Paula Gunn Allen

En el influyente trabajo The Machine in the Garden (La máquina en el jardín), Leo Marx concluye el capítulo
sobre La tempestad con la sugerencia de que es posible leer la obra “como un prólogo a la literatura
estadounidense” (72); ya que “en su diseño general, prefigura el diseño de las fábulas estadounidenses
clásicas y, en especial, la idea de un viaje redentor lejos de la sociedad y en dirección a la naturaleza” (69).
Mi propósito en las páginas que siguen es leer La tempestad como un prólogo a la literatura estadounidense
pero de forma tal que avance contra la lectura de Marx. Eso se debe a que yo no interpreto la obra o la
tradición de la frontera estadounidense que puede articular la obra como un conflicto entre naturaleza y
cultura, entre lo salvaje y la civilización. En La tempestad, el jardín no es una forma de naturaleza. El jardín
es el jardín de la elocuencia. El jardín es la máquina. Y por eso, el conflicto no puede tener lugar entre la
máquina y el jardín solo puede existir entre máquinas, entre culturas, en este caso, entre la cultura de
Calibán, que deberemos especificar, y la de Próspero. Cuando Próspero se lamenta de que Calibán es “un
diablo, un diablo nato, cuya naturaleza / no admite educación” (IV.i.189–90), el conflicto propuesto, sea cual
sea el conflicto que Próspero imagina, no se da entre naturaleza y educación sino entre dos formas de
educación, es un conflicto de traducción, como pretendo exponer.
Más aun, La tempestad que yo tengo en mente como prólogo a la literatura estadounidense no se
limita a figurar únicamente “las fábulas estadounidenses clásicas” (ese es el término que Marx emplea para
referirse a los escritos de hombres blancos protestantes de clase media, escritos que componen lo que hasta
hace poco constituyó el canon literario estadounidense prácticamente indiscutido). De hecho, cuando uso el
término literatura, mi intención es usarlo en el sentido clásico de todo lo que aparece en letras, lo escrito.
No pretendo ignorar lo oral solo señalo que el énfasis en este libro estará puesto en la política violenta que
sirvió como instrumento o espacio para que la escritura occidental europea tradujera las culturas orales de
los nativos americanos. Por último, debo agregar que, así como me interesa trastocar la integridad del
término “literatura” al politizarlo, me interesa igualmente trastocar la integridad del término “americano”.
Frantz Fanon es mi inspiración inmediata para la lectura que propongo de La tempestad. Y su nombre
debería recordarnos que la obra de Shakespeare es el posible prólogo no solo a la literatura de los Estados
Unidos sino también a buena parte de la literatura del Caribe, que en sí misma representa, entre otras cosas,

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la violenta historia del imperialismo en el continente americano, una historia de crímenes de la que Estados
Unidos todavía no ha podido separarse.
En la época de una de las primeras representaciones de La tempestad, en 1611, ante la corte de
Jacobo I, la elocuencia –un elemento tan central en la cosmovisión renacentista– todavía se concebía como
la principal tecnología, la fuerza motriz primaria para la transformación del mundo. Occidente aún no había
entrado de lleno en la era moderna, la era de la que todavía formamos parte, en la que la tecnología es la
forma principal de la elocuencia occidental. Los hombres cultos del Renacimiento, que, gracias a los
privilegios del género y la clase, estaban en condiciones de aspirar al ideal del orador clásico de los escritos
de Cicerón y Quintiliano, consideraban la elocuencia verdadera o moralmente apropiada –idealmente, el
resultado final de una educación formal centrada en la retórica– como la capacidad de traducir palabras
arraigadas en la “sabiduría” o la “razón” en poder en el mundo. Hanna Grey dice que “la posición de los
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humanistas respecto de la elocuencia implicaba una fe casi increíble en el poder del mundo ”, una fe que se
podría vincular con la actual fe occidental en el poder de la tecnología, que parece encontrar su apoteosis,
de hecho, su macabra parodia, en el sueño estadounidense del dominio mediante la perfección tecnológica.
En La tempestad se concibe el poder en términos de elocuencia. En un comentario sobre una
identidad entre Próspero y Ariel, Harry Berger, Jr. señala:
El espíritu y el amo tienen mucho en común: los dos tienen un rasgo histriónico y retórico
que les encanta satisfacer y los dos saborean su ejercicio al máximo. En el caso de Ariel, ese
hecho quizás solo se demuestre sin ambigüedades en su parlamento inicial pero es lo
suficientemente claro allí como para establecer la analogía. Nótese (en ese parlamente) (…)
cómo el evidente placer que siente por los actos de magia está duplicado por el placer que
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expresa al describirlos .
A continuación, Berger cita el parlamento en el que Ariel describe su pirotecnia a bordo de la nave
naufragada de Alonso y compañía:
A bordo
del navío real, llameaba espanto
por la proa, por el puente, por la popa,
por todos los camarotes. A veces me dividía,
ardiendo por muchos sitios: flameaba
en las vergas, el bauprés, el mastelero,
y después me unía. El relámpago de Júpiter,
heraldo del temible trueno, nunca fue
tan raudo e instantáneo. Fuegos y estallidos
del sulfúreo alboroto parecían asediar
al poderoso Neptuno y hacer que temblasen
sus olas altivas, y aun su fiero tridente.
(I.ii.196–206)

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El objetivo del parlamento de Ariel es halagar a Próspero con una visión del poder mágico del amo y
persuadirlo de la lealtad de su sirviente al traducir su poder “(a) la letra” (I.ii.503); el propósito de su
elocuencia es persuadir a la audiencia de esos poderes también, evocando una visión de sus efectos que la
tramoya disponible, por innovadora que fuera para la época, no habría podido igualar. Así, la elocuencia de
Ariel se convierte en el doble de una tecnología que aún no se ha concretado y, por lo tanto, se la concibe
como algo mágico en el sentido de que es una figura de esa tecnología y actúa en su lugar. Pero, y esto es
fundamental, la audiencia renacentista seguramente no percibió la discrepancia entre tecnología y palabra
que una audiencia occidental moderna percibiría si tuviera la posibilidad de presenciar y escuchar el mismo
espectáculo. Eso se debe a que la audiencia renacentista concebía el discurso elocuente como si fuera una
tecnología poderosa.
Stephen Orgel señala que “en 1605, se daba por sentado que el teatro era un medio verbal. Y
actuar (…) era una forma de oratoria; el actor renacentista no se limitaba a imitar la acción, persuadía a la
audiencia del significado de la acción por medio del habla y los gestos”. Y yo agregaría que, en el caso de
una obra como La tempestad, teniendo en cuenta que dependía de una tecnología que aún no se había
concretado, el actor también debía persuadir a la audiencia de la acción. “Obviamente,” continúa Orgel, “en
el teatro isabelino se experimentaba mucho más que eso –por ejemplo, pompa, violencia, simbolismo– para
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lo cual el sentido de la vista era esencial. Pero eso no convertía a la obra en una forma menos verbal” . A
continuación, Orgel presenta el argumento central de que, a diferencia del teatro moderno (el teatro a
partir de fines del siglo XIX), en el que lo visual, o lo tecnológico, y lo verbal se oponen (y en el que lo visual
predomina sobre lo verbal), el teatro renacentista funcionaba con una motivación conceptual diferente:
La distinción (…) entre el teatro “verbal” y el teatro “visual” de ese período es errónea. Tanto
las obras presentadas en The Globe como las presentadas en la corte eran espectaculares, en
los dos casos tenían una gran carga retórica; el énfasis en lo visual y el énfasis en lo verbal no
se excluían mutuamente. De hecho, si se analizan las obras escritas específicamente para
producirlas con decorados y máquinas, se verá que eran mucho más elaboradas en lo que
respecta a la retórica que las obras para los escenarios públicos (19).
El teatro renacentista es uno de los espacios en los que es posible “ver” que la frontera entre el lenguaje y la
tecnología, una frontera que parece tan familiar para Occidente en la actualidad, todavía no se había
articulado. En el Renacimiento, aun si reconocemos la voz cada vez más audible de las artes técnicas
burguesas en su debate con las artes liberales aristocráticas, la tecnología se mantiene, ante todo, en el
terreno de la elocuencia. En la época en la que se presentó La tempestad por primera vez, la naturaleza, que
se podría leer como el signo característico de una tecnología emergente que reivindicaba la experiencia (de
allí la palabra experimento) más que la autoridad como su base, todavía se encontraba, principalmente, en la
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figura del Libro, el signo característico de la elocuencia .
La tempestad es una figura del mapa del poder del Renacimiento como elocuencia. Como se señaló
anteriormente, cuando Ariel promete llevar a cabo las órdenes de Próspero “(a) la letra”, enfatiza el carácter

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verbal del arte de Próspero, que tiene sus raíces en el libro. Calibán reconoce esa fuente del poder de
Próspero cuando, al conspirar con los plebeyos Esteban y Trínculo para usurpar el poder de Próspero, que ha
usurpado su lugar, les dice a los conspiradores
Primero hazte con sus libros, que, sin ellos,
es tan tonto como yo, y no tendrá
ni un espíritu a sus órdenes: le odian todos
tan mortalmente como yo. Quémale los libros.
(III.ii.89–93)
La relación histórica entre clase social, alfabetización y poder en Occidente se afirma con simpleza aquí. Y
Próspero la reafirma de forma implícita cuando, en el último acto de la obra, concluye su parlamento en el
que promete abjurar de su magia al prometerle a Ariel: “Yo ahogaré mi libro” (V.i.57), una promesa que
jamás cumple en la obra. Shakespeare concibe el poder de Próspero en La tempestad como la alfabetización
mágica de la elocuencia. Por ejemplo, Próspero relaciona su poder mágico con “las artes liberales” (I.ii.73) y
no con las artes mecánicas. Y la obra comienza con una falla de las artes mecánicas cuando miden fuerzas
con las artes liberales de Próspero. Ya que las habilidades técnicas de los marineros no logran salvar el barco
de zozobrar en la tormenta que, como descubrimos inmediatamente en la segunda escena de la obra, no es
en absoluto un fenómeno natural sino cultural: la reducción a un sentido literal o la traducción de las figuras
retóricas de Próspero en poder, la clase de poder que Henry Peacham dramatiza en la edición de 1577 de
The Garden of Eloquence (El jardín de la elocuencia):
Porque mediante las figuras, como por arroyos diversos, es como mejor se vierte el
imponente y violento raudal de la elocuencia abundante y placenteramente. Por la fuerza
superior de las figuras, que no es otra cosa que la sabiduría hablando con elocuencia, el
orador puede conducir a su audiencia por el camino que desee y atraerla al sentimiento que
desee. (…) Es mediante las figuras que puede hacer que su discurso sea tan claro como un
mediodía; o por el contrario, como en el medio de nubes y niebla, puede cubrirlo con
oscuridad, puede desencadenar tormentas y difíciles tempestades o, por el contrario, puede
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provocar y procurar una quietud y calma silenciosas .
En La tempestad, la naturaleza no es naturaleza sino cultura, la cultura que contienen las normas de
la elocuencia; es decir, la naturaleza es una forma o formas de lenguaje, concebido como su signo,
tecnología, dentro del territorio del Libro. En efecto, en la escena que abre la obra a bordo del barco
naufragado por la tempestad, que la tradición crítica interpretó como una escena del poder del la naturaleza
sobre la jerarquía social y política, la audiencia presente en la corte durante la representación de la obra
bien podría haber interpretado no una escena de la naturaleza que se impone a la cultura sino la figura más
conspicua de la vida política para el Renacimiento: la alegoría de la nave del Estado. Cabría preguntarse de
qué manera, dadas la ubicuidad de la figura y la sensibilidad de la audiencia respecto de cuestiones
relacionadas con el orden y el desorden político, sería posible que esa audiencia no la hubiera interpretado
así incluso antes de la aparición de Próspero en la segunda escena, en la que la audiencia descubre que la

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tormenta es invención de Próspero, que la creó para ayudarse a recuperar el timón de su nave del Estado,
que su hermano Antonio le había arrebatado violentamente complotado con Alonso, el rey de Nápoles. Un
aspecto importante es que A True Declaration of the Estate of the Colonie in Virginia (Verdadera declaración
del estado de la colonia en Virginia), uno de los documentos que, como sabemos, influyó en Shakespeare
cuando escribió La tempestad y que la audiencia de la corte –en la que había inversores en la arriesgada
empresa de Jamestown– seguramente conocía bien, está estructurado por figuras de la nave del Estado y en
él se compara la agitación política en Jamestown con la tempestad que hizo naufragar el Sea Venture en las
Bermudas.
La nave del Estado no era solo una figura ubicua en la vida política, también era, típicamente, la
figura ejemplar en la alegoría de los libros de retórica latina que los hombres de la audiencia seguramente
habían estudiado en la escuela o cuyas traducciones habían leído. El barco naufragado por la tormenta de
Alonso, en el que el “amo” aparece brevemente para luego desaparecer y la tripulación de plebeyos discute
abiertamente con los nobles, habrá anunciado a la audiencia su fuerza metafórica, su estructura como parte
de una maquinaria retórica más que su transparencia para un mundo puramente físico. Como mínimo, la
escena inicial de La tempestad habrá parecido a la audiencia no una simple mimesis sino también el tropo
renacentista de traslatio, o metáfora, del que la alegoría era un tipo particular. En esa primera escena y en
toda la obra, Ariel es el aire de Próspero articulado con elocuencia, transformado en las oraciones
literalmente cautivadoras que mantienen extasiados a los personajes de la isla para que Próspero pueda
restaurar el orden político que quedó interrumpido por la usurpación en Milán. Próspero, al igual que el
poeta-orador de Emerson en Naturaleza, “forja el aire sutil y delicado en doctas y melodiosas palabras, y les
da alas como ángeles de persuasión y mando. Con cada idea, su reino va extendiéndose más y más, hasta
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que el mundo se convierte al fin sólo en una voluntad realizada: en el reflejo del hombre ”. O al menos
Próspero intenta una reducción de ese tipo: reducir toda otredad a los términos del ser. Más adelante
retomaremos el punto en el que esa traducción imperial, al igual que la del poeta-orador de Emerson (como
expuse en otro texto7), encuentra una resistencia considerable.
Sincronizo Naturaleza, publicado en 1836, con La tempestad, ante todo debido a que el texto de
Emerson es una de las mejores lecturas que tenemos de la obra y es especialmente útil si alguien está
interesado, como yo, en interpretar la obra en el contexto de la colonia de Jamestown, lo que Richard Beale
Davis llamó, precisamente, “el primer experimento importante de Gran Bretaña en materia de un Imperio”
(14), un experimento que, como sabemos, concluiría con la formación de los Estados Unidos.
Naturaleza no es una lectura declarada de La tempestad. En ninguna parte del texto ni en sus notas
Emerson declara que el propósito de su primer libro fuera interpretar la obra y es posible que por ese
motivo, hasta donde yo sé, nadie haya relacionado directamente los dos textos hasta ahora aunque en The
Machine in the Garden, Marx insinúa una relación entre los dos textos en el contexto de su visión de una
égloga estadounidense. Sin embargo, como nos dice Emerson de manera implícita en Naturaleza, el autor

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tenía La tempestad ante sí mientras escribía su libro ya que cita partes del largo parlamento de Próspero del
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Acto V (y atribuye erróneamente parte del parlamento a Ariel ), en el que el mago evoca con elocuencia sus
poderes mágicos incluso cuando promete renunciar a ellos (V.i.33–87). Esas citas, según Emerson, ilustran la
“transfiguración que sufren todos los objetos materiales por la pasión del poeta” (66), una pasión que
Shakespeare ejemplificaba para Emerson, cuya
musa imperial lanza la creación de mano a mano, como un juguete, para adoptar cualquier
caprichosa forma de pensamiento que domina en su espíritu. Se visitan los más remotos
espacios de la Naturaleza y se juntan las cosas más distanciadas, por una sutil conexión
espiritual. (65)
En este pasaje, Emerson atribuye a Shakespeare la misma omnipotencia que Shakespeare atribuye a
Próspero en el parlamento del Acto V:
¡(…) he nublado
el sol de mediodía, desatado fieros vientos
y encendido feroz guerra entre el verde mar
y la bóveda azul! Al retumbante trueno
le he dado llama y con su propio rayo he partido
el roble de Júpiter. He hecho estremecerse
el firme promontorio y arrancado de raíz
el pino y el cedro. Con mi poderoso arte
las tumbas, despertando a sus durmientes,
se abrieron y los arrojaron.
(V.i.41–50)
Ese parlamento, en el que resuena la elocuente invocación de Ariel de su pirotecnia a bordo de la nave de
Alonso, personifica la “musa imperial” del Shakespeare de Emerson, que “lanza la creación de mano a mano,
como un juguete, para adoptar cualquier caprichosa forma de pensamiento que domina en su espíritu”. El
sentido expresado tanto en los pasajes de Naturaleza como de La tempestad es el de una figura imperial
que actúa de manera absoluta, es decir, de manera inmediata o sin resistencia, en el mundo aunque esa
figura necesite el mundo en forma de palabras para expresar o mediar sus pensamientos (una contradicción
en potencia que retomaré más adelante). Esa figura imperial eclipsa el mundo –la creación aparece como un
juguete en sus manos colosales, que se apoderan del rayo de Júpiter y lo arrojan con fuerza a la tierra– y lo
usa para representar “cualquier caprichosa forma de pensamiento” que penetra su conciencia. La palabra no
ofrece resistencia a la expresión del pensamiento de ese emperador. En el mismo pasaje, Emerson dice:
“Para él, el mundo infundible es dúctil y flexible; reviste de humanidad el polvo y las piedras, y las hace
imágenes de la Razón”. Por último, esa figura imperial expresa su más “poderoso arte” mediante la
conquista del tiempo y el espacio; visita “los más remotos espacios de la Naturaleza” y junta “las cosas más
distanciadas”. Y qué podría estar más distanciado que la vida y la muerte, que Próspero une al despertar a
los muertos.

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Es posible leer el tipo de poder inmediato que Emerson atribuye a su poeta-orador, de quien
sugiero que Próspero es el prototipo explícito en Naturaleza, como el poder de crear metáforas –el poder de
juntar cosas distanciadas o dispersas–, un poder que, de Quintiliano a Emerson, constituye precisamente el
secreto de la elocuencia. Y también es posible leer ese poder metafórico como un poder tecnológico. Como
comenta Marx en The Machine in the Garden:
Ninguna frase hecha de todo el léxico del progreso aparece con más frecuencia que la
“aniquilación del tiempo y el espacio”, tomada de uno de los poemas relativamente
desconocidos de Pope (“Dioses, aniquilad el tiempo y el espacio / Y haced felices a dos
amantes”). La extravagancia de ese sentimiento se experimenta, aparentemente, para
corresponderse con la sublimidad del progreso tecnológico (194).
El libro de Marx contribuyó a enseñarnos las maneras en que la figura de la máquina empezó a
convertirse en la figura de los Estado Unidos durante el período comprendido entre las décadas de 1830 y
1860. “Una y otra vez, los viajeros extranjeros de ese período dan testimonio del interés obsesivo de la
nación por la maquinaria mecanizada” (208), una obsesión que era y es, sin lugar a dudas, estadounidense
pero que también podría verse como la apoteosis de una visión europea de la inmediatez o el poder
absoluto que fue instrumental para la fundación del Nuevo Mundo. Pero sigamos avanzando en la
construcción de una figura de esa visión fundadora, la visión de Próspero, analizando brevemente la obra
Naturaleza de Emerson.
Como ejemplo de lo que llama “la retórica de lo sublime tecnológico” (195, 230), Marx cita el pasaje
de Naturaleza que usé para sincronizar el texto de Emerson con La tempestad. Este es el pasaje tal como
aparece en The Machine in the Garden (el énfasis es de Marx):
El ejercicio de la Voluntad, o la lección del poder, se enseña en todos los sucesos. (…) La
naturaleza está completamente mediada. Está hecha para servir. (…) Ofrece todos sus reinos
al hombre como la materia prima que el hombre puede transformar en algo útil. El hombre
nunca se cansa de expandirla. Forja el aire sutil y delicado en palabras sabias y melodiosas, a
las que les da alas como ángeles de persuasión y dominio. Unos tras otros, su pensamiento
victorioso surge con todas las cosas y las reduce hasta que el mundo, finalmente, se
convierte en una voluntad concretada: el doble del hombre (231).
Acerca de ese pasaje, Marx hace los siguientes comentarios breves pero esclarecedores que preceden
inmediatamente el pasaje de su libro:
Una medida de la profundidad con la que penetra el poder de la máquina en la imaginación
(de Emerson) es el destacado rol que cumple en el lenguaje figurado del autor. Aquí, en un
capítulo posterior de Naturaleza, elogia el poder intelectual en general pero, como indica la
metáfora sumergida, el ejemplo específico que tiene en mente es la tecnología. (…) (230).
En primer lugar, se podría señalar que lo que Emerson elogia en el pasaje considerado no es “el poder
intelectual en general” sino una forma específica de poder intelectual, la forma clásica de la elocuencia, que
le interesaba de manera directa, no solo como conferencista del Liceo y como ex predicador que había

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aprendido sobre retórica clásica en Harvard, sino también como ciudadano del Estados Unidos prebélico del
siglo XIX que tomó el genio oratorio de Daniel Webster, por ejemplo, como uno de los principales símbolos
de su poder. Los detalles específicos de la descripción de Emerson de lo que Marx designa “el poder
intelectual en general” apuntan a las descripciones de la elocuencia en las retóricas latinas de Cicerón y
Quintiliano, obras que conocían tanto el público de Shakespeare presente en la representación cortesana de
La tempestad como el público de Emerson, integrado por intelectuales de Nueva Inglaterra. Lo que Emerson
evoca allí es las “palabras melodiosas” basadas en la sabiduría y capaces de “persuasión y dominio” (y
deberíamos notar la refundición de la sabiduría con el poder en ese discurso representativo; es una
refundición clásica de Occidente). Es posible ver, tanto en Naturaleza como en la trayectoria de la obra de
Emerson desde Naturaleza hasta sus dos ensayos posteriores sobre la elocuencia, que su emblema del
poder absoluto es el “poeta, el orador educado en los bosques”, que usa la naturaleza como un lenguaje con
el que “se ponen en sus manos los encantos de la persuasión, las llaves del poder” (52). Sin duda, Emerson
percibió afinidades estadounidenses en la elocuencia cautivante de Próspero.
Entonces, como una alternativa a la visión de Marx, yo sugeriría que el lenguaje de Emerson no se
limita a reflejar o representar el potente surgimiento de la máquina en los Estados Unidos de la preguerra;
más bien, absorbe ese léxico moderno de poder tecnológico, quizás, en parte, como un último acto
desesperado de contención, en la figura tradicional pero aún convincente de la elocuencia como tecnología.
En Naturaleza, es explícitamente la “elocuencia” y no la máquina lo que Emerson menciona como uno de los
“ejemplos casuales de la acción del hombre sobre la Naturaleza en su plena fuerza”, uno de los “ejemplos
del momentáneo dominio de la razón: el ejercicio de un poder que no existe en el tiempo ni en el espacio,
sino que es momentánea explosión que produce el poder” (79). En Naturaleza, al igual que en La tempestad,
la figura imperial que conquista el tiempo y el espacio no es la tecnología: es la elocuencia.
Si bien Marx no se interesa en absoluto por la figura de la elocuencia como una fuerza inseparable
de la historia de la tecnología, da un testimonio implícito de la fuerza persistente de esa figura en los
Estados Unidos de la preguerra cuando describe que, hasta la década de 1850, las artes mecánicas de ese
país buscaban una justificación de sí mismas en función de las artes literarias. En un ejemplo que Marx
proporciona entre varios de naturaleza similar, un escritor presenta argumentos a favor del “genio” de la
máquina afirmando la equivalencia intelectual de la máquina con el mismísimo arquetipo de la elocuencia,
“una oración de Cicerón” (199). Pero como dice Marx: “Hacia la década de 1850, los celebrantes de la
máquina toman la ofensiva” (202). A partir de entonces, como bien lo sabemos en la actualidad, serán las
artes literarias o retóricas las que deberán justificarse en función de la utilidad o practicidad, aspectos de los
que la máquina se habrá apropiado a partir del ámbito histórico de la fuerza del lenguaje.
David Noble articula sucintamente esa lucha entre la retórica y la tecnología en su descripción de
cambios en el énfasis curricular en la educación superior del siglo XIX en los Estados Unidos:

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A principios del siglo XIX, los clasicistas y los eclesiásticos dominaban las universidades y
había un considerable desdén académico por el estudio de las ciencias experimentales y más
aun por la enseñanza de las “artes útiles”. Por lo tanto, en los Estados Unidos la educación
técnica se desarrolló en pugna con las universidades clásicas, tanto dentro de ellas como
fuera. Una forma de ese desarrollo fue el crecimiento gradual de los estudios tecnológicos
en las universidades clásicas, producto de la reorientación de la filosofía natural hacia la
búsqueda empírica, experimental y científica de la verdad y de la presión de algunos
científicos e industriales poderosos que demandaban una instrucción práctica; la otra forma
fue el surgimiento de las universidades e institutos técnicos fuera de las universidades
tradicionales como respuesta a las demandas de proyectos de mejoras internas, como la
construcción de canales, ferrocarriles, manufacturas y, con el tiempo, de una industria
basada en la ciencia.
Pero fue recién en 1862, continúa Noble, que
llegó el gran avance en la educación técnica en los Estados Unidos (…), cuando el Congreso
aprobó la Ley Morril, que otorgaba ayuda federal a los estados destinada a apoyar
universidades para la agricultura y las artes mecánicas. Las legislaturas de los estados, que
habían hecho oídos sordos a todas las solicitudes de instrucción técnica, ahora aceptaron
rápidamente los subsidios federales y votaron la creación de un nuevo tipo de escuela
mientras que las universidades establecidas se sumaron a ese espíritu e incorporaron
departamentos de ingeniería. Durante la primera década que siguió a la aprobación de la Ley
Morril, el número de facultades de ingeniería trepó de seis a setenta. Para 1880, había
ochenta y cinco y, para 1917, había 126 facultades de ingeniería que otorgaban títulos
universitarios en los Estados Unidos. Entre 1870 y el estallido de la Primera Guerra Mundial,
el número anual de graduados de universidades de ingeniería trepó de 100 a 4300; la
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cantidad de ingenieros en relación con la población total se había multiplicado por quince .
Antes de la Guerra Civil, a pesar del florecimiento de la máquina (el barco de vapor, el ferrocarril, la
limpiadora de algodón, el telégrafo y la imprenta mejorada), la principal forma de tecnología seguía siendo
la elocuencia mientras que, después de la guerra, que marcó un declive en la idea de una educación clásica
como la norma, la tecnología se convirtió en la principal forma de elocuencia. Si consideráramos los textos
literarios como un indicador de cambios en las fuerzas o el énfasis de la cultura, notaríamos que los textos
que ocupan buena parte del interés revisionista de los especialistas en el estudio de los Estados Unidos en la
actualidad son aquellos que expresan esa visión tecnológica en términos de elocuencia. Desde ya, hasta
ahora analizamos a Emerson, para quien el lenguaje es la principal tecnología. Pero podríamos introducir
otros textos aquí. Por ejemplo, la eficacia narrativa de La cabaña del tío Tom se basa en una figura de
elocuencia que ya estaba entrando en decadencia pero que, de todos modos, todavía era poderosa: la del
predicador (una figura que, aparentemente, sigue en decadencia y sigue siendo poderosa). El objetivo de
Stowe es convertir a la audiencia y las figuras del texto que presenta para la admiración del lector, Tom y la
pequeña Eva, también actúan mediante ese poder particular de la elocuencia, independientemente de la

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forma en que los veamos. En Moby Dick, “un libro (…) intoxicado con retórica”, Ahab es “el más grande
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orador de todos”, como afirma con precisión Myra Jehlen . Tal como observa el empresario Starbuck al
principio de la travesía, el viaje a bordo de la fábrica flotante que es el Pequod será un viaje en el que los
términos idealmente racionales de la tecnología (los eficientes auspicios de las ganancias y las pérdidas)
estarán salvajemente sesgados en la musa imperial de la elocuencia de Ahab. Esa travesía también puede
sugerir que la tecnología no representa una ruptura absoluta de la elocuencia sino que es una manifestación
particular de la elocuencia. Analicemos, por ejemplo, Un yanqui en la corte del Rey Arturo (1889), de Mark
Twain, escrito durante un período del crecimiento del poder de las corporaciones mediante la vinculación de
la ciencia y la tecnología, cuando pareciera que la tecnología reemplazó la tradición de la elocuencia. Allí
Twain concibe a su héroe, que aparenta ser el epítome de la racionalidad tecnológica, como una figura
análoga a la de Próspero, cuyos conocimientos tecnológicos no racionalizan la cultura del mundo
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taumatúrgico (la cultura de esos “indios blancos ”, los britanos del siglo VI que el yanqui “civiliza”) sino que
son una versión absolutamente mortífera de ella.
En su Relato de la vida de Frederick Douglass, de 1845, Frederick Douglass, de forma irónica en mi
opinión aunque de un modo que pone al descubierto las dificultades más complejas de la identidad negra y
blanca en los Estados Unidos, halla su liberación de la esclavitud mediante el dominio de la palabra del amo,
un dominio que asocia con “un libro titulado ‘The Columbian Orator’ (El orador estadounidense)”, en el que
“(e)ntre muchos otros temas interesantes, encontré un diálogo entre un amo y su esclavo” (83). En ese
diálogo, el esclavo derrota el argumento de su amo a favor de la esclavitud con la elocuencia de su
argumento y así consigue su emancipación (83). Al igual que Calibán, el narrador de Douglass se da cuenta
de que el acto central de rebelión (una rebelión que ese narrador concibe como una revolución) debe ser
“poseer los libros (del amo)”. Sin embargo, a diferencia de Calibán –y no se trata simplemente de la
diferencia entre un texto del siglo XVII y uno del siglo XIX, entre un texto escrito por un europeo libre y otro
escrito por un esclavo negro fugitivo–, el narrador de Douglass no quiere poseer los libros para quemarlos
sino para aprender a leer y escribir con ellos.
Douglass concibe los mecanismos de la esclavitud en su Relato exactamente del mismo modo que
Shakespeare en La tempestad, como un diferencial entre el poder del lenguaje que poseen el amo y el
esclavo. Tanto Próspero como Calibán se maldicen usando el mismo lenguaje, el lenguaje que Próspero
enseñó a Calibán por medio de su hija y discípula, Miranda. Pero la diferencia absolutamente decisiva es
que, mientras que las maldiciones de Calibán son meras figuras retóricas, las figuras de Próspero tienen el
poder de volverse literales, de actuar de inmediato, si Próspero lo así lo decide, como mecanismos de
tortura en la carne de Calibán. Cuando Calibán parece renuente a continuar su trabajo, Próspero amenaza
con una maldición:
Si descuidas o haces tu labor
de mala gana, te torturo con calambres,
te meto el dolor en los huesos. Rugirás tanto

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que hasta las bestias temblarán de oírte.


(I.ii.370–73)
A esa severa crítica (la orden de que Calibán debe hacer su trabajo de esclavo de buena gana dice mucho
sobre las fantasías de omnipotencia de los dueños de esclavos), Calibán responde en un aparte: “He de
obedecer. Su magia es tan potente / que vencería a Setebos, el dios de mi madre, / convirtiéndole en
vasallo” (I.ii.373–76), con lo cual confirma el poder de la magia verbal de Próspero para volverse literal.
Cuando Calibán responde a Miranda con estas líneas que se volvieron bastante famosas: “Me enseñaste a
hablar, y mi provecho / es que sé maldecir” (I.ii.365–66), es posible notar cierta ironía en ellas. Eso se debe a
que el aprendizaje de la lengua de los europeos no trae provecho alguno a Calibán; aunque sabe maldecir,
no sabe cómo hacerlo a la manera elocuente, o letal, de su amo. Eso, como veremos en el Capítulo 5, es una
cuestión de la política del decoro. Y aquí enfatizaría que el “potro de tortura” del lenguaje con el que
Próspero amenaza torturar a Calibán no es simplemente una figura o una mistificación de ese dispositivo de
tortura empleado en la época de Shakespeare sino una expresión de una creencia aristocrática en una
máquina de elocuencia incalculablemente más eficiente y absolutamente persuasiva: una máquina que no
solo convence al otro de ser un esclavo, también lo convence de hacerlo de buena gana. Después de todo,
¿cuán distanciados están la creencia en la maldición con la que amenaza Próspero en el texto de un
“romance” renacentista y un pasaje de Discourse of Western Planting (Discurso sobre la plantación
occidental) (1584), de Richard Hakluyt que ya analizamos en parte, en el que hallamos una creencia similar
en la tecnología de la elocuencia (aun cuando esa creencia sea ostensiblemente más benigna)?
Este pueblo (los indígenas que hablaban el iroqués y que Jacques Cartier encontró en su
segundo viaje a Canadá en 1535) no cree en absoluto en Dios sino en alguien al que llaman
Cudruagny. (…) Pero independientemente de ello, es muy fácil persuadirlos (…) y estaban
muy deseosos de convertirse en cristianos. (…) Todavía se debe ponderar y considerar por
qué medios y en quién recaerá esta obra eminentemente devota y cristiana de difundir el
glorioso evangelio de Cristo y de llevar infinitas multitudes de esos pueblos simples que
viven equivocados al camino perfecto de su salvación: el apóstol San Pablo, que convirtió a
los gentiles (…) escribe lo siguiente: El que invoque el nombre del Señor será salvado. Pero,
¿cómo invocarían al Señor sin haber antes creído en él? ¿Cómo creer en él si antes no
oyeron hablar de él? Y ¿cómo oír si no hay quien predique? Y ¿cómo irán a predicar si no son
enviados? Entonces, para la salvación de esos pobres pueblos que han permanecido en la
oscuridad y en la sombra de la muerte durante tanto tiempo, es necesario enviar a alguien
que predique. (…) Ahora, la manera de enviar a alguien capaz de desempeñar esta tarea
eficientemente es establecer una o dos colonias de nuestra nación en esa tierra, en las que
estén a salvo y aprendan primero la lengua de los pueblos que los rodean (ya que ahora se
nos niega el don de lenguas) y que, poco a poco, se familiaricen con sus costumbres y, de ese
modo, con discreción y afabilidad, destilen de sus mentes purgadas el dulce y espirituoso
licor del evangelio. (Taylor, 2, 214–15)

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Ese fragmento reconoce inmediatamente la diferencia cultural como una diferencia lingüística (deberemos
aprender su lengua) y borra esa diferencia en una creencia en el poder de la elocuencia para actuar
inmediatamente en los indígenas, una contradicción característica de los documentos de los primeros
“descubrimientos”, desde los diarios de Colón en adelante.
Para Douglass, el capataz arquetípico es alguien llamado, en una justa alegoría, “Austin Gore, un
hombre que poseía, en gran medida, todos los rasgos de carácter indispensables para lo que se denomina
un capataz de primera”. Y el primero de los “poderes” mencionados de Gore es su capacidad, su poder
absoluto como traductor tanto del lenguaje corporal como del lenguaje propiamente dicho de los esclavos:
“Él era una de esas personas capaces de distorsionar la más leve mirada, palabra o gesto por parte del
esclavo para convertirla en insolencia y tratarla en consecuencia” (65). El proceso que describe Douglass
aquí, el desplazamiento forzado de lo que el esclavo podía reivindicar justamente, si es que podía reivindicar
algo, como significado propio en la esfera de lo figurado (en este caso, del deseo del capataz) es
precisamente una traducción en el sentido de la palabra griega metaphora o su derivación latina traslatio.
Cuando en la edición de 1593 de The Garden of Eloquence, Peacham se refiere a la retórica como “ese
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excelente arte de la traducción ”, no solo destaca el lugar central que tiene la metáfora en la historia de la
elocuencia, también epitomiza esa historia como una historia en la que la noción de traducción y la noción
de metáfora son inseparables tanto etimológica como ideológicamente: la noción –definida formalmente
por primera vez por Aristóteles en su famosa y todavía básica definición de metáfora–, de trasladar un
término de un lugar conocido a uno desconocido, es decir, de su supuesto significado “propio” a un sentido
“figurado”, en el que la idea de “semejanza” o “similitud” determinan los límites del decoro de dicho
traslado.
Según dice Aristóteles en su Poética, “la metáfora (metaphora) consiste en dar a un objeto un
nombre que pertenece a algún otro (allotriou); la transferencia (epiphora) puede ser del género a la especie,
de la especie al género, o de una especie a otra, o puede ser un problema de analogía” (XXI.4–5). Metaphora
proviene del verbo metaphero (literalmente, “llevar a otro lado”) que, como se señala en las notas del
Diccionario griego-inglés de Liddell y Scott, incluye entre sus significados el sentido de traducción de un
idioma a otro. Sin embargo, que la misma palabra, metaphero, pueda referirse a la traducción de un idioma
a otro o a la transferencia de un sentido dentro de un idioma no es lo único que lleva la idea de la metáfora
al contexto de la traducción o la idea de la traducción al contexto de la metáfora. Como lo sugiere la
definición de metáfora de Aristóteles con su noción de “transferencia” de un “nombre que pertenece a
algún otro” a un contexto conocido, la idea misma de metáfora parece encontrar su lugar en una suerte de
imperativo territorial, es decir, en una división entre lo local y lo extranjero.
En los Capítulos XXI y XXII de la Poética, Aristóteles elabora su definición de metáfora, que descansa
en una división del lenguaje entre “la palabra común (kurion onamaton)” que “es de uso general en una
región” (XXI.2–3) y “la palabra extraña (tois xenikois)”, entre las que Aristóteles clasifica, entre otras, “la

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palabra extraña, la que se emplea en otro pueblo (glottan)” y la “metáfora (metaphoran)” (XXII.1). Lo que
quiero señalar inmediatamente es que xenikos se traduce como “extraña”, que significa “rara” o
“extranjera”. Por lo tanto, si bien al principio Aristóteles parece distinguir entre la “metáfora” y lo
“extranjero” cuando en el Capítulo XXI define una palabra “extraña” como cualquier palabra “que se emplea
en otro pueblo” (XXI.3), posteriormente convierte la metáfora en una especie de lo extranjero, tal como
sugiere la terminología de su definición y como deja en claro en el Capítulo XXII, en el que clasifica la
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metáfora con las “palabras extrañas ”.
Entonces, como señala Roland Barthes en el ensayo “L’ancienne rhetorique”, la teoría de la
metáfora de Aristóteles “se apoya (repose) en la idea de que existen dos lenguajes (deux langages): uno
propio y uno figurado (un propre et un figuré)”. Y Barthes continúa diciendo que esa división en un lenguaje
propio y uno figurado no se puede separar de la división “nacional/extranjero” (national/étranger) y
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“normal/extraño” (normal/étrange) . Entonces, en la teoría de la metáfora de Aristóteles, teoría que
ejerció y ejerce, ya sea explícita o implícitamente, una fuerza dominante en la manera en que los
occidentales consideran el lenguaje, lo figurado se convierte en lo extranjero o extraño; lo propio se
convierte en lo nacional o normal. Por tanto, en ese contexto, un lenguaje se vuelve extranjero para sí
mismo. A la vez, la división entre lo propio y lo figurado puede gobernar la división entre los idiomas
extranjeros, en la que el idioma nacional se convierte en el lenguaje propio y el idioma extranjero, en el
figurado. En este punto, vale la pena destacar que la palabra kuria, que en la traducción de la Poética se
convierte en “común”, contiene entre sus sentidos más inmediatos los de autoridad y legitimidad.
En The Arte of English Poesie (El arte de la poesía inglesa) (1589), George Puttenham define la
“metaphora o la figura de traslado” como “una suerte de arrebato (el énfasis es propio) del significado
correcto de una sola palabra para llevarlo a otro no tan natural pero que, de todos modos, conserva cierta
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afinidad o conveniencia con él ”. Si bien la traducción de Gore atraviesa los límites de toda “afinidad o
conveniencia” al arrebatar por completo el lenguaje a los esclavos, no obstante esas traducciones apuntan a
lo que sugiere Puttenham: la actividad característica de la traducción, más allá de cuán decorosa sea, por el
hecho de basarse, como se basa, en cierta política extranjera, es un acto de violencia. En su definición de
tropo en The Arcadian Rhetoric (La retórica arcádica) (1588), Abraham Fraunce también evoca la violencia
presente en el desplazamiento metafórico o la traducción, con una figura que sugiere la relación entre amo
y esclavo: “Un tropo o giro surge cuando se aparta una palabra de su significado natural (…) de manera
conveniente de modo que pareciera que se deja llevar de buena gana y no como si se la llevara por la fuerza
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a ese otro significado ”. La palabra clave en la definición de Fraunce es, a mi entender, pareciera. El
traductor o el retórico hábil, al igual que el capataz hábil con un esclavo, debe usar la fuerza para trasladar
una palabra de su lugar propio o “natural” pero disimula esa fuerza, o lo intenta, con la apariencia de que la
palabra renuncia de buena gana a su propiedad.

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Tal como Douglass describe las traducciones del lenguaje de los esclavos que realiza Gore, esas
traducciones son una forma de tortura. Y así como Gore puede distorsionar ese lenguaje en la forma que
desee, tal como Douglass lo describe, también puede traducir su propio lenguaje inmediatamente en
tortura: para un esclavo, “una acusación (de Gore) equivalía a una condena y una condena equivalía a un
castigo; el castigo siempre seguía a la condena con inmutable certeza” (66). Mientras que, enfrentada al
capataz, la palabra del esclavo solo puede existir en la traducción del capataz, es decir, de manera figurada,
la palabra del capataz, como vemos aquí, se vuelve literal con “inmutable certeza” en la tortura ejercida en
el cuerpo del esclavo, que no tiene posibilidades de traducir esa palabra; esto se debe a que “no se le puede
responder (al capataz); no se permite al esclavo dar explicación alguna que muestre que fue acusado
injustamente” (65). En esas circunstancias, decir del capataz que “sus palabras son el látigo” equivale, casi, a
una afirmación bastante literal: prácticamente no hay espacio (no hay lugar para el desplazamiento de la
desviación) entre la acusación, la condena y el castigo. ¿Qué podríamos decir, por otra parte, de las palabras
de los esclavos en relación con el poder que no se debiera leer de manera figurada?
El látigo y la pistola, esos emblemas de la tecnología de la tenencia de esclavos, efectivamente
aparecen y ejercen una fuerza a todas luces terrible en el Relato de Douglass. Pero Douglass y su audiencia,
en su mayoría blanca y abolicionista, no entienden fundamentalmente el poder en los términos de esos
emblemas (el prefacio de Relato está a cargo de William Lloyd Garrison, que legitima la humanidad de
Douglass con natural ironía en términos de la capacidad de ese hombre negro en materia de elocuencia).
Más bien, como sostuve hasta ahora y, más aun, como sugiere Douglass, los términos del poder en el mundo
del Relato son términos en sí mismos. En ese mundo, el capataz ideal, aunque no el abstracto, se define por
una estricta economía de la literalización:
El señor Gore era un hombre serio y, aunque era joven, no se permitía bromas, no decía
nada gracioso, rara vez sonreía. Sus palabras se correspondían perfectamente con sus
miradas y sus miradas se correspondían perfectamente con sus palabras. Los capataces a
veces se permiten una palabra sagaz incluso con los esclavos; el señor Gore no lo hacía. Solo
hablaba para dar órdenes y daba órdenes para que se las obedeciera; era frugal con las
palabras y generoso con el látigo; nunca usaba la palabra si con el látigo podía obtener una
respuesta (66).
El lenguaje figurado, cuyo modelo es la metáfora o la traducción, es la fuerza motora de la interpretación, es
decir, del lenguaje mismo; ya que ese lenguaje dentro del lenguaje que es la fuerza del lenguaje abre un
espacio entre significado y significante, una ruptura de identidad, en el que tiene lugar el conflictivo juego
del diálogo que crea a los hablantes (escritores/lectores) para sí mismos y, significativamente, mediante las
relaciones entre ellos. Históricamente, en Occidente, la elocuencia se desarrolló en Grecia y conservó un
componente dialógico o “democrático” (democrático dentro de la clase alta) y también un componente
imperial. En otras palabras, la elocuencia se concibe tanto como lo que hace a la polis el libre mercado de las
ideas, el lugar del debate abierto en los tribunales y consejos y, contradictoriamente, como lo que puede

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cautivar al otro para dar una aprobación silenciosa. En De Oratore, Cicerón evoca esos dos aspectos de la
elocuencia aunque, aparentemente, sin un atisbo de ironía, cuando describe el arte del orador como “regia”
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(regium) y “digna de los libres” (liberale)” (I.viii.32) . Es posible leer toda la obra de Emerson dentro de esa
figura dual de la elocuencia.
Ahora bien, con respecto al pasaje sobre el capataz Gore, podríamos decir que a medida que la
fuerza imperial de la elocuencia reprime la fuerza dialógica o democrática, el lenguaje (que nunca puede ser
otra cosa más que político) pierde su juego figurado, equívoco o conflictivo y se solidifica en lo literal, lo
propio o lo unívoco. En el juego equívoco del lenguaje, lo literal y lo figurado operan como traducciones
continuas uno de otro. Ya que todo término literal solo es provisoria o contextualmente literal o propio; es
decir, está abierto continuamente a la interpretación, un proceso que enfatiza la cualidad figurada de lo
literal, la cualidad impropia de lo propio. En el juego equívoco del lenguaje –y entendamos equívoco tanto
en su sentido literal como en el figurado– no hay una única voz que se imponga porque no existe
univocidad. Más bien, la coherencia precaria de cada voz solo puede constituirse en traducción entre otras
voces. Cuando se reprime esa equivocidad, los aspectos literales y figurados del lenguaje se jerarquizan en
entidades absolutas y antagonistas, en las que los amos ocupan el terreno de lo literal o lo propio y confinan
a los esclavos al terreno de lo figurado.
Gore es la figura misma de esa literalización, un hombre que carece de equivocidad u otredad, un
monologuista de oraciones brutales. En Gore, el espacio de interpretación que abre lo figurado ha
desaparecido. Sus palabras y sus miradas son una. Y sus únicas palabras son órdenes. Imperioso, Gore solo
habla con imperativos que se deben obedecer. El único lenguaje que pronuncia es un lenguaje que insiste en
volverse literal; Gore no hace bromas, solo dice palabras que son látigos o, lo que equivale a lo mismo pero
es incluso más eficiente, látigos que “responden” a la palabra de los esclavos. Esas son las palabras de Gore.
Al tener que enfrentar ese monopolio de lo literal, a los esclavos solo les queda lo figurado, que,
como vimos en la traducción del lenguaje de los esclavos que hace Gore, se usa para despojarlos. Y aun así,
lo que constituye un signo de su despojo, el lenguaje figurado, también les otorga un poder irónico o
potencial. Porque, como cuenta Douglass en su narración, él es testigo del lenguaje más profundo de los
esclavos, el lenguaje que escapa a las traducciones del capataz, es decir, el lenguaje de sus canciones,
estructuradas por los tropos de la ironía y el enigma. Los esclavos “a veces cantaban el sentimiento más
patético con el más exaltado de los tonos y el sentimiento más exaltado con el más patético de los tonos”; y
cantaban “palabras que para muchos parecerían una jerga sin sentido pero que, no obstante, estaban llenas
de significado para ellos” (57), un significado que era decididamente subversivo. “Cada nota era un
testimonio contra la esclavitud y una plegaria a Dios para que los liberara de las cadenas. (…) A esas
canciones (informa Douglass a sus lectores) remonto mi primera concepción incipiente del carácter
deshumanizador de la esclavitud. Jamás puedo librarme de esa idea. Esas canciones todavía me siguen,
profundizan mi odio por la esclavitud y avivan mi compasión por mis hermanos encadenados” (58). Aislados

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del lenguaje de lo literal por los peligros y las legalidades del sistema de esclavos (los esclavos no solo deben
negarse a decir su verdad a los amos sino que, como Douglass recuerda a sus lectores, deben cuidarse de la
presencia de espías entre sus propias filas (62) y no tienen voz en las leyes), los esclavos deben cultivar un
lenguaje ajeno de lo figurado, una “jerga sin sentido” (para los que no pertenecen a ese grupo) que, si bien
es una marca de la indefensión, también contiene y transmite de esclavo a esclavo y de generación a
generación de esclavos el poder de una crítica, una elocuencia alternativa, que espera su oportunidad para
traducirse en una rebelión literal.

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