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El caso de “la manilla girada”.

Hace ya más de un año que llegué a vivir a un edificio ubicado en un barrio forjado
a partir de un programa de edificación de viviendas posterremoto del año 1960. En
la comunidad del edificio conviven estudiantes, parejas, familias jóvenes, y adultos
mayores.
Un día que salí a comprar, al bajar las escaleras y buscar el botón que me
permitiera abrir la puerta, me fijé que ésta se encontraba semiabierta, y que la
manilla de la misma permitía dicha condición, al ser girada hacia el frente, en 90
grados. En un primer momento pensé que a alguien se le había quedado la puerta
mal cerrada, y que gracias a la manilla la puerta no se había abierto del todo. Salí
y cerré la puerta.
Otro día, esta vez, llegando desde la calle ocurrió la misma situación.
Nuevamente, subí la manilla y cerré la puerta.
Días después, en la mañana, mientras salía hacia la oficina, me topé con la
misma situación, sólo que esta vez cambió la interpretación de la cuestión: un
vecino del piso de más abajo me dijo con voz amable “vecino, no me cierre la
puerta, voy y vuelvo”. El tipo me contó que había salido a pasear a su perro, y que
-para no llevar llaves- había dejado la manilla girada de modo que la puerta no se
cerrara. Lo relevante de esto es que yo no tenía conocimiento de ese uso, y que
sólo a través de esta conversación logré captar algo más…
Pero eso no es todo. A la semana siguiente, conversando con unos vecinos
del mismo piso, les comenté sobre la situación de la manilla. Ellos rieron y
señalaron que “eso quiere decir que no hay que cerrar la puerta porque alguien va
y vuelve”. Los vecinos sabían lo que la manilla girada “decía”; ellos manejaban ese
código (de uso o convivencia) que yo -en mi situación de nuevo- no tenía
incorporado. Un código nativo que yo no manejaba.

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