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Virtudes privadas, vicios públicos

Hume y la difusión de creencias infundadas


Juan Samuel Santos Castro

1. Introducción

A lo largo de sus investigaciones sobre la naturaleza humana, Hume identifica tanto las
posibilidades como los obstáculos que permiten y limitan la adquisición y transmisión del
conocimiento. Hay un obstáculo que Hume advierte, pero no elabora con cuidado y al que,
consecuentemente, los intérpretes han prestado poca atención. Sin embargo, es uno sobre el
que ahora, como en la época de Hume, deberíamos reflexionar. Se trata de un obstáculo
que se deriva de la combinación de dos tendencias presentes en dos clases opuestas de
caracteres. El “hombre sensato” o “sabio” es naturalmente reticente a señalar y corregir los
errores en las creencias que, en determinados momentos y lugares, son compartidas por la
mayoría. Tal reticencia no refleja ninguna intención o cualidad reprochable en el sensato,
sino que es efecto de las disposiciones epistémicas y morales que distinguen su carácter.
Paralelamente, el carácter opuesto, el del “necio” o el propio del “vulgo”, es peculiarmente
proclive a adoptar e industrioso en propagar creencias infundadas. Esta es una tendencia
que, análogamente, se sigue de las disposiciones propias de esta clase de carácter. Hume no
lo indica explícitamente, pero la interacción social entre los individuos que exhiben cada
una de estas tendencias podría ser un factor que obstaculizaría la formación y transmisión
de creencias fundadas, facilitaría las infundadas y, debido a esto, las posibilidades de
alcanzar el ideal, por el que este autor aboga, de una sociedad decente e ilustrada.
En este trabajo, me propongo rastrear la explicación que los textos de Hume ofrecen
a propósito de este obstáculo y mostrar su naturaleza paradójica. En efecto, resulta
paradójico que aquel obstáculo en la formación y transmisión de creencias fundadas se
deba no solamente a los sesgos cognitivos y desórdenes pasionales de los necios, sino
también a rasgos que aprobaríamos en la persona sensata. En tal sentido, las virtudes del
sensato son, paradójicamente, causa (parcial) de los vicios públicos. El orden de mi
exposición es el siguiente: primero, identifico los pasajes en los que Hume presenta de
forma más clara la reticencia e industria del sensato y del necio, respectivamente. Después
reconstruyo la argumentación del ensayo “Del descaro y la modestia”, en el cual Hume

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parece ampliar y explicar el problema. Finalmente, ofrezco algunas consideraciones acerca
del significado de esta paradójica tensión en la filosofía de Hume.
2. El problema: los sabios son reticentes, los necios industriosos

Los comentarios más notables que Hume hace acerca de la reticencia del sensato y la
industria del necio aparecen en la segunda parte de la sección X de la Investigación sobre el
conocimiento humano. Hume critica allí la credibilidad de los testimonios sobre milagros
mediante un argumento de dos partes. En la primera, Hume defiende la exigente condición
bajo la cual tiene sentido creer en el testimonio de milagros. Según esta condición, “ningún
testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su
falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer” (EHU- 116-7; 177). En la
segunda parte, Hume discute cuatro circunstancias por las cuales es muy poco probable que
algún testimonio sobre milagros pueda cumplir con aquella condición, al menos en los
tiempos modernos. Es principalmente a lo largo de esta segunda parte en donde Hume
hace los comentarios que reseñaré a continuación. El rasgo común de estos comentarios es
la actitud reticente que Hume señala en el sensato a corregir e incluso examinar el error en
las creencias de los necios. A esta reticencia, le corresponde una actitud industriosa y
apasionada de parte de los necios a permanecer y propagar la superstición. La explicación
que Hume ofrece de la actitud de los necios es consistente en todos estos pasajes: hay
pasiones violentas que motivan la creencia en lo increíble. Sin embargo, la explicación de la
actitud de los sensatos no es clara y aparentemente no es siempre la misma. Hume oscila
entre diferentes causas: la arrogancia, condescendencia, impaciencia o resignación de los
sensatos.
1. El primer y más importante pasaje es uno en el que Hume alude al reporte de
Luciano de Samósata sobre el “falso profeta” Alejandro de Abonoteico, un líder religioso
que vivió entre los años 105 o 115 y 175 d.C y que, mediante subterfugios y trucos, logró
establecer el culto del dios serpiente Glicón en la región costera del Mar Negro. La
referencia de Hume es a una carta que Luciano dirige a su amigo Celso y en la que Luciano
describe a Alejandro como un audaz embaucador, que se aprovechó de la ignorancia y la
superstición de la población local para hacer su fortuna personal y conseguir influencia
sobre algunos políticos romanos (Luciano 1988, 393). Hume elogia irónicamente la astucia

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de Alejandro, pues al escoger a la Paflagonia como “el primer escenario de sus engaños”,
logró sacar partido de que allí “la gente era extremadamente ignorante y estúpida y estaba
dispuesta a tragarse incluso el más grosero de sus engaños” (EHU- 120; 183). Hume sigue a
Luciano en la opinión de que gran parte del éxito de Alejandro se debió a la pobreza, el
aislamiento y la barbarie en la que vivían aquellos a quienes este hizo sus seguidores, pero
añade como causa concomitante la coincidencia de dos disposiciones presentes en “tontos”
y “sabios”, respectivamente:
Los tontos [fools] son industriosos propagando el engaño, mientras que los sabios [wise] y cultos
[learned] se contentan, en general, con burlarse del absurdo, sin informarse de los hechos particulares
mediante los cuales tales engaños podrían ser distintamente refutados (EHU- 120; 183)1.

Para entender la clase de industria que Hume le atribuye a los “tontos”, es preciso
volver un par de páginas atrás, al apartado en el que describe los dos mecanismos que
explican la atracción que ejercen los relatos de milagros. Ambos se originan en el hecho de
que los relatos de milagros despiertan naturalmente las pasiones de la sorpresa y el
asombro. El primer mecanismo es una especie de auto-engaño: el agrado característico que
la sorpresa y el asombro producen “provoca una fuerte propensión a creer en los
acontecimientos de los que se derivan” (EHU- 117; 179). De esta forma, algunos “tontos”
creyeron en los relatos de los supuestos milagros ejecutados por Alejandro debido a la
expectativa, quizás inarticulada y no plenamente consciente, de satisfacer sus propios
sorpresa y asombro. Hume los llama “tontos” [fools] porque se trata de personas que no
regulan su convicción de acuerdo con el principio de la experiencia pasada, sino que
permiten que sus pasiones violentas gobiernen su juicio. El mecanismo es de auto-engaño
porque las creencias de esta clase de tontos son sesgadamente formadas debido al deseo de
que tal y tal cosa sea el caso, incluso en contra de la evidencia disponible (Mele 2009, 264).
El segundo mecanismo opera en otra clase de “tontos”. Estos no creen en los relatos de
milagros, pero “gusta[n] [de] participar en [una] satisfacción de segunda mano o, de
rebote” y “encuentran placer y orgullo en excitar la admiración de otros” (EHU- 117; 180).

1 Aquí difiero de la traducción de Jaime Salas. El original dice: “Fools are industrious in propagating the
imposture; while the wise and learned are contented, in general, to deride its absurdity, without informing
themselves of the particular facts, by which it might be distinctly refuted”. Hume da crédito a Luciano por
haber descubierto la impostura de Alejandro. En efecto, Luciano visitó personalmente a Alejandro e intentó
desprestigiarlo ante sus seguidores revelando varios de sus trucos. Sin embargo, no parece que la intervención
de Luciano haya afectado realmente la reputación de Alejandro. Luciano (1988); Kent (2006); Freckelton
(1998).

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En otras palabras, estos “tontos” experimentan placer, no al asentir a los relatos de
milagros, sino al contarlos. El placer en este caso es “de segunda mano”, o “de rebote”,
porque consiste en el deleite, trasmitido por simpatía, que surge del placer que experimenta
el tonto que escucha el relato y se asombra. Aunque esta clase de “tontos” no se auto-
engaña, sí permite que la expectativa de aquel placer vicario gobierne sus aseveraciones y
acciones 2. Se trataría entonces también de una clase de “tontos” [fools] porque anteponen
un placer trivial a las consecuencias de la difusión del engaño. En definitiva, la industria que
Hume atribuye a los tontos no es otra que la proveniente de la violencia de ciertas pasiones.
Estas pasiones se distinguen por su tendencia a subvertir los principios que deberían regir la
formación y transmisión de creencias.
En contraste con esta referencia a la industria de los “tontos”, la observación de
Hume acerca de los “sabios” es menos clara. A primera vista, al decir que los sabios “se
contentan con burlarse del asunto”, Hume parece sugerir que los “sabios” son pasivos o que
su actividad no es provechosa. Serían pasivos porque evitan investigar la verdad y su
actividad no sería provechosa, e incluso sería arrogante, porque se limita a la mofa. Es
cierto que aquello que Hume enfatiza en su comentario sobre Alejandro es que las naciones
bárbaras son suelo fértil para la superstición, en contraste con las civilizadas, pero el pasaje
sobre necios y sabios bajo consideración motiva el interrogante acerca de cuál puede ser la
expectativa sobre los sabios cuando la situación es intermedia, esto es, cuando sabios y
necios conviven en la misma comunidad y se ven expuestos a los mismos intentos de
engaño. ¿Acaso Hume supone que los “sabios” y “cultos” tienen allí la responsabilidad de
averiguar los hechos y de refutar los milagros públicamente? ¿Tienen el deber de corregir
las creencias de los necios o al menos de persuadirlos de que reflexionen sobre su solidez? Si
es así, ¿qué justificaría tales responsabilidades? ¿Se trata de responsabilidades derivadas del
hecho de gozar de una mejor situación epistémica? ¿Del valor de la verdad en cuanto tal?
¿De los posibles daños que produce el engaño en la comunidad? ¿Del respeto o la
benevolencia debidos a cada uno de sus compatriotas “tontos”?

2 Hume menciona una variante más preocupante de esta segunda clase de “tontos”, la cual consiste en
aquellos que transmiten el engaño, no motivados (o no solamente) por el placer vicario de la sorpresa y el
asombro, sino por pasiones como el espíritu religioso, el entusiasmo, la vanidad, o su propia “imaginación
calenturienta”.

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El comentario es intrigante y, aunque la sugerencia es tangible, Hume nunca llega a
defender un deber moral de corregir el error ajeno o de persuadir a otros para que revisen
sus creencias, ni a describir tal disposición como parte de la virtud de la sensatez. A lo
máximo que llega es a referirse con aprobación al estado de cosas en el que: “al ser tratados
con desprecio por los sabios y juiciosos, finalmente [algunos relatos de milagros] han sido
abandonados incluso por el vulgo” (EHU- 120; 182-3) y un poco más adelante, a encomiar
la actitud de Luciano en relación con Alejandro, pues aquel, a riesgo de su propia vida, hizo
el “buen oficio” de intentar desenmascarar los ardides del falso profeta. De hecho, en los
siguientes pasajes, Hume abandona por completo la sugerencia de que los sabios tengan
alguna clase de deber epistémico hacia los necios.
2. En dos pasajes más adelante en esta misma sección, Hume reitera lo esencial del
anterior en relación con las actitudes típicas de sabios y necios. Sobre la actitud del vulgo,
ávida de historias fantásticas, Hume anota:

La chispa más diminuta puede convertirse, aquí, en la mayor llama, pues los materiales están siempre
preparados para ello. La avidum genus auricularum, el populacho absorto acoge ávidamente, sin examen,
lo que confirma la superstición y crea el asombro (EHU- 126; 193).

Y sobre la actitud reticente, incluso condescendiente, de los sabios, Hume afirma:


[l]os hombres de todas las edades han sido tan dominados por historias ridículas de esa clase, que esta
misma circunstancia sería una prueba completa de una trampa, y suficiente en todos los hombres
sensatos, no solo para hacerles rechazar el hecho, sino para que lo rechacen sin más examen (EHU-
128-9; 196-7).

Curiosamente, en este par de pasajes, Hume observa que tanto necios como sabios
prescinden de cualquier examen sobre los reportes de milagros. Los necios porque quieren
creerlos; los sabios porque es imposible creerlos. Sin embargo, a diferencia del pasaje
anterior, el tono de Hume en este no parece albergar el reproche de una expectativa
defraudada de parte de los sabios. Al contrario, Hume suena apologético: ante las “historias
ridículas”, los sensatos no tienen más alternativa que ignorar los reportes de los
supersticiosos.
3. En otro comentario a propósito de la actitud que adoptó el Cardenal de Retz
frente a cierto milagro del que se enteró a su paso por Zaragoza, Hume va más allá y
aprueba positivamente el talante sumario e impaciente del sensato frente a la superstición.

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El supuesto milagro registrado por de Retz involucró a un joven, bien conocido por todos
los habitantes de la ciudad, que carecía de una pierna. Supuestamente, el joven recuperó su
extremidad “al frotarse el muñón con aceite sagrado” (EHU- 123,187). Aunque el milagro
fue avalado por los clérigos de la iglesia local y por todos aquellos a los que el Cardenal de
Retz consultó, este, “como un justo razonador” 3, concluyó que, en palabras de Hume: “tal
evidencia llevaba la falsedad en su propio rostro, y (…) un milagro apoyado por cualquier
testimonio humano [es] más propiamente tema de burla que de discusión” (EHU- 124;
188)4.
En este pasaje, el tono de Hume frente a la actitud reticente de los sabios ha
cambiado por completo. No hay insinuación de deber alguno de estos hacia los necios y la
actitud condescendiente y socarrona de Retz es incluso bien recibida. ¿Qué explicaría este
cambio? Pues, aunque Zaragoza no es Paflagonia y los milagros del aceite sagrado tienen
diferentes efectos que los engaños de Alejandro, ambas constituyen cuestionables creencias
supersticiosas. Una posible explicación al cambio en el tono de Hume es que aquello sobre
lo que desea llamar la atención en este pasaje es la dificultad de disuadir a aquellos que ya
creen los testimonios sobre milagros. Hume cuenta el caso de Retz como el segundo de una
serie de ejemplos en los que la confiabilidad de los testimonios aparenta ser alta (i.e.,
testimonios contados independientemente por varios testigos de buena reputación,
aceptados incluso por aquellos con intereses opuestos a su verdad, etc.). Por ello, el mensaje
podría ser que, debido a que la creencia en tales milagros, aunque de todas maneras errada,
es comprensible, resulta casi que imposible convencer a sus creyentes de la falsedad del
testimonio. En tales casos, para el “justo razonador” es mejor soltar un buen apunte y callar.
4. Este énfasis en la dificultad de convencer a los que ya creen se repite y hace más
claro en una nota añadida un párrafo más adelante en la segunda edición de la Investigación,
publicada en 1751. Allí, Hume relata varios incidentes relacionados con los supuestos
milagros del jansenista Abate de Paris. En uno de ellos, según cuenta Hume, el Parlamento

3 Aquí difiero de la traducción de Jaime Salas. El texto original dice: “like a just reasoner”.

4 Unos renglones atrás, Hume anota: “[El Cardenal de Retz] consideró acertadamente que no era necesario,
para rechazar un hecho de esta naturaleza [milagrosa], ser capaz de desenmascarar el testimonio y rastrear su
falsedad a través de todas las circunstancias de credulidad y villanía que lo produjeron” (EHU- 124; 188).

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prohibió a los rivales molinistas del Abate desacreditar a los testigos de los milagros de este
observando que:

[c]uando los hombres se excitan por el celo y el entusiasmo, no hay testimonio humano tan fuerte
que no pueda conseguirse para el mayor absurdo; y los que sean tan tontos como para examinar el
asunto por este medio y buscar incoherencias concretas en el testimonio, [es] casi seguro que serán
embrollados (EHU- 190).

Aunque Hume se limita a reportar la razón que ofreció el Parlamento, el contenido


de este pasaje reitera la idea central del comentario anterior: refutar los testimonios sobre
milagros señalando sus incoherencias es una empresa poco prometedora, y más aún,
quienes lo intentan muchas veces terminan convencidos de los milagros que atacan.
Contrario a lo que haría un tonto, el sabio, acertadamente, evitaría incluso “examinar el
asunto”.
5. En otro pasaje, Hume parece lamentar precisamente este patrón de reticencia en
la actitud de los sabios e instruidos, pero solo para dejar más claro por qué convencer al
necio es prácticamente imposible:

En la infancia de una nueva religión, los sabios [wise] e instruidos [learned] generalmente consideran
que el asunto [las narraciones de milagros] es demasiado poco importante para merecer su atención
o mirada. Y cuando, después, de buena gana descubrirían la trampa para desengañar a la multitud
engañada, el momento ha pasado y los documentos y testigos que podrían aclarar el asunto han
desaparecido irremediablemente (EHU- 126; 194) 5.

Hume añade inmediatamente después de este pasaje que, cuando los “documentos y
testigos” para refutar los milagros han desaparecido, el único método de contradicción que
le queda a los sabios es el de ofrecer argumentos, apoyados en los principios de la
naturaleza humana, mediante los cuales se haga patente la incoherencia, parcialidad, o
irracionalidad de los testigos. Pero, dado que la validez de tales argumentos supone la
aprehensión de los principios de la naturaleza humana: “aunque [tales argumentos son]
suficientes para los juiciosos y entendidos, son normalmente demasiado sutiles para ser
comprendidos por el vulgo” (EHU- 128; 194).

5 Este pasaje se parece a uno que Jonathan Swift hace en uno de sus artículos para The Examiner: “it often
happens that, if a lie be believed only for an hour, it has done its work, and there is no farther occasion for it.
Falsehood flies, and truth comes limping after it; so that when men come to be undeceived, it is too late; the
jest is over, and the tale has had its effect” (Swift 1710, 15).

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En conjunto, esta serie de pasajes sugieren, como mínimo, que existe una diferencia,
en relación con la forma en que cada cual recibe el testimonio de milagros, entre “sabios”,
“instruidos”, “cultos”, o “sensatos”, de un lado, y “tontos”, “necios” o el “vulgo”, del otro.
La explicación parece ser que, mientras la actitud reflexiva y cauta que conlleva el
conocimiento de los principios de la naturaleza humana blinda a los primeros contra la
atracción ejercida por las historias fantásticas, las pasiones que esas historias despiertan en el
vulgo blindan a estos, a su vez, contra la fuerza de los argumentos derivados de los
principios de la naturaleza humana. Esto hace que la comunicación, la discusión y el
intercambio de argumentos entre ambas partes sobre la ocurrencia de milagros sea
improbable.
Esta serie de pasajes también alberga una interesante tensión, que me importa
resaltar debido a los interrogantes que despierta sobre la virtud de la sensatez. Por un lado,
Hume parece insinuar, aunque sutilmente, que existe una cierta responsabilidad en cabeza
de los sensatos de corregir las creencias de los necios; pero también excusa, e incluso
aprueba, la reticencia que aquellos muestran a discutir con los necios. ¿Qué clase de virtud
es entonces la sensatez? ¿Qué clase de acciones que motiva? ¿Qué clase de actitudes
provoca hacia el error y la superstición? Si, como el primer pasaje en esta serie sugiere, la
reticencia de los sabios facilita la difusión de engaños y de relatos sobre milagros, ¿no sería
la sensatez una virtud intelectual que beneficiaría a su poseedor, pero perjudicaría o, al
menos, sería inútil para los demás? ¿Acaso, para Hume, al viejo dicho de que: “la mentira le
da la vuelta al mundo antes de que la verdad se ponga los zapatos” habría que añadir “pues
la verdad es naturalmente reticente”?6

3. ¿Por qué los sabios son reticentes?

Incluso dejando de lado la cuestión normativa acerca de qué deberían hacer los sensatos
ante la superstición ajena, es curioso que Hume no sea preciso al explicar la reticencia de

6 “A lie can travel halfway round the world while the truth is putting on its shoes”. Este es un dicho atribuído a
Mark Twain, pero se trata de una atribución que ha viajado alrededor del mundo antes de que la verdad sobre
el asunto se haya puesto los zapatos. La expresión no aparece en ninguno de los escritos de este autor y,
aunque quizás lo haya usado oralmente alguna vez, esto debió ser porque el mensaje central y la forma del
adagio aparece aproximadamente en el siglo xvii, y fue y sigue siendo reapropiado con modificaciones por
diferentes autores. Ver https://quoteinvestigator.com/2014/07/13/truth/#note-9363-1

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los sensatos. Como veíamos, mientras que en el primer pasaje, Hume insinúa que los sabios
son reticentes debido a una especie de arrogancia, en algunos otros, Hume sugiere que son
reticentes debido a una especie de condescendencia o impaciencia: las historias milagrosas
son tan absurdas que no vale la pena ni siquiera examinarlas. Pero Hume también apunta
que los sabios son reticentes debido a su propia prudencia: dado que es imposible que el
necio atienda a los principios de la naturaleza humana, cualquier diálogo con él es inútil
para ambos y desagradable para el sensato. No obstante, en el ensayo “Del descaro y la
modestia”, Hume ofrece una explicación más precisa y plausible.
“Del descaro y la modestia” es un corto ensayo, cuyo propósito explícito es
suministrar algunas reflexiones en torno al viejo interrogante de porqué le va mal a la gente
buena 7. Aunque Hume rechaza abiertamente la idea pesimista de que la Providencia no
premia la virtud con la fortuna, su conclusión, paradójicamente, es que no es sorprendente
que a los sensatos les vaya mal en la vida, ni que los necios conquisten la fortuna material y
la aprobación social. En breve, Hume dice que el virtuoso es normalmente, aunque no
siempre, aquel a quienes sus congéneres aprecian y esta estima social es necesaria para el
éxito de cualquier empresa mundana. Pero, al mismo tiempo, Hume admite que la estima
de los demás no es suficiente para que el virtuoso prospere, pues su modestia muchas veces
impide que se muestre audaz en la escena pública. Tal falta de audacia se presenta, a los
ojos de los demás, como una timidez que sugiere falta de talento, o incluso un carácter
sospechoso, y esto, a su vez, hace que las empresas del virtuoso no sean siempre las más
populares. En contraste, el vicioso suele ser atrevido, ya sea porque exagera sus capacidades
ante los demás, o porque simplemente miente sobre ellas. Generalmente, este descaro

7 El ensayo es peculiarmente interesante por varias y diferentes razones. Una de ellas es estilística y tiene que
ver con la alegoría que ocupa la segunda mitad del ensayo. Por una parte, el recurso a este género figurado no
debería levantar sospecha, pues podría entenderse como una de las posibilidades abiertas al pintor, aquel que
hace filosofía del modo práctico y apela a los sentimientos y emociones de su público. O podría interpretarse
como una estrategia mediante la cual el embajador que escribe ensayos intenta lograr aquel feliz “vínculo”
entre el mundo de los eruditos y el mundo de los conversadores, motivando mediante imágenes y figuras los
“ejercicios más suaves del entendimiento” y “las reflexiones obvias sobre los asuntos humanos” (E-EW 534;
459). Pero, por otra parte, en la Historia Natural de la Religión, Hume sostiene que las alegorías “han sido objeto
de tanto abuso, que los hombres de sentido se verán inclinados a rechazarlas por completo y a considerarlas
como un mero producto fantástico concebido por críticos y comentaristas (…) ya que son producto de la
ignorancia y la superstición” (NHR 36). Quizás el reproche de Hume no se extienda a toda forma de alegoría,
sino solo a las que producen o inflaman pasiones supersticiosas, pues tal parece ser el motivo de su rechazo a
las alegorías de los mitólogos de las religiones politeístas. Pero si es así, ¿qué distinguiría estilísticamente al
relato fantástico que produce superstición del que no lo hace y es útil para la audiencia? ¿Es la alegoría de
“Del descaro y la modestia” un ejemplo de tal fantasía virtuosa?

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convence a la gente y el efecto es que, buenas o no, las ideas del necio son frecuentemente
acogidas y sus empresas respaldadas por los demás.
Para mis propósitos, conviene fijarse en el razonamiento mediante el cual Hume
elabora esta explicación. Este razonamiento tiene dos partes. En la primera, Hume afirma
que hay cualidades que, debido a su propia naturaleza, no pueden presentarse más que
juntas y otras que son incompatibles entre sí. Hume escribe: “Hacer que la sabiduría
coincida con la confianza en sí mismo es tan difícil como reconciliar el vicio y la
modestia” (E- IM 554; 474). En efecto, la modestia8 consiste precisamente en exhibir un
semblante y actitud tímidos frente los demás, justamente lo opuesto al descaro, aquel rasgo
del carácter que consiste en exhibir un semblante confiado y hasta atrevido. La sabiduría o
sensatez, por su parte, implica una cierta medida de desconfianza en el propio juicio, una
desconfianza que se deriva del afán por “examinar cada cosa con la mayor exactitud” y del
“temor a cometer errores”. La “locura” [folly], otro nombre para la necedad, implica un
cierto desinterés o negligencia por investigar cualquier asunto con precisión y atención y,
por ende, implica descuido al asentir y al emitir cualquier juicio. Modestia y sabiduría se
corresponden porque ambas se derivan de una especie de humildad epistémica producto de
la viva conciencia acerca de la propia falibilidad, mientras que la necedad y el descaro van
juntos porque ambos son resultado de un desinterés por la verdad que se deriva en últimas
de la falta de reflexión y auto-conocimiento.
Pero, esto no es todo. El sabio tímido tiende además a ser virtuoso en sentido moral,
pues la virtud, una de cuyas expresiones es la preocupación por la integridad del propio
carácter, hace que el individuo reflexione sobre sus propios defectos y limitaciones y así
descubra razones para ser cauto en todos sus juicios y acciones. Por ello, la modestia, la
sensatez y la virtud moral son cualidades naturalmente ligadas. Análogamente, el necio y
descarado tiende a ser también vicioso, moralmente hablando, porque no hay nada que

8 La modestia consiste en esto en el contexto de este ensayo. En el Tratado, Hume denomina modestia tanto a la
virtud femenina que exige un exagerado recato público a las mujeres, como a la virtud, exigible de ambos
géneros, consistente en ocultar adecuadamente el orgullo en frente de los demás (T- 3.2.12; SBN- 570; T-
3.3.1; SBN- 574). En la Investigación sobre los principios de la moral, no obstante, Hume distingue entre la modestia
que consiste en “esa ternura y delicadeza en asuntos de honor”, la modestia como “algo opuesto a la
indiscreción y la arrogancia”, la modestia “como algo separado [pero relacionado] con la castidad
[femenina]” y la modestia del “dócil discípulo que recibe con atención y el respeto apropiados cada palabra
que se le dice” (EPM- 8.8; SBN- 263). Pese a lo anterior, en mi interpretación, el mensaje central del ensayo
“De la impudencia y la modestia” tiene más sentido si se entiende por modestia la descripción amplia que
indico en el texto.

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impida que su arrogancia y descuido se extienda también al modo en que juzga sus
acciones y las de los demás. Es por esto que necedad, vicio y descaro son rasgos
inseparables9.
En la segunda parte del razonamiento, Hume advierte que la unión natural entre
aquellas cualidades no es la causa completa de que la modestia perjudique a su poseedor.
La modestia obstaculiza la fortuna del modesto virtuoso debido también a la “indolencia [e]
incapacidad de los seres humanos”:

Tales son por lo general la indolencia y la incapacidad de los seres humanos que tienden a aceptar a
alguien por lo que [este] quiere hacerse pasar (…) Una decente seguridad parece acompañar de
manera natural a la virtud, y son pocos quienes pueden distinguirla del descaro. Por otra parte, la
falta de confianza en sí mismo, resultado natural del vicio y la locura, ha traído la desgracia a la
modestia, que en apariencia tanto se le asemeja (E- IM 554; 474).

Así pues, la modestia perjudica al modesto porque la generalidad de los seres


humanos la confunden con el semblante avergonzado que debería corresponder al vicio; y
este efecto es reforzado porque, además, la gente en general, confunde el descaro del vicioso
con la “decente confianza” que debería tener el virtuoso. En consecuencia, los virtuosos
modestos no solamente carecen de fortuna, sino que “la generalidad de la humanidad” los
considera moralmente sospechosos.
Aunque esta explicación representa la posición de Hume sobre el, por entonces,
candente tópico de la teodicea moral, me interesa subrayar la manera en que también
constituye una respuesta al interrogante que he propuesto sobre la reticencia de los sensatos.
Se trata de una respuesta que es, en cierto sentido, más precisa y plausible que las que se

9 La alegoría que Hume añade al final del ensayo ilustra esta explicación de la siguiente forma. Al comienzo
de los tiempos, el dios Júpiter había mandado al mundo a dos tríos de cualidades: la Virtud, la Sabiduría y la
Confianza, de un lado, y el Vicio, la Locura y la Desconfianza, del otro. Pero la personalidad impaciente de la
Confianza hizo que esta desesperara ante las precauciones y reflexiones que detenían a la Sabiduría cada vez
que el trío emprendía un nuevo camino. La Desconfianza, a su vez, retrasaba el andar del otro trío con su
indecisión, sus dudas y escrúpulos, y esto impacientaba al Vicio y a la Locura. No tardó mucho tiempo antes
de que la Confianza y la Desconfianza se separaran de sus respectivas compañías y anduvieran por algún rato
en solitario. Pero, cada una dio con el trío de su acomodo cuando los seis coincidieron en cierta villa. Cuando
la Confianza llegó a esta villa, se dirigió directamente a la casa de la Riqueza, en la cual encontró ya
instalados al Vicio y a la Locura. Cuando la Desconfianza llegó a la villa, solo logró juntar ánimos para entrar
en la casita anexa de la Pobreza, en la que, no sorpresivamente, ya estaban la Sabiduría y la Virtud. Tanto el
Vicio y la Locura, como la Sabiduría y la Virtud, vieron algo prometedor en los recién llegados. La Confianza
fue bien recibida como complemento perfecto al Vicio y a la Locura. La Desconfianza, por su lado, fue objeto
de la compasión de la Virtud y la Sabiduría vio en ella posibilidades de mejora. Poco a poco, la vida común
surtió efecto en los nuevos miembros de cada grupo y así, la Confianza, una vez parte del trío virtuoso, se
corrompió y terminó transformándose en el vicio del Descaro. La Desconfianza, por su parte, al principio un
vicio, se regeneró y terminó convirtiéndose en la virtud de la Modestia.

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podían entrever en los pasajes de la primera Investigación examinados atrás. Aquello que
impide que los sensatos interactúen con necios tiene que ver con una diferencia en las
disposiciones morales y en las formas naturales de auto-presentación que acompañan
naturalmente a las cualidades de la sensatez. En efecto, los sensatos, quienes además suelen
ser también modestos y virtuosos, evitan a los necios, quienes además son viciosos y
descarados, no tanto por arrogancia, condescendencia o impaciencia, sino por una aversión
natural a errar y por un delicado interés en mantener su integridad moral. De modo que la
reticencia del sensato no se debe (o no solamente) a la ridiculez de los absurdos de la
superstición o a la irritante credulidad de los necios, sino a la disposición epistémica propia
del sabio a evitar el error, el juicio apresurado y la exhibición infundada de convicción a
propósito de creencias sobre las que alberga duda. En pocas palabras, el sensato es reticente
porque es sensato. El necio, por su parte, es industrioso en propagar el engaño y está
siempre dispuesto a admitir creencias infundadas, no solamente debido al impulso de sus
pasiones violentas, sino al descaro natural que provoca desorden epistémico en un carácter
proclive al vicio10.
Esta explicación permite algunas conjeturas en torno a las preguntas planteadas al
final de la sección anterior. La sensatez podría entenderse como una virtud intelectual que
motiva una atención y especial cuidado en la regulación de las propias creencias y juicios11.
Es, además, una virtud que guarda una relación cercana con las virtudes morales, o más

10 Ciertamente, hay necios de necios. En la serie de pasajes examinados en la sección 2, es posible distinguir al
menos tres clases: primero, el tipo de necio ejemplificado por Alejandro de Abunoteico. Esta clase de
personaje usa la superstición de otros para obtener provecho personal. Probablemente, él mismo no creía, o no
lo hacía en un grado de convicción tal alto, en los dioses y fuerzas misteriosas de cuya existencia logró
convencer a los incautos de Paflagonia. Si bien el motivo de Alejandro era el auto-interés, no habría mucha
diferencia si en vez de ese operara la vanidad, el entusiasmo religioso, o el espíritu religioso. En tal sentido,
este tipo de necio recuerda el comentario que Hume hace acerca del carácter de los clérigos en una nota al pie
de su ensayo “De los caracteres nacionales”. Otra clase de necio es aquel que, aunque no cree en la ocurrencia
de milagros, gusta de contarlos. Veíamos atrás que este necio disemina las creencias infundadas producidas
por los reportes de milagros motivado por el placer de asombrar y sorprender a otros. La tercera clase de
necio sería la del vulgo o los “tontos” en general, aquellos que son el objetivo tanto de necios como Alejandro,
como de los que cuentan historias fantásticas para causar asombro en otros. En “Del descaro y la modestia”
aparecen al menos dos clases de necios diferentes. Por un lado, está el necio que con descaro simula cualidades
que no tiene. Su testimonio es fantástico, como el de los contadores de milagros, pero se circunscribe a sus
propias capacidades. Por el otro lado, está el conjunto de necios que adolecen de “indolencia” e “incapacidad”
y, por ende, creen las pretensiones de la primera clase de necios, pero terminan decidiendo en conjunto la
suerte de descarados y modestos.

11 Este aspecto de la sensatez podría relacionarse con la virtud de la veracidad que Bernard Williams llama
“accuracy”. (Williams 2002, 2005)

12
precisamente, con la motivación común a varias de estas, consistente en la preocupación
por el propio carácter y la reputación correspondiente12 . Más importante es que esta
explicación también ilumina varios aspectos de la reticencia del sensato: el sensato no tiene
motivación para corregir la necedad en otros porque tal impulso iría en contra de aquel
proveniente de las motivaciones que lo hacen virtuoso, modesto y sabio. En este sentido, la
sensatez de algunos, por omisión, facilita la superstición de muchos. El sensato no contaría
con la motivación necesaria para corregir la necedad, tanto del vicio auto-interesado de
tipos como Alejandro, o del vicio descarado de aquellos que forjan su fortuna a partir de la
indolencia e incapacidad de la “generalidad de la humanidad”, así como del vicio de
negligencia de los “tontos” que creen por el deleite del asombro. Por último, y quizás lo más
preocupante, es que esta falta de motivación del sensato para combatir la superstición y el
engaño, eso que he llamado su “reticencia”, lo pone, además, en desventaja en el acceso a
los recursos materiales y sociales disponibles en su sociedad e, incluso, lo indispone para
reivindicar públicamente cualquier forma de justicia. Infortunadamente, a la gente buena le
va mal. Hume escribe:

Asombra contemplar los aires de superioridad que ignorantes y bribones con grandes propiedades
adoptan sobre personas del mayor mérito en su pobreza. Y tampoco las personas de mérito hacen
una fuerte oposición a estos usurpadores; antes bien parecen favorecerlos con la modestia de su
comportamiento. El buen sentido y la experiencia hacen que desconfíen de su propio juicio y que
examinen cada cosa con la mayor exactitud. Como, por otra parte, la delicadeza de sus sentimientos
vuelve tímidas a estas personas, por temor a cometer errores y perder en la práctica de las relaciones
esa integridad de la virtud, por así decirlo, de la que son celosos guardianes. (E- IM 554; 474).

Pero, si como este pasaje indica, las virtudes intelectuales y morales del sensato
facilitan la superstición y constituyen precisamente aquello que provoca su pobreza, hay que
preguntarse cuál es el sentido en el que, para Hume, son realmente virtudes, pues la teoría
de la virtud de Hume se distingue de otras teorías morales precisamente porque sostiene
que una cualidad es valiosa en tanto es un medio normalmente efectivo para la felicidad
individual o social. A continuación, como conclusión a este texto, señalaré algunas
consideraciones sobre esta paradoja de la sensatez.

12 Este otro aspecto de la sensatez podría relacionarse con la virtud de la veracidad que Williams llama
“sincerity”. (Williams 2002, 2005)

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4. Conclusión: sensatez y valentía

El problema que he señalado en este trabajo no consiste en que Hume deje de ofrecer
razones para justificar el valor ético de la sensatez, o en que las que ofrece sean defectuosas.
Para Hume, sin duda, desde un punto de vista “estable y general” (T- 3.3.1.15; SBN- 581),
la sensatez es, en efecto, una virtud. Miriam McCormick (2005) rastrea y discute varias de
tales razones. De forma interesante, McCormick descarta que el agrado o utilidad que la
sensatez reporta al sensato sea la razón definitiva. En su lectura, la razón fundamental por
la cual Hume recomendaría adoptar los hábitos típicos de la sensatez es “políticamente
motivada”: “el punto es que el mundo sería un lugar mejor si más gente eligiera a la razón
como su guía” (McCormick 2005, 12-3. Énfasis en el texto). McCormick localiza varios
pasajes en los que Hume indica algunos de los beneficios que se seguirían de que más de los
miembros de una sociedad dada fueran sensatos, y subraya especialmente uno en el que
Hume relaciona la práctica de la sensatez con la disminución de aquellas pasiones que
provocan división social y la emergencia de facciones religiosas y políticas. Allí, según esta
autora, Hume afirmaría que es precisamente la clase de humildad epistémica que conlleva
la exposición a los argumentos escépticos aquello que disminuye en los necios “la buena
opinión de sí mismos y su prejuicio contra sus antagonistas” (EHU- 161; 235). Pero, el
problema con esta interpretación es que aquella es una buena razón para que los necios se
vuelvan sensatos, pero no necesariamente para que los sensatos abandonen su reticencia.
Esto es así porque sensatos y necios se encuentran en situaciones morales asimétricas:
mientras que el necio debe abandonar sus vicios en favor de una actitud virtuosa, el sensato
debe adquirir ciertos hábitos viciosos (el descaro) en favor de la promoción de hábitos
virtuosos en los demás.
Ciertamente, la actividad filosófica de Hume constituye un instructivo ejemplo de un
sensato que no fue reticente. Su propósito declarado de que su Tratado de la naturaleza humana
llegara tanto a esos “muchos honrados caballeros” ingleses que solo se dedican a sus
quehaceres domésticos, como a nuestros “fundadores de sistemas” (T- 1.4.7.14; SBN-
272)13; así como su decepción cuando el Tratado no llegó a provocar siquiera “murmullos

13 Dos clases diferentes de necios.

14
entre los fanáticos” (E-xxxiv); y luego su alegre auto-descripción como el embajador entre el
mundo de los filósofos y el de los conversadores (E-EW 534; 459) y su consciente
reivindicación de un estilo filosófico que combinara la precisión del anatomista con el calor
y sentimiento del pintor (EHU- 16; 46) constituyen todas pruebas en tal sentido. Pero Hume
nos dice muy poco acerca de la clase específica de motivación que lleva al sensato, no solo a
deleitarse con los descubrimientos de la verdad 14, o con ser el autor de una prosa elegante15,
sino con el que encuentra satisfacción en la disolución del error, el triunfo sobre la
superstición y el combate del engaño. Si bien, Hume afirma que “todo lo que contribuye a
la felicidad de la sociedad se recomienda por sí mismo a nuestra aprobación y buena
voluntad” (EPM 178; 90) y que nadie “es absolutamente indiferente a la felicidad o
desgracia de otros” (EPM 178n1; 90n30), no es obvio que el espíritu público o la simpatía
por el bien común sean suficientes resortes para que el sensato se enfrente en desventaja a
los necios, más aún, cuando es el mismo Hume quien sostiene que “una cosa es conocer la
virtud, y otra, conformarse a ella” (T- 3.1.1.22; SBN- 465). Pese a los muchos episodios en
los que lo realiza, en su caracterización de la virtud de la sensatez, Hume no alcanza a
indicar con claridad lo que podría entenderse como la cualidad del coraje o la valentía
epistémica: aquella que motivaría al sensato a combatir activamente la superstición y a
denunciar la charlatanería. Cuando Luciano de Samósata y Alejandro de Abunoteico
finalmente se encontraron frente a frente, este alargó su mano con arrogancia para recibir el
beso respetuoso que creía acorde con su dignidad de profeta del dios verdadero. Luciano,
en vez de seguir a la mayoría, y en literal ataque a la superstición, le lanzó un enorme
mordisco que, como relata el propio Luciano, “por poco lo dej[a] manco” (Luciano 1998,
423).

5. Referencias:

14Sobre esto nos dice mucho la dramatización de la melancolía y vuelta a la labor del razonador en la
Conclusión del libro 1 del Tratado y su examen de la pasión de la curiosidad al final del libro 2 del mismo texto.

15 Sobre esto algo nos dicen sus comentarios en varios de sus ensayos.

15
1710 November 2 to November 9, The Examiner, Number 15, (Article by Jonathan Swift),
Quote Page 2, Column 1, Printed for John Morphew, near Stationers-Hall, London

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