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El De utilitate credendi y la teoría

dialógica de san Agustín


Fernando Pascual, L.C.

Introducción

Esta obra, escrita hacia finales del año 391 o inicios de 3921, res-
ponde a un deseo personal de san Agustín de Hipona: ofrecer sus pa-
labras y su ayuda a Honorato, un amigo de juventud que sigue adheri-
do a las ideas de los maniqueos desde que fue conducido hacia tal sec-
ta por el mismo Agustín. De modo explícito, al final del libro encon-
tramos expresados los objetivos que Agustín albergaba en su corazón:

No he pretendido refutar con él [este libro] a los maniqueos ni


ocuparme de esas imposturas, así como tampoco he pretendido
exponerte altos conceptos de la fe católica, sino que he buscado,
en lo que fuera posible, desvanecer la idea falsa sobre los verdade-
ros cristianos que amasaron contra nosotros con no menos torpeza
que malicia, y a la vez despertar en ti inquietud por las cosas gran-
des y divinas (18,36)2.

––––––––––
1
Cf. A. PIERETTI, Introduzione a SANT'AGOSTINO, Utilità del credere, Opere di
sant'Agostino, volume VI/1, Città Nuova, Roma 1995, 162.
2
Para el texto castellano, De la utilidad de creer, sigo la traducción de un anónimo
«padre agustino» recogida en el siguiente volumen: Obras de San Agustín, tomo IV,
Obras apologéticas, BAC, Madrid 19562, 828-889 (en edición bilingüe). También he
tenido presente la edición bilingüe (latín-italiano) de las obras de san Agustín citada an-

Alpha Omega, XIV, n. 1, 2011 - pp. 3-32


4 Fernando Pascual, L.C.

Vamos a analizar el escrito en su conjunto, no para ver todos los


temas abordados, sino para evidenciar ideas y reflexiones que tocan lo
que podríamos considerar la teoría dialógica de san Agustín, presente
también en otros escritos agustinianos y que puede ser de interés para
el mundo contemporáneo en sus elementos perennes3.
Antes de emprender el trabajo de análisis, es oportuno recordar
que se han elaborado diversas teorías sobre cómo estaría dividida esta
obra, que actualmente suele quedar organizada en 18 capítulos. Hay
quienes la dividen en dos partes (capítulos 2-6, 7-18) y quienes la di-
viden en tres partes (capítulos 2-6, 7-13, 14-16, dejando como conclu-
sión los capítulos 17-18)4.

1. Introducción y primera parte (capítulos 1-6)

En los momentos iniciales, Agustín expresa a Honorato su deseo


de aclarar un punto terminológico importante: distinguir entre el ser
hereje y el creer en lo que enseñan los herejes. Hereje, según el pare-
cer de Agustín, es aquel que, «movido por ventajas temporales, sobre
todo por ansias de honores y de mando, elabora doctrinas nuevas y
falsas o les presta asentimiento». Lo segundo (creer lo que enseñan los
herejes) es creer en hombres de ese tipo y engañarse «bajo una apa-
riencia de verdad y de piedad» (1,1).

––––––––––
teriormente (Opere di sant'Agostino, volume VI/1, 170-241). Para evitar la proliferación
de notas a pie de página, las referencias al escrito agustiniano (con dos dígitos, el prime-
ro para el capítulo y el segundo para el numeral) irán normalmente en el texto, entre pa-
réntesis.
3
He analizado en otros artículos algunos textos de san Agustín que sirven para
comprender su teoría dialógica y su modo de presentar la comunicación y la enseñanza
entre los hombres: «Experiencia y autoridad en el Contra académicos de san Agustín»,
Alpha Omega 5 (2002), 159-185; «Comunicación y lenguaje en el De magistro de san
Agustín», Alpha Omega 6 (2003), 37-57; «Una retórica para la eternidad: el libro IV del
De doctrina christiana de san Agustín», Alpha Omega 8 (2005), 307-322; «“Empirismo
retórico” en La catequesis de los principiantes de san Agustín», Alpha Omega 12 (2009),
57-80.
4
Cf. A. PIERETTI, Introduzione, 163-164. Pieretti hace suya la segunda división, en
base tanto a los contenidos como a diversas fórmulas usadas por el mismo Agustín que
muestran el tránsito de una parte a otra. En este trabajo seguiré la división tripartita,
uniendo el capítulo 1 (introductorio) a la primera parte, y los dos últimos capítulos a la
tercera. Personalmente, creo que sólo el capítulo 18 sería conclusivo, mientras que el ca-
pítulo 17 pertenecería a la tercera parte, si se admite la división de Pieretti.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 5

Tras esta aclaración, expone uno de los objetivos de la obra: «me


siento obligado a descubrirte lo que yo pienso sobre el camino de
hallar la verdad y de entrar en posesión de la misma: su amor prendió
con fuerza en nosotros ya desde los albores de la adolescencia» (1,1).
Hay quienes, por desgracia, no consiguen entrar por ese camino que
lleva a la verdad, pues se aferran sólo a lo que perciben por los cinco
sentidos y a las imágenes que quedan en su propio interior. Otros su-
ponen haber encontrado la verdad (1,1), una suposición que obstaculi-
za enormemente la búsqueda, podemos añadir, pues no abre el apetito
a nuevas búsquedas5.
Agustín desea y confía (desde su oración a Dios) que el escrito
pueda ser de ayuda para Honorato y para quienes lo lean, y que no
cree obstáculos respecto al objetivo que se propone alcanzar (1,1). Es-
te deseo muestra el realismo agustiniano, que reconoce las dificultades
de la comunicación y que ante las mismas recurre a Dios para que un
escrito (como también una intervención oral) pueda llevar a frutos
adecuados. En concreto, espera demostrar a su amigo que los ataques
maniqueos contra quienes se someten a la autoridad de la fe obedecen
a una «temeridad sacrílega» (1,2). Es aquí donde Agustín recuerda a
su amigo por qué se hicieron maniqueos:

entramos en el círculo de los maniqueos y caímos en sus redes por


esto: porque prometían, dejando a un lado el testimonio odioso de
la autoridad, llevar hasta Dios, librándolos de todo error, y por un
ejercicio estrictamente racional, a cuantos se pusieran sumisos en
sus manos (1,2).

Este texto es sumamente interesante, porque muestra elementos


centrales de la experiencia relacional humana en el ámbito del diálogo
y la enseñanza. En primer lugar, está presente el deseo de encontrar la
verdad respecto de uno de los temas más importantes, Dios. Junto al
mismo, está la idea de evitar cualquier error (que aparta de la verdad).
En tercer lugar, hay una promesa de un acceso relativamente fácil a la
verdad a través de la ayuda de los maniqueos (que se autoconsideran

––––––––––
5
Veremos más adelante que tal suposición es vista como «opinar», que será con-
trapuesto al entender y al creer (cf. 11,23). Suponer que uno conoce la verdad sin cono-
cerla es uno de los mayores males del alma, como subraya Platón en algunos de sus es-
critos. Podemos evocar, por ejemplo, la experiencia socrática narrada en diversos lugares
de la Apología, así como un famoso pasaje de Sofista 229c, donde se alude a la peor for-
ma de ignorancia: la de aquel que cree saber cuando no sabe nada.
6 Fernando Pascual, L.C.

poseedores del saber y capacitados para transmitirlo). En cuarto lugar,


se prescinde en principio del «testimonio odioso de la autoridad», pero
luego se exige al discípulo (oyente) que se ponga sumisamente en ma-
nos de los maniqueos (que entonces ocupan el lugar de maestros, es
decir, de autoridades)6.
Agustín vuelve su mirada al propio pasado para reflexionar sobre
su abandono de la fe católica y sobre los 9 años que perteneció a la
secta maniquea. Se dejó seducir fácilmente por las promesas de los
maniqueos desde la actitud interior de su alma, que ansiaba la verdad
y estaba acostumbrada a las disputas por la formación recibida (1,2).
No sólo eso, sino que llevó a Honorato, que todavía no era cristiano, a
escuchar y a unirse a los maniqueos.
Había algo, empero, que impedía a Agustín el darse por completo
a la secta, por lo que siempre permaneció como oyente. ¿De qué se
trataba? El joven de Tagaste notaba que los maniqueos exhibían una
elocuencia brillante a la hora de refutar a los demás, mientras que eran
menos seguros sus discursos cuando exponían sus propias doctrinas
(1,2). Este recuerdo expresa un hecho común entre los hombres: dis-
cutir y desmontar argumentos parece ser más fácil que ofrecer una
buena exposición y defensa del propio punto de vista. A pesar de esta
observación, Agustín se adhirió a los dogmas maniqueos, seguramente
impelido por la necesidad (para seguir siendo parte del grupo), pero
sin que llegase a ver en profundidad qué «verdades» estaba asumiendo
(1,2).
En los momentos finales de la introducción, Agustín reprocha a
los maniqueos su modo de censurar a los que se apartan de ellos: acu-
san a los ex-discípulos de haber dejado la luz. Agustín, por el contra-
rio, sabe que dejó las tinieblas maniqueas precisamente porque an-
helaba el encuentro con la luz. Además, insiste en la importancia de
ofrecer argumentos positivos y no limitarse a los ataques y críticas a
las ideas contrarias, lo cual facilita el camino hacia la verdad (1,3).
Dicho lo anterior, sólo queda entrar en tema sin más preámbulos (1,3).
San Agustín empieza con una presentación del método seguido
por los maniqueos en su sistema de ataque: explican de tal modo algu-
nos pasajes del Antiguo Testamento que muchos inexpertos quedan
escandalizados. En efecto, reconoce Agustín, algunos pasajes son difí-
ciles, y su defensa resulta ardua por los misterios que encierran. Pero
––––––––––
6
Esta pretensión maniquea será criticada por Agustín en la tercera parte, especial-
mente en el capítulo 14.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 7

ello no legitima el método seguido por los maniqueos, y hace falta


desenmascarar sus errores (2,4).
Antes de hacerlo, Agustín ofrece a su antiguo amigo un gesto de
sinceridad: «Dios, que conoce los arcanos de mi conciencia, es testigo
de que no hay doblez en mis palabras» (2,4). Este gesto es importante,
pues una condición básica para que pueda darse un auténtico diálogo
entre los hombres consiste en esa empatía, esa actitud de acogida be-
névola de quien escucha hacia quien habla. A esa actitud debería co-
rresponder la benevolencia de quien habla hacia quien escucha, y ya
desde el inicio Agustín ha dado a entender su afecto personal hacia
Honorato.
Añade, inmediatamente, que desea sólo exponer la verdad, «única
cosa a la que desde hace tiempo tengo consagrada mi vida con la soli-
citud que excede cuanto se puede pensar» (2,4). El afecto hacia su
amigo y el amor a la verdad son elementos que caracterizan las pala-
bras de Agustín. Pero su esperanza de lograr que los maniqueos alcan-
cen la verdad no se basa solamente en eso, puesto que confía en el
auxilio de Dios, que podrá limpiar los ojos del alma, heridos por aque-
llos errores del pasado que hacen difícil la contemplación7. Las pala-
bras que cierran este párrafo son de gran belleza comunicativa: «No
me abandonará, pues, el Señor si soy sincero, si me guía el deber, si
amo la verdad, si cultivo la amistad, si es hondo mi temor de que lle-
gues a errar» (2,4).
Con el terreno preparado a través de estas introducciones y re-
flexiones de tipo metodológico, es posible afrontar el tema de la inter-
pretación del Antiguo Testamento. Agustín recuerda que existen cua-
tro modos de leerlo: la historia, la etiología, la analogía y la alegoría
(«secundum historiam, secundum aetiologiam, secundum analogiam,
secundum allegoriam», 3,5). El uso de términos de procedencia griega
encontraría su justificación en el hecho de ser palabras técnicas, ya de
uso corriente; una sustitución de las mismas implicaría usar perífrasis
complejas.
No es el caso de detenerse en contenidos teológicos de esta expo-
sición, que presenta los caminos de comprensión de textos sagrados
despreciados por los maniqueos precisamente por carecer de las
––––––––––
7
En el texto (2,4, cf. 13,29) se recurre a la comparación, ya usada, entre otros, por
Platón en la famosa alegoría de la caverna (cf. República 514a-518b), de la dificultad
que experimenta quien ha estado largo tiempo en la oscuridad y empieza a abrir los ojos
hacia la luz.
8 Fernando Pascual, L.C.

herramientas aptas para acceder a los mismos. Entre líneas, Agustín


no deja de avisar de que puede equivocarse, pero que su error no esta-
ría causado por el orgullo o la altanería (3,5). La observación es im-
portante, pues un comunicador, aunque esté convencido de lo que di-
ce, no por ello está exento del peligro de apartarse de la verdad.
Otra idea importante expresada por Agustín en estos momentos
se refiere a la decisión maniquea de excluir pasajes del Nuevo Testa-
mento considerados como añadidos o interpolaciones, y a su rechazo
de la autenticidad de los Hechos de los Apóstoles. En realidad, son
tantos los elementos de analogía entre esta obra y otros libros que sí
admiten los maniqueos, que su exclusión parece contradictoria (3,7).
Aquí se introduce una explicación, ofrecida no como los doctos,
sino como se haría a un amigo, sobre tres posibles errores a la hora de
leer un texto. Agustín los enumera en conjunto para luego tratar cada
uno de ellos:

El primero consiste en tomar por verdadero lo que es falso, aunque


el escritor no pretendiera dar lo falso por verdadero. El segundo,
aunque menos difundido, no por ello menos perjudicial, consiste
en que lo falso es tomado por verdadero, porque así lo hace tam-
bién el autor del escrito. Cuando en la lectura se llegan a percibir
verdades de que el autor no se percató, ocurre el tercer error
(4,10).

Antes de ver la explicación sobre cada error, podemos observar


que estamos ante un tema abordado en el mundo antiguo, especial-
mente por Platón8, y que muestra la relación problemática entre el es-
critor (y sus intenciones) y el lector (con sus actitudes y preparación
propia). Quizá se podrían ampliar las posibilidades, pero Agustín sólo
pone, como centro de atención, estas tres situaciones, consideradas,
además, como erróneas (no sería erróneo el caso de quien desea
transmitir una verdad con su escrito y lo logra en un lector concreto).
¿Cómo las presenta?
Respecto del primer error, acude como ejemplo a un texto de
Virgilio sobre Radamanto: el lector llega a pensar que Radamanto es
un ser real, y piensa también que Virgilio creía en la existencia de este
personaje mítico. En este caso habría un doble error: asumir un dato

––––––––––
8
Cf. PLATÓN, Fedro 274b-278e, un diálogo que no sólo expone los límites de la
escritura, sino también de otras formas de comunicación humana.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 9

falso por verdadero, y asumir falsamente que el escritor también pen-


saba de la misma manera (4,10).
El segundo error es el de quien asimila un dato falso porque tam-
bién el escritor defendía ese dato falso. El ejemplo que ilustra este ca-
so es el de Lucrecio: tras la lectura de su escrito, uno llega a pensar
que las almas están compuestas de átomos y que cuando llega la muer-
te los átomos se disuelven. Podríamos decir que entonces ha habido
una buena comunicación y se ha llegado a la «sintonía» de contenidos,
si bien este «éxito» del texto escrito es en el fondo un fracaso en cuan-
to que la sintonía no es respecto de verdades, sino de errores (4,10).
Para el tercer error Agustín recurre, como en los dos casos ante-
riores, a un ejemplo: una persona llega a pensar que para Epicuro el
sumo bien radica en la virtud, pues en algunos textos del famoso filó-
sofo griego se alaba la continencia. En este caso, la comunicación ha
sido defectuosa, en cuanto que el pensamiento de Epicuro, que consi-
deraba el placer como sumo bien, no habría sido comprendido de mo-
do correcto; pero el resultado no es dañino, pues se termina por creer
en algo bueno. Por eso concluye Agustín la presentación de este ejem-
plo con las siguientes palabras: «Esta manera de errar es humana, y
muchas veces hasta ennoblece» (4,10)9. Es decir, lo importante consis-
te en avanzar hacia la verdad, incluso cuando uno lo consigue a través
de alguna interferencia o «error» que precisamente por separar al lec-
tor de ideas equivocadas (defendidas por el escritor) le permite acoger
en su alma un dato cierto y útil.
Es interesante notar que el segundo ejemplo aducido sobre este
tercer error alude no a un texto escrito, sino a una imaginada declara-
ción pública (ante numerosos oyentes) de un amigo ya mayor sobre
sus preferencias por la edad infantil. Agustín podría interpretar tales
preferencias como si su amigo amase la infancia por la inocencia y la
ausencia de pasiones que caracterizan esa etapa de la vida, cuando
quizá los motivos del amigo sean otros (porque, por ejemplo, de niño
había tenido preferencias hacia la ociosidad o hacia los placeres del
juego y de la comida). Podría incluso ocurrir, sigue el ejemplo imagi-
nado, que el amigo fallezca sin que Agustín haya podido interrogarle
sobre sus preferencias reales, por lo que resultaría imposible aclarar lo
expresado por sus palabras. El error, en una situación así, no es censu-
––––––––––
9
Antes, en la simple enumeración de los tres errores, había dicho respecto de este:
«Este tercero encierra no pocas ventajas; bien pensado, el fruto de la lectura es comple-
to» (4,10).
10 Fernando Pascual, L.C.

rable. Más aún, el mismo juez de todo (es decir, Dios), seguramente
elogiaría el pensamiento y la voluntad de Agustín por amar la inocen-
cia y por haber pensado «bien de otro hombre en un caso dudoso»
(4,10).
En otras palabras, las reflexiones ofrecidas sobre los diferentes
«errores» que pueden darse a la hora de comprender un escrito (y la
relación de sus contenidos con lo que realmente piensa el autor del
mismo) valen para otras formas de comunicación, por ejemplo para la
comunicación oral ante varias personas y, podríamos añadir yendo
más allá de las ideas agustinianas, también para formas de comunica-
ción personalizada (un diálogo entre dos individuos)10, pues el llegar a
exponer claramente y de modo asequible el propio pensamiento no es
fácil ni siempre se consigue de modo satisfactorio.
A raíz de lo que acaba de exponer, Agustín puede ahora explicar
que existirían tres tipos diferentes de escritos, aunque en realidad lo
que ofrece nuestro autor es una nueva tipología de relaciones diferen-
tes entre escritor, escrito y lector. El primer caso sería el de un buen
libro (se entiende, por estar bien escrito y por exponer ideas verdade-
ras) ante el cual un lector no llega a captar lo bueno contenido en ese
libro. El segundo caso se daría cuando el libro es bueno y el lector lo
capta11. El tercer caso se daría cuando el lector llega a entender cosas
mejores que las expresadas por el autor, «incluso en contra de lo que
pretendía el autor» (5,11)12.
––––––––––
10
Como en parte ya ha sido dicho, la famosa crítica a la escritura ofrecida hacia el
final del Fedro platónico no se limita a mostrar las dificultades del texto escrito, sino
también la problemática inherente a otras formas de comunicación oral, especialmente en
el caso de los discursos públicos, y no habría que excluir dificultades cuando es posible
una relación personalizada (entre dos personas que dialogan entre sí).
11
Si he entendido bien a san Agustín, estaríamos ante el mismo tipo de escrito an-
terior, simplemente que el resultado de la lectura es positivo: el lector ha logrado acoger
las buenas ideas transmitidas por el escritor. A ello alude el texto un poco más adelante,
al decir que hay un tipo de escritos «excelentes y libres completamente de todo mal, a
saber: aquellos que son buenos en sí y los lectores los toman siempre en ese mismo sen-
tido» (5,11). En realidad, es muy difícil que todos los lectores, y siempre, capten de mo-
do adecuado el contenido de un buen libro, y en parte Agustín es consciente de ello un
poco más adelante, al hablar de las diferentes disposiciones de los lectores, como vere-
mos en seguida.
12
Este tercer caso, de nuevo, puede generar diversas interpretaciones. La primera
aludiría a un buen escrito que genera mejores interpretaciones, pero me parece que Agus-
tín no quiere dar a entender esto. La segunda se referiría a un mal escrito (un escrito que
ofrece ideas erróneas) que genera en el alma del lector buenas ideas (de ahí el inciso
agustiniano que acabamos de transcribir).
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 11

Con prontitud Agustín indica su modo de valorar estos tres escri-


tos: no censura el primer tipo de escritos (seguramente porque la in-
comprensión por parte de un lector concreto no sería imputable a ma-
licia por parte del escritor); no se preocupa del tercer tipo de escritos
por un motivo que expone como opinión personal:

no hay que censurar al autor que sin culpa suya es interpretado


mal, ni hay por qué sentir contrariedad de que en algún escrito vea
el lector verdades que pasaron inadvertidas para el autor, porque
de ello no se siguen perjuicios -ésa es mi opinión- para los que lo
leen (5,11).

Nosotros podríamos añadir que tiene razón Agustín al indicar que


el autor de un escrito no es siempre responsable de cualquier interpre-
tación que pueda darse en el corazón de los lectores, pero podría serlo
si por negligencia culpable no ha buscado una expresión adecuada se-
gún el tema tratado y según la mayoría (a todos es imposible) de los
potenciales lectores. Por otro lado, quien escribe ideas erróneas con el
deseo de inculcarlas en otros, merece una cierta reprobación, aunque
luego, de modo «accidental» (el caso que contempla Agustín) un lec-
tor llegue a través del texto a adquirir en su alma verdades provecho-
sas. En otras palabras, el que un mal texto no genere perjuicios en un
lector particular no causa preocupación por ese resultado concreto, pe-
ro sí debería causarla en cuanto que el texto conserva su potencial da-
ñino para otros lectores que lleguen a leer ese texto.
Volvamos al De utilitate credendi. Agustín profundiza en el tema
de los buenos escritos que producen buenos resultados (el segundo ti-
po de escritos), pero precisa que hay algunas diferencias en las almas
según éstas lleguen a tener sentimientos mejores o menos buenos. La
situación ideal sería, entonces, la que se da cuando los sentimientos y
pensamientos suscitados por la lectura «coinciden con los del autor del
escrito y se ordenan a mejorar nuestra vida»; es entonces cuando «no
queda reducto ninguno para el error» (5,11). Sin embargo, hay que re-
conocer que el pleno acuerdo entre autor y lector es difícil en los te-
mas más oscuros. La dificultad se acrecienta si el autor está ausente o
ya ha fallecido, pues entonces es imposible recurrir a él para presen-
tarle nuestras preguntas. Entonces no serviría de mucho saber quién es
12 Fernando Pascual, L.C.

el autor, aunque ayuda tener por bueno «al autor que sintió preocupa-
ción por servir al género humano y a la posteridad» (5,11)13.
Con estas reflexiones es posible dirigirse a los maniqueos para
preguntarles qué tipo de errores atribuyen a la Iglesia. Sea cual sea la
respuesta que ofrezcan, Agustín se siente en grado de rebatirles y de
mostrar que son ellos quienes se equivocan a la hora de criticar a los
católicos sobre su modo de interpretar el Antiguo Testamento (5,12).
Es interesante ver cómo para el recién ordenado Agustín no sería
difícil demostrar que los escritores de los libros sagrados eran hom-
bres «grandes» y poseídos por Dios, y que actuaron por mandato divi-
no. Pero para abordar tal tarea, a pesar de los pocos conocimientos que
admite tener el mismo Agustín, hay que esperar la ocasión de encon-
trar «oídos y ánimos bien preparados» (5,12). Es decir, quien desea
exponer un argumento determinado debe estar atento a las disposicio-
nes de los interlocutores, pues de lo contrario un esfuerzo comunicati-
vo concreto puede terminar en el más completo fracaso.
Las reflexiones conclusivas de esta parte tocan un punto de gran
importancia comunicativa: para entender los escritos de un autor no
tiene sentido recurrir a los enemigos de éste, sino a quienes han sido
sus discípulos y han estudiado tales escritos. Dos ejemplos ilustran es-
ta idea: el acceso a Aristóteles es adecuado desde quienes lo conocen
bien, pero inadecuado desde sus enemigos; igualmente, la compren-
sión de los tratados geométricos de Arquímedes resulta posible si nos
ayudamos de quienes los conocen bien, pero imposible si recurrimos a
Epicuro, que tanto atacó las doctrinas matemáticas (6,13). Lo anterior
se aplica a los escritos del Antiguo Testamento conservados por la
Iglesia: sólo son comprensibles desde quienes dicen conocerlos bien y
se declaran aptos para transmitirlos a sus discípulos (6,13). La actitud
maniquea de despreciarlos y dejarlos de lado resulta, por lo tanto, ina-
decuada, y dificulta la comprensión necesaria para llegar a una deci-
sión ponderada a la hora de aceptarlos o rechazarlos.
Agustín vuelve a repetir que es fácil probar cómo los libros del
Antiguo Testamento contienen verdades saludables para el alma. Pero
antes hay que extirpar (de Honorato) «los movimientos de aversión
––––––––––
13
Agustín aborda aquí ideas que también encontramos en Platón, por ejemplo
cuando muestra la debilidad del escrito que no puede responder a nuestras preguntas
porque su autor está ausente (cf., por ejemplo, Fedro 275de). Otra idea que también
había estudiado Platón se refiere a la dificultad de ciertos temas, ante los cuales es mu-
cho más difícil alcanzar un acuerdo, como por ejemplo cuando hablamos de la justicia o
de la bondad (cf. Fedro 263a, 272d, 277de, 278a).
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 13

que tienes para esos autores; después que llegues a amarlos, siguiendo
un camino que no sea la exposición de sus opiniones y escritos»
(6,13). Un nuevo ejemplo ilustra esta idea: el estudio de Virgilio se
hace mucho más fácil a través de quienes lo ensalzan por sus cualida-
des y lo explican con mayor entusiasmo. Si la benevolencia se con-
vierte en una llave de acceso al saber de un gran escritor romano, de-
beríamos mostrar mayor benevolencia hacia los libros del Antiguo
Testamento, en los que «una tradición tan antigua como constante nos
asegura que habla en ellos el Espíritu Santo» (6,13).
A pesar de la acreditación que está detrás de estos libros, ha habi-
do (y se supone que siguen habiendo) inteligencias bien dotadas de
jóvenes, deseosas de la verdad, que han rechazado tales escritos, sin
considerar quiénes los compusieron y quiénes los han conservado y
explicado por tanto tiempo, y que se han adherido a las ideas de quie-
nes los atacan como enemigos, dejándose arrastrar por promesas falsas
hasta el punto de creer luego fábulas inauditas... (6,13).

2. Segunda parte (capítulos 7-13)

Si bien Agustín no da por terminado el tema, con el inicio del ca-


pítulo 7 se vislumbra un giro en la obra, puesto que indica que va a
tratar el argumento propuesto: no se trata de descubrir la fe católica,
sino de «enseñar a escudriñar sus grandes misterios a los que sienten
inquietud por sus almas, haciéndoles concebir la esperanza de copio-
sos frutos divinos y de llegar a poseer la verdad» (7,14). Detrás de este
objetivo se esconde un interés que acomuna a los que buscan la verda-
dera religión: suponer la inmortalidad del alma, o creer al menos que
la verdadera religión podrá dar una buena prueba de tal inmortalidad.
De este modo, el tema religioso se coloca en el contexto del tema del
alma y de su destino eterno (inmortal), en conexión con el deseo de
alcanzar la verdad y, en ella, la felicidad. La condición actual de nues-
tras almas, sumergidas muchas veces en el error, no hace fácil la bús-
queda. Sólo si Honorato percibe que se encuentra en esta situación, es
posible invitarle a emprender el camino en común: «entonces vamos
juntos en busca de la verdad» (7,14).
El texto es hermoso, pues aborda temas fundamentales de toda
existencia humana y se sitúa en un contexto dialógico de condivisión:
no se trata de imponer ni de avasallar, sino de ir juntos hacia una meta
que ambos desean. En cierto sentido, cualquier relación humana de ti-
14 Fernando Pascual, L.C.

po educativo necesita estos elementos (interés, empatía, capacidad de


entendimiento). Se notan así elementos de continuidad respecto del
Agustín que reflexionaba sobre ciertos aspectos del aprendizaje en el
De magistro. Muy pronto se va a profundizar en un aspecto importan-
te: el del prestigio, autoridad o credibilidad de algunos interlocutores.
El siguiente paso es, en cierto sentido, dialéctico. Agustín inventa
una hipótesis para avanzar en su razonamiento: supone que ni Honora-
to ni él hubieran oído nunca hablar de religión, y que la religión (el
tema religioso en general) se les presentase como algo nuevo, desco-
nocido hasta entonces. En tal caso, lo primero que habría que hacer es
buscar a quienes profesan una religión y, si hay varias religiones, se
impone la tarea de discernir sobre si todas o algunas de ellas posean o
no la verdad (7,15-16).
Una analogía ayuda a comprender la complejidad de la situación:
en la sociedad muchos aprecian el valor de la elocuencia; empero, no
todos llegan a dominar el argumento, y son pocos los que sobresalen a
la hora de poner en práctica lo estudiado. ¿Se aplica esto al mundo de
la religión? Agustín nota que el hecho de que sean muchos los que van
a las iglesias no implica que no existan expertos (doctos) en los temas
religiosos, a los cuales habría que recurrir como más competentes
(como se recurre a los más cualificados en elocuencia si queremos
progresar en tal argumento). Esta reflexión vale en la mayoría de los
ámbitos sociales, especialmente en aquellos que más interesan: las ar-
tes liberales (a pesar de sus escasos beneficios), las riquezas y los
honores, la salud, la felicidad; en todos ellos tenemos que reconocer
que son pocos los que brillan, los que gozan de un saber superior al de
la mayoría (7,16).
Con estas ideas se prepara el terreno al tema que va a ser centro
de atención de los argumentos: existen entre los seres humanos «auto-
ridades» reconocidas y aceptadas (desde la creencia personal) por la
gente como una ayuda importante a la hora de conquistar conocimien-
tos de interés.
De lo anterior se deduce que es incorrecto leer los libros sagrados
sin una guía autorizada, y peor aún estudiarlos acompañados por los
prejuicios de sus enemigos. Al contrario, como se hace en otros asun-
tos (por ejemplo, en los temas poéticos), hay que recurrir «a alguien
que sea piadoso y docto a la vez, al menos con fama de tal, que con
sus preceptos nos vuelva mejores y más instruidos» (7,17). Si no se
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 15

encuentra a alguien así, vale la pena entonces viajar, incluso fuera del
propio país, al otro lado del mar (7,17)14.
Sería, por lo tanto, un grave error leer los libros sagrados sin una
buena ayuda. Agustín, Honorato, y otros, no supieron en el pasado
leer y analizar las Escrituras de modo correcto, y se dejaron escandali-
zar ante pasajes más difíciles, sin abrir los ojos a un dato incontesta-
ble: estaban juzgando los escritos de la religión más santa, la cual ya
estaba difundida en todo el mundo (al menos, en el conocido en aquel
tiempo histórico). Ante pasajes difíciles, lo correcto es indagar sobre
su sentido «secreto» con la ayuda de los doctos, para así avanzar hacia
una comprensión adecuada de los mismos (7,17).
Si se supera el error anterior, y si no existen obstáculos que impi-
dan realmente ponerse en búsqueda de la verdad (7,18), hay que ini-
ciar el camino de investigación. Lo primero que debe ser inquirido se
refiere a cuál religión sea apta para purificar y renovar nuestras almas.
Puesto que la Iglesia católica es la que cuenta con más miembros,
conviene empezar con ella15. Existen, sin embargo, muchos grupos
cristianos que se consideran a sí mismos como católicos y que llaman
a los demás herejes. Todos coinciden, a pesar de estas diferencias, en
afirmar que hay sólo una Iglesia. Los que se adhieren a la Iglesia cató-
lica son más numerosos, mientras que entre los grupos heréticos exis-
ten nombres diferentes. Agustín decide con rapidez este punto, no para
prejuzgar, sino para establecer un punto de partida válido, sin el cual
la sucesiva investigación no podría proceder adecuadamente. El ideal
es siempre el mismo: la verdad. Si no se encontrase en la Iglesia cató-
lica, habría que buscarla en otra parte (7,19).
Por las expresiones usadas al inicio del capítulo 8, san Agustín da
a entender que considera terminado un filón de pensamientos, que se-
rían suficientes para «ganar» en la disputa, y se dispone a exponer su

––––––––––
14
La búsqueda del «sabio», del conocedor, era también uno de los puntos focales
del pensamiento platónico. Tal búsqueda requiere, desde luego, una capacidad para dis-
tinguir entre el verdadero conocedor y los que no poseen un saber específico, lo cual no
es nada fácil, según explica Sócrates en el Cármides. Pero vale la pena cualquier esfuer-
zo en ese sentido, dentro o fuera de la propia patria, como indica Sócrates cuando se des-
pide de sus amigos en el Fedón (78a). Esta temática se hará muy viva más adelante en
De utilitate credendi (cf. 13,28), como veremos en su momento.
15
El motivo aducido por Agustín parece débil y puede ser criticado fácilmente. En
el fondo del mismo, sin embargo, se supone que una religión consigue mayor aceptación
por ofrecer elementos de verdad y porque existe un deseo generalizado de alcanzar tal
verdad.
16 Fernando Pascual, L.C.

búsqueda personal de la verdadera religión. Tras el encuentro con un


líder maniqueo (narrado también en las Confesiones)16, con el cual
Agustín y sus compañeros esperaban encontrar respuestas a sus pre-
guntas, y después del desenlace negativo de tal encuentro, Agustín
emprendió su viaje hacia Italia con dudas sobre lo que tenía que rete-
ner y lo que tenía que dejar (8,20). Ya en tierras italianas, reflexionaba
sobre el método a seguir para encontrar la anhelada verdad, y llegó a
dudar que pudiera hallarla. Se acercó entonces a los académicos (los
platónicos), pero no faltaban momentos de dudas y vacilaciones. La
tensión interior crecía, hasta el punto que empezó a pensar que no se
le ocultaba la verdad, sino el camino para llegar a ella (8,20).
En esta coyuntura, Agustín escuchaba y disputaba con Ambrosio.
Cada vez estaba más lejos de los maniqueos, y deseaba leer aquellos
textos del Antiguo Testamento hacia los que antaño experimentaba un
sentimiento de aversión. Volvió a inscribirse como catecúmeno, y ne-
cesitaba rezar para que la Providencia le ayudase. Es aquí donde da a
entender que sus disposiciones eran las adecuadas para ser instruido:
«De haber habido alguien que me hubiera adoctrinado, en mí hubiera
encontrado un discípulo muy a propósito y muy dócil entonces»
(8,20). Agustín no duda en desear que también se den tales disposi-
ciones en Honorato, es decir, que anhele superar las inquietudes de la
propia alma. Entonces sería posible invitarle a «internarse» en la doc-
trina católica, que viene desde Cristo hasta nosotros a través de los
apóstoles, es decir, a través de mediaciones humanas (8,20). En otras
palabras, uno de los requisitos básicos para que un ser humano pueda
acoger la ayuda de otros en el camino hacia la verdad radica en el re-
conocimiento del propio estado de duda o de ignorancia: quien piensa
que ya posee la verdad (como vimos en 1,1) no puede acoger ninguna
ayuda para acercarse a ella.
Queda en pie un problema sobre el que ya algo anticipó Agustín:
hay que identificar quién sea el poseedor de la verdad, pues no es po-
sible que todos la posean aunque muchos herejes lo pretendan. Ade-
más, quienes atacan a la Iglesia católica consideran equivocada la pe-
tición que ésta hace a los que acuden a ella de que empiecen a creer,
mientras que los maniqueos, como vimos, no «imponen» a nadie el
yugo de la fe, sino que ofrecen simplemente el horizonte de la ciencia
(9,21, cf. lo que ya vimos en 1,2). Aunque los herejes consideren que
––––––––––
16
En esa obra se indica el nombre del famoso y muy «esperado» maniqueo, Fausto
(cf. SAN AGUSTÍN, Confessiones V,6,10-7,12).
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 17

éste sería su punto fuerte, en realidad se equivocan; pretenden con este


halago atraer a la gente, cuando en realidad las personas olvidan su si-
tuación concreta y su incapacidad para asimilar «alimentos» (argu-
mentos) que sólo sirven a quienes gozan de salud. Por eso el párrafo
concluye con una aseveración importante:

Es imposible encontrar la religión verdadera sin someterse al yugo


pesado de una autoridad y sin una fe previa en aquellas verdades
que más tarde se llegan a poseer y comprender, si nuestra conduc-
ta nos hace dignos de ello (9,21).

Entramos así en uno de los puntos centrales de la obra: la impor-


tancia de la fe (de una creencia inicial, a nivel humano) en el camino
que acerca a los hombres hacia la verdad. Junto al tema de la fe, apa-
rece el de la autoridad (auctoritas), entendida como aquella persona
que, de alguna forma, es reconocida como portadora de verdades, co-
mo «sabia» respecto del argumento en cuestión. La situación se hace
más compleja si, como imagina Agustín, Honorato pidiese algún ra-
zonamiento (motivo) para aceptar que el aprendizaje inicia desde la fe
y no desde la razón... Por eso hay que ver si sea lícito ofrecer argu-
mentos ante una pregunta parecida (9,22).
El razonamiento parte de una pregunta: ¿por qué no se debería
creer, según Honorato? Contestaría: porque la credulidad (credulitas)
le parece un defecto, algo afrentoso. Si la suspicacia, que lleva a admi-
tir algo pero con dudas, es ya considerada un vicio, ¡cuánto más lo se-
ría aceptar algo sin dudar, como ocurre en la credulidad! (9,22)
Agustín admite la imaginada distinción de su amigo entre credu-
lidad y suspicacia, pero le ofrece otra: la distinción entre curioso (al-
guien que busca saber lo que no le corresponde) y estudioso (quien
busca conocer aquello que le interesa). Reflexiona sobre la misma pa-
ra realizar diversas precisaciones, con las cuales esboza algunos tipos
de curiosidad y de estudiosidad, y busca aplicar lo anterior al tema de
la credulidad y de la suspicacia, que pueden darse respecto de cosas
concretas o respecto al saber en general. Desde esta analogía, es posi-
ble evidenciar la gran diferencia que hay entre el crédulo y el creyente
(9,22).
Con estas aclaraciones en la mano, Agustín puede abordar el pun-
to que quiere ofrecer a su amigo: no habría ningún problema en creer
en la religión si hemos dejado claro que una cosa es ser creyente y otra
cosa es ser crédulo. No es correcto pensar que el creer se relaciona con
18 Fernando Pascual, L.C.

el ser crédulo como se relacionan entre sí la embriaguez y el ser bo-


rracho. De lo contrario, nadie podría tener ningún amigo. Honorato
respondería, seguramente, que existen cosas en las que tenemos que
creer, pero que en el tema religioso no podemos partir de la fe o
creencia (10,23).
El siguiente paso parece extraño, e incluso puede ser visto como
débil y criticable, pero tiene su sentido en el conjunto. Imaginemos
que a Honorato se le dirige la siguiente pregunta: ¿qué es peor, dar la
religión a alguien indigno, o creer en el contenido que ofrecen los que
la enseñan?17 La única respuesta adecuada que podría dar Honorato
es, según Agustín, la primera: lo peor es dar los «santos misterios» a
alguien que no los merece (10,23). Quizá la estrategia seguida para
llegar a esta respuesta no haya sido la mejor, pero en el texto sirve
como trampolín para lo que realmente interesa a Agustín: ¿cómo saber
si uno tiene buenas disposiciones? ¿No se da cierta creencia por parte
de quien habla hacia quien escucha?
Entramos en un momento especialmente delicado a la hora de es-
tablecer relaciones humanas. El texto imagina el encuentro entre quien
enseña religión y Honorato. Si hemos aceptado que las cosas santas no
pueden ser dadas a las personas indignas, ¿cómo prueba Honorato que
en él no existe engaño, que es un oyente digno de los asuntos religio-
sos? Después de ver su propia conciencia, puede expresar su sinceri-
dad sólo a través de palabras, pues resulta imposible llegar a abrir de
modo completo y perfecto las profundidades del propio espíritu a otro
ser humano. Quien enseña puede acoger, desde la fe (creencia), esas
palabras. ¿No sería, entonces, más razonable que también Honorato
prestase fe a las palabras de su interlocutor, de forma que si tiene la
verdad pueda beneficiarse con la misma? (10,23). En cierto sentido, se
trata de una petición de reciprocidad: entre dos personas que dialogan
no puede no existir una cierta creencia o aceptación mutua respecto de
la honestidad y de las actitudes internas (esperamos que buenas) de
cada una.

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17
La alternativa que uno hubiera esperado es entre dar o no dar los misterios a
quien es indigno. En el ejemplo aducido por Agustín, el segundo término de compara-
ción se coloca en un ámbito diferente del primero, por lo que se trata de situaciones hete-
rogéneas. En realidad, Agustín quiere dar a entender que un «profesor» (o cualquier per-
sona que presenta un argumento) puede escoger a quién expone ciertas ideas, mientras
que el dar asentimiento a quien enseña (a quien habla) es un acto que depende del oyente
y según motivos (la veracidad del hablante, etc.) que veremos más adelante.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 19

Sigue la presentación del encuentro imaginado con una serie de


reflexiones sobre lo difícil que resulta el tema religioso para la gente.
En efecto, son muchos los que no podrían comprender los razona-
mientos que sirven para acceder a la realidad divina. Si Honorato de-
clarase que él sí tiene capacidad para comprender, su interlocutor esta-
ría ante una nueva interpelación a creer sobre algo (las dotes intelec-
tuales de Honorato) de lo cual no tiene ahora evidencia. Es decir, el
enseñante «ya son dos veces que cree proposiciones tuyas sin tener de
ellas certeza; tú, en cambio, ni por una sola vez crees en los consejos
de orden religioso que él te propone» (10,24, Agustín interpela direc-
tamente a Honorato).
Aceptadas estas dos cualidades en Honorato (honestidad y nivel
suficiente para entender argumentos respecto de la divinidad), ¿cómo
actuar ante quienes no tienen un buen ingenio o, como diríamos hoy,
ante quienes son intelectualmente menos agraciados? No debería ser
negado el acceso a la religión a estas personas, pues no es correcto «el
que se rechace o se desdeñe a nadie que arda en deseos de cosa tan
importante» (10,24). De todos modos, tampoco podemos olvidar que
para acceder a una verdad tan elevada, hace falta una serie de requisi-
tos, de predisposiciones: tener un espíritu sencillo, purificarse, vivir de
modo ordenado, acoger sencillamente ciertos preceptos importantes y
necesarios (10,24).
Hay que afrontar, además, un hecho relevante: son muy pocos los
que llegan a tener un conocimiento preciso sobre las propias fuerzas,
sobre sus habilidades. Unos caen en el defecto de creerse incapaces, y
necesitan ser animados en el camino de búsqueda; otros incurren en el
exceso de pensar que pueden entenderlo todo, y hay que contenerlos
para que no caigan en un precipicio18. Para todos, sea cual sea la si-
tuación en la que se encuentren, resulta provechoso seguir el camino
más seguro; también para el mejor dotado de ingenio, que «sin la ayu-
da de Dios, no hace más que arrastrarse por el suelo» (10,24). Tal

––––––––––
18
Tocamos de nuevo un tema que reviste una especial importancia en el pensa-
miento platónico, según aparece por ejemplo en el ya citado Cármides: uno de los sabe-
res más importantes es aquel que permite reconocer y distinguir entre lo que uno sabe y
lo que uno no sabe. Sólo que el texto agustiniano nos pone ante un nuevo matiz: no basta
con distinguir entre saberes e ignorancias, sino que hay que llegar a calibrar bien cuáles
son las propias habilidades y los propios límites.
20 Fernando Pascual, L.C.

ayuda es ofrecida por Dios a quienes se preocupan por los demás, lo


cual es un nuevo motivo para recorrer el camino sencillo de la fe19.
Tras haber presentado lo que se refiere a la creencia (fe) y su sen-
tido, tocaría analizar los argumentos de quienes prometen guiar a sus
oyentes precisamente desde la razón. Si bien parecería aceptable que
acoger a quienes piden creer no es algo deshonesto, queda por ver si el
seguir a hombres que dan razones sería algo digno de gloria. Para
afrontar el tema, Agustín trae a la luz la distinción entre dos tipos de
hombres religiosos: unos son los que han encontrado, y así viven di-
chosos; otros, en cambio, siguen en camino de búsqueda, en medio de
grandes ansiedades, y «están muy bien orientados» (11,25). Junto a
estos dos grupos de personas, encontramos tres grupos que merecen
ser censurados: los sofistas o teóricos, que creen conocer la religión
sin conocerla de hecho; los que reconocen su ignorancia en este tema,
pero no ponen diligencia para conocer la religión; los que no la cono-
cen ni desean conocerla (11,25). En seguida se volverá sobre estos
cinco tipos de hombres, en el mismo capítulo 11.
En el alma, además, encontramos tres operaciones «que parecen
ser cada una continuación de la otra, y que es conveniente discernir:
entender, creer y opinar» (intelligere, credere, opinari, 11,25). La
primera operación no yerra, la segunda puede equivocarse, pero la ter-
cera está marcada por una imperfección intrínseca. Veamos con más
detalle las diferencias entre estas tres operaciones.
Entender cosas grandes, honestas, incluso divinas, es la dicha
mayor que pueda darse. Entender cosas sin valor no daña a las perso-
nas, a no ser que el estudio de las mismas robe tiempo para asuntos
necesarios. En cuanto a entender cosas malas (por ejemplo, si uno
comprende cómo matar a un enemigo sin ser capturado pero luego no
lleva a cabo el asesinato) no habría perjuicio propio, si uno no desea ni
lleva a cabo eso que ha entendido (11,25).
¿Qué decir respecto de la creencia y la opinión? Habría culpa si
se cree «algo que va contra la excelencia divina y cuando con ligereza
se cree algo que va contra la dignidad de algún hombre» (11,25). No
habría culpa, en cambio, en creer cualquier otra cosa, siempre que uno
sea consciente de que no sabe nada de la misma. Tras un ejemplo que
––––––––––
19
El final del capítulo 10 enumera dos situaciones en las que resultaría imposible
vivir sin fe (sin creer): la amistad, y la confianza que dan los señores a sus esclavos.
Agustín no desarrolla estas dos situaciones, por lo que simplemente aquí damos constan-
cia de las mismas.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 21

ilustra la situación de la creencia, Agustín concluye que «lo que com-


prendemos [entendemos] se lo debemos a la razón; lo que creemos, a
la autoridad; lo que conjeturamos [opinamos], al error» (11,25). Sor-
prende la última aseveración, pero se explica en parte por el ejemplo
usado anteriormente: si una persona llega a opinar algo sobre un
hecho del pasado acerca del cual no es posible una información fide-
digna por no existir documentos, su opinión versa sobre algo no al-
canzable ni por el entendimiento (estamos en el ámbito de lo contin-
gente, lo histórico) ni por autoridades que puedan dar luz sobre el
hecho en concreto, lo cual es siempre error (en cuanto a la modalidad
seguida, aunque, podemos añadir, per accidens lo opinado pueda coin-
cidir con la realidad).
Entre entender, creer y opinar se dan relaciones y entrecruza-
mientos que vale la pena tener presentes: «todos los que entienden,
creen también, y creen los que conjeturan [opinan]; pero no todo el
que cree, entiende, y quien conjetura [opina], no comprende» (11,25).
Por lo mismo, y con la mirada puesta en los grupos de personas antes
considerados, Agustín puede decir que el primero (incluye a los que
entienden cosas elevadas en temas de religión) también cree; el se-
gundo grupo (aquellos que buscan la verdad que aman) también vive
en actitud de creer a la autoridad; el tercero (los que creen conocer la
religión sin conocerla) incurre en una credulidad reprochable; el cuar-
to y el quinto grupo (no creen en nada y buscan sin esperanza de en-
contrar, o simplemente han dejado de buscar), según se intuye, tam-
bién son reprochables.
Para concluir estas ideas, y como preparación a lo que sigue,
Agustín indica cuáles son los dos tipos de enemigos de la verdad: «los
que impugnan la ciencia y no la fe; los que atacan una y otra» (11,25).
Sobre todo, merecen ser confutados quienes afirman que sólo debe
creerse lo que se sabe, pues en realidad hay muchas cosas que cree-
mos sin saber, basados en alguna autoridad, lo cual resulta algo mani-
fiesto si analizamos la vida social (como se ve en seguida, en el si-
guiente capítulo de nuestra obra).
En efecto, si se afirma que sólo puede ser creído lo que se sabe,
surgen un sinfín de problemas sociales. Los hijos, por ejemplo, no tie-
nen certeza de que sus padres lo sean realmente, pero lo creen, y les
ofrecen sus cuidados basados en esa creencia; pero dejarían de ayudar
si su creencia es criticada como fatua, lo cual implicaría un enorme
daño a toda la sociedad (12,26).
22 Fernando Pascual, L.C.

Miremos ahora a la religión. Agustín defiende decididamente que


no hay que seguir a los que prohíben creer y prometen razones. Re-
cuerda un dato fácilmente constatable: entre los hombres unos son sa-
bios y otros necios. Sabios son aquellos «en quienes hay una idea de
Dios y del hombre bien formada, teniendo en cuenta la capacidad
humana, y en quienes la vida y las costumbres responden a esa idea»
(12,27). Los demás son considerados necios por san Agustín, «sean
doctos o ignorantes, recomendables o no por su modo de vida»
(12,27). Desde esta distinción, el texto evidencia que todos ven clara-
mente «que es mejor y más saludable obedecer los dictados de los
prudentes que no ordenar la vida según el juicio propio» (12,27, for-
mulado como pregunta retórica). La idea que avala la afirmación ante-
rior, en cierto modo ya presente en Platón y en Aristóteles20, es senci-
lla: como no todos somos sabios, y como sólo el sabio es «perfecto»
(en el ámbito de sus conocimientos), se hace necesario, para actuar
bien en aquellos sectores de la vida en los que no tenemos conoci-
mientos adecuados, someternos al juicio del sabio, lo cual sólo es po-
sible desde una actitud de creencia (de fe). Si lo anterior es válido en
un sinfín de asuntos humanos (son enumerados los siguientes: comer-
cio, cultivo de la tierra, elección de esposa, educación de los hijos,
administración de los bienes familiares), que son más fáciles de com-
prender que los asuntos divinos, se aplica de modo especial para el
ámbito religioso, en el que necesitamos la ayuda de los sabios si que-
remos salir del estado de ignorancia (12,27).
Entonces surge el problema que ya habíamos vislumbrado ante-
riormente: ¿cómo el necio puede llegar a dar con el sabio? El proble-
ma es más grave por el hecho de que la mayoría de los hombres, si
bien de modo indirecto, se autodeclaran sabios21; y porque encontra-
mos discordancias muy marcadas entre lo que unos y otros defienden,
por lo que o ninguno tiene la verdad o sólo uno será realmente sabio
(13,28). ¿Cómo actuar? La sabiduría quizá se podría hacer manifiesta
a través de algunas señales exteriores, pero ¿cuáles? No estamos ante
una realidad estudiable como los objetos sensibles (oro, plata), que en
seguida son conocidos a través de la vista. La sabiduría «no se puede
ver con los ojos del alma si no se la posee» (13,28), y sólo quien posee
––––––––––
20
Cf. PLATÓN, Teeteto 170a-179b; ARISTÓTELES, Ética nicomáquea II 4, 1105a17-
b18.
21
Un poco más adelante se reconoce que muchos desean ser tenidos por sabios, pe-
ro resulta difícil reconocer si realmente lo son (cf. 15,33).
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 23

la sabiduría tiene disposiciones adecuadas para identificarla. El necio,


¿qué puede hacer? La conclusión de Agustín es obvia: «no hay quien,
siendo necio, pueda, mientras lo siga siendo, encontrar de una manera
segura al sabio para librarse, obedeciéndole, del gran mal que es la ne-
cedad» (13,28).
Frente a una situación aparentemente sin salida, Agustín recurre
simplemente a Dios como interlocutor: puesto que hablamos de reli-
gión, sólo Él puede dar la respuesta al problema apenas planteado. En
cambio, si no creemos «en su existencia y en su eficiencia para ayudar
a la mente humana, no debemos lógicamente buscar la religión verda-
dera» (13,29). Podemos decirlo con otras palabras: si no reconocemos
que Dios existe, el problema religioso quedaría anulado, pues no
habría quien pudiera afrontarlo con esperanzas de alcanzar una res-
puesta.

3. Tercera parte y conclusión (capítulos 14-18)

En realidad, la búsqueda de una respuesta al tema religioso supo-


ne la aceptación de la existencia de Dios y exige involucrarse plena-
mente en el camino investigativo. ¿Qué ocurriría si imaginásemos el
encuentro del objeto buscado? Agustín usa el símil de una luz amada
por los ojos, pero difícil de acoger si uno se encuentra afectado por
haber estado por largo tiempo en la oscuridad22. Usa también otras dos
comparaciones: la del convaleciente, al que se le pide sobriedad para
no recaer en la enfermedad; la del enfermo, al que se le pide que coma
para salir de la enfermedad. Si estos hombres obedecen desde su
creencia (fe) en nosotros, respecto de un tema como la salud (que no
determina la situación eterna del ser humano), con mucha más razón
quienes abordan el tema religioso deberían abrirse a la fe.
Las líneas que siguen hacen más concreto el debate con los mani-
queos y otros grupos heréticos, con el deseo de dejar en claro lo ab-
surdo que es pedir a los otros que no crean en nada, pues de este modo
uno no admitiría que exista ninguna religión verdadera y, por lo tanto,
no la buscaría ni acudiría a quien promete (desde razones) mostrar que
«su» religión (la defendida por cada una de las sectas) sí sería verda-
dera (14,30).

––––––––––
22
La imagen del ojo debilitado ya había sido usada por nuestro autor en 2,4, como
vimos en su momento.
24 Fernando Pascual, L.C.

Lo paradójico de algunos herejes es que «fuerzan» a otros a creer


en Cristo. Agustín se dirige a Honorato para preguntarle: «¿por qué
deseas, por qué pones tanto empeño en que crea sin razón para así lo-
grar más fácilmente ganarme con tus razones?» (14,31). El camino
que lleva a la fe implica «creer sin razones cuando aun no estamos en
condición de aprehenderlas, y preparar el espíritu por medio de la fe
misma para recibir la semilla de la verdad», algo que no sólo es salu-
dable, sino «necesario para que las almas enfermas puedan recobrar la
salud» (14,31). En realidad, el acto de creer se basa en algunas «razo-
nes» que permiten dar el asentimiento a algo o a alguien.
San Agustín lo explica desde sus convicciones personales. Cree
en Cristo y acepta «como verdadero todo lo que Cristo ha dicho, aun-
que no haya razón que lo apoye» (14,31). Pero él, como tantos otros,
no ha visto a Cristo. ¿En qué testimonio basa su fe? Agustín responde:
me apoyo únicamente en el testimonio humano que viene desde «la
opinión robusta y la voz solemne de los pueblos y de las naciones que
por todas partes han abrazado los misterios de la Iglesia católica»
(14,31). Son estos testigos quienes tienen más autoridad a la hora de
hablar de Cristo y de su mensaje, porque la doctrina de los católicos se
basa «en la difusión, en el consentimiento y en la antigüedad» (14,31).
En cambio, y Agustín se dirige a los maniqueos, vosotros «sois tan es-
casos, tan sediciosos y tan sin tradición, que nadie duda de vuestra fal-
ta de autoridad» (14,31). De esta manera, el texto focaliza la atención
sobre el tema de la autoridad y sobre su fundamento, un tema que re-
sulta central a la hora de explicar por qué creemos (nos fiamos) más
de algunos seres humanos y menos de otros.
Honorato podría replicar y pedir a Agustín que primero crea a los
pueblos que le invitan a creer en Cristo, y que luego aprenda la doctri-
na cristiana de los maniqueos. Agustín respondería que si aquellos (la
muchedumbre de católicos) no fueran capaces de ofrecer una doctrina
válida, entonces él dejaría de creer en Cristo (14,31). El punto es im-
portante, pues en estos momentos del De utilitate credendi se busca
dejar bien claro que hay una estrecha unión entre la fe en Cristo y su
doctrina, tal y como la enseñan los católicos. Además, si uno ha llega-
do a creer en Cristo desde la comunidad católica, y esta comunidad
defiende que los maniqueos son herejes, ¿por qué no creerla también
en este juicio de valor? Honorato dirá que los católicos mienten al
condenar a los maniqueos, pero entonces, ¿por qué uno debe aceptar a
los católicos cuando hablan de Cristo, a quien no han visto, y no acep-
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 25

tarlos cuando hablan de Honorato (y de los maniqueos), a quienes ni


siquiera quieren ver, pero, se intuye, sí han visto? Siguen otros mo-
mentos de discusión imaginaria, que buscan simplemente mostrar las
contradicciones y debilidades de los maniqueos, que prometen dar ra-
zones pero piden una fe previa sin que tengan los «méritos» o cualida-
des (la autoridad) necesarias para pedirla (14,31).
Agustín vuelve la mirada a los paganos, que se caracterizan por
no creer en Cristo (y los maniqueos se convertirían en paganos si par-
tiesen de una actitud de ausencia de fe en Cristo), por lo cual son co-
herentes consigo mismos. Por eso se explica por qué Cristo pedía la fe
a la gente, desde los numerosos milagros (signos) realizados por Él.
Como traía la medicina que nos curaba de nuestra corrupción, «con
milagros se ganó la autoridad, con la autoridad mereció la fe, con la fe
congregó las muchedumbres, con las muchedumbres ganó la antigüe-
dad, con la antigüedad robusteció la religión» (14,32). Esta religión,
concluye el párrafo, no ha sido destruida ni por las novedades de los
herejes ni por ataques violentos que vienen de los errores que han en-
raizado, desde hace tiempo, en los pueblos.
La marcha de los argumentos permiten a Agustín dirigirse, con el
corazón en la mano, a su amigo para suplicarle que rece a Dios para
que le libre de un mal muy grande, el error23, siempre que siga de-
seando sinceramente alcanzar la vida feliz (beata vita, 15,33), lo cual
resulta más fácil si uno intenta vivir los mandamientos divinos según
los recoge la Iglesia católica. Sólo si poseemos a Dios, que es la ver-
dad, podemos llegar a ser sabios, y esto implica esforzarse por imitar a
Dios24. Quien no llega a ser sabio, a imitar a Dios, puede acercarse al
modelo más cercano, a quien sí es sabio. Además, los cristianos sabe-

––––––––––
23
La huida del error ha ido apareciendo en diversos momentos, por ejemplo en 1,2
y en 2,4. Sólo si superamos los graves daños de quien vive equivocado podremos acce-
der a la felicidad. Recordemos, como en cierto modo tiene presente san Agustín, y como
ya había indicado Platón, que uno de los mayores errores es creer saber cuando no se sa-
be, es decir, considerarse poseedores de un conocimiento que realmente no se posee (cf.,
entre los muchos textos platónicos que podrían ser citados, Leyes 732ab, donde se invita
a superar ese error y a confiar en quienes puedan guiarnos hacia la verdad).
24
El tema de la imitación de Dios, en la medida en que es posible para los seres
humanos, aparece en un famoso pasaje de Platón (en Teeteto 176ab) que fue recogido en
parte por autores de lo que hoy conocemos como neoplatonismo (por ejemplo, por Ploti-
no, como puede verse en Enéadas I 2,2).
26 Fernando Pascual, L.C.

mos que el Hijo asumió la forma de hombre para acercarse a nosotros,


por lo que el acceso al mundo divino resulta mucho más fácil25.
Hablar de Cristo significa hablar de «la autoridad más saludable»
(16,34)26. Nosotros, según nuestras fuerzas actuales, no llegamos a
abarcar la esencia de las cosas (no «entendemos» como desearíamos),
y no tendríamos esperanzas en la temática religiosa si la providencia
no interviniese en los asuntos humanos. Pero contamos, por un lado,
con la belleza de las cosas que vemos en este mundo; por otro, con un
cierto «sentido interior», que nos lleva «a buscar a Dios y a servirle
pública y privadamente» (16,34). Por eso hemos de nutrir confianza
en que Dios mismo «ha instituido una autoridad que nos sirva como
de escalón para elevarnos hasta Él» (16,34). Tal autoridad influye en
nosotros y queda confirmada de dos modos: por los milagros y por la
multitud de quienes la aceptan.
Para el sabio no son necesarios, en sentido estricto, estos dos mo-
dos. Pero si lo que nos interesa es poseer la verdad para llegar a ser
sabios hemos de recordar que tal posesión resulta inaccesible para el
espíritu que vive mancillado. De ahí que sea necesario un camino de
purificación que nos separe de cualquier amor que no sea puro, que
nos lleve al amor a Dios y al amor del alma27.
Agustín ofrece algunas reflexiones y una definición sobre los mi-
lagros y su sentido (pues hay milagros que se limitarían a causar admi-
ración, mientras que otros llevan a la gratitud por haber producido un
beneficio concreto), y enumera algunos de los muchos milagros narra-
dos por los evangelios. Todos ellos mostraban la autoridad de Dios y
atraían a los hombres hacia tal autoridad. Surge entonces la pregunta
que podría formular Honorato: ¿por qué ahora no hay milagros? Por-
que si dejasen de ser extraordinarios, no impresionarían, responde
––––––––––
25
Agustín resume los principales misterios de la vida de Cristo en dos densas for-
mulaciones que expresan el acercamiento de Dios al hombre: «Cristo, con su nacimiento
admirable y su vida laboriosa, ganó nuestro amor; y [con] su muerte y su resurrección
disipó nuestro temor» (15,33).
26
Agustín ya había declarado, en De magistro (8,21) que la única autoridad indis-
cutible es la que viene de Dios. Una idea parecida, tras aludir al descenso de Dios en
nuestro mundo, se encuentra en Contra academicos (3,19,42-3,20,43).
27
La purificación es un requisito necesario en el camino intelectual, como había
sido ya entrevisto por Platón al hablar del trabajo filosófico por separar el alma del cuer-
po (en el Fedón), y al defender claramente la purificación como separación de lo mejor
respecto de lo peor (cf. Sofista 226e-230e). También Plotino aborda el tema de la purifi-
cación como camino para alcanzar el saber, especialmente en el famoso tratado I 6 de las
Enéadas.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 27

Agustín. En cambio, fueron realizados en su tiempo «para con ellos


reunir primero y propagar después la multitud de los creyentes y para
que la autoridad resultara beneficiosa a las costumbres» (16,34)28.
Queda por evidenciar la situación en la que viven los hombres,
rodeados por malas costumbres que son fácilmente condenables pero
difíciles de superar o cambiar. Aunque resulta arduo llegar a vivir de
modo virtuoso, según ideales elevados, existe un consenso generaliza-
do en muchos pueblos a la hora de reconocer el valor de virtudes co-
mo la continencia, la paciencia, la liberalidad, etc. (17,35). Una vida
de este estilo ha sido realizada por quien, según la providencia divina,
ha venido al mundo: por Cristo en su vida humana y en su doctrina; y
también se encuentra en los apóstoles, en los mártires, en los milagros
de los santos.
Ante este panorama, vale la pena dar el paso para acoger la auto-
ridad de la Iglesia. En cambio, rechazar este paso implica impiedad o
arrogancia, pues no existe «otro camino que lleve a la sabiduría y a la
salvación que la preparación de la razón por medio de la fe» (17,35).
Es decir, puesto que estamos ante una autoridad muy bien garantizada,
y si toda disciplina «exige para ser asimilada un maestro que la acla-
re», sería una temeridad muy grande «rehusar conocer los libros de los
divinos misterios de sus propios intérpretes» (17,35), y rechazarlos sin
haberlos estudiado de modo adecuado.
La obra concluye con una exhortación dirigida a Honorato. Espe-
ra que la razón o los ruegos de Agustín hayan movido el alma de su
amigo, y que si siente inquietud por él mismo, preste entonces aten-
ción a Agustín «y que [te] fiaras con fe piadosa, con esperanza alegre
y con caridad sencilla en los buenos maestros del cristianismo católi-
co» (18,36).
Además de invitar a su amigo a rezar y a pedir ayuda a Dios, le
exhorta a dejar a los «infelices charlatanes» (18,36) que siempre bus-
can la causa del mal y terminan por encontrarse con el mismo mal.
Recuerda, en ese sentido, la diferencia que existe entre el «letárgico»,
que no daña a nadie, y el «frenético», que puede dañar a los sanos.
Aprovecha estas alusiones contra los maniqueos para criticar sus ideas
sobre Dios y sobre el mal, así como el modo de leer el Antiguo Tes-
––––––––––
28
Recordemos que, según Pieretti, con las palabras apenas transcritas finalizaría la
tercera parte y daría inicio la conclusión. En realidad, el texto no ofrece una transición
muy clara, por lo que el capítulo 17 podría incluirse también en la tercera parte, como ya
dije al inicio de este trabajo.
28 Fernando Pascual, L.C.

tamento (idea aparecida en los momentos iniciales del De utilitate


credendi), que les lleva a atacar doctrinas que no son católicas pero
que ellos piensan son defendidas por los católicos.
Es interesante notar que Agustín conserva la parte de verdad que
aprendió de los maniqueos, «pero lo que he encontrado falso lo recha-
zo» (18,36). De este modo, da a entender que condenar los errores de
un grupo no significa olvidar los aciertos, lo cual es un signo de leal-
tad y de apertura de mente. Al mismo tiempo, reconoce las muchas
doctrinas aprendidas en la Iglesia católica, especialmente sobre la es-
piritualidad de Dios, con las cuales pudo superar los ardides de los
maniqueos. También la Iglesia ofrece respuestas satisfactorias al pro-
blema del mal, con razones que llevan al asentimiento, y eso es algo
asequible a Honorato y a otros, «siempre que al buen natural acompa-
ñen cierto grado de piedad y de tranquilidad de espíritu, indispensa-
bles para llegar a comprender, siquiera en parte, cosas tan grandes»
(18,36).
Agustín se da cuenta de que ya ha alargado demasiado el discurso
y desea terminar su escrito. En las últimas líneas indica que no ha bus-
cado refutar a los maniqueos, ni exponer los contenidos de la fe, como
ya anticipamos al inicio, sino quitar prejuicios hacia los verdaderos
cristianos y disponer el alma de su oyente hacia las cosas divinas. Las
últimas palabras abren un espacio a una posible continuación del diá-
logo: «Cuando sea mayor la calma en tu espíritu, acaso emprenda la
exposición de esos otros temas» (18,36).

4. Algunas reflexiones conclusivas

Establecer una relación educativa fecunda, es decir, capaz de


conducir hacia la verdad, es uno de los grandes retos del diálogo y de
cualquier otra modalidad comunicativa entre los seres humanos. El De
utilitate credendi ofrece, como ha sido mostrado a lo largo de estos
análisis, reflexiones importantes sobre el tema. Intentemos ahora re-
sumirlas y articularlas en algunas de sus líneas básicas.
Para que dos o más personas inicien una relación comunicativa,
sea a través de la palabra oral, sea a través de un escrito, se requiere
un deseo profundo de mirar hacia la verdad. Alcanzar la verdad sobre
un tema concreto es el objetivo que se propone quien habla (quien
busca enseñar, quien escribe, el emisor) y quien escucha (quien busca
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 29

aprender, quien lee, el receptor)29. Sólo cuando existe un interés hacia


la verdad tiene sentido la relación dialógica en sus diversas modalida-
des y con sus riesgos inevitables, pues muchas veces la comunicación
no produce los resultados esperados, si es que no llega a originar efec-
tos diferentes de los que se proponían tanto el emisor como el recep-
tor.
El amor hacia la verdad necesita estar acompañado por actitudes
interiores de acogida y de benevolencia mutua. Quien habla acoge al
oyente (o al lector, si bien existe una mayor lejanía entre escritor y
lector) en cuanto supone en éste buena voluntad, un deseo de apren-
der, y ciertas aptitudes para comprender los contenidos que se le ofre-
cen. Quien escucha acoge al hablante (o al que escribe, aunque haya
muerto o viva lejos) en cuanto se fía de sus conocimientos y supone su
buena voluntad (su deseo de ofrecer verdades, su honestidad para evi-
tar mentiras o engaños).
Existe el peligro, y san Agustín construye buena parte de sus ar-
gumentos para afrontarlo, de que algunos prejuicios alteren o imposi-
biliten la comunicación. Por lo mismo, hace falta un trabajo sereno de
«desmontaje» de todo aquello que pueda ser obstáculo, sea a nivel in-
telectual (los prejuicios), sea a nivel afectivo (desconfianza o acusa-
ciones contra la persona del emisor) de forma que el receptor alcance
las mejores disposiciones, sobre todo respecto de temas de tanta im-
portancia como los que se refieren al alma, a la felicidad, a la religión,
a Dios.
Además de extirpar prejuicios, el receptor tiene que alcanzar una
cierta paz interior, un aplacamiento de deseos que dispersan o impiden
comprender, lo cual requiere, según una observación que nace de la
propia experiencia personal de Agustín, la ayuda de Dios, al que se re-
curre desde la oración para conseguir la pureza necesaria a la hora de
emprender un camino intelectual, especialmente difícil por nuestra
condición de seres heridos por el pecado y expuestos al riesgo de erro-
res y engaños de mayor o menor gravedad (errores y engaños que
pueden producirse incluso en quien tiene buena voluntad).
––––––––––
29
Si bien la terminología de algunas teorías de la comunicación que hablan de
«emisor» y «receptor» puede ser vista con cierta circunspección, sobre todo por diversos
límites de algunos autores que las adoptan para exponer sus propias convicciones, creo
que es oportuno recurrir a estos términos para no ser prolijos en la enumeración de pala-
bras. Entiendo por emisor cualquier persona que desea transmitir (de palabra, por escrito
o a través de otras modalidades comunicativas) un conocimiento a otro; y por receptor a
quien acoge lo que le ofrece el receptor.
30 Fernando Pascual, L.C.

Entre los prejuicios que Agustín busca desmontar en Honorato se


encuentra la pretensión maniquea de dejar de lado la fe (la creencia)
para avanzar hacia la verdad simplemente con razones. Tal pretensión
es errónea, precisamente porque escuchar a unos y no a otros es posi-
ble sólo cuando el oyente cree en los primeros y no en los segundos,
es decir, cuando empieza a caminar desde la fe. Además, en los temas
respecto de los cuales no hay evidencia (no resulta posible alcanzar
una comprensión fácil), sea por la dificultad del argumento, sea por
límites subjetivos (poca inteligencia, cierto desorden interior en las
pasiones, prejuicios más o menos arraigados), es imprescindible partir
de la fe, de la aceptación de la autoridad del emisor escogido, para
luego progresar, si el argumento lo permite y las personas están prepa-
radas, hacia una mayor comprensión (entendimiento) sobre el mis-
mo30.
Además de quitar los prejuicios y otros obstáculos, la relación
comunicativa supone en el emisor la autoconciencia de poseer (o al
menos de estar cerca) ciertas verdades, de tener una «autoridad» que
lo capacita para hablar sobre temas concretas. Tal autoconciencia o
autocomprensión no garantiza, por desgracia, el que exista un válido
acceso a la verdad, pero es una condición necesaria sin la cual nadie se
consideraría a sí mismo como capacitado para empezar a hablar sobre
algo.
Al mismo tiempo, el receptor se abre al camino del estudio, del
aprendizaje, de la escucha, desde la autoconciencia del propio no sa-
ber, desde una actitud de humildad intelectual que es condición indis-
pensable para que exista una actitud de acogida, y desde la superación
de la mentalidad que reduce el saber humano a lo empírico (a lo al-
canzable a través de los cinco sentidos). El gran peligro que se opone
a esa actitud es la presunción infundada de saber (quien cree que po-
see la verdad no se pone en camino para buscarla), así como cierta te-
meridad que lleva a opinar (a juzgar) sobre algunos temas acerca de
los cuales no es posible llegar a un saber adecuado. Frente a este peli-
gro, Agustín recuerda una experiencia casi universal: la búsqueda del
sabio en casi todas las disciplinas humanas, la aceptación del testimo-
nio ajeno como paso ineludible para construir las relaciones familiares
––––––––––
30
La idea de partir de la fe para llegar a la comprensión (a la razón) es fundamental
en la visión católica sobre las relaciones entre la fe y la razón. El tema ha sido afrontado
de modo magistral en el Magisterio reciente. Cf. especialmente JUAN PABLO II, carta en-
cíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), AAS 91 (1999), 5-88.
El De utilitate credendi y la teoría dialógica de san Agustín 31

y sociales, también se aplica al tema religioso, en el que no hay cami-


nos privilegiados que puedan dejar de lado el testimonio de quienes,
como personas competentes y autorizadas, poseen un conocimiento
superior que pueden condividir con otros.
A partir del encuentro entre el emisor y el receptor puede iniciar-
se una relación dialógica, una comunicación, que será más o menos
fecunda según factores personales (las disposiciones de cada uno), se-
gún la temática tratada, y según la modalidad comunicativa escogida.
Existen distorsiones y peligros que llevan a resultados no esperados,
que pueden llegar a ser más o menos peligrosos según los casos, sin
excluir la posibilidad de que un emisor que ofrece ideas equivocadas
llegue a producir en un receptor un resultado positivo (porque conclu-
ye lo opuesto de lo que pensaba el emisor). San Agustín era muy
consciente de este tipo de situaciones; por lo mismo, en esta obra, co-
mo en otras, supo evidenciar los límites inherentes a las diversas for-
mas de comunicación humana, oral o escrita.
Por eso resulta muy importante un empleo adecuado de las pala-
bras, un recurso a terminologías, dentro de lo posible, precisas. Cuan-
do el vocablo usado no es preciso, o cuando por motivos subjetivos no
puede comprenderlo el receptor, se evidencia la ventaja de la comuni-
cación oral sobre la escrita, pues la primera, al menos idealmente,
permite la posibilidad de preguntas por parte del receptor, con las cua-
les el emisor puede reconocer la existencia de algún equívoco y em-
prender un nuevo esfuerzo para explicarse mejor. El escrito, como di-
versas formas de comunicación grupal (sin excluir otras situaciones,
como las que se dan cuando el oyente tiene miedo de preguntar o cree
haber comprendido), no está abierto a esta posibilidad. Por lo mismo,
su interpretación exige la presencia de expertos, sobre todo entre
quienes, a través de cierta «empatía», logran comprender mejor el sen-
tido de los escritos. Si esto vale para cualquier texto, se aplica de mo-
do especial para las Sagradas Escrituras (sobre todo para el Antiguo
Testamento), un conjunto de escritos sobre los que en tiempos de
Agustín se habían generado una serie de interpretaciones divergentes.
En esta perspectiva se coloca una de las reflexiones clave de
nuestro texto: ¿en qué criterio apoyarnos a la hora de escoger a un in-
térprete en vez de otro, cuando existe una pluralidad de sectas o gru-
pos a la hora de interpretar un pasaje bíblico? Agustín responde desde
la noción de autoridad que, como acabamos de ver, es una de las ca-
racterísticas definitorias de todo emisor. Tal autoridad se haría presen-
32 Fernando Pascual, L.C.

te en la Iglesia católica por su antigüedad y por su extensión: todos los


pueblos han aceptado la fe católica. Esta segunda fundamentación,
desde luego, podría ser de peso en el mundo conocido por Agustín,
mientras que hoy en día (siglo XXI) la Iglesia católica tiene clara con-
ciencia de encontrarse en una situación minoritaria (aunque se trate de
una minoría muy relevante). Ello no obsta para mirar el primer moti-
vo, la antigüedad, con respeto, además de valorar de modo adecuado
el testimonio de los santos y de los mártires a lo largo de los siglos.
Más allá de estos motivos, Agustín vuelve a una idea ya expresa-
da en otros de sus escritos (por ejemplo, el De magistro): la única au-
toridad plenamente válida es Cristo. El camino del hombre que busca
respuestas en los temas más importantes, desde la certeza de la inmor-
talidad del alma (una idea que encontramos al inicio de nuestro texto),
pasa por la aceptación de Aquel que vino para curarnos, para indicar-
nos el camino, para salvarnos. Sólo desde Cristo y con Cristo puede la
Iglesia presentarse con «autoridad» (delegada y derivada) para ofrecer
a quien lo desee pistas y ayudas en el camino que va desde la oscuri-
dad hacia la luz, desde la ignorancia hacia el saber, desde la duda
hacia la certeza, desde la angustia hacia la felicidad.
De utilitate credendi se sitúa, podemos decir al concluir estas lí-
neas, en una larga tradición que viene desde Platón y Aristóteles y que
reconoce la importancia de la «autoridad» (bien entendida) en el ca-
mino que recorre cada ser humano hacia la verdad. Tal autoridad no
puede faltar en los temas más relevantes, y se convierte en una ayuda
imprescindible a la hora de responder a preguntas de máximo interés:
cuál es la religión verdadera, dónde se encuentra el mensaje que ofre-
ce acceso a la salvación, a la vida completa, eterna, feliz.

Summary: This article analyses St. Agustine’s De utilitate credendi. It considers ideas and
affirmations that are important aspects of the bishop of Hippo’s dialogic theory. After
reflecting on the different contributions of the present text, we can see the importance of faith
and authority on the path which leads human beings to the true religion, where it’s possible
to encounter God and reach happiness, for which the human heart yearns.

Key words: Augustine, faith, authority, Christianity, dialogic theory.

Parole chiave: Agostino, fede, autorità, cristianesimo, teoria dialogica.

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