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Un psicótico en análisis

Tomado de: Michel Silvestre “Un psychotique en analyse”, en Michel Silvestre Demain la
psychanalyse, París : Navarin, 1987, págs. 134 a 139. Traducción : Pio Eduardo Sanmiguel.

Este caso podría titularse "Un delirio para dos", como cuando en un restaurante se pide una
costilla de res para dos. Evocaré una cura que implica, en efecto, la siguiente pregunta: ¿hasta qué
punto, el hecho de sostener el lugar del analista con un psicótico no implica que el analista mismo
participa en el delirio?

Devenir paranoico

Si quieren, dejemos de lado esta pregunta mientras les presento a Federico. Cuando llega a verme,
Federico no presenta ningún delirio manifiesto. Sale de una clínica psiquiátrica a la que lo había
precipitado un estado de angustia y de agitación extremas. Se requería que se lo protegiera de sí
mismo y de los demás, porque, decía, todo podría ocurrirle y su muerte era inminente. No
obstante, no era más que pura sensación, sin contenido ni motivo. Esta angustia se aplacó
parcialmente; neurolépticos y ansiolíticos le permitieron retomar una vida social más o menos
normal.

Pronto precisará que no soy el primer analista al que acude, y está seguro, por su parte, de que
este episodio tuvo su desencadenante en un comienzo de análisis que se remonta a un año, el cual
había emprendido porque quería ser analista. Si viene a verme, es decir, si persiste en su demanda
de análisis es, por una parte, porque no abandona su proyecto de llegar a ser analista, pero
también porque ve que solamente el análisis puede preservarlo de esas amenazas, vagas e
imposibles de precisar, que pesan sobre él.

Por lo demás, por penosa que le resulte su actividad profesional, entiende que debe sostenerla,
tanto más, dice, cuanto que lo que lo mantiene en contacto con la juventud -con los muchachos
jóvenes en particular– es que son sus objetos de amor privilegiados, en la modalidad habitual del
enamoramiento cortés. Ello no excluye una relación actual con un hombre joven, relación que
padece con deleite.

Todo esto lo dice en voz baja, casi inaudible, con una elocución extremadamente lenta, donde
cada palabra es pronunciada con esfuerzo, y las frases parecen más llenas de lagunas o
tachonadas que inacabadas o interrumpidas. Mis preguntas no logran más que acentuar la
confusión y el flujo de sus palabras. Así es como arranca nuestra relación y como Federico
comienza su psicoanálisis.

El comienzo es notablemente alentador, las sesiones las dedicaba a describir su relación amorosa,
a desplegar sus ambiciones literarias y psicoanalíticas, y a verificar mi concordancia con lo que él
imagina ser el analista lacaniano. Una actividad marginal tomará no obstante una amplitud
preocupante: consiste en pasar horas al teléfono a través de lo que, para entonces, era la red.
Conversa entonces con las voces de ninguna parte. Pronto llego a tener mi lugar en esa red,
cuando me llama por teléfono a esas horas tardías para decir solamente "aló" con una voz que
muy pronto reconozco como la suya, para luego guardar silencio. Cuando le pregunto al respecto
durante la sesión, acaba explicándome que al telefonearme de esa manera verificaba solamente
que yo sí estuviera ahí. Parece establecerse entonces un equilibrio: su amante, la red telefónica, y
yo, en una esquina.

Pero se rompe el equilibrio: su amante lo deja bruscamente, llevándose consigo la mayoría de los
objetos por los que Federico siente aprecio. Enseguida, se precisa una amenaza para Federico: el
lugar donde vive ya no es seguro. La angustia reaparece y me llama un día a la hora de la sesión
para decirme que encontró refugio en el hospital. Vuelve a verme 15 días después, guardando
silencio sobre su hospitalización, porque yo no debo tener nada que ver con la psiquiatría.

Retoma las sesiones como si no hubiera ocurrido nada, señalando únicamente que se trasteó. Un
día recibo una participación de matrimonio. Federico en efecto se casó sin que jamás hubiera
dicho nada sobre esta dama que ocupa ahora sus pensamientos. Por mi parte, no puedo más que
esperar a ver qué sigue. A esto lo llamaré delirio conyugal, posterior al delirio telefónico.

Federico ya no llama, en efecto, ni a la red ni a mí. Y hasta se ha vuelto quisquilloso al respecto. No


más teléfono para Federico, no más voces de ninguna parte. Sólo que, muy pronto será su mujer la
que recurra a ese teléfono. Para decirme que ya no aguanta más. Las cosas van mal entre ellos, y
lo que ella me cuenta es que su marido se la tiene sentenciada.

Federico rehúsa decirme nada al respecto. Únicamente me señala que su existencia reposa
enteramente en el buen querer de su esposa. Por ella me entero de que ella tuvo que refugiarse
en el hospital.

Me veo obligado entonces a comunicarle a Federico que de ninguna manera respaldaré sus
amenazas de muerte -por ejemplo, aceptando que se calle sobre el tema- o entonces ya no quiero
verlo más. La pareja se separa, y Federico me da su nueva dirección.

Poco después, me dirige una doble solicitud. Por una parte, tengo que confirmarle que él puede
ser analista, y para hacerlo, que le remita pacientes. Por otra parte, quiere que yo haga lo
necesario para que le sea publicado un texto que él pretende traerme. Mi negativa es rotunda y
definitiva. Federico me deja, no sin deplorar que yo no esté a la altura de mi tarea.

Vuelve pronto, tras ocho días de ausencia únicamente, señalándome que se dio cuenta
claramente de que ese otro analista al que visitó en este intervalo no era el correcto.

Desde entonces, se ocupará de mí, detenidamente: de mi familia, a la que escruta tanto como
puede; de mi apartamento, del que verifica discreta pero detalladamente la solidez de las
cerraduras; de lo que escribo, juzgando y sancionando su correcto tono doctrinal. En eso estamos.
Como pueden ver, esta cura nada tiene de curación de la psicosis. Hasta sería más bien la manera
como un psicótico conversa sobre el análisis.

La morada de un psicótico en una cura: porque Federico habita, encuentra un abrigo en la cura.
Aquí mora, tanto más cuanto que soy su anfitrión, puesto que, es evidente que me he ubicado en
el lugar de ese punto central desde donde se organiza su enamoramiento. Este lugar es el que
ocupó primero ese muchacho joven, y luego su esposa.
Es en este lugar que Federico me convoca para encarnar allí el goce. Que esta serie contenga
primero a un muchacho, luego a una mujer, luego a un analista, indica ante todo que este goce es
un goce "fuera de sexo" más allá de toda baliza fálica. Es allí que me espera -como a la vuelta- al
punto que me vería tentado a apoyarme en el semblante fálico para hacerlo entrar en razón.

Con Federico no hay otra referencia para el semblante que la enunciación misma. Y cada vez, es
para mí un salto a lo desconocido, sin saber jamás si lo que le digo no será el punto de reversión
en el que el enamoramiento se vuelva persecución. Afortunadamente Federico cuida que eso no
se produzca, y con todas sus fuerzas. Atento a mis mínimos gestos, a mis mínimas palabras,
escruta mi vida y la de los míos, recoge todo eso comentándolo, es decir que hace todo para
mantenerme en el buen camino. Yo soy lo más valioso que tiene.

No solamente su cura le da abrigo sino que puede decirse que habita bajo el emblema del
psicoanálisis. En efecto, ahora sé un poco más de su delirio. Sé un poco más porque es la cura
misma la que le propone su material. Federico hace como si yo fuera el Analista (A como en Otro
[Autre]), pero su tarea, su misión, va más allá porque se trata de que ambos, él y yo, hagamos que
se mantenga en pie todo el psicoanálisis. Y de hecho, al hacerlo, será el mundo entero el que se
salvará de la destrucción, porque entre los millones de muertos que acarreará ese cataclismo,
Federico no podrá evitar que se cuenten algunos de mis familiares. Entonces, lo que está en juego
en la cura es que el mundo no retorne al caos. ¡Quién lo hubiera creído en sus comienzos, cuando
Federico parecía más cerca de la hebefrenia que de Schreber! Pero de esta manera Federico nos
enseña (por lo menos me sopla esta hipótesis) que todo psicótico solamente accede al
psicoanálisis a condición de devenir paranoico. Es la vía necesaria para que el analista pueda
entrar en concordancia con el Otro del sujeto psicótico mediante la transición de una metáfora
delirante.

Tramitación del goce

Pues, ¿de qué se trata en esta transferencia? ¿Qué pasa con el sujeto supuesto saber? El neurótico
llega al análisis llevando su pregunta en dirección del saber: es al saber al que se le atribuye la
suposición, y el analista es enteramente designado para soportar esta suposición de saber.

Ahí no está el asunto del psicótico. El problema que plantea el psicótico es el del sujeto. Del sujeto
como supuesto al saber. Ahora bien, cuando el saber emerge para el psicótico, cuando le salta a la
cara, es más bien como saber del Otro. Y no es un saber supuesto, sino un saber que se impone al
sujeto. Y cuando el saber del Otro se impone al sujeto, ya se sabe lo que da: un delirio. Por eso, en
mi opinión, es preferible que el analista tome el máximo de precauciones si piensa tener que
devolver al sujeto lo que termina aprendiendo de su saber inconsciente, del saber del Otro. Más
vale que lo piense dos veces, si no quiere convertirse en el perseguidor. Esto hace que no sea en
su vertiente de repetición –repetición del retorno de lo reprimido– que la transferencia sostenga
el análisis del psicótico. Si quieren, no es a partir de lo que habría para saber de su inconsciente.

Con el psicótico la transferencia es motor de cura en la medida en que le permite al sujeto


interrogar su goce. Y ya vimos que es a este lugar que Federico me asigna: lo que yo detento para
Federico, lo que él deja a mi cuidado, es aquello de lo que se puede gozar: mujer, hijos, el análisis,
los pacientes. Solo que él vela, controla, verifica si yo hago uso de estos según su ética propia. Y no
se priva de reconvenirme cuando quebranto las reglas implícitas que él me impone.

A partir de ahí, es posible obtener ciertas luces sobre la dirección de esta cura. En efecto, mis
intervenciones más sobresalientes (interdicciones o significación que le hago de que delira), así
como lo que él mismo resalta de mis gestos o de acontecimientos que subraya en mi entorno, y a
partir de lo cual hace esfuerzos por elaborar una significación, todo ello converge en asignarme un
solo y único deber: administrar el goce del cual me hace guardián.

Por supuesto, lo único que hago es ocupar un lugar necesario para su mantenimiento en la
existencia. Tanto su amante como su mujer no tenían otra función. Es sólo que, al parecer, hasta
hoy, el análisis le evita que estalle la persecución, amenazante siempre sin embargo. Si delira es en
el marco estricto del psicoanálisis y en torno a mi persona para protegerlos, a ambos,
precisamente de la persecución.

Al parecer, el proceder freudiano, el dispositivo analítico, permite a Federico una tramitación de su


goce. Esta gestión del goce le evita probablemente las oscilaciones schreberianas que él tenía, por
ejemplo, con su amante o su mujer, y que lo llevaban al hospital. El análisis ofrece a Federico la
posibilidad de una economía del goce, por la vía del amor de transferencia, y podemos
preguntarnos si, muy especialmente para este paciente, este amor de transferencia no halla su
modelo en el amor cortés. ¿Soy la Dama de Federico? Esto explicaría por lo menos por qué el
margen de maniobra que me permite es tan reducido. Por una parte, esta maniobra consiste más
bien en no recular, en no ceder ante las insignias del amor que amarra –diría yo: que aferra– a mi
persona. Cualquier rechazo posible no sería más que irrisoria denegación.

Por eso me resultaría muy difícil decirles la última palabra sobre esta historia. Tal vez Federico la
sepa, todavía no me ha dicho nada de eso. Hasta podría agregar que tampoco me la hace saber
por vía de los sueños. No sueño con Federico, antes bien me despierta cuando no me impide
dormir. Pero me dice sin embargo algo: espera de mí que me quede en el mismo lugar, sesión tras
sesión, para que, por su parte, él pueda volver allí. Me obligo a ello, tanto tiempo como me lo
pida.

1983.

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