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EL FRACASO DE LA SEGURIDAD
COLECTIVA, 1931-1939
Junio de 2016
Abstract:
In 1931, the system of collective security devised in the treaty of Versailles was still
complete. Germany was disarmed and kept its frontiers, the victor powers were united
and international peace was reinforced by the League of Nations. What happened during
the 1930s so that the system collapsed? This survey explores why, between 1931 and
1939, the League of Nations was unable to achieve its founding: dealing with disputes
among nations, preventing war, protecting countries’ independence, safeguarding its
frontiers and promoting reduction of armaments. From the study of several cases –the
Japanese invasion of Manchuria, the World Disarmament Conference, the Italo-Ethiopian
War or the breaking of Versailles’ international order in Europe– it will be determined
what is and why collective security failed. Through the articles of the Covenant, the
performance of the Council and the Assembly, the position of the revisionist powers and
those pro status quo or the role the Spanish delegation in Geneva, I will follow the failure
of the League of Nations, which led to the outbreak of World War II.
2
ÍNDICE
5. El fin del orden europeo de Versalles y del sistema de seguridad colectiva ……. 34-43
3
INTRODUCCIÓN
Los capítulos segundo y cuarto tratarán sobre los desafíos revisionistas que se
produjeron fuera del continente europeo, poniendo el foco en la invasión japonesa de
Manchuria y la italiana de Abisinia. Estos dos episodios fueron retos de primer orden al
status quo de entreguerras, al orden internacional y la propia SdN. La respuesta de esta
1
En adelante se utilizarán indistintamente los términos Sociedad de Naciones, Sociedad o SdN.
4
fue, en el mejor de los casos tibia, y ambos procesos terminarían con el abandono de la
organización por las potencias agresoras. Intercalado está el tercer apartado, que se
centrará en la conferencia del Desarme (1932-34), sobre la que se habían puesto muchas
esperanzas y que constituía uno de los proyectos emblemáticos de la Sociedad. Las
diferentes tesis y posiciones nacionales, con la situación especialmente beligerante de
Alemania, llevarían a su fracaso y a un proceso más bien opuesto: desde comienzos de
los años treinta, se produjo en Europa un rearme generalizado, con el incumplimiento
deliberado y consentido de las cláusulas que al respecto estableciera el tratado de
Versalles.
5
1. PACTO, PRINCIPIOS FUNDADORES Y SEGURIDAD
COLECTIVA
Un trabajo académico que vaya a tratar ampliamente sobre la seguridad colectiva solo
podría comenzar por explicar el significado y la naturaleza de este concepto, del que se
han formulado múltiples definiciones y explicaciones. Así, George Schwarzeberger
señala que la seguridad colectiva es un mecanismo de acción conjunta para prevenir o
hacer frente a cualquier ataque contra el orden internacional establecido (Ebegbulem,
2011: 23). Para A. K. Chatuverdi, el término es un acuerdo alcanzado por algunos países
para proteger sus intereses vitales, seguridad o integridad, contra una probable amenaza
o peligro durante un periodo concreto, por medio de una combinación de sus fuerzas
(Ebegbulem, 2011: 23).
Por su parte, Onyemaechi Eke ve la seguridad colectiva como un concepto idealista que
gira sobre la prevención de hostilidades mediante la formación de una fuerza militar
arrolladora por parte de los Estados miembro para disuadir las agresiones o lanzar un
ataque a modo de represalia capaz de derrotar al agresor. De acuerdo con Eke, la
seguridad colectiva implica la institucionalización de una fuerza de policía global contra
las perturbaciones y violaciones del orden internacional capaces de causar inseguridad en
el sistema. Es un acuerdo en el que todos los Estados cooperan colectivamente para dar
6
seguridad al resto mediante una acción conjunta contra cualquier Estado que pudiera
cuestionar por la fuerza el orden existente (Ebegbulem, 2011: 23).
Palmer y Perkings afirman que, para que un sistema de seguridad colectiva sea efectivo
debe ser lo suficientemente fuerte como para hacer frente a la agresión de cualquier
potencia o grupo de ellas, y debe ser invocado siempre que se produzca dicha agresión.
La seguridad colectiva no funcionará a menos que todos los países que tomen parte en
ella estén preparados simultáneamente para aplicar sanciones y para luchar contra el
agresor (Ebegbulem, 2011: 24). Por último, Rourke y Boyer proponen que un sistema de
seguridad colectiva se basa en cuatro principios: que todos los países renuncien al uso de
la fuerza salvo en defensa propia; que estén de acuerdo en que la paz es indivisible, un
ataque contra uno es un ataque contra todos; que se comprometan a unirse para detener
una agresión y restaurar la paz, y que se pongan de acuerdo en suministrar cualquier
recurso material o humano que sea necesario para conformar una fuerza de seguridad
colectiva que derrote al agresor y restaure la paz (Ebegbulem, 2011: 24).
Tras ver el concepto general y abstracto de la seguridad colectiva, creo necesario explicar
cómo fue su implantación concreta en la creación de la Sociedad de Naciones. En los 14
puntos que el presidente Wilson presentó al Congreso estadounidense en enero de 1918,
el último de ellos decía así: «Debe formarse una asociación general de naciones, bajo
convenios especiales, con el fin de ofrecer garantías recíprocas de independencia política
e integridad territorial tanto a los Estados grandes como a los pequeños» (Carrillo
Salcedo, 1991: 45). Esto se plasmará, evidentemente, en la Sociedad de Naciones, cuyo
Pacto fundacional quedará adherido a los tratados de paz, pero de la que, paradójicamente,
Estados Unidos nunca formará parte.
7
Los artículos 10 y 11 del Pacto consagran la idea de que la seguridad de cada
nación es responsabilidad colectiva de la comunidad internacional, organizada a través
de la Sociedad de Naciones. De ahí viene que, en su articulado, se establezca la limitación
del derecho a la guerra, se afirme que el mantenimiento de la paz exigía la reducción de
armamentos y el desarme, y se regulen las sanciones a los Estados que recurrieran a la
guerra contra lo dispuesto por la organización. Se establece, por tanto, un sistema jurídico
de prevención de la guerra –un sistema de seguridad colectiva–, articulado en cinco ejes:
garantía de la integridad territorial e independencia política de los Estados miembros,
intervención colectiva, solución pacífica de los conflictos, limitación del derecho a
recurrir a la guerra y sistema de sanciones (Carrillo Salcedo, 1991: 54-55).
8
daban, además de en los casos de legítima defensa, cuando no hubiera un acuerdo
unánime del Consejo –así se tomaban todas las decisiones en este órgano, excluyendo el
voto de las partes implicadas en los asuntos tratados– o la mayoría requerida en la
Asamblea (Carrillo Salcedo, 1991: 52-53).
9
anteriores incompatibles con el mismo, claro signo de la naturaleza constitucional
del tratado fundacional de la Sociedad de Naciones».
En general, los tratados de paz que siguen a las guerras –y el Pacto lo fue en relación a la
Primera Guerra Mundial– constituyen las premisas de la instauración de un sistema de
coexistencia pacífica entre las naciones, es decir, de un nuevo orden internacional
destinado a perdurar en el tiempo. También suele decirse que el mejor momento de un
orden internacional es el de su nacimiento, cuando los vientos de la historia parecen
soplar a su favor. Este no fue el caso del orden internacional construido en la conferencia
de Paz de París de 1919-1920, cuyo efecto inmediato sobre el sistema de relaciones
internacionales fue su división entre potencias partidarias y opositoras al mismo.
(Miralles, 1996: 121-122). Con Alemania agraviada e Italia y Japón insatisfechas, la
semilla de la discordia había sido plantada. El apogeo de este orden internacional llegó
avanzados los felices años veinte, con el tratado de Locarno o el pacto Briand-Kellog,
pero todo se desmoronó con la Gran Depresión y el auge de los fascismos. Es ese proceso
el que ocupará, en su relación con la Sociedad de Naciones, el resto de este trabajo.
10
2. JAPÓN Y LA CREACIÓN DEL MANCHUKUO
2
Shenyang en chino.
11
apaciguamiento que a mantener la seguridad colectiva (Madariaga Álvarez-Prida, 2009:
90).
Como era de esperar, durante los meses de octubre y noviembre se vivió en Japón
una auténtica fiebre bélica, con la llegada de nuevas tropas a Manchuria y la rápida
extensión de la zona de ocupación. La iniciativa de crear una comisión de investigación
partió en esta ocasión de Yoshizawa, el delegado japonés en Ginebra, lo cual fue aprobado
por el Consejo a comienzos de diciembre. Su tarea quedaba definida con el fin de
«estudiar e informar sobre todas las circunstancias de carácter internacional que
amenazaran la paz y las buenas relaciones entre China y Japón» (Calleja Díaz, 1991: 81),
3
«Se declara expresamente que toda guerra o amenaza de guerra interesa a la Sociedad entera, … la cual
deberá tomar las medidas necesarias para garantizar eficazmente la paz de las naciones. En tales casos, el
secretario general convocará inmediatamente al Consejo, a petición de cualquier miembro …».
12
pero no estaba facultada para controlar los movimientos de las partes ni para iniciar
negociaciones; además, su misión no incluía el deber ni el derecho de hacer
recomendaciones para solventar el conflicto. La comisión no se formaría hasta enero de
1932, presidida por lord Lytton, el representante británico. Como he dicho, fue el Consejo
quien creó esta comisión en diciembre de 1931, y no la Asamblea en mayo de 1932, como
señala una fuente (Madariaga Álvarez-Prida, 2009: 91).
El ánimo nipón nunca fue el de colaborar. Japón mantuvo una actitud hostil ante
las delegaciones enviadas por la Sociedad a Manchuria; las delegaciones europeas
desplazadas a Mukden para conocer en vivo el desarrollo del conflicto también vieron
obstaculizadas sus acciones. De hecho, Japón se guardaba un as en la manga: mientras
actuaba la comisión Lytton, sus tropas lograron el control de las tres provincias manchús.
Sus nuevos gobernadores convocaron una reunión en Mukden, donde declararon la
independencia de Manchuria el 18 de febrero de 1932, bajo el nombre de Manchukuo.
De poco sirvieron las protestas de China. Durante los meses siguientes, el Manchukuo se
dedicó a la construcción de las estructuras de Estado, incluyendo un ejército que contó
con la colaboración de oficiales japoneses como consejeros. En septiembre, Japón
reconoció formalmente la independencia del Manchukuo con la firma de un protocolo
(Calleja Díaz, 1991: 83). China volvió a protestar y señaló que este país había establecido
un protectorado virtual con vistas a una futura anexión, como había ocurrido en Corea.
4
«… El Consejo podrá en todos los casos previstos en el presente artículo llevar la cuestión ante la
Asamblea. También podrá la Asamblea encargarse del examen de cualquier desacuerdo a requerimiento de
cualquiera de las partes …».
5
«Los miembros de la Sociedad se comprometen a respetar y a mantener contra toda agresión exterior la
integridad territorial y la independencia política presente de todos los miembros …».
13
ambigüedad en cuanto a las perspectivas posibles, aunque no hay acuerdo en las fuentes.
Para María Estrella Calleja Díaz, consideraba los intereses que tanto China como Japón
tenían en Manchuria, así como los efectos del boicot; se mantenía el principio de que
Manchuria seguía bajo soberanía china; se reconocía la violación del Pacto por Japón, y
pedía que ambas partes iniciaran negociaciones y llegaran a una solución con la ayuda
del Comité establecido por la Asamblea. Para Charles Zorgbibe, por su parte, reconocía
los «derechos e intereses particulares» de Japón en Manchuria y proponía convertirla en
una región autónoma, bajo soberanía china y control japonés (Zorgbibe, 1994: 531-532).
Sobre el Manchukuo afirmaba que el movimiento de independencia en ningún caso había
existido antes de septiembre de 1931, y que solo fue posible por la presencia de tropas
japonesas. Señalaba dos factores que influyeron en la creación de este Estado: la actividad
de los funcionarios japoneses, tanto civiles como militares (Calleja Díaz, 1991: 84).
Conocidas las conclusiones del informe Lytton y las posturas de los Estados
miembro, la Sociedad creó un comité que determinara el origen y desarrollo del conflicto,
así como posibles soluciones. Este comité hizo dos recomendaciones para promover la
reconciliación: que una simple restauración del statu quo en Manchuria no sería una
solución; y que mantener y reconocer el régimen presente en el Manchukuo no constituía
una ventaja ni una solución satisfactoria del conflicto (Calleja Díaz, 1991: 89). En suma,
dos propuestas que resolución que obligaban a los dos bandos a ceder, con soluciones
como establecer un cogobierno o dar más autonomía a la región, si retornara a la plena
6
Bélgica, Checoslovaquia, Dinamarca, España, Noruega, Países Bajos, Suecia y Suiza.
14
soberanía china. Dicho comité quedaba encargado de promover la mediación entre las
partes y recoger sus propuestas para atajar la disputa.
La firma del armisticio entre China y Japón significaba el fin de las hostilidades,
pero la creación del Manchukuo seguía siendo un tema candente para la Sociedad de
7
«Si un miembro de la Sociedad recurriese a la guerra … se le considerará ipso facto como si hubiere
cometido un acto de guerra contra todos los demás …. Estos se comprometen a romper inmediatamente
toda relación comercial o financiera con el estado que haya quebrantado el Pacto …»
8
Al noreste de China, pero fuera de Manchuria.
15
Naciones. Los miembros de la Asamblea habían declarado que seguirían sin reconocer,
ni de iure ni de facto, la situación en Manchuria. El comité consultivo de la Asamblea
envió un informe a los gobiernos en el que defendía impedir la adhesión del Manchukuo
a los convenios internacionales.
16
3. DEL FRACASO DEL DESARME AL REARME
9
Resolución del Comité del Desarme de la Unión Internacional de Asociaciones por la Sociedad de
Naciones, 28 de junio de 1932. AGA, Fondo Exteriores, caja/legajo 82/03064.
17
los planteamientos originales de su antecesor Tardieu, que daba un carácter prioritario a
la seguridad sobre el desarme. En el extremo opuesto se situaba, como es de esperar,
Alemania, cuyas tesis se centraban en la paridad de armamentos. Entre estos dos polos
discurrieron los debates más importantes. Fueron significativas las contribuciones de
Estados Unidos, que nunca fue miembro de la Sociedad, materializadas en el plan
presentado por el presidente Hoover en Washington y el delegado H. Gibson en Ginebra
el 22 de junio de 1932 (Walters, 1971: 495). Este comprendía, como propuestas estrella,
la abolición de las armas específicamente ofensivas (tanques, bombarderos o armas
químicas) y la reducción del resto en un tercio.
En marzo de 1933, siendo ya Hitler canciller, Gran Bretaña realizó una nueva
propuesta: el Plan MacDonald. Este contemplaba fijar los ejércitos de los principales
países continentales en 200 000 hombres, una clara revisión del tratado de Versalles, que
limitaba el ejército alemán a 100 000. A Hitler no le desagradó la propuesta, pero sí chocó
18
con el acuerdo franco-británico por el que el control de los armamentos, es decir, la
seguridad, precedería al desarme. Tras cuatro años de investigación y control de las
fuerzas y el material existente de todos los Estados por parte de una comisión, si los
resultados eran satisfactorios, se producirían las reducciones que establecía el Plan
MacDonald. La tesis alemana era la contraria: primero el desarme y después el control.
10
Los miembros del Grupo de los Ocho menos Checoslovaquia y Bélgica, aliados confesos de Francia y
por tanto un obstáculo para mantener la equidistancia necesaria, esto es: Dinamarca, España, Noruega,
Países Bajos, Suecia y Suiza.
11
«Los miembros de la Sociedad reconocen que el mantenimiento de la paz exige la reducción de los
armamentos nacionales al mínimo compatible con la seguridad nacional y con la ejecución de las
obligaciones internacionales impuestas por una acción común. El Consejo, teniendo en cuenta la situación
geográfica y las condiciones especiales de cada Estado, preparará los planes de esta reducción para su
examen y decisión por los diversos gobiernos …». (Neila, 1997: 86).
19
Madariaga en Friburgo en enero de 1934, este señalaba que «el problema del desarme»
era para él «el problema de organizar la paz», tal y como recogió la prensa local. Habría
también nuevas propuestas de resolución, como la remitida por el británico H. E. Hyde a
Madariaga en febrero del mismo año, con un desarrollo especial en lo que concernía a
promover la aviación civil y prohibir la militar.12
Mucho más allá iba un artículo publicado en el Cape Times en abril de 1934,
titulado «La triste perspectiva del mundo». Con un tono idealista y grandilocuente, decía
lo siguiente:
«Ha llegado la hora de que las grandes democracias de Occidente unan sus
fuerzas, para que Gran Bretaña y América recuerden que son amigas amenazadas
a este y oeste por Alemania y Japón, y, con la ayuda de Francia y los pequeños
Estados democráticos de Europa del Norte y Occidental, reconstruyan la Sociedad
como una Sociedad de Democracias. La Sociedad reduciría a la mitad sus
miembros, pero la pérdida de falsos amigos es más bien provechosa. Se
abandonaría así la inútil tarea de enseñar internacionalismo a un grupo variopinto
de Estados con estadios diferentes de barbarie; sería pertinente para resolver la
necesidad más vital del presente, la organización de las democracias contra la
12
Salvador de Madariaga, conferencia «¿Qué pueden esperar los pueblos de la conferencia del Desarme?»
en Friburgo, 17 de enero de 1934. Recogida por el periódico católico conservador La Liberté. AGA, Fondo
Exteriores, caja/legajo 82/03064.
13
Gustav Bornscheuer, carta al ministerio de Estado español, noviembre de 1934. AGA, Fondo Exteriores,
caja/legajo 82/03064.
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amenaza de la concepción nazi-fascista del hombre como el engranaje de una
máquina. La paz internacional solo puede conseguirse mediante la democracia. La
tarea de la Sociedad es no marchitarse porque no pueda tocar el cielo con vanas
aspiraciones, sino recobrar el aliento salvando la democracia». 14
14
«La triste perspectiva del mundo» (A grim world outlook), artículo publicado en el Cape Times, 23 de
abril de 1934. AGA, Fondo Exteriores, caja/legajo 82/03082.
21
presupuestos militares habían empezado a aumentar desde comienzos de 1934. A la
retirada de Alemania de la Sociedad de Naciones le siguió la presentación de un plan de
rearme que triplicaba la adquisición de armamento en un plazo de cuatro años. El último
en unirse y el primero en hacerlo de forma clara y transparente sería el gobierno británico.
A comienzos de marzo de 1935, el mismo MacDonald que había propuesto uno de los
planes estrella de la conferencia del Desarme, expuso al parlamento su propuesta para el
rearme de Gran Bretaña. Ante el rearme generalizado de las grandes potencias,
especialmente Alemania, se constató la necesidad de implantar unas medidas que «no
eran en modo alguno contrarias a la paz», sino que ayudarían a «asegurar dicha paz»,
según palabras del líder del Partido Conservador, Stanley Baldwin (Walters, 1971: 586-
587). El nuevo y oneroso programa se dirigiría particularmente a las deficiencias
acumuladas de sus propias defensas, los ejércitos de tierra y aire.
El anuncio del rearme británico fue recibido con enconamiento por parte de los
alemanes, cuya imagen de sí mismos como víctimas inocentes de la injusticia y la
calumnia internacional no se había visto alterada por el militarismo de su gobierno o por
su abierto rearme. A mediados de marzo decretó por la ley la potenciación de la
Wehrmacht con el aumento de los objetivos terrestres hasta 36 divisiones, unos 600 000
soldados, y la reintroducción del servicio militar obligatorio. Esta ley constituía una
flagrante violación del tratado de Versalles (Eiroa San Francisco, 2009: 392), y provocó
las protestas de las potencias europeas.
22
Francia decidió convocar al Consejo de la Sociedad de Naciones para articular
una respuesta, pero su reunión fue aplazada brevemente. En su lugar, Mussolini había
propuesto una conferencia previa entre Italia, Francia y Gran Bretaña, lo que fue bien
recibido por París y Londres, que enviaron a sus primeros ministros y de Asuntos
Exteriores. Walters señala que la conferencia de Stresa –del 11 al 14 de abril de 1935–
fue «una reunión de potencias que se proponían no hacer nada y sus resultados estuvieron
de acuerdo con tales objetivos» (Walters, 1971: 589). El encuentro tuvo una finalidad
meramente consultiva, y consulta era sinónimo de falta de decisión. Las conclusiones
giraron de forma voluminosa pero insustancial sobre la oposición al rearme alemán, el
rechazo a la denuncia unilateral de los tratados internacionales y la fidelidad al tratado de
Locarno. La única manifestación clara era la afirmación de un propósito común de
defender la independencia e integridad de Austria.
Como era de esperar, la condena del Consejo no tuvo el más mínimo efecto sobre
el desarme alemán. Además, pocas semanas después, Gran Bretaña firmó un acuerdo
naval con Alemania sin consultar a sus aliados, por el que se permitía a Hitler reconstruir
su flota hasta el 35 % de los efectivos de la Royal Navy (Culpin, 2001: 108). Otros puntos
de acuerdo, menos conocidos pero muy importantes, le permitían aumentar sus
23
submarinos al 45 % de los británicos, llegando al 100 % si se producían amenazas por
parte de Rusia, junto con un intercambio de información naval (Kitchen, 1992: 94). En
Gran Bretaña el acuerdo naval se consideró un triunfo del pragmatismo, pero fue criticado
por Francia y por Italia, cuyas relaciones con los británicos eran tensas por la cuestión de
Abisinia. La Sociedad quedó impotente para impedir esta nueva ruptura de los términos
del tratado de Versalles. Lo cierto es que Alemania ya había dejado de respetar las
limitaciones navales impuestas en Versalles y ninguna potencia estaba dispuesta a usar la
fuerza para hacérselas cumplir; como lo había aceptado voluntariamente, además, Gran
Bretaña esperaba que se mantuviera dentro de los límites de lo acordado.
En cuanto a los miembros del Grupo de los Neutrales, en el que como ya he dicho
se incluía España, se mostraron defraudados por el fracaso del desarme. Para ellos, la
torpeza o el desinterés de Gran Bretaña, Francia, Italia, la Pequeña Entente15 y otros para
llevar a cabo una reducción organizada de armamentos no era menos culpable que la
determinación de Alemania a violar las limitaciones de Versalles. El rearme alemán no
constituía sensu stricto un quebrantamiento directo del pacto; era moralmente contrario a
su espíritu, pero también lo había sido la actitud de las principales potencias aliadas
respecto al problema del desarme (Walters, 1971: 594). A ellos, al igual que a los
miembros latinoamericanos, comenzó a inquietarles que la pertenencia a la Sociedad de
Naciones les forzara a escoger entre la amistada con Alemania o con las potencias
firmantes de Stresa. Las posiciones comenzarían a reajustar de forma rápida.
15
Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia.
24
4. LA CRISIS DE ABISINIA Y EL GIRO ITALIANO
Etiopía era en las primeras décadas del siglo XX un reino arcaico y con algunas
fronteras imprecisas; su soberano, Haile Selassie –emperador desde 1930–, no ejercía una
autoridad total sobre el país, pues algunos jefes feudales le disputaban el poder real. La
actividad económica era sobre todo una agricultura poco tecnificada. El único ferrocarril
del país era una línea francesa que unía el puerto de Yibuti con Adís Abeba, la capital. En
1925, una convención anglo-italiana (Torre, 1977: 126) había acordado que los italianos
25
construirían un ferrocarril desde Eritrea, lo que levantó las suspicacias del Negus16, quien
desconfiaba de toda intervención italiana.
Desde que Etiopía expuso el caso por primera vez ante la SdN, en enero de 1935,
los delegados británicos y franceses hicieron lo posible por encontrar una solución
aceptable para Italia. Ante las quejas remitidas por Adís Abeba y comunicadas a todos
16
Titulatura real en las lenguas semíticas de Etiopía y Eritrea.
26
los miembros, Italia negó todas las acusaciones de agresión y declaró que el gobierno
etíope había violado el Pacto. El bloqueo de las negociaciones, como he señalado, le
permitía ganar tiempo para completar sus preparativos. A partir del mismo mes de enero,
miles de trabajadores italianos fueron llevados al Cuerno de África para construir y
ampliar carreteras, aeródromos, puertos y otras infraestructuras. Se movilizó a los
reservistas, se adiestró a nativos eritreos y, desde febrero de 1935, las tropas italianas
comenzaron a navegar hacia Eritrea y Somalia (Walters, 1971: 608-609).
Una parte de la opinión pública mundial, más perspicaz que los ministerios de
Asuntos Exteriores de algunas potencias, se dio cuenta de que, si el Pacto no iba a
cumplirse en África, dejaría de dar seguridades también en Europa. Pequeños países
americanos y europeos estaban ya incómodos y resentidos por lo que consideraban como
la capitulación del Consejo ante la voluntad de una gran potencia. Los pueblos
subsaharianos, por su parte, estaban indignados con que la agresión contra uno de los dos
Estados independientes de África se llamara «guerra colonial» y se la considerara
diferente a la agresión contra una nación blanca. En suma, la defensa de los Estados
pacíficos contra la guerra, la de los Estados pequeños contra la injusticia y la de las razas
de color contra opresión extranjera parecían depender de una sola cuestión: «el
mantenimiento del Pacto aseguraría cada uno de estos grandes objetivos; su fracaso
significaría su abandono en lo que se refiere a la acción internacional» (Walters, 1971:
613).
17
«Si surgiere entre los miembros de la Sociedad cualquier desacuerdo capaz de provocar una ruptura, y si
este desacuerdo no fuese sometido a arbitraje …, los miembros de la Sociedad convienen en someterlo al
examen del Consejo …».
27
Ante las reticencias a una acción enérgica dentro de la Sociedad, el Consejo
prefirió nombrar un comité especial, integrado por representantes de España, Francia,
Gran Bretaña, Portugal y Turquía. Su misión consistía en establecer nuevas bases de
negociación, cuyos términos evidenciarían el retroceso en la defensa de los intereses
etíopes y la firmeza de la Sociedad (Neila Hernández, 1997: 69). Sus debates, basados en
las negociaciones mantenidas entre Francia, Gran Bretaña e Italia durante el verano,
contemplaban ya la posibilidad de un protectorado compartido bajo la tutela de la SdN,
pero con un claro predominio italiano.
Una guerra tan lejana era impopular para la opinión pública franco-británica y,
como democracias que eran, lo que esta pensara era importante; Gran Bretaña tenía
elecciones en noviembre, y Francia las celebraría en abril de 1936. Además, ambos países
tenían ya suficientes problemas para administrar sus propios imperios ultramarinos. Cada
uno de ellos tenía, además, sus propios motivos para mantener una actitud no beligerante
hacia Italia; ninguno de ellos tenía intención de volverse contra Italia (Kolehmainen,
2012: 9).
El gobierno francés estaba cabreado por el acuerdo naval suscrito por Alemania y
Gran Bretaña –que comentaré en el capítulo siguiente–, aunque mantenía buenas
relaciones con el segundo y sabía cuál era su principal enemigo. Por una parte, Francia
apoyaba a Mussolini contra Alemania en Austria y frente a Gran Bretaña en África
oriental (Kitchen, 1992: 95). Por otra, su histórica enemistad con Alemania le había
llevado durante el periodo entreguerras a buscar la seguridad tanto de Gran Bretaña como
de Italia, y estaba más que dispuesto a sacrificar Etiopía si eso aseguraba su propia
28
posición de debilidad en Europa (Kolehmainen, 2012: 8). Francia valoraba mucho más
sus relaciones de amistad con Italia que sus responsabilidades en la SdN como uno de sus
miembros fundamentales.
18
«Todos los miembros de la Sociedad convienen en que, si surge entre ellos algún desacuerdo capaz de
ocasionar una ruptura, lo someterán al procedimiento de arbitraje, a un procedimiento judicial, o al examen
del Consejo. Convienen, además, en que en ningún caso deberán recurrir a la guerra antes de que haya
transcurrido un plazo de tres meses después de la sentencia de los árbitros, o de la decisión judicial o del
dictamen del Consejo …».
29
Aplicar el Pacto implicaba sanciones. El gobierno británico se mostró favorable,
por un lado, para contentar a su opinión pública ante las inminentes elecciones, y, por
otro, porque estaba convencido de que las sanciones contra Italia serían tan limitadas que
no tendrían el menor efecto (Kitchen, 1992: 95). Los británicos se presentaban como
defensores de la seguridad colectiva mientras seguían negociando un acuerdo de
compromiso con Italia para solventar la crisis de Abisinia antes de que se impusieran las
sanciones. Los franceses apoyaban con fuerza esta política.
¿Qué papel jugaban en todo esto las potencias pequeñas, como España? La
política exterior española se había basado durante la conferencia del Desarme en seguir
una neutralidad equidistante entre posiciones irreconciliables como las de Francia o
Alemania. Sin embargo, pronto se comprobó que el ejercicio de una estricta neutralidad
no era del todo posible. Como señala Francisco Quintana, «aunque teóricamente carecía
de sentido permanecer neutral en un sistema de supuesta seguridad colectiva, en la
práctica se consentía esta paradoja a modo de actitud estética de los débiles frente al riesgo
de confrontación europeo, pero nunca como parapeto efectivo para eludir las obligaciones
contraídas si su cumplimiento era requerido por los poderosos» (Quintana Navarro, 1996:
117-118). Así sucedió respecto a Abisinia, cuando Gran Bretaña decidió valerse de la
SdN para contener las aspiraciones italianas en África, y se pusieron al descubierto las
contradicciones latentes de la doctrina de la política exterior española.
19
Telegrama de Alejandro Lerroux a Salvador de Madariaga. Instrucción a los delegados con motivo de la
guerra de Abisinia, 4 de octubre de 1935. AGA, Fondo Exteriores, caja/legajo 82/03072.
30
obligaciones internacionales, pero se mostró disgustada de tener que hacerlo contra Italia.
Aunque votó a favor de las sanciones, Madariaga guardó silencio y evitó todo atisbo de
firmeza en la defensa de los principios del Pacto, algo llamativo en su actitud. Desde ese
momento se dedicó más bien a apoyar las fórmulas de conciliación que aplazaran las
medidas más duras y a frenar los ímpetus de las delegaciones más beligerantes. Además,
dejó claro a la delegación italiana que el voto español en su contra era una mera
«obligación de compromiso» (Quintana Navarro, 1996: 119).
Resulta complicado explicar por qué la opinión pública británica era tan firme en
sus demandas sancionadoras contra Italia a la altura de 1935 mientras se toleraban las
violaciones alemanas de los tratados. Para el historiador F. S. Northedge, la explicación
estaba en el sentimiento de culpa por las condiciones del tratado de Versalles y, en parte,
por el miedo a una guerra (Birn, 1981: 155). En lo que respecta a la Sociedad de Naciones,
el deseo de enfrentarse a Italia, pero no a Alemania, era muy indicativo de la actitud
imperante en defensa de la seguridad colectiva. Para la mayoría de los miembros, el Pacto
era «un instrumento para la prevención de la guerra y la organización de la paz», no un
medio de coerción (Birn, 1981: 155). El apoyo a las sanciones contra Italia no era una
amenaza directa para Gran Bretaña, y tampoco para Francia. Alemania era otra historia,
como pronto demostrarían los acontecimientos subsiguientes. Asimismo, el ánimo de la
Sociedad de Naciones y del frente de Stresa era mantener la paz; la contradicción entre
ambos residía en que el frente de Stresa quería mantener la paz especialmente en Europa
(Kolehmainen, 2012: 12).
32
En cuanto a la Sociedad de Naciones, el nuevo secretario del Foreign Office,
Anthony Eden, accedió por fin a comienzos de marzo de 1936 al embargo de petróleo a
Italia. Sin embargo, fue más una declaración destinada a aplacar las críticas que una
verdadera intención, pues en las reuniones subsiguientes se alineó con Francia para
retrasar su aplicación. La Sociedad llamó a ambos países a que detuvieran las «maniobras
diplomáticas dilatorias» (Birn, 1981: 163), pero fue en vano.
33
5. EL FIN DEL ORDEN EUROPEO DE VERSALLES Y DEL
SISTEMA DE SEGURIDAD COLECTIVA
Italia, aislada y afectada por las sanciones que le impuso la Sociedad, tuvo que
buscar un acercamiento a las demás potencias revisionistas, especialmente Alemania y
Japón. En enero de 1936, según señala Kitchen, Mussolini informó al embajador alemán
de que apreciaba mucho la «benévola neutralidad» de Alemania en Abisinia y que no
pondría ninguna objeción a que Austria se convirtiese en un satélite de Alemania, siempre
y cuando las relaciones germano-italianas encontraran cauces de mejora (Kitchen, 1992:
335). Este cambio ha sido muy discutido por la historiografía del periodo: los alemanes
todavía estaban enviando armas a Abisinia y querían prolongar la guerra para desviar la
atención británica y francesa de Europa; por otra parte, el frente de Stresa podría haber
20
Informe de la embajada en París sobre el conflicto italo-abisinio y la solicitud de seguridades de Inglaterra
a Francia en el Mediterráneo, 2 de octubre de 1935. AGA, Fondo Exteriores, caja/legajo 82/03068.
21
Así se apodaba a Mussolini. Brenner (actualmente Brennero, en italiano) es el paso de montaña clave
entre Bolzano (Italia) e Innsbruck (Austria). Hasta la Primera Guerra Mundial, todo el territorio había
pertenecido al Imperio austrohúngaro.
34
revivido una vez terminada la guerra. La actuación del Duce, en este sentido, se explica
por los intentos ambiguos de Gran Bretaña y Francia por negociar un acuerdo, frente a
los que Alemania se presentaba como una potencia dinámica y poderosa dispuesta a
enfrentarse a quienes él consideraba dos Estados débiles y decadentes (Kitchen, 1992:
335-336).
22
«En la zona definida al oeste de una línea trazada a 50 kilómetros al este del Rin, el mantenimiento y
el montaje de las fuerzas armadas, ya sea permanente o temporal, y las maniobras militares de cualquier
tipo, así como el mantenimiento de todas las obras permanentes de movilización, quedan de la misma
manera prohibidas».
23
«El servicio militar universal obligatorio será abolido en Alemania. El ejército alemán sólo puede ser
constituido y reclutado por medio de alistamiento voluntario».
35
ante el rápido aumento de los armamentos y el creciente peligro de guerra» (Walters,
1971: 669).
El siguiente desafío internacional llegaría con la guerra civil española, que estalló
en julio de 1936. Para Hitler, el conflicto fue una ayuda fundamental en su política
exterior: distrajo la atención de su proceso de rearme, reforzó su discurso anticomunista,
jugando con el miedo de la población europea a una revolución generalizada, y le permitió
colaborar estrechamente con su aliado italiano (Lozano, 2008: 246). En resumen, dos de
las tres potencias contrarias a la Sociedad apoyaron a un bando; un miembro permanente
del Consejo –la URSS–, al otro. Las disensiones internas impidieron la formación de una
política clara respecto a España en los países democráticos, por lo que su voluntad quedó
debilitada. Los países totalitarios habían logrado aprovecharse del viejo aforismo «divide
y vencerás», aplicándolo con un éxito asombroso (Walters, 1971: 678).
Francia confirmó durante la Guerra Civil que no se movería sin el apoyo británico,
y estos se mantuvieron en su postura de no confrontación. Esta débil respuesta llevó a
Stalin a recapacitar sobre la seguridad colectiva: ¿podía confiar en las democracias
occidentales si estas no se prestaban auxilio entre ellas frente al fascismo? Había muchas
suspicacias entre las derechas de ambos países sobre la conveniencia actuar junto al
gobierno soviético y el fortalecido PCE. Lejos de reforzar la determinación de ofrecer
resistencia a los dictadores, siguiendo a Kitchen, «la guerra civil española fortaleció la
convicción de los apaciguadores de que la guerra era el peor desastre imaginable»
(Kitchen, 1992: 338). En este sentido, la petición del gobierno español a la Sociedad para
poner fin a la intervención extranjera, el 27 de noviembre de 1936, fue un acto meramente
testimonial; la cuestión quedó en manos de las grandes potencias en el seno del Comité
de No Intervención de Londres (Neila Hernández, 1997: 71).
Los tres países podían jactarse de haber derrotado a la Sociedad, organismo que
habían abandonado –Italia lo haría más tarde, en diciembre de 1937– y al que
despreciaban. No obstante, la SdN seguía siendo un obstáculo en su camino, aunque no
fuera un muro insalvable. Las demandas chinas y del gobierno etíope en el exilio seguían
teniendo voz en Ginebra, que mantenía una fuerte influencia sobre la opinión pública y
los medios de comunicación de unos cincuenta países. A pesar de que sus bases de
propaganda negativa no eran serias, las tres potencias habían dirigido con mucho acierto
sus campañas victimistas, denunciando los agravios de una organización «filocomunista»
(Walters, 1971: 680-681).
En 1938, Hitler se mostró dispuesto a poner en marcha un plan que debía asegurar
la gloria eterna del nazismo: la construcción de la Gran Alemania. El momento parecía
propicio: Gran Bretaña se había refugiado en el apaciguamiento y estaba dispuesta a
aceptar cualquier compromiso; Francia necesitaba actuar junto a los británicos,
consciente de sus debilidades; Estados Unidos continuaba con su neutralismo y
aislacionismo, y la Unión Soviética se mostraba ya escéptica sobre el sistema de
seguridad colectiva y una eventual unión de las potencias capitalistas –democracias y
fascismos– contra ella (Torre, 1977: 136). El führer actuaría en etapas calculadas,
ejecutadas con rapidez y precisión, aún convencido de que el conflicto era inevitable.
24
«Alemania reconoce y respetará estrictamente la independencia de Austria; … está de acuerdo en que
esta independencia será inalienable, salvo con el consentimiento del Consejo de la Liga de las Naciones
Unidas».
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que la independencia de Austria era de vital importancia para la paz en Europa (Walters,
1971: 736).
Para Hitler, Checoslovaquia era una daga clavada en el corazón de Alemania; sin
embargo, se trataba de la única democracia que quedaba en la Europa central, liderada
por Edgard Benes, muy activo en la Sociedad de Naciones. Francia era su principal aliada
en virtud de un compromiso firmado en 1925 en el marco de Locarno, pero era
nuevamente reacia a actuar sin el apoyo británico. La URSS había firmado un tratado de
asistencia militar en 1935, pero solo estaba obligada a actuar si lo hacía Francia, y aun así
no parecía probable que Polonia o Rumanía dejaran pasar a sus tropas (Kitchen, 1992:
345). Ni a Francia ni a Gran Bretaña les parecía conveniente esta posibilidad, pues
recelaban de las intenciones soviéticas en la Europa del Este.
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entre la población alemana y fuesen apoyados por una intervención armada de Alemania,
el tratado comprometería a Francia de una manera que sería determinada por la gravedad
de los hechos», afirmó Delbos (Kissinger, 2010: 325). Ese afán de precisión suponía un
intento de evadir sus compromisos, ignorando la importancia geopolítica de
Checoslovaquia o la pérdida de credibilidad que supondría para Francia cuando tuviera
que proteger la independencia de otros países en la Europa oriental.
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«Alemania … reconoce la completa independencia del Estado de Checoslovaquia …. Alemania
declara reconoce las fronteras de este Estado que determinen las principales potencias aliadas y asociadas
y los demás Estados interesados».
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En cierto modo, como se demostró en Múnich, la igualdad formal y la
participación en los debates de todos los miembros de la Sociedad no servía para ocultar
que las grandes potencias seguían teniendo la preponderancia. Esto fue así desde el mismo
comienzo: en los primeros borradores británicos y estadounidenses se contemplaba que
solo las grandes potencias formarían parte de la Sociedad, y el diplomático británico
Robert Cecil anotó en uno de estos borradores que «las pequeñas potencias en todo caso
no ejercerían ninguna influencia considerable». La previsión se cumplió, como atestiguó
un delegado italiano al declarar que durante el tiempo que estuvo en Ginebra «nunca vio
ninguna disputa importante que se solucionara de forma distinta a la del acuerdo entre las
grandes potencias» y que el procedimiento de la SdN era «un sistema de rodeos, todos
los cuales llevaban a una u otra de estas dos cuestiones: el acuerdo o el desacuerdo entre
Gran Bretaña, Italia, Francia y Alemania» (Carr, 2004: 159).
El historiador E. H. Carr afirma sobre este periodo, la crisis de los años treinta,
que, más que un retorno a la política de poder, supuso el fin del monopolio del poder
disfrutado por las potencias del status quo durante la década anterior (Carr, 2004: 158).
Como uno de los máximos representantes de la escuela realista en las relaciones
internacionales, entiende la política como lucha de poder, en este contexto entre las
potencias satisfechas e insatisfechas. Rechaza toda interpretación que muestre esta
dialéctica como confrontación entre moralidad por un lado y poder el otro; para Carr es
un choque en el que, sea cual sea la cuestión moral, la política de poder es igualmente
predominante entre las potencias revisionistas y antirrevisionistas (Carr, 2004: 160).
Esta visión no está exenta de críticas, por ejemplo, cuando Ferguson lo caracteriza
como «el más sofisticado de todos los partidarios de la política de apaciguamiento»
(Ferguson, 2007: 12-13). Para Carr, cuando el equilibrio de poder en el mundo cambiaba,
con unas potencias en auge al tiempo que otras declinaban, la única cuestión era si los
reajustes habían de ser violentos o pacíficos –para él era preferible lo segundo–. En
consecuencia, el apaciguamiento equivalía a reajustar pacíficamente la realidad del poder
alemán –y después soviético– de la forma menos sangrienta posible. Esta era una fórmula
claramente fatalista para un mundo sin guerra: la sumisión al poder de los dictadores. Al
despreciar «los vagos ideales del altruismo y el humanitarismo», Carr estaba justificando
la política expansionista de Hitler hacia el este.
Pero, ¿verdaderamente la amenaza de las potencias del Eje era tan pequeña como
para dejar de lado la seguridad colectiva en todos los escenarios? Puede que Manchuria,
Abisinia o Albania –conquistada por Italia en abril de 1939– no supusieran una amenaza
a los intereses imperiales y eligieran sacrificar la seguridad colectiva, pero el auge de la
Gran Alemania era una cuestión bien distinta. Tras haber identificado la amenaza
potencial de Hitler, los británicos disponían no de dos, sino de hasta cuatro alternativas:
aquiescencia, represalia, disuasión o prevención.
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amenaza de la Alemania nazi (Ferguson, 2007: 7). La tragedia de la Segunda Guerra
Mundial –incide Ferguson– es que, de haberse probado tal cosa, es casi seguro que se
habría logrado.
Teniendo en cuenta esto, la pregunta fundamental sería por qué Francia y Gran
Bretaña, como líderes de la Sociedad de Naciones y ganadores de la Primera Guerra
Mundial, no hicieron nada para parar a Hitler antes de septiembre de 1939. Era bastante
evidente que Alemania intentaría de nuevo convertirse en una gran potencia, y desde 1933
estaba muy claro en qué términos lo haría. Taylor propone que eran pusilánimes, tenían
dudas morales, no supieron ver la amenaza o esperaban que la fuerza del Tercer Reich se
dirigiera contra la URSS (Taylor, 1969: 279). No obstante, sean cual sean las respuestas,
la clave para este trabajo es formular esa pregunta y entender el papel que jugó la Sociedad
de Naciones en ese proceso.
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CONCLUSIONES
Los Estados, que eran –y en buena medida todavía son– los actores centrales del
sistema internacional, tuvieron un protagonismo clave en lo que he venido a llamar el
fracaso de la SdN. En primer lugar, como he explicado, el resurgir de una Alemania
poderosa y revisionista bajo el mando de Hitler hizo imposible, pese a los intentos de
conciliación por parte de Francia y Gran Bretaña en el marco de la Sociedad, cualquier
reordenación pactada del equilibrio entre las potencias europeas. El führer no aspiraba al
equilibrio continental, al que acusaba de haber humillado a su país, sino que quería dirigir
un proyecto de dominio hegemónico sobre Europa. A escala mundial, este esquema era
también atribuible a Japón respecto al Extremo Oriente.
La Unión Soviética, que no fue admitida hasta 1934, cuando Alemania y Japón ya
habían abandonado el organismo ginebrino, suponía un factor de disrupción en el mundo
internacional; en tanto que potencia anticapitalista y antiliberal, estaba decidida a destruir
el mundo que la SdN esperaba conservar. El principal baluarte de esos valores, primera
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potencia mundial e ideóloga misma de la Sociedad, Estados Unidos, nunca entró a formar
parte de ella, restándole un apoyo y una fuerza decisiva. Por tanto, las potencias que
estuvieron al frente de la Sociedad durante dos décadas fueron Francia y Gran Bretaña,
cuyos intereses nacionales colisionaron en numerosas ocasiones con los societarios.
Ambos países decían respaldar la autoridad de la Sociedad y los derechos de los países
pequeños y débiles; pero cuando llegó la hora de la verdad en Manchuria, Abisinia o
Checoslovaquia, los intereses franco-británicos triunfaron sobre la seguridad colectiva.
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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
FUENTES
BIBLIOGRAFÍA
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