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Nosotros Despues de Las Doce - Laia Soler PDF
Nosotros Despues de Las Doce - Laia Soler PDF
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That’s Life,
FRANK SINATRA
A quienes aún creen en la magia
y a quienes la crean todos los días.
Contenido
Portadilla
Créditos
Cita
Dedicatoria
Aurora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Agradecimientos
Puck
Aurora.
«Estaba sola.»
«Ahí estaré.»
El verano ya se ha aposentado
oficialmente en el valle y, con él,
también los forasteros. Los tres días que
han pasado desde la fiesta de
bienvenida son más que suficientes para
que unos cuantos ya se sientan a gusto
entre nosotros.
Esta noche, las cuatro mesas de las
cuatro quintas con caravana se han
unido para crear una única mesa a la
que todo el mundo ha aportado algo.
Esta es otra de las tradiciones no
escritas de Valira: las noches de
domingo de verano son para pasarlas en
las caravanas, compartiendo comida y
bebida. Yo llevo cruasanes y rosquillas
que han sobrado de la pastelería. Da
igual que empiecen a estar resecos;
cuando Eric, de la quinta del 2000, me
ve aparecer con dos bolsas tan grandes
como mi cabeza, da un grito para avisar
de que el postre ya ha llegado.
Dejo las bolsas en el centro de la
mesa para que Eric pueda repartir los
dulces en platos y me abro paso hasta
nuestra caravana.
—¿Has visto cuánta gente? —
exclama Ona en cuanto me ve.
Lleva unos pantalones ajustados y
una camiseta de tirantes de un color
rojo intenso, el mismo tono que sus
labios. Para quienes la conocemos,
sabemos que sus labios son siempre un
indicador de sus intenciones: si los lleva
pintados, quiere algo. A alguien, para
ser más precisos. Y por la forma en que
hace bailar sus ojos entre la multitud de
forma disimulada, sé que no me
equivoco, y que ese alguien no es
cualquiera.
—¿A quién buscas?
—A nadie.
Miro a Paula, que está apoyada en la
caravana con los ojos fijos en el móvil
que tiene entre las manos.
—¿A quién busca?
Paula levanta la mirada y sonríe.
—George. Veinticinco años, irlandés,
alto, rubio, ojos azules, camarero en el
Grand Resort.
La ficha completa que utilizamos
para identificar a los forasteros:
nombre, nacionalidad, aspecto físico,
ocupación y datos extra.
—No le estoy buscando —dice Ona.
Paula finge no haberla oído.
—Ona le tiró los trastos en la fiesta
de bienvenida y él se hizo el sueco, así
que… —deja la frase en el aire. Quien
conozca a Ona sabe cómo sigue: así que
ahora han pinchado su orgullo y no
parará hasta conseguir lo que quiere.
Decido cambiar de tema, porque los
labios de Ona se están curvando
peligrosamente hacia abajo. Ona es
impredecible cuando se enfada, por lo
que es preferible no despertar a la bestia
y tener una buena noche.
—¿Y los demás?
Es la forma perfecta de saber dónde
está Teo sin preguntar por él.
—Pau y Bardo están viniendo, Teo
está en la caravana buscando un
sacacorchos, y… —Ona investiga la
multitud hasta que señala un chico alto
y rubio que está de espaldas a nosotras
—, Erin está ahí, con Grég.
Antes de que tenga tiempo a decir
nada, Ona clava la vista en alguien que
está a mis espaldas y abre los ojos
desmesuradamente. Debe de haber
avistado a su objetivo, porque se levanta
de un salto.
—Ahora vuelvo.
Esas palabras mágicas hacen que
Paula se guarde el móvil en el bolsillo y
regrese al mundo real.
—Te acompaño.
Me sonríe al pasar a mi lado y, sin
más, ambas se alejan hacia la gran
mesa. No me espero a ver a quién van a
buscar, porque no vale la pena
conocerlo. No durará mucho. Ona
pierde el interés con facilidad; cuando
el tal George le haga ni que sea una
pizca de caso, el cuento se habrá
terminado.
Aunque la puerta de la caravana está
abierta, llamo antes de entrar. Es una
vieja costumbre que nunca voy a
perder. Este es un terreno peligroso;
nunca sabes a quién te puedes
encontrar dentro, con quién o haciendo
qué. Y no hablo de sexo. El peor
recuerdo que guardo de esta caravana
es la imagen de Pau y Bardo con trece
años haciendo un concurso de pedos.
Ni a mí ni a mis náuseas nos pareció tan
gracioso como a ellos.
La sensación que invade mi
estómago es muy diferente en esta
ocasión. Me aterra pensar que eso de
que la belleza está en los ojos de quien
mira pueda ser verdad. Si es así, estoy
jodida, porque hoy Teo me parece más
atractivo que nunca.
Nunca, bajo ningún concepto, lo
admitiré en público, pero tenía razón:
su pelo funciona. El contraste con la
sombra que crea su barba incipiente
resulta tan atractivo que me cuesta
mantenerme quieta.
No le doy tiempo a saludar. Antes de
que pueda reaccionar, subo los dos
escalones que nos separan y le beso. Un
beso inesperado que se rompe en miles
cuando sonríe.
—Yo también te he echado de
menos —dice.
—¿Quién ha dicho que te haya
echado de menos?
Le atraigo contra mí hasta que nos
quedamos apoyados en la mesa. Teo
me abraza. Sus manos se pierden bajo
mi camiseta y sus labios recorren mi
cuello. Siento que me susurra algo al
oído, pero no consigo entender lo que
dice. Todos mis sentidos están puestos
en mi piel.
Podría pasarme toda la noche aquí.
Podría cerrar la puerta, aislarnos del
mundo y simplemente perderme en
Teo y dejar que él me encuentre.
Él me lee la mente:
—¿Quieres que cierre la puerta?
Tengo aquí la llave.
Sé lo que está preguntando con eso,
y aunque la respuesta es que sí quiero,
mi parte racional hace acto de presencia
en el momento más oportuno. No es ni
el lugar ni el momento; no en esta
caravana y, definitivamente, no cuando
al otro lado de las paredes están todos
nuestros amigos y media Valira.
Así que me aparto unos centímetros
de él, intentando buscar un poco del
aire que me falta, y susurro:
—Creo que deberíamos salir.
—Me gusta cómo piensas. Vámonos
de aquí.
—Quería decir que salgamos fuera,
con la gente.
Él hace una mueca teñida de un
escándalo fingido.
—Aurora, no soy… de esos. No me
va el exhibicionismo.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Plan C: Vámonos de aquí.
—No.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque no, Teo, porque…
—¿Me estás dando calabazas,
Aurora? ¿Como Cenicienta?
No consigo evitar reírme, a pesar de
que esa película es probablemente la
que más odio de todo el repertorio
infantil, con el permiso de La Bella
Durmiente. Intento recuperar mi
convicción para hablar, porque sin ella
la batalla está perdida.
—Hoy no.
—¿Por qué?
—Porque la gente habla, Teo, y no
quiero que le lleguen rumores a mi
abuelo.
La culpa me pellizca el estómago
cuando le menciono.
—De acuerdo. Salgamos.
Aun cuando no es realmente lo que
ninguno de los dos desea hacer, eso es
lo que hacemos.
—Voy a darles esto —me dice,
mostrándome el sacacorchos que ha
cogido de la caravana.
Aprovecho la ocasión para perderme
entre la gente. Saludo a amigos y
conozco a forasteros cuya cara aún no
he retenido hasta que me encuentro
con Ona y Paula. Están hablando con
un grupo de forasteros y, por cómo se
acerca Ona al más alto de ellos, está
claro que está intentando separarlo de
la manada para atacar. Cuando me
aburro de escucharles hablar sobre lo
interesante que es poder vivir en el
extranjero durante todo un verano, me
despido y vuelvo a adentrarme en la
marea.
Intento evitar a toda costa a Teo,
porque sé que si me acerco insistirá para
que nos marchemos de aquí, y no
quiero tener que negarme otra vez,
sobre todo porque no sé si seré capaz de
hacerlo. Cada vez que nuestras miradas
se encuentran entre la gente, debo
repetirme por qué es mala idea que nos
vean juntos. Demasiado juntos, quiero
decir.
—Se te está comiendo con los ojos.
De entre todas las personas que
habría esperado que me dijeran eso al
oído desde la espalda, Erin era la última
opción.
Hace rato que me he cansado de ir
de aquí para allá, así que he hecho una
montaña de comida encima de un plato
y me he sentado junto a nuestra
caravana para comer en silencio. Erin
me mira con los labios curvados en un
gesto pícaro que trepa hasta sus ojos. En
ellos acierto a ver algo diferente, un
brillo que lleva nombre francés y señala
mi escapatoria.
—¿Dónde has dejado a tu forastero?
—Au, no me cambies de tema. —Se
sienta junto a mí y baja la voz hasta que
es apenas un susurro—: No tienes por
qué disimular.
Me resisto a volverme hacia ella; por
el rabillo del ojo la veo con la vista fija
en mí, y no me apetece enfrentarme a
eso. No me gusta hablar de lo que hago
o dejo de hacer, pero tampoco me
avergüenza hablar de estos temas ni soy
de las que se pone colorada en cuanto
se menciona a un chico. El problema no
es el qué, sino el quién. Hablar de Teo
con Erin no es la conversación que más
me apetece tener en estos momentos.
—¿Cómo se llamaba? ¿Stephen?
Sé perfectamente que no se llama así.
—Grég. Y Teo ya me lo ha contado
todo, así que…
—¿Todo?
—No todo, supongo. Mi hermano es
un caballero, aunque no lo parezca. Me
ha contado lo básico. Lo importante.
No quiero saber qué le ha contado
exactamente, porque no quiero
meterme en la intimidad de Teo y,
sobre todo, porque prefiero no saber lo
que piensa o lo que siente. Jugar a
ciegas es más interesante.
—¿Es que os lo contáis todo?
Erin se toma su tiempo antes de
responder.
—Somos mellizos —dice finalmente,
como si eso fuera explicación suficiente.
Incluso siendo hija única, sé que eso
no significa nada. Mi padre tiene un
hermano con el que no se habla; ahora
vive en Francia, Canadá o algún lugar
donde hablan francés. Hace siglos que
no le veo y años que su nombre no se
menciona en nuestra casa. La familia a
veces es poco más que un apellido
compartido.
—A veces está bien guardarse cosas
para uno mismo —digo. No sé cuánto
de esas palabras son realmente una
respuesta a Erin.
—¿Te molesta que me lo haya
contado?
—No —respondo enseguida para
borrar la preocupación que percibo en
su voz—. No, no es eso. Es solo que no
esperaba que te lo contara. No sabía
que tuvieseis ese tipo de relación.
—Las malas épocas unen a las
personas —dice. Con eso sí consigue
que me vuelva hacia ella. Me observa
sin parpadear, con esos ojos grandes y
claros tras los que ahora sé que hay
mucho más de esa sonrisa característica
de los Lluch. Sus labios dibujan una
línea indecisa e imperfecta, ni alegre ni
triste, y es ese gesto el que me
convence: Teo no solo le ha hablado de
nosotros.
Aprieto los labios para obligarme a
callar y darle a Erin el silencio que quizá
necesita para llenarlo con su propia
versión de la historia. A medida que los
segundos pasan sin que ella reaccione,
voy siendo consciente de que no va a
hacerlo. Por eso lo hago yo: quiero
decirle que estoy aquí sin romper el
encanto de este silencio tintineante, así
que estrecho su mano en la mía. Ella
sonríe y deja caer la mirada hacia el
suelo, donde reposa unos segundos
antes de levantar el vuelo como un ave
fénix.
La Erin de siempre vuelve a aparecer
a mi lado.
El momento ha pasado, así que le
suelto la mano y le ofrezco mi plato de
comida.
Ella coge una croqueta y le da un
mordisco.
—¿Ha pasado algo con las chicas?
En el código genético de los Lluch
debe de haber alguna malformación
que les obliga a preocuparse por mi
relación con ellas.
—¿Te ha dicho Teo que me
preguntes eso?
—No hace falta, Au. Antes no era
así. Antes salíamos siempre todas
juntas. Ahora tú nunca vienes. ¿Por
qué?
—Sí voy. Estoy aquí, ¿no? Y vengo
casi todas las noches.
—Cuando hacemos planes solas.
Desde que he vuelto, no has venido con
nosotras ni una sola vez.
—Erin, a diferencia de vosotras, yo
tengo que trabajar. —Mi voz suena
mucho más dura de lo que pretendo,
así que respiro hondo e intento
explicarme mejor—. Tengo que trabajar
en la pastelería de martes a domingo
todas las mañanas y ayudar a mi abuelo
con el carrusel.
—A mí eso me suena a excusa, Au.
¿Qué pasa? Sabes que puedes
decírmelo.
—No pasa nada.
Mi relación con las chicas siempre ha
sido la misma, solo que Erin no lo
recuerda porque cuando vivía en Valira
las cosas eran un poco diferentes.
Después se marchó y se llevó consigo el
pegamento que nos unía a las cuatro.
No es que de repente sobrara o me
dejaran de lado; simplemente, dejé de
tener razones de peso para ir con ellas.
Erin era lo que nos unía, la única a la
que yo no podía decir que no cuando
insistía para que las acompañara, así
que cambiamos nuestra rutina.
Por más que intento explicarle a Erin
que solo es una cuestión de química, no
lo entiende. Para Erin, la amiga de todo
el mundo, somos las mismas personas
que dejó aquí hace dos años. No le
entra en la cabeza que algo haya podido
cambiar.
—¿Y Teo? —pregunta cuando ve
que el tema de las chicas no da más de
sí.
—¿Qué pasa con él?
—Eso es lo que pregunto yo.
—Erin…
Dejo que mi tono de voz hable por
mí. Si lo interpreta, lo desdeña por
completo.
—¿Qué?
—Que no me resulta cómodo hablar
de esto contigo.
—¿Por qué no? —Suena ofendida.
—Porque es tu hermano.
—¿Y qué?
—No sé. ¿No deberías ponerte en
plan posesiva y odiarme o tirarme de los
pelos o algo así?
—Aún no he descartado esa opción
—se ríe ella—. Vamos, no seas
exagerada y cuéntame algo. Teo me ha
contado poca cosa y yo quiero detalles.
¿Quién dio el primer paso? ¿Hasta
dónde habéis…? No, eso no quiero
saberlo. ¿Te gusta?
No puedo evitar poner los ojos en
blanco. Esa pregunta parece sacada del
recreo de un colegio de primaria.
—Erin, no tenemos doce años.
—Tampoco ochenta. Me da igual
cómo te llame la gente, yo sé que tienes
sentimientos.
Y para demostrarme que no es tan
difícil, empieza a hablar de Grég.
Aunque yo estaba ahí, me cuenta cómo
le conoció durante el juego de La Fiesta
de Bienvenida. A partir de ese punto,
su discurso es como una novela
romántica: por cómo describe el día de
hoy, que han pasado haciendo
barranquismo con algunos forasteros
más, parece que haya encontrado a su
alma gemela.
Se le iluminan los ojos y su voz suena
más aguda de lo normal, y yo me
pregunto por qué no puedo sentirme así
mientras le hablo de Teo. A medida
que avanzo por nuestra breve historia,
voy olvidando que estoy hablando de
su hermano. Dejo en el tintero
pequeños detalles que quiero
guardarme para mí, porque hay cosas
que no deseo compartir. Las estrellas,
sus confesiones sobre Erin y las mías
sobre el abuelo. Hay cosas que son solo
nuestras.
Cuando termino de hablar, me
pregunto cómo sonará mi voz y si mis
ojos tendrán el mismo brillo que los de
Erin cuando habla de Grég, y por
primera vez pienso que estaría bien
sentir cómo se me encienden las
mejillas al hablar de un chico.
Sin darnos cuenta, dejamos de
hablar de Grég y de Teo, y nos
perdemos en anécdotas del colegio y
recuerdos de una infancia compartida
que ya creía olvidados.
Hablamos hasta que Paula, cansada
de tener que darles coba a los amigos
del chico al que intenta ligarse Ona,
viene a buscar nuestra compañía.
Antes de que nos levantemos, Erin
se inclina hacia mí y me susurra al oído:
—Te he echado de menos.
—Yo también.
Cuánto pesan esas palabras y cuánto
me ha costado darme cuenta de su
verdad.
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