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PRECUELA - Sin título

El señor Delaney tenía una fábrica de roscas.


En aquella discreta población era, sin lugar a dudas, un ciudadano notable.
Joven, emprendedor, orgulloso, soberbio. Medio pueblo trabajaba en su fábrica.
Aquél otoño publicó en el periódico local una solicitada buscando
administrativas, después del fatal accidente que le costó la vida a cuatro
muchachas del departamento de facturación.

La señorita Dent se había recibido de maestra.


Había soñado con una escuela pequeña en la zona rural llena de pecosos
malolientes, pero conseguir un cargo sin influencias era algo más difícil de lo que
había calculado. Vivía sola, agotando los ingresos de las clases particulares que
dictaba por las tardes.
Cuando aquella mañana de otoño leyó el anuncio en el matutino, pensó
que era una buena solución a sus inconvenientes. Vistió traje sastre y pequeño
bolso de mano, y fue puntual a la cita de selección.

El dueño de la fábrica observaba detrás de una ventana, a seis metros de


altura, la veintena de postulantes en fila esperando su entrevista. Entre ellas, una
le llamó la atención. Parecía un conejo asustado enfundado en un trajecito sastre.
Esa tiene que ser para mí, pensó.

Cinco días después llegaron los llamados de contratación y la señorita Dent


celebró su suerte, sería la nueva secretaria personal del jefe. Era una tarea de gran
responsabilidad, pero se sentía capacitada para afrontarla.
El primer mes todo marchó sobre rieles. Pero en el segundo, comenzaron
los avances inesperados del señor Delaney.
Un día fue una flor silvestre dejada al pasar sobre su escritorio. Luego las
miradas intensas que le dedicaba, esas en las que ella imaginaba una voz profunda
que la llamaba a rendirse. ¡Qué ojos, por Dios! Finalmente, los roces ocasionales
en los que el jefe aprovechaba para acariciar una pierna, rozar el generoso pecho
o pellizcarle las nalgas. La señorita Dent esquivaba como un torero con una
sonrisa imborrable que no hacía sino alentar al toro. Luego, dio inicio la caída.
Todo comenzó un martes.
La secretaria cruzaba el pasillo central de oficinas cargada con carpetas de
clientes morosos, cuando el jefe se apareció de golpe detrás de un lateral. Se
asustó tanto que dejó caer la carga empapelando el suelo de viejos reclamos.
¡Idiotamanodemanteca! Fue lo primero que escuchó. Con los ojos a punto de
rebalsarse veía cómo su jefe la ridiculizaba frente a los compañeros del
departamento de ventas, quienes se habían asomado para averiguar el origen del
escándalo.
A esa primera vez le siguieron muchas más. Menospreciarla en reuniones
con emprendedores locales, burlarse de la manera en que servía el café, tratarla
de inútil o de estúpida si perdía el hilo de la conversación que debía reproducir
de manera taquigráfica. Por supuesto, todo en público.
Pero lo extraño de la situación no era este comportamiento tiránico, que
ella suponía una característica casi idiosincrática de los jefes. No. Lo
desconcertante eran los avances cada vez más explícitos que el señor Delaney
dejaba para la intimidad del despacho.
Honestamente la señorita Dent no podía decir en qué momento comenzó
a creer en las pusilánimes explicaciones que su jefe le susurraba al oído, “es por
las apariencias”, “un jefe enamorado de la secretaria pierde autoridad frente al
resto”, “tiene que entenderme”, “si usted me dijera que sí…”.
La capacidad literaria del señor Delaney en terreno amoroso era increíble.
Y la ceguera de la señorita Dent, también.
Luego de unos meses de juego perverso ella quebró su muralla y accedió a
los requerimientos.
Se encontraban a escondidas en un pueblo vecino. El empresario llegaba
en un auto que estacionaba cerca de la oficina de correos. Ella tomaba el tren y lo
esperaba detrás de la estación, pañuelo en la cabeza y enormes anteojos negros a
lo Sofía Loren. Y en el hotel de mala muerte se deshacían en un enredo de caricias,
las largas piernas trabándose, kilómetros de piel para fundir los sexos sellados,
hasta que el clímax les robara el aliento.

La aventura duró dos meses. Veinticuatro memorables días de sexo de


hotel. Unas setenta y dos horas de pasión en las que ella le entregó su corazón y
él, a cambio, un collar de perlas.
Lo cierto es que Delaney se aburrió de la cara de conejo asustado con que
ella lo miraba desde el escritorio y, sensatamente, se decidió a despedirla. Por
inútil e inservible, le dijo.
La señorita Dent creía vivir una pesadilla. Una de esas horribles películas
que pasaban los domingos a la noche. Salió de la fábrica atontada. Sus pies la
llevaron hasta la plaza. Se sentó y lloró amargamente. Al cabo de una hora se
levantó, secó las lágrimas, se alisó el trajecito sastre y fue hasta el negocio de caza
y pesca del discreto señor Montgomery. Pidió una pistola, para defensa personal
dijo, y la guardó en su bolso. Llamó a Delaney desde un teléfono público citándolo
para esa misma tarde en el lugar de costumbre. Puede resultarle MUY
importante, le dijo, acentuando el muy de manera peligrosa.

El tren llegó puntual a la estación pueblerina. Con su largo silbido


autorizaba el ascenso de pasajeros. Una mujer joven, enfundada en un trajecito
tipo sastre con bolso haciendo juego subió al segundo vagón, con la venganza
grabada en las facciones.

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