¿ divisible, por encima de las dis- cordias de los partidos o las diferencias de los individuos, más allá de las formas de gobierno o de las peregrinas ocurren- cias de los ideólogos. Porque todo esto — individuos, partidos, formas de gobier- no e ideólogos— puede pasar o morir ( y de hecho pasa y muere) sin que la Patria muera. De ahí que sea intento miope o venal el pretender identificar a la Patria con cualquier cosa que no sea su mismo ser. Porque la Patria es algo permanente que se afirma en el pasado y se proyecta hacia el futuro, sin extinguirse con periorici- dad como las representaciones parlamen- tarias y sus antojos. El patriotismo no se engendra única- mente en el arraigo del hombre a la tierra, porque la raíz del árbol la penetra más profundamente y la garra del ani- mal se halla mejor dispuesta para afir- marse en ella, sin que a ninguno de los dos les duela aquello que llamamos Patria. El patriotismo es, por encima de todo, la voluntad de amor a un suelo donde una serie de circunstancias históricas han ordenado a una multitud de seres — dentro de una misma unidad espiritual — en el recuerdo vivo de una misma tra- dición, en el vínculo de una misma len- gua y en el imperio de una misma Fe. Es un sentimiento que manifiesta su más nítida calidad cuando su defensa no ofrece ya ventajas sino que arriesga a peligros, cuando la fidelidad a sus prin- cipios arroja a la intemperie, cuando en su nombre se rechaza el techo y el calor oficial abierto a todas las sumisiones o a todos los silencios. Se ama más a la Patria cuanto más se padece por ella, cuanto más su amor nos quita ventara y tranquilidad y cal- ma, cuando la soñamos más perfecta y estamos dispuestos a entregarlo todo para que así lo sea. Pero si el destino de la Patria se analiza desde el estrecho mirador de los inte- reses particulares, siempre flexibles como el junco, al soplo de cualquier viento que susurre ventajas, se dispone de ella como de cosa propia y se la arriesga a que arras- tre su luto en una historia sin honra. Porque a la Patria se la ama o se la de- clama. Se la ama en el secreto del alma o se la declama en la postura y el gesto. Se la ama con encendido amor en la vigilia y en el silencio, en los sueños juveniles de austeridad y grandeza y en en la vocación de historia, o se la de- clama, con largas tiradas de vieja es- cuela en busca del aplauso de la me- diocridad. Todo pueblo con tradición está formado en el molde de esa misma tradición y no por un solo instante de su vida. Así, en los tiempos de los grandes desenlaces — como los que corren h o y — en que el destino de la Nación Argentina puede peligrar por la frivolidad o el dolo de un presente ramplón, quienes se declaren representantes de su dignidad, han de convocar a concilio— para oír su voz — al ayer, que marcó rumbos e inició em- presas, y al mañana, hacia el cual vamos en ansia inquieta de inmortalidad. De lo contrario, nadie diga ser representante de tan limpios intereses, porque lejos de custodiarlos, los traiciona. Identificar a la Patria con los tópicos remanidos de mentalidades que se hallan en la última etapa de un proceso de desgaste, es tanto como condenarla a la agonía o a la servidumbre. N o otra cosa pretende quien busca ahogar la reacción clásica de una juventud— que a despe- cho de haber sido educada sin reveren- cia hacia nada que fuera principio fijo o norma superior —está resuelta, con ter- quedad viril, a recoger para sus altos ideales, en el día de la siega, cosecha de heroísmo.
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