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MARIONETAS S.A.

de Ray Bradbury
Caminaban lentamente por la calle, a eso de las diez de la noche, hablando con

tranquilidad. No tenían más de treinta y cinco años. Estaban muy serios.

-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo Smith.

-Porque sí -dijo Braling.

-Tu primera salida en todos estos años y te vuelves a casa a las diez.

-Nervios, supongo.

-Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a beber
una copa. Y hoy, la primera noche, quieres volver en seguida.

-No tengo que abusar de mi suerte -dijo Braling.

-Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a tu mujer?

-No. Eso sería inmoral. Ya verás.

Doblaron la esquina.

-De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella.

Tu matrimonio ha sido terrible.

-Yo no diría eso.

-Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río.

-Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir.

-Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la policía
si no te casabas con ella.

-Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo.

-Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste, ¿no es así?

-En eso siempre fui muy firme.

-Pero sin embargo te casaste.

-Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese
terminado con ellos.

-Y han pasado diez años.

-Sí -dijo Braling, mirándolo serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a cambiar.
Mira.

Braling sacó un largo billete azul.

-¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El cohete del jueves!

-Sí, al fin voy a hacer mi viaje.


-¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una
escena?

Braling sonrió nerviosamente.

-No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro dentro de un mes y nadie habrá

notado mi ausencia, excepto tú.

Smith suspiró.

-Me gustaría ir contigo.

-Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente un lecho de rosas, ¿eh?

-No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de

diez años de matrimonio, ya no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas
todas las noches; ni que te llame al trabajo doce veces al día, ni que te hable en media lengua.
Y parece como si en este último mes se hubiese puesto todavía peor. Me pregunto si no será
una simple.

-Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres

conocer mi secreto? ¿Cómo pude salir esta noche?

-Me gustaría saberlo.

-Mira allá arriba -dijo Braling.

Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro.

En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de treinta y cinco años, de
sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote minúsculo se asomó y miró hacia abajo.

-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith.

-¡Chist! ¡No tan alto!

Braling agitó una mano.

El hombre respondió con un ademán y desapareció.

-Me he vuelto loco -dijo Smith.

-Espera un momento.

Los hombres esperaron.

Se abrió la puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes salió
cortésmente a recibirlos.

-Hola, Braling -dijo.

-Hola, Braling Dos-dijo Braling.

Eran idénticos.

Smith abría los ojos.


-¿Es tu hermano gemelo? No sabía que...

-No, no -dijo Braling serenamente-. Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos.

Smith titubeó un instante y al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles

costillas.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

-¡Oh, no! ¡No puede ser!

-Es.

-Déjame escuchar de nuevo.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

Smith dio un paso atrás y parpadeó, asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos tibios y
las mejillas del muñeco.

-¿Dónde lo conseguiste?

-¿No está bien hecho?

-Es increíble. ¿Dónde?

-Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos.

Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador y sacó una tarjeta blanca.

"MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA

Nuevos Modelos de Humanoides Elásticos.

De funcionamiento garantizado.

Desde 7.600 a 15.000 dólares.

Todo de litio."

-No -dijo Smith.

-Sí -dijo Braling.

-Claro que sí -dijo Braling Dos.

-¿Desde cuándo lo tienes?


-Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer nunca
baja, y sólo yo tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé
al sótano, saqué a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi
mujer, mientras yo iba a verte, Smith.

-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos!

-Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me comporto correctamente. Al fin y al cabo
mi mujer me necesita a mí. Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle.

He estado en casa toda la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto
otro caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo vuelva de Río,
Braling Dos volverá a su cajón.

Smith reflexionó un minuto o dos.

-¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? -preguntó al fin.

-Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir,
transpirar cualquier cosa, y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer,

¿no es cierto, Braling Dos?

-Su mujer es encantadora -dijo Braling Dos-. Estoy tomándole cariño.

Smith se estremeció.

-¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.?

-Secretamente, desde hace dos años.

-Podría yo... quiero decir, sería posible... -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me

dirías dónde puedo conseguir un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es
cierto?

-Aquí la tienes.

Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos.

-Gracias -dijo-. No sabes lo que esto significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al
mes... Mi mujer me quiere tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero
mucho, pero recuerda el viejo poema: «El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas.»
Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.

-Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te quiere. La mía me odia. No es tan

sencillo.

-Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea consistirá en que me quiera cómodamente.

-Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si
desaparecieras de pronto. Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.

-Tienes razón. Adiós. Y gracias.

Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la
casa.

Ya en el ómnibus, Smith examinó la tarjeta silbando suavemente.

"Se ruega al señor cliente que no hable de su compra. Aunque ha sido presentado al

Congreso un proyecto para legalizar Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los

robots."

-Bueno -dijo Smith.

"Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios,
cabellos, piel, etc. El cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado."

No es tanto, pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de los
apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión

incesante. De aquí a dos meses mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal. No
quiero parecer ingrato, pero... Smith dio vuelta la tarjeta.

"Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de
satisfechos clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.» Dirección: 43 South Wesley."

El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo: Nettie y
yo tenemos quince mil dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un
negocio. La marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.

Abrió la puerta de su casa y poco después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida,
gorda, y serenamente dormida.

-Querida Nettie. -Al ver en la semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió

aplastado, casi, por los remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y
me hablarías al oído. Me haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan
cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado conmigo, y no con Bud
Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía más
enamorada que antes.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor,
de hacer pedazos la tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse

hacia Nettie sintió que la mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos
desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las habitaciones oscuras.

Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó la

libreta de cheques.

-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más. -Se detuvo-. Un momento.

Hojeó febrilmente la libreta.

-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan cinco
mil!

¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más
perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado
hablando durante tantos meses!

Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de disponer así del
dinero? Se inclinó sobre su mujer.

-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta!

Nettie no se movió.

-¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió Smith.

Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle brillaba en sus hermosas mejillas.

A Nettie le pasaba algo. El corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se
estremeció. Se le aflojaron las rodillas.

-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has hecho con mi dinero?

Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión.
Smith se inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente,
irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.

-¡Nettie! -gritó.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic...

Mientras Smith se alejaba por la avenida, internándose en la noche, Braling y Braling

Dos se volvieron hacia la puerta de la casa.

-Me alegra que él también pueda ser feliz -dijo Braling.

-Sí -dijo Braling Dos distraídamente.

-Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos.


-Precisamente quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa-.

El sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón.

-Trataré de hacerlo un poco más cómodo.

-Las marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría

pasarse las horas metido en un cajón?

-Bueno...

-No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente

vivo y tengo sentimientos.

-Esta vez sólo será por unos días. Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón.

Podrás vivir arriba.

Braling Dos se mostró irritado.

-Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré al cajón.

-No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo difícil.

-Nos conocen poco -dijo Braling Dos-. Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada
imaginarlo al sol, riéndose, mientras yo me quedo aquí pasando frío.

-Pero he deseado ese viaje toda mi vida -dijo Braling serenamente.

Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba
la mente. El sol le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.

-Yo nunca podré ir a Río -dijo el otro-. ¿Ha pensado en eso?

-No, yo...

-Y algo más. Su esposa.

-¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling alejándose hacia la puerta del sótano.

-La aprecio mucho.

Braling se pasó nerviosamente la lengua por los labios.

-Me alegra que te guste.

-Parece que usted no me entiende. Creo que... estoy enamorado de ella.

Braling dio un paso adelante y se detuvo.

-¿Estás qué?

-Y he estado pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré ir...

Y he pensado en su esposa y... creo que podríamos ser muy felices, los dos, yo y ella.
-M-m-muy bien.-Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-.

Espera un momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono.

Braling Dos frunció el ceño.

-¿A quién?

-Nada importante.

-¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles que vengan a buscarme?

-No, no... ¡Nada de eso!

Braling corrió hacia la puerta. Unas manos dc hierro lo tomaron por los brazos.

-¡No se escape!

-¡Suéltame!

-No.

-¿Te aconsejó mi mujer hacer esto?

-No.

-¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada?

Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca.

-No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá nunca.

Braling se debatió.

-Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber influido en tí!

-Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la llave y compraré otro billete para Río, para su
esposa.

-¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures. Hablemos con tranquilidad.

-Adiós, Braling.

Braling se endureció.

-¿Qué quieres decir con «adiós»?

Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla.

Alguien la había besado. Se estremeció y alzó la vista.

-Cómo... No lo hacías desde hace años -murmuró.

-Ya arreglaremos eso -dijo alguien.


HUMANO ES de Philip K. Dick.
Los ojos azules de Jill Herrick se llenaron de lágrimas. Miró a su marido con indecible horror.

—Eres... ¡Eres horrible! —aulló.

Lester Herrick continuó trabajando, disponiendo notas y gráficas en montones precisos.

—Horrible es un juicio de valor —afirmó—. No contiene información objetiva. —Envió un


informe grabado sobre la vida parasitaria de Centauro mediante la computadora de su
escritorio—. Una simple opinión. La expresión de una emoción, nada más.

Jill se dirigió con pasos vacilantes hacia la cocina. Movió la mano para poner en marcha la
cocina. Las cintas transportadoras de la pared cobraron vida con un zumbido y expidieron
alimentos para la cena desde los congeladores subterráneos.

—¿Ni siquiera por un tiempo breve? —suplicó a su marido por última vez—. ¿Ni siquiera...?

—Ni siquiera por un mes. Díselo cuando venga. Si no te atreves, yo lo haré. No quiero tener a
un niño dando vueltas por aquí. Tengo demasiado trabajo. Este informe sobre Betelgeuse XI ha
de estar listo dentro de diez días. —Lester introdujo una cinta sobre utensilios fosilizados de
Fomalhaut en el ordenador—. ¿Qué le pasa a tu hermano? ¿Es incapaz de cuidar a su propio
hijo?

Jill se frotó sus ojos hinchados.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Quiero que Gus venga! Le pedí a Frank que le diera permiso. Y
ahora, tú...

—Me sentiré muy feliz cuando cumpla la edad de ser entregado al gobierno. —Lester hizo una
mueca de desagrado—. Maldita sea, Jill, ¿aún no está preparada la cena? ¡Han pasado diez
minutos! ¿Qué le pasa a esa cocina?

—Está casi a punto.

En la cocina se encendió una luz roja. El robocamarero había surgido de la pared y esperaba
para recoger la comida.

Jill se sentó y se sonó con furia. Lester seguía trabajando en la sala de estar, imperturbable. Su
trabajo. Sus investigaciones. Día tras día. Lester se estaba labrando un brillante futuro; no
existía duda. Su cuerpo flaco se hallaba inclinado como un resorte espiral sobre la
computadora; sus fríos ojos grises asimilaban febrilmente la información, analizaban,
calculaban. Sus facultades conceptuales funcionaban como una maquinaria bien engrasada.

Los labios de Jill temblaban de rencor y desdicha. Gus... El pequeño Gus. ¿Cómo iba a
decírselo? Nuevas lágrimas anegaron sus ojos. Nunca vería de nuevo a la rechoncha criatura.
Nunca podría volver..., porque sus risas y juegos infantiles molestaban a Lester. Interferían en
sus investigaciones.

La luz de la cocina pasó a verde. La comida salió expedida a los brazos del robocriado. La cena
fue anunciada por leves tintineos.
—Ya lo oigo —rezongó Lester. Desconectó la computadora y se puso en pie—. Supongo que
llegará mientras estemos cenando.

—Puedo videofonar a Frank y pedirle...

—No. Lo mejor será darlo por concluido cuanto antes. —Lester movió la cabeza con
impaciencia en dirección al robot—. Muy bien. Sírvenos. —Sus labios finos se fruncieron de
cólera—. ¡No pierdas el tiempo, maldita sea! ¡Quiero volver a mi trabajo!

Jill reprimió sus lágrimas.

El pequeño Gus entró arrastrando los pies cuando terminaban de cenar.

Jill lanzó un grito de alegría.

—¡Gussie! —Se precipitó a estrecharle entre sus brazos—. ¡Estoy tan contenta de verte!

—Cuidado con mi tigre —murmuró Gus. Dejó caer sobre la alfombra su pequeño gato gris, que
corrió a refugiarse bajo el sofá—. Se ha escondido.

Lester echó chispas por los ojos mientras contemplaba al niño y el extremo de la cola gris que
sobresalía del sofá.

—¿Por qué le llamas tigre? No es más que un vulgar gato callejero.

Gus se revolvió, ofendido.

—Es un tigre. Tiene rayas.

—Los tigres son amarillos y mucho más grandes. Ya es hora que aprendas a llamar a las cosas
por su nombre.

—Por favor, Lester... —suplicó Jill.

—Cállate —le espetó su marido—. Gus es lo bastante mayor para desechar ilusiones infantiles
y desarrollar una orientación realista. ¿En qué fallarán los analistas psíquicos? ¿Acaso no
eliminan estas tonterías?

Gus corrió a tomar su gato.

—¡Déjale en paz!

Lester contempló el gato. Una extraña y fría sonrisa se dibujó en sus labios.

—Baja al laboratorio alguna vez, Gus. Te enseñaremos montones de gatos. Los utilizamos en
nuestras investigaciones. Gatos, cobayas, conejos...

—¡Lester! —chilló Jill—. ¡Eres un maldito!

Lester lanzó una breve carcajada. Se levantó de repente y volvió a su escritorio.

—Desaparezcan. Debo acabar estos informes. Y no te olvides de decírselo a Gus.

—¿Decirme qué? —preguntó Gus, excitado. Sus mejillas enrojecieron y sus ojos brillaron—.
¿Qué es? ¿Algo para mí? ¿Un secreto?

Un peso enorme oprimió el corazón de Jill. Apoyó la mano con fuerza en el hombro del niño.

—Ven, Gus. Nos sentaremos en el jardín y te lo diré. Trae... Trae a tu tigre.


Un chasquido. El videotransmisor de emergencia se iluminó. Lester se puso en pie al instante.

—¡Cállense! —Corrió hacia el aparato, respirando con agitación—. ¡Que nadie hable!

Jill y Gus se detuvieron en la puerta. Un mensaje confidencial surgió de la ranura y cayó en la


bandeja. Lester lo tomó y rompió el precinto. Lo examinó con suma concentración.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jill—. ¿Malas noticias?

—¿Malas? —Un brillo interior iluminaba el rostro de Lester—. No, ni mucho menos. —
Consultó su reloj—. Justo a tiempo. Veamos, necesitaré...

—¿Qué pasa?

—Me voy de viaje. Estaré ausente dos o tres semanas. Rexor IV se halla dentro de la zona
cartografiada.

—¿Te vas a Rexor IV? —Jill aplaudió de alegría—. ¡Oh, siempre he querido ver un sistema
viejo, ciudades y ruinas antiguas! Lester, ¿puedo acompañarte? ¿Puedo ir contigo? Nunca
hemos hecho vacaciones, y siempre me prometiste...

Lester Herrick contempló a su mujer, patidifuso.

—¿Tú? ¿Tú, acompañarme? —Lanzó una desagradable carcajada—. Date prisa y hazme el
equipaje. He esperado esta oportunidad durante mucho tiempo. —Se frotó las manos,
satisfecho—. El niño puede quedarse aquí hasta que yo vuelva, pero ni un segundo más.
¡Rexor IV! ¡Estoy impaciente!

—Debes hacer algunas concesiones —dijo Frank—. Al fin y al cabo, es un científico.

—No me importa —dijo Jill—. Voy a dejarle, en cuanto regrese de Rexor IV. Ya me he decidido.

Su hermano calló, absorto en sus pensamientos. Estiró los pies sobre el césped del pequeño
jardín.

—Bueno, si le dejas podrás casarte de nuevo. Todavía estás clasificada como sexualmente
adecuada, ¿verdad?

—Ya puedes apostar por ello —afirmó Jill—. No tendría ningún problema. Quizá encuentre a
alguien que quiera tener hijos.

—Piensas demasiado en los niños —observó Frank—. A Gus le encanta venir a verte, pero no
le gusta Lester. Les le mortifica.

—Lo sé. Con él ausente, esta semana pasada ha sido una delicia. —Jill acarició su liso cabello
rubio, sonrojándose—. Me he divertido. Me he sentido viva otra vez.

—¿Cuándo volverá?

—En cualquier momento. —Jill cerró los puños—. Llevamos casados cinco años y cada año ha
sido peor que el anterior. Es tan..., tan inhumano. Frío e insensible. Él y su trabajo. Día y noche.

—Les es ambicioso. Quiere llegar a la cumbre de su especialidad. —Frank encendió un


cigarrillo con movimientos perezosos—. Un trepador. Bien, tal vez lo consiga. ¿En qué trabaja?

—Toxicología. Fabrica nuevos venenos para los militares. Inventó el sulfato de cobre
despellejador que utilizaron contra Calisto.
—Es un campo muy restringido. Fíjate en mí. —Frank se apoyó contra la pared de la casa,
satisfecho—. Hay miles de abogados de Seguridad. Podría trabajar cinco años sin llamar la
atención. Con eso me contento. Hago mi trabajo. Lo disfruto.

—Ojalá Lester pensara como tú.

—Quizá cambie.

—Nunca cambiará —dijo Jill con amargura—. Ahora lo sé. Por eso he tomado la decisión de
dejarle. Siempre será igual.

Lester Herrick volvió de Rexor IV convertido en un hombre diferente. Exhibió una sonrisa
radiante y depositó la maleta antigravitatoria en brazos del robocriado.

—Gracias.

Jill se quedó sin habla.

—¡Les! ¿Qué...?

Lester la saludó con una leve inclinación del sombrero.

—Buenos días, querida. Estás guapísima. Tus ojos son claros y azules. Brillan como un lago
virginal, alimentado por ríos procedentes de las montañas. —Olió el aire—. ¿Olfateo acaso un
delicioso plato, calentándose en el horno?

—Oh, Lester. —Jill parpadeó, indecisa. Una débil esperanza creció en su pecho—. Lester, ¿qué
te ha pasado? Estás... muy diferente.

—¿De veras, querida? —Lester paseó por la casa, tocando los objetos y exhalando suspiros—.
Mi querida casa, tan dulce y entrañable. No sabes lo maravilloso que es estar aquí. Créeme.

—Tengo miedo de creerlo —respondió Jill.

—¿De creer qué?

—Que hablas en serio. Que ya no eres como antes, como siempre has sido.

—¿Cómo era?

—Mezquino. Mezquino y cruel.

—¿Yo? —Lester frunció el ceño y se frotó los labios—. Ummm. Interesante. —Sonrió—. Bueno,
eso pertenece al pasado. ¿Qué hay para cenar? Me muero de hambre.

Jill no dejó de mirarle con incertidumbre mientras se dirigía a la cocina.

—Lo que te apetezca, Lester. Ya sabes que nuestra cocina cubre toda la lista de platos selectos.

—Por supuesto. —Lester carraspeó—. Bien, ¿qué te parece solomillo en su punto, cubierto de
cebollas? Con salsa de champiñones, panecillos y café caliente. Y de postre, sugiero helado y
pastel de manzana.

—Nunca te importó demasiado la comida —dijo Jill, con aire pensativo.

—¿No?
—Siempre decías que ojalá se pudieran administrar tomas de alimentación por vía
intravenosa. —Examinó a su marido con suma curiosidad—. Lester, ¿qué ha pasado?

—Nada. Nada en absoluto.

Lester sacó su pipa y la encendió con rapidez y cierta torpeza. Cayeron algunas hebras de
tabaco sobre la alfombra. Se agachó nerviosamente y trató de recogerlas.

—Dedícate a tus cosas y no te preocupes por mí, te lo ruego. Tal vez pueda ayudarte a
preparar... Quiero de-cir, ¿puedo ayudarte en algo?

—No. Ya me encargo yo. Sigue con tu trabajo, si quieres.

—¿Trabajo?

—Tus investigaciones sobre las toxinas.

—¡Toxinas! —Lester se mostró confuso—. ¡Por el amor de Dios! Toxinas. ¡Al diablo con ellas!

—¿Cómo dices, querido?

—Es que, en este momento, me siento muy cansado. Trabajaré más tarde. —Lester vagó sin
rumbo por la habitación—. Creo que me sentaré y disfrutaré de estar en casa de nuevo. Lejos
de ese horrible Rexor IV.

—¿Era horrible?

—Espantoso. —Lester hizo una mueca de desagrado—. Seco y muerto. Viejo. Reducido a pulpa
por el viento y el sol. Un lugar temible, querida mía.

—Lo siento. Siempre quise visitarlo.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Lester de todo corazón—. Tú te quedarás aquí, querida.


Conmigo. Juntos..., los dos. —Paseó la mirada por la habitación—. Sí, los dos. La Tierra es un
planeta maravilloso. Húmedo y lleno de vida. —Una sonrisa de felicidad iluminó su cara—.
Perfecto.

—No lo entiendo —dijo Jill.

—Repite todo lo que recuerdes —dijo Frank. Su lápiz robot se preparó—. Siento curiosidad por
los cambios que has observado en él.

—¿Por qué?

—Por nada. Sigue. ¿Dices que advertiste en seguida que estaba distinto?

—Me di cuenta al instante, por la expresión de su rostro. No era dura ni práctica, sino plácida,
relajada, tolerante, serena.

—Entiendo —dijo Frank—. ¿Qué más?

Jill miró con nerviosismo al interior de la casa.

—No nos puede oír, ¿verdad?

Estaban en el patio posterior.


—No. Está jugando con Gus en la sala de estar. Hoy son hombres-nutria venusinos. Tu marido
ha construido un tobogán para nutrias en el laboratorio. Le vi desempaquetándolo.

—Su conversación.

—¿Su qué?

—La forma en que habla. Las palabras que elige, palabras que nunca había empleado. Frases
nuevas, metáforas. Nunca le oí utilizar una metáfora en los cinco años que vivimos juntos.
Decía que la metáforas eran inexactas, engañosas y...

—¿Y qué?

El lápiz escribía sin cesar.

—Son palabras extrañas. Palabras antiguas. Palabras que ya no se oyen.

—¿Fraseología arcaica? —preguntó Frank, tenso.

—Sí. —Jill paseaba arriba y abajo del jardín, con las manos hundidas en los bolsillos de sus
pantalones de plástico—. Palabras pomposas, como...

—¿Como extraídas de un libro?

—¡Exacto! ¿Te has dado cuenta?

—Sí —respondió Frank, con expresión sombría—. Sigue.

Jill dejó de caminar.

—¿Qué piensas? ¿Tienes una teoría?

—Quiero más datos concretos.

Jill reflexionó.

—Juega con Gus. Juega y bromea. Y..., come.

—¿Es que no comía antes?

—No como ahora. Ahora, le encanta comer. Va a la cocina y prueba combinaciones


incesantemente. Él y la cocina se alían para preparar toda clase de platos exóticos.

—Me pareció que había engordado.

—Ha engordado cinco kilos. Come, sonríe y ríe. Se muestra muy atento en todo momento. —
Jill desvió la vista con timidez—. Hasta es..., ¡romántico! Siempre dijo que eso era irracional. Y
ya no le interesa su trabajo, sus investigaciones sobre las toxinas.

—Entiendo. —Frank se mordió el labio—. ¿Algo más?

—Hay algo que me sorprende mucho. Lo he observado en infinidad de ocasiones.

—¿Qué es?

—Parece tener extraños lapsos de...

Sonó un estallido de carcajadas. Lester Herrick, con los ojos brillantes de alegría, salió
corriendo de la casa, seguido del pequeño Gus.
—¡Les vamos a dar una noticia! —exclamó Lester.

—Una notisia —repitió Gus.

Frank dobló sus notas y las guardó en el bolsillo de la chaqueta. El lápiz se precipitó detrás de
ellas.

—¿Cuál es? —preguntó Frank, levantándose.

—Dila tú.

Lester tomó a Gus de la mano y le hizo avanzar.

La cara regordeta de Gus mostró una mueca de concentración.

—¡Voy a vivir con ustedes! —anunció. Escrutó ansiosamente la expresión de Jill—. Lester me
da permiso. ¿Puedo, tía Jill?

Una inmensa alegría henchió el corazón de Jill. Su mirada se desvió de Gus a Lester.

—¿Lo dices..., lo dices en serio?

Su voz era casi inaudible. Lester la rodeó con el brazo y la estrechó contra él.

—¡Pues claro que lo digo en serio! —Su mirada era cálida, llena de comprensión—. Nosotros
somos incapaces de tomarte el pelo, querida.

—¡No te tomamos el pelo! —gritó Gus, excitado—. ¡Se acabaron las tomaduras de pelo! —
Lester, Jill y el niño se abrazaron—. ¡Nunca más!

Frank se mantenía algo apartado, con el semblante hosco. Jill lo advirtió y avanzó hacia él.

—¿Qué pasa? —tartamudeó—. ¿Algo va...?

—Cuando hayas terminado —dijo Frank a Lester Herrick—, me gustaría que me acompañaras.

Un escalofrío atenazó el corazón de Jill.

—¿Qué sucede? ¿Puedo venir yo también?

Frank denegó con la cabeza. Avanzó hacia Lester de forma amenazadora.

Vamos, Herrick. Tú y yo vamos a hacer un pequeño viaje.

Los tres agentes de la Seguridad Federal tomaron posiciones a pocos pasos de Lester Herrick,
con los vibrotubos preparados.

El director de Seguridad, Douglas, examinó a Herrick durante largo rato.

—¿Está seguro? —dijo por fin.

—Absolutamente —afirmó Frank.

—¿Cuándo regresó de Rexor IV?

—Hace una semana.

—¿Y el cambio fue perceptible al instante?


—Su esposa lo notó en cuanto le vio. No cabe duda que se produjo en Rexor. —Frank hizo una
significativa pausa—. Y usted ya sabe lo que eso quiere decir.

—Lo sé.

Douglas caminó lentamente alrededor del hombre sentado, y le examinó desde todos los
ángulos.

Lester Herrick se hallaba sentado en silencio, con la chaqueta pulcramente doblada sobre la
rodilla. Descansaba las manos sobre su bastón de puño de marfil; tenía el rostro sereno e
inexpresivo. Vestía un traje gris claro, corbata de tonos apagados, puños dobles y lustrosos
zapatos negros. No decía nada.

—Sus métodos son sencillos y precisos —dijo Douglas—. Extraen y almacenan, en alguna
especie de suspensión, los contenidos psíquicos originales. La introducción de los contenidos
substitutivos es instantánea. Es muy probable que Lester Herrick se encontrara vagando por
las ruinas de alguna ciudad de Rexor, haciendo caso omiso de las precauciones de seguridad,
escudo o pantalla manual, y le atraparon.

El hombre sentado se movió.

—Me gustaría mucho comunicarme con Jill —murmuró—. Se estará poniendo nerviosa.

Frank se volvió, con una mueca de repulsión.

—Santo Dios, continúa fingiendo.

El director Douglas se contuvo con un enorme esfuerzo.

—Desde luego, es algo asombroso. No se producen cambios físicos. Lo miras y no adviertes


nada. —Avanzó hacia el hombre sentado, con expresión dura—. Escúchame, sea cual sea tu
nombre. ¿Entiendes lo que digo?

—Por supuesto —contestó Lester Herrick.

—¿De veras crees que te vas a salir con la tuya? Atrapamos a los otros..., los que te
precedieron. A todos. Incluso antes que llegaran. —Douglas sonrió con frialdad—. Los
vibrodesintegramos uno tras otro.

Lester Herrick palideció. El sudor perló su frente. Lo secó con un pañuelo de seda que sacó del
bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Sí? —murmuró.

—Usted no nos engaña. Toda la Tierra está en alerta contra los rexorianos. Me sorprende que
consiguiera abandonar Rexor. Herrick debió haberse comportado con extrema imprudencia.
Neutralizamos a los demás a bordo de la nave. Los devolvimos al espacio.

—Herrick tenía una nave particular —murmuró el hombre sentado—. Burló la estación de
control. No existen registros de su llegada. No fue detectado.

—¡Fríanlo! —graznó Douglas.

Los tres agentes de Seguridad levantaron sus tubos y dieron un paso adelante.

—No. —Frank sacudió la cabeza—. No podemos. La situación es muy complicada.


—¿Qué quiere decir? ¿Por qué no podemos? Freímos a los demás...

—Fueron apresados en el espacio. Estamos en la Tierra. No se aplican las leyes militares, sino
las leyes de la Tierra. —Frank indicó al hombre sentado con un ademán—. Y ocupa un cuerpo
humano. Se halla bajo las leyes civiles normales. Debemos demostrar que no es Lester
Herrick..., que es un rexoriano infiltrado. Es difícil, pero posible.

—¿Cómo?

—Su mujer. La mujer de Herrick. Su testimonio. Jill Herrick puede dar cuenta de las diferencias
entre Lester Herrick y esta cosa. Ella lo sabe..., y creo que podremos clarificarlo en el juicio.

Caía la tarde. Frank mantenía el crucero de superficie a escasa velocidad. Ni él ni Jill hablaban.

—Eso lo explica todo —dijo por fin Jill, pálida. Sus ojos secos y brillantes no delataban la menor
emoción—. Sabía que era demasiado estupendo para ser cierto. —Intentó sonreír—. Parecía
maravilloso.

—Lo sé —asintió Frank—. Es una situación terrible. Si al menos...

—¿Por qué? —preguntó Jill—. ¿Por qué ese hombre..., esa cosa lo hizo? ¿Por qué se adueñó
del cuerpo de Lester?

—Rexor IV es viejo. Muerto. Un planeta agonizante. La vida se está extinguiendo.

—Ahora lo recuerdo. Él... dijo algo parecido. Algo acerca de Rexor. Que estaba contento de
haberse marchado.

—Los rexorianos son una raza antigua. Los pocos que quedan son débiles. Han intentado
emigrar durante siglos, pero sus cuerpos son demasiado frágiles. Algunos trataron de emigrar
a Venus..., y murieron en el acto. Inventaron este sistema hace más o menos un siglo.

—Pero sabe mucho sobre nosotros. Habla nuestro idioma.

—Pero sin dominarlo. Los cambios que mencionaste, la extraña dicción. Los rexorianos sólo
poseen un vago conocimiento de los seres humanos. Una especie de abstracción ideal,
extraída de los objetos terrícolas que han llegado a Rexor, libros en especial; datos secundarios
de este tipo. La idea rexoriana de la Tierra se basa en clásicos literarios de la Tierra, novelas
románticas del pasado. Idioma, costumbres y modales de los viejos libros terrícolas.

»Eso explica el extraño arcaísmo de esa cosa. Había estudiado la Tierra, de acuerdo, pero de
una manera indirecta y engañosa. —Frank sonrió con ironía—. Los rexorianos llevan un atraso
de doscientos años..., y eso nos da una ventaja. Así podemos detectarlos.

—¿Esto... suele suceder? ¿Es frecuente? Parece increíble. —Jill se frotó la frente, cansada—. Es
como un sueño. Cuesta comprender que haya ocurrido de veras. Estoy empezando a entender
lo que significa.

—La galaxia está llena de formas de vida alienígenas. Seres parasitarios y destructivos. La ética
terrícola no les es aplicable. Debemos mantenernos en constante vigilancia. Lester deambuló
por Rexor sin sospechar nada..., y esta cosa le expulsó de su cuerpo y lo ocupó.

Frank miró a su hermana. El rostro de Jill no expresaba la menor emoción. Un rostro severo, de
grandes ojos, pero sosegado. Estaba sentada muy erguida, con la vista clavada en el frente y
sus pequeñas manos enlazadas sobre el regazo.
—Lo haremos de tal forma que no te sea preciso acudir al juicio en persona —prosiguió
Frank—. Grabas en vídeo la declaración y la presentaremos como prueba. Estoy seguro que tu
declaración bastará. El tribunal federal nos ayudará en todo lo que pueda, pero debe tener
alguna prueba para seguir adelante.

Jill no dijo nada.

—¿Qué opinas? —preguntó Frank.

—¿Qué ocurrirá después que el tribunal tome una decisión?

—Le administraremos un vibrorrayo. Destruiremos la mente rexoriana. Un patrullero terrícola


de Rexor IV enviará una expedición para localizar los..., hum..., contenidos originales.

Jill tragó saliva. Se volvió hacia su hermano, asombrada.

—¿Quieres decir...?

—Oh, sí. Lester está vivo. En suspensión, en alguna parte de Rexor. En una de las ciudades
derruidas. Tendremos que obligarles a que nos lo entreguen. No querrán, pero lo harán. Ya lo
han hecho otras veces. Después, volverá contigo, sano y salvo. Igual que antes. Y esta horrible
pesadilla que estás viviendo pasará a formar parte del pasado.

—Entiendo.

—Ya hemos llegado.

El crucero se detuvo ante el imponente edificio de la Seguridad Federal. Frank salió en seguida
y abrió la puerta a su hermana. Jill bajó lentamente.

—¿De acuerdo? —preguntó Frank.

—De acuerdo.

Cuando ambos entraron en el edificio, agentes de seguridad les guiaron entre las pantallas de
comprobación. Recorrieron largos pasillos. Los tacones altos de Jill resonaban en el siniestro
silencio.

—Menudo lugar —comentó Frank.

—Es tenebroso.

—Considéralo una comisaría de policía con pretensiones. —Frank se detuvo ante una puerta
custodiada—. Es aquí.

—Espera. —Jill retrocedió, con una mueca de pánico—. Yo...

—Esperaremos a que te sientas preparada. —Frank indicó al agente de seguridad que se


marchara—. Lo comprendo. Es un mal asunto.

Jill se quedó quieta un momento, con la cabeza gacha. Respiró profundamente y cerró los
puños. Alzó la barbilla con firmeza.

—Adelante.

—¿Estás dispuesta?

—Sí.
Frank abrió la puerta.

—Vamos a ello.

El director Douglas y los tres agentes de seguridad se volvieron expectantes cuando Jill y Frank
entraron.

—Bien —murmuró Douglas, aliviado—. Empezaba a preocuparme.

El hombre sentado se levantó poco a poco y tomó su chaqueta. Apretó con dedos tensos el
bastón con pomo de marfil. No dijo nada. Contempló en silencio a la mujer que entraba en la
habitación, seguida de Frank.

—Ésta es la señora Herrick —dijo Frank—. Jill, te presento al director de seguridad Douglas.

—He oído hablar de usted —dijo Jill en voz baja.

—Entonces, ya sabrá cuál es nuestro trabajo.

—Sí, sé cuál es su trabajo.

—Este asunto es muy desagradable. Ya ha ocurrido en anteriores ocasiones. No sé lo que


Frank le habrá dicho...

—Me ha explicado la situación.

—Bien —suspiró Douglas—, me alegro. No resulta fácil de explicar. Ya comprenderá, pues, lo


que queremos. Los casos anteriores fueron neutralizados en el espacio. Les administramos una
dosis de vibrotubos y recuperamos los contenidos originales. Esta vez, sin embargo, debemos
proceder siguiendo los conductos legales. —Douglas tomó una grabadora de vídeo—.
Necesitamos su declaración, señora Herrick. Como no se han producido alteraciones físicas,
carecemos de pruebas directas para apoyar nuestro caso. Sólo podemos presentar ante el
tribunal su testimonio acerca de la alteración del carácter.

Extendió la grabadora. Jill la tomó, despacio.

—No cabe duda que su testimonio será aceptado por el tribunal. Éste nos dejará las manos
libres y procederemos en consecuencia. Si todo va bien, confiamos en que todo vuelva a ser
exactamente como antes.

Jill contempló en silencio al hombre que se hallaba de pie en un rincón, con la chaqueta y el
bastón en la mano.

—¿Como antes? —dijo—. ¿Qué quiere decir?

—Como antes del cambio.

Jill se volvió hacia el director Douglas. Dejó la grabadora sobre la mesa con absoluta calma.

—¿A qué cambio se refiere?

Douglas palideció y se humedeció los labios. Todos los ojos estaban clavados en Jill.

—El cambio producido en él. —Señaló al hombre.

—¡Jill! —gritó Frank—. ¿Qué te pasa? —Avanzó rápidamente hacia ella—. ¿Qué demonios
estás haciendo? ¡Sabes muy bien a qué cambio nos referimos!
—Pues me extraña —dijo Jill, con aire pensativo—. Yo no he notado ningún cambio.

Frank y el director Douglas intercambiaron una mirada.

—No lo entiendo —murmuró Frank, desconcertado.

—Señora Herrick... —empezó Douglas.

Jill se acercó al hombre que esperaba en silencio en el rincón.

—¿Nos vamos, querido? —preguntó, tocándole el brazo—. ¿Existe algún motivo que impida a
mi marido salir de aquí?

El hombre y la mujer caminaban en silencio por la calle oscura.

—Bien, vamos a casa —dijo Jill.

—Hace una tarde espléndida —comentó el hombre, mirándola. Respiró profundamente y se


llenó los pulmones de aire—. La primavera se acerca..., me parece. ¿No es cierto?

Jill asintió con la cabeza.

—¿Vamos a pie? ¿Está lejos?

—No mucho.

El hombre la miró con una expresión seria en el rostro.

—Estoy en deuda contigo, querida —dijo.

Jill asintió con la cabeza.

—Me gustaría darte las gracias. Debo admitir que no esperaba este...

Jill se volvió bruscamente.

—¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre auténtico?

Los ojos grises del hombre destellaron. Una leve, tierna y hermosa sonrisa se dibujó en sus
labios.

—Me temo que no serías capaz de pronunciarlo. Los sonidos no pueden formarse...

Jill guardó silencio mientras continuaban caminando, absorta en sus pensamientos. Las luces
de la ciudad empezaban a encenderse, como brillantes puntos amarillos en la oscuridad.

—¿Qué piensas? —preguntó el hombre.

—Estaba pensando que te seguiré llamando Lester —respondió Jill—. Si no te importa.

—No me importa —dijo el hombre.

La rodeó con el brazo y la atrajo hacia él. La miró con ternura mientras se adentraban en la
oscuridad, entre las luces amarillas que señalaban el camino.

—Lo que tú desees. Todo cuanto te haga feliz.


EL QUE ESPERA - Ray Bradbury

VIVO EN UN POZO. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. No
me muevo. No hago otra cosa que esperar. Arriba veo las estrellas frías y la noche y la mañana,
y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. ¿Cómo
podría decirles quién soy yo si ni siquiera yo lo sé? No puedo. Espero, nada más. Soy niebla y
luz de luna y memoria. Estoy triste y estoy viejo. A veces caigo como lluvia en el pozo. Cuando
mi lluvia cae rápidamente unas telarañas se forman en la superficie del agua. Espero en un
silencio frío y un día no esperaré más.

Ahora es la mañana. Oigo un trueno inmenso. El olor del fuego me llega desde lejos. Oigo un
golpe metálico. Espero. Escucho.

Voces. Muy lejos.

—¡Muy bien!

Una voz. Una voz extraña. Una lengua extraña que no conozco. Ninguna palabra familiar.
Escucho.

—¡Que salgan los hombres!

Algo aplasta las arenas de cristal.

—¡Marte! ¡De modo que esto es Marte!

—¿Dónde está la bandera?

—Aquí, señor.

—Bien, bien.

El sol está en lo alto del cielo azul y los rayos de oro caen en el pozo, y yo estoy suspendido
como el polen de una flor, invisible y velado a la luz cálida.

—En nombre del gobierno de la Tierra, llamo a este territorio Territorio Marciano, el que será
dividido en partes iguales entre las naciones miembros.

¿Qué dicen? Me vuelvo en el sol, como una rueda, invisible y perezoso, dorado e infatigable.

—¿Qué hay ahí?

—¡Un pozo!

—¡No!

—Acérquense. ¡Sí!

Un calor se acerca. Tres objetos se inclinan sobre la boca del pozo, y mi frío se eleva hacia los
objetos.

—¡Magnífico!

—¿Será buena el agua?

—Veremos.
—Que alguien traiga un frasco de pruebas y una sonda.

—¡Yo iré!

El sonido de algo que corre. El retorno.

—Aquí están.

Espero.

—Bájenlo. Cuidado.

Un vidrio brilla, arriba, y desciende en una línea lenta. Unas ondas rizan el agua cuando el
vidrio la toca. La toca y se hunde. Me elevo en el aire tibio hacia la boca del pozo.

—Ya. ¿Quiere probar el agua, Regent?

—Pásemela.

—Qué pozo hermoso. Miren la construcción. ¿Cuántos años tendrá?

—Dios sabe. Cuando ayer descendimos en aquel otro pueblo Smith dijo que no ha habido vida
en Marte desde hace diez mil años.

—Mucho tiempo.

—¿Cómo es, Regent? El agua.

—Pura como plata. Tome un vaso.

El sonido del agua a la luz tibia del sol. Ahora floto como un polvo, un poco de canela, en el
viento suave.

—¿Qué pasa, Jones?

—No sé. Tengo un terrible dolor de cabeza. De pronto.

—¿Ya bebió el agua?

—No. No es eso. Estaba inclinado sobre el pozo y de pronto se me partió la cabeza. Me siento
mejor ahora.

Ahora sé quién soy.

Me llamo Stephen Leonard Jones y tengo veinticinco años y acabo de llegar en un cohete
desde un planeta llamado Tierra y estoy aquí con mis buenos amigos Regent y Shaw junto a un
viejo pozo del planeta Marte.

Me miro los dedos dorados, morenos y fuertes. Me miro las piernas largas y el uniforme
plateado y miro a mis amigos.

—¿Qué pasa, Jones? —dicen.

—Nada, —digo, mirándolos—. Nada en absoluto.


La comida es buena. Han pasado diez mil años desde mi última comida. Toca la lengua de un
modo agradable y el vino calienta el cuerpo. Escucho el sonido de las voces. Pronuncio
palabras que no entiendo pero que entiendo de algún modo. Pruebo el aire.

—¿Qué ocurre, Jones?

Inclino esta cabeza mía y mis manos descansan en los utensilios plateados. Siento todo.

—¿Qué quiere decir? —dice esta voz, esta nueva cosa mía.

—Respira de un modo raro. Tosiendo —dice el otro hombre.

Pronuncio exactamente:

—Quizá me estoy resfriando.

—Que lo examine el médico más tarde.

Muevo la cabeza de arriba abajo, eso es bueno. Es bueno hacer cosas después de diez mil
años. Es bueno respirar el aire y es bueno sentir que el calor del sol que entra en el cuerpo más
y más, y es bueno sentir la estructura de marfil, el hermoso esqueleto debajo de la carne tibia,
y es bueno oír sonidos más claros y más cercanos que las profundidades pétreas de un pozo.
Me siento muy bien.

—Vamos, Jones. Despierta. Tenemos que hacer.

—Sí —digo, y me maravillan las palabras: se forman como agua en la lengua y caen con una
lenta belleza en el aire.

Camino y es bueno caminar. Camino y el suelo está a mucha distancia cuando lo miro desde
los ojos y la cabeza. Es como vivir en un hermoso acantilado, sintiéndose feliz allí.

Regent está junto al pozo de piedra, mirando hacia abajo. Los otros han vuelto a la nave de
plata, murmurando entre ellos.

Siento los dedos de la mano y la sonrisa de la boca.

—Es profundo —digo.

—Sí.

—Lo llaman pozo del alma.

Regent alza la cabeza y me mira.

—¿Cómo lo sabe?

—¿No le parece acaso?

—Nunca oí hablar de un pozo del alma.

—Un sitio donde hay cosas que esperan, cosas que una vez tuvieron carne, y esperan y
esperan —digo, tocando el brazo del hombre.
La arena es fuego y la nave es fuego de plata al calor del día, y es bueno sentir el calor. El
sonido de mis pies en la arena dura. Escucho. El sonido del viento y el sol que quema los valles.
Huelo el olor del cohete que hierve en el mediodía. Estoy de pie debajo de la compuerta.

—¿Dónde anda Regent? —dice alguien.

—Lo vi junto al pozo —replico.

Uno de ellos corre hacia el pozo. Empiezo a temblar. Un temblor débil al principio, muy hondo,
pero que sube y aumenta. Y por primera vez la oigo, como si estuviese también escondida en
un pozo. Una voz que llama dentro de mí, pequeña y asustada. Y la voz grita: Déjame ir,
déjame ir, y siento como si algo tratara de librarse, algo que golpea las puertas de un laberinto,
que corre descendiendo por oscuros pasillos y sube por pasajes, entre aullidos y ecos.

—¡Regent está en el pozo!

Los hombres corren, cinco de ellos. Corro también, pero ahora me siento enfermo y los
temblores son violentos.

—Tiene que haberse caído. Jones, usted estaba con él. ¿Lo vio? ¿Jones? Vamos, hable,
hombre.

—¿Qué pasa, Jones?

Caigo de rodillas, los temblores son irresistibles.

—Está enfermo. Vengan, ayúdenme.

—El sol.

—No, no el sol —murmuro.

Me extienden en el suelo y las sacudidas van y vienen como temblores de tierra y la voz
profunda que oculta grita dentro de mí: Esto es Jones, esto soy yo, esto no es él, esto no es él,
no le crean, déjenme salir, ¡déjenme salir! Y alzo los ojos hacia las figuras inclinadas y
parpadeo. Me tocan las muñecas.

—El corazón le late muy rápido,

Cierro los ojos. Los gritos cesan; los temblores cesan.

Me alzo, como en un pozo fresco, liberado.

—Está muerto —dice alguien.

—Jones ha muerto.

—¿De qué?

—Un ataque, parece.

—¿Qué clase de ataque —digo, y mi nombre es Sessions y muevo los labios, y soy el capitán de
estos hombres. Estoy de pie entre ellos y miro el cuerpo que yace enfriándose en las arenas.
Me llevo las dos manos a la cabeza.

—¡Capitán!
—No es nada —digo, gritando—. Sólo un dolor de cabeza. Pronto estaré bien. Bueno —
murmuro—. Ya pasó.

—Será mejor que nos apartemos del sol, señor.

—Sí —digo, mirando a Jones—. No debiéramos haber venido. Marte no nos quiere.

Llevamos el cuerpo de vuelta al cohete, y una nueva voz está llamando dentro de mí, pidiendo
que la dejen salir.

Socorro, socorro. Allá abajo en los túneles húmedos del cuerpo. Socorro, socorro, en abismos
rojos entre ecos y súplicas.

Los temblores han comenzado mucho antes esta vez. Me cuesta dominarme.

—Capitán, será mejor que se salga del sol; no parece sentires demasiado bien, señor.

—Sí —digo—. Socorro —digo.

—¿Qué, señor?

—No dije nada.

—Dijo “socorro”, señor.

—¿Dije eso, Matthews, dije eso?

Han dejado el cuerpo a la sombra del cohete y la voz chilla en las profundas catatumbas
submarinas de hueso y mareas rojas. Me tiemblan las manos. Tengo la boca reseca. Me cuesta
respirar. Pongo los ojos en blanco. Socorro, socorro, oh socorro, no, no, déjenme salir, no, no.

—No —digo.

—¿Qué señor?

—No importa —digo—. Tengo que librarme —digo. Me llevo la mano a la boca.

—¿Qué es eso, señor? —grita Matthews.

—¡Adentro, todos ustedes, volvemos a la Tierra! —ordeno.

Tengo un arma en la mano. Levanto el arma.

—¡No, señor!

Una explosión. Unas sombras que corren. Los gritos se desvanecen. Se oye el silbido de algo
que cae en el espacio.

Luego de diez mil años, qué bueno es morir. Qué bueno sentir de pronto el frío, la distención.
Qué bueno ser como una mano dentro de un guante, una mano que se desnuda y crece
maravillosamente fría en el calor de la arena. Oh, la quietud y el encanto de la muerte cada vez
más oscura. Pero es imposible detenerse aquí.

Un estallido, un chasquido.

—¡Dios santo, se mató él mismo! —grito, y abro los ojos y allí está el capitán acostado contra
el cohete, el cráneo hendido por una bala, los ojos abiertos, la lengua asomando entre los
dientes blancos. Le sangra la cabeza. Me inclino y lo toco—. Qué locura —digo—. ¿Por qué
hizo eso?

Los hombres están horrorizados. De pie junto a los dos muertos, vuelven la cabeza para mirar
las arenas marcianas y el pozo distante donde Regent yace flotando en las aguas profundas.
Los labios secos emiten un graznido, un quejido, una protesta infantil contra este sueño de
espanto.

Los hombres se vuelven hacia mí.

Al cabo de un rato, uno de ellos dice:

—Ahora es usted el capitán, Matthews.

—Ya sé —digo lentamente.

—Sólo quedamos seis.

—¡Dios santo, todo fue tan rápido!

—No quiero quedarme aquí, ¡vámonos!

Los hombres gritan. Me acerco a ellos y los toco, con una confianza que es casi un canto
dentro de mí.

—Escuchen —digo, y les toco los codos o los brazos o las manos.

Todos callamos ahora. Somos uno.

¡No, no, no, no, no, no! Voces interiores que gritan, muy abajo, en prisiones.

Nos miramos. Somos Manuel Matthews y Raymond Moses y William Spaulding y Charles Evans
y Forrest Cole y John Summers, y no decimos nada y nos miramos las caras blancas y las manos
temblorosas.

Nos volvemos como uno solo y miramos el pozo.

—Ahora —decimos.

No, no, gritan seis voces, ocultas y sepultadas y guardadas para siempre.

Nuestros pies caminan por la arena y es como si una mano enorme de doce dedos se moviera
por el fondo caliente del mar.

Nos inclinamos hacia el pozo, mirando. Desde las frescas profundidades seis caras nos
devuelven la mirada.

Uno a uno nos inclinamos hasta perder el equilibrio, y uno a uno caemos en la boca del pozo a
través de la fresca oscuridad hasta las aguas tibias.

El sol se pone. Las estrellas giran sobre el cielo de la noche. Lejos, un parpadeo de luz. Otro
cohete que llega, dejando marcas rojas en el espacio.

Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. Arriba
veo las estrellas frías de la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del
tiempo en que el mundo era joven. Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé. No
puedo.
Espero, nada más.

LE IMPORTA A UNA ABEJA? - Isaac Asimov -


La nave comenzó por ser un esqueleto metálico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel
brillante por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro.

Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento,
el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien
considerado. Manejaba los símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas
sobre papel milimetrado y sobre las que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y
formas de energía que entraban en la nave.

Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de
los tubos fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel,
representante local de la corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando
con el dedo extendido, dijo:

— Allí está. Ése es el hombre.

— ¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.

— El individuo del mono verde con una llave inglesa.

— Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?

— Quiero saber lo que hace. Es un idiota.

Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula. Hammer se
volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.

— ¿Ha estado usted molestándole?


— ¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres,
averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para
mejorar la moral.

— ¿Y en qué sentido le molesta Kane?

— Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la
Luna. Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el
discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:

— ¿Por qué se marcha?

— Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.

— Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas...

— Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.

— Ya lo sé.

— Entonces, ¿por qué lo conservan?

Hammer contestó con inesperada violencia:

— Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.

— ¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?

— Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su
maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo
explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.

— Está bromeando.
— En absoluto. Ahora déjeme en paz.

Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano. Se daba cuenta vagamente que
la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un hombre, pero había sitio
para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la mayor parte
del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y
dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa...,
llevar la llave inglesa. Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas.
Después, poco a poco, su atención se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a
cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas.

No había nada que ver.

El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de
verano. A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en
el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día.
Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del
todo. Algo cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi
estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro. Kane se revolvió inquieto y
se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente.

Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre.
Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que
llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado. Kane se acercó más. Nadie se
fijó en él. Estaban acostumbrados a verle..Había que subir por una escalerilla metálica y una
maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si
hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma.
De momento no había nadie allí, na...

Estaba equivocado. Un hombre.

Éste le preguntó vivamente:

— ¿Qué estás haciendo aquí?

Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó
caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo
para esquivar el golpe) se desplomó. Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no
estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el
hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había
perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que
nunca encontraría, ni echaría en falta.

En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor
importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a
recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un
vientre.

Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las
compuertas y dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre
dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible. Kane no temía ser descubierto antes de
ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba
previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto.

Kane se lo había arreglado solo. Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había
hecho. Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por
ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente
influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces
Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno.
Era lo único que necesitaba..., pasar junto a él.

Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise
Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por
neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija.

Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó
junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita
idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico.

No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando
comienza a tejer su primera tela? Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton
miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes.

El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas,


arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras
similares que la habían precedido.
Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la
Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y
medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas
mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una
nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave
enviada sí estaría tripulada.

Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada. Había
representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios
organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas. Aquellos que no habían
podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta regresiva, en un
tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas.

Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se


elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la
aceleración. Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión
directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad.

Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que
maniobrar cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no
tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar
de nombre y de personalidad, ni manipular mentes.

No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés
errante, él estaba allí. Nadie le había molestado. Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a
través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía» realmente. No encontraba la palabra
adecuada. Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas
de las cosas que sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba
conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones.

Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la
Tierra antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas
llamadas, desde.entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su
progenitor. No todos los mundos servían. ¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio?
Eso no lo sabía aún. ¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder
encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta
siga con vida? El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y
se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo
largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la
cavidad, él. Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha.
El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave
que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas. Las estrellas
parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista. Una
en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había
ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.

— Hogar —murmuró.

¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el
arroyo de agua clara en el que, años antes, nació? El paso final se dio en el lento madurar que
había tardado ocho mil años, y Kane había dejado de ser larva y era adulto. El adulto Kane salió
de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió
adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo
paseando por el espacio para fertilizar algún planeta. Y surcó el espacio, sin volver a pensar en
la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había empujado a todo un mundo hacia
la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar
y conseguir su culminación.

¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se
aleja?

Partir es morir un poco - Jacques Sternberg

14 de marzo

No me he movido desde hace un cuarto de hora.

Podría creer que mi carne se ha convertido en una nueva materia y que mi cuerpo se ha
soldado al muro que parece chuparme con su mugre y todas sus cicatrices gangrenadas.

Mis ojos no se han movido desde hace un cuarto de hora. Petrificado en una única visión,
como fascinado por su absoluta falta de interés, miro la gran mancha de humedad que devora
uno de los ángulos de mi celda. En tres semanas de encierro he visto a esta mancha cambiar
de forma todos los días. Pero esta mañana no he tratado ni siquiera de saber el fantasma de
qué objeto me sugerían sus contornos. La miro simplemente. Sintiendo quizás en forma vaga
la armonía secreta que liga mis pensamientos al color turbio de la mancha. ¿Qué decir? ¿Qué
pensar? ¿Estoy pensando en realidad? ¿Entonces lo que acabo de saber autoriza a un
pensamiento lógico, a una red de pensamientos? ¿Es posible traducir en deducciones lo que a
pesar de todo se han negado a traducir en palabras, por otra parte muy simple? ¿Se puede
hacer entrar una botella de un litro en un litro de agua?

Hace tres semanas que espero al hombre que entró esta mañana en mi celda.

Pues, desde el momento en que fui condenado a muerte, espero con cierto disgusto al hombre
que debe anunciarme que me han acordado el derecho de vivir. Vino esta mañana. Pronunció
las palabras que yo preveía.

-Ha sido usted indultado.

-Sabe usted bien que no tengo ganas de vivir -le respondí

-No vivirá -me dijo.

Vaciló un instante antes de explicarme por qué. Parecía un poco ebrio, como sobrepasado por
la situación. Tenía por qué, en verdad.

-Usted no será ejecutado, pero no vivirá. La ejecución debía tener lugar el 18 de abril, al alba.
Pero en esa fecha no habrá nadie para proceder a una ejecución.

-¿Nadie?

-Así es.

En ese momento, él me reveló los hechos. Ya no más gente, ya no más mundo, además. La
tierra está, en efecto, condenada a muerte. Como yo. Más que yo. El 4 de abril a las diez de la
mañana, en el lugar del mundo no habrá más nada. Nada más que un vacío como cualquier
otro. ¿El infinito puede pasársela sin la tierra? Así parece. Sin duda ni siquiera notará este
incidente privado de consecuencias en el absoluto. Un mundo de más o de menos, ¿qué
importancia tiene?
-Extraño -agregó el hombre-, usted ha recibido su indulto, pero de cualquier manera morirá. Y
quince días antes de la fecha normal de ejecución.

Salió enseguida, ligeramente agobiado, no mucho. Se podría jurar que había visto otros como
yo. Que había tenido una jornada agotadora, que se resentía por ello y enfrentaba sin placer el
día de mañana. Casi el último. Para él, para mí, para todo el mundo.

-Así es -dijo antes de volver a cerrar la puerta-. Usted morirá de cualquier modo. Pero si eso
puede consolarlo, no estará solo. Todos estamos condenados a muerte. Todos, porque hemos
cometido el único delito de nacer. Desde ahora, somos miles los que esperamos, encerrados
en nuestro cuerpo, como en una celda sin salida, una ejecución capital que debe tener lugar en
una fecha exacta, irrevocablemente. Y esta vez la ejecución no sólo es general sino que no
contiene ningún elemento de esperanza: nadie será indultado a último momento. Las paredes
tienen oídos para escuchar nuestras quejas, el acontecimiento no.

El fin de este mundo que armó tanto escándalo en el universo, ¿será ruidoso?

Morir de cualquier modo…

¿Cómo creerlo? ¿Cómo creer en la muerte un segundo después de haber escapado de la


muerte por milagro? ¿Entonces existía otra muerte más allá de la que los hombres me habían
reservado? Un cambio, eso era lo que venían a proponerme, un simple cambio.

¿Pero cómo admitir que en este mundo donde el malestar de unos había constituido siempre
el bienestar de otros, vayamos a tener todos la misma suerte en el mismo segundo? No es
posible. Los hombres fueron concebidos para interpretar papeles de verdugos y víctimas, no
para ser todos víctimas de una deflagración abstracta. Sólo los hombres son peligrosos, sólo
ellos acostumbran atar a sus víctimas para entregarlas a la muerte con los pies y los puños
ligados. La naturaleza tiene que ser menos cruel. Siempre deja una posibilidad. La Tierra es
vasta, uno siempre puede huir, ocultarse en alguna parte, salvar el pellejo. Los peores
cataclismos nunca dieron cuenta de todos los seres vivientes. Sólo el hombre tiene ese poder.
Porque él piensa, porque sabe apuntar y masacrar con la única intención de matar sobre
seguro.

Escapé de los hombres. Eso es lo esencial. Han renunciado a darme muerte cuando mi fosa ya
estaba abierta. Soy un superviviente. Escaparé a la naturaleza, no puede ser de otro modo.
Aún si no hubiera más que un superviviente, yo seré ese superviviente.
Y cuando la Tierra sea sólo cenizas, cuando los hombres sean sólo polvo, cuando la nada haya
encontrado al fin su definición práctica y sólo yo vea ese espectáculo, entonces podré sonreír y
darme el lujo de morir de un mal resfrío. Pero más tarde, un poco después.

Morir de cualquier manera… Entonces es cierto que, aun después de haber escapado a mi
ejecución, aun si escapo a la muerte que nos ha dado cita para el 4 de abril, moriré de
cualquier modo.

De uno u otro modo… En ese caso, ¿para qué?

17 de marzo

Moriré como los demás. El 4 de abril. Todo el mundo pasará por ese día, ahora lo sé.

Me han explicado que el acontecimiento del 4 de abril tendrá la fuerza suficiente para
aniquilar a un planeta que, sin embargo, dio en el pasado buenas pruebas de su vitalidad. Pero
el espacio tiende una emboscada a la Tierra y todas las bombas no bastarían para detener lo
que se viene.

¿Cómo, más allá de esos muros que son desde siempre los de alguna antecámara de la muerte,
aceptan los hombres su suerte? ¿Quizá se los acusa, uno tras otro, de algún delito ficticio y se
los condena de prisa, pero oficialmente, a muerte, con el fin de hacerles creer en una lógica de
su destino? ¿Cómo admitirán las estrellas de la pantalla que los fuegos de su gloria van a
extinguirse junto con sus agentes de publicidad; los hombres de negocios, que ya no habrá
mundo que sostenga sus cheques y sus empresas; los propietarios que el infinito abre ya sus
fauces para tragar en un segundo todas las propiedades de este mundo al mismo tiempo que
algunos siglos de Historia, una tonelada de gramática, montones de geografía, y otras diversas
instituciones? El Hombre que se sentía otro tras el volante de un automóvil o ante una cuenta
bancaria ¿va a comprender al fin que no es si siquiera el hijo del polvo y que sólo la muerte es
el centro de su verdad?

Durante algunos instantes, el acontecimiento me desvela, no tanto por su horror, bastante


evidente, sino por su deslumbrante potencial humorístico. ¿Por qué no imaginar que se trata
simplemente de una farsa galáctica? Se permitió que el hombre se divirtiera con sus juguetes
durante algunos siglos, se le dio la oportunidad de asombrarse a sí mismo creando sin cesar
nuevos juguetes antes de concederse el título de rey del universo; luego, de repente,
decidieron quitarle todo, su vida, su decorado y sus juguetes. ¡Broma genial! No podían
reservar una jugada más divertida al hombre, que vacilaba a veces de generación en
generación antes de desembarazarse de los múltiples horrores adquiridos: y ahora le tiran
todo su mundo al cesto de basura sin siquiera pedirle opinión. El hombre, ese propietario de
tan blanda sonrisa, iba a comprender al fin que no era más que un inquilino de su mundo. Y
que no tenía arriendo ni defensa. Nada. Ni siquiera su vida.

19 de marzo

Realmente pasa algo.

Aunque la vida apenas si se infiltra a través de los muros de esta prisión, se adivinan sin
embargo ciertas fluctuaciones que sugieren un acontecimiento histórico.

Por ejemplo, esta mañana, anuncian que todos los detenidos serán liberados en el día de hoy,
a excepción de los condenados a muerte o a cadena perpetua. El mundo se derrumba, los
principios permanecen, según veo. Incluso, al borde del abismo guardan el sentido de los
valores y la jerarquía. Eso sin hablar de la lógica. Porque es evidente que sería pernicioso y
poco moral dejar correr a los homicidas en libertad mientras que el mundo entero será
asesinado en masa dentro de unos días. Hasta su último suspiro el hombre habrá probado su
maravilloso sentido de la seriedad. Imagino además que esta decisión fue tomada con toda
solemnidad por un comité de severos ancianos, que ha sido ratificada por decreto después de
algunos días y que acaba de aparecer en el Diario Oficial. Ya, era ridículo imaginar al hombre
devorado por sus tareas burlescas cuando se mantenía en equilibrio sobre una bola de fuego,
¿pero cómo llegar a imaginar siempre devorado por las mismas tareas cuando esa bola está a
punto de desintegrarse? Decididamente el hombre siempre sobrepasará sus propios límites.
Se habrá hecho digno de sí mismo, y sobre la tumba del Hombre Desconocido podrán inscribir
como epitafio que cumplió con su Deber hasta el fin. Y con qué respeto por sí mismo.

Dicho esto, dado que me condenan a quedar encerrado, me mantienen siempre con la misma
puntualidad. Todo el mundo a su trabajo, las jornadas comienzan siempre a las 9 en punto,
ésas deben ser las consignas. Los menús, no obstante, son un poco menos copiosos desde que
me indultaron. Sin duda, tengo derecho a menos consideraciones, ya que no seré una
excepción, sino un cadáver como todos los demás.

También compruebo asombrado que me suprimieron el vino. ¿Qué pensar? ¿Que hacen
economías cuando a pesar de todo van a morir dejando tras ellos un mundo enteramente
amueblado y sobrecargado de los más diversos productos? Todo esto es muy desconcertante.
Sin embargo, es muy tarde para dejarse desconcertar.

20 de marzo

Un acontecimiento se encadena a otro.


Dicen que el mundo entero espera una comunicación de la más alta importancia. En efecto, los
sabios del mundo entero están conferenciando desde hace una semana y habrían tomado una
decisión que amenaza con trastornar la historia del mundo.

La humanidad espera. Yo también. Pero no tengo suerte: una vez que realmente pasa algo, y
no estoy en la onda. Es injusto. Sin embargo, deberían darse cuenta de que a partir de mi
nacimiento aún no ha pasado nada en mi vida.

Evidentemente, el hecho de estar excluido me da cierta distancia. Por un único instante, no me


siento capaz de participar de la nerviosidad general que debe enfebrecer al mundo, ya sea la
nerviosidad del pánico o de la esperanza. Sin embargo es una pena que no me hayan
concedido la autorización de vivir de cerca esta notable epopeya, y de participar como ser
humano en este drama humano. Me gustaría tanto ver cómo dan vuelta una página de la
historia. Sobre todo cuando se trata de una página que amenaza con quedar virgen.
Infinitamente virgen. Como el vacío. Como el siempre de lo sin límites y sin fronteras que
encierra el vacío.

Duermo mucho actualmente. Me entreno en ser muerto. Es muy fácil. Es lo que la muerte
tiene de inquietante: su simplicidad; y hemos pasado tantos años inútiles aprendiendo
truquitos sabios, tan tontos, tan tontos.

He pensado también que tengo buena suerte. Millones de personas podrían envidiarme
actualmente: sin pena y sin ningún deseo de vivir. Además, hace mucho tiempo que estoy
preparado para morir este año. De la misma manera hace mucho que liquidé todo lo que
constituyó el decorado y el centro de interés de mi vida. Incluso maté con mis propias manos
al único ser al que me sentía unido. Mi suerte es verdaderamente envidiable.

¿Que pasará? ¿Habrán hallado por casualidad el medio de desbaratar las intenciones del
acontecimiento previsto en el programa? ¿Qué piensan hacer? ¿Atraparlo al vuelo, con red,
con un cometa? ¿Y ocultarlo? ¿Pero dónde? ¿A menos que supongamos que por el contrario
van a lanzar la Tierra a lo largo del espacio, lejos de los remolinos del acontecimiento? ¿O
quizá las autoridades científicas van a anunciar, más sencillamente, que hubo un error y que
no pasará absolutamente nada?

Preguntas que ya no me conciernen. Si el acontecimiento, por una u otra razón, no llega a


estallar nunca, sin duda me harán comprender que mi ejecución capital está siempre a mi
entera disposición. Si el señor tiene a bien tomarse la molestia de ponerse de pie y vivir su
muerte…
21 de marzo

Hacía mucho que la historia no se veía recompensada con una sorpresa tan sensacional. El
hombre es un verdadero apasionado del golpe teatral. El peligro le ha dado alas, genio,
energía. En efecto, las radios del mundo entero anunciaron ayer a la tarde que, estando la
Tierra irremediablemente condenada, los hombres dejarán su planeta para ir a otros lugares.
Destino Supervivencia, Operación Milagro, partida fijada para el 2 de abril. La fecha del
primero de abril ha sido evitada por escaso margen, con razón.

Desde esta mañana, las fábricas del mundo entero construyen cohetes. Habrá cohetes para
todo el mundo. Incluso para los perros y los canarios. Cada persona tendrá derecho a una
sobrecarga de 3 kg. de equipaje. Toda actividad comercial, industrial o intelectual se detiene
oficialmente en el día de la fecha y la partida general se convierte en la única obsesión de todo
el mundo.

Esas revelaciones me sirven de lección. Había subestimado las facultades creativas del cerebro
humano. Había olvidado que ese mismo cerebro puede crear los laberintos burocráticos más
estrafalarios y las relojerías más complejas. Y del mismo modo que puede resolver los
teoremas contenidos en las contribuciones directas, puede también, cuando es necesario,
hacer juegos malabares con las ecuaciones de las grandes imposibilidades. Acaba de probarlo.
¿Cómo imaginar que se trata del mismo cerebro? Poco importa, de todas maneras: pensó,
ergo vivirá. Sólo me resta desear buen viaje a los habitantes de este planeta. Si son lúcidos,
pueden partir sin pena. Este planeta no valía en absoluto la publicidad que le habían hecho. Su
color verde era más bien de gusto dudoso, sus paisajes no tenían nada particularmente
excepcional, su cielo era feo cuando estaba claro, triste cuando estaba lluvioso, y su clima
dejaba mucho que desear. Sin duda encontrarán en otra parte un mundo más satisfactorio. Es
cierto que los hombres se las arreglarán para arruinar en poco plazo a los mejores. Pueden
huir de su mundo natal, entendámonos, pero nunca abandonarán su verdadera patria: la
demencia y el mal gusto. Aun si se van más allá del sol de este mundo.

25 de marzo

Recibí la visita oficial de una delegación de desconocidos cuya dignidad no podía ser puesta en
duda. Con voz de abogado, uno de los desconocidos declaró que, como a todo habitante de
este mundo, me sería acordado el derecho de partir con los cohetes, el 2 de abril. Los
gobiernos habían decidido ofrecer a todos, incluso a los condenados a muerte, la oportunidad
de sobrevivir y escapar el acontecimiento que engullirá a la Tierra. No se había previsto
ninguna excepción. Los hechos siguieron a las palabras. Con gesto de ujier, un funcionario me
entregó con cierto sentido de lo ceremonioso un sobre que contenía mi pasaje de partida y
una circular con las instrucciones a seguir.
Un poco asombrado, agradecí a todo el mundo.

Vamos de sorpresa en sorpresa. En pocas días, heme aquí, presenciando más situaciones
asombrosas de las que haya tenido durante toda mi vida. ¿De homicidas que eran, los
gobiernos se han vuelto humanitarios? El mundo decide cambiar. Falta saber si no es
demasiado tarde. Se pone de rodillas, se apiada, hace caridad derramando indulgencias. Al
menos si morimos, nadie irá al infierno. La redención dirige al mundo. Y la ascensión, por
supuesto.

En cambio, aunque candidato a la partida, no seré puesto en libertad hasta último momento.
La víspera de la partida, para ser más exactos.

-Usted comprenderá que teniendo en cuenta su pasado… -me explicaron.

Comprendí fácilmente, por supuesto.

Me hubiera gustado mucho hablarles, no de mi pasado, sino del porvenir de ellos, mas no tuve
ocasión de hacerlo. Tenían que visitar a otros condenados.

-Le deseo buena suerte -me dijo uno de los funcionarios.

Le deseé lo mismo. Total, entre hermanos, ¿verdad?

Después de que salieron me asombró no haberles oído entonar un cántico.

Mi boleto de partida es verdoso, marcado con sellos, afiligrano, ilustrado y se parece mucho a
un cheque. Siempre esa obsesión por ser bancario, en consecuencia solemne. ¿Hasta qué
estación del espacio vamos con este billete? No está indicado. Pero no hay que preguntar
demasiado, ya que el viaje es gratuito. Eso también parece casi increíble. ¡Varios millones de
kilómetros a costa de la humanidad! Cuando uno piensa lo que costaba el kilómetro la semana
pasada. El boleto menciona igualmente a qué zona debo dirigirme el 2 de abril y, por medio de
una ingeniosa red de números y letras, da indicaciones precisas sobre el camino a seguir para
alcanzar el cohete que me asignaron.
Camino que, por otra parte, no seguiré, ya que nunca tuve la intención de partir. ¿Por qué?
¡Ah! sí, ¿por qué?

Digamos que tengo vértigos o que la altura me descompone y no hablemos más del asunto.

Hay que aclarar que el rechazo a partir ha sido previsto. En semejante caso, dice la circular, es
necesario devolver el billete sin demora a las autoridades. Así será. Sin demora, efectivamente.
Ni siquiera quiero apostar la cuestión a cara o cruz.

¿Qué hacer ahora que todo está decidido, reglamentado? En verdad ya no me queda nada por
ordenar en mi vida. No tengo que enfrentar el menor problema. Todo se reduce a lo esencial,
es decir a nada. Sin duda voy a aburrirme en estos últimos días. Aunque estoy acostumbrado.
Desde que me encarcelaron, compruebo que no me aburro mucho más que lo que me aburría
asumiendo diversos empleos. Al menos aquí puedo adormecerme en mi indolencia sin tener
que poner cara de que cumplo con mis obligaciones.

28 de marzo

Ya no pasa nada.

Pero veré de cerca el fin del mundo. Me han anticipado, en efecto, que aun si no deseo
disfrutar de mi billete de partida, me liberarán, a pesar de todo, la víspera del éxodo general. El
primero de abril, por lo tanto. Estoy feliz de saber que este importante incidente cae un
primero de abril.

1º de abril

Aquí estoy, libre,

En regla, con plena conciencia. Es extraño pensar que cumplí con mi deuda ante la sociedad:
un mes de detención por haber cometido un asesinato. No es caro.

O sea que me quedan cuatro días de vida. Y dentro de dos días tendré todo un mundo por
compartir con los pocos habitantes que, como yo, se nieguen a irse. Parece que no habrá
muchos. Incluso los ancianos quieren irse, huir, escapar. Los arruinados, los impotentes y los
paralíticos también. Vivir. No se piensa más que en eso. Nunca conoció la fe en la vida un auge
tal. Todas las miradas giran al mismo tiempo hacia el cielo. Detalle desalentador: está nublado
desde hace una semana. La religión ha forjado nuevas consignas y, embanderada en su eterna
liturgia, receta. Las iglesias rechazan el mundo y el agua bendita corre a borbotones. El Papa
habla al mundo todos los días, sus delegados todas las horas, y cada hombre siente tal temor
del silencio que se pega día y noche a los innumerables hilos eléctricos de la radio o la
televisión. Por más vivos que se encuentren, me parece que hacen en verdad demasiado ruido.
Esto sin contar el estruendo de acero de los innumerables camiones que pasan por las calles
de la ciudad, transportando todo un mundo de piezas sueltas hacia los cohetes erguidos,
hieráticos, en la campiña de los alrededores.

He ido a verlos por curiosidad. Había centenares, clavados al suelo como gigantescas estacas
metálicas, apuntando al cielo, amenazantes, mudos, recreando un decorado similar a un
singular huerto de catedral. Su número, su altura, su densidad, todo impresiona y fija
literalmente la mirada en el fondo de las pupilas. Hay que felicitar a los técnicos. Celeridad de
ejecución, perfección de la empresa, terminación del trabajo, armonía de las líneas; pusieron
todos los triunfos en su juego. No sé dónde encallarán estos cohetes, no sé incluso si los seres
vivientes soportarán este viaje, pero al ver este material uno confía y está dispuesto a creer
que llegará lejos.

De todos modos estas máquinas decoran agradablemente la campiña particularmente


desagradable de esta región y se podría lamentar incluso que Dios no haya creído necesario
utilizar el cohete como elemento de una naturaleza que, como suele decirse, deja bastante
que desear.

He vuelto favorablemente impresionado. Haber llegado a transformar en pocos días un sueño


de muchos siglos en una realidad es una proeza que marcaría una fecha en la Historia de la
Tierra si no fuese justamente que la Historia se detiene en esa fecha. A pique. ¿Sobre qué
vacío? ¿Tendrá la Historia ocasión de decirlo?

No menos impresionante es el rigor concentracionario con que se lleva a cabo la evacuación de


la capital. Pues los habitantes dejan la ciudad esta tarde para encerrarse en los cohetes antes
de medianoche. La partida se hará mañana, al amanecer. Siempre se parte al amanecer, para
el cadalso, para el infinito. En las rutas barridas por hordas de vehículos que parecen moverse
como enormes aspiradoras, ningún pánico, ningún desorden. Los altoparlantes instalados por
todas partes aúllan himnos marciales entrecortados por órdenes lacónicas. Ahogando sus
temores secretos, atiborrados de esperanza, inflados de estrépito, los habitantes se dejan
llevar hacia los centros de partida donde serán separados, desinfectados, envasados e
introducidos en los cohetes como fardos de algodón.

¿Qué decirles?
Esto no es más que un hasta la vista, hermanos míos.

2 de abril

Son las dos y media de la mañana.

La ciudad, siempre desierta a esta hora, no ha cambiado de aspecto. Se podría creer que no ha
pasado nada y que, dentro de algunas horas, vendrán a retirar los cestos de basura. Las calles
siguen iluminadas. Es la primera vez que los hombres salen de viaje olvidándose de cerrar el
agua, el gas y la electricidad detrás de ellos.

He tomado un café negro en un bistrot donde fui servido por el patrón mismo.

-¿Usted no parte? -le pregunté.

-No -me dijo-. Los viajes me aburren. Ni siquiera conozco las afueras. Falta de curiosidad sin
duda.

Luego subí a un coche abandonado y rodé hacia los suburbios de la ciudad. Después alcancé la
campiña. Quiero ver todo. La partida para empezar, el fin del mundo a continuación. Y mañana
iré incluso a ver una última película si es que llego a poner en marcha el aparato de
proyección.

Hasta el momento el espectáculo de la partida no ofrece gran interés. De los cohetes no se


divisa más que una multitud de puntos verdes y rojos. En alguna parte, una vasta torre de
vidrio, probablemente la torre desde donde controlarán la partida. Acercándose más el
conjunto evoca un aeropuerto. Nada extraordinario.

Ningún ruido en ninguna parte. Los pasajeros están todos encerrados en el interior de los
cohetes. Un silencio de tal densidad que es casi increíble pensar que toda la vida de una ciudad
se encuentra comprimida en esas máquinas muertas.

Son las cuatro de la mañana. La partida se llevará a cabo de un momento a otro.

Aguardo la apertura de los infiernos, una tormenta a ras de tierra, un ciclón de llamas y
rugidos, el desencadenamiento de todas las furias atómicas del siglo XX. Pero aguardo en
vano. Sólo el silencio responde a las tinieblas, como un reflejo helado. De pronto percibo algo;
un silbido difuso, insinuante, pero apagado por toneladas de blindaje.

Debe ser el preludio. Va a explotar el suelo y los cohetes desfondarán el cielo. Pero nada llega,
nada se mueve, nada tiembla. Nada más que el silbido, más discreto que nunca, contenido
insidioso. Después, a las 4 y 10, nada más. El silbido ha cesado.

El silencio.

No pasó nada. No despegó ningún cohete. Debe haber algo podrido en el mundo del átomo.
Pero aguardo. Nunca se sabe. Un simple desperfecto, quizás. O un mal contacto. O un simple
error de maniobra. ¿Y si los cohetes en vez de despegar entraran en las entrañas de la tierra?

Pasa un cuarto de hora y es entonces cuando veo dos hombres saliendo de la torre de control.
Se dirigen hacia la ruta. Me uno a ellos. Tienen el aspecto de los obreros que han hecho horas
extra y vuelven al hogar fatigados y un poco aturdidos.

-¿Se perdió la partida? -me pregunta uno de los dos hombres al verme.

-Había venido a ver, simplemente. Pero me decepcionó. No ha pasado gran cosa, ¿verdad?

-¿Usted cree? Sin embargo todo marchó bien.

Los enfrento. Veo que uno de los dos sonríe. Y comprendo todo en ese instante. Comprendo
que, en efecto, todo se ha desarrollado normalmente, según el plan previsto. Partir, hay
distintos modos de partir. Con y sin esperanza.

-Pero los cohetes están siempre allí -digo, sabiendo perfectamente lo que van a responderme.

-Sí, siempre están allí. Nunca fueron concebidos para ser lanzados al espacio. Aparentemente,
uno diría que son cohetes, pero en realidad son cámaras de gas.

FIN
SALLY – Asimov

Sally bajaba por la carretera que conducía al lago, de modo que le hice

una seña con la mano y la llamé por su nombre. Siempre me ha gustado ver

a Sally. Me gustan todos, entiendan, pero Sally es la más hermosa del lote.

Indiscutiblemente.

Aceleró un poco cuando le hice la seña con la mano. Nada excesivo.

Nunca perdía su dignidad. Tan sólo aceleraba lo suficiente como para indicarme que se
alegraba de verme, nada más.

Me volví hacia el hombre que estaba de pie a mi lado.

—Es Sally —dije.

Me sonrió y asintió con la cabeza.

Lo había traído la señora Hester. Me había dicho:

—Se trata del señor Gellhorn, Jake. Recordarás que te envió una carta pidiéndote una cita.

Puro formulismo, realmente. Tengo un millón de cosas que hacer con la

Granja, y una de las cosas en las que no puedo perder el tiempo es precisamente el correo. Por
eso tengo a la señora Hester. Vive muy cerca, es buena atendiendo a todas las tonterías sin
molestarme con ellas, y lo más importante de todo, le gustan Sally y todos los demás. Hay
gente a la que no.

—Encantado de conocerle, señor Gellhorn —dije.

—Raymond J. Gellhom —dijo, y me tendió la mano; se la estreché y se

la devolví.

Era un tipo más bien corpulento, media cabeza más alto que yo y casi lo mismo de ancho.
Tendría la mitad de mi edad, unos treinta y algo. Su pelo

era negro, pegado a la cabeza, con la raya en el centro, y exhibía un fino bigotito muy bien
recortado. Sus mandíbulas se engrosaban debajo de sus orejas y le daban un aspecto como si
siempre estuviera mascullando... En vídeo daba el tipo ideal para representar el papel de
villano, de modo que supuse que era un tipo agradable. Lo cual demuestra que el vídeo no
siempre se equivoca.

—Soy Jacob Folkers —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sonrió. Era una sonrisa grande y amplia, llena de blancos dientes.

—Puede hablarme un poco de su Granja, si no le importa.


Oí a Sally llegar detrás de mí y tendí la mano. Ella se deslizó hasta establecer contacto, y sentí
el duro y lustroso esmalte de su guardabarros cálido en mi palma.

—Un hermoso automatóvil —dijo Gellhorn.

Es una forma de decirlo. Sally era un convertible del 2045 con un motor positrónico Hennis-
Carleton y un chasis Armat. Poseía las líneas más suaves y elegantes que haya visto nunca en
ningún modelo, sea el que sea. Durante cinco años ha sido mi favorita, y la he dotado de todo
lo que he podido llegar a soñar. Durante todo ese tiempo, nunca ha habido ningún ser humano
sentado tras su volante.

Ni una sola vez.

—Sally —dije, palmeándola suavemente—, te presento al señor Gellhorn.

El rumor de los cilindros de Sally ascendió ligeramente. Escuché con atención en busca de
algún golpeteo. Últimamente había oído golpetear los motores de casi todos los coches, y
cambiar de combustible no había servido de nada. El sonido de Sally era tan suave y uniforme
como su pintura.

—¿Tiene nombres para todos sus vehículos? —preguntó Gellhorn.

Sonaba divertido, y a la señora Hester no le gusta la gente que parece burlarse de la Granja.
Dijo secamente:

—Por supuesto. Los coches tienen auténticas personalidades, ¿no es así, Jake? Los sedanes son
todos masculinos, y los convertibles femeninos.

Gellhom seguía sonriendo.

—¿Y los mantienen ustedes en garajes separados, señora?

La señora Hester le lanzó una llameante mirada.

—Me pregunto si podría hablar con usted a solas, señor Folkers —dijo

Gellhorn, volviéndose hacia mí.

—Eso depende —dije—. ¿Es usted periodista?

—No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier conversación que sostengamos aquí no será
publicada, se lo aseguro. Estoy interesado en una absoluta intimidad.

—Entonces sigamos un poco carretera abajo. Hay un banco que nos servirá.

Echamos a andar. La señora Hester se alejó. Sally se pegó a nuestros talones.

—¿Le importa que Sally venga con nosotros? —pregunté.

—En absoluto. Ella no puede repetir nada de lo que hablemos, ¿verdad?

—Se echó a reír ante su propio chiste, tendió una mano y acarició la parrilla de Sally.

Sally embaló su motor y Gellhom retiró rápidamente la mano.

—No está acostumbrada a los desconocidos —expliqué.


Nos sentamos en el banco debajo del enorme roble, desde donde podíamos ver a través del
pequeño lago la carretera privada. Era el momento más caluroso del día, y un buen número de
coches habían salido, al menos una treintena de ellos. Incluso a aquella distancia podía ver que
Jeremiah se estaba dedicando a su juego favorito de situarse detrás de un modelo algo más
antiguo, luego acelerar bruscamente y adelantarlo con gran ruido, para recuperar luego su
velocidad normal con un deliberado chirrido de frenos. Dos semanas antes había conseguido
sacar al viejo Angus de la carretera con este truco, y había tenido que castigarlo
desconectando su motor durante dos días.

Lo cual me temo que no sirvió nada, puesto que al parecer su caso es irremediable. Jeremiah
es un modelo deportivo, y los de su clase tienen la sangre caliente.

—Bien, señor Gellhom —dije—. ¿Puede decirme para qué desea usted la información?

Pero él estaba simplemente mirando a su alrededor. Dijo:

—Éste es un lugar sorprendente, señor Folkers.

—Preferiría que me llamara Jake. Todo el mundo lo hace.

—De acuerdo, Jake. ¿Cuántos coches tiene usted aquí?

—Cincuenta y uno. Recogemos uno o dos cada año. Hubo un año que recogimos cinco.
Todavía no hemos perdido ninguno. Todos funcionan perfectamente. Incluso tenemos un
modelo Mat-O-Mont del 2015 en perfecto estado de marcha. Uno de los primeros
automáticos. Fue el primero que acogimos aquí. El buen viejo Matthew. Ahora se pasaba casi
todo el tiempo en el garaje, pero era el abuelo de todos los coches con motor positrónico. Eran
los días en los que tan sólo los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de estado
conducían vehículos automáticos. Pero Samson Jarridge era mi jefe y era lo bastante rico como
para permitirse uno.

Yo era su chófer por aquel entonces.

Aquel pensamiento me hizo sentirme viejo. Puedo recordar los tiempos en los que no había en
el mundo ningún automóvil con cerebro suficiente como para encontrar su camino de vuelta a
casa. Yo conducía máquinas inertes que necesitaban constantemente el contacto de unas
manos humanas sobre sus controles. Máquinas que cada año mataban a centenares de miles
de personas.

Los automatismos arreglaron eso. Un cerebro positrónico puede reaccionar mucho más rápido
que uno humano, por supuesto, y a la gente le salía rentable mantener las manos fuera de los
controles. Todo lo que tenías que hacer era entrar, teclear tu destino y dejar que el coche te
llevara.

Hoy en día damos esto por sentado, pero recuerdo cuando fueron dictadas las primeras leyes
obligando a los viejos coches a mantenerse fuera de las carreteras principales y limitando éstas
a los automáticos. Señor, vaya lío. Se alzaron voces hablando de comunismo y de fascismo,
pero las carreteras principales se vaciaron y eso detuvo las muertes, y cada vez más gente
empezó a utilizar con mayor facilidad la nueva ruta.

Por supuesto, los coches automáticos eran de diez a cien veces más caros que los de
conducción manual, y no había mucha gente que pudiera permitirse un vehículo particular de
esas características. La industria se especializó en la construcción de omnibuses automáticos.
En cualquier momento podías llamar a una compañía y conseguir que uno de esos vehículos se
detuviera ante tu puerta en cuestión de unos pocos minutos y te llevara al lugar donde
deseabas ir. Normalmente tenías que ir junto con otras personas que llevaban tú mismo
camino, pero ¿qué había de malo en ello?

Samson Harridge tenía su coche privado, sin embargo, y yo fui el encargado de ir a buscarlo
apenas llegó. El coche no se llamaba Matthew por aquel entonces, ni yo sabía que un día iba a
convertirse en el decano de la Granja. Solamente sabía que iba a hacerse cargo de mi trabajo, y
lo odié por ello.

—¿Ya no me necesitará usted más, señor Harridge? —pregunté.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Jake? —dijo él—. Supongo que no creerás que voy a confiar
en un artefacto como ése. Tú seguirás a los controles.

—Pero él trabaja solo, señor Harridge —dije—. Rastrea la carretera, reacciona de acuerdo con
los obstáculos, seres humanos, y otros coches, y recuerda los caminos por los que ha de pasar.

—Eso es lo que dicen. Eso es lo que dicen. De todos modos, tú vas a sentarte detrás del
volante, por si acaso algo va mal.

Es curioso cómo a uno puede llegar a gustarle un coche. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba
llamándole Matthew, y me pasaba todo el tiempo puliendo su carrocería y comprobando su
motor. Un cerebro positrónico está en mejores condiciones cuando mantiene constantemente
el control de su chasis, lo cual significa que vale la pena tener el depósito del combustible
siempre lleno de modo que el motor pueda funcionar al ralentí día y noche.

Al cabo de poco, era capaz de decir por el sonido de su motor cómo se sentía Matthew.

A su manera, Harridge empezó a encariñarse también con Matthew. No tenía a nadie más a
quien amar. Se había divorciado o había sobrevivido a tres esposas, y había sobrevivido a cinco
hijos y tres nietos. De modo que cuando murió, no resultó sorprendente que convirtiera su
propiedad en una Granja para Automóviles Retirados, dejándome a mí a cargo de todo, con
Matthew como primer miembro de una distinguida estirpe.

Así se transformó mi vida. Nunca me casé. No puedes casarte y seguir atendiendo a los
automatismos del modo en que debes hacerlo.

Los periódicos dijeron que se trataba de algo curioso, pero al cabo de un tiempo dejaron de
hacer chistes sobre ello. Hay algunas cosas sobre las que no pueden hacerse chistes. Quizás
ustedes no puedan permitirse nunca uno de esos automatismos y quizá nunca lo deseen
tampoco, pero créanme, uno termina enamorándose de ellos. Trabajan duro y son afectuosos.
Se necesita a un hombre sin corazón para tratarlos mal o permitir que otro los maltrate.

Las cosas fueron sucediéndose de tal modo que un hombre que tenía uno de esos automáticos
durante un tiempo hacía los arreglos necesarios para que éste fuera a parar a la Granja, si no
tenía ningún heredero en quien pudiera confiar para dejárselo con la seguridad de que iba a
recibir un buen trato.

Le expliqué todo eso a Gellhorn.

—¡Cincuenta y un coches! —exclamó—. Eso representa un montón de dinero.


—Cincuenta mil como mínimo por automático, inversión original —dije—. Ahora valen mucho
más. He hecho cosas por ellos.

—Debe de necesitarse un montón de dinero para mantener la Granja.

—Tiene usted razón. La Granja es una organización benéfica, lo cual nos libera de impuestos, y
por supuesto cada nuevo automático trae normalmente consigo una donación paralela o un
fondo de mantenimiento.

De todos modos, los costos siguen aumentando. Tengo que mantener la propiedad en buen
estado; hay que construir nuevo asfalto, y conservar el viejo; están la gasolina, el aceite, las
reparaciones y los nuevos accesorios.

Todo eso sube.

—Y usted le ha consagrado mucho tiempo.

—Cierto, señor Gellhorn. Treinta y tres años.

—No parece haberle sacado mucho provecho a todo ello.

—¿De veras? Me sorprende, señor Gellhorn. Tengo a Sally y a otros cincuenta. Mírela.

Estaba sonriendo. No podía evitarlo. Sally relucía tan limpia que casi hacía daño a los ojos.
Algún insecto debía de haberse estrellado contra su parabrisas o se había posado alguna mota
de polvo, ya que en aquellos momentos estaba atareada en su limpieza. Un pequeño tubo
emergió y escupió un poco de Tergosol sobre el cristal. Se esparció rápidamente sobre la
película de silicona y las escobillas de goma entraron instantáneamente en acción, barriendo
todo el parabrisas y empujando el agua hacia el pequeño canalón que la conduciría, goteando,
hasta el suelo. Ni una gotita de agua cayó sobre la resplandeciente capota color verde
manzana. Escobillas y tubo de detergente retrocedieron hasta sus alvéolos y desaparecieron.

—Nunca vi a un automático hacer eso —dijo Gellhorn.

—Apuesto a que no —dije—. Yo mismo se lo he instalado a nuestros coches. Son limpios,


¿sabe? Siempre están repasando sus cristales. Les gusta. Incluso he dotado a Sally con
rociadores de cera. Cada noche se abrillanta hasta que uno puede mirarse en cualquier parte
de ella y afeitarse con su reflejo. Si puedo conseguir el dinero suficiente, dotaré con ese
dispositivo a todas las chicas. Los convertibles son muy coquetos.

—Puedo decirle cómo conseguir ese dinero, si le interesa.

—Eso siempre me interesa. ¿Cómo?

—¿No le resulta evidente, Jake? Cualquiera de sus coches vale cincuenta mil como mínimo,
dijo usted. Apostaría a que la mayoría de ellos supera las seis cifras.

—¿Y?

—¿Ha pensado alguna vez en vender algunos?

Negué con la cabeza.

—Imagino que usted no se da cuenta de ello, señor Gellhorn, pero no puedo vender ninguno.
Pertenecen a la Granja, no a mí.
—El dinero iría a parar a la Granja.

—Los documentos de constitución de la Granja indican que los coches recibirán atención a
perpetuidad. No pueden ser vendidos.

—¿Qué hay de los motores, entonces?

—No le comprendo.

Gellhorn cambió de postura, y su voz se hizo confidencial.

—Mire, Jake, déjeme explicarle la situación. Hay un gran mercado para automáticos
particulares si tan sólo sus precios fueran asequibles.

¿Correcto?

—Eso no es ningún secreto.

—Y el noventa y cinco por ciento del coste corresponde al motor.

¿Correcto? Sé dónde podemos conseguir carrocerías. Se también dónde podernos vender


automáticos a buen precio..., veinte o treinta mil para los modelos más baratos, quizá
cincuenta o sesenta para los mejores. Todo lo que necesito son los motores. ¿Ve usted la
solución?

—No, señor Gellhorn.

La veía, pero deseaba que él la dijera.

—Está exactamente aquí. Tiene usted cincuenta y uno de ellos. Es usted un experto en
mecánica automatóvil, Jake. Tiene que serlo. Puede quitar usted un motor y colocarlo en otro
coche de modo que nadie se dé cuenta de la diferencia.

—Eso no sería ético precisamente.

—No causaría usted ningún daño a los coches. Les estaría haciendo un favor. Utilice sus coches
más viejos. Utilice ese antiguo Mat-O-Mot.

—Bueno, espere un momento, señor Gellhorn. Los motores y las carrocerías no constituyen
dos cuerpos separados. Forman una sola unidad.

Esos motores están acostumbrados a sus propias carrocerías. No se sentirían felices en otro
coche.

—De acuerdo, eso es algo a tener en cuenta. Es algo a tener muy en cuenta, Jake. Sería algo así
como tomar la mente de uno y meterla en el cráneo de otra persona. ¿Correcto? Supongo que
no le gustaría, ¿verdad?

—No lo creo, no.

—Pero supongamos que yo tomo su mente y la coloco en el cuerpo de un joven atleta. ¿Qué
opinaría de eso, Jake? Usted ya no es joven. Si tuviera la oportunidad, ¿no disfrutaría teniendo
de nuevo veinte años? Eso es lo que estoy ofreciéndoles a algunos de sus motores
positrónicos. Serán instalados en nuevas carrocerías del cincuenta y siete. Las más recientes...

Me eché a reír.
—Eso no tiene mucho sentido, señor Gellhorn. Algunos de nuestros coches puede que sean
viejos, pero están bien conservados. Nadie los conduce. Dejamos que hagan lo que quieran.
Están retirados, señor Gellhorn. Yo no desearía un cuerpo de veinte años si eso significara que
iba a tener que pasarme el resto de mi vida cavando zanjas sin tener nunca lo suficiente para
comer... ¿Qué piensas tú de eso, Sally?

Las dos puertas de Sally se abrieron y se cerraron con un chasquido amortiguado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Gellhorn.

—Es la forma que tiene Sally de echarse a reír.

Gellhom forzó una sonrisa. Supongo que pensó que estaba haciendo un chiste fácil. Dijo:

—Hablemos seriamente, Jake. Los coches están hechos para ser conducidos. Probablemente
no serán felices si nadie los conduce.

—Sally no ha sido conducida desde hace cinco años —dije yo—. A mí me parece feliz.

—Permítame dudarlo.

Se puso en pie y caminó lentamente hacia Sally.

—Hola, Sally. ¿Qué te parecería una carrera?

El motor de Sally aumentó sus revoluciones. Retrocedió.

—No la incordie, señor Gellhorn —dije—. Puede ponerse un poco nerviosa.

Dos sedanes estaban a un centenar de metros carretera arriba. Se habían detenido. Quizá, a su
manera, estaban observando. No me preocupaba por ellos. Mis ojos estaban clavados en Sally.

—Tranquila, Sally —dijo Gellhorn. Adelantó una mano y pulsó la manija de la puerta. Que no se
abrió, por supuesto—. Se abrió hace un minuto — dijo.

—Cerradura automática —dije yo—. ¿Sabe?, Sally tiene un sentido de la intimidad muy
desarrollado.

Soltó la manija, luego dijo, lenta y deliberadamente:

—Un coche con ese sentido de la intimidad no debería pasearse con la capota bajada.

Retrocedió tres o cuatro pasos, luego, rápidamente, tan rápidamente que ni siquiera pude dar
un paso para detenerle, corrió hacia delante y saltó dentro del coche. Cogió a Sally
completamente por sorpresa, porque, apenas se sentó, cortó el contacto antes de que ella
pudiera bloquearlo.

Por primera vez en cinco años, el motor de Sally estaba parado.

Creo que grité, pero Gellhom había girado el mando a «Manual» y lo había fijado allí. Puso de
nuevo en marcha el motor. Sally estaba viva de nuevo, pero ya no poseía libertad de acción.

Se dirigió carretera arriba. Los sedanes seguían todavía allí. Se dieron la vuelta y se apartaron,
no muy rápidamente. Supongo que se sentían desconcertados.

Uno de ellos era Giuseppe, de la fábrica de Miran, y el otro era Stephen.


Siempre estaban juntos. Los dos eran nuevos en la Granja, pero llevaban allí el tiempo
suficiente como para saber que nuestros coches simplemente no llevaban conductores.

Gellhorn avanzó a toda marcha, y cuando los sedanes se dieron cuenta finalmente de que Sally
no iba a disminuir su velocidad, de que no podía disminuir su velocidad, era demasiado tarde
para cualquier otra cosa excepto una acción desesperada.

La efectuaron, saltando uno hacia cada lado, y Sally pasó a toda velocidad entre ellos como un
rayo. Steve atravesó la verja que rodeaba el lago y consiguió detenerse en la blanda hierba a
no más de quince centímetros del borde del agua. Giuseppe dio unos cuantos botes por la
cuneta al otro lado y se detuvo con un sobresalto.

Había hecho que Steve volviera a la carretera, y estaba comprobando los daños que la verja
podía haberle ocasionado, cuando volvió Gellhorn.

Abrió la portezuela de Sally y salió. Inclinándose hacia atrás, cortó el encendido por segunda
vez.

—Ya está —dijo—. Creo que esto le habrá hecho mucho bien.

Dominé mi irritación.

—¿Por qué se lanzó por entre los sedanes? No había ninguna razón para ello.

—Esperaba que se apartarían.

—Eso es lo que hicieron. Uno de ellos atravesó la verja.

—Lo siento, Jake —dijo—. Pensé que se apartarían más rápido. Ya sabe cómo son las cosas. He
estado en muchos autobuses, pero he entrado en un automático particular tan sólo dos o tres
veces en mi vida, y ésta es la primera vez que conduzco uno. Eso se lo dice todo, Jake. El
conducir uno me dominó, y eso que soy un tipo más bien impasible. Se lo aseguro, no tenemos
que bajar más de un veinte por ciento del precio de tarifa para conseguir un buen mercado, y
conseguiremos unos beneficios de un noventa por ciento.

—¿Qué partiríamos?

—Al cincuenta por ciento. Y yo corro todos los riesgos, recuérdelo.

—De acuerdo. Ya le he escuchado. Ahora escúcheme usted a mí. —Alcé la voz debido a que
estaba demasiado irritado para seguir mostrándome educado—. Cuando usted cortó el motor
de Sally, le dolió. ¿Le gustaría a usted que le hicieran perder el conocimiento de una patada?
Eso es lo que le hizo usted a Sally, cuando cortó su motor.

—Vamos, Jake, está usted exagerando. Los automatobuses son desconectados cada noche.

—Seguro, y es por eso por lo que no quiero a ninguno de mis chicos y chicas en sus hermosas
carrocerías del cincuenta y siete, donde no sé qué trato van a recibir. Los buses necesitan
reparaciones importantes en sus circuitos positrónicos cada par de años. Al viejo Matthew no
le han tocado sus circuitos desde hace veinte años. ¿Qué puede ofrecer usted en comparación
a eso?

—Bueno, ahora está usted excitado. Supongamos que piensa en mi proposición cuando se
haya calmado un poco, y nos mantenemos en contacto.
—Ya he pensado en todo lo que tenía que pensar. Si vuelvo a verle de nuevo, llamaré a la
policía.

Su boca se hizo dura y fea.

—Espere un minuto, viejo —dijo.

—Espere un minuto, usted —repliqué— Esta es una propiedad privada, y le ordeno que salga
de ella.

Se alzó de hombros.

—Está bien, entonces adiós.

—La señora Hester se ocupará de que abandone usted la propiedad – dije— Procure que este
adiós sea definitivo.

Pero no fue definitivo. Lo vi de nuevo dos días más tarde. Dos días y medio, mejor dicho,
porque era cerca del mediodía cuando lo vi la primera vez, y era poco después de medianoche
cuando lo vi de nuevo.

Me senté en la cama cuando encendió la luz, y parpadeé cegado antes de darme exactamente
cuenta de lo que sucedía. Cuando pude ver, no necesité muchas explicaciones. De hecho, no
necesité ninguna explicación en absoluto. Llevaba una pistola en su puño derecho, con el
pequeño y horrible cañón de agujas apenas visible entre dos de sus dedos. Supe que todo lo
que tenía que hacer el hombre era incrementar la presión de su mano para dejarme como un
colador.

—Vístase, Jake —ordenó.

No me moví. Simplemente lo miré.

—Mire, Jake, conozco la situación —dijo—. Le visité hace dos días, recuérdelo. No tiene
guardias en este lugar, ni verjas electrificadas, ni sistemas de alarma. Nada.

—No los necesito —dije—. De modo que no hay nada que le impida marcharse, señor
Gellhorn. Yo, si fuera usted, lo haría. Este lugar puede convertirse en algo muy peligroso.

Dejó escapar una risita.

—Lo es, para alguien en el lado malo de una pistola de puño

—La he visto —dije—. Sé que tiene una.

—Entonces muévase. Mis hombres están aguardando.

—No, señor Gellhorn. No hasta que me diga qué es lo que desea, y probablemente tampoco
entonces.

—Le hice una proposición anteayer.

—La respuesta sigue siendo no.

—Ahora tengo algo que añadir a la proposición. He venido aquí con algunos hombres y un
automatobús. Tiene usted la posibilidad de venir conmigo y desconectar veinticinco de los
motores positrónicos. No me importa cuáles veinticinco elija. Los cargaremos en el bus y nos
los llevaremos. Una vez hayamos dispuesto de ellos, haré que reciba usted una parte
equitativa del dinero.

Dijo:

—Supongo que tengo su palabra al respecto.

No actuó como si pensara que yo estaba siendo sarcástico.

—La tiene.

—No —repetí.

—Si insiste usted en seguir diciendo no, lo haremos a nuestra manera.

Yo mismo desconectaré los motores, sólo que desconectaré los cincuenta y uno. Todos ellos.

—No es fácil desconectar motores positrónicos, señor Gellhorn. ¿Es usted un experto en
robótica? Aunque lo sea, sepa que esos motores han sido modificados por mí.

—Sé eso, Jake. Y para ser sincero, no soy un experto. Puede que estropee algunos motores
intentando sacarlos. Es por eso por lo que tendré que trabajar sobre todos los cincuenta y uno
si usted no coopera. Entienda, puede que me quede sólo con veinticinco una vez haya
terminado. Los primeros que saque probablemente serán los que más sufran. Hasta que le coja
la mano, ¿entiende? Y si tengo que hacerlo por mí mismo, creo que voy a poner a Sally como la
primera de la lista.

—No puedo creer que esté hablando usted en serio, señor Gellhorn.

—Completamente en serio, Jake —dijo. Permitió que sus palabras fueran rezumando en mi
interior—. Si desea ayudar, puede quedarse con

Sally. De otro modo, lo más probable es que ella resulte seriamente dañada.

Lo siento.

—Iré con usted —dije—, pero voy a hacerle otra advertencia. Va a verse metido en serios
problemas, señor Gellhorn.

Consideró aquello como muy divertido. Estaba riendo muy suavemente mientras bajábamos
juntos la escalera.

Había un automatobús aguardando fuera, en el sendero que conducía a los apartamentos del
garaje. Las sombras de tres hombres se alzaban a su lado, y los haces de sus linternas se
encendieron cuando nos acercamos.

—Tengo al tipo —dijo Gellhorn en voz baja———. Vamos. Subid el camión hasta arriba y
empecemos.

Uno de los otros se metió en la cabina del vehículo, y tecleó las instrucciones adecuadas en el
panel de control. Avanzamos sendero arriba, con el bus siguiéndonos sumisamente.

—No podrá entrar en el garaje —dije—. La puerta no lo admitirá. No tenemos buses aquí. Sólo
coches particulares.

—De acuerdo —dijo GeIlhorn—. Llevadlo sobre la hierba y mantenedlo fuera de la vista.
Pude oír el zumbido de los coches cuando nos hallábamos aún a diez metros del garaje.

Normalmente se tranquilizaban cuando yo entraba en el garaje. Esta vez no lo hicieron. Creo


que sabían que había desconocidos conmigo, y cuando los rostros de Gellhom y los demás se
hicieron visibles su ruido aumentó. Cada motor era un suave retumbar, y todos tosían
irregularmente, hasta el punto de que todo el lugar vibraba.

Las luces se encendieron automáticamente cuando entramos. Gellhorn no parecía preocupado


por el ruido de los coches, pero los tres hombres que iban con él parecieron sorprendidos e
incómodos. Todos ellos tenían aspecto de malhechores a sueldo, un aspecto que no era el
conjunto de unos rasgos físicos sino más bien una especie de cautela en la mirada y una
intimidación en su rostro. Conocía el tipo, y no me sentía preocupado.

Uno de ellos dijo:

—Maldita sea, están quemando gasolina.

—Mis coches siempre lo hacen —respondí rígidamente.

—No esta noche —dijo Gellhorn—. Apáguelos.

—Eso no es tan fácil, señor Gellhorn —dije.

—¡Hágalo! —gritó.

Me quedé plantado allí. Tenía su pistola de puño apuntada directamente hacia mí. Dije:

—Ya le he explicado, señor Gellhorn, que mis coches han sido bien tratados desde que llegaron
a la Granja. Están acostumbrados a ser tratados de esa forma, y se resienten ante cualquier
otra actitud.

—Tiene usted un minuto —dijo—. Guarde sus conferencias para otra ocasión.

—Estoy intentando explicarle algo. Estoy intentando explicarle que mis coches comprenden lo
que yo les digo. Un motor positrónico aprende a hacerlo, con tiempo y paciencia. Mis coches
han aprendido. Sally comprendió sus proposiciones hace dos días. Recordará usted que se
echó a reír cuando le pedí su opinión. Sabe también lo que usted le hizo a ella y a los dos
sedanes a los que apartó de aquella forma. Y los demás saben qué hacer respecto a los
intrusos en general.

—Mire, viejo chiflado...

—Todo lo que yo tengo que decir es... —Alcé mi voz—: ¡CogedIos!

Uno de los hombres se puso pálido y chilló, pero su voz se vio completamente ahogada por el
sonido de cincuenta y una bocinas resonando a la vez. Mantuvieron su intensidad de sonido, y
dentro de las cuatro paredes del garaje los ecos se convirtieron en una loca llamada metálica.

Dos coches avanzaron, sin apresurarse, pero sin error posible respecto a su blanco. Otros dos
coches se colocaron en línea con los dos primeros. Todos los coches estaban agitándose en sus
compartimientos separados.

Los malhechores miraron a su alrededor, luego retrocedieron.

—¡No se coloquen contra las paredes! —grité.


Aparentemente, aquel había sido su primer pensamiento instintivo.

Echaron a correr alocados hacia la puerta del garaje.

En la puerta, uno de los hombres de Gellhom se volvió y sacó una pistola de puño. El proyectil
aguja dejó tras de sí un delgado resplandor azul mientras avanzaba hacia el primer coche. El
coche era Giuseppe.

Una delgada línea de pintura saltó de la capota de Gluseppe, y la mitad derecha de su


parabrisas se cuarteó y se cubrió de líneas blancas, pero no llegó a romperse totalmente.

Los hombres estaban al otro lado de la puerta, corriendo, y los coches

se lanzaron a la noche en grupos de a dos tras ellos, haciendo que los hombres caigan, sin
aliento y medio muertos, resignados a que las ruedas pasen por encima de ellos y aplasten
todos sus huesos. Los coches no van a hacer eso. Entonces se darán la vuelta. Puede apostar,
sin embargo, a que sus hombres jamás volverán aquí en toda su vida. Ni por todo el dinero que
usted o diez como usted puedan ofrecerles. Escuche...

Apreté más fuerte su codo. Tendió el oído.

—¿No oye resonar las portezuelas de los coches? —pregunté.

Era un ruido débil y distante, pero inconfundible.

—Están riéndose —dije—. Están disfrutando con esto.

Su rostro se contorsionó, rabioso. Alzó su mano. Seguía sujetando su pistola de puño.

—Yo de usted no lo haría —le advertí———. Un automatocoche sigue aún con nosotros.

No creo que se hubiera dado cuenta de la presencia de Sally hasta entonces. Había acudido tan
silenciosamente. Aunque su guardabarros delantero derecho casi me rozaba, apenas oía su
motor. Debía de haber estado conteniendo el aliento.

Gellhorn gritó.

—No va a tocarle, mientras yo esté con usted. Pero si me mata... Ya sabe, usted no le gusta
nada a Sally.

Gellhorn volvió la pistola en dirección a Sally.

—Su motor es blindado —dije—, y antes de que pueda presionar su pistola una segunda vez,
ella estará sobre usted.

—De acuerdo —exclamó, y bruscamente dobló mi brazo violentamente tras mi espalda y lo


retorció de tal forma que a duras penas pude resistirlo.

Me sujetó manteniéndome entre Sally y él, y su presión no se aflojó—.

Retroceda conmigo y no intente soltarse, viejo chiflado, o le arrancaré el brazo de su


articulación.

Tuve que moverme. Sally avanzó junto a nosotros, preocupada, insegura acerca de lo que
debía hacer. Intenté decirle algo y no pude. Sólo podía encajar los dientes y gemir.
El automatobús de Gellhorn estaba todavía aguardando fuera del garaje. Me obligó a entrar en
él. Gellhorn saltó detrás de mí y cerró las puertas.

—Muy bien —dijo—. Ahora hablemos juiciosamente.

Yo estaba frotándome el brazo, intentando devolverlo a la vida, mientras estudiaba


automáticamente y sin ningún esfuerzo consciente el tablero de control del bus.

—Es un vehículo restaurado —observé.

—¿Ah, sí? —dijo, cáustico—. Es una muestra de mi trabajo. Recogí un chasis desechado,
encontré un cerebro que podía utilizar, y me monté un bus particular. ¿Qué hay con ello?

Tiré del panel de reparaciones y lo eché a un lado.

—¿Qué demonios? —exclamó—. Apártese de ahí.

El filo de su mano descendió paralizadoramente sobre mi hombro izquierdo. Me debatí.

—No deseo hacerle ningún daño a este bus. ¿Qué clase de persona cree que soy? Solamente
quería echarle una mirada a algunas de las conexiones del motor.

No necesité examinarlas detenidamente. Estaba hirviendo de furia cuando me volví hacia él.

—Es usted un maldito hijoputa —dije—. No tenía derecho a instalar usted mismo este motor.
¿Por qué no se buscó a un robotista?

—¿Cree que estoy loco? —preguntó.

—Aunque fuera un motor robado, no tenía usted derecho a tratarlo así.

Yo jamás trataría a un hombre de la forma en que ha tratado usted a ese motor. ¡Soldadura,
cinta y pinzas cocodrilo! ¡Es brutal!

—Funciona, ¿no?

—Por supuesto que funciona, pero tiene que ser un infierno para él.

Usted puede vivir con dolores de cabeza crónicos y artritis aguda, pero no

será algo que pueda llamarse vivir. Este vehículo está sufriendo.

—¡Cállese! —Por un momento miró a través de la ventanilla a Sally, que había avanzado hasta
tan cerca del bus como había podido. Se aseguró de que portezuelas y ventanillas estaban
cerradas—. Ahora vamos a salir de aquí, antes de que vuelvan los otros coches —dijo— Y nos
mantendremos alejados un cierto tiempo.

—¿Cree que eso va a servirle de mucho?

—Sus coches agotarán el combustible algún día, ¿no? Supongo que no los habrá transformado
usted hasta el punto que puedan reabastecerse por sí mismos. Entonces volveremos y
terminaremos el trabajo.

—Me buscarán —dije—. La señora Hester llamará a la policía.

Ya no se podía razonar con él. Se limitó a conectar el motor del bus. Se puso en marcha
bruscamente. Sally lo siguió.
Gellhom lanzó una risita.

—¿Qué puede hacer mientras esté usted aquí conmigo?

Sally también parecía ser consciente de aquello. Aceleró, nos adelantó y desapareció. Gellhorn
abrió la ventanilla contigua a él y escupió por la abertura.

El bus avanzaba traqueteante por la oscura carretera, con su motor rateando irregularmente.
Gellhorn redujo el alumbrado periférico hasta que solamente la banda fosforescente verde en
centro de la carretera, brillante a la luz de la luna, nos mantenía alejados de los árboles. No
había virtualmente ningún tráfico. Dos coches nos cruzaron yendo en la otra dirección, y no
había nadie en nuestro lado de la carretera, ni delante ni detrás.

Yo fui el primero en oír el golpetear de las portezuelas. Seco y cortante en medio del silencio,
primero a la derecha, luego a la izquierda. Las manos de Gellhom se estremecieron mientras
tecleaba rápidamente, ordenando mayor velocidad. Un haz de luz brotó de entre un grupo de
árboles y nos cegó. Otro haz nos ensartó desde atrás, al otro lado de una protección metálica
en la otra parte de la carretera. En un cruce, a cuatrocientos metros al frente, hubo un fuerte
chirriar cuando un coche se cruzó en nuestro camino.

—Sally fue a buscar a los demás —dije—. Creo que está usted rodeado.

—¿Y qué? ¿Qué es lo que pueden hacer?

Se inclinó sobre los controles y miró a través del parabrisas.

—Y usted no intente hacer nada, viejo chiflado —murmuró.

No podía. Me sentía agotado hasta la médula. Mi brazo izquierdo ardía.

Los sonidos de motores se hicieron más fuertes y cercanos. Pude oír que los motores rateaban
de una forma extrañamente curiosa; de pronto tuve la impresión de que mis coches estaban
hablando entre sí.

Una cacofonía de bocinas brotó desde atrás. Me volví, y Gellhorn miró

rápidamente por el retrovisor. Una docena de coches estaban siguiéndonos sobre los dos
carriles.

Gellhorn lanzó una exclamación y una loca risotada.

—¡Pare! ¡Pare el vehículo! —grité.

Porque a menos de quinientos metros delante de nosotros, claramente visible a la luz de los
faros de dos sedanes en la cuneta, estaba Sally, con su esbelta carrocería atravesada en medio
de la carretera. Dos coches surgieron del arcén del otro lado a nuestra izquierda, manteniendo
una perfecta sincronización con nuestra velocidad e impidiendo a Gellhom salirse de su carril.

Pero él no tenía intención de salirse de su carril. Pulsó el botón de adelante a toda velocidad, y
lo mantuvo fuertemente apretado.

—No va a engañarme con ese truco —dijo—. Este bus pesa cinco veces más que ella, viejo
chalado, de modo que simplemente vamos a echarla fuera de la carretera como un gatito
muerto.
Sabía que podía hacerlo. El bus estaba en manual, y el dedo de Gellhorn apretaba fuertemente
el botón. Sabía que iba a hacerlo.

Bajé la ventanilla, y asomé la cabeza.

—¡Sally! —grité— ¡Sal del camino! ¡Sally!

Mi voz se ahogó en el agónico chirrido de unos tambores de freno espantosamente


maltratados. Me sentí arrojado hacia delante, y oí a Gellhorn soltar el aliento en un jadeo.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

Era una pregunta estúpida. Nos habíamos detenido. Eso era lo que había ocurrido. Sally y el
bus estaban a metro y medio de distancia el uno del otro. Con cinco veces su peso lanzado
contra ella, no se había movido ni un milímetro. Vaya valor.

Gellhorn zarandeó violentamente el interruptor de manual.

—Tiene que funcionar —murmuraba una y otra vez—. Tiene que funcionar.

—No de la forma en que conectó usted el motor, experto —dije—

Cualquiera de los circuitos puede pasar por encima de los demás.

Me miró con una desgarrante ira, y un gruñido brotó de lo más profundo de su garganta. Su
pelo estaba pegado a su frente. Alzó el puño.

—Éste es el último consejo que va a ser capaz de dar, viejo chiflado.

Y supe que la pistola de agujas estaba a punto de ser disparada.

Apreté la espalda contra la portezuela del bus mientras observaba alzarse el puño, y entonces
la portezuela se abrió y caí hacia atrás fuera del vehículo y golpeé el suelo con un sordo
resonar. Oí la puerta cerrarse de nuevo con un chasquido.

Me puse de rodillas y alcé la vista a tiempo para ver a Gellhorn luchar fútilmente contra la
ventanilla que se estaba cerrando, luego apuntar rápidamente su pistola de puño hacia el
cristal. Nunca llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un tremendo rugir y Gellhom se
vio lanzado hacia atrás.

Sally ya no estaba bloqueando el camino, y observé las luces traseras del bus alejarse por la
carretera hasta perderse de vista.

Me sentía agotado. Me senté allí, en medio de la carretera, y apoyé la cabeza sobre mis brazos
cruzados, intentando recuperar el aliento.

Oí un coche detenerse suavemente a mi lado. Cuando alcé la vista, comprobé que era Sally.
Lentamente -cariñosamente, me atrevería a decir-, su puerta delantera se abrió.

Nadie había conducido a Sally desde hacía cinco años –excepto Gellhorn, por supuesto-, y yo
sabía lo valiosa que era para un coche esta libertad. Aprecié el gesto, pero dije:

—Gracias, Sally, tomaré uno de los coches más nuevos..

Me puse en pie y me di la vuelta, pero diestramente, casi haciendo una pirueta, ella se colocó
de nuevo ante mí. No podía herir sus sentimientos.
Subí. Su asiento delantero tenía el delicado y suave aroma de un automóvil que se mantiene
siempre inmaculadamente limpio. Me dejé caer en él, agradecido, y con una suave, silenciosa y
rápida eficiencia, mis chicos y chicas me condujeron a casa.

La señora Hester me trajo una copia de la comunicación radiofónica al día siguiente por la
mañana, presa de gran excitación.

—Se trata del señor Gellhorn —dijo—. El hombre que vino a verle.

Temí su respuesta.

—¿Qué ocurre con él?

—Lo encontraron muerto —dijo—. Imagine. Simplemente muerto, tendido en una zanja.

—Puede que se tratara de algún desconocido —murmuré.

—Raymond J. Gellhom —dijo secamente—. No puede haber dos, ¿verdad? La descripción


concuerda también. ¡Señor, vaya forma de morir!

Encontraron huellas de neumáticos en sus brazos y cuerpo. ¡Imagine! Me alegra que


comprobaran que había sido un bus; de otro modo igual hubieran venido a fisgonear por aquí.

—¿Ocurrió cerca de aquí? —pregunté ansiosamente.

—No... Cerca de Cooksville. Pero Dios mío, léalo usted mismo ¿Qué le ha ocurrido a Giuseppe?

Di la bienvenida a aquella diversión. Giuseppe aguardaba pacientemente a que yo terminara el


trabajo de reparación de su pintura. Su parabrisas ya había sido reemplazado.

Después de que ella se fuera, tomé la trascripción. No había ninguna duda al respecto. El
doctor había informado que la víctima había corrido mucho y estaba en un estado de
agotamiento total. Me pregunté durante cuántos kilómetros habría estado jugando con él el
bus antes de la embestida final. La trascripción no mencionaba nada de eso, por supuesto.

Habían localizado al bus, y habían identificado las huellas de los neumáticos. La policía lo había
retenido y estaba intentando averiguar quién era su propietario.

Había un editorial al respecto en la trascripción. Se trataba del primer accidente de tráfico con
víctimas en el estado aquel año, y el editorial advertía seriamente en contra de conducir
manualmente después del anochecer.

No había ninguna mención de los tres compinches de Gellhorn, y al menos me sentí


agradecido por ello. Ninguno de nuestros coches se había visto seducido por el placer de la
caza a muerte.

Aquello era todo. Dejé caer el papel. Gellhom había sido un criminal. La forma en que había
tratado al bus había sido brutal. No dudaba en absoluto de que merecía la muerte. Pero me
sentía un poco intranquilo por la forma en que había ocurrido todo.

Ahora ha pasado un mes, y no puedo apartar nada de aquello de mi mente.


Mis coches hablan entre sí. Ya no tengo ninguna duda al respecto. Es como si hubieran
adquirido confianza; como si ya no les importara seguir manteniendo el secreto. Sus motores
tartajean y resuenan constantemente.

Y no sólo hablan entre ellos. Hablan con los coches y buses que vienen a la Granja por asuntos
de negocios. ¿Durante cuánto tiempo llevan haciendo eso?

Y son comprendidos también. El bus de Gellhorn los comprendió, pese a que no llevaba allí
más de una hora. Puedo cerrar los ojos y revivir aquella carrera, con nuestros coches
flanqueando al bus por ambos lados, haciendo resonar sus motores hasta que él comprendió,
se detuvo, me dejó salir, y se marchó con Gellhorn.

¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhorn? ¿O fue idea suya?

¿Pueden los coches tener ese tipo de ideas? Los diseñadores motores dicen que no. Pero ellos
se refieren a condiciones normales. ¿Lo han previsto todo?

Hay coches que son maltratados, todos lo sabemos.

Algunos de ellos entran en la Granja y observan. Les cuentan cosas.

Descubren que existen coches cuyos motores nunca son parados, que no son conducidos por
nadie, cuyas necesidades son constantemente satisfechas.

Luego quizá salgan y se lo cuenten a otros. Tal vez la noticia se esté difundiendo rápidamente.
Quizás estén empezando a pensar que la forma en que son tratados en la Granja es como
deberían ser tratados en todo el mundo. No comprenden. Uno no puede esperar que
comprendan acerca de legados y de los caprichos de los hombres ricos.

Hay millones de automatóviles en la Tierra, decenas de millones. Si se enraíza en ellos el


pensamiento de que son esclavos, que deberían hacer algo al respecto... Si empiezan a pensar
de la forma en que lo hizo el bus de Gellhorn.

Quizá nada de esto suceda en mi tiempo. Y luego, aunque ocurra, deberán conservar pese a
todo a algunos de nosotros que cuidemos de ellos, ¿no creen? No pueden matarnos a todos.

O quizá sí. Es posible que no comprendan la necesidad de la existencia de alguien que cuide de
ellos. Quizá no vayan a esperar.

Cada mañana me despierto, y pienso: Quizá hoy...

Ya no obtengo tanto placer de mis coches como antes. Últimamente, me doy cuenta de que
empiezo incluso a rehuir a Sally.
LA MENTE ALIEN - Philip K. Dick

Inerte en las profundidades de su cámara theta, oyó el tono débil y después la sensivoz.

—Cinco minutos.

—De acuerdo —dijo, y se esforzó por salir de su sueño profundo. Tenía cinco minutos para
ajustar el curso de la nave; algo había funcionado mal en el sistema de autocontrol.

¿Un error de su parte? No era probable; nunca cometía errores. ¿Jasón Bedford cometer
errores? Jamás.

Mientras se dirigía tambaleante hacia el módulo de control, vio que Norman, a quien habían
enviado para divertirlo, también estaba despierto. El gato flotaba lentamente en círculos,
dándole golpecitos con las patas a una lapicera que alguien había dejado suelta.

Extraño, pensó Bedford.

—Creía que estarías inconsciente conmigo.

Revisó las lecturas del curso de la nave. ¡Imposible! Un quinto de pársec apartada de la
dirección de Sirio. Agregaría una semana a su viaje. Con hosca precisión reacomodó los
controles, después envío una señal de alerta a Meknos III, su destino.

—¿Problemas? —contestó el operador meknosiano. La voz era seca y fría, el monótono sonido
calculador de algo que a Bedford siempre lo hacía pensar en serpientes.

Explicó su situación.

—Necesitamos la vacuna —dijo el meknosiano—. Trate de mantener su curso.

Norman, el gato, flotó majestuosamente junto al módulo de control, tendió una zarpa, y
manoteó al azar; dos botones activados soltaron tenues bips y la nave cambió de curso.

—Así que tú lo hiciste —dijo Bedford—. Me humillaste ante la mirada de un alienígena.

Me redujiste a la imbecilidad de cara a la mente alien.

Atrapó el gato. Y apretó.

—¿Qué fue ese sonido extraño? —preguntó el operador meknosiano—. Una especie

de lamento.

Bedford dijo sereno:

—No queda nada por lamentar. Olvide que lo oyó.

Cortó la radio, llevó el cuerpo del gato al esfínter para la basura, y lo eyectó.

Un instante después había regresado a la cámara theta y, una vez más, se adormeció.

Esta vez no habría quien se metiera con los controles. Durmió en paz.

Cuando la nave amarró en Meknos III, el jefe del equipo médico alien lo recibió con un pedido
curioso.

—Nos gustaría ver su mascota.


—No tengo mascota —dijo Bedford. Lo cual, por cierto, era verdad.

—Según la planilla que nos enviaron por adelantado...

—Realmente no es asunto suyo —dijo Bedford—. Ya tienen la vacuna; despegaré en seguida.

—La seguridad de cualquier forma de vida es asunto nuestro —dijo el meknosiano—.

Revisaremos su nave.

—En busca de un gato que no existe —dijo Bedford.

La búsqueda resultó inútil. Con impaciencia, Bedford miró cómo las criaturas alienígenas
escrutaban cada depósito de almacenamiento y cada pasillo de su nave. Por desgracia, los
meknosianos encontraron diez bolsas de comida para gatos deshidratada.

En su propio idioma, se desarrolló una prolongada discusión.

—¿Ahora tengo permiso para regresar a la Tierra? —preguntó Bedford con aspereza

—. Tengo un horario ajustado.

Lo que los extraterrestres estaban pensando y diciendo no le importaba; sólo deseaba regresar
a la silenciosa cámara theta y al sueño profundo.

—Tendrá que pasar por el procedimiento de descontaminación A —dijo el jefe médico

meknosiano—. Para que ninguna espora o virus...

—Me doy cuenta —dijo Bedford—. Que lo hagan.

Más tarde, cuando la descontaminación quedó completa y estuvo de regreso en la nave para
activar el arranque, la radio sonó. Era uno u otro de los meknosianos; para

Bedford todos se veían iguales.

—¿Cómo se llamaba el gato? —preguntó el meknosiano.

—Norman —dijo Bedford, y apretó el botón de arranque. La nave se disparó hacia arriba y él
sonrió.
No sonrió, sin embargo, cuando descubrió que faltaba el suministrador de energía para su
cámara theta. Tampoco sonrió cuando tampoco pudo localizar la unidad de repuesto.

¿Se había olvidado de traerla?, se preguntó. No, decidió; no haría algo así. La sacaron ellos.

Dos años hasta llegar a Terra. Dos años de conciencia plena por su parte, privado del sueño
theta; dos años de sentarse o flotar o —como había visto en los holofilms de entrenamiento
para estado físico militar— enroscado en un rincón, totalmente psicótico.

Lanzó un pedido radial para regresar a Meknos III. Ninguna respuesta. Bueno, lo mismo daba.

Sentado en el módulo de control, encendió de un golpe la pequeña computadora interna y


dijo:

—Mi cámara theta no funcionará; la sabotearon. ¿Qué me sugieres hacer durante dos años?

HAY CINTAS DE ENTRETENIMIENTO DE EMERGENCIA

—Correcto —dijo—. Tendría que haberlo recordado. Gracias.

Apretó el botón indicado para que la puerta del compartimiento de cintas se abriera
deslizándose.

Ninguna cinta. Sólo un juguete para gatos, una bolsita en miniatura para presionar, que habían
incluido para Norman; nunca había alcanzado a dárselo. Por lo demás... estantes vacíos.

La mente alien, pensó Bedford. Misteriosa y cruel.

Hizo funcionar la grabadora de audio de la nave, y dijo con calma y con la mayor convicción
posible:

—Lo que haré es construir mis dos años siguientes alrededor de la rutina diaria.

Primero, están las comidas. Pasaré todo el tiempo posible planificando, preparando, comiendo
y disfrutando platos deliciosos. Durante el tiempo que me queda por delante, probaré toda
combinación posible de víveres.

Tambaleante, se paró y se dirigió al enorme armario contenedor de comida.

Mientras se quedaba con los ojos muy abiertos ante el armario apretadamente lleno,
apretadamente lleno de hilera tras hilera de envases idénticos, pensó: Por otro lado, no hay
mucho que hacer con una provisión de dos años de comida para gatos. En el sentido de la
variedad, ¿serán todos del mismo sabor?

Eran todos del mismo sabor.

FIN

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