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PRINCIPIOS DE SALUD NATURAL EN EL HOMBRE, EL ANIMAL Y EL ÁRBOL

Prandiología Patológica

Prologar la reedición de un libro que vuelve a ver la luz tras décadas


de oscurantismo, es un tremendo placer. Por lo que significa este
trabajo y por lo que representa su autor. El polifacético Arturo
Capdevila (poeta, dramaturgo, narrador, ensayista, abogado, juez,
profesor de filosofía y sociología, historiador), además de sobresalir
en tan exigentes y variados ámbitos, dejó un legado increíblemente
válido y preclaro, en un espacio del conocimiento del cual no era
originario, pero al que enriqueció con su talento.

Elogiado y reconocido por su intensa actividad literaria, irónicamente el trabajo


científico de Arturo Capdevila ha sido inversamente resistido e ignorado. Tal vez
por la ausencia de pergaminos formales en el campo de la salud y la nutrición.
Tal vez porque estaba demasiado adelantado a su época. Tal vez porque sus
enunciados desafiaban al saber establecido y los dogmas imperantes. Tal vez
porque aceptar sus fundamentadas verdades lesionaba demasiados intereses y
obligaba a cambios profundos. Tal vez por la suma de todos estos factores. Lo
cierto es que ha llegado el momento de hacer justicia con esta lúcida y señera
mente cordobesa. Seguramente hoy los cerebros están más abiertos y los
tiempos maduros para valorar su evolucionado mensaje.

Tal vez la “herejía” que cometió Capdevila, fue desafiar abiertamente la visión
de su época, desde un ámbito extra disciplinario. Seguramente por ello fue
“inquisidoramente” cuestionado, al punto de haber sido sus libros, objeto de
quema en plazas públicas de la provincia de Santa Fe, cuyos intereses lácteos
se percibían afectados. Seguramente el “fuego de la hoguera” fue avivado por
hombres de ciencia que se sentían mucho más perturbados que los humildes
productores tamberos.

La tarea de Capdevila no sólo apuntaba cañones contra la cultura láctea, sino


que desafiaba la propia concepción causal de la enfermedad. Aquella que medio
siglo después continúa estancada en el mismo pantano sin respuestas,
inculpando a genes, virus o el moderno estrés. Nunca visualizamos el terreno
como principal causa del desorden, al cual llamamos luego “enfermedad”
(alteración patológica de órganos) y que pretendemos resolver mediante
fármacos, antibióticos y vacunas milagrosas.

En épocas de tanta amenaza virulenta (dengue, gripe aviar, gripe porcina,


tuberculosis, sida), el mensaje preclaro de Capdevila se hace más necesario que
nunca, a modo de faro orientador en el abordaje de las nuevas problemáticas
que nos vamos generando los seres humanos, con nuestra miope forma de
visualizar la relación dinámica y maravillosa entre los seres vivos que habitan el
planeta. Resulta obvio que desde la visión reductiva y la percepción parcializada
de la realidad, no podremos nunca resolver los desafíos que nos agobian.

Capdevila es un ejemplo a seguir, en esto de construir un nuevo paradigma que


reemplace a los obsoletos cánones que permitimos nos sigan rigiendo. Si bien
trabajó en investigación médica, haciendo incluso detalladas experimentaciones
en animales que certificaban sus amigos científicos, el gran mérito de Capdevila
ha sido el de enlazar conceptos y evidencias de distintos orígenes, pero con el
mismo sentido común.

Personalmente creo que ése es el camino para remover estructuras arcaicas de


pensamiento. Por una cuestión evolutiva, las nuevas ideas y los soplos
renovadores suelen surgir de gente ajena al sistema y no condicionada por el
paradigma a remover. Es el caso de Don Arturo, que desde la sensibilidad
poética, tuvo la suficiente valentía para cuestionar lo que en aquellos años era
“ciencia y progreso”. Y soportó el costo del desprecio, en aras del supremo bien
común.

Si bien al término “prandiología” lo acuñó el Dr. Jacinto Moreno, fue sin dudas
Capdevila quién lo fundamentó y difundió como propio, con particular ahínco.
Este libro ha sido el segundo de sus “nueve mensajes prandiológicos”, que
vieron la luz en poco más de tres años, en modestas y olvidadas ediciones. Lo
precedió “La lepra” (julio 1960) y lo sucedieron “El cáncer” (julio 1961), “Tres
aberraciones metabólicas” (marzo 1962), “Pláticas médicas atenienses” (julio
1962), “Revisión microbiana” (abril 1963), “El niño enfermo” (setiembre 1963),
“La ciencia de la nutrición” (junio 1964) y “Las enfermedades mentales”
(octubre 1964).
Originado del vocablo latino “prandium” (comida importante del día), el
concepto de “prandiología” está relacionado al efecto dieto-patogénico del
alimento. Capdevila lo relaciona adecuadamente con el aforismo “cada uno
ingiere la enfermedad que padece”, no dejando lugar a dudas que la salud o la
enfermedad del ser vivo (hombre, animal, planta) es un efecto de su nutrición,
coincidiendo con el hipocrático “que el alimento sea tu medicina”.

Como historiador y sociólogo, su riguroso análisis de la América precolombina y


de aquello que ocurrió luego de la conquista, cobra un gran valor,
convirtiéndose en una evidencia incontrastable. Antes de la conquista, los
indígenas americanos eran saludables y longevos. Sorprendidos, los españoles
comenzaron a buscar la misteriosa “fuente de la eterna juventud” que
justificara tamaña población centenaria. En las distintas latitudes, había un
común denominador en la dieta de los pueblos originarios: frutas, verduras,
raíces, semillas, pescados y algún que otro pequeño animal salvaje. Bebían
leches vegetales obtenidas a partir de yuca, mandioca, maíz o cocos.
Consumían un pan de mandioca que cautivó a los españoles, pues lo hallaron
más rico y digerible que el pan de trigo que traían del Viejo Mundo. No existían
los corrales de cría ni los cuadrúpedos proveedores de carne o leche. Búfalos o
cebúes formaban parte de la fauna salvaje y los pobladores indígenas no hacían
uso de ellos en su alimentación.

Pero con el segundo viaje de Colón llegaron “vacas, caballos, ovejas, cabras,
porcinos y asnos”. Animales que, habituados a la parquedad de la vegetación
hispana, encontraron aquí brutal estímulo reproductivo, ante tamaña
exuberancia de pasturas y alimentos. Valga el dato anecdótico que aporta la
obra, refiriendo que “una sola vaca dio lugar a 800 reses en apenas dos
décadas de espontánea multiplicación”. O aquella referencia que sitúa el inicio
de la proficua ganadería argentina, a partir de 7 vacas y un toro que ingresan al
país en 1540, procedentes de Andalucía.

Y con los cuadrúpedos de interés pecuario, los españoles trajeron los conceptos
del corral y del ordeñe, que implantaron rápidamente junto a otros elementos
culturizantes de dudosa significación, como el trigo, la lechería, la codicia y la
avidez por los metales preciosos. A través del cautivante “Testimonio zoológico
de América”, Capdevila demuestra la relación indisoluble entre el shock
provocado en los indígenas por los violentos cambios alimentarios introducidos
y las primeras epidemias virales americanas (Santo Domingo en 1518 y Méjico
en 1527).

En el imaginario colectivo, quedó aquello que las epidemias habían sido


rápidamente contagiadas por los conquistadores, frente a una inexistente
inmunidad por parte de los nativos. Si así hubiese sido, no habrían pasado
tantos años hasta llegar a la pandemia. Y otro dato valioso que aporta el autor:
los chamanes nativos, diestros en cuidar la salud de su pueblo y en resolver sus
problemas (fracturas, heridas, infecciones intestinales), no sabían cómo abordar
los problemas de vías respiratorias (clásico efecto del consumo lácteo y caldo
de cultivo de las afecciones virales) pues era un problema inexistente para
ellos. Hasta que llegaron las vacas y las cabras y los ordeñes y los cambios
alimentarios.

También Capdevilla explica y relaciona la cuestión de la fiebre amarilla,


aparecida por primera vez en el puerto de Cádiz en 1700, exonerando al
mosquito como responsable y reubicando prandiológicamente las cargas sobre
el chocolate, que rápidamente se difundió a través de los puertos europeos, al
igual que la también llamada “peste portuaria”. Irónicamente los nativos
americanos disfrutaban de su bebida energética (cacao, agua y vainilla) sin
acusar malestar alguno. Pero los europeos decidieron “mejorar” el producto,
combinándolo con leche y azúcar, haciéndose ávidos consumidores y
padecedores del consiguiente colapso hepatobiliar, al que llamaron “peste”.

Y así continúa Don Arturo enhebrando esta apasionante relación de hechos,


que explica de modo renovador y holístico, el verdadero origen causal de
enfermedades humanas y animales (sífilis, brucelosis, tuberculosis, rabia,
cólera), directamente relacionadas a la cultura del corral y del ordeñe. Y sobre
todo con la productiva pero nefasta propagación de la “moderna” estrategia
veterinaria (siglo XIX) de alimentar antinaturalmente los rodeos con derivados
lácteos y comida procesada.

Pero Capdevila no se limitó a la antigüedad. También hurgó y cuestionó en el


raquitismo de su época, demostrando la relación directa entre esta debilidad
ósea y las zonas de mayor consumo lácteo del continente. Al mismo tiempo
mostraba la ausencia de raquitismo en áreas de baja o inexistente ingesta
lactífera. Tampoco se confinó a las cuestiones humanas y animales, sino que
amplió su concepto prandiológico a problemas vegetales, abordando
interesantes investigaciones sobre epidemias en los naranjales litoraleños o los
castañares europeos, asociadas a la “suciedad excrementicia” proveniente de
los corrales suministradores de abono.

Como parte del prandiológico enfoque causal de problemas humanos, animales


y vegetales, Capdevila también aborda aquí esenciales cuestiones nutricias de
nuestra especie, moviéndose con gran soltura en las polémicas carencias de
hierro y calcio. “No se yuxtapone calcio al organismo como quién acumula cal
con destino a un edificio” eran preclaras advertencias que hoy suenan de
avanzada, pero que a mediados del siglo pasado sonaban a sacrilegio. Ni hablar
de su vanguardista visión que interrelacionaba lácteos, hierro y tuberculosis,
que tanta antipatía científica le generó.

A toda su sagacidad y su pormenorizada tarea investigativa, Don Arturo


adiciona su particular y poético estilo, tan impregnado del español ilustrado,
generando una síntesis única y llamativa para quienes estamos acostumbrados
a los fríos textos tecnicistas. Precisamente en su obra “Revisión Microbiana”,
Capdevila comunica su sentir profundo al abordar un experimento clave con
animales. “Yo no procedo ciertamente de los fríos laboratorios ni de las
lúgubres salas de vivisección exploratoria. Yo procedo de otros ambientes: de la
pura atmósfera de la sensibilidad poética, como también de esa otra del sentido
religioso de la responsabilidad. Por eso, bien que me resignara a seguir por la
senda obligada, era con mucha mortificación como cumplía esa parte de mi
destino. Sin duda, el hombre de ciencia espera muchos bienes para la salud de
esos experimentos odiosos. Es muy seguro también que al sentimiento de la
piedad se añadiese también el de mi angustiosa urgencia por acortar el camino,
dado mis muchos lustros. Tales activas fuerzas me venían trabajando el espíritu
hasta que se definió en mi mente la ideal del microbio provocado, capaz de
ofrecer un horizonte inmenso a la investigación”.

Así prologaba Don Arturo un experimento que describe detalladamente en su


“sexto mensaje prandiológico” y que demostraba la validez de sus enunciados
previos, como los ilustrados en este libro. Con el auxilio investigativo y
documental del Dr. Thorleif Kiserud, Capdevila dejó de lado experiencias en
cobayos y trabajó sobre un animal omnívoro, en teoría inmune a la
tuberculosis, enfermedad pandémica y preocupante en su época. Un perro
joven y saludable fue alimentado con dieta “humanizada” y básicamente láctea:
flanes, manteca, queso, dulce de leche, helados, etc. Tras una lógica resistencia
inicial, el animal aceptó este tipo de alimentos y pereció 40 días más tarde. Si
bien esto podría parecer lógica consecuencia de semejante nutrición, lo
trascendente que corroboró luego el microscopio, fue la aparición del temido
bacilo de Koch, en clara demostración de una patología prandiológicamente
inducida. Todo un hallazgo, aún hoy revolucionario, en épocas de tanta gripe
aviar, dengue o peste porcina que nos atemoriza.

En buena hora que Editorial Buena Vista recupere esta obra clave de nuestro
patrimonio cultural. Por alguna razón, recién ahora vuelve a ver la luz este
mensaje preclaro y de avanzada. Seguramente hoy los cerebros están más
abiertos y los tiempos maduros para valorar el vanguardista legado de
Capdevila. Al menos eso deseamos. Y eso es justamente lo que necesita
nuestra sufriente sociedad. Porque como bien dijo Don Arturo, “de haberse
respetado la ley natural, reinaría la salud en las extensiones de la tierra, pues la
salud, y no la enfermedad, es la natural ley del mundo”.
Néstor Palmetti
Técnico en Dietética y Nutrición Natural
Abril de 2009

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