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La mejor esclava

no necesita que le peguen.


Se pega a sí misma.

Y no con un látigo de cuero,


ni con un palo o con ramas,
ni con un mazo
o una porra, sino con el delicado látigo
de su propia lengua
y los sutiles golpes
de su mente.

¿Quién puede odiar su mitad tanto


como ella se odia a si misma?
¿Y quién puede igualar la finura
de su propio maltrato?
Para esto se requieren
años de entrenamiento.

Veinte años
de sutil autoindulgencia,
de perdonarse a una misma;
hasta la sometida
se considera una reina
y sin embargo mendiga,
las dos cosas al tiempo.

Debe dudar de sí misma


en todo excepto el amor.

Debe elegir apasionada


y malamente.

Debe sentirse como un perro perdido


sin su amo.

Debe referir todas las cuestiones morales


a su espejo.

Debe enamorarse de un cosaco


o un poeta.

Nunca debe salir de casa


a menos que lleve una capa de pintura.
Debe llevar zapatos estrechos
para que recuerde su esclavitud.

Nunca debe olvidar


que está enraizada al suelo.

Aunque aprenda deprisa


y sea supuestamente lista,
su duda natural con respecto a sí misma
la hace tan débil
que cuenta brillantemente
con una docena de talentos
y así embellece
pero no cambia
nuestra vida.

Si es artista
y se acerca a lo genial,
el propio hecho de su don
le produciría tal dolor
que se llevaría su propia vida
antes que lo mejor de nosotras.

Y después de que muera, lloraremos


y la haremos santa.

Erica Jong

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