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DISCIPULADO

ESPIRITUAL
Principios para que todo
creyente siga a Cristo

J. OSWALD SANDERS
DISCIPULADO
ESPIRITUAL
Muchos cristianos desean tener una vida que honre y glorifique a
Dios. Sin embargo, pocos comprenden cabalmente el sacrificio
absoluto que Cristo demanda de un verdadero discípulo.
J. Oswald Sanders detalla los componentes bíblicos del discipulado.
Mediante respuestas a preguntas, que van desde las descripciones
de sus condiciones elementales hasta aquellas relativas a las metas y
ambiciones, Discipulado Espiritual destaca la necesidad de colocar a los
demás antes que nosotros mismos y la necesidad de reconocer el señorío
de Cristo.
Discipulado Espiritual es de lectura obligada para cualquier cristiano
que quiera comprender mejor la naturaleza del discípulado. Las
preguntas de estudio al final del texto ofrecen una perspectiva profunda
de los requisitos bíblicos para un discípulo en el servicio del Señor.

J. OSWALD SANDERS fue director asesor de la Overseas Missionary


Fellowship y llevó a cabo un ministerio de predicación internacional.
Fue galardonado con la Orden del Imperio Británico por sus escritos
cristianos y teológicos. De sus numerosos libros, Editorial Portavoz ha
publicado: ¿Están perdidos?, Descubra el plan de Dios para su vida, Sea un
líder, Liderazgo espiritual, Madurez espiritual, El cielo, Cómo enfrentar
la soledad, Satanás no es mito y Disfrutemos de intimidad con Dios.

EDITORIAL
PORTAVOZ
DISCIPULADO
ESPIRITUAL
Principios para que todo
creyente siga a Cristo

J. OSWALD SANDERS

EDITORIAL
PORTAVOZ
La misión de Editorial Portavoz consiste en proporcionar productos de calidad
—con integridad y excelencia—, desde una perspectiva bíblica y confiable, que
animen a las personas a conocer y servir a Jesucristo.

Titulo del original: Spiritual Discipleship, © 1994 por J. Oswald Sanders y


publicado por Moody Publishers, 820 N. LaSalle Blvd., Chicago, Illinois
60610-3284. Traducido con permiso.
Edición en castellano: Discipulado espiritual, © 2009 por J. Oswald Sanders y
publicado por Editorial Portavoz, filial de Kregel Publications, Grand Rapids,
Michigan 49505. Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación podrá reproducirse de cualquier forma sin
permiso escrito previo de los editores, con la excepción de citas breves en
revistas o reseñas.
A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas han sido tomadas
de la versión Reina-Valera 1960, © Sociedades Bíblicas Unidas. Todos los
derechos reservados.
EDITORIAL PORTAVOZ
2450 Oak Industrial Dr. NE
Grand Rapids, Michigan 49505 USA
Visítenos en: www.portavoz.com
ISBN 978-0-8254-1614-9

4 5 6 7 / 18 17
Impreso en los Estados Unidos de América
Printed in the United States of America
Contenido

Introducción.................................................................5
1. El discípulo ideal......................................................... 8
2. Condiciones del discipulado...................................... 14
3. Evidencias del discipulado.........................................22
4. Pruebas del discipulado............................................. 30
5. El Maestro del discípulo............................................ 38
6. El Socio mayoritario del discípulo.............................46
7. La servidumbre del discípulo.....................................54
8. La ambición del discípulo..........................................60
9. El amor del discípulo................................................. 67
10. La madurez del discípulo...........................................72
11. Las olimpíadas del discípulo......................................80
12. La compasión del discípulo....................................... 89
13. La vida de oración del discípulo................................ 96
14. Los derechos del discípulo.......................................103
15. El ejemplo del discípulo....................................... .... 112
16. La soledad del discípulo.......................................... 121
17. La segunda oportunidad del discípulo..................... 129
18. La comisión renovada del discípulo........................ 137
19. La dimímica del discípulo........................................144
20. La esperanza del discípulo...................................... 151
Preguntas de estudio................................................ 158
Introducción

l llamado inicial de Cristo a los hombres, con los que Él

E planeó asociarse en su propósito de evangelizar el mundo,


fue un llamado al discipulado.

“Andando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés su


hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores.
Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores
de hombres” (Mr. 1:16-17, cursivas añadidas).

Su carisma era tal que “...dejando luego sus redes, lo si­


guieron” (v. 18). En los días subsiguientes, Él hizo el mismo lla­
mado a otros.
Después de haber resucitado de los muertos, pero antes de
ascender al cielo, Jesús les dio a estos mismos hombres (y a noso­
tros) este mandato: “Id, y haced discípulos a todas las naciones...
—y agregó la afirmación — : yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo” (Mt. 28:19-20, cursivas añadidas). Este
es el verdadero llamado y la función de la Iglesia. El privilegio y la
responsabilidad de toda la Iglesia es responder en obediencia y dar
a conocer todo el evangelio al mundo entero.
Hoy día el discipulado es un tema de estudio habitual en
iglesias y grupos. Abundan los seminarios sobre discipulado, y
no hay dudas acerca de la importancia del tema. Pero cuando la
vida de muchos cristianos se coloca junto al estilo de vida que
Jesús prescribió para los discípulos, y que Él mismo demostró,
hay una gran discrepancia. Una cosa es dominar los principios

5
6 Discipulado espiritual

bíblicos del discipulado, y otra muy diferente es transferirlos a la


vida cotidiana.
No deja de tener importancia que la palabra discípulo figure
en el Nuevo Testamento 269 veces, cristiano solo tres, y creyentes,
dos. Esto, por cierto, indica que la tarea de la Iglesia no es tanto
hacer “cristianos” o “creyentes”, sino “discípulos”. Por supuesto,
un discípulo debe ser creyente; pero de acuerdo a las condiciones
de Cristo para el discipulado (Lc. 14:25-33), no todos los cre­
yentes son discípulos según el Nuevo Testamento.
La palabra discípulo significa “aprendiz”, pero Jesús le in­
fundió a esa simple palabra una riqueza de profundo significado.
Como la utilizan Él y Pablo, significa “un aprendiz o alumno
que acepta las enseñanzas de Cristo, no solo en la creencia sino
también en el estilo de vida”. Esto implica la aceptación de la
perspectiva y la práctica del Maestro. En otras palabras, signi­
fica aprender con el propósito de obedecer lo que se aprende.
Requiere una opción deliberada, una negación definitiva y una
obediencia resuelta.
Hoy día uno puede ser considerado cristiano incluso ante
pocas, si es que las hay, señales de avance en el discipulado. No era
así en la iglesia primitiva. En ese entonces, el discipulado involu­
craba el compromiso del que hablaba Pedro cuando le protestó al
Señor: “...Nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido”
(Mr. 10:28).
El carácter de nuestros días es el de una gratificación ins­
tantánea y un compromiso a corto plazo: respuestas rápidas a la
oración y resultados rápidos con un mínimo de esfuerzo e incomo­
didad. Pero no existe el discipulado fácil e instantáneo. Uno puede
comenzar su camino en determinado momento, pero el primer
paso debe prolongarse hasta convertirse en una modalidad de vida.
No existe el discipulado a corto plazo.
A los que se han formado con la doctrina de “la creencia fácil”,
las exigencias radicales de Cristo pueden parecerles excesivas e irra­
cionales. El resultado es que después que recorren una corta dis­
tancia, cuando el sendero se vuelve más empinado y escabroso, son
como los discípulos mencionados en Juan 6:66: “Desde entonces
muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él”.
El Señor está buscando hombres y mujeres de calidad que no se
vuelvan atrás.
Introducción 7

En este libro, no he tratado los mecanismos del discipulado,


sino sus normas: los principios fundamentales que deben incorpo­
rarse al estilo de vida del discípulo. También hay aliento para que,
quienes hayan fracasado en este ámbito, vuelvan a intentarlo.
1
El discípulo ideal
“Bienaventurados sois... ”.
Mateo 5:11

o es simple coincidencia que la última palabra que rati­

N fica el Antiguo Pacto sea maldición, mientras que la pri­


mera palabra pronunciada por nuestro Señor en su primer
sermón registrado bajo el Nuevo Pacto sea bienaventurados. Esta
última palabra es el principio fundamental de su reino.
El Antiguo Pacto de la ley solo podía pronunciar una maldi­
ción sobre aquellos que no cumplían con sus exigencias. El Nuevo
Pacto, que fite sellado con la sangre de Cristo, no disminuye las
exigencias de la ley, sino que imparte el deseo y la dinámica para
cumplirlas. El “harás, no harás” del Antiguo Pacto se reemplaza
por el “haré, haré” del Nuevo Pacto.
En las Bienaventuranzas (Mt. 5:3-12), Jesús estableció las ca­
racterísticas de los individuos ideales de su reino; cualidades que
estaban presentes en la perfección de la vida y el carácter de Aquel
que las anunció. Es un ejercicio fascinante igualar cada una de esas
virtudes con la vida y el ministerio del Señor.
En el sermón del monte, Jesús dirigió sus palabras principal­
mente a sus discípulos, pero lo hizo a oídos de toda la multitud
(v. 1). “...Vinieron a él sus discípulos. Y... les enseñaba” (vv. 1-2).
Por lo tanto, este es un mensaje para los discípulos.
Él los llevó a abandonar la idea de estar satisfechos con una
mera buena presencia externa, y a buscar un estilo de vida in­
mensamente superior y más exigente. La norma que estableció es
tan elevada, que nadie puede vivir la vida detallada en el sermón,
sino solo aquel descrito en las Bienaventuranzas. Todo el sermón
es revolucionario, pero en ningún otro lugar más que en estos

8
El discípulo ideal 9

versículos se afecta directamente la idea popular de la definición de


bienaventuranza y felicidad.
Muchos piensan que si tuvieran abundante riqueza, ausencia
de angustia y sufrimiento, buena salud, buen empleo, gratificación
irrestricta de los apetitos y buen trato por parte de todos, desde
luego, serían bienaventurados. Pero Jesús revirtió por completo
ese concepto y lo sustituyó por muchas de las experiencias que
quisiéramos soslayar: pobreza, llanto, hambre, sed, renunciación,
persecución. La verdadera bienaventuranza se encuentra al seguir
este camino, les dijo.
La palabra bienaventurado puede traducirse como “¡Ah, la
dicha!” o “ser envidiado, ser felicitado”, y se aplica a ocho condi­
ciones de la vida que se dividen en dos grupos.

Cuatro cualidades personales pasivas


Cristo comienza por llamar bienaventuradas a cuatro cualidades
personales pasivas. Insuficiencia espiritual. “Bienaventurados los
pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (v. 3),
o “¡Ah, la dicha de aquellos que se sienten insuficientes!”.
En apariencia, esas palabras tienen un sonido hueco para
quienes tienen una vida plagada por esa extenuante condición. Por
supuesto, aquí nuestro Señor se está refiriendo a los pobres de
espíritu, no a los pobres de bolsillo. No hay ninguna virtud en la
pobreza como tal; por cierto, no es una bendición automática.
Hay dos palabras para pobre en griego. Una significa alguien
que no tiene nada superfluo; la otra, alguien que no tiene nada en
absoluto, que está en bancarrota y no posee recursos. Es a esta
segunda acepción a la que Jesús se refirió. La lección es clara: la
persona para envidiar es aquella que, consciente de su bancarrota
espiritual, se vuelve a Dios y hace uso de sus recursos ilimitados.
Como dijo Lutero: “Todos somos mendigos, que vivimos del
botín de Dios”. Pero esa pobreza conduce a la afluencia espiritual.
“De ellos es el reino de los cielos”.
Contrición espiritual. “Bienaventurados los que lloran,
porque ellos recibirán consolación” (v. 4), o “¡Ah, la dicha del
penitente!”.
Esta es otra paradoja. Es como si alguien dijera: “¡Cuán fe­
lices son los infelices!”. Esta cualidad es producto de la pobreza
de espíritu de la primera bienaventuranza. No es la aflicción lo
10 Discipulado espiritual

que está principalmente en mente, si bien no debe excluirse. La


palabra lloran transmite la idea de la angustia más profunda. Es el
llanto por el pecado y el fracaso, es el llanto por la falta de creci­
miento a semejanza de Cristo, es el llanto sobre nuestra bancarrota
espiritual.
Hay dos errores que puede cometer el discípulo. Uno es creer
que los cristianos nunca deben estar felices ni reírse; el otro, que
los cristianos siempre deben estar felices y reírse. Como dijo un
hombre sabio: “Todo tiene su tiempo... tiempo de llorar, y tiempo
de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar” (Ec. 3:1, 4).
Nadie llega a la madurez total sin la experiencia del sufrimiento.
Hay lugar para que el discípulo llore por su falta de crecimiento y su
escaso logro espiritual, aparte de cualquier pecado real en su vida.
El llanto y la dicha no son incompatibles, pues Jesús dijo: “...
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis” (Lc. 6:21).
La bienaventuranza está en el consuelo que Dios da, no en el llanto
en sí. “Ellos recibirán consolación”.
Humildad espiritual. “Bienaventurados los mansos, porque
ellos recibirán la tierra por heredad” (v. 5), o “¡Ah, la dicha de los
humildes!”.
La humildad es una flor exótica en nuestro mundo tiznado y
lleno de humo. No es nativa de la tierra y es poco estimada por
el hombre en general. La palabra mansos es más que cordialidad y
mera blandura de disposición. Su significado se ha visto diluido por
el renglón del himno para niños “Buen Jesús, manso y blando”. Él
era manso, pero estaba lejos de ser blando. La impresión que deja
el himno es que Jesús era más bien débil e ineficaz. De hecho, Él
era lo opuesto a débil.
¿Fue blandura lo que demostró cuando, solo y látigo en mano,
sacó a los mercaderes materialistas con sus ovejas y su ganado fuera
del templo? Fue cualquier cosa, menos servil o sumiso. Cuando
les preguntó a los discípulos quién decían los hombres que era
Él, ellos respondieron: “Algunos dicen que Elias, otros que Juan
el Bautista”: ¡dos de los personajes más ásperos de la Biblia! La
palabra manso se usaba para referirse a un caballo que había sido
domado y amansado, dando la idea de energía y fuerza, controlada
y dirigida.
En el cielo, los siete ángeles cantan la canción de Moisés y del
Cordero (Ap. 15:3): Moisés, el hombre más manso sobre la tierra,
El discípulo ideal 11

y Jesús, que dijo: “... soy manso y humilde de corazón”. Pero


ambos podían arder con enojo, sin pecado, cuando estaban en
juego los intereses de Dios. La mansedumbre no es una cualidad
débil.
Esta virtud reta las normas del mundo. “¡Defiendan sus dere­
chos!” es el grito estridente de nuestros días. “El mundo es tuyo
si puedes obtenerlo”. Por el contrario, Jesús dijo que el mundo
es nuestro si renunciamos a él. El manso, no el agresivo, heredará
la tierra. El manso tendrá una herencia. El impío no tiene futuro.
“Ellos recibirán la tierra por heredad”.
Aspiración espiritual. “Bienaventurados los que tienen hambre
y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (v. 6), o “¡Ah, la
dicha de los insatisfechos!”.
La bendición prometida aquí no es para un simple anhelo o
deseo lánguido. Es para aquellos que tienen un anhelo apasionado,
no solo de felicidad sino de justicia: una directa relación con Dios.
La persona verdaderamente bienaventurada es la que tiene hambre
y sed de Dios mismo, no solo de las bendiciones que Él da. David
conocía esa aspiración cuando escribió: “Como el ciervo brama
por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma
mía” (Sal. 42:1).
El descubrimiento de que la felicidad es un subproducto de la
santidad ha sido una gozosa revelación para muchos. Por lo tanto,
debemos “ir en pos de la santidad”. Dios está ansioso por satisfacer
todas las aspiraciones santas de sus hijos. “Ellos serán saciados”.

Cuatro cualidades sociales activas


El discípulo ideal tiene cuatro características sociales activas.
Compasivo de espíritu. “Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia” (v. 7), o “¡Ah, la dicha del
misericordioso!”.
Siempre se extiende misericordia a quien no se la merece. Si la
mereciera, ya no sería misericordia sino mera justicia.
Es posible tener pasión por justicia y, sin embargo, carecer de
compasión y misericordia por los que han fracasado en alcanzarla.
La misericordia es la capacidad de ponerse en la situación del otro
y ser compasivo por su difícil o penosa circunstancia. Igual que
la mansedumbre, esta es una gracia distintivamente cristiana. Por
naturaleza, tendemos más a la crítica que a la misericordia.
12 Discipulado espiritual

La lástima puede ser estéril. Para que se convierta en miseri­


cordia, debe pasar de una mera emoción a la acción compasiva. Si
bien la misericordia no condona el pecado, intenta remediar sus
estragos. Ella alienta al que ha caído a comenzar de nuevo.
Nuestra experiencia personal será la repercusión de nuestras
actitudes y reacciones. Como ocurre con la física, donde la acción
y la reacción son iguales y opuestas, los misericordiosos alcan­
zarán misericordia, y si alcanzamos misericordia, seremos miseri­
cordiosos. “Ellos alcanzarán misericordia”.
Limpio de corazón. “Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios” (v. 8), o “¡Ah, la dicha del sincero!”.
La limpieza de corazón trae claridad de visión. Aquí, el énfasis
está puesto en la pureza y realidad interior en contraste con la res­
petabilidad exterior.
La revelación de Dios, que aquí se visualiza, no se confiere al
formidable intelecto, a no ser que esté acompañado por un co­
razón limpio. Es más que un concepto intelectual el que tenemos
en vista; no es una cuestión de ópticas sino de afinidad moral y es­
piritual. El pecado nubla la visión. La palabra limpio aquí significa
“no adulterado”, libre de aleación, sincero y sin hipocresía. “Ellos
verán a Dios”.
Conciliatorio de espíritu. “Bienaventurados los pacificadores,
porque ellos serán llamados hijos de Dios” (v. 9), o “¡Ah, la dicha
de los que fomentan la armonía!”.
No son los que aman y mantienen la paz los que califican para
esta bienaventuranza, sino los pacificadores. Tampoco lo son los
que mantienen una paz existente, sino los que ingresan a una situa­
ción donde la paz se ha resquebrajado y la restauran. La bienaven­
turanza no habla de un pacifista, sino de un reconciliador.
Con mucha frecuencia, la paz puede lograrse solo a costa del
mismo pacificador. Así fue con nuestro Señor, “haciendo la paz
mediante la sangre de su cruz”. Él la alcanzó al permitir que se
resquebrajara su propia paz. El discípulo debe seguir su ejemplo.
Amar la paz es bueno. Promover la paz es mejor. “Serán llamados
hijos de Dios”.
Inquebrantable en la lealtad. “Bienaventurados aquellos que
han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el
reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y
persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente,
El discípulo ideal 13

por causa de ini'” (vv. 10-11, BLA), o “¡Ah, la dicha del que sufre
por Cristo!”.
Lo que se le hizo al Salvador se le hará al discípulo. Pero in­
cluso el insulto, las injurias y la persecución pueden obrar bendi­
ciones; no en la persecución en sí, sino en la compensación divina
que esta trae.
El tiempo verbal transmite el sentido: “Bienaventurados aque­
llos que han sido perseguidos”. La bienaventuranza reside en los
resultados que fluyen de la persecución. El sufrimiento es la marca
distintiva del cristianismo. “Mas también si alguna cosa padecéis
por causa de la justicia, bienaventurados sois...”, dijo Pedro (1 P.
3:14).
Pero no toda persecución es bienaventurada. A veces, la pro­
voca el mismo cristiano como consecuencia de sus actos poco sa­
bios y no cristianos. Para que la persecución sea bienaventurada, se
deben dar tres condiciones:

1) Debe ser en pos de la justicia, no como resultado de


nuestra aspereza, fanatismo o falta de tacto.

2) Ningún hecho debe respaldar al que hable maldades; no


debe ser algo que derive de nuestros pecados o fallas.

3) Debe ser en nombre de Cristo; un sufrimiento que surja


de nuestra lealtad constante hacia Él.

“Vuestro galardón es grande en los cielos”.


2
Condiciones del
discipulado
“Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí,
no puede ser mi discípulo”.
Lucas 14:27

omo de costumbre, Jesús estaba rodeado por multi­

C tudes atestadas que escuchaban cada una de sus palabras.


“Grandes multitudes iban con él...” (Lc. 14:25), fasci­
nadas por la novedad, el encanto y el reto de esta nueva enseñanza,
puesto que aún era la época de su popularidad.
La situación le presentaba una oportunidad única para sacar
provecho del fervoroso interés de aquellas multitudes. Toda la na­
ción estaba buscando un líder carismático que los ayudara a de­
rrocar el yugo hostigador de los romanos, y aquí había alguien
inmejorablemente calificado para dicha tarea. Todo lo que Él nece­
sitaba hacer era realizar algunos milagros espectaculares y después
conducirlos a una gran insurrección.
¿Los halagó, les ofreció algún aliciente, realizó algún milagro
para obtener su lealtad? Parecía como si hubiera estado resuelto a
alienar el interés de las multitudes y, en realidad, desalentarlas para
que no lo siguieran. Comenzó a diezmar las filas de sus seguidores
al enunciar, en los términos más severos, las condiciones exigentes
del discipulado.
La línea de trabajo que Jesús empleó con la impresionable
multitud es exactamente opuesta a la que se emplea en gran parte
del evangelismo actual. En vez de concentrarse en los beneficios
y las bendiciones, la emoción y el entusiasmo, la aventura y las
ventajas de ser discípulos de Él, habló más de las dificultades y

14
Condiciones del discipulado 15

los peligros que encontrarían y de los sacrificios que implicaría.


Jesús le colocó un alto precio al costo de ser su discípulo. Nunca
ocultó la cruz.
Robert Browning capta este aspecto del mensaje del Señor en
uno de sus poemas:

¡Cuán difícil es ser cristiano!


Difícil para ti y para mí,
no por la mera tarea de hacer real
ese deber hasta su ideal,
sino al cumplir y consumar
el propósito del ser humano,
siempre difícil de alcanzar.

Es un hecho confirmado que los líderes dinámicos de todas


las épocas y de todas las esferas siempre han encontrado la mejor
respuesta al enfrentar a las personas con un reto difícil y no con
una alternativa flexible. Apelar al interés personal inevitablemente
atrae al tipo de seguidor equivocado.
En las primeras etapas de la Segunda Guerra Mundial, cuando
los ejércitos alemanes altamente mecanizados avanzaban casi sin
ser vistos, la resistencia francesa se derrumbó. Gran Bretaña se
quedó sola, con su “ejército despreciable” en suelo extranjero,
para enfrentar por su cuenta al coloso alemán.
Recuerdo bien el discurso del primer ministro Winston
Churchill en aquella coyuntura crítica. Describía en los términos
más severos la ominosa situación en la que se encontraba la na­
ción, con armas inadecuadas, defensas débiles y la posibilidad de
una invasión inminente. No pronunció suaves palabras de con­
suelo, sino que retó a toda la nación a ponerse a la altura de las
circunstancias.

“Lucharemos contra ellos en las calles;


Lucharemos contra ellos en las playas...
Todo lo que les ofrezco es sangre, sudor y lágrimas”.

En lugar de deprimirlos, sus palabras galvanizaron a la nación


en un esfuerzo de guerra sobrehumano, que cambió el curso de
los acontecimientos e hizo que triunfaran.
16 Discipulado espiritual

¿Por qué Jesús impuso términos tan estrictos? De haber


ablandado sus condiciones de discipulado, hubiera arrastrado a
las multitudes a seguirlo, pero eso no era lo que Él quería. Él
buscaba hombres y mujeres de calidad; la mera cantidad no le
interesaba.

Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se


sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita
para acabarla?... ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro
rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con
diez mil al que viene contra él con veinte mil? (Lc. 14:28, 31).

Jesús empleó estas ilustraciones para demostrar que desapro­


baba el discipulado impulsivo y apresurado. Como el constructor,
Él también está participando de un programa de edificación: "...
sobre esta roca edificaré mi iglesia...” (Mt. 16:18). Como el rey,
Él también está participando de una batalla desesperada contra el
diablo y los poderes de las tinieblas.
En esta edificación y en esta batalla, Jesús quiere asociarse con
discípulos que sean hombres y mujeres de calidad; aquellos que no
desertarán cuando la batalla sea feroz. ¿Somos discípulos de este
calibre?
El mensaje que Jesús proclamaba era un llamado al discipulado;
no tan solo a la fe, sino a la fe y a la obediencia. Jesús hizo una ad­
vertencia solemne: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará
en el reino de los cielos...” (Mt. 7:21). La obediencia demuestra
la realidad de nuestro arrepentimiento y nuestra fe. Nuestra obe­
diencia no logra la salvación, pero es una prueba de ella.
La prédica actual no habla mucho del arrepentimiento; sin em­
bargo, sin arrepentimiento no puede haber regeneración. Muchos
han sido alentados a creer que porque han respondido a un lla­
mado o han firmado una tarjeta de decisión, u oraron para recibir
a Cristo, son salvos, haya o no cualquier cambio subsiguiente en
su vida.
Debe reiterarse que “la fe es más que comprender solamente
los hechos (del evangelio) y asentir mentalmente. Esta es insepa­
rable del arrepentimiento, de la sumisión y de un afán sobrenatural
por obedecer. El concepto bíblico de la fe incluye todos estos
elementos”.
Condiciones del discipulado 17

Es triste, pero cierto, que cada vez que se predica sobre la cruz
y sus implicaciones, los creyentes superficiales, cuyas experiencias
de conversión son poco profundas, se desmoronan. Hay tres con­
diciones indispensables para el discipulado:

Un amor sin rival


La primera condición del discipulado es un amor inigualable
por Cristo. En el reino de los afectos del discípulo, Él no aceptará
ningún rival.
El lector habrá advertido que en Lucas 14:25-33 se repite tres
veces una frase: “No puede ser mi discípulo”. Cada vez que apa­
rece esta cláusula, está precedida por una condición de la cual no
hay excepción.

“Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y


mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia
vida, no puede ser mi discípulo”. (v. 26, cursivas añadidas)
“El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de
mí...” (Mt. 10:37, cursivas añadidas).

El uso de la palabra aborrece aquí ha sido la causa de consi­


derables malos entendidos. La palabra que usó Cristo está muy
alejada de la connotación normal que tiene su uso en la actua­
lidad. Él no nos dice primero que amemos y honremos a nuestros
padres y después nos dice que los aborrezcamos. Jesús estaba
usando un lenguaje de exagerado contraste. Aborrece aquí signi­
fica simplemente “amar menos”. Por lo tanto, el discípulo es un
seguidor de Cristo, cuyo amor por Él trasciende todos los amores
terrenales.
Pero debemos advertir que amar al Señor soberanamente no
significa que amaremos menos a nuestros familiares de lo que los
amamos ahora. De hecho, puede significar todo lo contrario; ya
que cuando Cristo ocupa el primer lugar en nuestros afectos,
nuestra capacidad de amar se amplía grandemente. Romanos
5:5 tendrá entonces un sentido más pleno para nosotros: “...el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos fue dado”. A veces surge un choque de
lealtades en este punto, y el discípulo debe escoger qué amor
prevalecerá.
18 Discipulado espiritual

Cuando la China Inland Mission [Misión al Interior de la China]


(ahora Overseas Missionary Fellowship [Comunidad Misionera de
Ultramar]) tuvo que retirarse de China, uno de los países a los que
transfirieron las operaciones fue Tailandia. A la misión, se le asig­
naron varias provincias con una población de aproximadamente
cuatro millones, en las que no había iglesias ni obra misionera.
En una ciudad, la primera en convertirse fue una muchacha lla­
mada Si Muang que estudiaba en la escuela secundaria. Su corazón
se abrió al evangelio como una flor se abre al sol. En seguida se
dio cuenta de que debía confesar su fe en Cristo a sus padres, que
eran fervientes budistas. Ella no estaba ilusionada con el posible
resultado.
Venciendo sus temores, le confesó su fe a su madre, quien se
puso furiosa y le dijo a Si Muang que debía renunciar a esa nueva
religión o irse de la casa; un doloroso dilema para que enfrentara
una muchacha, especialmente al ser la única cristiana de la ciudad.
El conflicto fue feroz. ¿Le daría a Cristo un amor sin rival y “abo­
rrecería” a sus padres y a sus hermanos? Eso fue lo que hizo, y la
echaron del hogar. El Señor no la abandonó, y unos meses después
la volvieron a recibir.
Hay aún otro ámbito bajo esta condición de discipulado: “Sí,
incluso su propia vida”. El amor por Cristo del discípulo debe
estar por encima del amor por sí mismo. Ni siquiera debemos darle
un valor excesivo a nuestras propias vidas. El amor al “yo” destruye
el alma, pero el amor a Cristo la enriquece. Si los discípulos no
están preparados para cumplir con esta condición, las palabras son
categóricas: “...no puede ser mi discípulo” (v. 26).

Llevar la cruz continuamente

“Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi


discípulo" (Lc. 14:27, cursivas añadidas).

“y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de


mí' (Mt. 10:38, cursivas añadidas).

Para comprender lo que quiso decir Jesús en su mandato de


llevar la cruz, debemos pensar qué habría significado esta expre­
sión para las personas de esa época.
Condiciones del discipulado 19

¿Cuál es la cruz de la que hablaba Jesús? Esas palabras se pro­


nunciaron antes de que Él fuera a la cruz. En la jerga común, las
personas se refieren a alguna enfermedad física, alguna debilidad
temperamental o algún problema familiar, como su cruz. Una
mujer se refirió a su mal carácter, como su cruz.
“¡No! —fue la respuesta—. Esa es la cruz de las personas des­
dichadas que tienen que vivir con usted”.
Esas no son las circunstancias que los judíos habrían relacio­
nado con una cruz: es simplemente el destino común del hombre.
La crucifixión era un espectáculo demasiado conocido para ellos.
Habrían pensado en la cruz como un instrumento de sufrimiento
agonizante que conducía a la muerte.
¿Qué significaba la cruz para Jesús? Era algo que Él aceptó vo­
luntariamente, no algo que se le impuso; implicaba sacrificio y su­
frimiento; implicaba su misma vida de costosos renunciamientos;
era un símbolo del rechazo del mundo.
Y esta es la naturaleza de la cruz que debe llevar siempre el
discípulo. Implica una disposición a aceptar el ostracismo y perder
el favor del mundo por amor a Cristo. Tan solo al conformar
nuestras vidas a las normas del mundo estamos evadiendo llevar
la cruz.
Contrario a las expectativas, tomar nuestra cruz y seguir a
Cristo no es una experiencia triste, como sabía el piadoso Samuel
Rutherford: “El que mira el lado blanco de la cruz, y la levanta
galanamente, descubrirá que es una carga semejante a las alas para
un pájaro”.
Si el discípulo no está dispuesto a cumplir con esta condición,
Jesús dijo: “No puede ser mi discípulo”.

Una entrega sin reservas

“Así que cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que


posee, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:33).

La primera condición tenía que ver con los afectos del corazón;
la segunda, con la conducta en la vida; la tercera, con las posesiones
personales. De las tres, probablemente la tercera condición sea la
menos bienvenida de todas en nuestra época codiciosa y materia­
lista. ¿Se refería Jesús literalmente a renunciar a todo? ¿A todo?
20 Discipulado espiritual

¿Qué estaba pidiendo realmente el Señor? No creo que Él qui­


siera decir que debemos vender todo lo que tenemos y dárselo a la
iglesia, sino que estaba reclamando el derecho a disponer de nues­
tras posesiones. Él nos las ha dado solo como administradores, no
como propietarios.
Esta fue la prueba que le aplicó al joven que se acercó a pre­
guntar acerca de la vida eterna: “Jesús le dijo: Si quieres ser per­
fecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás
tesoro en el cielo; y ven, y sígueme” (Mt. 19:21, cursivas añadidas).
Él tenía que elegir entre sus muchas posesiones y Cristo. No pasó
la prueba, y puesto que no estaba dispuesto a abandonarlo todo,
no cumplió con los requisitos para ser un discípulo de Cristo.
A Él hay que darle preeminencia por sobre todas las posesiones
terrenales.
Hay dos formas en las que podemos tener nuestras posesiones.
Podemos tenerlas en nuestro puño, y decir: “Son mías y puedo
hacer lo que desee con ellas”. O podemos tenerlas en la palma de
nuestra mano, apenas rozando nuestros dedos, y decir: “Gracias,
Señor, por prestarme estas posesiones. Reconozco que soy solo
un administrador, no un propietario. Si quieres que te devuelva
alguna, dintelo, y te la entregaré”. Esta última es la actitud del
discípulo.
Nuestra manera de actuar hacia nuestras posesiones es un in­
dicio de la realidad de nuestro discipulado. Cuando estamos pen­
sando en la administración de nuestro dinero, ¿cuál es nuestra
actitud? “¿Cuánto de mi dinero le daré a Dios?” o “¿cuánto del
dinero de Dios me guardaré?”.
En vista de la severidad de esas condiciones, podría pregun­
tarse: “¿Tiene el Señor el derecho a exigirlas como condiciones del
discipulado?”. La respuesta es que Él no pide nada que no haya
hecho primero.
¿Acaso no amó a su Padre intensamente, más de lo que amó a
su madre, a sus hermanos e incluso su propia vida?
¿Acaso no cargó literalmente una cruz y agonizó en ella hasta
morir para asegurar nuestra salvación?
¿Acaso no renunció a todo lo que tenía como heredero de
todas las cosas? Cuando murió, sus bienes personales consistían en
un taparrabos que los soldados le permitieron conservar después
que apostaron por su manto.
Condiciones del discipulado 21

Jesús, mi cruz he cargado,


Al seguirte y dejarlo todo;
Destituido, desdeñado, abandonado,
Tú, en adelante, serás mi todo:
Mi Salvador, he de seguirte,
Por mí, tu sangre has derramado,
Y aunque el mundo entero te abandonare,
Por tu gracia, he de seguirte.
—H. F. Lyte
3
Evidencias del
discipulado
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si tuviereis amor los unos con los otros”.
Juan 13:35

s significativo que Jesús no ordenara a sus seguidores que

E fueran e hicieran creyentes o conversos a todas las naciones.


Su mandato claro e inequívoco fue: “Toda potestad me es
dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a
todas las naciones” (Mt. 28:18-19, cursivas añadidas).
Un discípulo es sencillamente “un aprendiz”. La palabra viene
de una raíz que significa “reflexión acompañada de esfuerzo”.
Entonces, se puede definir a un discípulo de Cristo como “un
aprendiz de Jesús que acepta la enseñanza de su Maestro, no solo
como una creencia, sino también como un estilo de vida”. Implica
la aceptación de la creencia y las costumbres del Maestro así como
la obediencia a sus mandatos.
Cuando J. Edgar Hoover era director del FBI [Oficina
Federal de Investigación de los Estados Unidos] en Washington,
entrevistó a un joven comunista que dijo lo siguiente: “Nosotros,
los comunistas, no aprendemos para mostrar qué alto es nuestro
coeficiente intelectual. Aprendemos para poner en práctica lo
que hemos aprendido”. Esa actitud es la esencia del verdadero
discipulado.
El Partido Comunista requiere de sus miembros un compro­
miso absoluto. Uno de sus dirigentes afirmó: “En el comunismo
no tenemos espectadores”. Lenin fue más allá y dijo que no acep­
tarían entre sus miembros a alguien que tuviera algún tipo de

22
Evidencias del discipulado 23

reservas. Solo los miembros activos y disciplinados de una de sus


organizaciones eran elegibles.
Cuando respondemos al llamado de Cristo al discipulado,
ingresamos a su escuela y nos ubicamos bajo su instrucción.
Originariamente, cristiano y discípulo eran términos intercambia­
bles, pero no pueden usarse así hoy día. Muchos de los que quieren
estar en la categoría de cristianos no están dispuestos a cumplir
con las estrictas condiciones de Cristo respecto del discipulado.
Jesús nunca condujo a sus discípulos a creer que el camino del
discipulado sería un lecho de rosas. Él ambicionaba contar con
hombres y mujeres que lo siguieran en las buenas y en las malas. Él
apuntaba más a la calidad que a la cantidad, por lo cual no redujo
sus requerimientos para ganar más adeptos.
En el curso de su ministerio de enseñanza, Jesús enunció tres
principios fundamentales para guiar a sus discípulos en su servicio:

El principio de la permanencia

“Dijo entonces Jesús a los judíos que creían en él: Si vosotros per­
maneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos;
y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32,
cursivas añadidas).

Esto nos da la perspectiva interna del discipulado, la perma­


nencia continua en las palabras del Maestro, la actitud del alumno
con el profesor. Cuando esto está ausente, el discipulado es no­
minal y carente de realidad.
¿Cuál es la acepción de “mi palabra” en el pasaje? En cierto
sentido es indistinguible del mismo Cristo, puesto que Él es la
Palabra viviente. Sin embargo, el sentido que se le da aquí es el
de todo el contenido y la sustancia de sus enseñanzas. Representa
la totalidad de su mensaje; no solo los pasajes favoritos o las doc­
trinas especiales, sino todas sus enseñanzas.
Su conversación con los dos discípulos en el camino a Emaús es
reveladora al respecto: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo
por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que
de él decían” (Lc. 24:27).
Al permanecer en su Palabra (o como dice la NVI “si se man­
tienen fieles a mis enseñanzas”), la convertimos en la regla práctica
24 Discipulado espiritual

diaria de nuestra vida. Nuestro discipulado comienza con la re­


cepción de la Palabra. La permanencia en ella es la evidencia de la
realidad.
Columba era un evangelista que dejó su Irlanda natal en el año
563 d.C. para llevar el evangelio a Escocia. Él era consciente de
que iba a enfrentar grandes dificultades y de que se sentiría tentado
a volver a su hogar. Un montículo en la playa donde enterró su
bote cuando llegó fue el mudo testimonio ante la realidad de su
propósito de obedecer el mandato del Señor de “hacer discípulos
a todas las naciones”. Su compromiso con el discipulado no tuvo
ninguna reserva.
En una conferencia en Ben Lippen, Carolina del Sur, una joven
mujer estaba dando testimonio de su llamado al servicio. Durante
el transcurso de su mensaje, sostenía una hoja en blanco, la cual
decía contener el plan de Dios para su vida. Lo único escrito en
ella era su firma al final. Luego dijo: “He aceptado la voluntad de
Dios sin saber qué es, y estoy dejando que Él llene los detalles”.
Era una verdadera discípula y estaba sobre terreno firme. Con una
voluntad tan entregada, el Espíritu Santo podría guiar sus pensa­
mientos mientras avanzaba por el sendero de la vida.
Algunos deciden seguir a Cristo por un impulso, al tomar su
decisión en la cresta de una ola de entusiasmo, que muchas veces
demuestra ser de corta vida. Fue con tal persona en mente que
nuestro Señor acentuó la importancia de calcular primero el costo
antes de tomar una decisión con implicaciones a tan largo plazo.
Una decisión impulsiva, por lo general, carece del elemento de un
compromiso inteligente y, como resultado, cuando sus implica­
ciones se tornan más claras, el costo resulta demasiado alto y no se
puede “permanecer en la palabra de Cristo”.
Otros están dispuestos a seguir al Señor... durante un corto
plazo. Sin embargo, no hay tal cosa en el Nuevo Testamento. El
lugar donde se ejerce nuestro discipulado puede ser por un plazo
corto, pero implica un compromiso total. El discípulo a corto
plazo no quema las naves ni entierra su bote, como hizo Columba.
Nunca se atreve a ir tan lejos como para llegar a un punto de no
retorno.
Un joven me dijo: “Creo que viajaré a Asia, veré cómo es y lo
intentaré. Si me siento cómodo allí, posiblemente regrese como
misionero”. Pero cuando el Señor dio la Gran Comisión, no hizo
Evidencias del discipulado 25

de la comodidad del mensajero un factor decisivo. Alguien cuyo


compromiso fuera débil, no sería alguien valioso para la fuerza
misionera.
El gran predicador metodista, Samuel Chadwick, expresó las
implicaciones del discipulado en términos severos que reconocen
el señorío de Cristo:

Nos mueve la obra de Dios. La omnisciencia no da ninguna con­


ferencia. La autoridad infinita no deja lugar a las componendas.
El amor eterno no ofrece explicaciones. El Señor espera que
confiemos en Él. El Señor nos interrumpe a voluntad. Deben
descartarse los arreglos humanos, ignorarse los lazos familiares,
dejarse de lado los reclamos comerciales. Nunca se nos pregunta
si es conveniente.

Habiendo dicho esto, cabe advertir que Dios no solo es un


Señor soberano que puede hacer lo que le plazca, sino también un
Padre amante cuya paternidad nunca chocará con su soberanía. La
verdad tranquilizadora está claramente expresada en las palabras
de Isaías: “Ahora, pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros
barro, y tú el que nos formaste...” (Is. 64:8). La paternidad de
Dios es nuestra garantía de que su soberanía nunca requerirá de
nosotros nada que, a largo plazo, no pertenezca a nuestros más
altos intereses (He. 12:10).
La permanencia en la Palabra de Cristo no es automática; es el
resultado de un firme propósito y una fuerte autodisciplina. Exige
tomarse tiempo, no solo para leer las Escrituras sino para meditar
en ellas, al traerlas a la mente del mismo modo en que la vaca
rumia. Incluirá la memorización, al guardar su Palabra en nuestro
corazón. Además, necesitará estar “mezclada con fe”. Sin eso,
nuestra lectura nos dará poco beneficio. Se dijo de los cristianos
hebreos: “...no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompa­
ñada de fe en los que la oyeron” (He. 4:2).
Hay un asombroso paralelo y una relación vital entre Colosenses
3:16-25 y Efesios 5:18—6:8. Se advertirá que los mismos resul­
tados que derivan de ser llenos del Espíritu en Efesios 5:18 se
atribuyen, en Colosenses 3:16, a dejar que la palabra de Cristo
more en abundancia en nosotros. ¿No es la conclusión evidente de
que estos dos son hermanos siameses? Permaneceremos llenos del
26 Discipulado espiritual

Espíritu mientras tanto dejemos que la palabra de Cristo more en


abundancia en nosotros.

El principio del amor

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros,


como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los
unos con los otros" (Jn. 13:34-35, cursivas añadidas).

Estos versículos nos dan la perspectiva externa del discipulado,


y tiene que ver con nuestra relación con el prójimo.
Los sábados por la noche era costumbre en el hogar del pia­
doso Samuel Rutherford prepararse para el día del Señor leyendo
el catecismo en familia. Preguntas y respuestas se hacían presentes
en la mesa.
Una noche, el ejercicio se vio interrumpido por un golpe en
la puerta. El hospitalario Rutherford invitó al extraño a unirse al
círculo familiar. Cuando llegó el momento de que contestara el
extraño, la pregunta fue:
—¿Cuántos mandamientos hay?
—Once —respondió.
Rutherford se asombró de que un hombre que parecía tan
culto fuera tan ignorante, así que lo corrigió. Sin embargo, el ex­
traño justificó su respuesta al citar las palabras de Jesús: “Un man­
damiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros” (Jn. 13:34).
Rutherford extendió su hospitalidad invitándolo a que pasara
allí la noche. Mientras estaba caminando hacia la iglesia en la ma­
ñana del día del Señor, oyó una voz que oraba entre los arbustos
y reconoció la voz del forastero. Era una oración maravillosa, y el
ministro sorprendido esperó hasta encontrarse con él.
— ¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el arzobispo Ussher, el primado de Irlanda —fue la res­
puesta—. Había oído tanto acerca de tu piedad —continuó—, que
adopté este método para descubrirla personalmente.
Mientras conversaban, sus corazones fluían juntos en su de­
voción habitual al Señor. No es de sorprenderse que el arzobispo
fuera invitado a predicar; y podrá adivinar cuál fue su texto: “Un
mandamiento nuevo os doy”.
Evidencias del discipulado 27

Como hemos visto, un discípulo de Cristo es aquel que no


solo estudia sus enseñanzas, sino que también obedece sus man­
damientos. En ese caso, el mandamiento está acompañado de un
ejemplo: “...como yo os he amado, que también os améis unos a
otros” (Jn. 13:34).
La aversión y la afinidad son igualmente irrelevantes. Debemos
amar a nuestro prójimo, no porque nos guste o porque sea atrac­
tivo. Nuestro amor no debe ser selectivo —porque nos unan lazos
familiares o sociales, o porque geográficamente sean vecinos nues­
tros—, sino simplemente porque estamos obligados a mostrar el
amor de Cristo a los demás.
¿De qué manera expresó Cristo su amor? Debemos expresarlo
del mismo modo.
El suyo fue un amor abnegado. Incluso en el amor humano
más noble hay, por lo general, algún elemento de interés propio.
Amamos, en parte, por lo que recibimos a cambio: la felicidad
que trae. El amor de nuestro Señor fue totalmente desinteresado
y altruista.
Fue un amor de perdón. El único que puede perdonar es aquel
que fue objeto de la ofensa. Si bien se dudó de Él, se lo negó,
se lo traicionó, se lo abandonó; el amor del Señor no se apagó:
“...como yo os he amado...”. Cuando Él le dijo a Pedro que su
perdón no se extendería a siete ofensas, sino a setenta veces siete,
solo estaba ilustrando el alcance de su amor hacia sus discípulos
que estaban fallando.
Fue un amor de sacrificio. En su vida terrenal, Jesús se entregó
sin restricciones. Cuando perdonó a la mujer necesitada que se
arrastró y tocó el borde de su túnica, “...se dio cuenta de que de
él había salido poder...” (Mr. 5:30 NVI). Su servicio era siempre
a costa de sí. No había límite para los sacrificios que Él estaba dis­
puesto a realizar. Es el amor más alto el que da sin perspectiva de
nada a cambio.
La evidencia suprema del discipulado, el distintivo auténtico,
es el amor genuino de unos a otros. Cuando las personas lo vean
ejemplificado en las vidas cristianas, dirán: “Estos son verdaderos
discípulos de Cristo. Podemos verlo por la calidez del amor que
se tienen unos a otros”. Podemos predicar, orar, dar y hasta sa­
crificarnos, pero sin este amor, no obtendremos nada, todas son
nulidades espirituales (1 Co. 13:2).
28 Discipulado espiritual

Un autor sostiene que la lección que Jesús enseñó no fue solo


para eruditos avanzados. Esto también se aplica a los que están en
el jardín de infantes. Este amor debe desarrollarse primero en pri­
vado entre el alumno y el Maestro, pero pronto debe convertirse
en una evidencia pública del discipulado.

El principio del fruto

“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros,


pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorifi­
cado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discí­
pulos" (Jn. 15:7-8, cursivas añadidas).

Este pasaje revela la perspectiva ascendente del discipulado. Un


discípulo de Cristo sin fruto es una contradicción de términos. Si
no hay un fruto real en nuestra vida, no podemos sostener que
somos verdaderos discípulos.
¿Qué constituye el “fruto” del que habló el Señor?
Principalmente, el fruto es para Dios y su gloria, y solo en segundo
lugar para el hombre. El fruto se manifiesta en dos ámbitos:
Fruto de carácter, en la vida interior. “Mas el fruto del Espíritu
es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, manse­
dumbre, templanza...” (Gá. 5:22-23).
El fruto de la obra del Espíritu en nuestra vida se expresa en
nueve gracias salerosas. Un árbol es reconocido por su fruto. El
discípulo es reconocido por su semejanza a Cristo en su carácter
interior. Fue con este fin que Pablo se esforzó: “...busco fruto que
abunde en vuestra cuenta” (Fil. 4:17).
Fruto en el servicio, en el ministerio hacia los demás. “...Alzad
vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la
siega. Y el que siega recibe salario, y recoge fruto para vida eterna,
para que el que siembra goce juntamente con el que siega” (Jn.
4:35-36). Los frutos se ven cuando se ganan almas para Cristo,
cuando otros discípulos, a su vez, enseñan a esas almas y las con­
ducen a la madurez espiritual.
Dar fruto, un distintivo auténtico del discipulado, no es algo
automático, sino condicional. Jesús lo aclaró cuando dijo: “De
cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto” (Jn.
Evidencias del discipulado 29

12:24). De esta manera, Él vincula el dar frutos con la cruz. ¿Acaso


no ejemplificó este principio en su propia muerte? En el Calvario,
un solo grano de trigo cayó en tierra y murió, pero en el día de
Pentecostés produjo tres mil granos, y desde entonces ha habido
muchos frutos.
La palabra operativa en la declaración de Juan 12 es el si
condicional. La posibilidad gloriosa de dar “mucho fruto” re­
side en nuestras propias manos. “Bástale al discípulo ser como su
maestro...” (Mt. 10:25). Si aplicamos la cruz a nuestra vida y mo­
rimos a la vida presidida por uno mismo, el Espíritu puede hacer
que seamos fructíferos.
4
Pruebas del discipulado
“...Te seguiré, Señor; pero...”.
Lucas 9:61

ientras nuestro Señor iba camino a Jerusalén, aprovechó

M la oportunidad para explicar a sus discípulos la natura­


leza del reto que implicaba seguirlo (Lc. 9:57-62). Citó
los casos de tres hombres, cada uno de los cuales reconocía su
señorío y autoridad. Cada uno era un candidato para el servicio,
pero desde el mismo comienzo de su candidatura, cada uno de
ellos se halló enfrentado a una prueba severa de la realidad de su
discipulado.
En su respuesta al primer candidato, Jesús presentó el sendero
del discipulado bajo la figura de arar un campo, un surco recto en
el que no debía haber ninguna desviación. Cada persona que se
convierte en un discípulo de Cristo, por este acto, coloca su mano
en el arado; pero hay muchas influencias que quieren evitar que se
convierta en un surco recto sin desviación. Tres de estas surgen de
este pasaje.

El voluntario impulsivo
“...te seguiré adonde quiera que vayas” (Lc. 9:57). En un
arranque de entusiasmo, este se ofreció en servicio voluntario e
incondicional al Señor. Su sinceridad no fue cuestionada. Era un
voluntario preparado para ir a cualquier parte en pos de Jesús.
Seguramente, Él le daría una cálida bienvenida a esta alma entu­
siasta dentro de su entorno.
Sin embargo, Cristo sabía qué había dentro de los hombres.
Juan hizo esta mención asombrosa sobre el discernimiento del
Señor: “y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del

30
Pruebas del discipulado 31

hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Jn. 2:25). Él


pudo discernir que si bien este candidato era genuino, aún no es­
taba listo para el servicio.
Hubiera sido un buen candidato para el Señor, ya que Mateo
nos dice que era un escriba (Mt. 8:19); pero Jesús vio en él a un
seguidor demasiado impulsivo. Vio que su entusiasmo probable­
mente se evaporaría en momentos de prueba.
El hombre, sin duda, habría esperado que el nuevo Maestro
le diera la bienvenida con los brazos abiertos, y se habría sorpren­
dido ante la respuesta enigmática y cauta del Señor. Jesús había
discernido una similitud entre la respuesta de este hombre y la
afirmación tajante de Pedro: “Aunque todos se escandalicen de ti,
yo nunca me escandalizaré” (Mt. 26:33).
Un impulso generoso no debería ser sofocado, pero Jesús vio
en ese voluntario a alguien que había hablado sin tener en cuenta el
costo implicado. Él no rechazó su oferta de servicio, pero hizo una
declaración enigmática que le abriría los ojos a la realidad de la situa­
ción: “...Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, mas
el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lc. 9:58).
De hecho, Jesús le preguntó: “¿Te das cuenta a dónde puede
llevarte tu entusiasmo?”. Él siempre era claramente sincero con los
potenciales seguidores, porque quería que su lealtad fuera racional.
De modo que escudriñó las motivaciones del hombre así como
escudriña las nuestras: “Tómate tu tiempo. ¿Estás dispuesto a en­
frentar los sacrificios? Las zorras y las aves tienen guaridas, pero
¿estás preparado para no tener un hogar? ¿Estás preparado para
aceptar una forma de vida más baja por amor a mí?”.
El arzobispo Ryle sostuvo, con razón, que nada ocasiona tanto
descarrío como reclutar a discípulos sin hacerles saber qué están
emprendiendo. Tal acusación nunca podría habérsele atribuido a
Cristo.
Esa era la prueba de la pobreza. El entusiasta debe ser
realista.
Si bien las pérdidas no son menos inevitables en la guerra espi­
ritual, que en las campañas militares temporales, no es justo enviar
soldados a la batalla sin decirles antes lo que deben esperar, y eso
es lo que Jesús estaba haciendo.
En estos días en que el Estado benefactor ofrece ayuda a sus
ciudadanos en aspectos de salud, vivienda, educación, etc., hay una
32 Discipulado espiritual

creciente demanda de seguridad contra “las hondas y las flechas de


la suerte atroz”, y ningún candidato para el servicio está preparado
para desistir de este privilegio. Incluso antes de que se embarque
en el servicio misionero, más de un candidato demuestra un interés
poco sano en los beneficios de la jubilación, las vacaciones y las
horas de trabajo. El discipulado es un trabajo de tiempo completo
y de toda la vida.
Recientemente, recibí una carta que contenía esta polémica
declaración:

Nuestro énfasis moderno está tan orientado a la experiencia y


tan centrado en la felicidad y los cálidos sentimientos, en vez de
la santidad y la estricta reflexión, que la fe de algunos cristianos
está más cerca de la búsqueda de la paz en el contexto budista,
que del mensaje de la cruz en la historia.

En los cambios económicos de nuestros tiempos, estamos


aprendiendo dolorosamente que no hay seguridad en las cosas ma­
teriales; las podemos perder instantáneamente. El Señor no nos
ofrece seguridad excepto en Él, pero ¿acaso no basta? Sigamos los
pasos del arriesgado Abraham, que dejó la seguridad de la sofis­
ticada Ur de los caldeos y partió, “...sin saber adónde iba” (He.
11:8). Pero aunque tuvo que recorrer un sendero desconocido,
perseveró “porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo
arquitecto y constructor es Dios” (He. 11:10). Él había terminado
con la tiranía de lo material.
De hecho, hay un costo en el discipulado leal, pero también
hay garantía de una abundante compensación. Es imposible dar
más de lo que Dios da. Podemos perder cosas materiales, pero
nunca en términos de gozo y satisfacción aquí en la tierra, y de
dicha eterna en el más allá.

El soldado renuente
“Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre” (Lc.
9:59). El segundo candidato para el servicio no se ofreció vo­
luntariamente. Respondió al llamado del Señor: “Sígueme”, pero
su respuesta sugería una reserva. Lo que realmente quería decir
era: “Primero déjame atender mis asuntos familiares”. Si el primer
hombre era demasiado impulsivo, el segundo era demasiado lento.
Pruebas del discipulado 33

Para él, el discipulado era únicamente una cuestión de importancia


secundaria.
Mateo nos informa que el segundo hombre ya era un seguidor
de Jesús cuando recibió este llamado (Mt. 8:21), así que aparente­
mente estaba posponiendo y colocando otras cosas antes de su com­
promiso con Dios. Es cierto, que de hecho dijo: “Te seguiré —pero
agregó algo inaceptable—: cuando se adecue a mi conveniencia”. Su
devoción a Cristo era ocasional, no vital. No estaba preparado para
dar el paso decisivo de quemar todas las naves. La respuesta crítica
de Jesús presentaba un reto para que hiciera justamente eso.
Al principio, las palabras de nuestro Señor parecen algo duras
e insensibles. ¿No era lógico y correcto que el hombre asistiera al
funeral de su padre? En Palestina, se requería que los hijos mayores
cumplieran con las ceremonias fúnebres de sus padres. Se lo hu­
biera juzgado como un mal hijo de no hacerlo; pero hay otro lado
de la historia.
Durante una visita a Tierra Santa, sir George Adam Smith, un
notorio expositor, oyó a un hombre, con quien viajaba, usar exacta­
mente la misma expresión. Al indagar, descubrió que no estaba ha­
blando de ningún funeral literal. Su padre estaba vivo, pero era un
dicho coloquial de uso común y realmente significaba: “Dejen que
atienda los intereses de mi familia”. ¡Otro viajero en Oriente oyó a
un hombre usar la misma expresión con su padre sentado al lado!
En su respuesta: “Deja que los muertos entierren a sus muertos;
y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Lc. 9:60), Jesús quiso decir
que si él anteponía los intereses de Dios, los intereses de su familia
no sufrirían. En todo caso, aunque hubiera un funeral literal, sin
duda habría otros parientes, no partícipes del mismo discipulado y
sin ningún interés en los asuntos del reino, que se encargarían de
los arreglos del funeral. Todos los otros intereses deben estar en
segundo lugar si uno quiere ser un verdadero discípulo. Él debe
aprender —y nosotros también— que donde hay un conflicto de
intereses, Cristo puede ser divisivo.
Dios no es indiferente a las relaciones y responsabilidades
familiares. No se contradice, cuando exhorta a tener gran cui­
dado y compasión en esas relaciones por un lado y, por el
otro, al hacer exigencias severas y opuestas. Sino que incluso
los lazos familiares deben ocupar un segundo lugar ante sus
requerimientos.
34 Discipulado espiritual

Al establecer las condiciones del discipulado en Lucas 14, Jesús


aclaró más el tema: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre,
y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también
su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 26, cursivas añadidas).
Si se le entrega a Cristo un amor y una obediencia sin rival, Él pro­
mete una compensación maravillosa; y nadie sería el perdedor.
Esto puede ser mucho más que un problema académico en
el servicio cristiano, especialmente en la esfera de las misiones. El
llamado de Dios para algunos discípulos es para que abandonen su
hogar y prediquen el reino en el extranjero. ¿Qué sucede con los
padres ancianos y otros parientes que se dejan atrás?
Cuando hay una absoluta necesidad y no hay otras alter­
nativas aceptables, el curso correcto sería que el candidato se
quedara en su casa hasta que cambiara la situación. De otro
modo, aunque sus sentimientos naturales le desgarren el co­
razón, el camino para el discípulo comprometido es claro: “...ve,
y anuncia el reino de Dios” (Lc. 9:60). Los parientes y amigos
no espirituales o que no se identifican con nuestra causa pueden
criticarnos, pero nuestra lealtad principal es para con nuestro
Señor y Maestro.
En estos días en los que hay matrimonios tan inestables y
resquebrajados, existe en muchas iglesias un énfasis meritorio en
la importancia de mantener liiertes lazos familiares. Pero incluso
esto, que es bueno, puede perder el equilibrio.
Hace poco hablé con un hombre de familia que había asistido
a seminarios que enfatizaban, con razón, la importancia de que
los padres dedicaran tiempo de calidad a sus hijos. Pero él llevó
esa exhortación a un extremo no bíblico. “Debo dedicarle todo
el tiempo a mi familia —dijo—. No voy a asistir a las reuniones de
la iglesia durante la semana y no voy a asumir ninguna responsa­
bilidad con esta, para poder dedicarle tiempo a mi familia”. A un
hombre así, el Señor probablemente le respondería igual que al
soldado renuente.
Si la primera prueba del discipulado era la pobreza, la segunda
prueba era la de la urgencia.

El voluntario indiferente
“Te seguiré, Señor, pero deja que me despida primero de los
que están en mi casa” (Lc. 9:61). Si el primer candidato era muy
Pruebas del discipulado 35

impulsivo, y el segundo muy lento, el tercero era demasiado apá­


tico. Su compromiso limitado tenía un “pero”, e igual que la res­
puesta de su predecesor, tenía también un sonido ominoso de “yo
primero”. Fue a él a quien el Señor le presentó el reto más solemne
e introspectivo de todos: “Ninguno que poniendo su mano en el
arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (v. 62).
La respuesta de Cristo revelaba la naturaleza del problema
de ese hombre: su corazón estaba puesto en su hogar, no en su
Maestro. Jesús vio que pronto miraría hacia atrás y entonces se
volvería atrás. Hay muchas cosas que nos desvían del camino del
pleno discipulado. Muchos como este hombre están dispuestos
a un compromiso limitado, incluso siempre hay un “pero” en su
seguimiento.
Dos jóvenes agradables y talentosos habían completado su
primer período de servicio misionero y habían demostrado ser
prometedores. Teníamos grandes esperanzas en ellos. Cuando par­
tieron para su permiso de ausencia, mi colega me dijo: “No creo
que los volvamos a ver”. Yo estuve firmemente en desacuerdo con
él, porque no había detectado tal indicio. Le pregunté por qué se
había formado esa opinión. Me respondió con tres palabras: “Ella
nunca desempacó”. Con un discernimiento mayor que el mío, él
había detectado indicios de que su corazón nunca se había sepa­
rado de su hogar. Jamás regresaron.
Los que insisten en colocar primero las relaciones terrenales
son los que con mayor probabilidad serán desviados. El tercer dis­
cípulo se estaba entregando al remolcador de las relaciones te­
rrenales. Nuestro sutil adversario es muy habilidoso en jugar con
nuestros afectos naturales. El tiempo verbal que usa el Señor no
indica una única mirada hacia atrás, sino un hábito desarrollado:
“mira hacia atrás” es como si dijera “sigue mirando hacia atrás”. ¿Y
quién de nosotros no ha sentido ese tirón hacia atrás?
La respuesta de Eliseo al llamado de seguir a Elias muestra un
asombroso contraste con la actitud del voluntario renuente.

Partiendo él de allí, halló a Elíseo... que araba con doce yuntas


delante de sí, y él tenía la última. Y pasando Elias por delante de
él, echó sobre él su manto. Entonces dejando él los bueyes, vino
corriendo en pos de Elias, y dijo: Te ruego que me dejes besar
a mi padre y a mi madre, y luego te seguiré. Y él le dijo: Ve,
36 Discipulado espiritual

vuelve; ¿qué te hecho yo? Y se volvió, y tomó un par de bueyes y


los mató, y con el arado de los bueyes coció la carne, y la dio al
pueblo para que comiesen. Después se levantó y fue tras Elias, y
le servía (1 R. 19:19-21).

En un sentido concreto, él quemó las naves. Nuestro Señor


nos está llamando a semejante compromiso total. Pero como los
primeros discípulos, somos propensos a decir: “Esto es duro”.
Lo que este voluntario estaba proponiendo era posponer el
servicio. Hay muchos que dicen: “Estoy dispuesto a ir”, pero no
van. El tirón hacia atrás es demasiado fuerte. Un afecto creciente
por alguien que no se identifica con nuestra visión; la ambición
y el atractivo de la prosperidad material; el camino más fácil de
la comodidad y la indulgencia en vez del sendero áspero de la
negación propia; estas y muchas otras consideraciones alientan la
mirada hacia atrás.
El conflicto puede ser agonizante. Tuve una conversación con
un alumno en la universidad de Cambridge en Inglaterra. Él había
oído el llamado de Dios para un servicio misionero, mas enfren­
taba una elección difícil. Su padre, que era dueño de un negocio
con dos mil empleados, quería que su hijo ingresara en él para
que, en su debido momento, lo administrara. Pero había caracte­
rísticas en esa situación que hubieran evitado que respondiera al
llamado divino. Fue una experiencia conmovedora estar con ese
joven mientras luchaba con el problema y tomaba una costosa
decisión.
Jesús lo dijo con las palabras más simples: “Ninguno que po­
niendo su mano en el arado mira hacia atrás [sigue mirando hacia
atrás], es apto para el reino de Dios”. Hagamos esta oración:

¡Guárdame de volver atrás!


Mi mano está en el arado,
mi mano vacilando está.
El desierto y la soledad,
el desierto solitario con sus intervalos,
guárdame de volver atrás.

Las manijas de mi arado


con lágrimas se han mojado,
Pruebas del discipulado

las rejas de mi arado oxidadas están,


aun así, con todo,
Dios mío, Dios mío,
guárdame de volver atrás.
—Anónimo
5
El Maestro del discípulo
“Vosotros me llamáis Maestro, y Señor,
y decís bien, porque lo soy”.
Juan 13:13

“Jesucristo... es Señor de todos”.


Hechos 10:36

a cuestión de la autoridad es uno de los temas candentes

L de nuestra época. Se la desafía en todas las esferas: en la


familia, en la iglesia, en la escuela y en la comunidad. Esta
revuelta en contra de la autoridad constituida ha sido responsable
de un desastroso resquebrajamiento en la ejecución de la ley, con
un subsiguiente crecimiento del delito y la violencia.
Sin alguna autoridad central, la sociedad se desintegrará en el
caos y la anarquía. Todo barco debe tener un capitán; todo reino, un
rey; y todo hogar, una cabeza, para que funcione correctamente.
Si esto es verdad respecto de la sociedad en general, no es menos
cierto en el reino del Alma humana, como lo denominó Bunyan:
en las vidas de los hombres y las mujeres. La pregunta crucial para
responder es: “¿En manos de quién reside la autoridad linai?”. Para
el cristiano, solo hay dos alternativas. La autoridad descansa en las
manos del Maestro o en las mías. Las Escrituras no nos dejan dudas
acerca de quién debe tenerla: “(Él) es Señor de todos”.

La salvación de señorío
Ultimamente, en los círculos evangélicos, se ha desarrollado
un gran debate en torno a lo que se ha denominado “salvación
de señorío”, un término que se ha aplicado a la perspectiva de
que para obtener la salvación, una persona debe creer en Cristo

38
El Maestro del discípulo 39

como Salvador y someterse a su autoridad. Algunos, en el otro


extremo del espectro, han llegado a decir que invitar a una persona
incrédula a recibir a Jesucristo como Salvador y Señor es una per­
versión del evangelio y un agregado a la enseñanza bíblica sobre la
salvación. “Todo lo que se requiere para la salvación es creer en el
mensaje del evangelio”, dice Thomas L. Constable.
De cada lado hay hombres piadosos, cuyo amor por el Señor
es incuestionable, y cuya perspectiva apunta a preservar la pureza
de la presentación del evangelio en nuestros días. Por consiguiente,
aunque debe haber respeto mutuo, ambas posiciones no pueden
ser correctas.
Según mi opinión, separar el señorío de Cristo de su capacidad
de salvar es una enseñanza errónea. La salvación no es simple­
mente creer en ciertos hechos doctrinales; es aceptar y confiar en
la Persona divina del Señor del universo, Aquel que nos redimió de
nuestros pecados.
Sugerir que una persona puede ejercer la fe salvadora en Cristo,
mientras conscientemente rechaza el derecho al señorío de Cristo
sobre su vida, parece una sugerencia monstruosa. En la salvación,
no estamos aceptando a Cristo en sus oficios separados. Decir de­
liberadamente: “Lo recibiré como Salvador, pero dejaré el asunto
del señorío para más adelante, y después decidiré si me inclino o
no ante su voluntad” es una postura imposible y no puede respal­
darse con las Escrituras.
Habiendo dicho eso, podría admitir que hay muchos que han
creído genuinamente en Cristo, pero mediante una enseñanza
errónea, nunca fueron confrontados al reclamo de su señorío y, por
consiguiente, no lo han rechazado conscientemente. La prueba de
la realidad de su regeneración sería que tan pronto se enteraran del
reclamo de Cristo, se sometieran a su supremacía.
El llamado del Señor no fue meramente a creer en Él, sino a ser
su discípulo, y eso implica más que “tomar una decisión” o creer
en determinados hechos doctrinales. Un discípulo es alguien que
aprende de Cristo con el propósito de obedecer lo que aprende.
Jesús no comisionó a sus discípulos a que fueran e hicieran creyentes
a todas las naciones, sino discípulos; los términos no son sinónimos,
si bien no puede haber salvación sin creencia (Mt. 28:20).
Cuando Pedro predicó el primer sermón a los gentiles en la
casa de Cornelio, dijo: “Él es Señor de todos”. Pero Pedro no
40 Discipulado espiritual

siempre había reconocido ni se había inclinado ante su señorío.


Cuando, previo a esa visita, vio una visión en la que caía un lienzo
del cielo que contenía todo tipo de animales, reptiles y aves, y oyó
una voz que decía: “Levántate, Pedro. Mata y come”, respondió:
“Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido
jamás” (Hch. 10:13-14). Él expresó su opinión contraria al Señor
y recibió un regaño bien merecido. Si Cristo hubiera sido el Señor
de su vida, no podría haberle dicho: “Señor, no”. Al decir: “Señor,
no”, estaba negando su señorío.
¿Acaso nosotros no hacemos a veces lo que hizo Pedro?
Cuando el Espíritu Santo nos ha instado a orar, a testificar, a dar,
a terminar con algún pecado, a responder a un llamado misionero
o cualquier otro servicio, ¿hemos respondido, en hechos, aunque
no con palabras: “Señor, no”?
Al hablarle a una gran multitud, Jesús concluyó su mensaje con
estas polémicas palabras: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no
hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46). Reconocer el señorío de Cristo
es más que repetir el estribillo: “Él es el Señor, Él es el Señor”.
Mahatma Mohandas Ghandi fue un patriota y un místico. Él
admiraba sinceramente a Jesús como hombre, pero en una ocasión
dijo: “No puedo concederle a Cristo un trono único, pues creo
que Dios ha sido encarnado una y otra vez”. Estaba dispuesto a
concederle una igualdad con Buda, Mahoma, Confucio, Zoroastro
y el resto, pero no un trono único y exclusivo. Sin embargo, eso es
exactamente lo que Él exige y merece.
“Jehová, Dios nuestro, otros señores fuera de ti se han ense­
ñoreado de nosotros; pero en ti solamente nos acordaremos de tu
nombre”, dijo el profeta (Is. 26:13). Israel no quería rechazar del
todo a Jehová, pero invitó a otros dioses a participar de su lealtad,
y Dios no tolerará rivales ni ninguna lealtad dividida. No hay es­
posa normal que esté dispuesta compartir el amor de su marido
con otra mujer, pero eso es lo que hizo Israel.
Los “otros señores” adoptan diversas formas. Para algunos
pueden ser el negocio, para otros, el deporte, el dinero o algún
pasatiempo que ocupa el lugar de Cristo. El peligro es que estos
“otros señores”, si bien son legítimos en sí, pueden ocupar un
lugar desmesurado en nuestro tiempo y afecto, y al final, podrían
desalojar al verdadero Señor.
Idealmente, la coronación de Cristo como Señor de la vida
El Maestro del discípulo 41

debería ocurrir en la conversión. Cuando le presentamos el evan­


gelio a un alma interesada, deberíamos seguir el ejemplo del Señor
y no ocultar el costo del discipulado. Cristo era estrictamente
franco y sincero en este punto. Por desdicha, no siempre hacemos
lo mismo.
Cabe destacar que inmediatamente después de su conversión,
Pablo se dio cuenta de cuál debía ser la única posible postura ante
Jesús. Tan pronto como obtuvo la respuesta a la pregunta: “¿Quién
eres, Señor?” y se dio cuenta de que Jesús en verdad era el Hijo
de Dios, hizo una segunda pregunta: “¿Qué haré, Señor?” (Hch.
22:10). Esa era una sumisión clara e inequívoca a su señorío. Su
vida subsiguiente demostró que él nunca se retractó de esa lealtad.
Debe recordarse que en la época del Nuevo Testamento, una con­
fesión de Cristo como Señor significaba un cambio irreversible
en la vida pública. En nuestros días, se debe decir claramente, y
enfatizar con firmeza, que el Señor Jesucristo tiene una autoridad
absoluta y final sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de sus miem­
bros en todos los detalles de la vida cotidiana.
Viendo que nuestro adversario, el diablo, siempre intenta se­
ducir al discípulo para que no siga a Cristo, no es de sorprenderse
que algunos seguidores le retiren su lealtad. Cuando la enseñanza
de Cristo es contraria a sus deseos mundanos y carnales, entonces
vuelven a tomar las riendas de sus vidas en sus propias manos.
Pero el Señor no gobernará en un reino dividido. Si en algún
momento Cristo fue realmente coronado como rey de su vida, es
conveniente que se formule la pregunta: “¿Sigue siendo Cristo mi
rey en la vida diaria?”. Gracias a Dios que, aunque le hayamos re­
tirado nuestra lealtad, si confesamos ese pecado, podemos renovar
esa coronación, y cortésmente Él volverá a asumir el trono.

¿Qué está implícito en el señorío de Cristo?


Analicemos qué significa realmente someterse al señorío de
Cristo.
Sumisión total a su autoridad. “...santificad a Dios el Señor en
vuestros corazones...” (1 P. 3:15).
El verbo está en modo imperativo; por lo tanto, habla de una
función definitiva de la voluntad, por la cual tomamos nuestro
lugar a los pies de Cristo en total rendición. Pablo dice que este fue
el objetivo de su muerte y resurrección: “Porque Cristo para esto
42 Discipulado espiritual

murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos
como de los que viven” (Ro. 14:9, cursivas añadidas).
En una de las guerras napoleónicas, lord Nelson venció a la
armada francesa. El almirante derrotado llevó su bastión al lado
del barco de Nelson y subió a bordo para declarar su rendición.
Este se acercó a Nelson sonriendo, con la espada que oscilaba
en su costado y le tendió la mano al vencedor. Nelson no res­
pondió a este gesto, sino que dijo con calma: “Primero su es­
pada, señor”. Depositar la espada en el suelo era una señal visible
de rendición.
Así, al igual que Pablo, debemos depositar la espada de
nuestra rebelión y obstinación. En lo sucesivo, la voluntad del
Señor se tornará la ley de nuestra vida. Nuestra actitud cohe­
rente será: “Hágase tu voluntad (en mí), como en el cielo”. La
sumisión significa la rendición completa de nuestros derechos.
Eso parece una perspectiva que asusta, pero la experiencia de mi­
llones de personas ha demostrado ser el camino a una bendición
inimaginable.

Hazme cautivo, Señor,


y entonces libre seré.
Mi espada oblígame a rendir
y un conquistador seré.
—George Mathieson

El reconocimiento de su propiedad. “Él es Señor de todos”


(Hch. 10:36).
La palabra Señor aquí conlleva la idea de un propietario que
tiene el control de todas sus posesiones. A menos que reconoz­
camos ese hecho en la práctica, el reino de Cristo sobre nosotros
es puramente nominal. Somos suyos por creación, y somos suyos
por adquisición. Ahora somos suyos por nuestra propia rendición.
Todo lo que poseemos lo tenemos como administradores, no
como dueños. Pero sus dones son para disfrutarlos; “...el Dios
vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfru­
temos” (1 Ti. 6:17).
La historia de sir John Ramsden de Huddersfield, Inglaterra,
nos proporciona una información incidental interesante sobre este
aspecto de la verdad. He verificado la precisión de la historia con
El Maestro del discípulo 43

un anciano de Huddersfield, que cuando era niño, solía enviar


mensajes para un cuáquero, quien lo recompensaba con una na­
ranja y un centavo.
Cuando era bien joven, sir John vio que Huddersfield estaba
destinada, por su ubicación en Yorkshire, a convertirse en un gran
centro industrial. La propiedad iba a incrementar mucho su valor
en un futuro cercano. Por lo tanto, de a poco comenzó a comprar
casas y tierras, y al cabo de algunos años, se convirtió en el dueño
de todo el pueblo, con excepción de una casa de campo y un
huerto que le pertenecían a un caballero cuáquero.
Todas las ofertas de los hombres del mercado inmobiliario ha­
bían resultado inútiles. El mismo sir John Ramsden visitó al cuá­
quero para ver qué podía lograr en persona. Habiéndose dicho las
cortesías de rigor entre el caballero y el cuáquero, Ramsden dijo:
—Supongo que sabrá el motivo de mi visita.
—Sí —dijo el cuáquero—, me he enterado que ha comprado
todo Huddersfield con excepción de mi casa y mi huerto, y sus
representantes me han pedido que se los venda, pero no los quiero
vender. La casa fue construida para mi propia necesidad y conve­
niencia. El huerto, también, es justo como a mí me gusta. ¿Para
qué los voy a vender?
Sir John Ramsden dijo:
—Estoy preparado para hacerle una propuesta muy generosa.
Colocaré una moneda de oro en cada pulgada de tierra que abarca
esta casa y el huerto, si es que usted me los vende.
Sir John estaba seguro de que una propuesta de esa naturaleza
no sería desestimada. Así que le preguntó:
—¿Me los venderá?
—No —dijo el cuáquero con un guiño picaresco—. No, a no
ser que las ponga de canto.
Eso era imposible, y de algún modo hizo que el caballero se
disgustara y se fuera. Mientras se estaba yendo, el cuáquero dijo:
—Recuerde, sir John, que Huddersfield le pertenece a usted y
a mí.
Si bien el cuáquero era dueño de una parte muy pequeña del
pueblo, podía caminar por el resto del territorio de sir John para
llegar a la parte que le pertenecía.
En toda vida en la que los reclamos de Cristo se reconocen
solo en parte, surge una situación similar. Satanás puede decirle a
44 Discipulado espiritual

Cristo: “Ese discípulo te pertenece a ti y me pertenece a mí. Es un


trabajador cristiano, pero yo controlo parte de su vida”. Si Cristo
no es Señor en la práctica, la vida se convierte en un campo de
batalla de intereses en conflicto.
Una obediencia incuestionable. “¿Por qué me llamáis, Señor,
Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46).
La obediencia de corazón es la prueba verdadera e inequívoca
de la realidad del señorío de Cristo en nuestra vida. La desobe­
diencia pervierte todas nuestras declaraciones de lealtad. Nuestro
cumplimiento habla más fuerte que nuestras declaraciones. La
prueba no es lo que digo, sino lo que hago.
Si no fuera por la revelación del corazón de Dios en el Calvario,
bien podríamos temerle a la soberanía de Dios y pensar que sus exi­
gencias son tiránicas. El Calvario ha puesto a descansar ese temor
de una vez y para siempre.
Había un hombre en Alemania, el organista de una aldea,
que un día estaba practicando en el órgano de la iglesia, en el
cual interpretaba una pieza de ese maestro de la música llamado
Mendelssohn.
Mientras tocaba, aunque no lo hacía muy bien, un extraño
entró a hurtadillas a la iglesia y se sentó a la penumbra de un banco
de atrás. El hombre advirtió las imperfecciones de la ejecución del
organista. Cuando este dejó de tocar y se disponía a marcharse, el
extraño se atrevió a acercarse a él y decirle:
—Señor, ¿me permitiría tocar un poco?
El hombre dijo con rudeza:
—¡Por supuesto que no! Nunca le permito a nadie que toque
el órgano. Yo soy el único que lo toco.
—Me pondría muy contento si me diera ese privilegio.
Nuevamente el hombre se negó con rudeza. La tercera vez, le
concedió el pedido, pero groseramente.
El extraño se sentó, tocó los registros y comenzó a ejecutar
el mismo instrumento. ¡Y, vaya, qué diferencia! Ejecutó la misma
pieza, pero fue un cambio maravilloso. Era como si toda la iglesia
se hubiera llenado de música celestial.
El organista preguntó:
—¿Quién es usted?
Con modestia, el extraño respondió:
—Mi nombre es Mendelssohn.
El Maestro del discípulo 45

— ¿Qué? —dijo el hombre, ahora apenado—. ¿Y yo no le daba


permiso para tocar en mi órgano?
No le neguemos a Cristo la autoridad sobre ninguna parte de
nuestra vida.
Puede que usted piense: Yo reconozco los reclamos de Cristo
respecto de su señorío sobre mi vida, y quiero vivir bajo su autoridad,
pero mi voluntad es tan débil, que se desvanece en los momentos
cruciales. ¿Cómo puedo hacer para seguir reconociendo el señorío de
Cristo ? ¿ Cómo puedo hacer para que El siga ocupando el trono de
mi vida?
Pablo participó de este dilema cuando escribió: “...nadie puede
llamar [“seguir llamando” refiere el tiempo verbal] a Jesús Señor,
sino por el Espíritu Santo" (1 Co. 12:3, cursivas añadidas).
El Espíritu Santo es enviado para hacer posible que el discípulo
siga teniendo a Cristo en el trono de su vida, y Él se deleita en
hacerlo. El Espíritu Santo desprenderá nuestro corazón del mundo
y apegará nuestros sentimientos a Cristo. Capacitará y fortalecerá
nuestra débil voluntad para hacer la voluntad de Dios.

Otros señores han dominado hace mucho,


ahora tu nombre es lo único que escucho,
solo tu amada voz quiero seguir,
esa es mi oración de cada hora, de cada día
que mi corazón sea todo tuyo,
solo para ti quiero vivir.
—F. R. Havergal
6
El Socio mayoritario del
discípulo
“La gracia del Señor Jesucristo,
el amor de Dios, y la comunión [sociedad]
del Espíritu Santo sean con todos vosotros”.
2 Corintios 13:14

uando un comerciante está intentando expandir su ne­

C gocio, a veces se encuentra impedido en su desarrollo por


falta de capital. Entonces, pone un anuncio en el perió­
dico: “SE BUSCA un socio con capital para el emprendimiento de
un negocio promisorio”.
El negocio de vivir la vida cristiana como se debería también es
demasiado elevado en sus ideales y demasiado estricto en sus exi­
gencias para que lo emprendamos solos. Necesitamos desesperada­
mente un socio con el capital suficiente para poder tener éxito.
Ciertos pasajes de las Escrituras nos colocan cara a cara con la
escasez de nuestro capital espiritual. Estos exigen cosas claramente
imposibles para la desprovista naturaleza humana. Versículos como
los que siguen, lejos de alentarnos, tienden a desanimarnos cuando
repasamos nuestro desempeño del pasado.

“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en


los cielos es perfecto” (Mt. 5:48).

“porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”


(1 P. 1:16).

“dando siempre gracias por todo al Dios y Padre...” (Ef. 5:20).

46
EL SOCiO MAYORITARIO DEL DISCÍPULO 47

“Por nada estéis afanosos...” (Fil. 4:6).

“Orad sin cesar” (1 Ts. 5:17).

¡Qué norma tan imposible de alcanzar! ¿Cómo pueden esperar


los hombres y las mujeres comunes llegar a semejantes alturas de
logros espirituales? “Puedo comprender que Pablo alcance tan
altas calificaciones, ¡pero yo no soy Pablo!”.
Pero ¿es Dios tan irracional como para realizar exigencias impo­
sibles y luego hacernos responsables de nuestros fracasos? Nuestra
consciente incompetencia espiritual pone de manifiesto nuestra
necesidad de un socio que tenga suficientes recursos espirituales a
quien podamos recurrir.
En este aspecto, y en cualquier otro, nuestro dadivoso Dios se
ha adelantado a satisfacer nuestra necesidad mediante la función de
su Espíritu Santo. Esa provisión está implícita en la conocida ben­
dición: “...la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros”
(2 Co. 13:14).
La palabra griega para comunión es el conocido término que
recientemente se ha vuelto común en los círculos religiosos,
nonía. Se la define como: “Sociedad; participación en lo que pro­
cede del Espíritu Santo”.
Sin distorsionar el texto, este sugiere asombrosamente que la
tercera persona de la Trinidad está dispuesta a convertirse en el
Socio activo, aunque secreto, del discípulo en su modo de andar
y su testimonio.
En el Nuevo Testamento, cinco veces se traduce koinonía
como “compañero”. Se usa como una sociedad en el comercio de
la pesca: “Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban
en otra barca, para que viniesen a ayudarles...” (Lc. 5:7). De esta
manera, “la sociedad del Espíritu Santo” es un concepto que está
respaldado textual y etimológicamente.

La personalidad del Socio


Muchos de los que lean estas páginas creerán en la doctrina
de la personalidad del Espíritu Santo: Él no es un mero poder o
una mera influencia que podemos usar para nuestros propósitos,
sino una Persona divina. Creemos en la doctrina, pero ¿siempre lo
reconocemos y lo honramos como tal en la vida cotidiana? Es fácil
48 Discipulado espiritual

olvidarlo o ignorarlo inconscientemente, y sin embargo, Él está


activo en todos los aspectos de la vida.
Cuando Jesús estaba dando la noticia de su partida inminente
y de la consiguiente llegada del consolador a sus discípulos, pro­
nunció cuatro palabras cargadas de significado que nos llevan a
escudriñar nuestro corazón. Él ya había dicho: “Si me conocieseis,
también a mi Padre conoceríais” (Jn. 14:7). Luego agregó:

Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y


os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre:
el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque
no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con
vosotros, y estará en vosotros (vv. 15-17, cursivas añadidas).

En esos pasajes, Jesús habla de nuestro conocimiento de Él,


del Padre y del Espíritu Santo. El concepto de Padre en referencia a
la deidad es familiar para nosotros porque tenemos padres (aunque
alguno de ellos pueda estar muy alejado del ideal). Pero podemos
concebir a Dios como el Padre perfecto. Conocemos a Dios como
nuestro Padre.
Del mismo modo, no es demasiado difícil para nosotros for­
marnos un concepto de Jesús como el Hijo de Dios, pues Él vino
a la tierra, se reveló como el Hijo del Hombre y se identificó
plenamente con nuestra humanidad, incluso hasta llegar a adoptar
nuestras debilidades sin pecado. Conocemos a Jesús como nuestro
Salvador y Señor.
Pero ¿podemos decir con la misma concreción que lo conocemos a
Él, al Espíritu Santo, como una Persona divina que es digna del mismo
amor y respeto dados al Padre y al Hijo? ¿Gozamos de su ayuda y ca­
pacitación personal en la vida cotidiana, o es simplemente una figura
mística, sombría, de quien no tenemos un concepto claro?
Con respecto a esto, es útil considerar el significado de las
palabras “otro Consejero” o “Consolador”. En griego hay dos
palabras que significan “otro”. Una significa “otro diferente”; la
otra significa “otro exactamente igual”. La que usó Jesús es la se­
gunda. Estaba asegurándoles a sus discípulos que su representante
personal, a quien Él enviaría, sería exactamente igual a Él. Este
representante sería tan amoroso, tierno y cariñoso, que su propia
partida sería una ventaja para ellos (Jn. 16:7). ¿No disipa esto parte
El Socio mayoritario del discípulo 49

de las sombras que suelen ocultar su verdadera personalidad? El es


exactamente igual a Jesús.

El propósito de la sociedad
Para que una sociedad terrenal tenga éxito, es de fundamental
importancia que haya una relación cálida y de confianza entre los
socios. Además, para evitar roces, deben ser uno, tanto en metas
como en ideales.
Una vez fui designado albacea testamentario de una pro­
piedad que involucraba una sociedad comercial. Los socios
sobrevivientes, si bien eran de carácter honrado, tenían una pers­
pectiva totalmente opuesta en cuanto al rumbo que debía tomar
la sociedad. Finalmente, el desacuerdo se tornó tan agudo que
el único curso de acción posible era disolver la sociedad y vender
el negocio. Para tener éxito, debe haber confianza mutua y ob­
jetivos en común.
El Espíritu Santo ha sido enviado para realizar grandes tran­
sacciones para el reino de Dios, nada menos que para participar
en la redención de un mundo perdido. En esta vasta empresa, Él
busca nuestra sociedad mientras supervisa los intereses de Cristo
en la tierra.
Jesús pronunció el ministerio principal del Espíritu en tres pa­
labras: “Él me glorificará” (Jn. 16:14). Así como el objetivo de
Cristo era glorificar a su Padre (Jn. 17:4), el del Espíritu Santo
es glorificar a Cristo. Si somos verdaderos socios del Espíritu,
entonces ese también será nuestro principal objetivo. Mientras
nuestra ambición genuina sea glorificar a Cristo, podemos contar
con la ayuda de nuestro Socio, ya sea en el hogar, en la escuela, en
la oficina o en el púlpito.

La posición de los socios


Algunas empresas funcionan satisfactoriamente con un
miembro como el socio trabajador y el otro como el socio secreto
o capitalista. El último, aunque no participa de la conducción
diaria de la empresa, realiza un aporte esencial, pues proporciona
el capital para su funcionamiento. Él, por supuesto, participa de las
utilidades en forma proporcional.
Sin embargo, el Espíritu Santo no consentirá en ser simple­
mente un socio secreto, aunque pueda ser un socio secreto en el
50 Discipulado espiritual

sentido de que no es visible en la sociedad de nuestra empresa. Se


le debe conferir el papel de Socio mayoritario y el control de toda
la empresa, para que pueda producirse un funcionamiento armó­
nico y exitoso.
¿Puede que muchos de nuestros fracasos se deban al hecho
de que nos atribuimos el papel de socios mayoritarios a nosotros
mismos en vez de cedérselo a Él? ¿Hemos sido culpables del in­
tento de usarlo a Él en vez de permitir que Él nos use?
La historia de Gedeón ilustra este punto. Él se convirtió en
un poderoso instrumento en manos de Dios porque reconoció
correctamente las posiciones relativas del Espíritu Santo y de él
mismo: “Entonces el Espíritu de Jehová vino [se vistió de] sobre
Gedeón...” (Jue. 6:34).
La personalidad de Gedeón se convirtió voluntariamente en
un ropaje, para decirlo de algún modo, en el que Dios podía mo­
verse entre los hombres. Así pudo, a través de Gedeón, lograr una
notable victoria a favor de su pueblo.
Cuando Dwight L. Moody y su esposa estaban de vacaciones
junto al mar sirio, un anciano sorprendió grandemente a Moody al
decirle: “Joven, honre al Espíritu Santo o sufrirá un colapso”.
“Me enojé —dijo Moody—, pero él tenía razón. Yo estaba atri­
bulado y comencé a orar hasta que una noche me encontré en el
tercer cielo. Desde ese momento, mi alma ha conocido el misterio
de la zarza ardiente de Moisés, la cual ardía con fuego, pero no se
consumía”.
Si en nuestro servicio honramos al Espíritu Santo, y cons­
tantemente respetamos su posición como Socio mayoritario, no
seremos propensos a sufrir de la enfermedad contemporánea de
“agotamiento”. No emprenderemos ningún trabajo para Dios con
nuestra propia fuerza ni nos embarcaremos en empresas que Él no
haya iniciado. La última palabra en toda decisión la debe tomar el
Socio mayoritario.

Detalles de la sociedad
Para que una sociedad funcione en armonía, sus términos
deben comprenderse y establecerse claramente por escrito, hasta el
más mínimo detalle. No es sabio entrar en un acuerdo de sociedad,
aunque sea entre amigos, sin un contrato firmado y sellado que
establezca los privilegios y las responsabilidades de los socios.
El Socio mayoritario del discípulo 51

¿Qué dicen las Escrituras sobre los términos en los que el


Espíritu Santo podrá obrar con nosotros? Sugiero cinco que habi­
tualmente tienen su contrapartida en un acuerdo de sociedad entre
seres humanos:
El negocio se conducirá, conforme al acuerdo de la sociedad.
La Palabra de Dios inspirada por el Espíritu es, desde luego, el
contrato de nuestra sociedad. No pueden surgir imprevistos en
nuestra obra para el reino, para la cual se hayan establecido cláu­
sulas. Nuestro primer deber es familiarizarnos con esas cláusulas y
conformar nuestras vidas a sus exigencias.
Los socios dedicarán todo su tiempo, capacidad y energía a llevar
adelante el negocio de la sociedad. No hay dudas de que el Espíritu
Santo cumplirá sus obligaciones. El Señor resucitado nos aseguró su
cooperación y capacitación: “...recibiréis poder, cuando haya venido
sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos...” (Hch. 1:8).
Al igual que su Señor, el discípulo debe estar dispuesto a su­
bordinar sus intereses personales y conformarlos a los intereses del
reino. Él no debería entrar en alianzas secretas con competidores o
con otros cuyos intereses sean adversos, como el mundo, la carne
o el diablo.
El capital que aportará cada uno de los socios. En este punto,
nos encontramos cara a cara con nuestra bancarrota espiritual.
¿Qué tenemos para aportar? James M. Gray establece nuestra po­
sición en un verso:

Nada he obtenido sino lo que he recibido,


la gracia me ha concedido lo que he creído.
Una vez más digo que he aceptado,
solo soy un pecador, por gracia salvado.

Mi única contribución a los bienes de la sociedad es mi perso­


nalidad redimida con sus poderes y posibilidades. Puesto que fui
hecho “a la imagen de Dios”, soy aceptable para mi Socio a pesar
de mi miseria. Así que presento mi aporte:

Todo para Cristo, todo para Cristo,


todos los poderes de mi ser redimidos,
todos mis pensamientos, palabras y acciones,
todas mis horas, mis días todos.
52 Discipulado espiritual

Pero ¿con qué contribuirá el Espíritu Santo? Él ha sido au­


torizado a hacer que “las inescrutables riquezas de Cristo” estén
disponibles para nosotros (Ef. 3:8). “Todos los tesoros de la sa­
biduría y del conocimiento” son parte del capital (Col. 2:3). ¿Por
qué no nos apropiamos más de lo que ha sido dado a fin de adies­
trarnos para un servicio eficaz?
Un día, un joven emprendió un negocio que se expandió rá­
pidamente. Era bastante desconocido en los círculos comerciales,
y él mismo tenía poco capital. Sin embargo, no aparentaba estar
abochornado financieramente. Lo que los demás no sabían era que
un hombre rico anónimo, al discernir las capacidades del joven, le
había dicho: “Si comienzas un negocio, yo te sostendré financiera­
mente”. El misterio se resolvió. Es en este sentido que el Espíritu
Santo es nuestro Bienhechor divino.
En el caso de que surja algún desacuerdo o disputa, el asunto será
remitido a un árbitro. ¿Quién es el árbitro si no cumplo con los tér­
minos del contrato de la sociedad? Si la paloma de la paz ha volado
y dejado mi corazón, esa será una evidencia de que no estoy en ar­
monía con mi Socio mayoritario; habré herido al Espíritu Santo. Una
confesión honesta del pecado y la falla, y una renovación de la obe­
diencia asegurarán el regreso de la paloma de la paz. Una traducción
de Filipenses 4:7 lo expresa de esta manera: “Y la paz de Dios ocupará
el trono en vuestro corazón como el árbitro de todas las disputas”.
La distribución de las utilidades. En nuestra sociedad con el
Espíritu Santo, siempre se nos atribuye lo mejor del convenio. A
diferencia de otros socios, Él no busca nada para sí. A pesar de
nuestra contribución insignificante de capital, Él nos cede todas
las utilidades, y somos constituidos “...herederos de Dios y cohe­
rederos con Cristo” (Ro. 8:17).

LOS PRIVILEGIOS DE LA SOCIEDAD


¡Qué abundantes beneficios obtenemos mediante nuestra so­
ciedad con el representante del Señor en la tierra!
En el estudio bíblico. El Espíritu de la verdad es tanto el inspi­
rador como el intérprete de las Escrituras. Él ilumina las páginas
sagradas mientras las recorremos bajo su guía. Se deleita en re­
velar, ante nuestros ojos, las glorias, las virtudes y los logros del
Salvador. Él imparte la “iluminación del conocimiento de la gloria
de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6).
El Socio mayoritario del discípulo 53

En la vida de oración. A Él se lo llama “espíritu de gracia y


oración” (Zac. 12:10) y, en ese rol, Él “nos ayuda en nuestra debi­
lidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos...”
(Ro. 8:26). Gran parte de la infecundidad de nuestras vidas de
oración puede atribuirse a que no nos apropiamos de la ayuda
prometida por nuestro Socio.
En nuestro servicio. Podemos recurrir a su inmenso poder para
que nos capacite para hacer todo lo que esté de acuerdo a la vo­
luntad de Dios. El Cristo resucitado prometió esta capacitación:
“...recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu
Santo...” (Hch. 1:8).
En nuestro carácter. La pasión del Espíritu Santo nos transfor­
mará a semejanza de Cristo, como insinúa Pablo:

Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en


un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria
en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor
(2 Co. 3:18).

Debido a la luz vertida sobre ella, deberíamos atribuirle un


mayor significado a esta bendición tan conocida.
7
La servidumbre del
DISCÍPULO

“...Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve”.


Lucas 22:27

"...El siervo no es mayor que su señor...”.


Juan 15:20

n la profecía de Isaías, la frase “siervo de Jehová” se utiliza

E en tres sentidos diferentes: se usa para referirse a la nación

de Israel: “Pero tú, Israel, siervo mío eres; tú, Jacob, a


quien yo escogí... te dije: Mi siervo eres tú...” (Is. 41:8-9). Se usa
para referirse a los hijos de Dios: “Esta es la herencia de los siervos
de Jehová, y su salvación de mí vendrá, dijo Jehová” (54:17). Y se
usa para referirse, por adelantado, al Mesías, Cristo: “He aquí mi
siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene con­
tentamiento...” (42:1).
Dios eligió a Israel de entre las naciones para que lo representara
en la tierra y para que hiera una luz entre los pueblos paganos del
mundo. Sin embargo, esta siempre le fallaba. Cristo, el Mesías pro­
metido, rindió la devoción y el servicio perfecto que Israel no pudo
rendir, y cumplió con los ideales más elevados tanto de su Padre
como del hombre. En el capítulo 42:1-4, un pasaje mesiánico, Isaías
describe al Siervo ideal de Jehová y las cualidades que Él presentará.
En el episodio en el que Jesús lavó los pies de sus discípulos
como un siervo, Él les dijo: “Porque ejemplo os he dado, para
que como yo os he hecho, vosotros también hagáis... El siervo no
es mayor que su señor...” (Jn. 13:15-16). Su actitud es el modelo
para el discípulo. Solo dos veces se establece específicamente en las
54
La servidumbre del discípulo 55

Escrituras que Cristo debe ser nuestro ejemplo: una vez, en rela­
ción con el servicio y, significativamente, la otra, en relación con el
sufrimiento (1 P. 2:21).
La revelación suprema del servicio humilde registrado en Juan
13 no era un oficio nuevo para nuestro Señor, pues Él es “el mismo
hoy, y ayer y por los siglos” (He.13:8). Solo estaba manifestando
en ese momento lo que había sido siempre en la eternidad. En
aquella ocasión Él puso de manifiesto el principio básico del ser­
vicio: el mayor honor reside en el servicio más humilde. Él nos
reveló que la vida de Dios está al servicio de la humanidad. No hay
nadie tan perpetuamente disponible como Él. Él gobierna a todos
porque sirve a todos.
Jesús no fue un revolucionario en el sentido político, pero en
ningún ámbito su enseñanza fue más revolucionaria que en el li­
derazgo espiritual. En el mundo contemporáneo, la palabra siervo
tiene una connotación humilde, pero Jesús la equiparó a la gran­
deza: “...el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro
servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de
todos” (Mr. 10:43-44).
La mayoría de nosotros no tiene objeciones en ser amo y
señor, pero la servidumbre y la esclavitud son poco atractivas. Y,
sin embargo, esa es la forma en que actuó el Maestro. Aunque Él
sabía que un concepto mundano como ese no sería bienvenido en
un mundo de hombres indulgentes y de amor fácil, no rebajó sus
normas para atraer discípulos.
Cabe advertir que al mencionar la primacía de la servidumbre
en su reino, Él no tenía en mente meros actos de servicio, puesto
que estos pueden realizarse a partir de motivaciones muy dudosas.
Él se refería al espíritu de servidumbre.
Los principios de la vida del Señor que deben reproducirse en
la vida de aquellos que somos sus discípulos incluyen:

Dependencia

“He aquí mi siervo; yo le sostendré...” (Is. 42:1).

Este es uno de los aspectos asombrosos del hecho de que Cristo


se despojara a sí mismo en su encarnación. Al volverse hombre, Jesús
no se deshizo de ninguno de sus atributos o privilegios divinos, sino
56 Discipulado espiritual

que se despojó de su voluntad y autosuficiencia. Si bien Él, “quien


sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (He. 1:3), se
identificó estrechamente con nosotros en todas las enfermedades de
la naturaleza humana, aunque sin pecado, también necesitó un res­
paldo divino. Sus palabras lo testifican: “...No puede el Hijo hacer
nada por sí mismo...” (Jn. 5:19); “...Mi doctrina no es mía, sino de
aquel que me envió” (Jn. 7:16); “...la palabra que habéis oído no es
mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14:24).
Tomados en conjunto, esos versículos indican que Jesús eligió
depender de su Padre, tanto de sus palabras como de sus obras.
¿Somos nosotros tan dependientes como lo fue Él? Esta para­
doja divina es uno de los aspectos asombrosos de su encarnación,
cuando adoptó “forma de siervo” (Fil. 2:7). El Espíritu Santo
podrá usarnos en la medida en que adoptemos la misma actitud.
El peligro es que seamos demasiado independientes.

Aceptación

“...mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento...”


(Is. 42:1).

Aunque el Padre estaba descontento con Israel, su siervo, se


complacía en las actitudes y logros de su Hijo. En dos ocasiones,
rompió el silencio de la eternidad para declararle su contenta­
miento a su Hijo. Cristo fue un siervo que nunca dejó de despedir,
en todas partes, la fragancia de un ministerio abnegado. Dicha
fragancia ascendía al cielo como una nube aromática. Nosotros
también somos escogidos por Dios, “aceptados en Él”.

Modestia

“No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles”


(Is. 42:2).

Nuestra interpretación es la siguiente: “No hablará fuerte ni


gritará”. El ministerio del siervo de Dios no debería ser estridente
ni ostentoso, sino modesto y recatado. Esa es una cualidad muy
deseable en una época de flagrante propaganda de uno mismo, y
de una televisión atrevida y descarada.
La servidumbre del discípulo 57

El diablo tentó a Jesús en este punto cuando lo desafió a ge­


nerar una conmoción al saltar desde el pináculo del templo, pero
Él no cayó en el engaño del tentador. Por el contrario, silenció a
los que pregonaban sus milagros en todas partes. Con frecuencia,
podía recluirse de la adulación de la multitud. No realizó ningún
milagro para incrementar su prestigio.
Se registra que los querubines, esos siervos angélicos del Señor,
usaban cuatro de sus seis alas para ocultar sus rostros y sus pies: una
representación gráfica de contentamiento en el servicio oculto.

Compasión

“No quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que hu­


meare...” (Is. 42:3).

El débil y el que falla, con frecuencia, son aplastados bajo el paso


insensible de sus semejantes, pero el Siervo ideal se especializa en mi­
nistrar a los que generalmente son desdeñados o ignorados. Ninguna
vida está tan lesionada y quebrada que Él no pueda restaurarla.
Los trabajadores cristianos ambiciosos y egoístas, como el sa­
cerdote y el levita, pasan por la calle de enfrente para dedicarse a
un estrato más elevado de la sociedad. No están dispuestos a seguir
enseñando la sustancia del evangelio a los simples creyentes, o a
dedicarse a alentar a los descarriados para que vuelvan a su senda;
quieren un ministerio más digno de sus facultades.
Sin embargo, Jesús encontraba deleite y satisfacción en reba­
jarse a servir a los que la mayoría optaba por ignorar. Su cuidado
hábil y amoroso hacía que la caña quebrada pudiera volver a estar
firme y que la mecha mortecina se avivara y volviera a brillar. Él
nunca aplastaba ni condenaba al pecador. Es una tarea noble ocu­
parse de los que el mundo ignora.
¡Cuán mortecina fue la mecha de Pedro en el pretorio de
Dilato! Pero qué llama brillante ardió el día de Pentecostés. El
mismo Maestro avivó la chispa de tal manera en esa entrevista pri­
vada, que encendió la conflagración de Pentecostés.
E. Stanley Jones dijo: “Jesús era paciente y esperanzado con
los débiles, los vacilantes y los pecadores. Y, sin embargo, Él no
transigía ni se adaptaba a sus fallas y pecados. Los sostenía en vic­
toria y no en derrota”.
58 Discipulado espiritual

Optimismo

“No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra


justicia...” (Is. 42:4).

Otra versión dice: “No se descorazonará ni se abrumará”. Un


pesimista nunca podrá ser un líder inspirador. Buscaremos en vano
el pesimismo en la vida o el ministerio del Siervo. Él era realista,
no pesimista. Demostró una confianza inconmovible en el cumpli­
miento de los propósitos de su Padre y en la venida del reino.
No es casualidad que las palabras “cansará” y “desmayará”
del versículo 4, en el original, sean las mismas que “quebrará” y
“apagará” del versículo 3. La implicación es que si bien el Siervo
de Dios participa de un ministerio hospitalario a cañas quebradas y
pabilos humeantes, Él no es ni una cosa ni la otra. Los elementos
esenciales de la esperanza y el optimismo están fundados en el
logro de su objetivo.

Unción

“He aquí mi siervo... he puesto sobre él mi Espíritu”


(Is. 42:1).

Por sí solas, las cinco cualidades precedentes serán insuficientes


para el servicio divino. En realidad, el discípulo necesita un toque
sobrenatural. Eso fue provisto para el Siervo ideal de Dios en la
unción del Espíritu. “cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y
con poder a Jesús de Nazaret... éste anduvo haciendo bienes y
sanando a todos los oprimidos por el diablo...” (Hch. 10:38).
Todo lo que Él hizo fue a través de la potestad del Espíritu
Santo. Hasta que el Espíritu descendió sobre Él en su bautismo,
Jesús no generó ninguna conmoción en Nazaret; luego comen­
zaron a ocurrir sucesos que sacudieron el mundo.
El mismo Espíritu y la misma unción están disponibles para
nosotros. No deberíamos intentar hacer lo que nuestro Ejemplo
divino no haría: embarcarnos en el ministerio sin ser ungidos por
el Espíritu.
Dios no da el Espíritu por medida (Jn. 3:34), solo nuestra
capacidad de recibir es lo que regula su provisión (Fil. 1:9). Lo
La servidumbre del discípulo 59

que le sucedió a nuestro Señor en el Jordán, y a los ciento veinte


cuando “fueron llenos del Espíritu” en el día de Pentecostés, debe
sucedemos para poder cumplir con el ideal de Dios para nosotros
como sus siervos.

LOS MINISTERIOS DEL SIERVO


El discípulo es llamado para que sea tanto un ministro como
un sacerdote: “Y vosotros seréis llamados sacerdotes de Jehová,
ministros de nuestro Dios seréis llamados...” (Is. 61:6).
Los sacerdotes ministraban al Señor. Los levitas ministraban a
sus hermanos. Es privilegio del discípulo ministrar a ambos, y por
ende, debemos mantener en equilibrio la adoración a Dios y el ser­
vicio al hombre. Debemos ofrecer sacrificios espirituales en el san­
tuario y participar también en otros deberes de la casa de Dios.
El Siervo es responsable de transmitir la luz del evangelio,
como una luz a las naciones, y de rescatar a los cautivos de la
cárcel del pecado (Is. 42:6-7). Pero su responsabilidad suprema es
la de glorificar a Dios. “...Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti
me gloriaré” (Is. 49:3).
Al analizar su vida terrenal, el Siervo ideal resumió todo en una
oración, que debemos imitar: “Yo te he glorificado en la tierra; he
acabado la obra que me diste que hiciese” (Jn. 17:4).
8
La ambición del
DISCÍPULO

“Por eso, ya sea presentes o ausentes,


ambicionamos serle agradables”.
2 Corintios 5:9, BLA

s responsabilidad del discípulo ser lo mejor posible para

E Dios. Complacerlo es una meta sumamente valiosa. Él


quiere que concretemos el propósito pleno de la crea­
ción; no desea que nos contentemos con la insulsa mediocridad.
Muchos no logran nada significativo para Dios o para el hombre
porque carecen de una ambición imperante. Nunca se logró un
gran cometido sin entregarse a él totalmente motivado por una
digna ambición.
Fred Mitchell era farmacéutico antes de convertirse en el di­
rector británico de Misión al Interior de la China. Me dijo que
cuando era estudiante, él y un amigo hicieron un curso de opto-
metría. Un día, el último pronunció algo asombroso que bordeaba
el reino de la fantasía:
—Un día seré el optometrista del rey Jorge —dijo.
Con un escepticismo predecible, Fred respondió:
— ¿Ah, sí?
Más tarde, Fred me preguntó:
— ¿Sabes quién es el optometrista del rey hoy día? El mismo
joven.
Él estaba cautivado por una ambición maestra que canalizó su
vida en una única dirección, y logró su meta.
Haríamos bien en preguntarnos si contamos con alguna am­
bición claramente definida como aquella. ¿Estamos sacándole el

60
La ambición del discípulo 61

mayor provecho a nuestra vida? ¿Estamos ejerciendo la máxima


influencia para nuestro Señor?

El lugar de la ambición
Nuestra palabra en español ambición no proviene del Nuevo
Testamento. Deriva del latín y tiene la distinción incierta de sig­
nificar “enfrentar ambos caminos para obtener un objetivo”. Una
ilustración moderna de esta palabra podrían ser las tácticas elec­
torales de un político sin principios y ambivalente que recorre las
calles para recolectar votos.
La ambición mundana puede tener una variedad de ingre­
dientes, pero por lo general, hay tres líneas principales: la popula­
ridad, la fama, el deseo de constituirse una reputación; el poder,
el deseo de ejercer autoridad sobre los compañeros de uno; la
riqueza, el deseo de amasar una fortuna, con el poder que eso
conlleva. El defecto fatal de este tipo de ambiciones es que todas
se concentran en el yo.
Incluso los autores seculares han visto el lado desagradable de
dicha ambición, que ha sido razonablemente denominada “la úl­
tima enfermedad de las mentes nobles”. Con esta perspectiva mis­
teriosa del corazón del hombre, Shakespeare puso estas palabras
en boca del cardenal Wolsey: “Cromwell, te acuso, desecha tus
ambiciones. Por ese pecado cayeron los ángeles, entonces, ¿cómo
puede esperar el hombre, la imagen de su Creador, obtener ga­
nancia de ellas?”.
Pero no todas las ambiciones merecen esta crítica severa. Pablo
usó una palabra que tenía un ancestro más noble y que podría
traducirse como “un amor de honor”. Así 2 Corintios 5:9, podría
traducirse: “Así que para nosotros es una cuestión de honor serle
agradables”.
Además, Pablo afirma que “...si alguno anhela obispado,
buena obra desea” (1 Ti. 3:1); por supuesto, en este respecto lo
que motiva el deseo o ambición podría ser el factor determinante.
Demasiados discípulos están contentos con el status quo y no ate­
soran ninguna ambición para mejorar su condición espiritual y
cumplir con un ministerio más útil.
Por orden del Señor, Jeremías le comunicó a Baruc la ex­
hortación divina: “¿Y tú buscas para ti grandezas? No las bus­
ques...” (Jer. 45:5, cursivas añadidas). Esta reprimenda no fue
62 Discipulado espiritual

una prohibición general en contra de la ambición. Las palabras en


cuestión son “para ti”. A Baruc se le aconsejó que abjurara de una
ambición egocéntrica. Jesús aclaró que una gran ambición no tiene
por qué ser pecaminosa (Mr. 10:43). Lo que Él denigraba era una
gran ambición por motivaciones indignas. Dios necesita a grandes
personas cuya ambición principal sea glorificarlo.

La prueba de la ambición
Jacobo y Juan fueron hombres ambiciosos, pero su ambición
era casi totalmente egocéntrica y, por ende, indigna. Su codicia
se manifiesta en la petición que le hacen al Señor: “Concédenos
que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro
a tu izquierda” (Mr. 10:37). ¡En realidad le pidieron que les
reservara los mejores lugares para ellos en el reino venidero!
El regaño que recibieron fue merecedor de un egoísmo total y
genuino: “Pero no será así entre vosotros...” (v. 43). El reino
de Dios está basado en el sacrificio propio, no en el egoísmo.
Jacobo y Juan pedían una corona de gloria; Jesús eligió una co­
rona de espinas. Querían reinar por sobre sus compañeros; Él les
dijo que el camino hacia la grandeza era a través del servicio, no
del gobierno. Esta es una lección sumamente importante que el
discípulo debe aprender.
La ambición del conde Nikolaus Zinzendorf, fundador de la
gran iglesia misionera morava, se observa en estas palabras: “Tengo
una sola pasión: ¡Él y solo Él!”. La pasión y la ambición centradas
en Cristo estaban grabadas en la iglesia que él conducía. Fue pio­
nero de un programa de misiones mundiales en una época en que
los misioneros eran pocos. Durante cien años, allí surgía de día y
de noche una corriente constante de oración desde la iglesia de
Herrnhutt. La suya era una ambición valiosa que basaba su centro
en Cristo y alcanzaba al mundo.
Podemos probar la calidad de nuestras propias ambiciones con
esta vara de medir: “¿La satisfacción de mi ambición traerá gloria a
Dios y me hará más útil para llegar a un mundo perdido?”.

Una ambición maestra


David Brainerd, uno de los primeros misioneros de los Estados
Unidos que fue a la India, estaba tan consumido con una pasión
por la gloria de Cristo en la salvación de las almas que afirmaba:
La AMBICIÓN DEL DISCÍPULO 63

“No me importa cómo ni dónde haya vivido, ni cuántas dificul­


tades haya atravesado, para poder ganar almas para Cristo”.
Pablo era un hombre apasionadamente ambicioso, incluso antes
de su conversión, no podía hacer las cosas a medias. “En el judaismo
aventajaba a muchos... siendo mucho más celoso de las tradiciones
de mis padres”, declaró. Siempre impaciente por el restrictivo status
quo, constantemente se esforzaba hacia nuevas metas y horizontes.
En él había una compulsión que no toleraba la negación.
Su conversión no apagó la llama de su celo, sino que la hizo
más fuerte aún. Mientras que su antigua ambición había sido bo­
rrar el nombre de Jesús y exterminar su Iglesia, ahora sentía la pa­
sión de exaltar el nombre de Cristo, establecer y edificar su Iglesia.
Su nueva ambición halló su centro en la gloria del Señor y el
avance de su reino.
Más tarde, en su vida, Pablo escribió:

Y de esta forma me esforcé en predicar el evangelio, no donde


Cristo ya hubiese sido nombrado, para no edificar sobre funda­
mento ajeno, sino, como está escrito: Aquellos a los que nunca
les fue anunciado acerca de él, verán; y los que nunca han oído
de él, entenderán (Rm. 15:20-21).

Un autor sugirió que Pablo sufría de claustrofobia espiritual.


Su temprana comisión había sido: “Ve... lejos a los gentiles” (Hch.
22:21), y él tenía la ambición de cumplir con lo que se le había
confiado. Estaba acosado por las “regiones lejanas”, y todo verda­
dero discípulo debe comunicar esa ambición.
Henry Martyn, brillante erudito y galante misionero, expresó
su ambición maestra con estas palabras: “No deseo encenderme
por la avaricia, encenderme por la ambición, encenderme por el
yo, sino buscar el gran Holocausto, encenderme por Dios y por
su mundo”.
La ambición de Pablo estaba alimentada por dos motivaciones
poderosas. Primero, el amor de Cristo que lo “constreñía”, no le
dejaba otra opción (2 Co. 5:14). Ese era el amor que había cau­
tivado y quebrantado su corazón rebelde. En segundo lugar, era
un sentido de obligación sin escapatoria. Dijo: “A griegos y a no
griegos, a sabios y a no sabios soy deudor” (Ro. 1:14). Puesto que
todos los hombres estaban incluidos en el alcance de la salvación
64 Discipulado espiritual

de Cristo, él se sentía en deuda del mismo modo con todas las


clases. El estatus social, la pobreza, el analfabetismo, todo era irre­
levante para él. Su ambición se canalizaba por una sola vía —“pero
una cosa hago”—, que unificó su vida entera.
Con razón tuvo éxito frente a las grandes dificultades que tuvo
que enfrentar cuando estuvo dispuesto a pagar el precio de la exce­
lencia espiritual. En su gran poema Saint Paul [San Pablo], F. W.
H. Myers destaca esto:

Cuánto me he arrodillado por mi aspiración,


todas las noches despierto sin respuesta,
asombrado y sorprendido ante una aspiración inmensa,
absorto en la absoluta agonía de la oración.

En el funeral de Dawson Trotman, fundador de Los Navegantes


tan difundido en el mundo, Billy Graham fue el encargado de dar
el sermón. Durante su discurso, dijo esta frase reveladora: “He
aquí un hombre que no dijo: ‘Tengo un ligero interés por estas
cuarenta cosas’, sino: ‘Haré solo una cosa’”. Una ambición maestra
tal como esa vence todos los obstáculos y sigue luchando ante las
dificultades y los desalientos.
Nuestro Señor estaba sumido en una ambición maestra que
integraba toda su vida. Se la puede resumir en una sola frase: “He
aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad...” (He. 10:7).
Cuando al final de la vida ofreció su maravillosa oración de sumo
sacerdote, pudo decir que había llegado a realizar esa ambición:
“Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste
que hiciese” (Jn. 17:4).

La ambición disputada
Al igual que lo fríe con el Maestro, la ambición del discípulo
será desafiada en todo momento. Muchas cosas podían debilitar
la resolución de Cristo y desviarlo de su propósito: la maldad de
sus enemigos, la inconstancia de sus amigos e incluso el intento de
disuasión de sus amigos íntimos.
A través de años de desilusiones cada vez mayores, José man­
tuvo su integridad y lealtad a su Dios. Un día, mientras hacía sus
tareas, fue seducido por la esposa de su amo Potifar. Su propósito
devoto de mantenerse puro lo mantuvo firme ante el primer efecto
LA ambición del discípulo 65

de la inesperada tentación. Pero había un ataque que se repetía


constantemente: “Hablando ella a José cada día, y no escuchán­
dola él para acostarse al lado de ella, para estar con ella” (Gn.
39:10). Su propósito era retado cada día. El diablo es un tentador
persistente.
Un estudio de las vidas de los hombres y de las mujeres que
han logrado grandes cosas para Cristo y su Iglesia revela que tienen
algo en común: han atesorado una ambición maestra. Jonathan
Edwards, notable evangelista y educador, declaró: “Viviré con
toda mi vida mientras viva”. El fundador del Ejército de Salvación,
William Booth, afirmó: “Hasta donde yo sé, Dios ha obtenido
todo lo que había en mí”.
Con todos los recursos de Dios a nuestra disposición, no ne­
cesitamos recurrir a nuestra debilidad o incompetencia como una
excusa de un mal desempeño. El menos prometedor de entre no­
sotros aun así podría ser usado grandemente por Dios.
Thomas Scott (1747-1821) era el burro de su escuela. Los
maestros esperaban poco de él, así que ¿para qué molestarse? Pero
solo había que despertar su cerebro y su corazón. Un día, la decla­
ración de uno de sus maestros penetró en su ser más profundo.
En ese momento y en esa oportunidad, se formó un propósito
resuelto, una ambición maestra. Si bien su progreso fue lento, los
maestros advirtieron una diferencia. Creció y se convirtió en un
hombre fuerte y digno; sucedió al ex tratante de esclavos John
Newton, compositor del himno “Sublime gracia”, como rector
de la iglesia en Aston Sandford. También escribió un comentario
grande y valioso sobre toda la Biblia, que tuvo una gran influencia
en su generación. Tan valiosa fue la obra de este ex burro que el co­
mentario todavía está disponible hoy día en los Estados Unidos.
Otros miembros de la clase han pasado al olvido. Del que
menos se esperaba, y que trabajó bajo las mayores dificultades, es
aquel cuyo nombre e influencia persisten. Y todo por quedar cau­
tivo de una ambición maestra.
En un artículo de la revista Crusade [La cruzada], John R. W.
Stott dijo lo siguiente acerca de una falta de ambición digna en
nuestros días:

El lema de nuestra generación es: “Primero la seguridad”.


Muchos jóvenes están buscando un trabajo seguro en el que
66 Discipulado espiritual

puedan construir su nido, asegurar su futuro, asegurar sus vidas,


reducir todos los riesgos y retirarse con una gran jubilación.
No hay nada malo en proveer para nuestro futuro, pero este-
espíritu penetra en nuestra vida hasta que esta se vuelve frágil y
delicada, sin ningún rastro de aventura. Estamos tan envueltos
en algodones que tampoco podemos sentir el dolor del mundo
ni oír la Palabra de Dios...
Jesús no permaneció en la inmunidad social del cielo ni se
ocultó en la seguridad que este le proporcionaba. Ingresó en
la zona de peligro, arriesgándose a la contaminación... ¿Cómo
podemos hacer que nuestra ambición sea segura?

Si adoptamos la ambición de Pablo de “serle agradables”,


descubriremos que al mismo tiempo estamos siendo agradables a
todos los demás a los que vale la pena serle agradables.
9
El amor del discípulo
“...un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho
precio... podía haberse vendido por más de trescientos denarios...”.
Marcos 14:3, 5

l episodio relatado en Marcos 14:1-9, en el que una mujer

E rompió un vaso que contenía un perfume caro y lo derramó


sobre la cabeza de Jesús, es un brillante ejemplo de la extra­
vagancia del amor. El contexto de la acción resaltaba el gozo y el
consuelo que le debe haber dado al Señor cuando la sombra de la
cruz se cernía amenazante.
Ese gesto de amor tuvo lugar cuando “buscaban los principales
sacerdotes y los escribas cómo prenderle por engaño y matarle” (v.
1). Ese odio implacable del hombre religioso sirvió como un telón
de fondo oscuro para el amor devoto de una discípula.
La escena concluye con una nota igualmente sombría:
“Entonces Judas Iscariote, uno de los doce, fue a los principales
sacerdotes para entregárselo. Ellos, al oírlo, se alegraron, y prome­
tieron darle dinero. Y Judas buscaba oportunidad para entregarle”
(vv. 10-11). Entre esos dos sórdidos acontecimientos, se produjo
una de las escenas más conmovedoras de la vida del Señor.
La identidad de la mujer anónima ha sido ampliamente deba­
tida, pero existen algunas bases para pensar que pudo haber sido
María de Betania, y yo seguiré esa idea. En los Evangelios, las mu­
jeres a menudo realizaban un ministerio especial para el Señor, y
esta fue una de esas ocasiones. En Oriente era una práctica común
rociar algunas gotas de aceite sobre la cabeza de un invitado. El
aceite costaba apenas unos centavos.
En el hogar de Simón, el leproso, se estaba celebrando un ban­
quete en honor al Señor. ¿Era el leproso el padre de Marta, María

67
68 Discipulado espiritual

y Lázaro? ¿Vivía en una casa separada por ser leproso? Estas son
preguntas a las que las Escrituras no les dan respuesta.
Mientras Jesús se reclinaba sobre la mesa, María vino “con
un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho
precio... se lo derramó sobre su cabeza” (v. 3). Este era el más
costoso de todos los aceites perfumados del mundo. Algunos
ingredientes provenían del distante Himalaya, y se reservaban
para el uso de la realeza y de los muy ricos. Marcos registra
que su valor superaba los trescientos denarios, que era más del
salario de un año.
Deténgase y piense en el salario promedio, y tendrá una idea
del costo del impulsivo acto de amor de María. En un instante, se
había gastado más del salario de un año, al parecer sin un propó­
sito útil. Lo importante es que no vertió solo algunas gotas sobre
la cabeza del Señor, ella quebró el vaso de alabastro y, con mano
generosa, derramó todo el perfume sobre su cabeza.

La evaluación de los discípulos

“...¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?” (v. 4).

Fue una total extravagancia. ¿Por qué la mujer sería tan derro­
chadora, cuando hubieran bastado algunas pocas gotas? La pru­
dencia y la parsimonia, junto a un cálculo frío, dictarían cuánto
sería suficiente para la ocasión. Para ellos era un asunto de utilidad
y pérdida. Para María era el momento supremo de su vida, el mo­
mento en que manifestó su amor puro por el Señor.
Si María hubiese usado unas pocas gotas de perfume, como
ellos sugerían, la historia nunca hubiera trascendido con el paso
de los siglos, ni se hubieran estimulado otros corazones con
una expresión similar de amor que tanto significa para el Señor.
¿Calculamos nuestros presentes para Él, midiendo cuidadosamente
la inversión de tiempo y esfuerzo que dedicamos en los intereses
de su reino? Su corazón se conduele por el abandono del amor, y
su obra languidece cuando este está ausente.
David estableció un ejemplo para nosotros cuando se negó a
aceptar los trillos de Arauna como regalo: “No ofreceré a Jehová
mi Dios holocaustos que no me cuesten nada” (2 S. 24:24).
“¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?”.
El AMOR DEL DISCÍPULO 69

Fue un desperdicio. ¿Por qué no hacer algo útil con el dinero


que se conseguiría al venderlo en el mercado? ¿Por qué no ser prác­
tico? “Uno sirve mejor a Dios sirviendo a sus criaturas”. ¡Piense en
la cantidad de personas pobres que se podrían haber alimentado!
Es cierto, hubiera dado de comer a muchos, pero gracias a Dios
que no se vendió.
En su ministerio, Jesús había demostrado en muchas ocasiones
que Él no era indiferente a la difícil condición del pobre. Siempre
estaba ministrando a sus necesidades físicas y espirituales. Debe
haberle dolido profundamente a María cuando ellos le reprocharon
con tanta dureza.
Ella pudo haber tenido varias opciones: (1) podría haber ven­
dido el perfume, convertirlo en dinero en efectivo y haber hecho
algo “útil” con él; (2) podría haberlo guardado como una provi­
sión para su vejez; (3) podría haberlo usado en sí misma, para ser
más bella a los ojos del Señor; (4) podría haberlo dejado hasta que
fuera demasiado tarde.
¿No tenemos, de alguna manera, opciones similares disponi­
bles para nosotros en nuestra relación con el Señor?
“¡Qué desperdicio!”, dijeron cuando el brillante erudito de
Cambridge, Henry Martyn, que a la edad de veinte años había
obtenido el mayor premio en matemáticas que el mundo pudiera
ofrecer, dejó atrás todo durante siete años de trabajo misionero.
Pero en esos siete años, le entregó al mundo el Nuevo Testamento
en tres de los principales idiomas del Oriente.
“¡Qué desperdicio!”, dijeron cuando William Borden, here­
dero de los millones de los Borden, le dio la espalda al futuro
promisorio que le aguardaba para convertirse en un misionero
entre los musulmanes y murió antes de llegar al campo. Pero eso
demostró ser un desperdicio fructífero, puesto que su biografía,
Borden of Yale [Borden de Yale], ha motivado a miles hacia el
campo misionero.
Tal vez, Dios no sea tan económico y materialista como lo
somos nosotros. Vaya derroche y prodigalidad que observamos en
su creación. Pero hay algunas cosas del corazón y del espíritu que
no pueden medirse por el frío dinero en efectivo.
¿Cuánto sabemos, en la práctica, de esta inversión de noso­
tros mismos en su servicio que hacemos sencillamente por amor
a Él, aunque parezca derrochadora y extravagante? ¿O estamos
70 Discipulado espiritual

calculando mezquinamente lo que vamos a entregar de no­


sotros mismos? “El que siembra escasamente, también segará
escasamente”.

La evaluación de María
El vaso de perfume era su posesión más preciada. Pudo haber
sido herencia de su familia. No tenía necesidad de derramarlo
sobre el Señor. Podría haberlo usado para atraer la atención hacia
ella misma, pero no lo hizo.
¿Estamos usando los dones de Dios para nuestro ornato o los
estamos vertiendo a sus pies? El don de María fue la acción espon­
tánea, no calculada, de un amor abnegado. Su mayor deleite fue
invertir su tesoro más preciado sobre el que mucho amaba.
Una de las misioneras de la Comunidad Misionera de Ultramar
se estaba muriendo de cáncer. Su enfermedad la comenzó a azotar
cuando su única hija estaba a punto de partir hacia el campo mi­
sionero. Naturalmente, la hija quería quedarse y cuidar a su madre
en ese tiempo de necesidad. Ella podría haberse quedado con el
“vaso de perfume”; sin embargo, su fragancia hubiera sido un
derroche para ella. No permitió que su hija pospusiera su partida.
Las personas sin Cristo en esa tierra lejana tenían una necesidad
mayor que la de ella. Esta mujer opinaba que nada era demasiado
precioso para Jesús.

La evaluación de Cristo
Jesús regañó a los discípulos tan duramente como ellos habían
regañado a María: “Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Buena obra me
ha hecho. Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando
queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis”
(Mr. 14:6-7).
Por supuesto que debemos atender a los pobres, pero el Hijo
de Dios, lejos de su hogar, ansiaba una expresión personal de
amor; algo que fuera solo para Él, que proviniera de un amor puro
y abnegado, y María le ofreció justamente eso. De otro modo,
el derramamiento del perfume no habría tenido sentido. Todavía
significa mucho para el Señor cuando encuentra a alguien con un
corazón como el de María.
“Esta ha hecho lo que podía”, dijo Jesús de su acción. Había
muchas cosas que una mujer no podía hacer; pero ella hizo lo que
El amor del discípulo 71

podía. Derramó su perfume sobre la cabeza de Jesús como un acto


de amor, mientras Él aún podía apreciarlo.
La predicción del Señor en el versículo 9 se ha cumplido ma­
ravillosamente: “...dondequiera que se predique este evangelio, en
todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para me­
moria de ella” (cursivas añadidas). En esta enunciación, está im­
plícita la confianza invencible que Jesús tenía en que sus discípulos
llevarían su evangelio “en todo el mundo”. Y nosotros somos los
beneficiarios de esa promesa. El perfume de ese vaso roto nos ha
llegado dos mil años más tarde.
La acción de María no obtuvo aplausos de sus compañeros,
pero para su amado Maestro fue un oasis refrescante en medio del
desierto de la indiferencia y el odio del hombre.
¿Alguna vez hemos ofrecido un presente, hecho una acción,
y hemos vaciado nuestro frasco de perfume solo por puro amor a
Cristo? Él lo atesora más que todo nuestro servicio, puesto que el
amor que hay detrás del servicio es lo que produce la fragancia.
10
La madurez del discípulo
“... avancemos hacia la madurez...”.
Hebreos 6:1, BLA

l propósito revelado de Dios es el de producir discípulos

E que reflejen la humanidad perfecta de su Hijo tanto en la


vida personal como en el servicio cristiano. Esta es una
perspectiva atractiva; sin embargo, el ejemplo de la vida de nuestro
Señor supera tanto el nivel de nuestros logros que no es difícil
descorazonarse por la lentitud de nuestro progreso.
La madurez que Él tiene en mente no está confinada a la vida
espiritual, puesto que debe vivirse en el contexto del cuerpo. Esto
implica más que rendirse a Dios y dejar que Él obre, implica un
esfuerzo moral de nuestra parte; un esfuerzo moral, pero no neta­
mente un esfuerzo propio.
El arzobispo Westcott, en su comentario sobre Hebreos, trae
a colación este punto. Él sugiere que la frase “avancemos hacia la
madurez” puede tener tres traducciones, cada una de las cuales es
una advertencia contra un peligro:
Podríamos detenernos demasiado pronto. Podríamos creer que
hemos llegado. Pero el autor descarta la complacencia como lo
hizo Pablo: “No que lo haya alcanzado ya...” (Fil. 3:12). ¡No!
“Avancemos”. Hay más alturas para escalar.
Podríamos sucumbir al desaliento y desertar como hizo Juan
Marcos. ¡No! “Sigamos adelante”.
Podríamos sentir que debemos lograrlo solos. ¡No! “Dejemos que
nos asistan”. En nuestra búsqueda de la madurez espiritual, contamos
con la cooperación del Dios Trino. No se nos abandona en nuestros
esfuerzos insignificantes, sino que tenemos la promesa de la función
del Espíritu Santo que nos permite hacer su buena voluntad.

72
La madurez del discípulo 73

Se necesitan de las tres traducciones para transmitir el rico


significado del texto. La madurez en el reino espiritual no se logra
de un día para el otro, al igual que en el reino físico. Es un proceso
dinámico que continúa durante toda la vida.

Ayudas para la madurez


El aspirante a discípulo debería, igual que un alumno, estar
preparado para trabajar durante toda su carrera. No existe cosa
tal como madurez instantánea. Se requiere la misma diligencia y
disciplina que en una carrera universitaria para graduarnos en la
universidad de Dios.
Hay determinadas cosas que debemos hacer solos; Dios no las
hará por nosotros. Aunque en cierto aspecto es bueno rendirnos
a Él y dejar que obre, también puede ser peligroso, pues puede
inducirnos a una pasividad malsana. La autodisciplina y la perseve­
rancia son ingredientes esenciales.
La excelencia en el reino del intelecto, o de la música o del
deporte no es solo el trabajo del maestro; involucra la cooperación
activa del alumno y no puede lograrse sin una fuerte motivación y
un deliberado sacrificio.
No se logrará un crecimiento rápido en la madurez cristiana
hasta que se haya dado el primer paso indispensable de sumisión
al señorío de Cristo. La pregunta clave que determina si a Él se le
ha dado ese lugar de autoridad en la vida o no es: “¿Quién toma
las decisiones?”.
¿Qué dinámica nos llevará a la madurez? “...nosotros todos,
mirando [contemplando] a cara descubierta como en un espejo
la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la
misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18).
El medio objetivo de estar “mirando [contemplando] la gloria
del Señor” produce un resultado subjetivo, la transformación en
el discípulo que lo practica. Solemos convertirnos en aquellos
que admiramos. Robert Murray McCheyne acostumbraba decir:
“Mirar a Cristo salva, pero contemplar a Cristo santifica”. De esto
necesariamente se entiende que debemos apartar un tiempo para
permitir que el Espíritu efectúe la transformación.
A medida que dedicamos tiempo a contemplar al Cristo reve­
lado en las Escrituras y ansiamos parecemos más a Él, el Espíritu
Santo sigilosamente realiza el cambio progresivo. Él lo logra al
74 Discipulado espiritual

aumentar nuestras aspiraciones y revelar e impartir la gracia y las


virtudes de nuestro Señor en respuesta a nuestra confianza.

Aceptar la disciplina externa


Algunas experiencias de la vida acelerarán en gran medida el
proceso de madurez. Si bien los tres jóvenes hebreos (Dn. 3:16-29)
deben haberse desconcertado porque Dios no intervino para sal­
varlos, maduraron rápidamente en la experiencia del horno de
fuego; y también nosotros podemos madurar en nuestras pruebas.
Nuestra actitud determinará si la disciplina de Dios es una maldi­
ción o una bendición, si nos endulza o nos amarga.
Samuel Rutherford escribió: “¡Ah, lo que le debo al horno, al
fuego y al martillo de mi Señor!”. Dios ordena las circunstancias
de nuestras vidas con un cuidado meticuloso. Nunca se equivoca.
La presencia o la ausencia de madurez espiritual no puede ser
más evidente que en nuestra actitud ante las circunstancias cam­
biantes de la vida. Con demasiada frecuencia generan ansiedad,
enojo, frustración o amargura, mientras que el designio de Dios
siempre es para nuestro crecimiento espiritual. “[Dios nos disci­
plina] para lo que nos es provechoso...” (He. 12:10). Alguien dijo:
“Hay algo en cuanto a la madurez que viene a través de la adver­
sidad. Si no sufrimos un poco, ¡nunca dejamos de ser niños!”.
Pablo elaboró trabajosamente su testimonio de esa verdad
sobre el yunque de las adversidades. Lea el catálogo de sus pruebas
en 2 Corintios 11:23-28, y después escuche lo que dice:

“...he aprendido a contentarme, cualquiera sea mi situación. Sé


vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo
estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre,
así para tener abundancia como para padecer necesidad”
(Fil. 4:11-12, cursivas añadidas).

Eso es madurez espiritual. No es necesario decir que Pablo no


alcanzó esa posición victoriosa de la noche a la mañana. Fue un
costoso proceso de aprendizaje, pero mediante la dependencia del
Espíritu Santo, dominó esa lección tan difícil. El mismo Espíritu y
la misma gracia están disponibles para nosotros.
En una reunión de cristianos de la tercera edad, el orador
los asombró al decir: “No son sus arterias el problema, sino sus
La madurez del discípulo 75

actitudes”. Hay más que algo de verdad en esa afirmación. William


Barclay cuenta sobre una mujer que recientemente había perdido a
su esposo. Un amigo compasivo, al tratar de consolarla, le dijo:
—El sufrimiento le da color a la vida, ¿no es cierto?
—Sí, por supuesto —fue la respuesta—, pero trato de elegir los
colores.
Ella se estaba recuperando muy bien de su duelo. Los colores
que eligió no eran ni negro, ni púrpura.
En los días de la iglesia primitiva, había cuatro actitudes que las
personas adoptaban hacia las pruebas y los sufrimientos de la vida.
El fatalista consideraba todo lo que sucedía como algo inevi­
table e inalterable; por lo tanto, ¿para qué luchar en contra? ¿Por
qué no ignorarlo? El fatalista musulmán lo desestima al decir: “Es
la voluntad de Alá”.
La perspectiva estoica era que, puesto que uno no puede hacer
nada al respecto, hay que endurecerse, desafiar las circunstancias y
dejar que hagan lo peor.
La actitud epicúrea era: “Comamos, bebamos y seamos felices,
pues mañana moriremos”. Mitiguemos nuestros sentimientos al
concedernos los placeres sensuales de la vida.
Sin embargo, el discípulo maduro va más allá de someterse
tristemente a la voluntad inevitable e inalterable de Dios. No solo
acepta la voluntad del Padre, sino que la acepta con gozo, aunque
sea con lágrimas.
Respecto del dominio de las circunstancias que tenía Pablo,
nótese que fue un proceso, no una crisis. Su dominio abarcaba
todo tipo de circunstancias, desde la abundancia hasta la escasez.
El secreto de lo que decía se halla en Filipenses 4:13: “Todo lo
puedo en Cristo que me fortalece”. Fue debido a esta unión vital
con Cristo que pudo triunfar y contentarse. No huyó de las adver­
sidades, sino que las aceptó y les adjudicó su crecimiento espiri­
tual. Puesto que dependía tanto de Cristo, pudo ser independiente
de las circunstancias.

Cómo desarrollar actitudes correctas


RESPECTO A LA TENTACIÓN
Dios utiliza, incluso, las tentaciones que provienen de Satanás
para producir un carácter fuerte y maduro. Como aparece en la ver­
sión Reina-Valera, la palabra tentación se aplica tanto a la actividad
76 Discipulado espiritual

de Dios como de Satanás. En los idiomas originales, se emplean


dos palabras paralelas en hebreo y en griego, pero cada una en un
sentido diferente. Su significado es (1) probar, como se ve en el
proceso de refinamiento que separa la escoria de la aleación del oro
puro. Esta prueba proviene de Dios y siempre se utiliza en un buen
sentido; (2) tentar o sondear, a fin de encontrar un punto débil
que esté abierto al ataque. Casi siempre se utiliza con un sentido
malo. Puesto que Dios nunca tienta al hombre al mal (Stg. 1:13),
esta es una actividad de Satanás.
En la experiencia de José, se combinaron ambos aspectos, y
pueden rastrearse las dos experiencias en conflicto. El mismo José, al
revisar su pasado, pudo decirles a sus hermanos: “Vosotros pensas­
teis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien...” (Gn. 50:20).
Satanás tienta y seduce al discípulo para que peque. Dios prueba
al discípulo para producir el oro del carácter probado y conducirlo
a una mayor madurez espiritual. Santiago nos cuenta cuál es la ac­
titud correcta ante las pruebas: “Hermanos míos, tened por sumo
gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba
de vuestra fe produce paciencia... Bienaventurado el varón que
soporta la tentación...” (Stg. 1:2-3, 12).
El texto clásico sobre la tentación es:

No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana;


pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que
podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tenta­
ción la salida, para que podáis soportar (1 Co. 10:13).

Este pasaje está lleno de consuelo para el alma tentada. Nos


dice cuatro cosas de Dios que brindarán un soporte a la hora de
la tentación.
El es fiel. Dios no abandonará a los que, con confianza, van en
su búsqueda por ayuda y cuidado. Él será infaliblemente fiel a su
Palabra.
El es soberano. Dios controla las circunstancias de la vida y
limitará la fuerza de la tentación, puesto que conoce cuánto po­
demos soportar individualmente. Eso nos da la seguridad de que
podremos soportar la prueba.
El es imparcial. Dios asigna pruebas que son “comunes al
hombre”. En el fragor de la tentación, muchos sienten que son
La madurez del discípulo 77

los únicos que experimentan dicha prueba, pero no es así. Si bien


la tentación exacta podría ser diferente, los mismos principios y
válvulas de escape están disponibles para todos, del mismo modo.
Él es poderoso. Dios tiene una vía de escape para todo tipo
de tentación. La clave es estar cerca. La derrota puede evitarse.
La palabra traducida resistir o soportar significa “salir ileso”. Sin
embargo, debemos estar alertas a los engaños y las trampas del
enemigo, puesto que sus métodos son sutiles y solapados.
Nuestro enemigo elige astutamente sus tiempos. La tentación
a sentirse descorazonado y a huir le llegó a Elias cuando estaba
totalmente exhausto tanto física como emocionalmente. José fue
tentado por la esposa de Potifar cuando no había hombres en la
casa, y nadie más se hubiera enterado. Jonás encontró el barco a
Tarsis listo para zarpar cuando huía en desobediencia al mandato
divino. David fue tentado mientras estaba desatendiendo sus de­
beres reales y se entregaba a un relajamiento ilegítimo. Jesús fue
tentado por Satanás cuando había ayunado cuarenta días y estaba
bajo una presión espiritual intolerable.
Satanás eligió la ocasión en cada uno de los casos con una
habilidad diabólica, para que tuviera un máximo efecto. Cuán im­
portante, entonces, es la advertencia de Pedro: “Sed sobrios, y
velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente,
anda alrededor buscando a quién devorar” (1 P. 5:8).

Cómo cultivar hábitos correctos


En cierto sentido, la vida consiste mayormente en crear há­
bitos y romper hábitos, pues todos somos criaturas de costumbres.
Inconscientemente, estamos creando y rompiendo hábitos todo
el tiempo, y por ese motivo, este aspecto de la vida debe llevarse
bajo el control de Cristo. Es una parte esencial de la educación
del alma.
Es útil recordar que después de la conversión dejamos de ser
personalidades no regeneradas. Como Pablo escribió: “...si alguno
está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí
todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). Ahora el Espíritu Santo
mora en nosotros, cuyo supremo deseo es hacernos a la imagen
de Cristo. Con ese fin, Dios ha prometido proveer tanto el querer
como el hacer: “porque Dios es el que en vosotros produce así el
querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13). Nuestra
78 Discipulado espiritual

tarea consiste en relacionar estas verdades y promesas con el hecho


de crear y romper nuestros hábitos.
Todos tenemos malos hábitos, algunos de los cuales podrían
ser claramente malos. Otros podrían no ser inherentemente malos,
pero son inútiles. Tomemos, por ejemplo, el hábito de ser impun­
tual. Algunas personas siempre llegan tarde. Parece que no les
importara el tiempo que pierden otras personas. Esto se ha con­
vertido en un hábito profundamente arraigado. Dichas personas
deberían enfrentar seriamente las consecuencias de sus atrasos
frente a los demás, porque de eso se trata. Deberían establecerse
el firme propósito de adelantar su programa diez minutos, romper
con el antiguo hábito y crear uno nuevo. La ayuda del Espíritu
Santo siempre está disponible para crear un hábito nuevo y bueno,
pero somos nosotros los que debemos hacerlo. Dios no actúa en
lugar de nosotros: es una sociedad. Dios da el suelo, la semilla,
la lluvia. El hombre aporta la habilidad, el trabajo, el sudor. En
otras palabras, el discípulo debe trabajar en lo que Dios trabaja
(Fil. 2:12).
En la cultura del alma, ningún hábito es más crucial y for-
mativo que mantener una vida constante de devoción: un tiempo
periódico reservado para la comunión con Dios. No a todos les re­
sulta tan fácil, pero no puede exagerarse su importancia y su valor.
Dado que este es el caso, es razonable esperar que el hábito se con­
vierta en el centro de un ataque incesante de nuestro adversario.
Si bien puede que no siempre sea posible, hay un valor tanto
lógico como espiritual al observar la primera hora del día.

Nunca una palabra ni una acción


su niveo pergamino ha manchado,
llévale el nuevo día a Cristo
y consagra el día entero.
Luego no le temas a la anotación
que seguramente haya registrado,
haga lo que haga Cristo,
será, deberá, ser certero.

Hay tareas rutinarias para realizar durante las horas tardías del
día. Con frecuencia las interrupciones quiebran la rutina, pero a
pesar de estas, es sumamente útil establecer una rutina periódica
La madurez del discípulo 79

que nos permita aspirar el incienso del cielo antes de inhalar el


hollín y el humo de la tierra.
En la hora de quietud, podemos adaptar nuestra mente antes
de encontrarnos con personas o enfrentar problemas difíciles.
Podemos encomendar los deberes y responsabilidades del día a
Dios. Podemos memorizar un versículo de las Escrituras para me­
ditar durante el día. Deberíamos estar alertas a algún pensamiento
o mensaje especial durante nuestra lectura.
Podemos relacionar los principios de las Escrituras a los deta­
lles de la vida cotidiana, al recordar que la Biblia contiene principios
de guía, mandamientos para obedecer, advertencias para seguir,
ejemplos para imitar y promesas para reclamar.
Respecto a la oración en el momento de quietud, primero
debemos buscar y ser conscientes de la presencia de Dios. Él nos
ha dado palabras de aliento al respecto: “Acercaos a Dios, y él se
acercará a vosotros...” (Stg. 4:8). La comunicación tiene dos vías,
por lo que a veces es apropiado el silencio para poder oír la voz
de Dios.
Ore en voz alta si eso le ayuda a concentrarse. Si es difícil
encontrar privacidad, retráigase al interior de su ser. Por la noche,
analice el día con confesión y acción de gracias, y permita que sus
últimos pensamientos sean en Dios.
11
Las olimpíadas del
discípulo
“...Ejercítate para la piedad”.
1 Timoteo 4:7

or lo general, a los juegos olímpicos no se los relaciona con

P nada que tenga que ver con una naturaleza religiosa, pero los
que se celebraron en Melbourne, Australia, en 1956, fueron
una notable excepción. Una característica llamativa de la especta­
cular ceremonia de inauguración fue el canto impresionante de un
coro masivo que entonaba el “Aleluya” del Mesías de Handel.
Si bien su origen es pagano, el discípulo tiene mucho que aprender
de los juegos panhelénicos, de los cuales las olimpíadas son las más
famosas. Los autores del Nuevo Testamento, Pablo en particular,
trazaron muchos paralelos entre el entrenamiento y el desempeño del
atleta en la competencia con los deberes y privilegios del cristiano.
Es muy probable que el apóstol tuviera en mente los juegos ístmicos,
que se celebraban en Corinto cada tres años. Él estaba familiarizado
con las rivalidades y ambiciones inherentes al deporte, del cual hay
más de cincuenta referencias en el Nuevo Testamento.
En ese entonces, como ahora, cada competidor serio de los
juegos estaba resuelto a sobresalir y a vencer a sus rivales. Su obje­
tivo era ganar el premio en su disciplina en particular.
Recientemente, vi a un joven ciclista de Nueva Zelanda que
ganó una agotadora carrera en la que rompió el récord nacional.
En una subsiguiente entrevista realizada por un comentarista de­
portivo de la televisión, le preguntaron: “¿Cuál es su objetivo para
el futuro?”. Sin dudar ni un instante, respondió: “Mi objetivo es
ser uno de los mejores ciclistas del mundo”.

80
Las OLIMPÍADAS DEL DISCÍPULO 81

Para poder concretar su ambición, se estaba preparado para


pagar cualquier precio en el entrenamiento —una disciplina ago­
tadora, la pérdida de la vida social, la negación propia en muchos
ámbitos—, y todo por un trofeo de oro o aun de bronce. ¿Por qué
motivo tan pocos discípulos tienen una ambición similar, firme, de
sobresalir por Cristo? ¿Nos estamos “ejercitando para la piedad”,
o nos hemos vuelto flojos y flácidos?
Apenas antes de su muerte, Policarpo, el santo obispo de
Esmirna, oró: “Oh, Dios, conviérteme en un verdadero atleta de
Jesucristo, para sufrir y conquistar”. La oración fue respondida
con su martirio. En nuestro mundo consciente del deporte, la
gran mayoría son solo atletas que lo miran por televisión, y muy
pocos son los que participan. Lamentablemente, en gran medida
lo mismo ocurre en la Iglesia.

El entrenamiento indispensable

“...Ejercítate para la piedad; porque el ejercicio corporal para poco


es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene
promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Ti. 4:7-8).

Al escribirles a sus amigos corintios, Pablo les recordó: “Todo


aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir
una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible” (1 Co.
9:25). Era una condición inexorable que el atleta realizara diez
meses de riguroso entrenamiento para ingresar a las olimpíadas.
No se toleraba ninguna excepción.
Durante esos meses, debían vivir una vida rigurosamente dis­
ciplinada, en la que refrenaran sus deseos naturales y se privaran
de determinados pasatiempos que podrían afectar su estado físico.
Debían tener una dieta balanceada y deshacerse de toda grasa su-
perflua. En nuestros días, la perspectiva más popular es: “Haz lo
que te plazca. Si te sientes bien, hazlo”. Esta no es la forma en que
se producen atletas para Cristo.
Las reglas reales de la competencia fueron registradas por
Horacio: “Debe tenerse una vida común, pero una alimentación
frugal. Abstenerse de los dulces. Ejercitarse en los horarios esti­
pulados para el calor y el frío. No beber agua fría ni vino al azar.
Entregarse al entrenador como a un médico, y después ingresar a
82 Discipulado espiritual

la competencia”. Qué palabras retadoras para el discípulo laxo y


no disciplinado.
En realidad no debería existir tal cosa como un discípulo in­
disciplinado. Ambas palabras provienen de la misma raíz; sin
embargo, la disciplina se ha convertido en el “patito feo” de la
sociedad moderna.
Hoy día se le da mucha prominencia al Espíritu Santo, y con
razón. Pero se le da poca prominencia a Calatas 5:22-23: “...el
fruto del Espíritu es... templanza [disciplina]”. Una de las eviden­
cias más claras de que el Espíritu Santo está obrando con poder en
nuestra vida no se refleja meramente en nuestra experiencia emo­
cional, sino en un estilo de vida cada vez más disciplinado.
El atleta que aspira a ganar el ambicionado premio no se per­
mite concesiones. Está preparado para tomar una postura firme
en contra del espíritu de esta era impía. ¿No es irónico que mien­
tras las personas aplauden y admiran el sacrificio, la disciplina y el
dominio propio del atleta, se desilusionen cuando se sugiere que
debería haber una dedicación disciplinada comparable por parte
del discípulo de Cristo?
La palabra que Pablo usa para “ejercítate” en 1 Timoteo 4:7 es
de la cual obtenemos nuestra palabra gimnasio, el lugar en que el
atleta aprende a endurecer sus músculos, prolongar su respiración y
adquirir flexibilidad. El Espíritu Santo nos insta a hacer en la esfera
espiritual lo que el atleta hace en el gimnasio. Se recomienda que el
discípulo sea igualmente celoso en los ejercicios espirituales.
Un cuerpo consentido significa una carrera perdida. Un atleta
flácido no gana medallas. Agustín lo sabía. Él tenía una oración
que ofrecía con frecuencia:

Oh, Dios, que pueda tener hacia mi Dios,


un corazón de fuego;
hacia mi prójimo, un corazón de amor;
hacia mí, un corazón de acero.

Las olimpíadas para la tercera edad


Es alentador para aquellos que somos mayores darnos cuenta
de que Dios no está orientado exclusivamente hacia la juventud.
Cuando pensamos en las olimpíadas, automáticamente las aso­
ciamos con la juventud viril. Ellos son los atletas.
Las olimpíadas del discípulo 83

Sin embargo, en referencia a los juegos, Pablo se veía como


acercándose al final de la carrera, pero aún entrenándose. Escuche
sus palabras:

¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad


corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera
que lo obtengáis... Así que yo de esta manera corro, no como a
la ventura, de esta manera peleo, no como quien golpea al aire;
sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea
que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser
eliminado (1 Co. 9:24, 26-27, cursivas añadidas).

Gracias a Dios, nosotros, los discípulos más viejos, no es­


tamos fuera de carrera. Ingresamos a ella en la conversión. Al
principio pudo haber parecido una carrera de cien metros, pero
hemos demostrado que fue una maratón de cuarenta kilómetros
que ha puesto a prueba nuestra perseverancia y energía espiri­
tual. Y todavía nos queda correr “con paciencia la carrera que
nos queda por delante” (He. 12:1), para que podamos ganar el
premio.
Es fácil volverse laxo y menos disciplinado con el correr de los
años. ¿Somos mentalmente perezosos e indisciplinados? ¿Creemos
habernos ganado el derecho a abandonar la carrera? El Crucificado
no actuó de esa manera, y tampoco actuaron así los hombres y las
mujeres de valor para Dios.

Dios, enduréceme contra mí mismo,


contra el cobarde con patética voz.

Reglas olímpicas

“Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha


legítimamente” (2 Ti. 2:5).

El dominio de las reglas de la competencia es prioridad nú­


mero uno para el atleta. A no ser que cumpla con ellas, no habrá
premio. Agustín desafió a un corredor, al imponerle esta condi­
ción: “Puede que des grandes pasos, pero ¿no estás corriendo
fuera de la pista?”.
84 Discipulado espiritual

Cuán diligentemente el aspirante a conductor estudia las dis­


posiciones de las reglas de tránsito. ¿Somos igualmente diligentes
en el dominio y el cumplimiento de las reglas que rigen la carrera
cristiana?
El libro de reglas del atleta cristiano es, desde luego, el Nuevo
Testamento. En él encontrará toda la guía que necesite en cuanto
a qué se permite y qué no se permite. Pero este Libro tiene una
ventaja sobre el libro de las reglas olímpicas; promete el poder ne­
cesario para que el corredor acabe la carrera. Pablo se valió de ese
poder, y al llegar a la meta pudo atestiguar: “He peleado la buena
batalla, he acabado la carrera...” (2 Ti. 4:7).

LOS OBSTÁCULOS EN LA CARRERA


“Vosotros corríais bien —escribió Pablo a los gálatas—. ¿Quién
os estorbó para no obedecer a la verdad?” (Gá. 5:7).
Hay muchas influencias que nos desvían de alcanzar la meta.
Tenemos un adversario ladino que hará uso de sus seis milenios de
experiencia inicua para sacarnos de la pista.
Hay una historia griega muy interesante de Atlanta e Hipómenes.
La ligera Atlanta retaba a cualquier joven a ganarle una carrera. La
recompensa de la victoria sería su mano en matrimonio. El castigo
de la derrota sería la muerte. Ella debe haber sido una muchacha
muy atractiva, ya que muchos hombres aceptaron el reto, solo para
perder la carrera y sus vidas también.
Hipómenes también aceptó su reto, pero antes de emprender
la carrera, escondió en su cuerpo tres manzanas de oro. Cuando
comenzó la carrera, Atlanta lo aventajó fácilmente. Él sacó una
manzana de oro y la hizo rodar frente a ella. El brillo del oro
atrapó sus ojos, y mientras se detenía a recogerla, él la pasó.
Ella se recuperó rápidamente, y otra vez le ganó distancia. Otra
manzana de oro rodó en su pista, y nuevamente ella se detuvo
a recogerla, permitiendo que Hipómenes otra vez la pasara. La
meta estaba cerca, y él estaba delante, pero una vez más ella
lo alcanzó. Al aferrarse a su última oportunidad, hizo rodar la
tercera manzana, y mientras Atlanta titubeaba, Hipómenes llegó
a la meta final. ¡Se casaron, y de allí en adelante fueron muy
felices!
Nuestro astuto adversario es experto en desplegar sus manzanas
de oro. Él no observa las reglas del juego, y usará toda argucia
Las olimpíadas del discípulo 85

para evitar que ganemos el premio. Pero Pablo tenía toda la razón
al sostener: “...no ignoramos sus maquinaciones” (2 Co. 2:11).
No todos podemos realizar una afirmación similar. Demasiadas
personas son ignorantes espirituales cuando se trata de discernir y
prever las argucias del maligno.
El autor de la carta a los Hebreos era consciente de los obs­
táculos y estorbos que encontraría el atleta, por lo que instó a
sus lectores: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor
nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso
y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera
que tenemos por delante” (He. 12:1).
Era costumbre del atleta olímpico que se quitara sus holgadas
túnicas —su equipo de gimnasia— antes de ingresar a la pista. Esas
vestimentas eran incómodas y podían impedirle el avance, así que
las arrojaba lejos y corría casi desnudo.
En nuestra propia carrera, ¿nos hemos despojado de toda
cosa enmarañada, que nos entorpece, como los pecados habi­
tuales y desagradables que nos impiden avanzar hacia la madurez
espiritual? Eso no es algo que hace Dios, sino algo que nosotros
debemos hacer con una voluntad firme. Los señuelos de Satanás
nos llegan junto a las principales vías del apetito, la avaricia y la
ambición. Deberíamos verificar si cualquiera de las manzanas de
oro del diablo funciona en alguno de esos aspectos de nuestra
vida.

Firmeza de objetivo

“Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de


nuestra fe...” (He. 12:2 NVI).

La carrera griega de maratón se consideraba el ejercicio fí­


sico más fuerte y violento entonces conocido. En una carrera,
Addas, el victorioso, cayó sobre la línea de llegada como un
cúmulo de músculos sin movimiento: muerto. El excesivo es­
fuerzo había consumido sus reservas físicas. Ganar una carrera
ejerce grandes exigencias de energía y perseverancia por parte
del atleta.
Una vez que la carrera ha comenzado, el atleta no puede darse
el lujo de mirar atrás. Debe seguir adelante hacia la línea de llegada
86 Discipulado espiritual

sin distraerse. Sus ojos deben fijarse en el estrado del árbitro al


final de la pista si quiere ganar el premio. Ese era el trasfondo de la
notable enunciación de Pablo: “Hermanos, yo mismo no pretendo
haberlo ya alcanzado, pero una cosa hago: olvidando ciertamente
lo que queda atrás, y extendiéndome hacia lo que está delante,
prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en
Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14).
Así debe correr el discípulo la carrera, con sus ojos puestos en
el Señor, quien lo alienta, y quien a la vez es el juez, el árbitro y el
que entrega los premios. Él no debe mirar atrás, ya sea con año­
ranza o sin esperanzas, sino más bien olvidarse por completo de
lo que hay detrás: los fracasos y las desilusiones, así como también
los éxitos y las victorias. Él debe correr hacia delante en dirección
a la meta con los ojos fijos en su Señor, quien lo espera para darle
la bienvenida. Fue Él quien inició nuestra fe, y es Él quien nos
fortalecerá para acabar la carrera.
Después de emplear la figura del corredor en 1 Corintios 9:25,
Pablo hace referencia al boxeo: “Así que, yo de esta manera corro,
no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea
el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre...”
(1 Co. 9:26-27).
El boxeo era uno de los deportes del pentatlón en los juegos
olímpicos, y Pablo lo utilizó para ilustrar su propia actitud respecto
a su cuerpo, que con tanta frecuencia era el centro de la tenta­
ción. Se dio cuenta de que su mayor enemigo se albergaba en su
propio pecho: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora
el bien...” (Ro. 7:18).

Hay un hombre que a menudo


entre mí y tu gloria se encuentra.
Es el Yo, Yo carnal es su nombre
que entre mí y tu gloria se encuentra.
¡Oh, hazlo morir! ¡Hazlo morir!
Derrótalo, Salvador mío;
exáltate solo tú,
pon en alto el estandarte de la cruz
y debajo de su doblez
al abanderado no dejes ver.
—Anónimo
Las olimpíadas del discípulo 87

En algunas ciudades del Oriente, cuando uno camina entre las


sombras de las calles antes que amanezca, es común ver hombres
con los puños cerrados que dan golpes al aire. Pero no hay nada
qué temer. Son solo boxeadores de las sombras.
Pablo dijo que no era un boxeador de las sombras: “No como
quien golpea al aire, sino que golpeo mi cuerpo —afirmó— y lo
pongo en servidumbre”.

El premio

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad


corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera
que lo obtengáis” (1 Co. 9:24).

¿Qué hace que el atleta ejerza tal disciplina propia y exhiba


tales proezas de fortaleza y tolerancia? Seguramente, será un
premio grande en dinero o un trofeo de gran valor; pero no, lo
hace “para recibir una corona corruptible”, una mera corona de
hojas de laurel, sin ningún valor intrínseco. Y, sin embargo, era
el más ambicionado de todos los honores que la nación podía
conferir. Cicerón sostenía que el ganador de las olimpíadas recibía
más honra que el general conquistador que volvía de la guerra; sin
embargo, era un premio que no perduraba.
El maravilloso participante olímpico alcanzaba su clímax cuando
el árbitro de los juegos colocaba la corona de la victoria sobre la
cabeza del ganador. Sus admiradores le arrojaban flores y regalos.
Con esa escena en mente, Pablo esperaba con ilusión el día
en el que sería coronado por el Juez de toda la tierra: “Me está
guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo,
en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su
venida” (2 Ti. 4:8).
Durante todos los años que había corrido la carrera, Pablo
mantuvo sus ojos fijos en Cristo. Recibir la corona de sus manos
perforadas por los clavos sería una compensación abundante por
todos sus sufrimientos. Oír a su Señor y a su Maestro decir: “¡Bien
hecho!” haría que sus propias renuncias parecieran una nimiedad.
Pablo terminó su breve párrafo sobre los juegos con una nota
seria. A pesar del amplio alcance de sus logros, él seguía reco­
nociendo la sutileza de su enemigo y la fragilidad de su propia
88 Discipulado espiritual

naturaleza humana: “...golpeo mi cuerpo y lo pongo en servi­


dumbre —dijo—, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo
mismo venga a ser eliminado” (1 Co. 9:27).
Al envejecer, descubrió que el mundo no era menos enga­
ñoso, que el pecado no era menos seductor, y que el diablo no era
menos malicioso que en su juventud, y eso le provocó un temor
saludable.
La palabra eliminado no hacía referencia a su salvación. Él no
tenía temor de perderla, pero sí tenía temor de ser desaprobado o
eliminado por el Juez, habiendo así corrido en vano. Sintamos un
temor similar y saludable y “corramos para ganar el premio”.

Enséñame tus sendas, Oh, Señor,


enséñame tus sendas,
tu ayuda y tu gracia imparte,
enséñame tus sendas.

Hasta que mi viaje acabe,


hasta que la carrera corra,
hasta que la corona gane,
enséñame tus sendas.
—B. M. R.
12
La compasión
DEL DISCÍPULO

”Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas...”.


Mateo 9:36

Tome asiento, joven! Cuando Dios se proponga salvar a los


paganos, lo hará sin su ayuda”.
Dios indudablemente podría haberlo hecho sin la ayuda del
joven zapatero, pero no lo hizo. Tomó a un discípulo desconocido
de un pueblo recóndito, lo llamó, lo adiestró y lo utilizó para ini­
ciar la era misionera moderna.
William Carey no conocía la teología sistemática y las misiones
en esa época, pero tenía cualidades que lo calificaban de manera
singular para esa tarea estratégica. Sentía un amor apasionado por
Cristo y un amor compasivo por aquellos que estaban en tierras
lejanas y no conocían al Señor.
Mientras trabajaba sin parar en su banco de zapatero, con un
globo terráqueo frente a él, Dios fue depositando en su corazón una
gran carga por los perdidos. La compasión que conmovió al Señor
cuando vio a las multitudes “desamparadas y dispersas como ovejas
que no tienen pastor” renació en el corazón de William Carey.
No todos los cristianos, incluso en los círculos evangélicos,
creen que todos los hombres y las mujeres sin Cristo están per­
didos. Un universalismo progresivo está ganando terreno. Muchos
creen que, al final, el amor de Dios triunfará sobre su ira y que
Él salvará a todos los hombres. No estamos poniendo en tela de
juicio las motivaciones de los que aceptan esta perspectiva, pero
la pregunta crucial es: ¿Es eso lo que Cristo y los apóstoles clara­
mente enseñaron en las Escrituras?

89
90 Discipulado espiritual

En ningún lado, la Biblia dice ni insinúa que los paganos


estarían perdidos simplemente por no haber oído el evangelio.
Millones y millones nunca han tenido la oportunidad de oírlo. Si
los paganos están perdidos, es exactamente por la misma razón
que usted y yo estábamos perdidos, porque ellos, como noso­
tros, son pecadores por naturaleza y por práctica. Pablo aclara
este punto: “...no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y
están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:22-23, cursivas
añadidas).

LOS QUE NUNCA HAN OÍDO


Pablo no traza ninguna distinción entre los que han oído el
evangelio y los que no lo han oído. Todos están igualmente per­
didos debido a que todos somos igualmente pecadores. “Dios ha
epilogado todo bajo el pecado”, y este hecho le permite ofrecer
misericordia a todos los que la reciban.
No quiero extenderme ahora sobre este tema, cuyas implica­
ciones son muy dolorosas y sobre el cual hay perspectivas en con­
flicto, pero los que tienen una perspectiva universalista tendrían
que responder algunas preguntas.

1. ¿La declaración del Señor: “Yo soy el camino... nadie viene


al Padre sino por mí” (Jn. 14:6) es relativa o absoluta?
¿Pueden los hombres llegar a un Padre de quien nunca han
oído hablar?

2. Cuando Jesús dijo: “...el que no naciere de agua y del


Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn. 3:5),
¿tenía en mente excepciones no reveladas? ¿Nacen de nuevo
los paganos automáticamente sin un consentimiento?

3. ¿Qué quiso decir Pablo cuando les recordó a los cristianos


efesios sobre su condición de paganos, y dijo: “En aquel
tiempo estabais sin Cristo... sin esperanza y sin Dios en el
mundo”? (Ef. 2:12, cursivas añadidas).

4. ¿Hay alguna garantía bíblica para decir que los nombres de


los paganos están automáticamente inscritos en el Libro de
la Vida (Ap. 20:12)? De ser así, ¿no sería una justificación
La compasión del discípulo 91

para dejar de predicarles el evangelio, y así evitar que lo


rechacen como hacen tantos otros?

5. ¿Estaba Juan alucinando cuando escribió que los que prac­


tican artes mágicas (brujería) y todos los idólatras irían al
feroz lago de azufre y fuego? (Ap. 21:8).

6. ¿Qué quiso decir Pablo cuando formuló las cuatro pre­


guntas devastadoras de Romanos 10:13-15? “...todo aquel
que invocare el nombre del Señor será salvo” —anunció.

“¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han


creído?”

“¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?”

“¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?”

“¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?”

¿Estaba simplemente concediendo una casuística cruel o


hay alguna respuesta?

Estos versículos de las Escrituras y otros, aparentemente, pa­


recen presentar un caso prima facie para la condición de perdidos
de los paganos no evangelizados. Si la salvación de los que se
pierden es tan seria que demandó los sufrimientos de Cristo en la
cruz, entonces, ¿cuán seria es la condición de los que se pierden y
cuán urgente debe ser nuestro empeño para subsanarla?
Otros pasajes de las Escrituras, desde luego, aclaran que la res­
ponsabilidad de los que no han oído el evangelio es infinitamente
menor que la de los que lo han oído y lo han rechazado. A la luz
del Calvario, podemos descansar en la seguridad de que el “Juez
de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gn. 18:25).

La ignorancia de los paganos no es total


En realidad, los paganos no son tan ignorantes, y su pecado no
es tan involuntario como algunos podrían pensar. Un amigo mío
que fue misionero en Zaire, cuando se lo conocía como el Congo
92 Discipulado espiritual

Belga, deseaba descubrir qué grado de luz tenía un pagano que


nunca había tenido contacto con europeos ni cristianos. Entonces,
fue con un intérprete a una aldea que nunca había sido visitada por
un hombre blanco. Después de entrar en confianza, preguntó, con
palabras que el jefe pudiera comprender, qué cosas consideraba
que eran pecado. Sin dudarlo, el jefe respondió: “El asesinato, el
robo, el adulterio, la brujería”.
Eso significaba que cada vez que él participaba en una de esas
prácticas, sabía que estaba pecando de acuerdo a la luz que tenía.
¿No es esto lo que dijo Pablo?

Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por natura­
leza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para
sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones,
dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles
sus razonamientos. (Ro. 2:14-16, cursivas añadidas).

Puesto que este es el caso, todo discípulo del compasivo Cristo


se preocupará de que los millones no evangelizados tengan una
oportunidad de oír el evangelio.
Cuando Jesús vio a las multitudes de personas que lo abru­
maban, “sin esperanza y sin Dios”, sintió compasión por ellas.

LOS TRES FACTORES ESENCIALES


John Ruskin, famoso poeta y crítico de arte, dijo una vez que
un buen artista debe poseer tres cualidades: (1) un ojo para ver
y apreciar la belleza de la escena que desea capturar en el lienzo;
(2) un corazón para sentir y registrar la belleza y la atmósfera de
la escena; (3) una mano para representarlo, para transferir a la tela
lo que ha visto el ojo y ha sentido el corazón. ¿No son estas tres
las cualidades más esenciales para el discípulo en su obra para el
Maestro?
Un ojo para ver la necesidad espiritual de los hombres y las
mujeres que nos rodean. La necesidad física se discierne más rápi­
damente que la necesidad espiritual, porque causa una impresión
visual en nosotros, mientras que la necesidad espiritual la sienten
solo los que son espirituales.
¿Cómo veía Jesús a su mundo? “Y al ver las multitudes, sintió
compasión de ellas”. Vio un mundo apiñado. Se calcula que en
La compasión del discípulo 93

la época de nuestro Señor, la población del mundo era de aproxi­


madamente doscientos cincuenta millones. ¿Qué tipo de mundo
vemos? Cinco mil millones, ¡veinte veces más!
Él vio un mundo sin esperanza. ¡Qué contemporáneo! Con
todas nuestras sofisticaciones, nos movemos sin esperanza de una
crisis a la otra, con pocas soluciones. Esas personas estaban con­
fundidas, aplastadas por la injusticia y la opresión. El corazón de
Jesús se dolió porque esas personas eran incapaces de mejorar su
condición espiritual.
Vio un mundo sin pastor. Las ovejas no tienen sentido de la
dirección ni manera de atacar o defenderse. Jesús los vio perdidos,
sin nadie que se ocupara de su pobreza espiritual. ¿Acaso no hay
todavía muchas personas en los países menos desarrollados que
están en la misma condición?
Cuando los hombres mundanos ven una multitud, cada uno
observa algo diferente. El educador ve a potenciales alumnos.
El político, a potenciales votantes. El comerciante, a potenciales
clientes. Cada uno los ve con la idea del provecho que pueden
sacar de ellos. Jesús nunca explotó a ningún hombre para su
propio beneficio. “Al ver las multitudes, sintió compasión de
ellas”. Y pronto esa compasión llevaría a Cristo a la cruz. Ojos
que miran es común. Ojos que ven es raro. ¿Tenemos ojos que
ven?
Necesitamos un corazón para sentir las necesidades espirituales
de los hombres y las mujeres. La compasión es mucho más que
lástima. Ese tipo de emoción no siempre conduce a una obra de
amor. La palabra compasión significa “sufrir junto a”. Es el latín de
la palabra griega para los sentimientos de conmiseración e implica
identificarse con su objeto.
A. W. Tozer dijo una vez que afuera había una búsqueda irres­
ponsable de felicidad, y que la mayoría de las personas prefería ser
feliz a sentir el dolor del sufrimiento de otras personas. Eso se
confirma por la búsqueda casi patológica de felicidad por parte de
las multitudes, que en realidad se pierden la verdadera fuente de
gozo y satisfacción que es Cristo.
Si nos mantenemos sensiblemente en contacto con el Cristo
del corazón quebrantado, participaremos de su preocupación. La
compasión es el idioma del corazón y es inteligible en cualquier
lengua. Sin embargo, no resulta difícil estar tan inmerso en nuestra
94 Discipulado espiritual

propia vida, que nuestro corazón se vuelva duro e insensible ante


las necesidades de los demás.
La televisión ha tenido un efecto pernicioso sobre las emo­
ciones de muchos de sus adherentes. La familiaridad constante con
escenas de tragedia, horror, violencia y emoción simulada ha hecho
que sus emociones sean tan superficiales que les resulte difícil sentir
algo en profundidad. Vemos escenas terribles, nos horrorizamos
por unos instantes, y después seguimos con otro programa. Nos
hemos vuelto cada vez más superficiales emocionalmente, y eso ha
salpicado nuestra vida espiritual.
Lucas nos dice que cuando Jesús “...llegó cerca de la ciudad,
al verla, lloró sobre ella” (Lc. 19:41). Su compasión no era sin
lágrimas. ¡Qué diferente a los dioses griegos! Ellos vinieron a la
tierra a disfrutar y a complacerse. El Hijo de Dios expresó su pre­
ocupación con lágrimas salinas. Al vislumbrar el futuro destino de
la ciudad, en el que caería el juicio por su pecado e impenitencia,
su corazón se conmovió.
¡Qué concepto: un Dios que llora! ¡Las lágrimas rodaron por
su rostro en compasión por los hombres que pronto lo cruci­
ficarían fuera de esa ciudad! Imagine la incredulidad de los án­
geles. No eran las lágrimas sintéticas de la televisión, sino lágrimas
de preocupación genuina por los hombres y las mujeres que se
perdían.
El ministerio de Pablo no fue sin lágrimas. Él sentía la misma
pasión y compasión de su Señor. Cuando se despidió de los cris­
tianos efesios, les dijo: “...velad, acordándoos que por tres años,
de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada
uno” (Hch. 20:31, cursivas añadidas). ¿Sentimos la misma preocu­
pación y compasión de nuestro Señor?
Necesitamos una mano para exteriorizar y manifestar nuestra
compasión. La compasión de Cristo no era mortinata; Él hizo algo
al respecto. Ver y sentir son cosas estériles si no nos inducen a la
acción.
En la parábola del buen samaritano, Jesús les enseñó a sus dis­
cípulos una lección memorable sobre la compasión (Lc. 10:29-32).
Los ladrones vieron en el viajero herido a una víctima para explotar;
el sacerdote y el levita vieron una incomodidad para ignorar; el in­
térprete de la ley que dio inicio a la historia vio un problema para
resolver; el dueño de la hostería vio un cliente del que podía sacar
La compasión del discípulo 95

provecho. El odiado samaritano lo vio como un prójimo a quien


podía ayudar en su hora de necesidad.

¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que
cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de miseri­
cordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo
(Lc. 10:36-37).

La máxima expresión de la compasión es la acción compasiva;


de otro modo, es únicamente un sentimiento mortinato.
El discípulo benévolo, cuyos ojos se hayan abierto para ver la
difícil condición de este mundo perdido y cuyo corazón se haya
conmovido por la condición trágica de los hombres, debe ponerse
en acción.
George R. Murray, director general de la Bible Christian Union
Mission [Misión de la Unión Cristiana Bíblica] cuenta que hasta el
momento en que dedicó por completo su vida al Señor, había es­
tado tomando en consideración sinceramente a Dios en sus planes,
pero Dios quería que él estuviera incluido en su plan.
En una reunión de oración misionera en el Columbia Bible
College [Instituto Bíblico Columbia], resultó claro que el plan de
Dios para él era el servicio misionero a tiempo completo, para
predicar a Cristo donde nunca hubieran escuchado de Él. Fue
entonces que vio al mundo como Dios debe de verlo. Antes de
ese momento, estaba dispuesto a ir, pero proyectaba quedarse. Sin
embargo, a partir de ese momento, su actitud cambió, y proyec­
taba ir, pero estaba dispuesto a quedarse. Al poco tiempo, recibió
el llamado de Dios.
13
La vida de oración del
DISCÍPULO

“...el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad;


pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos...”.
Romanos 8:26

uestro Señor dio a los discípulos un ejemplo tan brillante

N en la oración, que ellos le imploraron: “Señor, enséñanos


a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos” (Lc.
11:1). Puesto que ellos lo habían escuchado orar, en sus corazones
había surgido el anhelo de conocer una intimidad similar con el
Padre. Hacemos bien en hacernos eco de la petición de ellos.
La oración es una paradoja sorprendente. Es una combinación
de simplicidad y profundidad. Puede ser una agonía o un éxtasis.
Puede concentrarse en un objetivo único o puede transitar por
el mundo. Es el “diálogo más simple que los labios de un niño
puedan pronunciar” y, sin embargo, al mismo tiempo, es “el es­
fuerzo más sublime que puede llegar hasta la Majestad en lo alto”.
No debemos asombrarnos, entonces, que incluso Pablo, aunque
fue un gigante espiritual, tuvo que confesar: “Qué hemos de pedir
como conviene, no lo sabemos”.

LOS INTERESES DE DIOS DEBEN ESTAR EN PRIMER LUGAR


Para el discípulo maduro, los intereses de Dios siempre serán
primordiales. Las oraciones del cristiano inmaduro, por lo general,
giran alrededor del yo. En respuesta al ruego de los discípulos para
que les enseñara a orar, Jesús dijo: “Cuando oréis, decid...”, y les
dio un modelo para que sigan cuando oraran. Es de destacar que
en la oración registrada en Mateo 6:9-13, la primera mitad está

96
LA VIDA DE ORACION DEL DISCÍPULO 97

dedicada totalmente a Dios y sus intereses. Solo después de esto,


encuentran su lugar las peticiones personales. La adoración, la ala­
banza y la acción de gracias ocupan el primer lugar. Como era de
esperarse, las oraciones de Pablo siguen el modelo del Maestro.

El discípulo puede orar con autoridad


Participamos en una guerra espiritual constante que no conoce
tregua. Nuestros enemigos son invisibles e intangibles, pero son
poderosos. Contra ellos solo prevalecerán las armas espirituales.
Pablo escribió:

Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne;


porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino pode­
rosas en Dios para la destrucción de fortalezas (2 Co. 10:3-4).

De estas armas, la oración es la más formidable y potente para


nuestro conflicto contra las ‘‘huestes espirituales de maldad en las
regiones celestes” (Ef. 6:12).

Al dejar de orar, cesamos de luchar,


la oración hace la armadura del cristiano brillar.
Y Satanás tiembla al ver
al santo más débil de rodillas caer.
—William Cowper

El punto de apoyo en el que gira la derrota o la victoria es


nuestra capacidad de orar correctamente y de hacer un uso sabio
de nuestras armas.
Jesús nunca concibe a su Iglesia en retirada. A los setenta discí­
pulos entusiastas que regresaron de una incursión evangelista albo­
rozados por su éxito, les dijo esta poderosa declaración: “Yo veía
a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí os doy potestad de
hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo...''
(Lc. 10:18-19, cursivas añadidas).
La inferencia inequívoca es que a través del ejercicio de esta
autoridad delegada en su propia esfera de servicio, los discípulos
también verían el derrocamiento de Satanás. Esta autoridad pro­
metida nunca les fue retirada. Sin embargo, más tarde, cuando
estos perdieron la fe en la promesa, fueron incapaces de liberar a
98 Discipulado espiritual

un muchacho poseído por el demonio. Estaban paralizados por


su propia incredulidad. Pero Jesús les dijo cuál era el remedio:
“Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno”
(Mr. 9:29).
La oración sosegada y confiada tiene un lugar de importancia
en la vida del cristiano, pero Pablo enseñó y practicó un tipo di­
ferente de oración. Solo la oración extenuante y agresiva que se
apropia del poder liberado por la cruz y la resurrección desalojaría
al enemigo de su fortaleza de muchos años. Es este tipo de oración
la que libera el poder y los recursos de Dios para ponerlos en juego
en el campo de batalla.
Samuel Chadwick sostenía que Satanás no le teme para nada a
los estudios, las enseñanzas y las prédicas sin oración. “Él se ríe de
nuestro trabajo, se burla de nuestra sabiduría, pero tiembla cuando
oramos”.
A los capciosos fariseos, Jesús les dio la ilustración de un
hombre fuerte, bien armado, que se siente seguro en su fortín:
“¿cómo puede alguno entrar en la casa del hombre fuerte, y sa­
quear sus bienes, si primero no le ata? Y entonces podrá saquear
su casa” (Mt. 12:29).
Es responsabilidad del discípulo ejercer su autoridad delegada
a través de la oración en su conflicto con Satanás y el poder de las
tinieblas. De este modo, el triunfo de Cristo se convierte en el
triunfo de su seguidor más débil.

El discípulo debería orar con audacia


Al discípulo maduro no debería extrañarle este tipo de oración.
A la luz de las amplias promesas para el intercesor, es sorprendente
que nuestras oraciones sean tan tibias. Raras veces van más allá de
la experiencia pasada o del pensamiento natural. Cuán pocas veces
oramos por algo inaudito, ¡mucho menos por algo imposible!

¡Tú te presentas ante un Rey!,


llevando grandes peticiones,
mayores son su gracia y poder,
y nunca demasiadas nuestras oraciones.

Las Escrituras dan testimonio del hecho de que Dios se de­


leita en responder las oraciones intrépidas que se basan en sus
La vida de oración del discípulo 99

promesas. Jesús alentaba a sus discípulos a pedir libremente lo


imposible como si fuera posible. Les decía: “si tuviereis fe como
un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se
pasará, y nada os será imposible” (Mt. 17:20-21). Todas las difi­
cultades tienen la misma dimensión para Dios.

El discípulo a veces deberá esforzarse en la oración

“Os saluda Epafras, el cual es uno de vosotros, siervo de Cristo,


siempre rogando encarecidamente por vosotros en sus ora­
ciones...” (Col. 4:12).

Ese tipo de oración es la experiencia del discípulo maduro.


Epafras era uno de ellos. Pero qué pálido reflejo de su oración son
las nuestras. De la palabra griega para “esforzarse” deriva nuestra
palabra agonizar. Se la usa en el Nuevo Testamento para referirse
a trabajar hasta agotarse; como el atleta que esfuerza cada músculo
y nervio en la pista; como el soldado que batalla por su propia
vida. A este tipo de oración se la ha denominado “el atletismo del
alma”.

El discípulo debería ser importuno al orar


Jesús hizo valer la necesidad de la importunidad y la persis­
tencia en la oración mediante dos parábolas: la de los tres amigos y
la del juez injusto. Enseñó cada una de ellas por contraste, puesto
que Dios no es un vecino perezoso o egoísta, ni tampoco un juez
injusto.
Los tres amigos. En la parábola registrada en Lucas 11:5-8, un
amigo se encontraba en la bochornosa posición de no tener pan
para convidarle a alguien que había ido a visitarlo inesperadamente.
Por eso, corrió a ver a un amigo y le pidió que le prestara tres
panes. Tras puertas cerradas, el “amigo” le respondió que estaba
en la cama y que no quería que lo molestara ni lo incomodara. Sin
embargo, el avergonzado anfitrión persistió hasta que finalmente
su perezoso amigo, debido a su importunidad, se levantó y le dio
lo que necesitaba.
Al aplicar la parábola, Jesús contrastó, por consecuencia ló­
gica, el egoísmo poco amable del amigo renuente con la dispuesta
generosidad de su Padre. Si aun un hombre totalmente egoísta,
100 Discipulado espiritual

según el argumento, para quien el sueño era más importante que


la necesidad de un amigo, se levantó a regañadientes en medio
de la noche para cumplir con la petición de su amigo, debido a
su resuelta persistencia, ¿cuánto más se conmoverá Dios ante las
súplicas insistentes de sus hijos? (v. 13).
El juez injusto. En la segunda parábola, registrada en Lucas
18:1-8, una viuda que había sido estafada llevó su caso ante los
tribunales. El juez que presidía era un hombre que dijo de sí:
“Ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre”. Una y otra vez
desairaba insensiblemente las súplicas de la mujer de que se hi­
ciera justicia. Finalmente, exasperado por su persistencia y a fin
de quitarse de encima esa molestia, se ocupó de su caso y se hizo
justicia.
El argumento es que si una viuda fastidiosa, por su persis­
tencia atrevida pudo vencer la obstinación de un juez injusto,
cuánto más los hijos de Dios recibirán la respuesta a sus oraciones
urgentes, puesto que están apelando, no ante un adversario, sino
ante un benévolo Defensor, cuya actitud es la antítesis de la del
juez injusto.
De esta manera, por medio de luminosas parábolas, Jesús des­
cribió por vía del contraste una verdadera delincación del carácter y
la actitud de su Padre. Él no es como un juez injusto que dispensa
justicia renuentemente a una viuda defraudada solo porque su per­
sistencia le genera una molestia.
La lección que esto deja es que la “persistencia atrevida” es
la que sale con las manos llenas; y lo opuesto también es cierto.
La oración tibia no mueve el brazo de Dios. En contraste, John
Knox clamó: “Dadme Escocia, o moriré”. Si nuestro deseo es tan
débil que podemos estar sin lo que pedimos y no es algo que que­
remos tener a toda costa, ¿por qué deberíamos obtener respuesta
a nuestra oración?
Adoniram Judson de Birmania dijo:

A Dios le encanta tanto la oración importuna que no nos bende­


cirá sin esta. Él sabe que es necesaria una preparación para que
podamos recibir la bendición más rica que Él anhela conceder.
Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues
aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la
forma menos esperada, pero siempre llegó a mí.
La vida de oración del discípulo 101

Eso naturalmente da origen a la pregunta: ¿Por qué Dios no


puede simplemente responder la oración sin requerir que lo im­
portunemos para recibir una respuesta? ¿Por qué es necesaria la
importunidad?
Dios nos ha asegurado que no hay renuencia de su parte en
conceder cualquier buen don. No es que Él quiera que lo conven­
zamos. La frase “cuánto más” que se repite en las parábolas ante­
riores nos da seguridad sobre esto. Por lo tanto, debemos buscar
la respuesta en otro lado.
La necesidad de la importunidad reside en nosotros, no en
Dios. William E. Biederwolf sugiere que la importunidad es uno
de los instructores en la escuela de capacitación de Dios para la
cultura cristiana. A veces, Él demora la respuesta porque el solici­
tante no está en aptas condiciones de recibir lo que pide. Hay algo
que Dios desea hacer primero en él.

El problema de la oración sin respuesta


El discípulo maduro no va a tambalear debido a una oración,
al parecer, sin respuesta. No adoptará una actitud fatalista; anali­
zará sus oraciones y tratará de descubrir la causa de la falla.
El hecho es que Dios no siempre dice que sí a todas las ora­
ciones (si bien generalmente esperamos que lo haga). Moisés le
rogó al Señor ardientemente que le permitiera entrar en la tierra
prometida; pero Dios le respondió que no (Dt. 34:4). Pablo oró
repetidas veces que pudiera quitársele un aguijón en su carne, pero
Dios le dijo que no (2 Co. 12:7-9); sin embargo, le prometió una
gracia compensadora. Dios es soberano y omnisciente, y debemos
ser lo suficientemente sensatos y humildes para reconocer su sobe­
ranía en el reino de la oración.
El hermano de nuestro Señor presenta un motivo de la falta
de respuesta a la oración: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal..."
(Stg. 4:3, cursivas añadidas). Dios no responde las peticiones que
se centran en el yo, pero sí promete responder toda oración que
sea de acuerdo a su voluntad buena y perfecta.
Podría ser que nuestra oración no fuera una oración de fe,
sino solo una oración de esperanza. Jesús dijo: “Conforme a
vuestra fe os sea hecho” (Mt. 9:29), no conforme a vuestra es­
peranza. ¿No son muchas de nuestras oraciones solo oraciones
de esperanza?
102 Discipulado espiritual

O puede que hayamos estado sustituyendo la fe en Dios por fe


en la oración. En ningún lado se nos dice que debemos tener fe en
la oración, sino “fe en Dios”, en Aquel que responde la oración.
Esto es más que un asunto de semántica. A veces decimos suspi­
rando: “¡Nuestras oraciones son tan débiles e ineficaces!” o “¡Mi
fe es tan pequeña!”. Jesús presintió esta reacción cuando dijo: “Si
tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate
de aquí a allá, y se pasará, y nada os será imposible” (Mt. 17:20).
El ojo natural encuentra poca diferencia entre un grano de arena
y un grano de mostaza, pero hay una gran diferencia entre ambos.
En uno está el germen de la vida. No es el tamaño de nuestra fe lo
que importa, sino si es una fe viviente en un Dios viviente.
El discípulo maduro no se desalentará debido a una demora en
la respuesta a su oración. Él sabe que una respuesta demorada no
es necesariamente una respuesta denegada.

¿Aún sin respuesta? No, no digas, que no te ha sido concedida,


tal vez, tú aun no estés preparado.
La obra comenzó desde que tu oración fue ofrecida,
y Dios terminará la obra que ha comenzado.
Si mantienes el incienso allí ardiendo,
tendrás lo que has deseado...
¡En algún lugar, en algún momento!
—Ophelia R. Browning

Los tiempos de Dios son infalibles. Él toma en cuenta cada


factor y eventualidad. Con frecuencia queremos arrancar el fruto
inmaduro, pero Él no será presionado a actuar prematuramente.
Si Él en su sabiduría demora la respuesta a nuestra oración,
esa demora, a largo plazo, demostrará ser para nuestro bien (He.
12:10). Será porque Él tiene algo mejor para nosotros, o porque
hay algo que Él desea lograr en nuestras vidas que no puede efec­
tuarse de otra manera.
A medida que maduremos espiritualmente y lleguemos a
conocer a nuestro Padre celestial de un modo más íntimo, po­
dremos confiar implícitamente en su amor y sabiduría, aunque no
lleguemos a comprender sus actos. Jesús preparó a sus discípulos
para esta experiencia cuando dijo: “Lo que yo hago, tú no lo com­
prendes ahora; mas lo entenderás después” (Jn. 13:7).
14
LOS DERECHOS DEL
DISCÍPULO

“¿Acaso no tenemos derecho...?


Pero yo de nada de esto me he aprovechado...”.
1 Corintios 9:3, 15

ocas personas cuestionarían la afirmación de que debemos

P renunciar a las cosas malas de nuestra vida. Es evidente por


sí mismo que tales cosas nos dañan, no nos permiten dis­
frutar de la vida y limitan nuestro servicio a Dios y al hombre. Pero
no todos están igualmente convencidos de que, en beneficio del
evangelio, el discípulo de Cristo tendría que renunciar a algunas
cosas perfectamente correctas y legítimas.
Una vez oí un mensaje fascinante sobre este tema predicado
por Rowland V. Bingham, fundador de la Sudan Interior Mission
[Misión al Interior de Sudán], cuya carrera misionera sacrificial le
daba el derecho de hablar con autoridad. Si bien eso ocurrió hace
sesenta años, mucho de lo que dijo todavía sigue claro en mi me­
moria e ilumina este estudio.
Cuatro veces en 1 Corintios 9, Pablo afirma sus derechos en el
evangelio. Tres veces sostiene que se abstuvo de ejercer esos dere­
chos para un mayor beneficio de la propagación del evangelio. Él
afirma que está preparado a renunciar a todo derecho que pudiera
tener y olvidar todo privilegio, por amor a Cristo y en beneficio del
avance del evangelio. Fíjese hasta dónde está dispuesto a llegar: “...
no hemos usado de este derecho, sino que lo soportamos todo, por
no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo” (v. 12, cursivas
añadidas).

103
104 Discipulado espiritual

Oswald Chambers dijo algunas palabras incisivas al respecto:

Si estamos dispuestos a abandonar solo las cosas malas por Jesús,


nunca digamos que estamos enamorados de Él. Cualquiera de­
jará de lado las cosas malas si es que sabe cómo hacerlo, pero
¿estamos preparados para dejar de lado lo mejor que tenemos
por Jesucristo? El único derecho que tiene un cristiano es el de
renunciar a sus derechos. Para llegar a ser mejores para Dios,
debe haber victoria en el ámbito del deseo legítimo así como tam­
bién en el ámbito de la indulgencia ilícita.

En otro lugar, el apóstol insistió en que todo lo que es legítimo


no es necesariamente conveniente bajo cualquier circunstancia:

“Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen..."


(1 Co. 6:12, cursivas añadidas).

“...todo me es lícito, pero no todo edifica" (1 Co. 10:23, cur­


sivas añadidas).

Él sabía por experiencia que es posible concederse cosas lícitas


desmedidamente y, de esa manera, volverse esclavo de estas. Así
que añadió otra restricción más:

“...todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar


de ninguna” (1 Co. 6:12, cursivas añadidas).

Eso significa que el discípulo debe elegir sus prioridades en


forma muy cuidadosa, incluso en cosas que son correctas en sí
mismas. Si apuntamos a la cúspide de la experiencia cristiana,
siempre aparecerá el reto de la renuncia voluntaria de algunos
derechos.
La vida cristiana no es el único reino en el que esto ocurre.
¡Qué renunciaciones está presto a realizar el atleta a fin de romper
un récord o de ganar un premio!
Como en todo lo demás, nuestro Señor estableció un bri­
llante ejemplo en su vida terrenal. Como Hijo de Dios era “he­
redero de todo” y disfrutaba de derechos y privilegios que van
más allá de nuestros sueños. Sin embargo, por nuestro bien,
Los DERECHOS DEL DISCÍPULO 105

renunció a ellos. Considere la renuncia admirable de derechos


implícita en la encarnación, cuando Él “abandonó los tribunales
del día eternal y eligió junto a nosotros una casa sombría de
barro mortal”.1
Un poeta del siglo xvii describe la escena en la que el Hijo de
Dios renunció a sus derechos de gozar las glorias de su posición
como “heredero de todo”, con estas vividas palabras:

¿No has oído lo que hizo Cristo, mi Señor?


Entonces déjame contarte una extraña historia.
Cuando el Dios de poder estaba en todo su esplendor
vestido en sus túnicas de majestuosa gloria,
decidió un día exhibir su fulgor,
y descendió, y de todo se desvistió.
De sus atavíos de luz y anillos se despojó,
el fuego su lanza, la nube su arco,
del cielo, su azul celeste manto.
Y cuando le preguntaron aquí abajo qué vestiría,
Él sonrió y dijo mientras descendía
que una nueva vestidura se le confeccionaría.
—George Herbert

En la tierra, resignó su derecho a las comodidades de la vida


hogareña, el derecho a la compañía afable del cielo y, finalmente,
el derecho a la vida misma. Los únicos derechos que no resignó
fueron los esenciales a su papel de mediador entre Dios y el
hombre. “...pongo mi vida por las ovejas —afirmó Jesús—... Nadie
me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo...” (Jn. 10:15, 18).
Si el sacrificio es “el éxtasis de dar lo mejor que tenemos a quien
más amamos”, de ahí deriva que a veces habrá derechos de menor
importancia a los que se deba renunciar en favor de los de mayor
importancia.
Una vez que el pasajero ha pagado su boleto, tiene derecho
a un asiento en el ómnibus. Nadie puede quitárselo legítima­
mente. Y cuando una madre con un bebé en un brazo y una bolsa

1. N. del T.: Frase extraída del poema “On the morning of Christ’s Nativity" [La
mañana del nacimiento de Cristo] escrito por John Milton en 1629. Traducción
libre.
106 Discipulado espiritual

de compras en el otro sube a un ómnibus abarrotado, él sigue


teniendo el derecho a ocupar su asiento; pero también tiene la
noble opción de ofrecérselo a aquella dama. Del mismo modo, a
veces, se requiere la renuncia de algunos de nuestros derechos —y
esa es la preocupación de Pablo en este pasaje— en beneficio del
evangelio.
Pablo practicaba lo que predicaba: “Por lo cual, siendo libre
de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor nú­
mero” (1 Co. 9:19). Él hace referencia a sus derechos personales
en cuatro áreas (vv. 4, 5, 6, 11), pero afirma que si bien podría
haberlos hecho legítimamente, no abusó de ninguno de ellos (vv.
12, 15, 18).

El derecho a gratificar el apetito normal


“¿Acaso no tenemos derecho de comer y beber?”, preguntó (1
Co. 9:4). Él podría haber estado afirmando su libertad de comer
determinados alimentos, pues la comida ofrecida a los ídolos era
el tema del capítulo anterior. Pero el contexto más bien sugeriría
que está reclamando el derecho de comer y beber a expensas de la
iglesia; el derecho del trabajador cristiano a ser mantenido mate­
rialmente por aquellos a los que sirve en las cosas espirituales.
Pero su pregunta podría extenderse para abarcar no solo la co­
mida y la bebida, sino también todos sus apetitos físicos normales.
Puesto que son concedidos por Dios, no son impuros; en sí son le­
gítimos, pero se los puede practicar a tal grado o tener tal relación
con ellos que se conviertan en pecaminosos. Que sean legítimos
no significa que siempre deberíamos hacer uso de nuestro derecho
al máximo, y mucho menos abusar de este.
El gozo de dar a conocer el evangelio era, para Pablo, mucho
más importante que el alimento o la bebida. Cuando los intereses
del evangelio lo exigían, él se contentaba de andar hambriento y
sediento. Fíjese en este testimonio: “Sé vivir humildemente, y sé
vivir en abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para
estar saciado como para tener hambre; así para tener abundancia
como para padecer necesidad” (Fil. 4:12).
¿Tenemos el mismo punto de vista? ¿Hemos descubierto su
secreto para nuestra vida? Podría argumentarse con razón que un
misionero tiene tanto derecho a la comida exquisita y apetitosa
como cualquiera de los colegas creyentes de su patria. Pero podría
LOS DERECHOS DEL DISCÍPULO 107

haber ocasiones en las que necesite vivir con lo mínimo vital para
poder llegar a las personas necesitadas con la buena nueva. Su
máxima prioridad debe ser la gloria de Dios en ganar y discipular
almas.
John Wesley imitó al apóstol Pablo en su resolución de no ser
esclavo del apetito. Para dominarlo, comió solamente papas du­
rante dos años enteros. Al parecer eso no le afectó la salud, puesto
que vivió hasta los ochenta y nueve años. No era un asceta, pero
no toleraba que su apetito lo dominara, especialmente si obstacu­
lizaba el evangelio de Cristo (1 Co. 9:12).

El derecho a una vida matrimonial normal


“¿No tenemos derecho de traer con nosotros una hermana
por mujer como los otros apóstoles, y los hermanos del Señor,
y Cefas?”, preguntó Pablo (1 Co. 9:5). Esto da origen a la muy
debatida pregunta: ¿estuvo casado Pablo?
Posiblemente, esta sea una pregunta que no pueda responderse
concluyentemente; pero hay evidencias presuntivas de que podría
haber estado casado. Lo afirmó cuando Esteban fue condenado, al
votar en contra de él. Esto implicaría que él había sido un miembro
del Sanedrín, para lo cual había que ser un hombre casado. Si en
verdad ese fue el caso, su esposa podría haber muerto antes que
él o podría haberlo abandonado cuando aceptó el cristianismo.
Pero casado o no, Pablo defendió su derecho a una vida matrimo­
nial normal, en compañía de su esposa; mas agregó: “...no hemos
usado de este derecho” (v. 12).
Muchas personas casadas que reciben el llamado al ministerio
de la Palabra, ya sea en su país o en el extranjero, dejan volunta­
riamente a su pareja durante períodos más extensos o más cortos,
en beneficio del evangelio. Otros renuncian voluntariamente al
derecho a enamorarse y casarse para poder entregarse con mayor
ahínco al ministerio que se les confía. El Señor no pasa por alto
tales sacrificios costosos, y tendrán su propia recompensa.
En cuanto a enamorarse, Pablo tenía bien definidas sus prio­
ridades. Para él la voluntad de Dios y ganar almas era más impor­
tante. Su principal preocupación la enunció en una sola frase: “...
para ganar a mayor número” (v. 19). Todo lo demás debía ocupar
un segundo lugar. Enamorarse en la voluntad de Dios es maravi­
lloso, pero fuera de ella es trágico. La experiencia demuestra que
108 Discipulado espiritual

el punto crucial de nuestra entrega a Cristo con frecuencia reside


precisamente allí.
Cuando William Carey le contó acerca de su visión y llamado
misionero a su esposa, ella no mostró ningún tipo de interés. Él
lloró y le imploró en vano. Finalmente, la presionó diciendo: “Si
me hubieran llamado a un servicio de gobierno en la India, hu­
biera tenido que hacer preparativos para ti e ir. He sido llamado
por el Altísimo. Haré preparativos para ti e iré”.
Al final resultó que el capitán del barco se negó a llevarlo
y tuvo que esperar otro barco. En el ínterin, su esposa cambió
de parecer y decidió acompañarlo. Carey colocó primero a
Dios en su relación matrimonial, por lo que Dios honró su fe y
dedicación.
Digamos con toda confianza que es totalmente seguro enco­
mendar nuestros planes de noviazgo y casamiento en las manos
del Dios compasivo. Para el misionero soltero, con frecuencia,
este es un problema recurrente que necesita de comprensión y
compasión. Para muy pocos la voluntad de Dios será que perma­
nezcan solteros. Si ese fuera el caso, solo serán infelices si insisten
en casarse.
Aquí, como en todo lo demás, por más difícil que sea, la paz
reside en aceptar la voluntad de Dios. Él nunca perjudica a los que
abdican sus derechos en esta esfera.

El derecho al descanso y la recreación normal


“¿O sólo yo y Bernabé no tenemos derecho de no trabajar?”
(1 Co. 9:6). La cuestión aquí es el derecho del discípulo a dejar el
trabajo físico y, en cambio, a ser mantenido por la iglesia como lo
fueron los otros apóstoles. Nuevamente él renunció a este derecho.
“Si otros participan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más
nosotros?” —preguntó. Luego añadió: “Pero no hemos usado de
este derecho...” (v. 12, cursivas añadidas).
Había motivos convincentes para que rechazara su manuten­
ción por parte de ellos. Él no quería estar en la misma categoría
que los sacerdotes codiciosos que explotaban su cargo para su
propio provecho. Y además quería mantener su propia indepen­
dencia. Podría ejercer su autoridad apostólica con mayor libertad
si no había implícitas especulaciones financieras. Con demasiada
frecuencia, los que dan dinero quieren mandar. Si él no recibía
LOS DERECHOS DEL DISCÍPULO 109

dinero, ellos no podrían darle órdenes en materia política, y así


tendría más libertad para actuar en cuestiones de disciplina.
El principio implícito aquí podría ampliarse para incluir el de­
recho del discípulo al descanso y recreación normal, o del misio­
nero a un permiso de ausencia en la misión. En épocas del Antiguo
Testamento, Dios estableció reglas para un descanso y recreación
periódicos en las diversas fiestas del Señor. Eran ocasiones para la
renovación tanto física como espiritual.
Hay un lugar para la recreación en la vida del discípulo. Una
buena prueba de la validez de nuestra recreación sería la siguiente:
¿me hará ser un siervo mejor y más sano y un ganador de almas
más eficaz?
Muchos trabajadores cristianos, yo incluido, han pagado un
gran precio por no asignar un tiempo adecuado al descanso y la re­
creación, como le sucedió al piadoso joven ministro escocés Robert
Murray McCheyne, quien, cuando apenas tenía veintinueve años,
estaba en su lecho de muerte totalmente exhausto por sus incesantes
labores. McCheyne le dijo a un amigo sentado al pie de su cama:
“El Señor me dio un caballo para montar y un mensaje para enviar.
¡Vaya, he matado al caballo y no puedo enviar el mensaje!”.
Sin embargo, debe reconocerse que en el curso de nuestra
labor cristiana, ya sea en nuestro país o en el extranjero, surgirán
ocasiones en las que, en beneficio del evangelio y la cosecha no
recogida, la recreación o el permiso para ausentarse tendrán que
dejarse a un lado por un tiempo. El discípulo debe estar presto a
dejar a un lado sus derechos cuando están implícitas las necesi­
dades de sus congéneres.

El derecho a una remuneración apropiada

“Si nosotros sembramos entre vosotros lo espiritual, ¿es una


gran cosa si segáremos de vosotros lo material? Si otros par­
ticipan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más nosotros?
Pero no hemos usado de este derecho” (1 Co. 9:11-12, cursivas
añadidas).

En apoyo a esta declaración, el apóstol cita el principio gene­


ralmente aceptado de que el granjero que produce la cosecha tiene
el derecho a una parte de esta, así como el viñatero a su porción
110 Discipulado espiritual

del vino. En otras palabras, no hay nada malo en ser un predicador


asalariado. Incluso el buey no es amordazado cuando está trillando
el grano. “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evan­
gelio, que vivan del evangelio” (v. 14).
A lo largo de su ministerio, Pablo fue meticuloso en sus
asuntos financieros. No quiso que las especulaciones monetarias
influyeran en sus decisiones o acciones. El dinero es una prueba
de fuego para el carácter. Nuestras verdaderas riquezas son las que
están dentro de nuestro carácter, y estas moran con nosotros eter­
namente. En su actitud hacia el dinero, Pablo era “limpio”, algo
que no puede decirse de todos los trabajadores cristianos. Él fue
victorioso en el reino de las finanzas y renunció a su derecho a ser
mantenido por la iglesia con la finalidad de poder ganar más almas
para Cristo (v. 12).
Ya sea que poseamos mucho o poco dinero, es nuestra actitud
hacia este lo que resulta revelador. No hay cualidad moral en la
riqueza o la pobreza en sí, pero nuestra actitud es una prueba de
verdadera espiritualidad. En un mundo en el que los valores mate­
riales y financieros cobran tanta importancia, no es sencillo escapar
a su contaminación.
Descubra la actitud de una persona hacia el dinero y apren­
derá mucho sobre su carácter. No todo trabajador cristiano ha
dominado el problema de la administración financiera, y como
resultado de ello muchos han perdido eficacia espiritual. Pablo no
cayó en esa trampa.

La motivación
La renuncia voluntaria a nuestros derechos en los cuatro ám­
bitos delicados que se han tratado anteriormente requerirá más
que una motivación y dedicación común y corriente. Para algunos,
el precio podría resultarles demasiado alto y se volverían atrás.
Debemos estar agradecidos de que Pablo no solo fijó la norma,
sino que dio a conocer la motivación que le permitió realizar tales
renuncias costosas con gozo.
Primero, los factores positivos: “...que predicando el evangelio,
presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de
mi derecho en el evangelio” (1 Co. 9:18). “...a todos me he hecho
de todo, para que de todos modos salve a alguno” (v. 22). “Y esto
hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él” (v.
LOS DERECHOS DEL DISCÍPULO 111

23). “...ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero


nosotros, una incorruptible” (v. 25).
Él apoya esta motivación positiva con motivos fuertes, aunque
negativos: “...Pero no hemos usado de este derecho, sino que lo
soportamos todo, por no poner ningún obstáculo al evangelio de
Cristo” (v. 12). “Pero yo de nada de esto me he aprovechado...
porque prefiero morir, antes de que nadie desvanezca esta mi
gloria” (v. 15). “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre,
no sea que... yo mismo venga a ser eliminado” (v. 27).
En su conjunto, estos motivos hacen una poderosa apelación
al discípulo que es celoso en la causa de Cristo, que está presto a
pagar el precio del verdadero discipulado y que tiene pasión por la
propagación del evangelio. En la historia de las misiones cristianas
especialmente, hemos contado con muchos cuya renuncia a los
derechos se ha comparado a la de Pablo. ¿Quiénes seguirán su
ejemplo?
15
El ejemplo del discípulo
“...sé ejemplo de los creyentes en palabra,
conducta, amor, fe y pureza”.
1 Timoteo 4:12, BLA

ablo tenía muchas ganas de que su protegido se convirtiera

P en “un buen ministro de Jesucristo”. En sus dos cartas a


Timoteo, él lo alentaba en vista de su ministerio en la impor­
tante iglesia de Éfeso, que era la iglesia más madura a la que Pablo
había escrito. Esta había gozado de una pléyade de talento en su
ministerio, incluso del mismo Pablo. Bien podemos imaginarnos
que el joven estaría sintiendo profundamente su relativa juventud
e inexperiencia, y estaría amedrentado ante su responsabilidad. Por
eso, el anciano y experimentado apóstol le dio consejos y estímulo
que, de seguirlos, desarrollarían su potencialidad de liderazgo y lo
adiestrarían aún más para su estratégico ministerio. Este consejo es
tan relevante para hoy, como lo fríe entonces.

La búsqueda de ejemplos

“Con tus buenas obras, dales tu mismo ejemplo en todo...”


(Tit. 2:7 NVI).

En nuestra época, cuando las estructuras sociales se derrumban,


y la vida hogareña está en deterioro, hay una gran cantidad de jó­
venes confundidos que no tienen a quién admirar como ejemplos
de inspiración. Crecen sin un padre o sin una madre en el hogar,
en una sociedad que alienta la promiscuidad, la intemperancia y
la violencia. Como resultado de ello, inconscientemente buscan
modelos que establezcan un ejemplo atrayente.

112
El ejemplo del discípulo 113

Hace poco, me sorprendí al tener una conversación con una


amiga. “¿Te acuerdas cuando Hazel llegó a tu oficina hace cua­
renta años?”, me preguntó. Cuando respondí que sí, mi amiga
dijo: “¿Sabías que se crió en un orfanato? Ella no sabía quiénes
eran sus padres, nunca recibió amor de nadie y tampoco vio el
amor entre un marido y su mujer. Por eso, cuando llegó a tu ofi­
cina, los observaba a ti y a tu esposa de cerca para ver si realmente
existía algo llamado amor”.
Por supuesto que conocía su historia, pero en ningún mo­
mento me di cuenta de que mi esposa y yo estábamos bajo el
microscopio de una joven que, desesperadamente, buscaba un mo­
delo. Temblé al pensar qué podría haberle ocurrido a ella si noso­
tros hubiéramos fallado.
Cuán estimulante es pensar que podemos ser ejemplo de las
cualidades de Cristo para aquellos que están en busca de Él.
Mediante un estilo de vida ejemplar, el discípulo puede hacer
que su Señor sea hermoso para los demás. En su carta a Tito,
Pablo lo instó a que les enseñara a los esclavos a trabajar para com­
placer a sus amos “...para que todos vean en sus vidas lo hermosa
que es la enseñanza acerca de Dios nuestro Salvador” (Tit. 2:10,
DHH). Evidentemente, nuestras vidas pueden hacer que nuestra
enseñanza sea hermosa para los demás. Las personas no solo de­
berían oír una verdad que valga la pena oír, sino también ver vidas
que valgan la pena imitar.
La palabra que Pablo utiliza en ese versículo de la versión
Reina-Valera es adornar. “...para que en todo adornen la doctrina
de Dios nuestro Salvador”. Esta palabra se emplea en el arreglo de
joyas de tal manera que se muestre al máximo su belleza. Este es
nuestro privilegio.
La vida privada del discípulo puede neutralizar la eficacia de
su ministerio público. En una reunión en la que prediqué, estaba
presente un muy conocido archidiácono de una iglesia local. Al
terminar mi predicación, me preguntó si podía decir unas palabras.
“Dios me ha estado hablando esta noche —dijo—. La mayoría de
ustedes me conocen, y quiero hacer una confesión. Cuando estoy
con ustedes en público, siempre soy jovial, alegre y el alma de la
fiesta, pero en casa soy una persona diferente. He sido un ángel
en la calle y un diablo en el hogar. He tenido mal carácter y les he
hecho pasar malos momentos a mi esposa y a mi familia. Le pedí a
114 Discipulado espiritual

Dios que me perdonara y que me permitiera ser en privado como


he intentado parecer en público”. Su vida privada había neutrali­
zado su ministerio público.
En su primera carta a Timoteo (especialmente en los vv. 6-16 del
capítulo 4), Pablo le dio consejos de trascendencia eterna al joven
muchacho y le hizo ver que cada discípulo puede obtener provecho
de eso hoy día, ya sea en un ministerio reconocido o en la actividad
laica común. “Si esto enseñas a los hermanos, serás buen ministro de
Jesucristo...” (v. 6). Consideraremos algunos de sus preceptos.

Entrénese para ser piadoso


Nosotros no nos volvemos piadosos automáticamente. Ser más
piadoso está en nuestras manos y, como dice Pablo, requiere entre­
namiento. Como se indicó antes, de la palabra entrenar del texto
original deriva nuestra palabra gimnasio, y es en este sentido que se
transmite la idea de “ejercitar el cuerpo o la mente”. La versión en
inglés de J. B. Phillips traduce así el versículo 7: “Tómate el tiempo
y el trabajo de mantenerte espiritualmente apto”. La implicación es
que debemos tener tantas ganas de ser espiritualmente aptos como
el atleta que quiere ganar la medalla de oro en las olimpíadas.
El entrenamiento requiere un esfuerzo agotador periódico,
que tendrá exigencias sobre nuestro tiempo y nuestras actividades.
Eso es algo que tenemos que hacer. Por sobre todo lo demás, re­
querirá mantener una vida de devoción constante.

Compense su juventud

“No permitas que nadie menosprecie tu juventud; antes, sé


ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pu­
reza.” (v. 12, BLA).

Pablo le estaba diciendo a Timoteo que no creyera que su rela­


tiva juventud era un obstáculo para su liderazgo. En todo caso, el
tiempo se haría cargo de ello. Mientras tanto, él podía compensar
su juventud con la calidad de su vida y el ejemplo que le daba a la
iglesia.
El apóstol especificó cinco esferas en las que Timoteo debía
estar alerta. Estas son esferas en las que las personas más jóvenes a
veces presentan deficiencias: palabra, conducta, amor, fe y pureza.
El ejemplo del discípulo 115

Si bien Timoteo no era un simple joven, muchos de los an­


cianos de la iglesia de Éfeso serían mayores que él. Sin embargo, no
debía permitir que lo dejaran de lado como si fuera un jovencito.
Él estaba allí en respuesta a un llamado divino. El tiempo verbal
transmite el significado: “No permitas que nadie te menosprecie...
Que ningún defecto de tu carácter dé lugar a que desdeñen tu
juventud” (K. S. Wuest).

Dediqúese a la lectura pública de las Escrituras

“...ocúpate en la lectura, la exhortación y la enseñanza” (v. 13).

Timoteo debía procurar que se le diera la debida preeminencia


a los tres elementos del ministerio de la Palabra. Es a través de
la lectura pública de las Escrituras que se oye la voz de Dios; es
lamentable que ese mandato ya no se cumpla fielmente. En las igle­
sias litúrgicas, se leen varias veces diferentes porciones de la Biblia,
pero es raro en muchas otras iglesias.
El segundo elemento es la prédica. Predicar es la exhorta­
ción que le sigue a la lectura de las Escrituras. Para que sea pro­
vechoso, la verdad debe cristalizarse. Es espiritualmente dañino
oír repetidas veces la verdad sin responder a ella. La exhortación
incluirá consejos, estímulo y advertencia contra el error. En nues­
tros días, la prédica ha sido sustituida, de alguna manera, por el
diálogo, el debate y la consejería, pero el mandato dice: “Predica
la Palabra”.
El tercer elemento es la enseñanza: presentar un conjunto sis­
tematizado de enseñanzas sobre las grandes verdades centrales de
la fe cristiana. Estamos rodeados de un exceso de sectas, por lo que
“una teología correcta es el mejor antídoto para el error”.

NO DESCUIDE EL DON QUE HAY EN USTED

“No descuides el don que hay en ti, que te fue dado...”


(v. 14).

La gracia de este don era la concesión intrínseca especial que


el Espíritu Santo había impartido sobre Timoteo con el fin de que
fuera apto y estuviera preparado para su ministerio. No se nos dice
116 Discipulado espiritual

cuál era ese don. El tiempo verbal que se usa en descuides daría el
sentido de “deja de descuidar” o “no hagas crecer el descuido”
del don. Parecería que el apocado Timoteo necesitaba un estímulo
en este punto.
Cabe advertir que la concesión del “carisma”, el don espiri­
tual, no se produjo mediante la profecía, sino en compañía de esta.
La imposición de manos siempre es simbólica y no efectiva. El
don había sido concedido para beneficio de los demás; por ende,
él debía seguir ejerciéndolo. Al hacerlo, demostraría el progreso
logrado desde el momento en que lo recibió (v. 15).

Abóquese a la obra

“Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas...” (v. 15).

Él debe abocarse a su ministerio con ahínco. A. T. Robertson


dice que “ocúpate”, aquí, sería como decir “debes estar hasta las
orejas de trabajo”. ¡Nada de arrastrar los pies!
¿Qué objetivo tendría Timoteo en vista? “Para que tu aprove­
chamiento sea manifiesto a todos”. Su progreso en la santidad y la
semejanza a Cristo debía ser tan marcado que fuera visible a todos,
tanto a los de afuera como también a la familia de la iglesia. Una
pregunta probatoria para formularse es: “¿Mi progreso en la vida
espiritual es tan evidente que resulta claramente visible para los
que viven y trabajan conmigo o para los que ministro? ¿O mi vida
espiritual es estática?”.
El discípulo está expuesto a dos peligros de los que debería ser
consciente. Uno es el peligro de una infancia espiritual excesiva­
mente prolongada. Pablo tenía en mente esa posibilidad cuando les
escribió a los hermanos de la iglesia de Corinto, que abundaban en
dones, pero estaban confundidos y carecían de madurez espiritual:
“De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espiri­
tuales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber
leche, y no vianda porque aún no erais capaces, ni sois capaces
todavía” (1 Co. 3:1-2, cursivas añadidas).
El segundo peligro era la senilidad espiritual. El autor de la
carta a los Hebreos estaba preocupado porque algunos cristianos
habían retrocedido a un estado espiritualmente senil, por lo que
les advirtió:
El ejemplo del discípulo 117

Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis


necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros
rudimentos de la Palabra de Dios; y habéis llegado a ser tales que
tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido. Y todo aquel
que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia,
porque es niño, pero el alimento sólido es para los que han alcan­
zado madurez... (He. 5:12-14, cursivas añadidas).

Timoteo tenía que estar en guardia contra esos peligros y


avanzar firme y visiblemente hacia la madurez (He. 6:1).

Muestre un progreso constante

“...para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos”


(v. 15).

Es una experiencia beneficiosa, según lo sé por experiencia


personal, asumir este reto y medir nuestro grado de progreso vi­
sible o la carencia de él. Una de las mejores varas para medir este
propósito es la descripción del fruto del Espíritu que hace Pablo en
Gálatas 5:22-23. Embarquémonos en un viaje de descubrimiento.
Esta es la norma: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza...”.
Estas deleitosas cualidades, que florecieron tan abundantemente
en la vida de nuestro Señor, nos brindarán una prueba segura de
nuestro calibre espiritual. Formulemos preguntas pertinentes, tales
como: ¿soy una persona más amorosa ahora que hace tres meses?,
¿ha sido visible mi progreso en el amor?, ¿quién lo ha notado?
Cabe advertir que las nueve cualidades se consideran como una
unidad, por ejemplo, como un racimo de uvas. Pero el amor es la
cualidad que lo abarca todo. Las otras ocho no son sino manifesta­
ciones diferentes del amor, que es el principio motivador de todas
ellas. Esta es la lista de las nueve cualidades:
Las primeras tres se refieren a mi andar privado con Dios.
Amor. No hay egoísmo en el amor. El tipo de amor del que
se habla aquí es del aspecto no egoísta de la vida. Es más que el
mero amor humano. Más bien, es el amor de Dios derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo (Ro. 5:5). El Espíritu
produce tanto un sentido del amor divino como la disposición de
118 Discipulado espiritual

amar a Dios y al prójimo. Es un elemento que florece incluso ante


la presencia de los antipáticos y de los hostiles. ¿Pueden los demás
discernir el progreso del amor en mi vida?
Gozo. No existe la depresión en el amor, puesto que el gozo
es el resultado natural del amor. Los que se aman son personas
gozosas. El gozo es más que vivacidad y diversión. Es el equivalente
cristiano a la felicidad de pasar un buen momento en el mundo.
Pero lo supera ampliamente puesto que no depende de hechos
externos. El gozo cristiano es independiente de las circunstancias
y puede coexistir con la angustia. Pablo dijo que estaba “entriste­
cido, mas siempre gozoso”. Un corazón lleno del amor de Dios
está lleno de “gozo en el Espíritu Santo”. ¿Me ven los demás
como una persona gozosa?
Paz. No hay ansiedad en el amor. En cambio, hay una se­
renidad y tranquilidad interior, que no permite preocuparse hoy
por los problemas de mañana. La paz es amor en reposo. No es
tanto la ausencia de problemas, como la presencia de Dios. Igual
que el gozo, es parte del legado del Señor a sus discípulos. “Estas
cosas os he hablado para que en mí tengáis paz...” (Jn. 16:33).
Cuando el Espíritu Santo no está contristado, la paloma de la paz
puede posarse en la tierra. ¿Estoy progresando en la conquista de
la preocupación?
Las siguientes tres cualidades se relacionan con el trato con mi
prójimo.
Paciencia. No hay impaciencia ni irritabilidad en el amor. En
otro lado, Pablo dice que “el amor es sufrido”. La paciencia es
uno de los atributos sobresalientes de Dios; de la cual, con tanta
frecuencia, nos hemos beneficiado. No tiene tanto que ver con lo
que hacemos, como con lo que podemos refrenarnos de hacer.
“La fuerza de nuestro amor puede medirse por el grado de nuestra
paciencia”. Esta deseable cualidad nos permite tolerar debilidades
y defectos, irritaciones e idiosincrasias de los demás aun cuando
pasamos por pruebas severas. ¿Soy más paciente que hace tres
meses?
Benignidad. No hay roces en el amor, porque el “amor es
benigno”. Es un reflejo de la actitud de Dios hacia nosotros (Ef.
2:8). Una persona benigna es sensible a los sentimientos de los
demás, y siempre está buscando la oportunidad de realizar un
acto de benignidad, aun para con los antipáticos y los que no lo
El ejemplo del discípulo 119

merecen. La benignidad suaviza una palabra o una acción que,


de otro modo, parecería dura o áspera. ¿Estoy desarrollando una
disposición más benigna?
Bondad. No hay corrupción en el amor. La bondad suele ser
como una persona sin hogar en la sociedad contemporánea. La
bondad no es noticia. Con frecuencia se la rechaza y es objeto de
burla. Si se quiere insultar a una persona, llámeselo “beato”.
Es un hecho llamativo que cuando “Dios ungió con el Espíritu
Santo y con poder a Jesús de Nazaret...” (Hch. 10:38), no se
dijo que el resultado fuera una experiencia de éxtasis, de milagros
espectaculares o de sermones efusivos, sino simplemente “anduvo
haciendo bienes”. La bondad es benevolencia en acción. ¿Soy una
persona visiblemente mejor de la que solía ser?
Las últimas tres cualidades tienen que ver con mi propio andar
privado.
Fe. No hay inconstancia en el amor. Este fruto no es tanto de
“fe” en el sentido de creer, sino de “fidelidad” en el sentido de ser
confiable, fiable y responsable; una cualidad altamente estimada.
En un día venidero, el mayor cumplido del exaltado Señor será:
“Bien hecho, siervo bueno y fiel” si es que, en realidad, hemos
actuado bien y hemos sido fieles en el cumplimiento de lo que se
nos ha confiado. La fidelidad ha sido descrita como la fiabilidad
que nunca se rinde ni desilusiona. ¿Estoy siendo cada vez más
confiable?
Mansedumbre. No hay venganza en el amor. La mansedumbre
no es una mera blandura de disposición. No es una cualidad que
sea universalmente admirada ni deseada, y sin embargo el Maestro
sostuvo: “...soy manso y humilde de corazón...” (Mt. 11:29). La
mansedumbre es la antítesis de la agresividad. La persona mansa
no lucha por sus derechos y prerrogativas, a no ser que haya un
principio implícito, o los intereses del reino estén en juego. Jesús
nos aseguró que los mansos, no los agresivos, son los que heredan
la tierra (Mt. 5:5). ¿Estoy manifestando un espíritu cada vez más
manso?
Templanza. No hay laxitud en el amor. Thayer-Grimm define
esta cualidad como “una virtud que consiste en dominar los ape­
titos y las pasiones, especialmente los sensuales”. Pablo emplea la
disciplina ejercida por los competidores en las olimpíadas como
un ejemplo de lo que debería ser la templanza en el discípulo. ¡La
120 Discipulado espiritual

templanza no es el control del yo por sí mismo! Es el control del


Espíritu Santo, que mantiene nuestros apetitos y nuestras pasiones
en línea al entregarnos a su control. ¿Me ven los demás como una
persona con templanza?

Persista en estas cosas


Persistir. La última exhortación de Pablo fue respecto a la per­
sistencia: “...persiste en ello [en estas cosas]...” (1 Ti. 4:16). Es
decir: “Mantente atento y alerta, y concentra tu mente en una
santa manera de vivir”. Si persiste en estas cosas —dice el apóstol—,
“...te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (v. 16), en el sen­
tido de ayudarlos a ser libres del “presente siglo malo” (Gá. 1:4).
¿Y cuál es la dinámica que le permitirá al discípulo seguir te­
niendo un progreso estable en la vida divina? Pablo nos da un
indicio al atribuir esas cualidades al Espíritu Santo. Él produce
el fruto en nuestras vidas a medida que vivimos bajo el señorío
de Cristo. En 1 Corintios 12:3, dice: “...nadie puede llamar —es
decir, seguir llamando— a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”.
Para poder tener un progreso constante en la semejanza a Cristo,
debemos estar continuamente llenos del Espíritu, para que Él
pueda producir un fruto precioso en nuestras vidas.
16
La soledad del discípulo
“...me dejaréis solo; mas no estoy solo,
porque el Padre está conmigo”.
Juan 16:32

lgún grado de soledad es natural y normal en la condición

A humana. Es parte de las dificultades del hombre. Invade las


vidas de grandes y pequeños, y no da evidencia de temor ni
favor. El hecho de que uno sea un discípulo de Cristo no nos aleja
del alcance de sus tentáculos, puesto que la soledad es endémica
en el mundo.
Jesús, el Hijo del Hombre, experimentó soledad durante su
vida en la tierra, y por ende, no hay pecado en ella. Se la puede
catalogar como una de las enfermedades sin pecado de la natura­
leza humana. Así que no hay necesidad de que el discípulo solitario
agregue un peso de culpa a su dolor. Sin embargo, la soledad fá­
cilmente puede dar lugar al pecado.
La soledad se ha convertido en uno de los problemas más pe­
netrantes de la sociedad, y sus estragos han sido exacerbados por el
difundido resquebrajamiento de las normas morales y sociales.
La soledad se define como “el estado de carecer de compañía,
estar solo, sentirse abandonado”. La propia palabra es onoma-
topéyica, al llevar consigo el eco de su propia desolación. No es
un problema reciente, puesto que tuvo su inicio en el huerto del
Edén. Es asombroso que la primera expresión registrada de Dios
fuera para decir que la soledad no es algo bueno: “Y dijo Jehová
Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea
para él”. (Gn. 2:18).
Pero más tarde, Adán experimentó una soledad diferente, la so­
ledad del pecado. Después que él y Eva cayeron ante las artimañas

121
122 Discipulado espiritual

del tentador, fueron asidos por las heladas manos del temor. En
lugar de disfrutar de una comunión desinhibida con Dios, ahora
conocían la soledad de la separación de Él, que es la más punzante
de todas las formas de soledad.
La soledad viene en muchos disfraces. A veces es como un
vacío interior, un sentimiento de vaciedad o un sentido agudo de
desolación; un ansia profunda de una satisfacción mal definida. La
pérdida de una relación cercana y preciada actúa como una chispa
que enciende sus formas más angustiosas.
Los factores contemporáneos, sociales y ambientales son uno
de los orígenes más prolíferos. Los principales son la pérdida de
la pareja de toda la vida, especialmente si ha sido una relación ex­
tensa. Mudarse de la casa de familia que parece demasiado grande
después que se fueron los hijos puede ser una experiencia trau­
mática. La falta de un escenario familiar y amigos deja brechas y
cicatrices.
Casi todos los que participan de un divorcio o una separación
—ya se trate de adultos o de niños— tienen que atravesar el sendero
de la soledad; un hecho que deja un vacío doloroso.

Aislamiento, no soledad
Está mal equiparar la soledad con el aislamiento. El aislamiento
es algo que nosotros elegimos, mientras que la soledad viene
aunque no la esperemos ni la aceptemos. El aislamiento es físico,
la soledad es psicológica. La soledad es negativa e improductiva,
pero el aislamiento puede ser constructivo y fructífero.
En el aislamiento, Jacob —“así se quedó Jacob solo”— tuvo
una experiencia que le cambió la vida, mientras esperaba en su
tienda con justificada aprehensión el acercamiento de su hermano
a quien había defraudado.
La soledad ataca en varios niveles. Tal vez, el nivel emocional
sea el más difícil de soportar. La pérdida o la ausencia de las rela­
ciones cercanas con otros seres humanos crea un vacío que es difícil
de llenar. La única forma en que puede aliviarse es mediante nuevas
y cercanas relaciones. Para la persona implicada, eso con frecuencia
parece ser algo imposible de lograr, pero no lo es. Aunque se ne­
cesitará de un propósito firme, puede alcanzarse.
En un nivel social, la víctima puede sentir que la “dejan de lado”
o que “no la quieren”, con la consecuencia de que se repliegue y
La soledad del discípulo 123

pierda contacto con la comunidad en la que vive. Por lo general


esto es, aunque no siempre, un aislamiento impuesto a sí mismo.
Ese sentido de separación social o de segregación es especialmente
común entre los grupos étnicos. Es triste decirlo, pero no es algo
poco común incluso en los grupos de la iglesia, que deberían ser
líderes en manifestar el amor de Cristo y en ministrar a los que
están solos.
Como ya se ha insinuado, la soledad en el nivel espiritual es
muy desoladora. Es una separación de Dios, que es el único que
puede llenar y satisfacer el corazón humano.

NO SE EXCEPTÚA EN NINGUNA ETAPA DE LA VIDA


Esta enfermedad del alma no está confinada a una sola etapa
de la vida. En una de sus obras, The Seven Ages of Man [Las siete
etapas del hombre], Shakespeare, con su pluma punzante, delinea
las características de cada etapa de la vida con más o menos preci­
sión. Pero una cosa es cierta: no hay edad en la que el hombre sea
inmune a la soledad.
Sorprendentemente, los investigadores han descubierto que la
soledad prevalece mucho más en su forma aguda entre los adoles­
centes y los jóvenes que en los adultos. Los jóvenes sienten una
necesidad desesperada de ser aceptados, especialmente por sus
compañeros, y harán casi cualquier cosa para ganarse su aproba­
ción. Los jóvenes se sienten “en el medio” —ni chicos ni grandes—,
y les resulta difícil identificarse con alguna de esas etapas. Eso, a
su vez, los hace recurrir a las drogas, al alcohol y a otros hábitos
dolorosos.
La soledad toma a la persona joven por sorpresa; sin embargo,
los mayores, si bien no le dan la bienvenida, están algo adaptados
a la idea de que les llegará de alguna forma, tarde o temprano. Por
lo tanto, no se sorprenden tanto cuando tienen que enfrentar la
realidad.
Sin embargo, la persona mayor sí se siente desesperadamente
sola cuando los amigos y los seres queridos fallecen uno a uno, o
cuando los hijos están lejos, y la fortaleza que flaquea hace que la
vida sea una carga. Sienten que ya no son necesarios o que tal vez
ya nos los quieran.
Un grupo que se está expandiendo a una velocidad increíble
está compuesto de padres solos y de personas solteras, quienes,
124 Discipulado espiritual

por elección, viven sin pareja o han optado por no seguir casados.
Nuestra sociedad sigue orientada a la pareja, y la persona que cae
en esa categoría frecuentemente se siente excluida de la vida social
de la comunidad.
Las mujeres solteras que ansian un hogar y ser madres, pero
a quienes no les llega la oportunidad, caen en la misma categoría.
Suelen sentir que las consideran ciudadanas de segunda clase; sin
embargo, la Biblia no fundamenta esta idea. Al escribir sobre el
estado de soltería en 1 Corintios 7, Pablo dice tres veces respecto
al tema: “Bueno les fuera”. Todo su énfasis es que el estilo de
vida de solteros es honorable y bueno; pero no todos los solteros
tienen la opinión de Pablo. Sin embargo, se podría decir que, ante
la perspectiva de tantos matrimonios que terminan en divorcios y
tantas mujeres golpeadas, “la dicha de la soltería es mejor que la
desgracia matrimonial”. No debería olvidarse que una gran parte
de la iniciativa misionera la llevan adelante mujeres solteras.
El divorcio es inevitable y fundamentalmente una experiencia
de soledad para los implicados. El dolor no se supera cuando se
firma el contrato de divorcio; de hecho, acaba de comenzar. El
mundo está lleno de divorciados que están solos. Un efecto secun­
dario trágico es que los niños pierden a su madre o a su padre, y a
veces a ambos. Inevitablemente, eso crea la soledad del inocente.
La suerte del viudo o de la viuda no es envidiable. Aunque el
matrimonio no haya sido ideal, por lo menos hubo un alto grado
de compañerismo, y la mesa de la cena no estuvo en silencio. En
los primeros días de duelo, generalmente hay mucho apoyo de
amigos y seres queridos, pero luego la vida continúa para ellos. Las
visitas y las invitaciones inevitablemente se reducen. En muchos
casos, el viudo está menos preparado para manejar la situación de
cambio que la viuda.
El luto es una experiencia desoladora, y en las primeras etapas
se siente que el sol nunca brillará de nuevo. Debe aceptarse que
no está mal ni es de débiles entristecerse. La tristeza debería expre­
sarse sin vergüenza. Las lágrimas son terapéuticas. El duelo debe
aceptarse como parte de la condición humana.
Si bien el tiempo no quita el sentido de la pérdida, lima el
borde agudo de la congoja. Pero inmensamente más potente que
el tiempo es el consuelo de Dios. “Bendito sea... Dios de toda
consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones,
La soledad del discípulo 125

para que podamos también nosotros consolar a los que están en


cualquier tribulación, por medio de la consolación con que noso­
tros somos consolados por Dios” (2 Co. 1:3-4).
Algunas personas ocultan su angustia y, como el salmista, se
niegan a ser consoladas, engañándose así respecto de lo que más
necesitan: el consuelo de Dios. Jesús se apropió de Isaías 61:1:
“....me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos...”.
¡Permita que Él lo haga!

Acción reparadora
Habiendo revisado muchas de las causas de la soledad, ahora
sugerimos formas de mitigar su dolor. Debería quedar bien en
claro, cuanto antes, que no hay una panacea única y sencilla. La re­
cuperación requerirá que se coopere con sinceridad. Sin embargo,
puede haber un pronóstico optimista si la víctima está preparada
para dar los pasos por sí misma. La disposición a enfrentar la rea­
lidad y a adaptarse a ella es imperativa.
Hay una esperanza de cambio únicamente cuando el que está
solo reconoce que es responsable de dicho cambio. El testimonio
de un hombre fue: “Me di cuenta de que la única forma de escapar
de la soledad era a través de mi propia iniciativa”. Eso es enfrentar la
realidad. Hay determinadas cosas que solo Dios puede hacer, y otras
cosas que únicamente nosotros podemos hacer. No somos robots.
La actitud de la mente y del corazón es vitalmente importante.
Muchos remedios propuestos son solo paliativos, no curas:
unas vacaciones, otra carrera y demás. Tales sugerencias bien
pueden demostrar ser útiles, pero no apuntan al verdadero pro­
blema, ya que llevamos nuestro ser solitario con nosotros donde
quiera que vayamos. Las actividades frenéticas nunca llenarán el
vacío. Salir de circulación solo empeorará el problema. Estas alter­
nativas son solo vendas adhesivas en una pierna fracturada. Pueden
ofrecer una distracción temporal, pero no efectúan la cura.
La mayoría de nosotros, en ocasiones, hemos encontrado que
la medicina prescripta por el médico es desagradable de tomar.
Pero ningún adulto maduro se negaría a ingerir la medicina sim­
plemente porque no tiene buen sabor. Algunas de las siguientes
sugerencias pueden no ser agradables al paladar, pero si la soledad
es suficientemente aguda, la persona sabia, por lo menos, intentará
algunas de ellas.
126 Discipulado espiritual

1. Crea que el Señor está con usted en su soledad. Estas son


algunas promesas importantes para reclamar:

“Mi presencia irá contigo, y te daré descanso” (Éx.


33:14).

“No temas, porque yo estoy contigo” (Is. 41:10).

“Y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios


con nosotros” (Mt. 1:23).

“Porque él dijo: No te desampararé ni te dejaré, de manera


que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayu­
dador, no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (He.
13:5-6).

2. Puesto que no hay pecado en estar solo, no agregue una


falsa culpa a su problema.

3. Si no pueden cambiarse las circunstancias externas, pueden


y deben adaptarse las actitudes internas.

4. No se menosprecie constantemente. Si Dios lo ha acep­


tado, debe ser valioso para Él. Acepte la valoración que el
Señor hace de su vida.

5. Limpie espiritualmente el terreno. Si hay un pecado no


confesado, confiéselo con sinceridad y en su totalidad,
abandónelo y reciba el perdón y la limpieza prometidos (1
Jn. 1:9). De esa forma lo sacará de su sistema. En su vida
espiritual, tendrá el mismo efecto que produce, en su vida
física, drenar una llaga que supura.

6. Cuéntele sus sentimientos, sus luchas y, sí, sus fracasos,


a su comprensivo Señor. “Porque él conoce nuestra con­
dición, se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:14).
Descárguese con un pastor o con un amigo cristiano en
quien confíe, busque su consejo y sus oraciones. Una carga
compartida, por lo general, es la mitad de una carga.
La soledad del discípulo 127

7. Aprenda a vivir con algunos problemas no resueltos. Jesús


nos lo dio a entender al expresar: “Lo que yo hago, tú
no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después” (Jn.
13:7).

8. Abandone la autocompasión, “ese hongo de depresión”.


En muchos casos, la autocompasión es el villano de la pe­
lícula. Tener compasión de uno mismo todo el tiempo es
un boleto de ida hacia la soledad. En cierto sentido, la
autocompasión es la negación de nuestra responsabilidad
personal de tratar con dicha condición, lo cual frustra la
posibilidad de una cura.

Si persistimos en concentrar nuestros pensamientos en no­


sotros mismos, eso solo servirá para alimentar el friego
de la soledad. Si, en cambio, expresamos nuestros pensa­
mientos hacia fuera y nos comenzamos a preocupar por los
demás, entonces podrá revertirse nuestra condición, y po­
dremos salir del caparazón de nuestra propia desolación.

9. Si no pueden cambiarse las circunstancias, acéptelas en


lugar de luchar en contra; luego adáptese a ellas y busque
cómo adornarlas.

Cómo establecer nuevas relaciones


Establecer nuevas relaciones es la verdadera cura para la soledad,
sin embargo, es lo más difícil de hacer. Pero debe hacerse, porque
la alternativa es una continuación del status quo. Estas son algunas
sugerencias sobre cómo pueden entablarse nuevas relaciones.

1. Ore y busque oportunidades para tener nuevos acerca­


mientos de amistad con otro cristiano, que usted considere
como un posible amigo.

2. En preparación al acercamiento, piense en temas de interés


mutuo que podrían ser temas de una fácil conversación.

3. Dé el primer paso y acérquese. Implicará un acto definitivo


de la voluntad.
128 Discipulado espiritual

4. Aliente a la otra persona a que hable de sí. Demuestre un


interés genuino en las preocupaciones de la otra persona y
olvídese de usted.

5. Si es tímido y le resulta difícil hablar con los demás, piense


acerca de cómo iniciar y mantener una conversación.

6. Recuerde que ningún contacto social resolverá todos sus


problemas rápidamente. El alivio total se encontrará al vivir
en comunión con el Cristo viviente.

7. Fije sus deseos y ambiciones sobre objetivos fuera de su


vida. Déjese llevar por el interés hacia los demás.

8. Dé el primer paso para romper ese patrón hoy mismo. No


espere que llegue un momento más conveniente. Nunca
llegará.

En una reunión que conduje en Australia, un joven con una


obvia angustia me abrió su corazón. Había tenido varias desilu­
siones, por lo que se había encerrado en sí mismo. Estaba deses­
peradamente solo.
Le dije que debía dar el primer paso y hacer el intento de acer­
carse a alguien si es que quería aliviar su pena. Lo insté a hacerlo
de inmediato. Esa noche regresó con un rostro radiante.
“¡Lo hice! Me acerqué a un vecino que no había sido muy
amistoso, y él me prometió que estudiaríamos la Biblia juntos”. El
Señor había respondido sus oraciones.
17
La segunda oportunidad
DEL DISCÍPULO

“La vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano;


y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla”.
Jeremías 18:4

l patriota y profeta Jeremías estaba desconsolado. A pesar

E de sus lágrimas y súplicas, su amada nación había demos­


trado ser intransigente, y cada vez se alejaba más de Dios.
Sus serios intentos de evitar la catástrofe habían demostrado ser
inútiles. Había agotado todos sus recursos, y parecía no haber
alternativa para el juicio merecido.
Fue justamente cuando había llegado a esa crisis, que Dios le
dio una visión de esperanza. “Levántate y vete a la casa del alfarero
—dijo el Señor—, y allí te haré oír mis palabras” (Jer. 18:2). Si bien
Israel había contrariado persistentemente el propósito divino de la
bendición, si se arrepentía y una vez más se rendía a Él, el Alfarero
celestial la convertiría en una nueva nación y le daría otra oportu­
nidad, incluso, en esta hora intempestiva.
Aunque la visión fue un mensaje contemporáneo para Israel,
la aplicación no tiene épocas. Así como los elementos del arte del
alfarero son esencialmente los mismos que en la época de Jeremías,
también lo son los métodos y los tratos de Dios con sus hijos en
toda época. Pueden diferir el contexto y los detalles, pero los prin­
cipios fundamentales son los mismos.
Cuando Jeremías fue obedientemente a la casa del alfarero, vio
muchas cosas: la rueda giratoria controlada por el pie del alfarero;
un montículo de barro inerte, incapaz de mejorar su condición y
de ningún valor intrínseco; un pote de agua para ablandar el barro

129
130 Discipulado espiritual

y hacerlo maleable; una pila de desechos donde el alfarero colo­


caba las vasijas que no habían logrado cristalizar su diseño; y, por
supuesto, vio al alfarero habilidoso y experimentado. “’Entonces
vino a mí palabra de Jehová, diciendo —escribió Jeremías—, ¿no
podré yo hacer de vosotros como este alfarero, oh casa de Israel?
dice Jehová. He aquí que como el barro en la mano del alfarero así
sois vosotros en mi mano, oh casa de Israel” (vv. 5-6).
Esa afirmación del poder absoluto y soberano de Dios suena
bastante dura y prohibitiva. Su poder es muy terminante, y no­
sotros somos muy impotentes. Pero Isaías, el profeta, suaviza la
imagen: “Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros
barro, y tú el que nos formaste...” (Is. 64:8).
Es cierto, Dios es soberano en su poder, pero también tiene
un corazón de Padre. Podemos estar totalmente seguros de que
su soberanía nunca discordará con su paternidad. Todas las formas
de tratar con sus hijos frágiles y defectuosos están dictadas por un
amor inmutable.
Estudiemos lo que vio Jeremías mientras observaba al
alfarero.

La vasija formada

“...he aquí que él trabajaba sobre la rueda” (v. 3).

El alfarero tomaba una porción de arcilla y la lanzaba justo al


centro de la rueda que giraba. Si la hubiera arrojado apenas hacia
un lado, la vasija hubiera salido irregular y asimétrica. La lección
espiritual no requiere énfasis.
Después, mientras sus habilidosos dedos moldeaban y aca­
riciaban el barro, el modelo concebido en la mente del alfarero
comenzaba a evolucionar. Primero le daba forma desde afuera y
después desde adentro hasta que el barro amorfo comenzaba a
convertirse en algo bello.
El alfarero era un hombre experimentado y habilidoso. Dios
es soberanamente habilidoso en el moldeado de las vidas humanas.
Él no experimenta. Él no comete errores. Nunca arruina su propia
obra. La tragedia es que a veces nosotros asumimos arrogante­
mente el papel del alfarero e intentamos dar forma a nuestras pro­
pias vidas, con resultados desastrosos.
La segunda oportunidad del discípulo 131

La rueda en la que se moldea la vasija representa las circuns­


tancias de la vida cotidiana que moldean nuestro carácter. ¡Cuán
variadas son! La herencia, el temperamento y el entorno están muy
lejos de nuestro control, pero tienen una fuerte influencia forma-
tiva. Los tratos providenciales de Dios también juegan su parte: la
adversidad y la prosperidad, la angustia y el gozo, la aflicción y a
veces la tragedia, las pruebas y las tentaciones; todos son factores
que Dios usa para cambiarnos progresivamente a semejanza de
Cristo.

Te colocó en medio de esta danza


de plástica circunstancia.
La maquinaria solo sirvió
para darle forma a tu alma,
para probarte y así moldearte
lo suficiente hasta impresionarte.
—Robert Browning

En el barro podemos ver nuestra naturaleza humana: “...como


a barro me diste forma...”, dijo Job (Job 10:9). El barro no tiene
valor fuera del trabajo del alfarero. Su increíble valía reside en su
capacidad de recibir y retener el modelo que está en la mente del
artista. “Es el arte lo que le da el valor al barro, no el material”
(Dresser).
En una ocasión, asistí a una subasta en Sothebys, la reconocida
casa de subastas de objetos de arte de Londres. Una pieza pequeña
de alfarería, poco atractiva para mí, era sostenida por el subastador,
¡y para mi sorpresa la oferta comenzó en 25.000 libras esterlinas!
Luego subió a 50.000, 70.000, 75.000 y 78.000, cuando cesaron
las ofertas. ¡El barro de la vasija valdría solo unos centavos! El
asombroso valor de la vasija para el comprador había sido impar­
tido por la labor del alfarero.
Una vida humana, como el barro, tiene un potencial casi sin
límites cuando se entrega en las manos del Alfarero celestial. ¿Por
qué algunas vidas son radiantes y otras opacas? Están hechas del
mismo material. La diferencia reside en el grado que se le permite
al Alfarero trabajar el bello diseño de su mente.
Hay innumerables variedades de barro, y cada uno requiere un
tratamiento individual, adaptado a su textura y a otras cualidades
132 Discipulado espiritual

distintivas. Lo mismo ocurre con la vida de cada discípulo. Del


mismo modo, el trato de Dios con cada uno de nosotros es único
y exclusivo. ¡No hay producción masiva en la alfarería de Dios!

La vasija arruinada

“Y la vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano...”


(v. 4).

Mientras Jeremías admiraba la vasija que casi estaba lista, de


repente se deshizo en un bulto de barro sin forma. Todo el trabajo
del alfarero se había perdido en un instante. El bello diseño de la
vasija se arruinó, y el profeta esperaba que el alfarero la arrojara a
la pila de desechos. No se nos dice por qué se deshizo, pero in­
dudablemente se debió a alguna falla en la respuesta del barro al
tacto del alfarero.
¿Se parece su vida a esta escena? No fue ningún descuido ni
falta de habilidad del Alfarero lo que hizo que la vasija se arruinara.
Ningún artista arruina su propia obra. Nosotros emprendemos la
vida con elevadas esperanzas e ideales, pero a menudo la batalla de
la vida nos vence. La vasija se echó a perder, pero hay un brillante
rayo de esperanza. El barro está aún “en sus manos”. ¡Él no lo ha
arrojado a la pila de desechos!
El diseño del Alfarero celestial puede arruinarse de varias ma­
neras, la más común es la tolerancia del pecado en la vida. Puede
ser un pecado expuesto o un pecado atesorado en la imaginación.
Pueden ser pecados del espíritu tales como celos, orgullo, envidia
o pecados del habla. Estos pueden parecer más respetables que los
pecados más graves de la carne, pero no son más aceptables para
Dios. Cualquier tipo de pecado echará a perder la vasija.
Puede que haya resistencia al conocer la voluntad de Dios.
El barro de nuestra voluntad es demasiado duro como para en­
tregarse al tacto delicado del Alfarero. Con frecuencia, se libra
una batalla alrededor de un punto de resistencia, y eso echa a
perder la vasija. O podría ser alguna relación mala o inútil que está
haciendo cortocircuito con la bendición de Dios. Estos asuntos
exigen una acción drástica. Se los debe pensar detenidamente y
se los debe tratar contundentemente para que la vida vuelva a su
sendero correcto.
La segunda oportunidad del discípulo 133

La vasija reconstituida

“...y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla”


(v. 4).

Aquí está el mensaje de esperanza de Dios. El alfarero que vio


Jeremías no arrojó la vasija deformada a la pila de desechos, sino
que del mismo barro, tal vez ablandado con algo de agua, hizo
otra. Dicha vasija puede que no haya sido tan bella como la pri­
mera, pero aún es “apta para el uso del Maestro”.
Se predijo de nuestro Señor: “No se cansará ni desmayará,
hasta que establezca en la tierra justicia...” (Is. 42:4). Y Él no
desmayó. Las Escrituras están repletas de ilustraciones de vasijas
arruinadas a las que Él reconstituyó.
¿Quién sino el Señor hubiera elegido a Jacob para encabezar
a la nación santa a través de la cual vendría el Mesías? El nombre
de Jacob significaba “engañador, usurpador”. Alguien dijo que era
tan retorcido que se podía ocultar detrás de un sacacorchos. Antes
de la crisis determinante de su vida, había pasado veinte años en­
gañando a su tío Labán y siendo engañado por él. Después Dios
lo acorraló en un rincón del cual no había escapatoria.

Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que ra­
yaba el alba... Y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con
él luchaba. Y dijo: Déjame, porque raya el alba. Y Jacob le res­
pondió: No te dejaré, si no me bendices. Y el varón le dijo: ¿Cuál
es tu nombre? Y él respondió: Jacob. Y el varón le dijo: No se
dirá más tu nombre Jacob, sino Israel, porque has luchado con
Dios y con los hombres, y has vencido. (Gn. 32:24-28)

Hasta ese momento, Jacob siempre se había resistido al Alfarero


y seguía insistiendo en su camino torcido; pero finalmente fue ven­
cido. Depuso la espada de su rebeldía, y Dios lo transformó de un
engañador a un príncipe.
Simón Pedro no era un material muy promisorio. Después
de muchos fracasos, alcanzó el punto más bajo de su experiencia
cuando negó al Señor con juramentos y maldiciones. Cuando fue a
buscar la presencia del Señor y lloró amargamente, sin duda pensó
que ese era su fin. Había sido un hermoso sueño mientras duró,
134 Discipulado espiritual

pero ahora lo había arruinado todo. Era mejor que volviera a la


pesca.
Pero el Alfarero celestial no estaba desalentado. No arrojó a
Pedro a la pila de desechos. Al cabo de cincuenta días, el mismo
Pedro estaba predicando el encendido sermón de Pentecostés que
ganó tres mil almas para el reino de Dios. ¡Jesús ni siquiera lo puso
en un período de prueba! “Él sabía lo que había en el hombre”,
y vio la profundidad y la realidad del arrepentimiento de Pedro.
No solo lo volvió a instaurar en el apostolado, sino que Pedro se
convirtió en su líder; y se le confiaron las llaves que abrirían el reino
del cielo tanto a judíos como a gentiles.
Juan Marcos era un joven prometedor que se convirtió en un
desertor. Cuando Bernabé y Saulo partieron en su primer viaje
misionero, Marcos los acompañó lleno de esperanzas y honrado
de viajar con semejantes hombres. Pero a medida que aumentó la
oposición, y el viaje se hizo más arduo y peligroso, su entusiasmo
inicial se esfumó. Entonces, los dejó y volvió a su hogar (Hch.
13:13): un desertor.
Cuando Bernabé sugirió que lo llevaran con él en su siguiente
viaje, Pablo no quería oír hablar de ello. Marcos los había des­
ilusionado una vez; no habría una segunda oportunidad. Pero
Bernabé y el Alfarero celestial no lo abandonaron; le dieron otra
oportunidad, y él rectificó su error. ¡El desertor se convirtió en el
biógrafo del Hijo de Dios! Maravillosa gracia del Alfarero que no
se desalienta.

La vasija perfeccionada
En su arte, el alfarero utiliza el fuego así como también la
rueda. Sin el fuego del horno, la vasija no retendrá su forma. En él
se queman la humedad y los elementos indeseables. A medida que
la temperatura aumenta, el barro se vuelve más puro, y se fijan los
hermosos colores del modelo del alfarero.
¿Qué modelo tiene en mente nuestro Alfarero? No es una ocu­
rrencia improvisada. Pablo nos dice que “a los que antes conoció,
también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen
de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”
(Ro. 8:29, cursivas añadidas).
Cada toque del Alfarero en nuestras vidas tiene ese fin deseable
en mente. Los toques a los que a veces tememos están diseñados
La segunda oportunidad del discípulo 135

solo para extraer las cosas feas de nuestras vidas y reemplazarlas


con las gracias y virtudes de nuestro Señor.

Cuando en medio de feroces pruebas te encuentres,


mi gracia será tu provisión más que suficiente;
la llama no te ha de lesionar,
pues yo solo intento, tu residuo consumir y tu oro refinar.
—Robert Keene

El fuego hace que el modelo sea permanente. Mientras cami­


naba por la alfarería de un amigo, llegamos a los hornos donde se
cuecen las vasijas. Mi amigo hizo un comentario que desencadenó
un pensamiento consolador. “Nunca colocamos un artículo en el
fuego sin protección —dijo—. Siempre lo revestimos de un material
más fuerte, resistente al fuego. De otro modo, el ardiente calor
arruinaría el producto”. Mis pensamientos se dirigieron a la pro­
fecía de Isaías en la que el Señor dijo: “...No temas, porque yo te
redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas,
yo estaré contigo... Cuando pases por el fuego, no te quemarás; ni
la llama arderá en ti” (Is. 43:1-2, cursivas añadidas). Nunca se nos
permite pasar solos por el fuego de las pruebas, pero ¿creemos y
nos apropiamos siempre de ese hecho?
Los tres jóvenes, a pesar de su declaración de fe en la capacidad
de Dios para liberarlos, no fueron rescatados del horno de fuego,
pero fueron “revestidos” y protegidos de su poder destructivo, y
además tuvieron el privilegio inefable de la comunión personal con
el Hijo de Dios. No siempre nos damos cuenta de qué diseño está
elaborando el Alfarero en nuestras vidas.
El rey Jorge VI de Gran Bretaña estaba inspeccionando una
alfarería famosa. Cuando llegaron a una habitación donde se fa­
bricaban juegos de té, el alfarero señaló un juego de té de color
negro y dijo:
—Su Majestad, allí está el juego de té que ordenó para el
palacio.
Al verlo, el rey protestó:
— ¡Pero no pedimos un juego de té negro!
— ¡Ah, no! —contestó el alfarero—. Usted pidió un juego de té
de oro. Debajo de esa sustancia negra, hay oro. Pero si colocamos
el oro en el fuego sin protección, se arruinarían las piezas, así que
136 Discipulado espiritual

lo pintamos con la sustancia negra. Cuando se queme, solo que­


dará el oro bruñido.
Cuando estamos atravesando las experiencias oscuras de las
pruebas de la vida, solemos ver solo lo negro. Nos olvidamos que
debajo se encuentra el oro del carácter purificado, más semejante
a Cristo.
Después de una serie de reveses y sufrimientos devastadores
que le ocurrieron a Job, dio este testimonio, al que se han ad­
herido innumerables hombres de Dios con el paso de los años:
“Mas él conoce mi camino; me probará, y saldré como oro” (Job
23:10).
Judas desairó tenazmente el toque benéfico del Alfarero en su
vida, lo cual resultó en que no hubiera otro lugar para él que la pila
de desechos. ¿Fue mera coincidencia que el malversador suicida
fuera enterrado en el campo del alfarero que habían comprado los
sacerdotes con las treinta piezas de plata por las cuales traicionó a
Jesús? Su fin es una advertencia solemne para quienes, como él, se
resisten al toque del Alfarero.

No te resistas, ¡y deja que te moldee!


Oh, Señor, quiero obedecerte.
Sé tú el habilidoso Alfarero,
y yo, el barro que me entrego.
Moldéame, oh, moldéame a tu voluntad,
mientras rendido y subyugado he de esperar.
—Anónimo
18
La comisión renovada
DEL DISCÍPULO

“Así dice Jehová de los ejércitos: Si anduvieres por mis caminos,


y si guardares mi ordenanza, también tú gobernarás
mi casa, también guardarás mis atrios, y entre éstos
que aquí están te daré lugar”.
Zacarías 3:7

I. Scofield, editor literario de la Biblia comentada que lleva

C su nombre, solía contar acerca de la animosidad que sentía


cada vez que se encontraba con el notorio evangelista esta­
dounidense Dwight L. Moody, pues este siempre oraba para que
la comisión de Scofield fuera renovada. A él no le importaban las
implicaciones de esa oración. Pero más tarde se dio cuenta de que
el perspicaz Moody había discernido su talón de Aquiles. Moody
notó que, dada la intensa preocupación de Scofield por el aspecto
intelectual de la fe cristiana, estaba en peligro de perder su celo por
Dios y el amor por sus congéneres. De ahí la petición repetida de
Moody por su amigo.
Todo discípulo, especialmente el que tiene una fuerte inclina­
ción intelectual, enfrenta el mismo peligro. Podemos aprender lec­
ciones valiosas en este sentido, de la manera en que fue renovada
la comisión de Josué, el sumo sacerdote de Israel. Si bien la visión
simbólica tuvo una aplicación principal en la época en que vivió
Zacarías, también tiene una significación contemporánea. Zacarías
cuenta la historia de la visión que tuvo:

Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del


ángel. Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él,

137
138 Discipulado espiritual

diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que


he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala.
Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su cabeza. Y pusieron
una mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas. Y el
ángel de Jehová estaba de pie (Zac. 3:3-5).

El sumo sacerdote descalificado


En la visión, Zacarías fue llevado a una escena en el cielo. Se
estaba procesando en juicio a Josué, el sumo sacerdote y represen­
tante de su pueblo, quien estaba en el banquillo de los acusados.
A su derecha estaba Satanás, su adversario y acusador. Para su
consternación, el profeta vio a Josué vestido con ropas viles. De
acuerdo con la ley mosaica, eso lo descalificaba para desempeñarse
como sumo sacerdote.
El acusador no fue lento para capitalizar la situación y expuso
sus cargos en contra de Josué. Las acusaciones parecían estar bien
fundamentadas, puesto que él no presentó ninguna defensa y se
declaró culpable.
De repente, para alivio y deleite de Zacarías, se interrumpió el
suspenso cuando intervino espontáneamente el Juez, reprendiendo
y refutando los cargos formulados por el acusador. Después, “Dijo
Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha
escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es este un tizón arrebatado
del incendio?” (v. 2). Entonces el acusador de Josué fue repren­
dido y silenciado.
Luego, como evidencia tangible de que el acusado había sido
absuelto, se le quitaron sus vestimentas viles y en su lugar fue ata­
viado con ropas finas, de gala. Se le renovó su comisión sacerdotal
y nuevamente estuvo calificado para ministrar ante el Señor como
su representante para la nación. Josué —y en él toda la nación— fue
perdonado, purificado y restaurado a la comunión con Dios.
Puesto que Cristo nos ha constituido en “...reyes y sacerdotes
para Dios, su Padre...” (Ap. 1:6), es el privilegio y la función
de todo discípulo ministrar ante Dios. Al ejecutar ese cargo, po­
dríamos esperar, como Josué, atraer la atención hostil de nuestro
adversario en su papel de “acusador de nuestros hermanos” (Ap.
12:10). Josué era indudablemente uno de los hombres más santos
de su época, y sin embargo cuando se halló ante la resplandeciente
La comisión renovada del discípulo 139

luz de la santidad de Dios, se dio cuenta de su total incompetencia


para desempeñarse como sacerdote del Dios viviente.
Como representante de la nación, se identificó con esta en su
culpa y pecado; y Satanás tenía mucho con lo que podía acusarlos
justamente. Malaquías, el profeta, registra la condición en la que
había caído la nación. Se habían vuelto tan corruptos y avaros,
que en lugar de ofrecer animales sin mancha en sacrificio a Dios,
llevaban al altar a los mutilados y enfermos. Incluso, los propios
hijos de Josué se habían casado con esposas extranjeras. En vez
de reprenderlos, refrenarlos e impulsar a la nación a que se ajuste
a las normas divinas, él había aceptado y dispensado sus prácticas
malvadas. No es de extrañarse que no tuviera respuesta para las
acusaciones de Satanás.

El abogado acusador
Con mucha razón, a Satanás se lo llama “el acusador de nues­
tros hermanos” (Ap. 12:10), puesto que ese es su papel favorito.
El notorio filósofo pagano, Ernest Renán, denominé) a Satanás
“el crítico malévolo de la creación”. Él es el “padre de mentira”
(Jn. 8:44), pero puede decir la verdad cuando esta se adecua a sus
planes. Ya sea falso o verdadero, él lanza sus acusaciones contra el
creyente, generando un sentimiento de condena y, de hecho, lo
desalienta y lo incapacita para el servicio.
El diablo se deleita al ver al cristiano “vestido con vestiduras
viles” y, como hizo con Josué, hará todo lo que esté a su alcance
para evitar que se despoje de esas vestiduras. Él sabe que nada
puede perjudicar más la causa de Cristo que un cristiano que cae
en el pecado. Toda la causa evangélica del mundo entero ha sido
enormemente perjudicada por la transgresión moral de algunos
evangelistas televisivos, y Satanás ha obtenido una notable victoria.
Pero la victoria final no es suya.
Él siempre está alerta para encontrar algo de lo cual pueda
acusarnos ante Dios y desacreditarnos ante los hombres. Con
demasiada frecuencia le proveemos las municiones. Tiene vasta
experiencia y sabe cómo explotar los puntos débiles de nuestro
carácter, y recurrirá a cualquier método solapado para lograr su
fin.
Es de destacar que en la visión de Zacarías, el Juez no negó los
cargos presentados por el acusador contra Josué y la nación, sino
140 Discipulado espiritual

que se negó a aceptarlos. “Jehová te reprenda, oh Satanás —fue su


réplica—. ¿No es este un tizón arrebatado del incendio?”.
Esta última es una figura interesante. Imagine que se arroja
inadvertidamente un documento importante al fuego. Justo a
tiempo, alguien descubre el incidente y arrebata el papel. Los
bordes están chamuscados, pero el documento esencial está aún
intacto. Es valioso aunque está algo estropeado. El hecho de que
Dios se tomó el trabajo de arrebatar a Josué —y a nosotros— del
fuego es nuestra garantía de que somos de valor a sus ojos, y de
que Él perfeccionará en nosotros la obra que ha comenzado, “...el
que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el
día de Jesucristo” (Fil. 1:6).
Debemos reconocer que Satanás no tiene derecho a presentar
ninguna acusación contra un creyente. Si usted está preocupado
por su voz acusadora, recuerde que el Único que tiene derecho de
presentar un cargo contra uno de los discípulos de Cristo es Aquel
contra quien se ha pecado. Esto está implícito en las palabras del
Señor a la ramera penitente: “Ni yo te condeno; vete, y no peques
más” (Jn. 8:11).
Pablo se deleitaba en un sentido de total absolución cuando
escribió las siguientes palabras: “¿Quién acusará a los escogidos de
Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo
es el que murió, más aun, el que también resucitó, el que además
está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”
(Ro. 8:33-34).
Cuando, en un sueño, el acusador de los hermanos enfrentó a
Martín Lutero con una abrumadora lista de sus pecados, él peni­
tentemente se apropió de ellos como suyos. Luego, dirigiéndose al
acusador dijo: “Sí, son todos míos, pero escribe sobre todos ellos:
‘La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado’” (1
Jn. 1:7). Esa es la respuesta perfecta y adecuada ante cualquier
acusación de Satanás.

El Juez que absuelve


Cuando Dios eligió a Israel como la nación y a Jerusalén como
la ciudad, a través de las cuales Él traería bendición a todo el mundo,
conocía de antemano todo su trágico futuro de rebeldía. Sus acciones
y reacciones no lo tomaron por sorpresa, no más que las nuestras.
Era como si Él hubiera dicho: “Escogí a Israel y a Jerusalén sabiendo
LA COMISION RENOVADA DEL DISCÍPULO 141

todo lo que serían y harían. No las elegí porque eran más grandes o
mejores que otras naciones, sino porque puse mi amor sobre ellas.
Ninguna acusación que les hagáis hará que mis propósitos de gracia
fracasen. ¿No es este un tizón arrebatado del incendio?”.
Ese es un mensaje de aliento para el discípulo que ha per­
dido contacto con Dios. Incluso, con el recuerdo de nuestra falla
más reciente ante nosotros, continúa siendo cierto que, sabiéndolo
todo, Dios nos eligió antes de crear el mundo (Ef. 1:4). Si bien no
lo han sorprendido, nuestros pecados han herido profundamente
a nuestro amoroso Padre; pero su presciencia no apagó su amor.
Puesto que todos los cargos de los que podrían acusarnos fueron
respondidos en la cruz, Él puede reprender y silenciar al acusador.
Es cierto, solo somos tizones arrebatados del incendio, pero el
Señor aún tiene un propósito para nuestras vidas, como lo tenía
para Josué.
Hay un infinito consuelo en el hecho de que si bien Josué
tenía un acusador malicioso y vengativo, también tenía un defensor
Todopoderoso. Es en nuestro detrimento que escuchemos con
tanta frecuencia la voz del acusador, y no oigamos la voz reconfor­
tante de nuestro Defensor.

Oigo rugir al acusador


por los pecados que he cometido.
Los conozco todos, hasta el peor,
mas Jehová ninguno a percibido.

El Señor de la nueva comisión


Hubo cuatro pasos para volver a comisionar y rehabilitar a
Josué.
Fue limpiado. “Quitadle esas vestiduras viles...” (Zac. 3:4).
Las palabras estaban dirigidas a los espectadores. Las vestiduras,
por supuesto, representan el carácter con el que estamos vestidos.
La vileza de las vestiduras significa impureza y pecado en el ca­
rácter. Dios no descansará, no dejará de inquietar nuestras vidas
hasta que nos despojemos de ellas, y deberíamos estar felices de
que esto sea así.

Nada impuro puede habitar,


cuando Dios en la gloria reina.
142 Discipulado espiritual

Sus ojos tan puros no pueden tolerar,


las manchas e impurezas.
—J. Nicholson

No sería suficiente cubrir las viejas vestiduras con otras nuevas,


y así dejar las vestiduras viles debajo. Toda cosa pecaminosa que nos
descalifica debe extraerse. Tanto Pablo como Pedro exhortan a “des­
pojarse del viejo hombre” —el hombre de la antigüedad—, la natu­
raleza que heredamos del primer Adán. Hacer eso implica un acto
de la voluntad, un acto de renuncia decisiva. Nuestras ropas viles
no desaparecen por sí solas; nosotros nos despojamos de ellas. No
necesariamente tiene que ser un proceso largo o extenso. Se puede
hacer de repente y para siempre. Podemos decir: “He terminado con
ese hábito pecaminoso, con esa cosa cuestionable, con esa asociación
ilícita”. Cuando tomamos esa actitud, encontramos al Espíritu Santo
allí para fortalecernos a fin de mantener nuestra posición.
Fue vestido. “Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pe­
cado, y te he hecho vestir de ropas de gala” (Zac. 3:4). Limpiarse
era el preludio de vestirse. Qué bálsamo le debe haber traído al
perturbado espíritu de Josué, ya que se quitó todo lo que lo des­
calificaba para servir mejor al Señor.
La referencia aquí es al atavío festivo del sumo sacerdote. Quitarse
las vestiduras viles y limpiarse de impurezas era de una envergadura
totalmente negativa. Pero Dios tenía algo glorioso con qué reem­
plazarlas: un guardarropa con atavíos finos, que podían adecuarse y
agraciar cualquier figura, y adaptarse a cualquier compañía.
Agustín había vivido sus primeros años en pecado y libertinaje,
a pesar de las oraciones y lágrimas de su piadosa madre Mónica,
hasta que un día oyó una voz que decía: “Toma y lee”. Tomó
su Biblia y leyó: “Andemos... honestamente; no en glotonerías ni
borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia,
sino vestios del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la
carne” (Ro. 13:13-14, cursivas añadidas).
Dios le habló poderosamente a través de esas palabras. Por lo
que se dijo a sí mismo: “He dedicado todo mi tiempo a permitir
que la carne me tiranice, y ahora Dios me ha ordenado que me
vista como el Señor Jesucristo”. Por un acto de su voluntad, se
apropió de Cristo como el complemento de su propia necesidad,
y a partir de ese momento su vida se transformó por completo. El
La comisión renovada del discípulo 143

libertino se convirtió en uno de los líderes cristianos más grandes


de la Antigüedad.
El guardarropa maravilloso de Dios está a nuestra disposición.
Es para nosotros, mediante un acto definido de la voluntad, por el
que nos despojamos de “las vestiduras manchadas por la carne”,
renunciamos a ellas y acabamos con ellas. Cristo quiere ser el que
satisfaga nuestras necesidades diarias y horarias.

Toda necesidad es satisfecha por Cristo,


no es un vacío que Él no llene,
no es una carga que su amor no alivie,
ni una tormenta que su propia paz no aquiete.
—J. Stuart Holden

Fue coronado. “Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su


cabeza...” (Zac. 3:5). Parecería que hasta ese momento Zacarías
había sido solo un observador asustado. Pero ahora, cuando vio
a Josué limpio y vestido con finos atavíos, interrumpió entusias­
mado y dijo: “¡Completen la restauración! ¡Pongan una mitra
limpia sobre su cabeza!”. Se estaba refiriendo a la mitra del sumo
sacerdote que tenía la placa de oro con la inscripción: “Santidad
al Señor”. Fue también en esta mitra que se derramó el fragante
aceite de la unción. “...Y pusieron una mitra limpia sobre su ca­
beza...” (v. 5). La restauración se había completado. Su autoridad
sacerdotal nuevamente podía ejercerse.
Fue comisionado. “Y el ángel de Jehová amonestó a Josué,
diciendo: Así dice Jehová de los ejércitos: Si anduvieres por mis
caminos, y si guardares mi ordenanza, también tú gobernarás mi
casa, también guardarás mis atrios, y entre éstos que aquí están te
daré lugar” (vv. 6-7).
El Señor perdonador había cumplido su parte magnánima­
mente. Ahora solo le quedaba a Josué aceptar el cargo, disfrutar
de los privilegios que le fueran concedidos y andar en los caminos
de Dios. En el lenguaje del Nuevo Testamento, eso sería el equiva­
lente a “andar en el Espíritu”.
Josué no solo fue comisionado de nuevo, sino que se le admi­
tieron privilegios de los que nunca antes había gozado: el derecho
a acceder a la presencia inmediata de Dios y la admisión a los pro­
pios consejos del Todopoderoso.
19
La dinámica del
DISCÍPULO

“Ahora voy a enviarles lo que ha prometido mi Padre;


pero ustedes quédense en la ciudad hasta que
sean revestidos del poder de lo alto”.
Lucas 24:49, .

“Pero cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes,


recibirán poder y serán mis testigos...”.
Hechos 1:8, NVI.

on estas palabras, pronunciadas antes de su ascensión,

C Jesús instó a sus discípulos a no emprender un ministerio


público hasta que estuvieran revestidos —investidos— del
poder de lo alto. Él mismo había dado el ejemplo. A pesar de su
vida santa, no emprendió su ministerio público hasta después que
“...vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía
sobre él” (Mt. 3:16).
Los discípulos tuvieron en cuenta su mandato, y el día de
Pentecostés “fueron todos llenos del Espíritu Santo...” (Hch.
2:4). Hasta ese momento habían causado poca conmoción,
pero al poco tiempo se refirieron a ellos como “estos que tras­
tornaron el mundo entero”. El poder dinámico del Espíritu
Santo transformó el ministerio de ellos y lo hizo poderosamente
eficaz.
En estos días en los que hay mucha confusión sobre el mi­
nisterio y las operaciones del Espíritu Santo, es sencillo que el
fervor de visiones opuestas den lugar a la intolerancia y nieguen el
espíritu de amor que Jesús dijo que era la evidencia del verdadero

144
La DINAMICA DEL. DISCÍPULO 145

discipulado. Por todos los medios, deberíamos decir la verdad tal


como es, pero la debemos decir en amor (Ef. 4:15).
No debe concebirse al Espíritu Santo en términos de una ex­
periencia emocional. Él no es una influencia misteriosa y mística
que penetra nuestro ser; ni tampoco es una energía, como la elec­
tricidad, que podemos usar para nuestros propósitos. Él es una
Persona divina, igual que el Padre y el Hijo en poder y dignidad; y
se lo debe amar, adorar y obedecer del mismo modo.
Hay una línea de enseñanza que da la impresión de que el
Espíritu Santo es un lujo para un grupo espiritualmente elitista de
cristianos avanzados, y que quienes no tienen determinadas expe­
riencias, son ciudadanos de segunda clase. Pero esto es errado. De
hecho, Jesús enseñó exactamente lo opuesto. Preste atención a sus
palabras:

¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?


¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si
le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo
malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¡cuánto más
vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo
pidan? (Lc. 11:11-13, cursivas añadidas)

De esta manera, al ilustrar la naturaleza y la obra del Espíritu


Santo, el Señor no se compara con los lujos de la vida occidental,
sino con la comida básica del hogar promedio oriental: pan, pes­
cado, huevos. La carne era demasiado cara para el hogar promedio
y se la consideraba un lujo.
Así que lo que estaba queriendo decir Jesús era que el Espíritu
Santo no debe considerarse un lujo especial para una elite espiri­
tual, sino como el pan, el pescado y los huevos. Su ministerio es
indispensable para la vida cristiana normal.
La misma verdad surge en la conversación de Pablo con los
ancianos efesios. Al parecer, él detectó algo que faltaba en la expe­
riencia de ellos, entonces “les dijo: ¿Recibisteis el Espíritu Santo
cuando creisteis? Y ellos le dijeron: Ni siquiera hemos oído si hay
Espíritu Santo” (Hch. 19:2). Después de instruirlos en ámbitos
donde su conocimiento era deficiente, Pablo les impuso las manos
y “...vino sobre ellos el Espíritu Santo...” (v. 6). El Espíritu Santo
ya se había dado en el día de Pentecostés a toda la Iglesia, pero los
146 Discipulado espiritual

ancianos efesios tenían que creerlo y apropiarse del don divino. La


aceptación de esa carencia era responsable de su testimonio apa­
rentemente anémico.

Ser llenos del Espíritu


El mandamiento de ser llenos del Espíritu (Ef. 5:18) no está di­
rigido a personas especialmente santas ni es para una etapa avanzada
de la vida cristiana, como si algo más que pan, pescado y huevos
estuviera reservado para los adultos y no para los niños. La gracia
del ministerio del Espíritu Santo es una necesidad indispensable y
universal en todas las etapas de la vida del discípulo. Estar lleno del
Espíritu es el mínimo indispensable para una vida cristiana plena.
Dios no mantiene a sus hijos con lo básico y esencial de la vida, sino
que tiene una reserva inagotable de bendiciones para nosotros.
El tiempo verbal en Efesios 5:18 —“...sed llenos del Espíritu”—
da el sentido de una acción continua, como lo predijo el Señor:
“...Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como
dicen las Escrituras, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto
dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él...”
(Jn. 7:37-39, cursivas añadidas).
¿Qué significa estar “llenos” en este pasaje? Significa que no
somos receptáculos pasivos que esperan que se derrame algo dentro
de nosotros. Somos personalidades vibrantes, capaces de ser con­
troladas y guiadas por el Espíritu Santo. En Efesios 5:18, “no os
embriaguéis con vino” se establece en oposición a “sed llenos del
Espíritu”. En otras palabras: que no los controle el espíritu del
vino, que produce desorden, sino sean controlados por el Espíritu
Santo, que mantiene vuestra vida bajo su control.
La misma palabra, llenos, se emplea en otra parte como estar
lleno de angustia o de temor, emociones que pueden controlar,
poderosamente, nuestras acciones y reacciones. Así que cuando
estoy lleno del Espíritu, mi personalidad se entrega voluntaria y
cooperativamente a su control.
Parece extraño que si bien los doce apóstoles habían disfrutado
tres años de instrucción individual concentrada bajo el incompa­
rable Maestro, sus vidas se caracterizaban más por la debilidad y el
fracaso que por el poder y el éxito. Pentecostés cambió todo eso;
fueron llenos del Espíritu. Después de su resurrección, Jesús les
aseguró que ese defecto sería subsanado.
La dinámica del discípulo 147

La promesa de poder

. recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu


Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y
hasta lo último de la tierra” (Hch. 1:8, cursivas añadidas).

Parece que es innata en la naturaleza humana el ansia de poder


de diversos tipos. Esa ansia no es necesariamente mala, pero su mo­
tivación debe controlarse con sumo cuidado. El poder no siempre
es una bendición. Hitler tenía poder, pero puesto que no corres­
pondía a la pureza, y sus motivaciones eran terriblemente erróneas,
hundió a todo el mundo en un caos. El diablo tiene poder —su
poder y astucia son grandes—, pero lo utiliza para la destrucción.
Se usan dos palabras para denotar poder: exousia, que significa
“autoridad” y dunamis, que significa “capacidad, poder, energía”.
Fue dunamis lo que el Señor les prometió a sus discípulos. Él no
habló de un poder meramente intelectual, político o retórico, sino
del poder que proviene directamente de Dios a través del Espíritu
Santo, un poder que revoluciona la vida y da vigor para un servicio
espiritual eficaz.
Observe el cambio en los discípulos después que fueron llenos
con el Espíritu y recibieron el poder prometido. Está registrado
que anteriormente, en la hora de mayor necesidad de su Maestro,
“todos los discípulos, dejándole, huyeron”. Pero ahora “estaban
llenos de poder” y “hablaban con denuedo la palabra de Dios”.
En la naturaleza, las leyes del poder están establecidas, como
por ejemplo, en la electricidad. Obedezca la ley, y esta le servirá.
Desobedézcala, y lo destruirá.
El Espíritu Santo es el más grande de todos los poderes y actúa
de acuerdo con las leyes que gobiernan su poder. Obedezca esas
leyes, y Él le servirá. Infrínjalas, y habrá un cortocircuito en el poder.
Pedro enfatizó una de esas leyes cuando escribió sobre “...el Espíritu
Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen” (Hch. 5:32).
Antes de Pentecostés, el testimonio de los apóstoles había te­
nido un efecto mínimo; pero después de esa experiencia transfor­
madora, sus palabras cobraron un poder singular.
En su sermón de Pentecostés, Pedro habló con tanto poder
que “...se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los
otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hch. 2:37).
148 Discipulado espiritual

Las palabras difieren en su poder de penetración y convicción.


Las palabras pronunciadas por un hombre investido por el Espíritu
Santo producirán convicción en sus oyentes, mientras que las pro­
nunciadas por otro no tan investido, ni siquiera los conmoverán.
La diferencia es la presencia o la ausencia de “unción”, la unción
del Espíritu.
En la experiencia de los discípulos el día de Pentecostés y des­
pués de este, se nos da un prototipo de los factores inherentes de
la llenura del Espíritu. A partir de ese momento tuvieron:
Una nueva conciencia de la presencia manifiesta de Cristo.
Todas sus declaraciones y prédicas nos dan la impresión de que
Cristo estaba con ellos. No estaban recitando una pieza, estaban
presentando a una Persona.
Una nueva semejanza al carácter de Cristo. A través de la
obra, ahora sin obstáculos, del Espíritu Santo, fueron “...transfor­
mados... en la misma imagen” (2 Co. 3:18).
Una experiencia nueva del poder de Cristo. Recibieron poder,
cuando se conformaron a la ley del poder que ansiaban pero que
no tenían. Hay un contraste entre “¿Por qué nosotros no pudimos
echarlo [al demonio] fuera?” (Mt. 17:19) y “...Estos que tras­
tornan el mundo entero también han venido acá” (Hch. 17:6).
Un autor hizo la interesante observación de que después del
derramamiento de Pentecostés, los apóstoles no rentaron el apo­
sento alto para hacer reuniones de santidad; en cambio, salieron a
las calles y dieron testimonio de Cristo.
Así como hay diversidad en los dones espirituales, también
hay diversidad en la manera en que obra el Espíritu en diferentes
vidas, en diferentes momentos. En una persona, el resultado se ve
en una pasión por las almas; en otra, en un apetito inusualmente
voraz por la Palabra de Dios; en otra, en una gran preocupación
social. Pero es “uno y el mismo Espíritu” el que obra en cada
uno.

Preocupación social
Hay una tendencia a pensar en el ministerio del Espíritu solo
en relación a las actividades espirituales. Pero un estudio del libro
de Hechos revela que Jesús estuvo involucrado en los problemas
sociales y raciales que enfrentaron sus discípulos, así como también
en sus preocupaciones eclesiásticas y económicas.
La dinámica del discípulo 149

Jesús necesitó la unción y el poder del Espíritu, no solo para


el ministerio de la palabra, sino también para hacer el bien (Hch.
10:38). Se necesita el poder del Espíritu tanto para el servicio en
el hogar, en el trabajo y en la comunidad, como en el púlpito y la
iglesia. No se volvió a oír de muchos de los ciento veinte del día de
Pentecostés. Indudablemente, regresaron a su hogar a vivir vidas
normales y piadosas. Dios ve y promete recompensar a los trabaja­
dores no reconocidos.
Esteban fue uno de los siete elegidos por los apóstoles para
supervisar la distribución de ayuda a las pobres viudas helénicas de
la iglesia de Jerusalén. Eos apóstoles reconocieron que ese era un
servicio correcto y necesario, por lo tanto, delegaron la respon­
sabilidad en otros hombres capaces. Eso no se debió a que ellos
estuvieran por encima de un servicio tan humilde, sino porque
tenían una responsabilidad primordial que no querían descuidar:
el ministerio de la Palabra y la oración. Otras personas podrían
ministrar a los necesitados —Dios les había dado ese don—, pero
ellos tenían su responsabilidad apostólica que nadie más podía
asumir.
Una de las calificaciones para este ministerio social era que
los hombres elegidos estuvieran “...llenos del Espíritu Santo y de
sabiduría...” (Hch. 6:3). El fiel desempeño de Esteban, más ade­
lante, abrió el camino para el poderoso ministerio de la palabra
que culminó en su martirio. Uno de los importantes ministerios
del Espíritu es el de adiestrar al discípulo para su servicio eficaz en
el Cuerpo de Cristo.
Hay un versículo que contiene una gran promesa, pero que
para mí parece ser redundante: “Pues si vosotros, siendo malos,
sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro
Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc.
11:13).
H. B. Swete señala que donde aparece “el Espíritu Santo”
en griego, la referencia es al Espíritu Santo como una Persona.
Cuando no hay artículo definido, solo “Espíritu Santo”, la re­
ferencia es a sus operaciones y manifestaciones. Por eso, en rea­
lidad, en ese versículo, Jesús no los estaba alentando a pedir por
la Persona del Espíritu Santo, sino por la operación del Espíritu
que necesitaban para cumplir eficazmente su ministerio y hacer la
voluntad de Dios.
150 Discipulado espiritual

¡Qué esfera maravillosa de posibilidad le abre esto al discípulo


que es consciente de su propia incompetencia!
¿Qué operación del Espíritu necesitamos? ¿Es sabiduría, poder,
amor, pureza, paciencia, disciplina? ¿Cuánto más su Padre celestial
le dará esa operación del Espíritu que necesita?
20
La esperanza
DEL DISCÍPULO

“...la gracia de Dios... enseñándonos que, renunciando


a la impiedad y a los deseos mundanos... aguardando la
esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa
de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”.
Tito 2:11-13

ocos discípulos inteligentes cuestionarán la aseveración de

P que nos estamos acercando con rapidez a la consumación


de los siglos. No meramente al fin de los siglos, porque una
campaña puede llegar a su fin sin haber logrado nada. Consumación
significa que se ha logrado la meta en cuestión.
El Nuevo Testamento constantemente visualiza el triunfo
final de Cristo tarde o temprano dentro de la historia. No se nos
dice, en ninguna parte, que esperemos una operación de rescate
para una generación privilegiada. Pero se nos alienta a creer que
habrá una total conquista mundial para nuestro glorioso Señor y
Salvador.
La “esperanza bienaventurada” del discípulo de Cristo no es
el arrebatamiento de la Iglesia, si bien es certero, sino “la mani­
festación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”.
Nosotros, los humanos, estamos tan centrados en nosotros mismos
que solemos pensar en ese acontecimiento glorioso en términos de
qué significará para nosotros, en vez de qué significará para Él.
Incluso nuestros himnos suelen ser egocéntricos.

Oh, aquello será glorioso para mí,


glorioso para mí, glorioso para mí.

151
152 Discipulado espiritual

La consumación de los siglos se logrará cuando Cristo sea co­


ronado Rey de reyes y Señor de señores, y cuando toda la creación
lo reconozca como tal. Hacia ese glorioso acontecimiento debe
dirigirse la mirada del discípulo.

Señales del regreso de Cristo


Esta generación ha sido testigo inigualable del cumplimiento
universal y dramático de la profecía. Muchas de las señales que
Jesús dijo que anunciaban su regreso se han desarrollado ante
nuestros ojos.
La señal evangelística. “Y será predicado este evangelio del
reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y
entonces vendrá el fin” (Mt. 24:14). Esta profecía se ha cumplido
en nuestra generación a un grado nunca antes alcanzado. No hay
nación importante en la que no se testifique de Cristo. Pero como
Cristo todavía no ha regresado, es evidente que nuestra tarea no se
ha cumplido plenamente.
La señal religiosa. “...no vendrá sin que antes venga la apos-
tasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición”
(2 Ts. 2:3). Lamentablemente, podemos ver esta señal cumplida
alrededor de nosotros. Como anunció Jesús, “...el amor de mu­
chos se enfriará” (Mt. 24:12). Pero también en muchas partes del
mundo se está recogiendo una cosecha sin precedentes, así que no
debemos desalentarnos.
La señal política. ¿Podrían haberse descrito las condiciones pre­
valecientes del mundo con mayor precisión y amplitud, que en las
palabras de nuestro Señor en Lucas 21:25-26? “Entonces habrá
señales... y en la tierra angustia de las gentes... desfalleciendo los
hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobreven­
drán en la tierra...”.
La señal judía. “... Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta
que los tiempos de los gentiles se cumplan” (Lc. 21:24). Hay se­
ñales amplias y generales que Jesús les dio a sus discípulos como
precursores de su retorno. Estas y muchas otras señales se han in­
tensificado, y han llegado a cumplirse en nuestros días. Por primera
vez en 2.500 años, Jerusalén no está dominada por los gentiles.
Jesús reservó una de sus sátiras más agudas para los fariseos
que exigían una señal del cielo para demostrar que Él contaba con
aprobación divina:
La esperanza del discípulo 153

“...Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo tiene


arreboles. Y por la mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene
arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el
aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!”
(Mt. 16:2-3).

Cualquiera sea nuestra postura respecto de los detalles que


encierran la segunda venida de Cristo, si no discernimos en estas
amplias señales una intimación de la inminencia de su regreso,
deberíamos merecer un regaño similar. La historia se está mo­
viendo rápidamente, no solo hacia un cataclismo, sino hacia la
consumación.

La contingencia del regreso de Cristo


El hecho de que nuestro Señor no haya regresado aún es un
claro indicio de que la labor encomendada a la Iglesia, la de “hacer
discípulos a todas las naciones”, todavía debe cumplirse. La incer­
tidumbre del momento de su regreso, en vez de desalentarnos,
debería alentarnos a una mayor urgencia en el esfuerzo. Para sus
sabios propósitos, Dios ha escogido depender de la cooperación
de su pueblo.
Puesto que, como hemos visto, Jesús hizo que su retorno estu­
viera supeditado a nuestra prédica del evangelio como testimonio a
todas las naciones (Mt. 24:14), la responsabilidad de cada uno de
los discípulos es clara. Pedro lo expresa de esta manera:

Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. En aquel día los
cielos desaparecerán con un estruendo espantoso, los elementos
serán destruidos por el fuego... Ya que todo será destruido de
esa manera, ¿no deberían vivir ustedes como Dios manda, si­
guiendo una conducta intachable y esperando ansiosamente la
venida del día de Dios? (2 P. 3:10-12, nvi, cursivas añadidas).

En algunas versiones, “esperando ansiosamente la venida del día


de Dios” se traduce como “esperando y apresurando”. Cualquier
demora aparente en el retorno de Dios no es cosa suya. “El Señor
no retarda su promesa”, nos asegura Pedro (2 P. 3:9); por lo tanto,
la demora debe adjudicarse a la desobediencia de la Iglesia, que ha
sido negligente en su respuesta a la Gran Comisión.
154 Discipulado espiritual

La declaración anterior de las Escrituras podría implicar que


la fecha del retorno de Cristo no está tan inexorablemente fijada,
de modo tal que no podría apresurarse su hora por una respuesta
más rápida de la Iglesia a su mandato. Si ese fuera el caso, entonces
también sería cierto lo inverso: podemos demorar su retorno por
nuestra desobediencia.
Las Escrituras parecen enseñar que hay tres cosas implícitas en
la hora del retorno de Cristo:
La novia debe estar preparada de alguna manera. “Gocémonos
y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del
Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido
que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente...” (Ap. 19:7-8,
cursivas añadidas). Cabe advertir que esto es algo que la novia hace
antes del retorno del novio. El apóstol Juan dice lo mismo con
otras palabras en su primera carta: “Y todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn.
3:3). Sea lo que sea el significado de estos versículos, está clara una
depuración y purificación de la Iglesia. ¿Quién puede negar que el
trauma y sufrimiento de los últimos treinta años no haya derivado
en el surgimiento de una iglesia más pura y más madura en China?
Es casi la antítesis de iglesias más afluentes e indulgentes en tierras
occidentales.
La novia debe estar plena antes que Él venga. La descripción
del apóstol Juan de la multitud reunida en el cielo es la imagen de
un grupo plenamente representativo de la humanidad:

“Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual


nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas,
que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, ves­
tidos de ropas blancas, y con palmas en las manos...” (Ap. 7:9,
cursivas añadidas).

Desde el momento del ascenso del Señor, el Espíritu Santo


ha estado muy ocupado trabajando para encontrarle una novia a
Cristo, y nos ha invitado a formar parte de una tarea tan privile­
giada. Hasta que la Novia esté plena —es decir, hasta que se haya
ganado a la última persona—, no vendrá el Novio. La última piedra
aún debe colocarse en el edificio, aún debe ganarse la última alma,
y luego Él vendrá.
La esperanza del discípulo 155

La iglesia debe haber culminado su labor. Esto está más cerca


ahora que nunca antes en la historia. Por primera vez puede
decirse que el cristianismo se conoce mundialmente. Pero aquí
corresponde preguntar: ¿es posible cumplir la labor de la evan-
gelización mundial en esta generación, y de esta forma allanar el
camino para el retorno de Cristo? Ninguna generación anterior
lo ha logrado, entonces, ¿debería ser la nuestra la excepción?
Creo que la respuesta es un resonante sí. En la primera ocasión
registrada en la que Jesús hizo mención de su iglesia, Él hizo un
compromiso positivo: “...sobre esta roca edificaré mi iglesia, y
las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt. 16:18).
Dios no hostiga a sus hijos requiriendo de ellos algo que sea
imposible de lograr. John Wesley dijo al respecto: “No pregunto
si la tarea es realizable, solo pregunto: ‘¿Es una orden?”’. Si Jesús
lo ordenó, es posible. Alguna generación, ya sea ahora o en el fu­
turo, lanzará el ataque final sobre la fortaleza de Satanás y logrará
la victoria final. ¿Por qué no puede ser la nuestra?
Si escuchamos la voz de la historia, la labor de cumplir con la
evangelización mundial (no la conversión mundial) no parece tan
imposible. En el año 500 a.C., el judío Mardoqueo tuvo éxito al
distribuir el decreto del rey Asuero, en el que se otorgaba a los
judíos el derecho a la defensa propia en las ciento veintisiete pro­
vincias del vasto imperio persa. Fue una tarea prodigiosa. Se llamó
a los secretarios reales y

...se escribió conforme a todo lo que mandó Mardoqueo, a los


judíos, y a los sátrapas, los capitanes y los príncipes de las pro­
vincias que había desde la India hasta Etiopía, ciento veintisiete
provincias; a cada provincia según su escritura, y a cada pueblo
conforme a su lengua, a los judíos también conforme a su escri­
tura y lengua (Est. 8:9).

Pero observe la urgencia con la cual los correos ejecutaron la


orden del rey. “Los correos, pues, montados en caballos veloces,
salieron a toda prisa por la orden del rey...” (8:14). Cuando uno
compara este celo y apuro para obedecer al rey, con el letargo
demostrado por la Iglesia para obedecer las órdenes del Rey de
reyes, se nos pone en vergüenza. Ellos no tenían ninguno de nues­
tros inventos modernos: no había automóviles ni aviones, no había
156 Discipulado espiritual

imprenta, no había servicio postal y ¡sin embargo, lograron esta


prodigiosa tarea en nueve meses! Eso nos ayuda a comprender
mejor la posibilidad de lograr nuestra labor.
Cuando el renacimiento llegó a la pequeña colonia fundada por
el conde Nikolaus Zinzendorf en Herrnhut, Alemania, solo había
trescientos miembros. Y sin embargo, cuando el conde murió, en un
día en el que casi no se oía sobre las misiones extranjeras, la iglesia
morava había enviado a doscientos noventa y seis misioneros a toda
Europa, a Norteamérica, a América del Sur, a África, a Groenlandia
y a las Indias Occidentales. En veinte años, enviaron más misioneros,
que los enviados por las iglesias evangélicas en dos siglos hasta ese
momento. Durante cien años, la iglesia morava llevó a cabo una ca­
dena de oración que no se interrumpió ni de día ni de noche.

El reto moderno
¿Por qué Dios ha reservado la mayoría de los grandes inventos
para esta generación, si no para facilitar y acelerar la difusión del
evangelio? Piense en las ventajas de las que gozamos en compara­
ción con todas las generaciones anteriores:

• Tenemos una movilidad casi total. Con el advenimiento del


avión, el mundo se ha convertido en una aldea global.

• La radio, la televisión y otros medios de comunicación elec­


trónicos han hecho que todo el mundo esté al alcance del
evangelio.

• El perfeccionamiento de las técnicas lingüísticas ha redu­


cido en gran medida el arduo trabajo del estudio de los
idiomas.

• La mala salud, que diezmó a los primeros misioneros, ya no


es una seria amenaza.

• La Iglesia tiene finanzas abundantes, si es que los miembros


las liberan.

• Hay una reserva sin paralelo de hombres y mujeres


capacitados.
La esperanza del discípulo 157

Carl F. H. Henry, un líder cristiano bien informado, sostiene


que pocas veces en la historia, el movimiento evangélico ha te­
nido un potencial tan grande para un efecto mundial. La labor
que nos encomendó nuestro Señor es realizable. El lema que hizo
que la generación anterior de alumnos de la InterVarsity Christian
Fellowship [Confraternidad Cristiana Universitaria] hiciera un es­
fuerzo misionero más apremiante —evangelizar para traer nueva­
mente al Rey— bien podría ser avivado.
Nuestra generación no tendrá excusa si le fallamos al Señor.
Debemos movilizar todas nuestras fuerzas y nuestros recursos, y
apresurar el ritmo del esfuerzo misionero. El mismo Espíritu Santo
que facultó a los primeros discípulos a “trastornar el mundo en­
tero” está obrando en el mundo hoy día.
Ralph D. Winter, uno de los estudiosos de las misiones mejor
informados de nuestra época, no es pesimista acerca del futuro,
si bien está muy consciente de los factores adversos. Él escribe:
“El mundo está a punto de ver el esfuerzo [misionero] más con­
centrado de la historia. Será el ataque final de la fuerza misionera
más potente jamás reunida. Los batallones de la era moderna de
William Carey estarán compuestos principalmente por jóvenes”.
¿Está la Novia haciendo esperar al Novio debido a que ella no
se está preparando, porque aún no ha cumplido su labor?
Preguntas de estudio

Discipulado espiritual es un libro de utilidad para casi todos


los que quieren convertirse en mejores seguidores de Cristo. Pero
el estudio y debate del libro en un grupo pequeño de amigos
cercanos puede ser aun más beneficioso. Esta guía de estudio ha
sido desarrollada para permitir que los grupos pequeños aborden
los conceptos del libro en seis sesiones. Cada sesión está dividida
en tres partes.
Preparación. Esta parte comienza con experiencias comunes
de la vida y ayuda a todos los miembros del grupo a participar en
el debate. Para una sesión de una hora, no dedique más de cinco
minutos a estas preguntas.
Comprensión. Esta parte se concentra en el tema principal de
tres o cuatro capítulos del libro, y proporciona un debate adicional
sobre los pasajes bíblicos clave. Estas preguntas generalmente lle­
varán de 40 a 45 minutos de debate.
Aplicación. Esta parte hace que los miembros del grupo
pasen a la fase de acción con sugerencias aplicables a la vida.
Reserve aproximadamente de 10 a 15 minutos para abordar estas
preguntas.
Pida a cada miembro del grupo que lean los capítulos y pre­
paren las respuestas antes de la reunión. Asegúrese de abrir y cerrar
el debate con una oración.

158
Preguntas de estudio 159

Estudio uno

Lea los capítulos 1 al 3 de Discipulado espiritual, luego prepare


las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en grupo.

Preparación
1. ¿En qué momento se lo reconoció como un buen alumno?
¿Quién le estaba enseñando: un amigo, uno de sus padres,
un maestro, un entrenador o un jefe? ¿Qué lo motivó a
aprender?

Comprensión
2. ¿De qué manera son útiles las Bienaventuranzas para definir el
discipulado? (cap. 1).

3. ¿Cuál de las Bienaventuranzas es más impresionante o impac­


tante para usted? (Mt. 5:3-12).

4. ¿Qué significa para un discípulo “llevar su cruz”? (cap. 2).

5. ¿Qué peligro latente del discipulado es más problemático para


usted: amar a la familia, amar al mundo o amar las posesiones?
(cap. 2).

6. ¿Por qué es tan importante para el discípulo permanecer en la


Palabra? (cap. 3).
160 Discipulado espiritual

7. ¿Por qué es una contradicción de términos un “discípulo sin


frutos”? (cap. 3).

8. ¿Por qué el verdadero discipulado requiere evidencias? (cap.


3).

9. En sus propias palabras, ¿qué es un discípulo? ¿Qué es el


discipulado?

Aplicación
10. ¿Dónde considera que usted muestra deficiencias como
discípulo?

11. ¿Qué lo motivaría a ser un mejor discípulo?


Preguntas de estudio 161

Estudio dos

Lea los capítulos 4 al 6 de Discipulado espiritual, luego prepare


las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en grupo.

Preparación
1. Trate de recordar un momento en el que vio que una empresa
se quedaba sin dinero. Hasta donde usted sabe, ¿qué ocasionó
el déficit financiero?

Comprensión
2. ¿Tiende usted a ser como el voluntario impulsivo, el volun­
tario renuente o el voluntario indiferente? (Lc. 9:57-62).

3. ¿Qué “tirones hacia atrás” ha sentido en detrimento de su


discipulado? (cap. 4).

4. ¿Qué significa para Cristo ser el Señor de la vida de una per­


sona? (cap. 5).

5. ¿Qué ayuda nos ofrece el Espíritu Santo en el proceso del


discipulado? (cap. 6).

6. ¿Cuáles son los recursos que más necesita para ser un mejor
discípulo? (cap. 6).
162 Discipulado espiritual

7. ¿Cuál es la perspectiva más útil que ha obtenido acerca del


discipulado en estos capítulos?

Aplicación
8. ¿Cómo puede hacer un mejor uso de los recursos que se le
ofrecen mediante el Espíritu Santo?

9. ¿Cuál es el paso más importante que puede dar esta semana


para seguir a Jesús incondicionalmente?
Preguntas de estudio 163

Estudio tres

Lea los capítulos 7 al 10 de Discipulado espiritual, luego pre­


pare las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en
grupo.

Preparación
1. ¿Cómo fue su crecimiento en la adolescencia: repentino o gra­
dual? ¿Qué decían los demás de usted?

Comprensión
2. ¿Por qué el concepto de servidumbre es tan difícil de aceptar
para tantos cristianos? (cap. 7).

3. ¿De qué manera la actitud de siervo que adoptó Cristo es un


reto o una inspiración para usted? (cap. 7).

4. Una persona ambiciosa, por lo general, tiene motivaciones


egoístas. ¿Qué tiene de malo que un discípulo tenga poca o
ninguna ambición? (cap. 8).

5. ¿Cuál es la diferencia entre la ambición egoísta y la ambición


valiosa? (cap. 8).

6. ¿Por qué se irritaron tanto los discípulos por el perfume? (Mr.


14:1-9).
164 Discipulado espiritual

7. ¿Cuándo ofreció un regalo o emprendió una acción solo por


amor a Cristo? (cap. 9).

8. ¿De qué manera las circunstancias y las tentaciones nos ayudan


a madurar? (cap. 10).

9. ¿Qué hábitos nuevos necesita cultivar más? (cap. 10).

10. ¿Cómo le gustaría completar esta oración? “Una cosa


hago...

Aplicación
11. ¿Qué puede hacer esta semana para convertirse en un discí­
pulo más servil, más ambicioso, con más amor, más maduro?
Preguntas de estudio 165

Estudio cuatro

Lea los capítulos 11 al 13 en Discipulado espiritual, luego prepare


las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en grupo.

Preparación
1. ¿Cuál es su equipo deportivo favorito? ¿Quién es su atleta
favorito?

Comprensión
2. ¿Qué significa “correr de tal manera que obtengamos el
premio”? (cap. 11).

3. ¿Cuál es la relación entre la aptitud física y la aptitud espiri­


tual? (1 Ti. 4:8).

4. ¿Cuál es el peligro del universalismo para el discípulo y para la


iglesia? (cap. 12).

5. ¿Qué puede hacer una persona para ver mejor las necesidades
espirituales que hay a su alrededor? (cap. 12).

6. ¿Cómo aprendemos a colocar los intereses de Dios antes que


los nuestros al orar? (cap. 13).
166 Discipulado espiritual

7. ¿Qué significa “esforzarse” en la oración? (cap. 13).

8. ¿Por qué Dios quiere que el discípulo persista en la oración?


(cap. 13).

9. ¿Cuál es la diferencia entre tener fe en la oración y tener fe en


Dios? (cap. 13).

Aplicación
10. ¿Cuán satisfecho está usted con sus hábitos actuales de
oración?

11. ¿Qué tipo de programa de capacitación espiritual necesita más


en este momento?
Preguntas de estudio 167

Estudio cinco

Lea los capítulos 14 al 16 de Discipulado espiritual, luego pre­


pare las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en
grupo.

Preparación
1. Describa un momento de su vida en el que se sintió muy solo.
¿Qué lo hizo seguir adelante?

Comprensión
2. ¿Por qué es difícil renunciar a nuestros “derechos”? (cap.
14).

3. ¿En cuál de estos puntos problemáticos es más sensible usted:


apetito, matrimonio, recreación o dinero? (cap. 14).

4. ¿Por qué la actitud hacia el dinero revela tanto acerca de la vida


interior y la espiritualidad del discípulo? (cap. 14).

5. ¿Qué le preocupa más de su ejemplo para otros creyentes: la


palabra, la conducta, el amor, la fe o la pureza? (1 Ti. 4:12).

6. ¿Cómo podemos diferenciar entre estar preocupado por


nuestro ejemplo o simplemente tener miedo de lo que los
demás piensen de nosotros? (cap. 15).
168 Discipulado espiritual

7. ¿En qué aspecto del fruto del Espíritu ha visto un progreso


sustancial en su propia vida durante los últimos tres meses?
(Gá. 5:22-23).

8. ¿De qué manera, el hecho de ser cristiano, hace que alguien


se sienta más solo? ¿De qué manera hace que se sienta menos
solo? (cap. 16).

9. ¿Cuáles de las sugerencias para combatir la soledad le han re­


sultado especialmente útiles? (cap. 16).

Aplicación
10. ¿A qué “derecho” se está aferrando, que estaría dispuesto a
renunciar en este momento?

11. ¿Cuál es el único cambio positivo que podría hacer esta se­
mana para ser un mejor ejemplo para otros creyentes?
Preguntas de estudio 169

Estudio seis

Lea los capítulos 17 al 20 de Discipulado espiritual, luego pre­


pare las respuestas a las siguientes preguntas para su debate en
grupo.

Preparación
1. Si ganara un certificado que le diera derecho a una vasija gratis
de una tienda prestigiosa, ¿cuál elegiría? ¿Por qué?

Comprensión
2. Piense cómo un alfarero forma y hornea una vasija. ¿Qué ex­
periencias y personas ha utilizado Dios para dar forma a su
vida y desarrollar su carácter? (cap. 17).

3. ¿Cuándo recibió una “segunda oportunidad” en su vida cris­


tiana? ¿Qué aprendió de su error? (cap. 18).

4. En la visión de Zacarías, ¿qué representaban las vestimentas


viles de Josué? ¿Qué representaban las ropas limpias? (cap.
18).

5. ¿Cómo puede renovarse un discípulo que ha perdido contacto


con Dios? (cap. 18).

6. ¿Para qué reviste el Espíritu Santo a un discípulo? (cap. 19).


170 Discipulado espiritual

7. ¿Por qué es importante distinguir entre la persona del Espíritu


Santo y el poder del Espíritu Santo? (cap. 19).

8. ¿Qué lo atemoriza del retorno inminente de Cristo? (cap.


20).

9. ¿De qué manera el retorno prometido de Cristo le da espe­


ranzas? (cap. 20).

10. ¿Por qué los discípulos deberían preocuparse o interesarse en


la evangelización mundial? (cap. 20).

Aplicación
11. Con sus propias palabras, ¿qué es el discipulado espiritual?

12. ¿Qué cambio de rumbo importante o corrección de


rumbo menor necesita en su vida para ser un discípulo más
espiritual?

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