Transformación. El sueño sexenal de Andrés Manuel López Obrador.
La obra que atraerá turismo, detonará el crecimiento, promoverá la inversión, creará empleo, dejará una huella perdurable y positiva. Eso nos dicen, eso nos cuentan, eso quisiéramos creer. Pero hasta el momento, apoyar la obra tal y como está planteada no es un acto de racionalidad; es un acto de fe. A la población y a quienes proveerán la inversión se les está pidiendo cerrar los ojos, persignarse y rezar. Porque no hay elementos o evidencia que constaten la viabilidad o el impacto ambiental o los augurios esperanzadores que el gobierno subraya. Hasta hoy, el Tren Maya es una promesa paradisiaca, no un proyecto realista.
Así lo revela el estudio realizado por el Instituto Mexicano para la Competitividad.
Un texto profesional, de lectura imprescindible por lo que revela, por los retos que retrata, por los desafíos que el gobierno necesita encarar. Ahí están los datos y la evidencia. Ahí están las comparaciones a nivel internacional. Y el objetivo del análisis no es asumir una postura adversarial vis a vis la nueva administración; busca que no repita los errores del pasado. Quiere que no deje tras de sí Estelas de Luz y trenes incompletos y obras inacabadas; que no caiga en las mismas trampas en las que cayó Peña Nieto y muchos gobiernos más: la tentación de usar obra pública para legitimar, para impresionar, para arrancar aplausos políticos en vez de producir utilidades sociales. Obras enraizadas en la vanidad personal, no en los beneficios colectivos. Nadie quiere que el Tren Maya sea eso: otro proyecto más que acaba siendo un elefante blanco incapaz de proporcionar crecimiento y desarrollo integral, pero sí sea financiado de manera permanente por los contribuyentes.