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TITO LIVIO:

HISTORIA ROMANA

PROEMIO

Por mi parte, un provecho obtendré de este trabajo: el de abstraerme del espectáculo de los males
que por tantos años ha presenciado nuestro tiempo, ocupando por completo mi atención en el
estudio de la historia antigua, y viéndome libre de los temores que, sin apartar de la verdad al
escritor, consiguen sin embargo fatigarle.

Lo importante y lo que debe ocupar la atención de todos es conocer la vida y costumbres de los
primeros romanos, averiguar quiénes fueron los hombres y cuáles las artes, tanto en la paz como en
la guerra, que fundaron nuestra grandeza y la dieron impulso, y seguir, en fin, con el pensamiento la
insensible debilitación de la disciplina y aquella primera relajación de costumbres que, lanzándose
muy pronto por rápida pendiente, precipitaron su caída, hasta nuestros días, en que el remedio es tan
insoportable como el mal. Lo principal y más saludable en el conocimiento de la historia, es poner
ante la vista en luminoso monumento enseñanzas de todo género que parecen decirnos: “Esto
debes hacer en provecho tuyo ó en el de la república; esto debes evitar, porque es vergonzoso
pensarlo y vergonzoso hacerlo.” Por lo demás, ó mucho me engaña la afición á este trabajo, ó jamás
existió república más grande, más ilustre y abundante en buenos ejemplos: ninguna estuvo cerrada
por más tiempo al lujo y sed de riquezas, ni fué más constante en el culto á la templanza y la
pobreza; de tal manera acomodaba sus deseos á su riqueza. En nuestros días es cuando la opulencia
ha engendrado la avaricia, el desbordamiento de los placeres y un como deseo de perderlo todo en
el deleite y desenfreno.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO I

(1) De pie y vuelto el semblante hacia el Norte, morada de los dioses etruscos, el augur describía
con el lituus, bastón encorvado, una línea que pasaba sobre su cabeza de Norte á Mediodía,
cortando el cielo en dos regiones, siendo la favorable la del Este y la siniestra la del Oeste. Otra
línea cortaba en cruz la primera, y las cuatro regiones tomadas por estas dos líneas se subdividían
hasta el número de dieciséis. Todo el cielo dividido de esta manera por el lituus del augur quedaba
sometido á su observación y convertido en templo. Empleábase una fórmula para declarar formado
el templo, y lo mismo existía cuando lo designaban las palabras que cuando estaba rodeado de
muros, siendo sus límites igualmente sagrados é infranqueables. La entrada estaba siempre al
Mediodía y el santuario al Norte.

(Rómulo) ...entre otros signos distintivos que revelaban su poder, rodeóse de doce lictores. Créese
que eligió este número por el de los doce buitres que le presagiaron el imperio; pero me inclino á
creer como aquellos que, encontrando entre nuestros vecinos los etruscos la primera idea de los
aparitores y de esta clase de empleados públicos, así como la de la silla curul y de la toga pretexta,
opinan que debe buscarse en estas costumbres también el origen de este número.

(…) abrió un asilo en el paraje cerrado hoy por una empalizada en la vertiente del Capitolio, entre
los dos bosques. Esclavos y hombres libres, todos aquellos á quienes movía el deseo de novedades,
acudían en multitud á refugiarse allí, y aquel fué el primer apoyo de nuestra naciente grandeza.
Satisfecho de las fuerzas conquistadas, las sometió á ordenada dirección: estableció cien senado-
res, bien porque le pareciese suficiente el número, bien porque no encontrase más que mereciesen
aquel honor. I.o cierto es que se les llamó Padres, y este nombre se convirtió en título y honor; sus
descendientes se llamaron Patricios.

(Rapto de las sabinas) ...Una entre ellas, muy superior á sus compañeras por su apostura y belleza,
cuando la llevaba un grupo de las gentes de un senador llamado Talasio, como no cesaban de
preguntarles para quién la llevaban, con objeto de preservarla de toda ofensa contestaban sin
detenerse: «A Talasio;» siendo este el origen de esta palabra, que se pronuncia en las ceremonias
nupciales.

Mandaba en la fortaleza romana Spurio Tarpeyo, y seducida su hija con las dádivas de Tacio,
prometió entregar la fortaleza á los enemigos. Saliendo la joven, como por casualidad, fuera del
recinto para tomar agua, penetraron los sabinos y mataron á la doncella, ora para demostrar que
habían entrado por la fuerza, ora para dar á entender que nadie está obligado á guardar fe á los
traidores. Añádese que los sabinos, que llevaban en el brazo izquierdo pesados brazaletes de oro
y anillos guarnecidos de piedras preciosas, habíanse comprometido á pagar la traición con los
objetos que tenían en la mano izquierda; por cuya razón arrojaron sobre la joven los escudos en vez
de las joyas, ahogándola con su peso.

(…) para otorgar algún favor á los sabinos, tomaron los romanos de la ciudad de Cures el nombre
de Quirites; y el pantano en que estuvo á punto de perecer Curcio con su caballo, llamóse, en
memoria de la batalla, Lago de Curcio . Aquella dichosa paz, sucediendo repentinamente á tan
deplorable guerra, hizo á las sabinas más queridas á sus esposos y á sus padres, y especialmente á
Rómulo. Así fué que al dividir al pueblo en tres curias las dió el nombre de aquellas mujeres. Muy
superior era sin duda su número al de las curias, pero la tradición no nos dice si decidieron la
aplicación de los nombres la edad, el rango ó el de sus maridos. Creáronse en la misma época tres
centurias de caballeros, llamados, los de la primera, ramnenses, de Rómulo; los de la segunda,
ticienses, de Tito Tacio; la tercera centuria llamóse Lucera, ignorándose por qué razón. Desde aquel
momento no solamente fué común á los dos reyes el mando, sino que lo ejercieron con la mejor
armonía.

(Después de la muerte de Rómulo: Interregno) (…) Acordóse al fin que los cien senadores se
dividirían en diez decurias y que cada una de éstas confiriese a uno de sus individuos el ejercicio de
la autoridad. El poder era colectivo, pero uno solo ostentaba las insignias y marchaba precedido de
lictores. El mando solamente duraba cinco días, y cada uno lo ejercía á su vez. De esta manera
quedó suspendida la realeza durante un año, llamando á esta suspensión interregno, palabra
que todavía se usa hoy (…) Mas al abandonar al pueblo el poder, retuvieron en realidad más de lo
que concedían, porque sujetaron la elección del rey por el pueblo á la ratificación del Senado,
prerrogativa usurpada que se ha conservado hasta hoy en el Senado para la sanción de las leyes y
nombramientos para los cargos de la magistratura, aunque esto no es ya sino mero formalismo,
puesto que antes de que el pueblo vote, el Senado ratifica la decisión de los comicios, sea la que
quiera.

(Numa) … Más creíble es que Numa encontraba en sí mismo los principios de virtud á que se
ajustaba su espíritu, y que más que en escuelas extranjeras se instruyó en la viril y rigurosa
disciplina de los sabinos, que fueron el pueblo más austero de la antigüedad (…) Con este objeto
dedicó un templo á Jano, construyéndolo al pie del Argileto, y que fué símbolo de la paz y de la
guerra: abierto, llamaba á los ciudadanos á las armas; cerrado, anunciaba que reinaba la paz con
todos los pueblos vecinos. Dos veces se ha cerrado después del reinado de Numa; la primera bajo el
consulado de T. Manlio, al terminar la primera guerra púnica; la segunda, bajo César Augusto,
cuando, por la misericordia de los dioses, vimos, después de la batalla de Accio, restablecida la paz
con el mundo por mar y tierra (…) Ante todo, dividió el año, según el curso de la luna, en doce
meses; pero como cada revolución lunar no es regular de treinta días, y por lo tanto hubiese
quedado incompleto el año solar, suplió la falta con la interposición de meses intercalares (...)
Estableció también los días fastos y nefastos, presintiendo ya la utilidad de aplazamientos con el
pueblo.
Pensó en seguida en crear sacerdotes, aunque por sí mismo ejercía la mayor parte de las funciones
que desempeña actualmente el flamin dial. Pero previendo que esta ciudad belicosa tendría más
reyes semejantes á Rómulo que á Numa, reyes que hiciesen la guerra y marchasen personalmente á
ella; temiendo que los oficios de rey perjudicasen á los de sacerdote, creó un flamin con la misión
de no separarse jamás del altar de Júpiter, revistióle con augustas insignias, y le dió la silla curul,
parecida á la de los reyes. Añadióle otros dos flamines, consagrados uno á Marte y otro á Quirino.
En seguida fundó el colegio de las Vestales, sacerdocio tomado de los de Albano y que no era
extraño á la familia del fundador de Roma. (…) Creó otros doce sacerdotes, con el nombre de
salios, en honor de Marte Grandivo, dándoles por insignias togas bordadas, cubiertas en el pecho
por coraza de bronce; su misión era llevar los escudos sagrados, llamados ancilia, y discurrir por la
ciudad cantando versos y ejecutando danzas y movimientos de cuerpo particulares dedicados á esta
solemnidad. Nombró pontífice máximo á Numa Marcio, hijo del senador Marco, encargándole el
cuidado de todo lo referente á la religión, y dándole por escrito la prerrogativa de dirigir las
ceremonias religiosas, determinar la clase de víctimas, en qué días y en qué templos deberían
sacrificarse, de qué fondos se sufragarían los gastos, y últimamente jurisdicción sobre todos los sa-
crificios, tanto públicos como privados. De esta manera sabía el pueblo á quién consultar, y no
corría riesgo la religión de recibir ofensa por olvido de los ritos nacionales y la introducción de
otros extraños. No ordenaba solamente el pontífice máximo los sacrificios dedicados á los dioses
celestiales, sino que también los que se hacían á los manes y las ceremonias fúnebres, enseñando
también á distinguir, entre los prodigios anunciados por el rayo y otros fenómenos, aquellos que
exigían expiación. Para conocer la voluntad de los dioses, dedicó en la cumbre del monte Aventino
un templo á Júpiter Elicio y consultó á los dioses por medio de los augures acerca de los prodigios
dignos de atención (…) La Buena Fe tuvo un templo especial, disponiendo Numa que los sacerdotes
de este templo fuesen á él montados en un carro cubierto, tirado por dos caballos, y que durante las
ceremonias tuviesen las manos envueltas hasta los dedos, para dar á entender que debía protegerse
la buena fe, y que la mano es el símbolo y su asiento.

(Tulo Hostilio) Muerto Numa volvióse al interregno; mas el pueblo eligió rey á Tulo Hostilio, nieto
de aquel Hostilio que se distinguió contra los sabinos en el combate al pie de la fortaleza. El Senado
aprobó la elección; pero este príncipe, lejos de parecerse al anterior, tenía carácter más belicoso aún
que Rómulo. Su juventud, su vigor y la gloria de su abuelo enardecieron su valor, y persuadido de
que un estado se enerva en la inacción, por todas partes buscaba pretextos para la guerra.
(…) En todos los tratados varían las condiciones, pero la fórmula es igual (…) El fecial,
dirigiéndose á Tulo, dijo: “Oh rey! ¿me mandas concluir un tratado con el heraldo del pueblo
albano?” Y recibiendo respuesta afirmativa, añadió: “Yo te pido la hierba sagrada.” “Cógela,
contestó Tulo.” Entonces trajo el fecial de la fortaleza la hierba, y dirigiéndose otra vez á Tulo:
“Rey, dijo, ¿me nombras intérprete de tu voluntad y de la del pueblo romano, descendiente de
Quirino? ¿Aceptas los vasos sagrados y mis compañeros?” “Sí, respondió el rey; poniendo á salvo
mi derecho y el del pueblo romano.” El fecial era M. Valerio y creó heraldo (pater patratus) (2) á
Sp. Fusio tocándole la cabeza y el cabello con la verbena. El heraldo prestó juramento y sancionó el
tratado, empleando para ello larga serie de fórmulas sagradas que es inútil repetir aquí. Leídas las
condiciones, dijo el fecial: «Oye, Júpiter; oye, heraldo del pueblo albano; oye, pueblo albano: El
pueblo romano no será jamás el primero en violar las condiciones y las leyes. Las condiciones,
escritas en estas tablillas ó en esta cera, se os acaban de leer desde la primera á la última sin dolo
ni astucia. Desde hoy todos las conocen bien, y no será el pueblo romano el primero que se aparte
de ellas. Si ocurriese que por deliberación pública ó por indignos subterfugios fuese el primero en
infringirlas, entonces, oh Júpiter Máximo, hiérele como voy yo á herir á este puerco, y hazlo con
tanto más rigor cuanto más grande es tu poder.» Dicho esto, hirió con una piedra al puerco. Los
albanos por su parte repitieron las mismas fórmulas y pronunciaron el mismo juramento por boca de
su dictador y de sus sacerdotes.

(2) El pater patratus era el jefe del colegio de los Feciales

«Metto Suffecio, si pudieses aprender aún á guardar fe en los tratados, te dejaría vivir para que
recibieses esta lección; pero como tu carácter es incurable, que tu suplicio enseñe á los hombres á
creer en la santidad de las leyes que has violado. De la misma manera que has dividido tu corazón
entre Roma y Fidenas, así será dividido tu cuerpo.» Trajeron en seguida dos cuadrigas, y Tulo
mandó atarle á ellas; lanzados en seguida en opuesta dirección los caballos, arrastraron los carros
los desgarrados y sangrientos miembros de Metto. Todos apartaron los ojos de aquel espectáculo
horrible, que fué el primero y el último entre los romanos, de un suplicio en que se despreciaron las
leyes de la humanidad. Gloria es de los romanos haber preferido siempre castigos más suaves.
(…) Hacía cuatrocientos años que existía Albano, y una hora bastó para que quedase arruinada. Los
templos de los dioses, conforme había mandado Tulo, quedaron en pie.
Roma aumentaba á expensas de Albano y duplicaba el número de sus habitantes. Añádese á la
ciudad el monte Celio. (…) Quiso también que el Senado participase del engrandecimiento de la
república, y dió entrada en él á los Tulios, Servilios, Quincios, Geganios, Curiacios y Clelios. Como
el Senado era ahora más numeroso, construyó Tulo un palacio para sus reuniones, al que todavía se
le llama hoy Hostilio. En fin, para que la unión del nuevo pueblo aprovechase en cierto modo á
todos los órdenes del Estado, creó diez turmas de caballería, formadas exclusivamente de albanos.
También completó las legiones antiguas y formó otras nuevas, sacándolas de los mismos albanos.

(Anco Marcio) Reunidos los comicios, fué elegido rey por el pueblo Anco Marcio, ratificando el
senado la elección. Este rey era nieto de Numa, siendo hijo de una hija de éste (…) mandó al pon-
tífice escribiese los preceptos en blancas tablillas (2), ateniéndose á los textos de Numa, y
exponerlas al público.

(2) El álbum, donde se promulgaban las disposiciones de la autoridad pública, lo define Servio
tabula dealbata, lo que da á entender que estas inscripciones se hacían en madera pintada de blanco.
Muchas veces también, y principalmente en la antigiiedad griega, se ponían las inscripciones en la
pared, según se comprende de varias frases de Platón y de Demóstenes y por el ancho muro
destinado á este uso que se ve todavía en Pompeya.

Anco unía el carácter de Numa al de Rómulo .


(…) los tiempos exigían un Tulo y no un Numa. Pero éste había creado instituciones religiosas para
la paz, y Anco las creó para la guerra: dispuso, pues, que se estableciese un rito especial que rigiese
las formas y conducta que habían de seguirse en la declaración de hostilidades. Tomó de los
equícolos (1), antiguo pueblo de la Italia, muchos usos suyos, que son los mismos que observan
actualmente los faciales en sus reclamaciones. Llegado el facial al límite del territorio de los agreso-
res, se cubre la cabeza con un manto de lana, y dice: «Oye, Júpiter; oíd, habitantes de esta frontera
(y nombra el pueblo á que pertenece); oye tú también, justicia: yo soy el legado del pueblo romano,
y vengo encargado por él de una misión justa y piadosa; que se dé fe á mis palabras.» Expone en
seguida las ofensas, y tomando á Júpiter por testigo, añade: «Si yo, el legado del pueblo romano,
violo las leyes de la justicia y de la religión al pedir la restitución de esos hombres y de esas cosas,
no permitáis que vuelva á ver mi patria» Esta fórmula la recita al atravesar la frontera, la dice al
primero que encuentra, la repite al entrar en la ciudad enemiga y también á su llegada á la plaza
pública, aunque cambiando algo la entonación ó las palabras del juramento. Si pasados treinta días,
plazo prescrito solemnemente, no obtiene satisfacción, declara la guerra con esta fórmula:
«Escucha, Júpiter; y tú, Juno, Quirino , y vosotros todos dioses del cielo, de la tierra y del infierno,
escuchad: yo os tomo por testigos de la injusticia de este pueblo (y lo nombra) y de su negativa
para restituir lo que no le pertenece. Pero los ancianos de mi patria deliberarán acerca de los
medios de reconquistar nuestros derechos.» El legado regresa en seguida á Roma para que se
delibere, y el rey comunica inmediatamente el asunto á los senadores en estos términos, sobre poco
más ó menos: «Los objetos, ofensas y causas que el heraldo del pueblo romano, hijo de Quirino, ha
pedido, expuesto y debatido ante el heraldo y el pueblo de los antiguos latinos, y cuya restitución,
reparación y solución esperaba, no han sido restituidos, reparados ni resueltos: dime, pues,
preguntaba al primero á quien se dirigía, lo que piensas.» Y este respondía entonces: «Creo que la
guerra es justa y legítima para hacer valer nuestros derechos, y doy pleno y completo
consentimiento.» De esta manera se interrogaba á cada uno, y si la mayoría la votaba, quedaba
decidida la guerra. Entonces el facial marchaba a la frontera del pueblo enemigo, llevando un dardo
de hierro ó un asta endurecida al fuego y ensangrentada, y allí, delante de tres mancebos por lo
menos, decía: «Puesto que los antiguos latinos, pueblos y ciudades, han obrado en contra del
pueblo romano, hijo de Quirino, ofendiéndole; el pueblo romano, hijo de Quirino, ha ordenado la
guerra contra los antiguos latinos; el senado del pueblo romano, hijo de Quirino, la ha consentido,
dispuesto y decretado, y yo y el pueblo romano la declaramos á los antiguos latinos, pueblos y
ciudades, y rompo las hostilidades.» Y al decir esto, lanzaba el dardo al territorio enemigo. Estas
formalidades se pusieron en juego en las reclamaciones dirigidas á los latinos y en la declaración de
guerra, costumbre que se ha observado constantemente después.

(1) Creíase que Numa estableció los Faciales, tomando la institución de los griegos. Mas parece que
desde los tiempos más antiguos los tenían los pueblos de Italia, especialmente los albanos y los
samnitas. Generalmente se creía que los equícolos eran los autores de las fórmulas que constituían
en cierto modo el derecho de los Faciales, atribuyendo Valerio su redacción á Sertor Resius...
Los equícolos, llamados también Aequi, Aequani, Aequiculani, constituían una raza agreste de
montañeses establecidos en las dos riberas del Anio, entre los Manos, los Peliñinos y los Sabelios.

(…) se reunió á la ciudad el Janículo, no por falta de terreno, sino para poner á cubierto de toda
sorpresa aquella posición. Consiguióse esto, no solamente por medio de una larga muralla que se
unía á las casas, sino que también por un puente de madera construido sobre el Tíber y que
facilitaba el paso entre las orillas. El foso de los Quirites, tan á propósito para evitar el acceso por el
lado de la llanura, es también obra de Anco. Cuando tan prodigiosamente hubo aumentado Roma,
era muy difícil distinguir entre los ciudadanos buenos y malos, en medio de aquella inmensa
multitud, multiplicándose los crímenes más desconocidos. Con objeto de infundir terror y contener
los progresos de la perversidad, mandó construir Anco, en el centro de la ciudad, una prisión que
dominaba el Foro. Bajo este reinado se ensancharon las fronteras de Roma tanto como la ciudad
misma: tomóse á los veyos la selva Moesia, extendiéndose el imperio hasta el mar: construyóse
Ostia en la desembocadura del Tíber, estableciéronse salinas en derredor de esta ciudad y se
agrandó el templo de Júpiter Feretriano, en muestra de gratitud por los últimos triunfos.

Anco reinó veinticuatro años, siendo tan grande como sus predecesores, tanto en la paz como en la
guerra .

(Tarquinio Prisco) (…) el primero, según se dice, que se atrevió á solicitar abiertamente el trono y
á arengar al pueblo para obtener sus votos.
(…) Este hombre, tan notable por otra parte, ostentó en el trono la misma ambición que le había
llevado á él. Tan solícito por asegurar su autoridad como para ensanchar los límites de su reino,
nombró cien senadores nuevos, designados después con el nombre de patricios de segunda clase. De
esta manera formaba ostensiblemente un partido, adhiriéndosele por medio de los honores (…)
trazó el recinto que se llama hoy Circo Máximo, señalando en él puestos especiales para los
senadores y caballeros. Consistían los juegos en carreras de caballos y combates de atletas, etruscos
en su mayor parte unos y otros. Estos juegos pasaron á ser anuales, llamándolos Juegos Magnos ó
Juegos Romanos. Este mismo rey hizo repartir a particulares los terrenos que rodeaban el Foro, con
objeto de que construyesen en ellos pórticos y tiendas.
Comprendió Tarquino que la debilidad de su ejército procedía de la escasez de caballería, y decidió
añadir nuevas centurias á las tres formadas por Rómulo (…) Como Rómulo había consultado los
augures antes de organizar aquellas huestes, Ato Navio, el más célebre de aquella época, pretendía
que no podía cambiarse ni aumentarse nada sin consultar los auspicios. Disgustó al rey la libertad
del pontífice, y refiérese que le dijo, burlándose de su ciencia: «Consulta, adivino, los oráculos y
dime si es posible hacer lo que pienso.» El adivino consultó el augurio y contestó afirmativamente.
«Pues bien, dijo el rey, pensaba que tú cortases esta piedra con un cuchillo; cógela y haz lo que
esas aves han declarado posible.» Cuéntase que Navio cortó sin vacilar la piedra. La estatua de Ato,
representándole con la cabeza velada, encontrábase en el Comicio, en el punto donde ocurrió este
hecho, á la derecha, sobre las gradas de la Curia (…) Lo cierto es que desde entonces adquirieron
los augures tanta fama y tanta consideración su sacerdocio que, en adelante, no se emprendió nada,
ni en guerra ni en paz, sin consultarles previamente. Las asambleas populares, el levantamiento de
tropas, las deliberaciones más graves, quedaban interrumpidas ó se aplazaban si no las aprobaban
las aves. Tarquino se limitó entonces á duplicar el número de la fuerza de las centurias, de manera
que las tres formaban un total de mil ochocientos hombres...

Los sabinos perdieron á Colacia y todos sus campos, dándose el gobierno de aquella ciudad y
territorio á Egerio, sobrino de Tarquino. Los colatinos se entregaron con la siguiente fórmula. El rey
preguntó á los legados de Colacia: «¿Sois vosotros los legados y oradores que envía el pueblo
colatino para someteros vosotros y el pueblo de Colacia á mi poder ? - Sí - ¿Es libre el pueblo
colatino para disponer de sus destinos?— Sí — ¿Os sometéis á mí y al pueblo romano, vosotros, el
pueblo de Colacia, la ciudad, los campos, las aguas, las fronteras, los templos, los bienes muebles,
todas las cosas, en fin, divinas y humanas?—Nos sometemos.—Y yo os recibo.»

(...)Tarquino hizo continuar la construcción de la muralla de piedra, interrumpida por la guerra con
los sabinos, y fortificó la ciudad en toda la parte desguarnecida. Como era difícil la salida de las
aguas de los barrios bajos, alrededor del Foro y en los valles que existen entre las colinas, las
recogió por medio de cloacas, que las recibían de estos puntos, como también de las alturas de la
ciudad, llevándolas al Tíber. En seguida trazó el recinto del templo que durante la guerra con los
sabinos había ofrecido á Júpiter Capitolino, y cuyos cimientos presagiaron desde entonces su futuro
esplendor.

1) La trábea era una toga blanca bordada con anchas bandas de púrpura. Este era el traje de los
reyes, que adoptaron los cónsules. La que llevaban los augures estaba rayada de púrpura.

(…) De esta suerte, estando muerto ya algunos días Tarquino, ocultando Servio la muerte,
aseguraba su poder, pretextando ejercer la autoridad de otro (2)

(2) La misma estratagema empleó Agripina para asegurar el imperio á Nerón.

(Servio Tulio) (…) Este fué el primer rey nombrado por el Senado solo y sin intervención del
pueblo.
(…) aprovechando la paz, emprendió una obra inmensa; y si Numa fué el fundador de las
instituciones religiosas, la posteridad atribuye á Servio la gloria de haber introducido en el Estado el
orden que distingue las categorías, las fortunas y las dignidades, estableciendo el censo; institución
provechosísima para un pueblo destinado á tanta grandeza. Este reglamento imponía á cada cual la
obligación de contribuir á las necesidades del Estado, así en paz como en guerra, no por tasas
individuales y comunes como antes, sino en proporción de sus rentas. En seguida formó las
diferentes clases de ciudadanos y las centurias, así como también aquel orden, fundado sobre el
censo mismo y que tan admirable fué, tanto en la paz como en la guerra.
Formaban la primera clase aquellos que poseían un censo de cien mil ases ó mayor: dividíase ésta
en ochenta centurias, cuarenta de jóvenes y cuarenta de hombres maduros; éstos quedaban
encargados de la custodia de la ciudad y aquéllos de hacer la guerra en el exterior. Dióseles por
armas defensivas casco, escudo, botines y coraza, todo de cobre, y por armas ofensivas lanza y
espada. A esta primera clase añadió dos centurias de obreros, que servían sin llevar armas y cuyo
trabajo consistía en preparar las máquinas de guerra. A la segunda clase pertenecían aquellos cuyo
censo era inferior á cien mil ases hasta setenta y cinco mil, componiéndose de veinte centurias de
ciudadanos jóvenes y viejos. Las armas eran iguales á los de la primera clase, pero el escudo más
largo y no llevaban coraza. Para la tercera clase se exigía un censo de cincuenta mil ases: el número
de centurias, la división de edades, el equipo de guerra, exceptuando los botines, eran iguales que en
la segunda. El censo de la cuarta clase era de veinticinco mil ases, y el número de centurias igual al
de la anterior, pero las armas eran diferentes, consistiendo en lanza y dardo. La quinta clase era más
numerosa, componiéndose de treinta centurias: estaba armada con hondas y piedras y comprendía
los accensi, los que tocaban los cuernos y bocinas, divididos en tres centurias. El censo de esta clase
era de once mil ases, y el resto de la gente pobre, cuyo censo no alcanzaba á tanto, quedó reunido en
una sola centuria, exenta del servicio militar. Después de organizar y equipar así la infantería, formó
doce centurias de caballería entre los principales de la ciudad: de las tres que organizó Rómulo
formó seis, dejándoles los nombres que habían recibido cuando fueron organizadas. El Tesoro
público suministraba diez mil ases para la compra de caballos, cuya alimentación quedó asegurada
por medio de una tasa anual de dos mil ases que pagaban las viudas. De esta manera todas las
cargas gravitaban sobre los ricos, quedando aliviados los pobres; pero los ricos quedaban
indemnizados por medio de los privilegios honoríficos que les concedió Tulio; porque si hasta
entonces, siguiendo el ejemplo de Rómulo y la tradición de los reyes que le sucedieron, los votos se
habían recogido por individuos sin distinción de valor ni autoridad, fuese quien fuese el ciudadano,
distinto sistema de graduación para las votaciones reconcentró todo el poder en manos de las
primeras clases (1), sin que aparentemente se excluyese á nadie del derecho de sufragio.
Primeramente se llamaba á los caballeros, después á las ochenta centurias de la primera clase. Si no
se ponían de acuerdo, cosa que rara vez sucedía, se recogían los votos de la segunda clase, no
habiendo casi nunca necesidad de descender hasta la última.
(…) había dividido la ciudad en cuatro barrios, formados por las cuatro colinas habitadas entonces,
llamando á aquellos barrios tribus, creo que á causa de un tributo que les impuso, cuya cantidad
proporcionó á los medios de cada uno. Estas tribus no tenían relación ninguna con la división y
número de las centurias.

1) Al decretar Servio que ya no se votaría por curias, como antes, sino por centurias, entregaba á la
primera clase la decisión de todos los negocios. En efecto, representando un voto cada centuria, si
toda la primera clase se ponía de acuerdo para aceptar ó rechazar una proposición, debía
necesariamente reunir mayoría, puesto que tenía noventa y ocho votos, mientras que todos los de las
otras clases reunidos no podían pasar de noventa y cinco. En virtud de este cambio, que hacía pasar
todo el poder á las manos de los que formaban la primera clase, sustituyó Servio á la aristocracia de
la sangre la de la riqueza. (…) Para prevenir las quejas que los plebeyos podían elevar, Servio
compensó su exclusión de los derechos políticos por medio de diferentes privilegios que les
concedió. Así, pues, los proletarios, es decir, los plebeyos de la clase sexta, quedaron exceptuados
de todo impuesto y hasta del servicio militar, que en aquella época en que el soldado estaba
obligado á equiparse y mantenerse á su costa, no era impuesto más ligero que los otros. En cuanto á
las otras clases, pagaban colectivamente igual cantidad; es decir, que el corto número de ricos de la
primera, pagaba una cantidad igual á la que debían pagar los ciudadanos, mucho más numerosos,
pero menos ricos, de cada clase inferior. Las cinco primeras clases quedaron obligadas al servicio
militar, pero los de la primera debían proveerse de equipo más completo y costoso que los de las
otras. Esta equitativa distribución de cargos podía hacer que tuviesen paciencia, al menos por algún
tiempo, los ciudadanos de la última clase.

(…) Terminado el censo, á lo que ayudó mucho el miedo á la ley, que amenazaba con prisión y
muerte á los que descuidaran inscribirse, mandó por medio de un edicto a todos los ciudadanos,
caballeros y peones, que acudiesen al Campo de Marte, desde el amanecer, cada cual con su
centuria. Allí les ordenó en batalla y les purificó ofreciendo a Marte un sacrificio, que se llamó
Condito Lustro, porque se hizo al terminar el censo. Dícese que el número de ciudadanos inscritos
entonces fué de ochenta mil. Fabio Píctor, el historiador romano más antiguo, dice que en este
número solamente se incluían los hombres capaces de llevar las armas. Este aumento de población
obligó a Tulio á ensanchar la ciudad, incluyendo en ella primeramente los montes Palatino y
Viminal y después las Esquilias, fijando más adelante su morada en este barrio para darle
importancia. Rodeó la ciudad de fosos y murallas, alejando más el Pomerium. Esta palabra,
atendiendo solamente á su significación, designa la parte situada al otro lado de las murallas; pero
se aplica mejor al espacio libre que dejaban los etruscos en otro tiempo, del lado interior de las
murallas, cuando construían una ciudad. Este espacio de terreno lo consagraban siempre con
inauguración solemne y se construía la muralla en derredor del terreno señalado. De esta manera no
podían estar las casas contiguas á la muralla por el interior, lo que hoy no se observa generalmente
ya, y por la parte exterior quedaba un espacio de terreno exento del cultivo del hombre. En este
terreno interior no se podía edificar ni labrar, y los romanos le llamaban Pomoerium, tanto porque
estaba del lado acá de la muralla, como porque la muralla estaba al otro lado. Este espacio
consagrado se alejaba á medida que crecía la ciudad y se desarrollaban las murallas.

(…) concluyó por invitarles (a los latinos) á que se uniesen con los romanos para construir en Roma
un templo á Diana, común á los dos pueblos (2) .

2) El rey Servio formó una confederación latina á imitación de las Amphictyonias de Grecia y del
Asia Menor, y cuyos legados se reunían anualmente en Roma, centro de la confederación, para
celebrar en el templo de Diana, elevado á expensas comunes, las ferias latinas.

(…) Tarquino comenzó por atacar la baja estirpe de Servio: «Ese esclavo, hijo de una esclava, dijo,
después del indigno asesinato del rey, sin interregno, como se acostumbraba, sin que para su
elección se reuniesen los comicios y se pidiesen los votos del pueblo, recibió de manos de una
mujer el reino como un regalo. Las consecuencias de su usurpación corresponden á la bajeza de
su origen. Su predilección á la clase ínfima, de que ha salido, y su odio á todos los hombres
importantes le han inspirado la idea de arrebatar á los grandes ese terreno que ha repartido á los
más despreciables. Las cargas públicas, comunes á todos antes, las hace pesar solamente sobre las
clases elevadas, y solamente ha establecido el censo para poner de manifiesto el caudal de los
ricos ante la avidez de los pobres, y para saber de dónde tomar, cuando quiera, para sus
generosidades con los desdichados.»

(…) Servio Tulio reinó cuarenta y cuatro años, con tal sabiduría, que hubiera sido difícil, hasta para
un sucesor bueno y moderado, competir con su gloria. De aumento sirve á esta gloria la
circunstancia de que con él se extinguió la monarquía legítima. Dícese también que proyectaba
abdicar aquella autoridad tan suave y prudente, porque estaba en manos de uno solo, y este
generoso proyecto lo hubiese realizado de no impedirle crimen doméstico dar libertad á su patria.

(Tarquinio el Soberbio) Inmediatamente comenzó á reinar Lucio Tarquino (1), á quien dieron el
sobrenombre de Soberbio, porque yerno del rey, negó la sepultura á su suegro, diciendo que
Rómulo también quedó insepulto. A los primeros que hizo perecer fueron los senadores sospechosos
de haber sido favorables á Servio; y comprendiendo muy bien que el ejemplo que daba,
apoderándose violentamente del trono, podría volverse contra él, rodeóse de guardias, porque todo
su derecho estribaba en la fuerza, no habiendo obtenido los votos del pueblo ni los del Senado. No
pudiendo contar con el cariño de los ciudadanos, necesitaba reinar por el terror, y para extenderlo,
prescindió de todo consejo, siendo juez único en todas las causas capitales; pudiendo, por tanto,
condenar á muerte, desterrar, despojar de los bienes, no solamente á los que le eran sospechosos ó
desagradables, sino que también á aquellos de quienes no podía esperar otra cosa que sus despojos.
Su objeto principal fué disminuir el número de senadores, resolviendo no nombrar otros, para que
su debilidad les hiciese despreciables y sufriesen con mayor resignación la ignominia de no
intervenir para nada en el gobierno. En efecto, este fué el primer rey que derogó la costumbre segui-
da por sus antecesores de consultar al Senado en todos los negocios. Administró la república por la
inspiración de consejos domésticos; hizo la paz ó la guerra según su capricho, ajustó tratados, hizo y
deshizo alianzas sin cuidarse para nada de la voluntad del pueblo; buscando especialmente la
amistad de los latinos, para crearse en los extraños un apoyo contra sus subditos.

(…) Tarquino ejercía ya mucha influencia en los jefes de los latinos, cuando les propuso unirse en
un día fijado, en el bosque sagrado de la diosa Ferentina (1)...

1) Este bosque sagrado se encontraba cerca de Ferentino, ciudad del Lacio, al pie del monte Albano.
En este bosque se celebraban las asambleas federativas de los pueblos latinos. Tarquino las había
convocado para deliberar acerca de la guerra que proyectaba contra los sabinos, violadores del
tratado concluido con Servio.

(…) Si Tarquino fué injusto en la paz, no fué mal capitán en la guerra, y hasta hubiese superado en
esto á sus predecesores, si los vicios del rey no obscurecieran la gloria del general. Comenzó contra
los volscos aquella guerra que duró más de doscientos años ...

(…) En seguida dedicó toda su atención á las obras interiores de Roma, siendo la más importante el
templo de Júpiter, que construía sobre el monte Tarpeyo, y que quería dejar como monumento de su
reinado y de su nombre. Obra era, en efecto, de dos Tarquinos: el padre había hecho el voto y el hijo
lo cumplía; y con objeto de que todo el emplazamiento del Capitolio quedase reservado á Júpiter,
con exclusión de toda otra divinidad, decidió derribar los altares y templos pequeños que Tacio
había construido (…) Los augures permitieron que se derribasen todos los altares, exceptuando el
del dios Término, y esta excepción se interpretó de la manera siguiente: Conservando su puesto el
dios Término, siendo el único dios que no perdía su santuario sobre el monte Tarpeyo, presagiaba la
firmeza y duración del imperio romano.

(…) Dominado solamente Tarquino por el deseo de terminar el templo, trajo obreros de todas las
comarcas de Etruria, y empleó no solamente las rentas del Estado, sino que también los brazos del
pueblo. Aquella carga, unida á la de la guerra, no parecía sin embargo muy pesada para el pueblo,
sino que por el contrario, se alegraba de alzar con sus propias manos los templos de los dioses. Pero
en seguida le emplearon en otros trabajos, que no por tener menos brillo eran menos penosos: tales
eran la construcción de galerías alrededor del circo y la apertura de una cloaca destinada á recibir
las inmundicias de la ciudad: dos obras que apenas ha conseguido igualar la magnificencia de
nuestros días.

(…) Tito y Aruncio partieron (hacia Delfos) acompañados del hijo de Tarquinia, hermana del rey
(3), Junio Bruto ... Sabedor por los principales del Estado que su padre, entre otros, había
sucumbido víctima de la crueldad de Tarquino, este joven decidió desde aquel momento no revelar
nada en su carácter ni en su fortuna que pudiese disgustar al tirano y excitar su avidez; en una
palabra, buscar en el desprecio la seguridad que no podía encontrar en la justicia. Fingióse loco,
entregando su persona á la risa del rey, abandonándole todos sus bienes y hasta aceptando el
injurioso sobrenombre de Bruto. A favor de este nombre esperaba el libertador de Roma la
realización de sus destinos.

3) Dioniosio de Halicarnaso sigue la tradición que parece más verosímil, según la cual Tarquinia era
tía del rey, y no hermana. De esta manera se explica cómo su hijo Bruto tenía próximamente la
misma edad que los de Tarquino, como se ve en la historia de la conspiración.
(..) De allí marcharon á Colacia, donde encontraron á las nueras del rey y á sus compañeras
entregadas á las delicias de suntuosa cena; y por el contrario Lucrecia, en lo más retirado del
palacio, hilando lana (1) y velando con sus criadas hasta muy entrada la noche.

1) Los Antiguos consideraban como prueba de gran virtud el gusto de las mujeres por los trabajos
de aguja. El epíteto de lanifica se encuentra entre los elogios que se grababan en los monumentos
fúnebres.

(…) Tamaños crímenes y otros más atroces, sin duda, que no puede referir el historiador con la
misma energía que los que los presenciaron, enardecen á la multitud, que arrastrada por el orador
decreta la destitución del rey y condena al destierro á Sexto Tarquino, su esposa e hijos.

(...) Tarquino el Soberbio reinó veinticinco años; siendo el tiempo que reinaron todos los reyes
desde la fundación de Roma hasta su libertad doscientos cuarenta años. Reunidos entonces los
comicios por centurias y convocados por el prefecto de Roma, según el proyecto de Servio,
nombraron dos cónsules, Junio Bruto y Tarquino Colatino.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO II

(…) no puede dudarse que aquel mismo Bruto, que tanta gloria alcanzó con la expulsión de
Tarquino el Soberbio, habría causado grandísimo daño público, si por deseo de prematura libertad
hubiese arrojado del trono á alguno de los reyes anteriores. ¿Qué habría sucedido si aquella
aglomeración de pastores y de hombres de todas las comarcas que habían huido de su patria y
obtenido bajo la protección de un templo inviolable, si no la libertad, al menos la impunidad, una
vez libre del temor del poder real, hubiese comenzado á verse agitada por las tempestades
tribunicias; y si en una ciudad que todavía les era extraña, hubiese entablado lucha con los patricios,
antes de que los lazos de matrimonio, de paternidad y el cariño al mismo suelo, al que solamente
nos adhiere el tiempo, no hubiese reunido todos los ánimos en comunes intereses? La discordia
habría destruido el Estado, que aún carecía de vigor; mientras que la tranquila influencia de un
poder moderado desarrolló de tal manera sus fuerzas, que llegado á la madurez, pudo soportar los
dulces frutos de la libertad. Por lo demás, si en esta época se ha de fijar el origen de la libertad,
antes es porque se fijó en un año la duración de la autoridad consular, que á causa de la disminución
que pudo experimentar la autoridad real; porque los primeros cónsules conservaron todos sus
derechos y todas sus insignias. Solamente que para no aparentar que se redoblaba el terror que
inspira la autoridad suprema, se cuidó de no conceder los haces á los dos cónsules á la vez. Bruto
los obtuvo primero, debiéndolo á la consideración de su colega; Bruto no mostró más ardimiento
por conseguir la libertad que por conservarla después. Primeramente, aprovechando el entusiasmo
del pueblo por la libertad naciente, y temiendo que más adelante se dejase seducir por los ruegos ó
por los presentes del rey, le hizo jurar solemnemente que no consentiría que nadie reinara en Roma.
En seguida, para que el Senado se robusteciese con el número de sus miembros, disminuidos
considerablemente por la crueldad del último rey, los elevó á trescientos, completándolo por medio
de elección entre los varones más insignes del orden ecuestre: dícese que de esto dependió que en el
Senado se llamase á unos Padres, y á otros Conscriptos, dándose este nombre á los llamados para
formar parte del nuevo Senado. Admirable es cuánto contribuyó esta medida a mantener la
concordia en el Estado y á unir al pueblo con los senadores.
Ocupáronse en seguida de las cosas divinas; y como los reyes habían tenido el privilegio de ofrecer
por sí mismos ciertos sacrificios públicos, para quitar todo deseo de reyes se creó uno de los
sacrificios. Este sacerdocio quedó sujeto al pontífice máximo, por miedo de que si se añadía alguna
prerrogativa á este nombre, sobreviniese peligro á la libertad, que era entonces el primer cuidado de
todos ...

(…) El campo de los Tarquinos, situado entre la ciudad y el Tíber, quedó consagrado al dios Marte,
y después fué el Campo de Marte.

Después del castigo de los culpables, queriendo los romanos alejar por medio de otro ejemplo
igualmente notable crímenes parecidos, concedieron por recompensa al denunciador una cantidad
de dinero que pagaría el Tesoro, y además la libertad y los derechos de ciudadanía. Dícese que aquel
fué el primer esclavo puesto en libertad por la vindicta (2); otros creen que la palabra vindicta viene
del mismo esclavo, que se llamaba Vindicio. Desde entonces fué regla constante considerar con los
derechos de ciudadanía á todos los manumitidos de aquella manera.

2) La vindicta era una varilla que el lictor, ó mejor dicho, el pretor colocaba tres ó cuatro veces
sobre la cabeza del esclavo que iba á ser declarado libre, pronunciando estas palabras: "Yo digo que
este hombre es libre y ciudadano romano... ” Esta manumisión por la vindicta no solamente daba la
libertad, sino también el derecho de ciudadanía.

(…) Allí celebró los funerales de su colega con toda la pompa posible en aquel tiempo (1)

(1) Dice Plutarco (Vida de Publicola) que Valerio pronunció en aquella circunstancia la oración
fúnebre de su colega, y que de aquí nació la costumbre de elogiar públicamente á los varones
eminentes después de su fallecimiento.

(…) habiendo hecho deponer los haces (3 )... Espectáculo muy grato fué para la multitud ver las in-
signias del poder supremo abatidas á su presencia; puesto que aquello equivalía á confesar que la
majestad y el poder del pueblo eran superiores á los del cónsul.

(3) Dice Plutarco que mandó quitar las hachas de los haces de los lictores y que en las asambleas
hacía deponer los haces a los pies del pueblo. Esta costumbre se conservaba en la época en que
escribía Plutarco.

(…) Luego propuso leyes que no solamente borraron las sospechas levantadas contra él, sino que
hasta produjeron el efecto contrario, haciéndole popular y debiéndolas su nombre de Publicola.
Aquellas especialmente que autorizaban á los ciudadanos á apelar al pueblo de la sentencia de
cualquier magistrado, y las que entregaban á los dioses infernales la cabeza y los bienes de todo el
que formase el proyecto de hacerse rey, fueron muy gratas á la multitud.

(…) (Horacio Cocles, dirigiéndose a los etruscos) En seguida, dirigiendo amenazadoras y terribles
miradas á los jefes de los etruscos, en tanto les provoca sucesivamente, en tanto les acusa á todos de
cobardía, increpándoles por ser «esclavos de orgullosos tiranos y porque abandonaban la propia
libertad para venir á atacar la libertad ajena.»

(…) No es fácil conciliar con la tranquila retirada del rey de los etruscos la antigua costumbre que
se conserva en nuestros días y que consiste en proclamar la venta de los bienes del rey Porsena,
siempre que se venden bienes en subasta. Necesario es que esta costumbre se estableciese en tiempo
de la guerra y que se perpetuara durante la paz, ó que tuviese origen más tranquilo del que parece
indicar esta fórmula de venta tan hostil. La conjetura más verosímil que llega á nosotros es que
Porsena, cuando abandonó el Janículo, tenía el campamento abundantemente abastecido de víveres,
traídos de las fértiles campiñas de la Etruria, poco distantes de Roma, y que donó aquellas
provisiones á los romanos, á quienes la duración del bloqueo había reducido á la escasez; que á fin
de que el pueblo no saquease aquellas provisiones si se le abandonaban, fueron vendidas y llamadas
bienes del rey Porsena, y que esta fórmula antes significaba gratitud por un beneficio que acto de
autoridad ejercida sobre propiedades reales que no estaban en poder del pueblo romano.

(…) Disensiones que estallaron entre los sabinos, entre los partidarios de la guerra y de la paz,
aumentaron la fuerza de los romanos. Atto Clauso, que después se llamó en Roma Appio Claudio
(1), jefe del partido de la paz, viéndose estrechado por los que excitaban á la guerra, y no pudiendo
resistirles, huyó á Regila, seguido por considerable número de clientes, y vino á refugiarse en
Roma, donde le concedieron el derecho de ciudadanía y terrenos al otro lado del Anio. Allí
formaron la tribu que se llamó la antigua Claudia, á la que incorporaron todos los nuevos
ciudadanos venidos del mismo lugar. Appio fué admitido en el Senado y no tardó en hacerse
notable.

(1) El emperador Claudio pretendía descender de este Atto Clauso, y Virgilio hace remontar el
origen de esta poderosa familia al tiempo de la llegada de Eneas á Italia.

(…) treinta pueblos, excitados por Octavio Mamilio, se habían coligado contra Roma; de esto no
podía dudarse. En la inquietud que causaba la expectación de tan graves acontecimientos, hablóse
por primera vez de crear una dictadura: pero en qué año y á qué cónsules se dió esta prueba de
desconfianza, porque según la tradición pertenecían al partido de los Tarquinos; cuál fué el primer
romano nombrado dictador, no está bien averiguado. Encuentro, sin embargo, en los historiadores
más antiguos que T. Larcio fué el primero que ejerció la dictadura, y que Sp. Cassio fué nombrado
jefe de los caballeros. Los consulares hicieron la elección, en conformidad con lo que disponía la
ley relativa á la creación de dictador...

(…) Viendo el dictador Postumio herido mortalmente á tan valeroso guerrero, avanzar á la carrera
los desterrados mostrando arrogancia, y comenzar á ceder los suyos, dominados por el miedo,
manda á su cohorte (1), gente escogida, que conservaba á su lado para su defensa, que traten como á
enemigo á todo romano que vean huir...

(1) Trátase de la cohorte pretoriana, cuya organización, según Lipsio, hablando con propiedad, no
data sino del tiempo de Scipión el Numantino.

(…) la muerte de Tarquino, ocurrida en Cumas, donde después de la derrota de los latinos se había
retirado junto al tirano Aristodemo. Esta noticia produjo inmensa alegría al Senado y al pueblo, pero
entre los patricios no tuvo límites; y el pueblo, al que hasta entonces habían tratado con exquisitos
miramientos, se vió desde entonces objeto de la opresión de los grandes …

(…) Pero era inminente la guerra con los volscos, y la república se encontraba presa de la discordia,
por efecto de odios intestinos que se habían desarrollado entre los patricios y el pueblo,
especialmente con ocasión de los presos por deudas (...) Aquel descontento que fermentaba por sí
solo, estalló ante la vista de una de las víctimas. Un anciano se precipitó en el Foro, cubierto de
señales de malos tratamientos; sus ropas sucias y haraposas eran menos repugnantes que su palidez
y la extraordinaria extenuación de su cuerpo; larga barba y desordenados cabellos, daban hosco
aspecto á su rostro. A pesar de lo desfigurado que estaba, reconociéronle; decíase que había sido
centurión: todos deploraban su suerte, recordaban sus recompensas militares y él mismo mostraba
su pecho lleno de nobles cicatrices que atestiguaban su valor en más de una batalla (…) mostró la
espalda cubierta de señales de los golpes que acababa de recibir. Al escucharle y al verle alzóse
inmenso grito, y no limitándose el tumulto al Foro, se propagó por toda la ciudad. (...) Impotente iba
á ser ya la majestad del consulado para contener la cólera de aquellos desgraciados, cuando
ignorando los senadores si con su ausencia se expondrían á mayores peligros, acuden al fin al
Senado. La concurrencia era numerosa; pero ni los senadores ni los cónsules estaban de acuerdo.
Appio, hombre de carácter violento, quería hacer uso de la autoridad consular: que cojan uno ó dos,
decía, y los demás se tranquilizarán en seguida. Servilio, inclinado á emplear medios más suaves,
opinaba que era más fácil dulcificar que calmar los irritados ánimos.
En medio de este debate sobrevino nuevo terror, pues llegaron jinetes latinos con noticias
amenazadoras: formidable ejército de volscos viene á sitiar á Roma. Esta noticia (de tal manera
había el odio dividido en dos la ciudad) afecta de modo muy distinto á los patricios y al pueblo.
Este, en la exaltación de su alegría, exclama que los dioses iban á castigar la insolencia de los
patricios (…) publicó (el cónsul Servilio) un edicto que prohibía: «Mantener atado ó encerrado á
ningún ciudadano romano é impedirle por este medio hacerse inscribir delante de los cónsules;
embargar ó vender los bienes de ningún soldado mientras estuviese en campaña, y en fin,
aprisionar á sus hijos ó á sus nietos (1).»

(1) Según las leyes romanas, los padres tenían derecho de vida y muerte sobre sus hijos; pudiendo
por tanto venderles ó empeñarles. Los abuelos tenían iguales derechos sobre los nietos; por
consiguiente, los acreedores podían retenerles como prenda de su crédito.

(…) Derrotados los auruncos, los romanos, que habían sido tantas veces vencedores en tan pocos
días, esperaban el resultado de las promesas de Servilio y de los compromisos que había tomado el
Senado. Pero Appio, sin otro consejo que su dura índole y el deseo de menoscabar la popularidad de
su colega, desplegó extraordinario rigor en el juicio de los deudores. Hacía entregar á los acreedores
aquellos que habían sido detenidos anteriormente, y les abandonaba también los demás.

(…) El pueblo encargó la dedicación del templo (de Mercurio) á M. Letorio, centurión del primer
manípulo de los triarios (1). Fácil era comprender que había obrado de esta manera, antes que por
honor á Letorio, encargándole de una misión superior á su categoría, por menospreciar á los
cónsules...

(1) Este jefe mandaba la primera centuria del primer manípulo de los triarios, llamados también
pilani, porque su arma era el dardo, pilum. Era el más importante de todos los centuriones de la
misma legión, teniendo puesto en el consejo de guerra con el cónsul y los demás generales. Bajo su
custodia estaba el águila romana, la colocaba en el campamento y la levantaba cuando se rompía la
marcha, entregándola en seguida al signífero.

(…) Pero el espíritu de partido y los afectos personales, constantes enemigos del bien general,
hicieron triunfar á Appio (su parecer de nombrar dictador), y hasta faltó muy poco para que
resultase nombrado dictador, lo que hubiese alejado por completo al pueblo en un momento tan
crítico en que la casualidad hizo empuñaran á la vez las armas los volscos, los equos y los sabinos.
Pero los cónsules y los senadores más ancianos cuidaron de conferir aquella magistratura, violenta
por sí misma, á un hombre de carácter conciliador...

(…) Temieron entonces los patricios que si se licenciaba el ejército se formaran de nuevo reuniones
y conspiraciones. Así fué que á pesar de haber sido el dictador quien levantó las tropas, como éstas
habían prestado juramento en manos de los cónsules (1), el Senado, persuadido de que los soldados
estaban ligados por el juramento, supuso que los equos habían comenzado de nuevo la guerra, y con
este pretexto mandó salir á las legiones de la ciudad, medida que apresuró la sedición. Dícese que
primeramente se trató de matar á los cónsules para libertarse del juramento; pero como les hicieron
comprender que el crimen no podía destruir un compromiso sagrado, los soldados, por consejo de
un tal Sicinio, y sin orden de los cónsules, se retiraron al monte Sacro (2), al otro lado del río Anio,
á tres millas de Roma.

(1) Cuando quedaba terminado el levantamiento de las tropas, un tribuno militar pronunciaba la
fórmula del juramento impuesto por el cónsul, y todo el ejército juraba en seguida. Al desfilar
delante del general, decía cada uno: idem in me.

2) Este nombre se le dió más adelante, bien porque el paraje á que se retiró el pueblo fuese
consagrado después de su regreso á Roma, bien porque allí se dió la ley Sacra.
(…) Decidiéronse (los patricios), pues, á enviar al pueblo á Menenio Agripa (1), varón elocuente y
querido de la multitud, como descendiente de familia plebeya.

1) Cicerón, que seguía en todo anales completamente diferentes á los de Tito Livio, habla de las
negociaciones del dictador M. Valerio con los sublevados como de hecho indiscutible,
atribuyéndole la gloria de haber restablecido la paz, por cuya razón, y no por victorias, se le dió el
nombre de Máximo.

(…) Tratóse en seguida de los medios de concordia, decidiéndose que el pueblo tuviese sus
magistrados propios; que estos magistrados serían inviolables; que le defenderían contra los
cónsules y que ningún patricio podría obtener esta magistratura. Creáronse, pues, dos tribunos del
pueblo (1), C. Licinio y L. Albino, nombrando éstos tres colegas, entre los que se encontraba
Sicinio, el jefe de la sedición (…) Pretenden algunos que solamente se crearon dos tribunos en el
monte Sacro y que allí también se dió la ley Sagrada (2).

1) Creen los que siguen esta opinión que hasta el año 283, en virtud de la ley Publilia, no se
añadieron otros tres tribunos á los dos primeros, autorizándose el aumento de otros cinco en el año
297; elevándose por consiguiente á diez el número de estos magistrados, dos por cada clase, no
teniéndose para nada en cuenta á la sexta.

2) Las leyes sagradas obligaban en virtud de juramento y contenían tremendas imprecaciones contra
los transgresores. Había ejemplos de estas leyes en otros pueblos, como los ecuos y los volscos.
Siendo la más célebre y más grata al pueblo la que decretaba la inviolabilidad de los tribunos, fué
llamada la ley sagrada por excelencia.

(…) Al principio escuchó Marcio con desprecio las amenazas de los tribunos: «Su autoridad, decía,
se limitaba á proteger y no se extendía á castigar; eran tribunos del pueblo y no del Senado.» Pero
sublevado el pueblo, mostraba disposiciones tan hostiles, que los patricios no pudieron libertarse del
peligro más que sacrificando á un individuo de su orden. (...) No habiendo comparecido Coriolano
el día señalado, el pueblo fué inflexible. Condenado, retiróse como desterrado entre los volscos,
amenazando á su patria y formando desde entonces contra ella proyectos de venganza.

(…) Preparábase entonces en Roma nueva celebración de los grandes juegos (1), dando lugar á ellos
el motivo siguiente. La mañana de los juegos un padre de familia, antes de comenzar el espectáculo,
persiguió, azotando hasta en medio del circo, á un esclavo con la horqueta al cuello (2).

(2) Entre los romanos, el dueño tenía autoridad ilimitada sobre sus esclavos, pudiendo condenarles
según su voluntad al azote ó á la muerte. Con tanta crueldad usaban de este derecho, especialmente
en el tiempo de la corrupción de la república, que se dieron muchas leyes para restringirlo. El
castigo más ordinario era el azote. Por ciertos crímenes, se marcaba al esclavo en la frente con un
hierro candente, y por algunos se les obligaba á llevar al cuello un pedazo de madera, furca. El
esclavo sometido á este castigo conservaba el nombre de furcifer, que los amos dirigían también á
todos los esclavos que excitaban su ira. Aquí la palabra furca designa un género de suplicio peculiar
á los esclavos y al que el Senado condenó á Nerón. Ataban las manos al criminal, sujetaban su
cabeza en la horqueta, de manera que no pudiese moverse, y se le azotaba hasta que moría bajo los
golpes. Otro suplicio existía además, designado con el nombre furca y que parece haber sido
diferente de la horca.

(…) Después de éstos, fueron cónsules Sp. Cassio y Próculo Virginio. Ajustóse un tratado con los
hérnicos, por el cual perdieron dos terceras partes de su territorio. Proponíase Cassio dar la mitad de
estos terrenos á los latinos y la otra mitad al pueblo; queriendo aumentar el regalo con algunas
porciones usurpadas al Estado por particulares. Muchos patricios poseedores de aquellos bienes
estaban alarmados por el peligro que corrían sus intereses; y el Senado entero temía por la
república, viendo que un cónsul conseguía con sus generosidades influencia peligrosa para la
libertad. Entonces se promulgó por primera vez la ley agraria, que, desde aquella época hasta la
nuestra, jamás se ha recordado sin dar lugar á grandes trastornos. El otro cónsul, sostenido por los
senadores, se oponía al repartimiento (…) en cuanto salió del cargo (Cassio), fué condenado á
muerte y ejecutado, según consta como cierto. Pretenden algunos que su mismo padre ordenó el
suplicio (1), que habiendo formado en su casa la causa, le hizo azotar y matar, consagrando su
peculio á Ceres (2); por lo que se levantó una estatua con la siguiente inscripción: Dado por la
familia Cassia. Encuentro en otros historiadores, y me parece más verosímil, que los cuestores (3)
Fabio y L. Valerio le acusaron de alta traición, condenándosele en juicio del pueblo, que mandó
también arrasar su casa, quedando la actual plaza delante del templo de la Tierra.

(1) Cuando era nombrado un hijo para un cargo público, quedaba suspendido el ejercicio de la
autoridad paterna, pero no lo extinguía, porque continuaba no solamente durante la vida del hijo,
sino que también sobre su posteridad.

2) El hijo no podía adquirir ninguna propiedad sin el consentimiento del padre, y su adquisición se
denominaba peculio.

(3) Tito Livio menciona aquí los cuestores sin indicar la época en que se estableció esta
magistratura. Los cuestores estaban encargados de la guarda del Tesoro y de la percepción de las
rentas, conforme indica su nombre (quaestor a quaerendo). En tiempo de los reyes se establecieron
dos cuestores urbanos. Su nombramiento, después de la expulsión de los Tarquinos, quedó
encargado a los cónsules, y más adelante al pueblo, que los elegía en los comicios por curias. En el
año 334 de Roma se crearon dos tribunos militares para que acompañasen al cónsul a la guerra. En
el 488 se añadieron otros cuatro encargados de administrar las provincias cuestoriales. Sila elevó el
número á veinte y César á cuarenta. Por lo demás, antes de las leyes annales, para solicitar los
honores, no se tenía en cuenta ni la edad, ni la importancia de las magistraturas; y he aquí por qué
en el año 293 de Roma fué creado cuestor Quintilio, después de haber sido cónsul tres veces. Más a-
delante fué la cuestura el primer grado de los honores. Pero en la época en que nos encontramos,
estaban encargados de citar á comparecer delante del pueblo á los que se habían hecho culpables de
algún crimen enorme.

(…) tuvo lugar la dedicación del templo de Cástor; en cumplimiento del voto que hizo el dictador
Postumio en la guerra con los latinos, la ceremonia la presidió su hijo, nombrado duunviro para este
efecto (1).

(1) La dedicación de los templos iba acompañada de ceremonias religiosas, á las que presidía, bien
el general que había hecho el voto de levantar el edificio sagrado, bien uno de los dos cónsules
designado por la suerte, bien duunviros creados al efecto ó bien los duunviros encargados de los
sacrificios. Sin embargo, algunas veces el pueblo, para demostrar su odio á los cónsules, ó para
lisonjear á alguno de sus favoritos, confiaba esta misión á ciudadanos que no estaban revestidos de
ninguna de estas dignidades. Así se ha visto la dedicación del templo de Mercurio hecha por el
centurión del primer manípulo de los Triarios. Pero en este caso se necesitaba una orden del Senado
ó una decisión de la mayoría de los tribunos del pueblo.

(…) la vestal Oppia, sentenciada á muerte por violación de su voto (1).

(1) Dionisio de Halicarnaso la llama Opimia y dice que fue enterrada viva en el Campo deI Crimen,
cerca de la puerta Colina, y que sus dos cómplices sufrieron el suplicio de la furca, descrito
anteriormente. Estas eran las penas que se imponían á las vestales y á sus corruptores.
(…) los triarios romanos (1) ...

(1) Dábase este nombre á la tercera línea ó cuerpo de reserva .

(…) Prosiguiendo (Marco Fabio Vibulano, después de la guerra con los veyos y etruscos)
constantemente el proyecto que había formado á su entrada en el consulado de reconquistar el
cariño del pueblo, repartió la asistencia de los soldados heridos entre las familias patricias, dando el
mayor número á los Fabios, y en ninguna parte se les cuidó mejor. Desde entonces fueron populares
los Fabios, debiendo la popularidad á medios saludables para la república.

(…) Los veyos, enemigos más importunos que temibles, más insolentes que peligrosos, inquietaban
sin embargo los ánimos, porque no podían olvidarles en ningún tiempo, y no dejaban que se fijase
la atención en otra parte. En estas circunstancias se presentó en el Senado la familia de los Fabios;
hablando el cónsul en nombre de ella: “Sabéis, padres conscriptos, que la guerra con los veyos
exige fuerzas activas, más que fuerzas considerables. Ocupaos de otras guerras y oponed los
Fabios á los veyos. Esperamos que no padecerá en nosotros la majestad del nombre romano. Esta
guerra, que será para nosotros como un asunto de familia, la sostendremos á nuestra costa. Que la
república lleve á otra parte sus soldados y su dinero (1).”

(1) Dionisio de Halicarnaso explica mejor que Tito Livio el ofrecimiento de la familia Fabia. El
Senado había decretado mantener un ejército estacionario en las fronteras del territorio romano.
Pero a la ejecución de esta medida se oponían dos obstáculos: por una parte la falta de dinero,
porque las guerras anteriores habían agotado el tesoro, y por otra el peligro y fatiga de aquel
servicio, que de tal manera asustaba á los ciudadanos, que se presentaban muy pocos para alistarse.
Esto fué lo que movió á los Fabios á hacer su ofrecimiento.

(…) Trescientos seis guerreros, todos patricios, todos de la misma familia (2)...

2) Dionisio de Halicarnaso refiere el hecho de modo mucho más verosímil. Según él, un cuerpo de
cerca de cuatro mil hombres, amigos ó clientes de los Fabios, marcharon contra el enemigo á las
órdenes de esta familia.

(…) Partiendo por el Jano (1), á la derecha de la puerta Carmental, por la vía llamada después
Desgraciada, llegaron al Cremera ...

(1) Todas las puertas de Roma tenían dos arcos designados con el nombre de Jano. De estos dos
arcos, uno era para los que salían y otro para los que entraban, tomando unos y otros la derecha.
Todavía en tiempos de Augusto ningún romano, por poco que participase de las creencias religiosas
de sus padres, salía de la ciudad por aquella puerta, y por vecino de ella que fuese, hacía un rodeo
para salir ó entrar por otra.

(…) propuso al pueblo (Publio Volerón, tribuno de la plebe) un proyecto de ley (rogationem tulit)
para que en lo sucesivo se eligiesen los magistrados plebeyos en los comicios por tribus.

(…) Encendido en cólera, manda á su viator (1) que se apodere del cónsul, y el cónsul á su lictor
que se apodere del tribuno, exclamando que no es más que un particular, sin poder, sin magistratura
(2).

(1) En el principio estaban encargados los viatores de convocar á los senadores que vivían en el
campo. Más adelante fueron destinados como aparitores á los tribunos del pueblo y á los ediles.
También se les encuentra con otros magistrados.
(2) ¿Por qué, dice Plutarco, los tribunos son los únicos magistrados que no llevan la pretexta?
Porque no es en realidad magistrado el tribuno del pueblo. En efecto, no se sientan en el tribunal
para administrar justicia; no toman posesión de su cargo á principios de año con las formalidades
observadas para las otras magistraturas; la creación de dictador no implica la suspensión de sus
facultades, que continúan ejerciendo durante la dictadura. El tribunado es más bien una traba
perpetua para la magistratura, que magistratura verdadera... Debe añadirse que se nombraban los
tribunos sin consultar los auspicios y sin observar ninguna formalidad de las que se usaban en la
elección de los otros magistrados.

(…) la ley (propuesta por Publio Volerón) se aprobó sin oposición.


Entonces por primera vez nombraron los comicios por tribus á los tribunos. Si ha de creerse á Pisón,
en aquellas circunstancias se aumentó en tres el número de los tribunos, dando sus nombres el
mismo escritor: C. Licinio, L. Numitorio, M. Duilio, Sp. Icilio y L. Moecilio.

(Appio Claudio Craso en la guerra contra los volscos, año 471 a.C.) Al fin consigue el cónsul
reunir los desparramados restos de sus soldados, que en vano ha perseguido para detenerlos en su
fuga, y va á acampar fuera del territorio enemigo. Allí forma el ejército; se encoleriza con razón
contra unos soldados que han hecho traición cobardemente á la disciplina militar, abandonando las
águilas, y pregunta á cada hombre desarmado qué ha hecho de sus armas, á cada signífero qué ha
hecho de su insignia. Los centuriones y duplicarios (1) que han abandonado las filas son azotados
con las varas y decapitados; el resto del ejército es diezmado, designando la suerte las víctimas.

(1) Dábase este nombre á los soldados que, en recompensa de su valor, recibían doble ración.

(…) Como este peligroso adversario (Appio Claudio) de la ley (agraria) defendía con tanta
arrogancia como si hubiese sido tercer cónsul á los poseedores de los terrenos conquistados, M.
Duilio y C. Sicinio le demandaron. Jamás había comparecido ante el tribunal del pueblo acusado
más aborrecido de los plebeyos: al odio que inspiraba añadíase el que había inspirado su padre (…)
Appio Claudio era el único entre los patricios que no tenía en nada á los tribunos, al pueblo y á su
juicio. Ni las amenazas de la multitud ni los ruegos del Senado pudieron decidirle á cambiar de traje
(1), á recurrir á las súplicas, ni siquiera á templar, á dulcificar, cuando se defendiese ante el pueblo,
la ordinaria aspereza de su lenguaje.

(1) Los acusados y los que suplicaban, para excitar la compasión de los ciudadanos, acostumbraban
a presentarse con traje de color obscuro y en desorden. Sus parientes, sus amigos y frecuentemente
gran parte del mismo Senado y del pueblo imitaban su ejemplo.

(…) el enemigo avanzó para atacar su campamento cerca de la tercera vigilia (1).

(1) La noche, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana, estaba dividida en cuatro
vigilias, de tres horas cada una. La tercera era por consiguiente desde media noche hasta las tres de
la madrugada. En cada vigilia se tocaban las trompetas para relevar los centinelas.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO III

(Guerra con los equos, año 465 a. C.) (…) Coloca (Tito Quincio Capitolino) guardias en todas las
puertas; convoca al Senado; decreta en su nombre la suspensión de todos los negocios (1), y deja á
Q. Servilio, para acudir él á la defensa del territorio, como prefecto (1) de la ciudad ...

(1) En las desgracias extraordinarias, en los grandes peligros de la república, cesaban todos los
trabajos y negocios, bien por movimiento espontáneo, bien por orden de la autoridad. Como
interrumpían también el curso de la justicia, á este estado de cosas se llamaba justitium.
(1) Cuando los reyes, y después de ellos los cónsules, se ausentaban de Roma, nombraban un
prefecto de la ciudad. Este magistrado, que los reemplazaba temporalmente, podía reunir el Senado,
aunque no fuese senador, y podía también celebrar los comicios. Pero desde la institución del pretor,
quedó encargado solamente de la celebración de las ferias latinas. Bajo Augusto adquirió grande
importancia esta magistratura, confiriéndose á los hombres más distinguidos del Estado.

(Guerra con los equos, año 464 a. C.) (…) Tal fué el terror en el Senado, que por un decreto, señal
ordinaria de extremo desastre, encargó al otro cónsul, Postumio, que vigilase para que la república
no padeciese detrimento (1) ...

(1) Es el primer ejemplo de este senatu-consulto, que en los casos graves, cuando estaba
comprometida la suerte de la república, confiaba el poder dictatorial á uno de los dos cónsules y
algunas veces á los dos. Después se recurrió con frecuencia á esta medida de salvación pública
exclusivamente dirigida contra los ataques exteriores. Opimio fué el primero que la usó contra los
ciudadanos en la época en que las tentativas democráticas de los Gracos pusieron á la nobleza
romana en tan grave peligro.

(…) Entre tanto, el cónsul Furio, que al principio soportó tranquilamente que le bloqueasen en su
propio campamento, se precipita por la puerta Decumana (1)...

(1) Los campamentos romanos eran cuadrados y tenían una puerta en cada frente: la que miraba al
enemigo se llamaba puerta Pretoria ó extraordinaria; las otras dos laterales, puerta principal derecha
y puerta principal izquierda, y la de la espalda, puerta Decumana.

(Peste en Roma, año 463 a. C.) (…) Las rondas y la vigilancia pertenecían á los ediles (1)
plebeyos, habiendo caído en sus manos el supremo poder y la majestad consular.

(1) Tito Livio habla aquí por primera vez de los ediles plebeyos, magistrados cuya institución
remonta á la de los tribunos (año 260 de Roma), de quienes eran en cierto modo asesores. Estaban
especialmente encargados de la celebración de ciertos juegos, del cuidado de los edificios públicos,
de lo que habían recibido el nombre (ab aedium cura), de los baños, de las cloacas, de la vía
pública, de los mercados, de los aprovisionamientos, de la vigilancia de las mujeres de mala vida;
en una palabra, de todo lo concerniente á la policía urbana.
En el año 387 de Roma, habiendo retrocedido los ediles plebeyos ante los gastos que exigía la
celebración de los grandes juegos, ofrecieron los patricios jóvenes encargarse de ellos si se les
nombraba ediles. Creáronse, pues, dos ediles patricios, y este fué el origen de la edilidad curul, en la
que, lo mismo que en la pretura, establecida en la misma época, veían los patricios una
compensación á la admisión de los plebeyos en el consulado. Pero no gozaron por mucho tiempo de
este honor exclusivo; en el mismo año reclamaron enérgicamente los tribunos, y el Senado se
avergonzó, dice Tito Livio, de exigir que se siguiesen eligiendo ediles curules entre los patricios.
Convínose primero en elegirles de dos en dos años entre los plebeyos, y después se concluyó por
dejar la elección libre. No por esto dejaron de continuar distintas la edilidad curul y la plebeya. La
primera, á la que sin duda no fueron admitidas más que las familias plebeyas más ricas, por los
enormes gastos que exigía, se distinguía por la toga pretexta, el derecho de imágenes, la
prerrogativa de ocupar asiento en el Senado y votar, y en fin, la silla curul; mientras que los ediles
plebeyos no tenían, lo mismo que los tribunos, otro asiento que bancos (subsellium).

(…) El cónsul que había sobrevivido sucumbió, y mueren también otros varones ilustres: los
augures M. Valerio y T. Virginio Rutilo, y Ser. Sulpicio, curión máximo (1).

(1) Cada una de las treinta curias establecidas en Roma poco tiempo después de su fundación, tenía
su jefe ó curión especial, cuya principal función era sacrificar ó presidir los sacrificios para las
curias. Los treinta curiones estaban subordinados á un curión máximo, que se elegía en la asamblea
de los comicios por curias.

(…) comenzaron poco á poco á convalecer los que habían escapado al contagio. Los ánimos
volvieron muy pronto á los asuntos públicos, y después de algunos interregnos (1)...

(I) En tiempos de los reyes, cuando quedaba vacante el trono, el Senado nombraba un miembro
suyo que durante cinco días tenía la dirección suprema de todos los negocios, y usaba todos los
distintivos de la autoridad real. Este los transmitía á otro, pasando así entre las manos de cierto
número de senadores hasta la elección de rey. En tiempos de la república se creaba un inter-rey
cuando, como en las circunstancias de que ahora se trata, uno ú otro cónsul moría antes del final de
su consulado, ó cuando los dos cónsules estaban ausentes, ó en fin, cuando la intervención de los
tribunos del pueblo había impedido las elecciones. Debiendo presidir los comicios un magistrado
supremo que tuviese derecho para tomar los auspicios, era indispensable necesariamente, cuando no
había cónsul ni dictador, crear un magistrado extraordinario que pudiese desempeñar estas
importantes funciones. Así, pues, el interregno fué la única magistratura que los patricios no
compartieron jamás con los plebeyos. El pasaje que nos ocupa parece demostrar que el interregno
duraba en la república lo mismo que en tiempo de los reyes.

(Primera propuesta de la Ley Terentila, año 462 a. C.) (...) Era este año tribuno del pueblo C.
Terentilo Arsa... atacó especialmente la autoridad consular como excesiva, como intolerable en una
ciudad libre... va á proponer se nombren cinco ciudadanos encargados de determinar por medio de
una ley la autoridad consular. Cuando el pueblo haya dado á los cónsules derechos sobre él, que
usen de ellos; al menos no serán leyes sus pasiones y caprichos... Fabio, prefecto de Roma, convoca
el Senado, y con tal vehemencia habló contra el proyecto y su autor, que las amenazas de los dos
cónsules cayendo sobre el tribuno no le hubiesen aterrado tanto... “ Si algún ciudadano ha sufrido
por la soberbia y tiranía de los cónsules, ¿no es libre para demandarles, para acusarles ante
aquellos mismos jueces que en sus filas cuentan á la víctima? No es la autoridad de los cónsules,
sino el poder tribunicio el que se hace odioso é insoportable... á vosotros, tribunos, colegas suyos,
os rogamos que recordéis ante todo que se os concedió vuestra autoridad para la protección del
ciudadano, y no para la pérdida de la república; que se os creó tribunos del pueblo, y no enemigos
del Senado...”

(…) Lucrecio triunfó de los volscos y de los equos, y el triunfador traía en pos sus legiones;
concediéndose á este cónsul que entrase en ovación (1)...

(1) El general cuya victoria no había ofrecido dificultades ni peligros, ni producido resultado
importante, obtenía un triunfo de orden inferior, llamado ovación. Entraba en la ciudad, no en carro,
sino á pie ó á caballo; coronado, no de laurel, sino de mirto, y rodeado, no de sus soldados, sino de
un grupo de músicos. En vez de un buey, se sacrificaba un carnero (ovem), de donde se cree que
este género de triunfo tomaba su nombre.

(…) Los libros sibilinos (2) ...

2) También se daba el nombre de fatales á estos libros que en número de tres, según la tradición,
fueron llevados á Roma bajo Tarquino el Viejo ó Tarquino el Soberbio. Los duumviri sacrorum
estaban encargados de consultarlos en las circunstancias difíciles; en el año de Roma 387 elevóse á
diez el número de estos ministros, y Sila los elevó á quince.

(…) En medio de éstos, su padre (de Koeson) L. Quincio, llamado Cincinnato (1) ...
1) Pretende Dion Casio que se le llamaba así porque acostumbraba rizarse el cabello. Pero esta
etimología no cuadra bien con las sencillas costumbres de Quincio. Es mucho más verosímil que
recibiese este nombre porque su cabello estuviese naturalmente tan rizado que diese lugar á creer
que usaba medios artificiales.

(Proceso de Koeson Quincio) (…) una caución pecuniaria responderá al pueblo de su


comparecencia. Cuando se trata de fijar la cantidad que debía exigirse, no pueden ponerse de
acuerdo, teniendo que decidir el Senado. El acusado, con centinelas de vista durante la deliberación,
tuvo que presentar fiadores, y cada uno de éstos hubo de comprometerse por tres mil ases. Los
tribunos tenían que decidir el número, elevándole á diez, á petición del acusador. Este era el primer
ejemplo de caución en asuntos públicos .

(…) Desterrados y esclavos en número de cuatro mil quinientos próximamente, con el sabino Appio
Herdonio á su cabeza, se apoderaron, durante la noche, del Capitolio y la fortaleza, degollando en el
acto á cuantos se niegan á unirse á ellos y á empuñar las armas (. ..) Hacíanla (la guerra) los
esclavos, á quienes Appio Herdonio llamaba á la libertad desde el alto del Capitolio. “Había
tomado en sus manos la causa de la desgracia; quería devolver á su patria á aquellos á quienes
había desterrado la injusticia, y destruir el pesado yugo de la esclavitud. Prefería que el mismo
pueblo romano lo ordenase así. Si nada puede esperar por este lado, se dirigirá á los volscos y á
los equos é intentará todos los esfuerzos.” (…) Tal era el delirio de los tribunos, que, á escucharles,
aquello no era la guerra, sino un vano simulacro de guerra, y que se había imaginado aquella
invasión del Capitolio para separar la atención de la ley. «Una vez adoptada la ley, decían, esos
huéspedes, esos clientes de los patricios, no teniendo ya objeto su agitación, se retirarán con menos
ruido que han venido.» (…) Herdonio quedó muerto. Así se recobró el Capitolio. Los prisioneros,
según eran libres ó esclavos, sufrieron el suplicio propio de su condición (l).

(1) Es decir, los hombres libres fueron decapitados y los esclavos crucificados.

(Primera Dictadura de Lucio Quincio Cincinato, año 458 a. C.) (…) En seguida marcha con su
jefe de los caballeros á la asamblea del pueblo, proclama la suspensión de los negocios, manda que
se cierren las tiendas en toda la ciudad, prohíbe que nadie se ocupe de asuntos particulares, ordena á
cuantos pueden servir en el ejército que se presenten armados, con pan para cinco días y doce
estacas (1), en el Campo de Marte antes de obscurecer. ..

1) Ramas de árboles, ordinariamente bifurcadas, o que tenían tres ó cuatro varillas, con objeto de
que, al clavarlas, pudieran entrelazarse y formar empalizada más apretada é impenetrable.

(…) mas para arrancarles (L. Q. Cincinnato) al fin la confesión de que ha vencido y sometido á su
pueblo ( a los equos), pasarán bajo el yugo. El yugo lo forman tres lanzas; dos clavadas en el suelo,
y otra atada al través en la parte superior...

(…) AI décimosexto día abdicó Quincio la dictadura, que le habían conferido por seis meses...

(457 a. C.) (…) Treinta y seis años después de la creación de los primeros tribunos, elevóse el
número á diez, dos de cada clase...

(454 a. C.) (…) Así es que, de acuerdo (patricios y plebeyos) en cuanto á la necesidad de nuevas
leyes, dividíanse en cuanto á la elección de legisladores. Enviaron, pues, á Atenas á Sp. Postumio
Albo, A. Manlio y P. Sulpicio Camerino, con orden de copiar las célebres leyes de Solón y estudiar
las instituciones de otras ciudades de Grecia, sus costumbres y derechos (…) (452 a. C.) Ya habían
regresado los legados con las instituciones de Atenas. Los tribunos instaban más que nunca para que
se comenzase al fin á redactar las leyes. Convínose en crear decenviros (1) con autoridad
inapelable, y, por aquel año, no elegir ningún otro magistrado. Mucho tiempo se estuvo discutiendo
si se elegiría alguno del orden de los plebeyos: cediéndose al fin á los patricios, á condición
solamente de que la ley Icilia, relativamente al asunto del monte Aventino, y las demás leyes
sagradas no serían abrogadas (2).
(Los Decenviros) En el año trescientos uno de la fundación de Roma se cambió otra vez la
constitución del Estado, y la autoridad pasó de los cónsules á los decenviros, como antes había
pasado de los reyes á los cónsules (…) A sus afortunados principios siguieron grandes abusos, que
aceleraron la caída de esta institución, y se volvió á dos magistrados á quienes se restituyó el título
y la autoridad de cónsules. Los decenviros fueron Ap. Claudio, T. Genucio, P. Sextio, L. Veturio, C.
Julio, A. Manlio, Ser. Sulpicio, P. Curiacio, T. Romilio y Sp. Postumio. Claudio y Genucio, que
habían sido designados cónsules para este año, obtuvieron, en cambio de esta dignidad, la del
decenvirato (…) Dicen que los últimos votos recayeron en varones de avanzada edad, en la
esperanza de que se opondrían con menos energía á las decisiones de sus colegas. El más influyente
de todos era Appio, á quien sostenía el favor popular, porque había cambiado tanto su carácter que,
de cruel é implacable perseguidor del pueblo, habíase convertido de pronto en adulador suyo (…)
Mientras esta justicia, incorruptible como la de los oráculos, se administraba igualmente á grandes y
pequeños, no descuidaban los decenviros la redacción de las leyes (l). Para satisfacer la expectación
que mantenía á la república en suspenso, las presentaron al fin en diez tablas y convocaron la
asamblea del pueblo. (…) los comicios, por centurias, adoptaron las leyes de las diez tablas. En
nuestros días, en el confuso montón de leyes aglomeradas unas sobre otras, constituyen todavía el
principio del derecho público y privado. Propagóse en seguida el rumor de que existían dos tablas
más, cuya reunión á las otras completaría en cierto modo el cuerpo del derecho romano. Esta
expectación, en la época próxima á los comicios, hizo desear que se nombrasen de nuevo
decenviros (…) (Segundo Decenvirato) Desde el principio se señaló el primer día de su autoridad
con aparato de terror. Los primeros decenviros habían establecido que uno solo tendría los doce
haces, y este emblema de soberanía regia pasaba sucesivamente á cada uno de ellos. Aquel día se
presentaron todos juntos, precediendo á cada uno doce lictores. (…) Por algún tiempo reinó igual
terror en todas las clases; pero poco á poco recayó por completo sobre los plebeyos. Respetándose á
los patricios, el capricho y la crueldad pesaron sobre la plebe. En todas las causas que se llevaban á
su tribunal, solamente atendían á la cualidad de las personas, y el favor se sobreponía á la equidad.
De antemano convenían en su casa las sentencias y las pronunciaban en el foro (…) habíase
propagado el rumor de que su conspiración no limitaba al tiempo actual el envilecimiento de la
república, sino que por acuerdo clandestino habíanse comprometido bajo juramento á no reunir los
comicios y á perpetuar su decenvirato para conservar el poder de que gozaban (...) Ya había trans-
currido la mayor parte del año y se habían añadido dos tablas de leyes á las diez del anterior; una
vez adoptadas estas tablas por los comicios, no había ya razón para que la república necesitase
todavía la nueva magistratura (...) Como no acudieron á la primera citación, envióse á sus casas
aparitores para recoger prendas (1) de las multas é informarse de si era premeditada la negativa.

(1) En el ardor de las disputas entre patricios y plebeyos, estos pidieron que se diesen leyes fijas,
para que las sentencias no dependiesen del capricho ó la arbitrariedad. El Senado cedió al fin, y para
redactar estas leyes se nombraron decenviros, concediéndoles grande autoridad porque tenían que
dar leyes á partidos casi irreconciliables. Suspendióse el nombramiento de todos los demás
magistrados, siendo elegidos en los comicios como únicos administradores de la república. Viéronse
investidos de la autoridad consular y de la tribunicia; por la primera podían reunir el Senado, por la
segunda convocar al pueblo, pero no reunieron al uno ni al otro. Roma se vió sometida á la tiranía
de aquellos diez hombres; tiranía tan cruel como la de Tarquino.

(2) Debe exceptuarse la ley sagrada relativa á los tribunos del pueblo, cuyo poder fué nulo durante
el de los decenviros.

(1) Los decenviros trabajaron con mucha asiduidad durante aquel año para redactar su código de
leyes, que tomaron, parte de las antiguas ordenanzas de los reyes de Roma, parte de lo que copiaron
de las leyes de Grecia, interpretadas por un tal Hermodoro, muy honrado y uno de los principales de
Éfeso, que, desterrado de su patria, encontrábase entonces por casualidad en Roma. Dice Plinio que
se le levantó una estatua en la plaza principal de esta ciudad.

1) El senador que rehusaba ó descuidaba asistir á las asambleas del Senado, si no presentaba excusa
legítima, era castigado con multa, para cuya seguridad se exigían prendas, que se vendían en caso
de no pagar.

(Muerte de Virginia y sublevación contra los decenviros) (…) En cuanto supo Icilio la creación
de los tribunos de los soldados en el Aventino, temió que el impulso dado por los comicios militares
tuviese influencia en los de la ciudad (1), y nombrasen los mismos hombres...

(1) En las asambleas populares decidía la suerte el orden en que habían de votar las centurias ó
tribus. Depositábanse sus nombres en una urna; agitábase ésta para mezclar las papeletas, y la
centuria ó tribu que designaba la suerte para llevar la iniciativa en la emisión de los votos, recibía el
título de prerrogativa; a las que le seguían les llamaban primo vocatae, y a las otras jure vocatae.
Considerábase como el más importante el voto de la centuria prerrogativa. Por extensión, la palabra
prerrogativa designaba el voto mismo, y á veces se tomaba por señal ó prenda, por aviso ó augurio
favorable de lo venidero.

(…) “en aquel paraje, de tan favorable augurio, donde echasteis los primeros cimientos de vuestra
libertad, elegiréis vuestros tribunos. Allí irá el pontífice máximo para celebrar los comicios.” (1)

1) En los tiempos normales, la presidencia de los comicios reunidos para la elección de los tribunos
del pueblo pertenecía a uno de los tribunos en funciones designado por la suerte. Mas como después
de la abdicación de los decenviros no existían tribunos, el pontífice máximo, nombrado como los
tribunos en los comicios por tribus, era el único magistrado que podía presidir la asamblea.

(Leyes Valeriae Horatiae) (…) existía un punto de derecho como en permanente discusión;
tratábase de decidir si los patricios estaban sujetos á los plebiscitos (1). Los cónsules presentaron en
los comicios por centurias una ley declarando que las decisiones del pueblo, reunido por tribus,
obligarían á todos los ciudadanos. De esta manera se daba á los tribunos el arma más terrible. Otra
ley consular restableció la apelación al pueblo, único apoyo de la libertad (...) pusieron este derecho
fuera de ataque para lo porvenir, y por otra nueva disposición se prohibió crear ninguna
magistratura sin apelación, declarando justa y legítima delante de los dioses y de los hombres la
muerte del infractor, y al abrigo de todo proceso el que se la diese. De esta manera estaba
suficientemente asegurada la suerte de los plebeyos por la apelación al pueblo y el apoyo de los
tribunos; pero los cónsules, en favor de Ios mismos tribunos, (…) dieron una ley disponiendo que el
agresor de los tribunos del pueblo, de los ediles, de los jueces ó de los decenviros sufriese la pena
capital, y se confiscasen sus bienes en provecho del templo de Ceres, de Líber y de Libera. Según
los jurisconsultos, esta ley no establecía la inviolabilidad de nadie, sino que castigaba solamente al
autor de todo ataque contra estos magistrados. Así, pues, el edil podía ser encarcelado por orden de
un magistrado superior; y aunque esta medida fuese ilegal, puesto que hiere á un hombre protegido
por esta ley, prueba, sin embargo, que el edil no es inviolable; los tribunos, por el contrario, lo eran
en virtud del antiguo juramento del pueblo cuando se creó este poder. Algunas veces se ha
pretendido que esta misma ley Horacia colocaba igualmente bajo su salvaguardia á los cónsules, así
como á los pretores, creados bajo los mismos auspicios que ellos; que el juez es el cónsul. Fácil es
refutar esta interpretación, puesto que en esta época se acostumbraba llamar juez al pretor y no al
cónsul (…) Mandaron además que se remitieran al templo de Ceres, bajo la custodia de los ediles
plebeyos, los senatus-consultos, que antes suprimían ó alteraban los cónsules á su gusto. Después, á
propuesta de M. Duilio, tribuno del pueblo, declaró éste: «Que dejar al pueblo sin tribunos y crear
magistrados sin apelación, sería crimen castigado con las varas y el hacha.»

(1) Llamábanse plebiscitos las leyes que adoptaba el pueblo en los comicios por tribus, á propuesta
de los tribunos.

(Castigo de los decenviros) (…) perdiendo toda esperanza Appio, no aguardó el día de la citación y
se dió la muerte (1). En seguida comenzó Numitorio á perseguir á Sp. Oppio, el más odioso de los
otros decenviros: éste se encontraba en Roma cuando la inicua sentencia de su colega; pero los
crímenes personales de Oppio labraron su desgracia mucho más que los que no había impedido (...)
Oppio á su vez va á las prisiones, y antes del día en que habían de juzgarle, pone también término á
su vida. Los tribunos acordaron la confiscación de los bienes de Claudio y Oppio. Los otros
decenviros se desterraron y sus bienes fueron confiscados también ...

(1) Otros, y especialmente Dionisio de Halicarnaso, pretendían que le mataron por orden de los
tribunos.

(Negación del Senado a conceder el triunfo a los cónsules Valerio y Horacio) (…) Hasta
entonces, jamás se había consultado al pueblo para el triunfo. La apreciación de los derechos á este
honor, la decisión que lo concede, fueron siempre privilegios del Senado (…) por primera vez se
concedió el triunfo por orden del pueblo, sin el acuerdo del Senado.

(Año 447 a. C.) (…) Ya comenzaba el pueblo á desmayar del tribunado, á menos que no se hiciese
entrar en él hombres parecidos á Icilio. Hacía dos años que los tribunos no tenían más que el
nombre. Los senadores más ancianos, á quienes parecía demasiado ardiente la juventud, preferían,
sin embargo, si había que sufrir algún exceso, que procediese de ellos á que viniese de sus
adversarios; tan difícil es poner medida en la defensa de la libertad: se finge apelar á la igualdad, y
cada cual quiere elevarse con detrimento ajeno; y por precaverse de los otros, cada uno se hace
temible, se experimenta una injusticia, y como si fuese indispensable ser agresor ó víctima, nos
hacemos injustos.

(Año 446 a. C.: cuarto consulado de Tito Quincio Capitolino) (…) Dícese que todas las
operaciones se realizaron con tanta rapidez, que las enseñas que los cuestores sacaron aquel mismo
día del tesoro (2) y llevaron al Campo de Marte, se alzaron en la hora cuarta (1).

(2) Cuando terminaba una guerra y se habían licenciado las legiones, las enseñas, es decir, las
águilas hechas de algún metal precioso, quedaban depositadas en el tesoro público, de donde las
sacaban cuando iba á comenzar otra guerra .

(1) Entre los romanos el día era de doce horas, como la noche, y se extendía desde las seis de la
mañana, siguiendo nuestra manera de contar, hasta las seis de la tarde. La hora cuarta equivale por
tanto para nosotros á las diez de la mañana.

(Litigio por tierras entre Ardea y Aricia) “(…) Scapcio obtendrá sin duda alguna celebridad;
pero el pueblo romano recibirá el nombre de quadruplator (1) y estafador judicial. ..”

1) Quadruplatoris. Llamábase cuadruplatores á los denunciadores de delitos contra el Estado, bien


porque recibían como salario la cuarta parte de los bienes de los condenados por sus denuncias, bien
porque era cuádruple la multa que se imponía al culpable convicto.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO IV

(Año 445 a. C.: proposición de la Lex Canuleya, acerca de los matrimonios) (…) C. Canuleyo,
tribuno del pueblo, propuso una ley relativa a los matrimonios entre patricios y plebeyos (1) (…)
Después de la pretensión insensiblemente manifestada por los tribunos para obtener que se eligiese
del pueblo uno de los cónsules, se llegó a que nueve tribunos presentaran un proyecto de ley para
que el pueblo romano eligiese los cónsules según su beneplácito, entre los plebeyos o los patricios,
creyendo que las consecuencias de esta medida serían no solamente llamar a la partición del poder
supremo hasta a los hombres más obscuros, sino trasladarlo por completo de los grandes al pueblo...

(1) La ley de las Doce Tablas había prohibido los matrimonios entre patricios y plebeyos. Según
Dionisio de Halicarnaso, los decenviros quisieron impedir con esta prohibición que se restableciese
la concordia entre los dos órdenes.

(Discurso contra Canuleyo y los tribunos) (…) “¿Hubo jamás proyecto alguno tan atrevido como
el de Canuleyo? Quiere confundir los rangos, introducir la confusión en los auspicios públicos y
particulares (1), no dejar nada puro, nada intacto; y cuando haya hecho desaparecer toda
distinción, nadie podrá reconocerse ni reconocer á los suyos. ¿Cuál será el resultado de esos
matrimonios mixtos, en los que patricios y plebeyos se unirán al azar como los brutos? Los que
nazcan no sabrán á qué sangre, á qué sacrificios pertenecen (2); divididos entre las dos razas, ni
en ellos mismos encontrarán la unidad. ..”

1) El derecho de consultar los auspicios pertenecía exclusivamente a los patricios.

(2) Todos los individuos de una misma familia tenían un culto común, que consistía en sacrificios
que debían hacer en determinados días y en determinados parajes. De esta manera, los Nautius
estaban obligados con Minerva; los Fabios con Hércules y Sanco, y los Horacios a la expiación por
el asesinato de una hermana.

(Discurso de Canuleyo) (…) Si los fastos (1) de la república (…) No había tribunos del pueblo (3)
(...) ¿No es esto soportar dentro de la misma ciudad una manera de destierro ó de relegación (1)?
(...)

(1) Los había de dos clases; los unos, á los que se da también el nombre de calendarios, contenían
los días fastos y nefastos, los de fiesta, laborables, etc. En los otros se consignaban los nombres de
los magistrados de cada año y los acontecimientos más memorables. La guarda de estos dos géneros
de fastos estaba encomendada á los pontífices, que entonces eran todos patricios, y su conocimiento
estaba prohibido al pueblo.

3) Habíase concedido al consulado un poder exorbitante. Descompúsose el consulado y se formaron


muchas magistraturas. Creáronse pretores, á quienes se dió facultad para juzgar los delitos públicos,
y se establecieron ediles, á los que se encargó la policía; nombráronse tesoreros, que tuvieron la
administración de los caudales públicos; y en fin, con la creación de los censores se quitó a los
cónsules aquella parte de la facultad legislativa que regula las costumbres de los ciudadanos y la
policía momentánea de los diferentes cuerpos del Estado. Las principales prerrogativas que les
quedaron fueron presidir los comicios centuriales, convocar el Senado y mandar los ejércitos.

1) La relegación era pena inferior á la de destierro. El relegado conservaba sus bienes y el derecho
de ciudadanía.

(Creación de los tribunos militares) (…) El resultado de estas deliberaciones fue que los patricios
acordasen la creación de tribunos militares, revestidos con todos los poderes del consulado (1), y
elegidos indistintamente entre plebeyos y patricios. Nada se cambió a la elección de los cónsules, y
este arreglo satisfizo igualmente a los tribunos y al pueblo (…) El resultado de estos comicios
demostró que no se encuentran lo mismo los ánimos en el calor de los debates cuando luchan por su
libertad y dignidad, que cuando terminada la lucha juzgan con serenidad; porque el pueblo,
satisfecho con que se le atendiese, eligió todos los tribunos del orden de los patricios.
¿Encontraríanse hoy en alguno esta moderación (1), esta equidad, esta grandeza de ánimo, que
mostró entonces un pueblo entero? (…) tres meses después de su entrada en funciones, un decreto
de los augures les obligó á abdicar, á causa de un vicio en la elección. C. Curcio, que presidía los
comicios, no había observado los ritos exigidos al levantar la tienda augural (3) (…) Como la
república no tenía en aquel momento magistratura curul (1), se reunieron los patricios y crearon un
inter-rey (...)

1) Esto demuestra la hábil política del Senado. Estrechado por dos puntos importantes, la abolición
de la ley relativa a los matrimonios y la admisión de los plebeyos al consulado , concede lo primero
ante todo, creyendo sin duda que ningún patricio querrá deshonrar su raza uniéndose á familia
plebeya. En cuanto á la petición del consulado, sale del aprieto eludiendo la dificultad. Crea una
magistratura nueva, el tribunado militar, á la que son admisibles los dos órdenes, y encarga á
aquellos que resultan elegidos la mayor parte de las atribuciones que hasta entonces habían tenido
los cónsules. Pero con objeto de no dar á plebeyos facultades religiosas, cuida de no conceder á los
tribunos militares la prerrogativa que tenían los cónsules de observar por sí mismos el cielo y
realizar determinadas ceremonias religiosas. De esta manera el consulado solamente queda
suspendido y se le mantiene en reserva (...)

1) Poco a poco mostró el pueblo menos desinterés, y los tribunos militares, cuyo número fué
elevado sucesivamente á seis y hasta diez, fueron muy pronto elegidos indistintamente. Esta
magistratura duró setenta y ocho años, hasta el 365 antes de J. C., época en que el Senado tuvo al
fin que ceder en la cuestión del consulado plebeyo (…)

3) El paraje que elegían los augures para consultar los auspicios se llamaba tabernaculum, palabra
cuyo sentido es casi igual al de arx y de templum. Si esta primera ceremonia no se realizaba con los
ritos convenientes, anulábanse todas las operaciones de los comicios. Tales eran en cuanto á esto los
escrúpulos religiosos de los antiguos romanos, que si inmediatamente después de la proclamación
de la votación, ó algunos meses más adelante, declaraban los augures que había habido defecto de
forma en la observación de los presagios, se obligaba a los magistrados a resignar los cargos, por no
haber sido regularmente elegidos. Compréndese que los patricios se esforzaran en conservar un
privilegio que les daba derecho de anular toda elección contraria á los intereses de su orden.

(1) Las magistraturas curules, esto es, aquellas que daban al que las tenía derecho para sentarse en
la silla curul, eran en esta época la dictadura, el consulado y el tribunado militar. Más adelante se
unieron a estas la censura, la pretura y la edilidad patricia.

(Año 443 a. C.: establecimiento de la censura) (…) En este mismo año se estableció la censura
(1), que al principio no tuvo grande importancia, pero que tomó más adelante tal desarrollo, que
tuvo á su cargo la dirección de las costumbres y de la disciplina romana, decidiendo severamente
acerca del honor de los senadores y caballeros, y contando entre sus atribuciones la inspección de
los lugares públicos y particulares, así como también la administración de las rentas del pueblo
romano. Establecióse esta magistratura, porque no habiéndose hecho el censo en muchos años y
siendo ya imposible diferirlo más, no teniendo los cónsules, en medio de tantas guerras como
amenazaban, tiempo para ocuparse de estas operaciones, manifestaron al Senado que siendo
penosas y en manera alguna consulares, exigían un magistrado especial, del que dependerían los
escribas; que tendría la custodia y cuidado de los registros, y arreglaría á su gusto la manera de
hacer el censo.

(1) Desde que el Senado se vió obligado á entrar por el camino de las concesiones, adoptó como
regla de conducta debilitar, aminorar todo cuanto se veía obligado á conceder al pueblo. Obligado á
confiar casi toda la autoridad consular á magistrados que podían ser plebeyos, apresuróse a dividir
entre dos magistraturas el poder que pertenecía a una sola cuando era patricia. Por lo cual, dos años
después del establecimiento de los tribunos militares, creó la censura. Creada de esta manera la
censura á expensas del consulado, y que más adelante había de llegar á ser el primer cargo del
Estado, era magistratura curul. Solamente los patricios podían llegar a ella, siendo como
indemnización por las concesiones que acababan de hacerse. Roma, con su numerosa población,
con su extenso territorio, no pudo contentarse con la organización que tenía en otro tiempo, cuando
solamente era población poco importante. Las obligaciones eran demasiado fatigosas para un
hombre solo; y fué necesario duplicar al menos los funcionarios.

(Sitio de Ardea por los volscos y su derrota por los romanos) (…) pasan bajo el yugo vestidos
con sencilla túnica (1)...

1) Antes de hacer pasar bajo el yugo á las tropas vencidas, las despojaban de las armas y de los
vestidos, á excepción de una sencilla túnica.

(Año 440 a. C.: hambruna en Roma) (…) Considerable número de plebeyos que habían perdido
toda esperanza, antes que arrastrarse entre tales tormentos, se cubrieron la cabeza (1) y se arrojaron
al Tíber.

1) Los antiguos, cuando se entregaban á la muerte ó la veían acercarse, acostumbraban á envolverse


la cabeza. Sócrates y Ciro al morir, César al caer bajo el puñal de sus asesinos, se envolvieron la
cabeza en el manto.

(Año 437 a. C.: derrota de Lars Tolumnio, y triunfo de Mamerco Emilio) (…) Los soldados, en
las incorrectas canciones (1) que habían compuesto en su honor (de Cornelio Coso), le comparaban
á Rómulo...

1) Es decir, cantos improvisados, en los que no guardaban ritmo ni medida. Esta era la costumbre de
los soldados en los triunfos.

(…) Por mi parte he oído de los mismos labios de Augusto César, fundador o restaurador de todos
nuestros templos, que cuando entró en el de Júpiter Feretriano, que reedificó porque se derrumbaba
de vejez, leyó él mismo esta inscripción en la coraza lintea (1)...

(1) La coraza que Cosso arrebató á Tolumnio, porque si los romanos no usaban aún la coraza de
lino, es evidente que los italianos la tenían. Estas corazas estaban construidas sin duda con hilo de
lino cruzado y superpuesto de tal manera, que resistían à las armas arrojadizas.

(Año 436 a. C.: peste en Roma) (…) Por esta razón, el pueblo, bajo la dirección de los duunviros
(2), hizo rogativas públicas (1).

(2) Los duunviros eran los magistrados á quienes estaba encomendada la custodia de los libros
sibilinos, consultándolos en las circunstancias difíciles. Ofrecían los sacrificios prescritos en estos
libros y celebraban también los juegos seculares. En el año de Roma 387 se elevó su número á diez.
Más adelante los elevó Sila á quince y César á dieciséis.

(1) Cuando amenazaba ó caía sobre el Estado alguna calamidad, se disponían lectisternos,
sacrificios, rogativas extraordinarias, cuya fórmula dictaban los duumviri sacris faciundis, y no,
como se ha pretendido, duunviros nombrados para este efecto. En tiempo de Claudio, pertenecía
esto al pretor. Designábase esta ceremonia con el nombre de suplicatio, y las oraciones que se
recitaban llamábanse obsecratio.
(Año 433 a. C.: Mamerco Emilio rebaja la censura) (…) resolvió, para dejar un monumento de
su dictadura, rebajar la autoridad de los censores, bien porque le pareciese excesiva, bien porque le
extrañase más su duración que su extensión (…) “Que él propondría una ley para reducir á un año
y un semestre la duración de la censura.” Esta ley se aprobó á la mañana siguiente por unánime
asentimiento del pueblo (…) En cuanto a los censores, disgustados con Mamerco porque había
rebajado una magistratura del pueblo romano, le cambiaron de tribu (1), y le cargaron con un
impuesto ocho veces más considerable del que le correspondía.

(1) No se contentaron con tasar sus bienes en ocho veces su valor para que pagase un censo ocho
veces mayor que debía, sino que, en conformidad con el derecho de su cargo, le cambiaron de tribu,
haciéndole pasar á otra menos considerada, de una tribu del campo, por ejemplo, á una urbana, y le
privaron además de todos los derechos de ciudadano, no dejándole más que la obligación de pagar
los tributos. Parece que esta determinación no fué permanente, y que los censores siguientes
anularon, como podían, la sentencia dada contra Mamerco, puesto que fué nombrado dictador por
tercera vez.

(Año 432 a. C.: Lex Pinaria Furia Postumia) (…) Decidióse que para cortar las intrigas
presentarían los tribunos una ley por la cual se prohibiría á todos los candidatos añadir nada á su
toga blanca (1) .

(1) La toga romana era blanca; pero cuando un ciudadano solicitaba un cargo, aumentaba la
blancura de su toga, frotándola con tierra de Cimoles: de aquí las palabras candidati, toga candida.
Por lo demás, parece que esta primera ley contra las intrigas no tuvo consecuencias.

(Año 431 a. C.: guerra con los equos y volscos) (…) Habiéndose hecho las levas a nombre de la
ley Sacra (2), que entre ellos era el medio más poderoso para reunir soldados (…) Algunos autores
obscurecen el brillo de aquella gloriosa dictadura, refiriendo que A. Postumio hizo decapitar a su
propio hijo, que, arrastrado por la ocasión, abandonó su puesto y libró un combate, del que salió
victorioso. Difícil me es creerlo (…) Mi razón es que se dice “orden manliana” y no “postumiana”,
y el primer autor de una severidad tan cruel debió señalar con su nombre el rasgo que le caracteriza.
Además, Manlio recibió el nombre de Imperioso (3) (...)

2) Esta ley, por la que se votaba á los dioses infernales la cabeza de los que no respondían al
llamamiento de la patria, estaba en uso en los pueblos vecinos de Roma. Así, en el año 445 de
Roma, los etruscos, antes de comenzar la lucha que terminó con la batalla del lago Vadimón,
levantaron un ejército formidable, lege sacrata. Quince años después, los samnitas, para resistir á
Roma, recurrieron a la misma ley.

(3) T. Manlio no debía este dictado á su cruel severidad con su hijo. Habíalo recibido de su padre, T.
Manlio, á quien se calificó así por el extraordinario rigor con que llevó a cabo su alistamiento de
tropas; y su hermano Cn. Manlio, L. T. Capitolinus Imperiosus, que fué dos veces cónsul en esta
época, lo llevaba también, aunque no se le atribuye ningún acto de crueldad.

(Año 430 a. C.: aestimatio multarum) (…) Los tribunos se preparaban á presentar, para el arreglo
de la cuantidad de las multas (2), una ley que no podía menos de agradar al pueblo; cuando los
cónsules, instruidos del proyecto por la traición de un individuo del colegio, se apresuraron á
prevenirlo.

(2) En los primeros tiempos, pertenecía á los cónsules solamente, en virtud de la ley Valeria, el
derecho de imponer multas. Según Dionisio de Halicarnaso, en el año 300 de Roma, la ley Aternia
Tarpeya extendió este privilegio á todos los magistrados cuya autoridad fuese desobedecida, pero
decidió que el valor de la multa más alta no excediera de dos bueyes y treinta ovejas.

(Año 423 a. C.) (…) Acontecimiento extraño, pero digno de memoria, que se refiere á este año, fué
la toma de Vulturno por los samnitas, ciudad de los etruscos, llamada hoy Capua, y lo mismo desde
entonces, de Capye, jefe de los samnitas, ó (lo que parece más verosímil) de la campiña que la
rodea. No se apoderaron de ella hasta que los etruscos, cansados de la guerra, les admitieron á
compartir con ellos su ciudad y sus tierras: después, en un día de fiesta, cuando los antiguos
habitantes estaban dominados por el sueño y los festines, les asaltaron y degollaron durante la noche
los nuevos colonos.

(Año 423 a. C.: guerra contra los volscos) (…) Sex. Tempanio, decurión de caballería (1 ) (…) De
las casas desoladas donde llamaban á los suyos (1) (…) demandado delante de ellos M. Postumio,
que había sido en Veyas tribuno consular, fué condenado á una multa de diez mil libras de peso de
cobre (1).

(1) Cada turma ó escuadrón tenía tres decuriones ó comandantes de diez hombres, y el primer
elegido entre ellos mandaba la turma. Llamábase á este dux turmae. Cada decurión tenía un
subalterno.

(1) Acostumbraban los romanos llamar tres veces y en voz alta á la persona que acababa de morir, y
para expresar esta fúnebre despedida, empleaban las palabras conclamatio, conclamare.

(1) En los primeros tiempos las monedas tenían realmente el peso que indicaban sus nombres, y
cuando la cantidad era algo considerable, la pesaban en ver de contarla. De aquí la locución aes
grave, que no debió empezar á usarse hasta que se disminuyó el peso del as y pudo distinguirse bien
la moneda antigua de la moderna, que era más ligera. Creen algunos que el aes grave se
diferenciaba del aes rude en que este último era un pedazo de cobre sin sello.

(Año 420 a. C.: proceso contra la virgen vestal Postumia) (…) Después de ampliada la causa (1)
(…)

(1) Cuando un asunto no parecía bastante claro, y los jueces no se encontraban suficientemente
convencidos de la culpabilidad o inocencia del acusado, escribían en las tablillas N. L. (non liquet).
Entonces pronunciaba el pretor la palabra amplius, y se dejaba la causa para el día siguiente. Este
aplazamiento se llamaba ampliatio, de donde nacía la palabra ampliari. Las vestales estaban bajo la
vigilancia inmediata del pontífice máximo. Éste era quien las consagraba pronunciando la fórmula
sagrada.

(Año 416 a. C.: propuesta de Ley agraria) (…) Eran los agitadores del pueblo Spurio Mecilio y
Metilio, tribunos del pueblo, el primero por cuarta vez y el segundo por tercera, nombrados los dos
en ausencia. Estos habían presentado una proposición para el repartimiento igual y por cabeza de las
tierras tomadas al enemigo (1); y como por consecuencia de este plebiscito los bienes de los nobles
se declaraban del Estado (porque la ciudad, fundada en suelo extranjero, no poseía rincón de terreno
que no hubiese sido conquistado por las armas, y el pueblo no tenía más que lo que le había vendido
ó asignado la república) era inminente empeñada guerra entre la plebe y los patricios.

1) Construida Roma en suelo extranjero, y dependiendo originariamente de la ciudad de Alba, casi


no tenía terreno que no hubiese conquistado con la espada. Los patricios y los que tenían mayor
parte en el gobierno habían tomado primeramente algunos cantones á censo y á renta; después se
habían apropiado lo que más les convenía, formándose una especie de patrimonio. Larga
prescripción había cubierto estas usurpaciones, y hubiese sido muy difícil distinguir los antiguos
límites que separaban lo que pertenecía al público del dominio concedido a cada particular.
(Año 414 a. C.: motín de los soldados contra Marco Postumio Albino) (…) Como se murmuraba
públicamente así, el cuestor P. Sextio, creyendo que la violencia podría reprimir una sedición que la
violencia había provocado, mandó al lictor (1) (…)

(1) Varrón, citado por Aulo Gelio, dice que los cuestores no tenían lictores ni viatores; y sin
embargo, Tito Livio atribuye terminantemente uno á P. Sextio; Justo Lipsio dice que éste podría
tener uno, no como cuestor, sino porque mandaba el ejército en ausencia del cónsul. Algunos
sostienen que los cuestores no tenían lictores en Roma, pero sí en provincias.

(Año 409 a. C.: nombramiento de los primeros cuestores plebeyos) (…) Creáronse cónsules a
Cneo Cornelio Cosso y a L. Furio Medulino, éste por segunda vez. Jamás vió el pueblo con mayor
disgusto que se le privase de comicios tribunicios. Su cólera la manifestó vengándose en los
comicios para la elección de cuestores, en los que por primera vez eligió cuestores entre los
plebeyos; de manera que, de cuatro nombramientos, un solo patricio, Q. Fabio Ambusto, fue
elegido, siendo preferidos tres plebeyos (…). Dícese que esta atrevida elección la impusieron al
pueblo los Icilios, familia que era declarada enemiga de los patricios, y de la que, aquel año, habían
salido tres tribunos del pueblo (…) Fue, por consiguiente, esta victoria muy importante para los
plebeyos, no porque apreciasen mucho la cuestura, sino porque era para los hombres nuevos camino
abierto para el consulado y los triunfos. Los patricios murmuraban por su parte, no por la
participación, sino por la pérdida de sus honores: “Si esto sucede, decían, ¿a qué educar hijos que,
rechazados del rango de sus mayores, verán a los extraños dueños de su dignidad, y que no
teniendo otro recurso que hacerse salienos (1) o flámines, para sacrificar a nombre del pueblo,
permanecerán despojados de los mandos y magistraturas?”

1) Los salienos eran sacerdotes de Marte, establecidos por Numa, en número de doce. Su nombre
venía de la costumbre que tenían de recorrer la ciudad saltando en las fiestas solemnes. Había tres
clases de flámines ó sacerdotes, diales o de Júpiter, marciales ó de Marte, y quirinales ó de Rómulo.

(Año 406 a. C.: primer sueldo a los soldados) (…) A este primer beneficio los jefes del Estado
añadieron otro que fue muy oportuno. Adelantándose a toda petición del pueblo o de los tribunos, el
Senado decretó que los soldados recibirían sueldo del Tesoro público (1): hasta entonces, cada cual
había hecho la guerra a su costa.

1) Esto fué para la infantería; la caballería no obtuvo sueldo hasta cuatro años después.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO V

(Año 403 a. C.: sitio de Veyes en invierno. Discurso de Apio Claudio Craso al pueblo romano,
en defensa del sitio y contra los tribunos del pueblo) (…) “En inmensa extensión han construído
un parapeto y abierto fosos (1), dos trabajos rudos y difíciles; han construído castillos (2) (…)”
“Sujetamos al suplicio del palo (1) al que abandona sus enseñas ó su puesto (…)”

(1) Entendíase por fossa un foso que ordinariamente tenía nueve pies de profundidad y doce de
anchura, fortificándolo con un parapeto formado con la tierra que se sacaba de él y defendido con
estacadas. Las vinae eran máquinas construidas con madera y mimbre y cubiertas con tierra, cuero ú
otra materia de difícil combustión. Hacíanlas avanzar por medio de ruedas, sobre las que estaban
montadas. Al abrigo de estos manteletes los sitiadores hacían jugar el ariete ó procuraban horadar
las murallas. En cuanto á las tortugas, testudines, se diferenciaban poco de los manteletes por la
forma y el uso. Llamábanse así, porque ofrecían a los soldados asilo semejante al que tiene en su
concha la tortuga.
(2) Al principio fueron pequeños campamentos atrincherados y circunvalados; más adelante fueron
sitios altos y fortificados.

(1) El suplicio del palo lo describe Polibio: “El soldado , dice, que abandona su puesto, es llevado
ante el consejo, y si se le condena, sufre el suplicio del palo. Este suplicio es como sigue: el tribuno
toma un palo y le toca con él; en seguida todos cuantos están en el campamento se arrojan sobre él
y le abruman á pedradas y palos. Si el desgraciado consigue escapar, no se libra por ello, porque
ni puede volver á su patria, ni sus mismos padres podrían darle asilo.”
“Esta pena se aplica también, continúa diciendo Polibio, a los culpables de robo dentro de un
campamento, á los testigos falsos, á los que abusan de un joven y á los que han sido castigados tres
veces por idénticos delitos.”
No debe confundirse este castigo con el de la vara, vitis, que se aplicaba por faltas más leves y por
los mismos centuriones.

(Año 403 a. C.: sitio de Veyes) (…) Habíase prolongado la calzada (1) hasta la ciudad y solamente
faltaba aplicar los manteletes á las murallas (…) pero de pronto, los que pagaban el censo ecuestre,
sin que el Estado les hubiese asignado aún los caballos (1), se ponen de acuerdo, se presentan al
Senado, y habiendo obtenido audiencia, proponen equiparse y servir á su costa (…) reunidos los
senadores en la Curia, dan un senatu-consulto disponiendo: “Que los tribunos militares convocarán
una asamblea, darán las gracias a los peones y a los caballeros, y dirán que el Senado promete no
olvidar jamás su piedad para con la patria; que sin embargo se complace en asignar sueldo (1) a
todos los que se han ofrecido fuera de turno para el servicio militar”. Dióse paga fija a los jinetes, y
desde aquel día comenzaron a montar caballos propios (…)

1) Era una calzada alta, construida con madera, zarzos y piedras, y dirigida hacia la plaza sitiada.
Aumentábase sucesivamente su altura hasta que igualaba ó superaba la de las murallas. La calzada
que levantó César en el sitio de Avaricum tenía trescientos treinta pies de ancha y ochenta de alta .

(1) No bastaba tener la renta ecuestre para gozar del rango de caballero. No había más caballeros
que aquellos á quienes concedían los censores un caballo comprado y mantenido á costa del Estado,
por cuya razón se les llamaba publicus.

(1) No dice Tito Livio á cuánto ascendía esta paga. En otro punto dice que era triple á la de la
infantería. En la época en que escribía Polibio, los peones recibían dos óbolos por día (poco más de
32 céntimos), el centurión cuatro y el jinete seis. Hasta César no cambió el sueldo; César lo duplicó
y Domicio añadió tres piezas de oro por año. Estas cantidades parecerán elevadas si se tiene en
cuenta que el modio de trigo no valía ordinariamente en Italia más que cuatro óbolos, el de cebada
la mitad, y que un modio de trigo bastaba á un soldado para ocho días.

(Año 402 a. C.: sitio de Veyes: derrota romana y nombramiento de nuevos tribunos militares)
(…) Adoptada generalmente esta proposición (1) …

(1) Cuando el Senado iba á dar un decreto, se recogían los votos per decissionem, es decir, que el
presidente hacía pasar á un lado de la sala los que eran favorables al decreto, y al otro lado los
contrarios; de aquí la frase ire pedibus in sententiam alicujus, aprobar la opinión de alguno, y
discedere ó transire in alia omnia, opinar lo contrario.

(Año 401 a. C.: nombramiento irregular de los tribunos del pueblo) (…) Los patricios
procuraron entonces hacer cubrir los puestos vacantes por los que habían sido nombrados, y trataron
de que se les nombrase; y, no pudiendo conseguir esto último, alcanzaron al menos, lo cual era
verdadero atentado a la ley Trebonia (1), que se completase el número de los tribunos como habían
propuesto, e hicieron recaer la elección en C. Lucrecio y M. Acucio, a quienes patrocinaban.
(1) Disponía esta ley que el magistrado que propusiera al pueblo romano la elección de tribunos, la
propondría hasta que el pueblo hubiese nombrado diez. El objeto de esta ley era impedir la
cooptación, es decir, el nombramiento de cierto número de magistrados por otros.

(Año 399 a. C.: peste en Roma) (…) Después de riguroso invierno, la intemperie del cielo, las
bruscas variaciones atmosféricas u otras causas produjeron un estado pestilencial y funesto para
todos los seres vivientes. Como no se veía motivo ni término para aquella enfermedad incurable, a
consecuencia de un senatu-consulto se recurrió a los libros sibilinos. Los duunviros, encargados de
las ceremonias sagradas, hicieron por primera vez un lectisterno en la ciudad de Roma (1), y
durante ocho días, para aplacar a Apolo, Latona y Diana, Hércules, Mercurio y Neptuno,
permanecieron aderezados tres lechos con magnífico aparato. Los particulares celebraron también
aquella solemne fiesta; en toda la ciudad dejaron abiertas las puertas y pusieron al alcance de todos
el uso común de las cosas; todos los extranjeros, conocidos o no conocidos, estaban invitados a la
hospitalidad; hasta para los enemigos se empleaban palabras suaves y clementes; renuncióse a las
quejas y procesos; durante aquellos días se quitaron también las cadenas a los prisioneros, y después
se mostró escrúpulo en volver a la prisión a aquellos a quienes los dioses habían libertado de tal
manera (…)

(1) En las circunstancias difíciles ó importantes se ofrecían á los dioses banquetes que presidían
magistrados especiales epulones, en número de siete (septem viri epulonum). Para esto se colocaban
en el templo, en derredor de una mesa suntuosamente servida, lechos cubiertos con magníficos
tapices y asientos guarnecidos con cojines, sobre los que colocaban las estatuas de los dioses y las
diosas invitados al festín. Valerio Máximo dice que en estas circunstancias las divinidades seguían
los usos humanos; que Júpiter estaba acostado en un lecho (lectisternium), mientras que Juno y
Minerva estaban colocadas en asientos (selisternium).

(Año 398 a. C.: profecía sobre la caída de Veyes) (…) “Así, pues, los libros de los destinos y la
ciencia etrusca enseñan que cuando los romanos hayan desecado el lago Albano, después de una
crecida de sus aguas, conseguirán la victoria sobre los veyos. Antes de esto, no abandonarían los
dioses á Veyas» (1). (…) Descubrióse al fin que la negligencia en las ceremonias y la interrupción
de las solemnidades de que se quejaban los dioses dependían sin duda de que los últimos
magistrados, irregularmente elegidos, no habían observado las formas establecidas para la
celebración de las fiestas latinas y de los ritos sagrados en el monte Albano (1).

(1) Creían los paganos que los dioses tutelares de una ciudad se retiraban cuando estaba para caer
en manos de sus enemigos. Virgilio habla de la retirada de los dioses de Troya. Los tirios, sitiados
por Alejandro, imaginaron que Apolo quería abandonarles y pasar al campamento de este príncipe;
y para impedir al dios que huyese, ataron su estatua con una cadena de oro al altar de Hércules.
Dependía esto de la idea muy común en la antigüedad pagana de que el espectáculo de la
destrucción manchaba á la divinidad. Así, en Homero, Apolo se aleja de Héctor en cuanto ve
inclinarse hacia el Erebo las balanzas de oro que pesaban el destino del héroe troyano; así, en
Virgilio, Yuturna se apresura á separarse de su hermano en cuanto reconoce, en el estremecimiento
de sus alas, el ave fatal que viene á anunciarle su muerte.

(1) Estas fiestas las estableció Tarquino el Soberbio para perpetuar la memoria del tratado que
concluyó con los latinos y algunos pueblos de los hérnicos y de los volscos. Cuarenta y siete
pueblos tomaban parte en el sacrificio que anualmente se hacía allí á Júpiter, protector del Lacio.
Los romanos presidían. Durante la celebración de estas fiestas debía cesar toda querella, toda
guerra. Tarquino no consagró más que un día; añadióse otro después de la expulsión de los reyes;
otro además en 261, época de la reconciliación del Senado con el pueblo; y en fin, el cuarto día
después de la ley que abrió el consulado á los plebeyos. Las ferias latinas no se celebraban en días
fijos; los cónsules señalaban cada año la época, y era costumbre que las celebrasen antes de partir
para sus provincias.

(Año 395 a. C.: toma de Veyes. Juno entra en el panteón romano) (…) Cuando se arrebataron de
Veyas todas las riquezas profanas, los romanos se apoderaron de las de los dioses y de los dioses
mismos, pero más como religiosos que como ávidos despojadores: así, pues, jóvenes elegidos en el
ejército entero, lavado y purificado el cuerpo, vestidos de blanco, habiendo sido designados para
transportar á Roma á Juno Reina, entraron con sumo respeto en su templo y con profunda
veneración pusieron la mano sobre ella; porque las costumbres de la Etruria no conceden este
derecho más que á un sacerdote de determinada familia. Después de esto, habiendo dicho uno de
ellos, bien por inspiración divina, bien por ocurrencia de joven, «¿Quiéres ir á Roma, Juno?», los
demás aseguraron que la diosa había expresado su aprobación con un movimiento de cabeza: y esto
es lo que dió origen al fabuloso rumor de que se la había oído decir: “Sí quiero”. Pero lo cierto es
que se la pudo mover de su puesto sin grandes esfuerzos; y que parecía seguir ligera y dócil á los
jóvenes, más bien que ser transportada por ellos; encontrándose intacta cuando llegó al Aventino, su
eterna morada, adonde la llamaron los votos del dictador romano, y donde más adelante le dedicó
Camilo el templo que la había ofrecido.

(Año 393 a. C.: se vota en los comicios por tribus sobre trasladarse a Veyes) (…) Como no
empleaban (los patricios) la violencia, sino la súplica, y en ésta hablaban mucho de los dioses,
excitaron los sentimientos religiosos del mayor número y se declararon más tribus en contra de la
adopción de la ley que por su aprobación (1). Esta victoria fue tan grata a los patricios, que al día
siguiente, a propuesta de los cónsules, se dió un senatus-consulto por el que se concedía al pueblo
siete yugadas de tierra en territorio veyano. En esta distribución no se tenía en cuenta solamente a
los padres de familia, sino que también a todas las cabezas libres de cada casa; la esperanza de
herencia alentaba así el aumento de la familia.

1) Los votantes se servían para rechazar la ley de tablillas en que estaban escritas las letras A. P.,
abreviatura de antiquo probo, apruebo las leyes antiguas, rechazo las nuevas. De aquí antiquare
legem, rechazar una ley. Para la adopción se escribía en las tablillas U. R., uti rogas, como pides,
como quieres, opino como tú. Ferre, rogare, eran las palabras propias para expresar la acción del
magistrado que presentaba una ley al pueblo. Jubere, sciscere expresaban la adopción de la ley por
el pueblo; de este último verbo viene plebiscita.

(Año 391 a. C.: inminente guerra con los galos) (…) Habiendo preguntado los romanos: «¿Con
qué derecho venían á exigir terrenos á otro pueblo y á amenazar con la guerra, y qué tenían que
hacer ellos, siendo galos, en Etruria», les contestaron con altivez: “Que llevaban el derecho en las
armas, y que todo pertenecía á los varones esforzados”.

(Batalla del río Alia) (…) A la derecha tenían una altura, donde creyeron conveniente colocar los
subsidiarios (1)...

(1) Llamábanse así estos veteranos escogidos, porque esperaban el momento de atacar rodilla en
tierra y cubiertos con el escudo.

(Después de la victoria de Camilo sobre los galos) (…) Como era celoso observador de las
prácticas religiosas, ante todo ocupó al Senado de los deberes que tenía que cumplir con los dioses
inmortales, e hizo dar este senatus-consulto: “Todos los templos, por haberlos poseído el enemigo,
serán trazados de nuevo, reconstruidos y purificados por la expiación. Los decenviros buscarán en
los libros sagrados las fórmulas de estas ceremonias expiatorias. Admitiráse a los ceretos al
derecho de hospitalidad, en agradecimiento a haber recogido los objetos del culto y a los
sacerdotes del pueblo romano, y porque gracias al beneficio de este pueblo ha continuado sin
interrupción el culto de los dioses inmortales. Celebraránse los Juegos Capitolinos en
agradecimiento a Júpiter Óptimo Máximo, que en aquel extremo peligro ha protegido su morada y
la fortaleza del pueblo romano (...)”. Dispúsose además una expiación en memoria de aquella voz
que se oyó antes de la guerra gala anunciar durante la noche los desastres de Roma, y que no fue
atendida, decretándose la construcción de un templo en la Vía Nueva en honor de Aio Locuente (1).
(…) El espíritu religioso de la ciudad se mostró de la misma manera, cuando faltando oro al erario
para pagar el rescate a los galos, las matronas recogieron y ofrecieron el suyo para que no se tocase
al de los dioses. Diéronse las gracias a las matronas, a las que se concedió además un honor
reservado hasta entonces a los hombres: el derecho a solemne elogio después de su muerte.

(Reconstrucción de Roma) (…) El Estado suministró la teja y se autorizó para tomar piedra y
madera donde se quisiese, con tal de que se comprometiesen a terminar el trabajo en el año. Sin
cuidarse ninguno de si edificaba sobre su terreno o sobre el ajeno, se apoderó del primer solar
vacante, y la precipitación hizo que no se cuidasen de alinear las calles. Por esta razón, las antiguas
cloacas, que se querían hacer pasar por debajo de las calles y de las plazas, se encuentran hoy
debajo de las casas particulares, y en general la ciudad está más aglomerada que bien repartida.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO VI

(Tito Livio reconoce la oscuridad, por falta de fuentes, de la historia de Roma hasta su toma
por los galos) En cinco libros dejo consignada la historia de Roma desde su fundación hasta su
toma por los galos: historia que abarca la época de los reyes, la de los cónsules y dictadores, los
decenviros y los tribunos consulares; las guerras extranjeras, las disensiones intestinas; historia
oscura, y que por su extraordinaria antigüedad aparece como los objetos que apenas se ven por su
mucho alejamiento, y por la insuficiencia y escasez en aquellas mismas épocas de documentos
escritos, únicos guardianes fieles de los hechos pasados; y en fin, por la destrucción casi completa,
en el incendio de la ciudad, de los registros de los pontífices y de otros monumentos públicos y
particulares. Con más claridad y certeza expondré en adelante los acontecimientos, tanto interiores
como exteriores; este renacimiento de la ciudad, que brota, por decirlo así, de su asiento con más
savia y lozanía.

(Año 389 a. C.: se establecen días religiosos) (…) En esta época se comenzó a designar también
los días religiosos (1); el día decimocuarto antes de las kalendas sextiles, señalado por doble
desastre, la matanza de los Fabios en Cremera y la vergonzosa derrota del ejército romano sobre el
Alia, seguida de la ruina de Roma, llamóse por este último revés día del Alia, y se decretó que ni el
Estado ni los particulares emprenderían nada en este día. Como al día siguiente de los idus de julio
el tribuno militar Sulpicio sacrificó sin resultado y sin cuidar de aplacar a los dioses, y tres días
después entregó el ejército romano a los golpes del enemigo, dícese que por esta razón se dispuso la
abstención de todo acto sagrado en el día siguiente de los idus; y en lo sucesivo, según algunas
tradiciones, esta piadosa prohibición se extendió al día siguiente de las kalendas y de las nonas.

(1) Primeramente se dividían los días entre los romanos en fastos y nefastos, permitidos y
prohibidos; es decir, días destinados al trabajo y días destinados al descanso. Durante los días
nefastos quedaba suspendida la acción de los tribunales. Mientras duraban estos días, estaba
prohibido todo acto público; no podía presentarse ninguna ley, ni reunir al pueblo, ni nombrar
magistrados. En los calendarios se les designaba con una N, y los días fastos con una F. También
existían días mixtos, llamados dies intercisi, porque no podían ser fastos más que durante el tiempo
que mediaba entre la inmolación de la víctima y la ofrenda de las entrañas: inter coesa et porrecta.
Llamábanse días religiosos a los que, habiendo sido señalados por alguna grande calamidad pública,
el pontífice los declaraba religiosi, infausti, atri. En los fastos públicos se les señalaba con tiza y
carbón. Durante estos días debían abstenerse de ofrecer sacrificios y de emprender cualquier
negocio. Eran por consiguiente nefastos también, pero no todos los días nefastos eran religiosos.
(Año 388 a. C.: múltiples enemigos amenazan a Roma. Camilo, nombrado de nuevo dictador,
hace leva de soldados) (…) Por una parte los volscos, antiguos enemigos, habían tomado las armas
para destruir el nombre romano, y por otra todos los jefes de la Etruria, reunidos en el templo de
Voltumna (1), se habían puesto de acuerdo para la guerra (…) después de proclamar la vacación de
los tribunales, hizo una leva de soldados jóvenes. Hasta los ancianos a quienes quedaban fuerzas
prestaron juramento (1) y fueron alistados por centurias (…)

(1) Voltumna, en cuyo templo se celebraban las asambleas generales de la Confederación etrusca, y
cuyo nombre y carácter recuerdan su epíteto y atribución comunes a Júpiter y Minerva, parece fue
la misma que la Conso de los romanos, diosa de los consejos públicos y protectora de los senadores.

(1) Alistóles en las centurias, es decir, en la infantería. Los jinetes estaban divididos en decurias. En
Aulo Gelio se encuentra una antigua fórmula de juramento militar, que él mismo extrajo del libro
quinto de la obra de Cincio Alimento, y que dice así: “Bajo la magistratura de C. Lelio, hijo de C.,
cónsul, y de L. Cornelio, hijo de P., cónsul, en el ejército y a diez millas en derredor no robarás por
malas artes, ni solo ni con otros, por más de una pieza de plata por día; y si, fuera de una lanza, un
hierro de lanza, leña, forraje, un odre, un saco, una antorcha, encuentras o coges alguna cosa que
no sea tuya y valga más de una pieza de plata, la llevarás a C. Lelio, hijo de C., o a L. Cornelio,
hijo de P., o a quien corresponda de los dos; o declararás dentro de tercero día lo que hayas
encontrado o robado sin malas artes, o lo devolverás a quien creas pertenece, de la manera que te
parezca más justa”.

(Año 388 a. C.: después de la victoria de Camilo) (…) En esta año se admitió al derecho de
ciudadanía a los tránsfugas veyos, capenatos y faliscos que durante estas guerras habían seguido al
ejército romano, y se dieron tierras a estos nuevos ciudadanos.

(Año 387 a. C.: se establecen cuatro tribus nuevas) (…) Estableciéronse además cuatro tribus
formadas de ciudadanos nuevos, la Stelatina, la Tromentina, la Sabatina y la Arniana, completando
con ellas el número de veinticinco (1).

(1) La tribu Stelatina tomaba su nombre de la llanura de Stelata, en Etruria, entre Capena y Veyes;
la Sabatina, del lago Sabatino, en Etruria también; la Tromentina, del territorio de Tromento; la
Arniana, cuyo verdadero nombre debió de ser Arniensis, debió de tomarlo del río Arno, en Etruria.
El número de las tribus, que la constitución de Servio Tulio fijó en veinte, se elevó a veintiuno por
la unión de la tribu Claudia el año de la muerte de Tarquino. Ahora se elevó a veinticinco, y más
tarde aumentó hasta treinta y cinco, de cuyo límite no pasó.

(Año 386 a. C.: Camilo, nombrado tribuno militar junto con cinco colegas, ordena las
funciones de éstos ante la inminente guerra con Antium) (…) “Otro ejército, a las órdenes de L.
Quincio, formado de ciudadanos a quienes la edad u otras causas eximan (1) del servicio,
guardará la ciudad y sus murallas (...)”. Proclamada la vacación de negocios (justitium), y
terminada la leva (…)

(1) A los ciudadanos exentos del servicio militar por causas justas, se les llamaba causarii. Estas
causas eran muy numerosas: la edad, un privilegio concedido en recompensa de algún servicio
eminente prestado a la patria, privilegio que podía ser temporal, como el de cinco años concedido a
los soldados de Praeneste; algunas dignidades, como las magistraturas y los sacerdocios; el haber
cumplido los años de servicio a que obligaba la ley, y en fin, las enfermedades y defectos físicos.
Los colonos militares estaban también exentos del servicio, y esta exención se llamaba sacrosanta.
Sin embargo, en algunas circunstancias imperiosas, como aquellas en que se encontraba la república
en la época presente, no se atendía a ninguna exención, y se alistaba a los causarii como a los
demás ciudadanos. Las guerras contra los galos se consideraban siempre en estas condiciones
excepcionales; pero cuando se llamaba a los causarii al servicio militar, se les daba siempre la
ocupación menos penosa.

(Año 384 a. C.: dictadura de Aulo Cornelio Cosso. Nueva guerra con los volscos) (…) Además
del fastidio de leer, referidos en tantos libros, los detalles de estas guerras continuas con los volscos,
no me asombraría se preguntase con sorpresa, como yo he quedado sorprendido al examinar los
escritores más cercanos de aquellos tiempos, cómo podían los volscos y los equos, tantas veces
vencidos, levantar nuevos ejércitos. Guardando silencio acerca de este punto los antiguos, ¿qué otra
cosa podré yo exponer sino mi opinión particular, como cada cual puede formar la suya según sus
propias conjeturas? Es verosímil, o que en el intervalo de una guerra a otra, como se hace hoy para
los alistamientos romanos, se acudiese a nueva clase de jóvenes que bastaba para comenzar de
nuevo la guerra; o que los ejércitos no se sacasen siempre del seno de los mismos pueblos, aunque
fuese la misma nación la que hiciese la guerra; o, en fin, que existiese innumerable multitud de
cabezas libres en aquellas comarcas, donde ahora se recogen con mucho trabajo algunos soldados, y
que, sin nuestros esclavos, estarían desiertas (1). Por lo demás (y todos los autores están de acuerdo
en este punto), a pesar de los últimos golpes descargados, bajo los auspicios y dirección de Camilo,
al poder de los volscos, su ejército era inmenso; y a los volscos se habían unido los latinos, los
hérnicos, circeyos y hasta romanos de la colonia de Velitres (…)

(1) En el tiempo de Tito Livio y mucho antes, en las campiñas de Italia superaba con mucho el
número de esclavos al de hombres libres. Dependía esto de tres causas principales: la aglomeración
de todas las tierras en las manos de corto número de poseedores, que las hacían cultivar a los
esclavos; de la emigración de la mayor parte de la población pobre o poco acomodada, atraída a
Roma por la distribución de trigo que allí se hacía al pueblo; y en fin, de la dispersión de los
ciudadanos por la inmensa extensión del Imperio. Formaráse idea de la importancia de esta última
causa de la despoblación de Italia recordando que, solamente en la provincia de Asia, y en el corto
transcurso de cuarenta años después de la sumisión de aquella comarca, Mitrídates pudo hacer
degollar un número de ciudadanos romanos que Valerio Máximo estima en ochenta mil, y que se
elevaba a ciento sesenta mil, según Plutarco y Dión Casio. Los primeros emperadores, asustados
por el progresivo decrecimiento de la población libre de Italia y por el aumento del número de
esclavos, trataron varias veces de poner remedio, pero sus esfuerzos fueron inútiles; el mal siguió
aumentando, hasta el punto que, habiendo pensado el Senado, dice Séneca, en que se distinguiesen
los esclavos por un traje particular, tuvo que renunciar a ello a causa de los peligros que habrían
amenazado al Imperio si hubiesen podido contarse.

(Año 384 a. C.: rebelión de Marco Manlio Capitolino) (…) Manlio no se contentaba ya con
discurrir: obraba, y sus actos, que tenían por pretexto el bien del pueblo, no llevaban en su intención
otro objeto que sublevarle. Un centurión que se había distinguido por hermosas hazañas, había sido
condenado como insolvente y le llevaban a las prisiones. Habiéndole visto Manlio, acudió al Foro
con sus gentes, y le libertó; en seguida, comenzando a declamar contra el orgullo de los patricios, la
crueldad de los usureros, las miserias del pueblo, los méritos de aquel hombre y su infortunio,
“inútil sería, dijo, que hubiese salvado con esta diestra el Capitolio y la fortaleza, si consintiese
que un conciudadano mío, que un compañero de armas fuese ante mi vista, como un prisionero de
los galos, llevado a la esclavitud o al encierro”. Dicho esto, paga al acreedor delante del pueblo, y
libre el deudor por la moneda y la balanza (1), se retira rogando a los dioses y a los hombres
concedan a M. Manlio, su libertador y padre del pueblo romano, digna recompensa.

(1) La venta por la moneda y la balanza se realizaba de esta manera: el pesador público tenía una
balanza, en presencia de cinco testigos, todos ellos ciudadanos romanos y con edad de pubertad; el
comprador, teniendo en la mano una moneda de bronce, pronunciaba esta fórmula: “Hunc ego
hominem ex iure Quiritium meum esse aio, isque mihi emptus esto hoc aere aeneaque libra”
(“Afirmo que este hombre es mío según derecho, y lo compro con esta moneda de bronce y esta
balanza”). En seguida golpeaba la balanza con la moneda, que entregaba al vendedor como precio
simbólico de la compra. Esta costumbre tuvo origen en el tiempo en que los romanos pesaban el
cobre por carecer de moneda.

(Año 384 a. C.: juicio, por tribunos de la plebe, de M. Manlio C., acusado de aspirar a la
realeza; su sentencia y muerte) (…) citan a Manlio. El pueblo se conmovió al pronto, viendo al
acusado cubierto de harapos y ni un senador a su lado, ni siquiera parientes o afines, en fin, ni sus
hermanos A. y T. Manlio: abandono sin precedentes, porque en circunstancias tan graves, jamás
habían dejado los parientes del acusado de cambiar también de traje. Cuando fue encarcelado A.
Claudio, C. Claudio, su enemigo personal, y toda la familia Claudia vistieron trajes de luto.
Poníanse de acuerdo ahora para perseguir a un hombre popular, porque era el primer patricio que
había pasado al pueblo (…) Nótese aquí, para la instrucción de los hombres, cómo la vergonzosa
pasión de reinar hace a las veces, no solamente estériles, sino odiosas las acciones más nobles.
Dícese que Manlio presentó más de cuatrocientos ciudadanos, cuyas deudas había pagado sin
interés de ninguna clase, impidiendo que se vendieran sus bienes o se adjudicasen sus personas.
Después de esto, no limitándose a recordar los honores que había recibido en la guerra, adujo
brillantes pruebas: los despojos de treinta enemigos muertos por él y cuarenta recompensas
recibidas de sus generales, entre las que se destacaban dos coronas murales y ocho cívicas (1).
Presentó además los ciudadanos que había salvado del poder del enemigo, entre otros C. Servilio,
jefe de los caballeros, que se encontraba ausente, y a quien nombró. Añádese que (…) se desnudó el
pecho, cubierto de nobles cicatrices; que en seguida, vueltos los ojos al Capitolio, pidió a Júpiter y a
los otros dioses que le socorriesen en su infortunio, y que, en su desgracia, inspirasen al pueblo
romano los sentimientos con que le animaron para la defensa del Capitolio y del mismo pueblo
romano; que, en fin, rogó a los jueces, juntos y separadamente, que contemplasen el Capitolio y la
fortaleza, y se volviesen hacia los dioses inmortales al pronunciar la sentencia. Como el pueblo se
reunía en el Campo de Marte (…), juzgaron los tribunos que si no separaban la vista de los
ciudadanos del recuerdo de tantas glorias, en sus ánimos preocupados con los beneficios de Manlio
no penetraría jamás el convencimiento de su crimen; prorrogóse, por tanto, el juicio y se convocó al
pueblo al bosque sagrado de Petelia, fuera de la puerta Nomentana, desde donde no podía verse el
Capitolio. Allí prevaleció la acusación, y aquellos hombres inflexibles pronunciaron una sentencia
fatal, odiosa a los mismos jueces. Dicen algunos que fue condenado por decenviros establecidos
para juzgar los crímenes contra el Estado. Los tribunos le precipitaron de la roca Tarpeya, y el
mismo paraje fue para el mismo hombre monumento de gloria insigne y terrible castigo. Después de
su muerte fue infamado dos veces: una por la República, porque como su casa se encontraba en el
punto donde hoy se alza el templo de Moneta, el pueblo decretó que ningún patricio habitase en lo
sucesivo en la fortaleza o en el Capitolio; la otra por su familia, porque los Manlios acordaron que
en adelante ningún individuo de esta familia pudiese llamarse M. Manlio. Así terminó aquel
hombre, que de no haber nacido en una ciudad libre habría sido digno de memoria. El pueblo, no
teniendo ya nada que temer de él, no recordó más que sus buenas cualidades, y le deploró (…)

(1) Había muchas clases de coronas militares. Las más honrosas, eran las llamadas triunfales,
obsidionales, cívicas, murales, castrales y navales. Cítase también la corona oval; la última de todas
es la de olivo, que se daba a los que, sin haberse encontrado en el combate, procuraban el triunfo al
vencedor.
Las coronas triunfales eran de oro y se daban a los generales para que se adornasen el día del
triunfo; a esto se daba el nombre de aurum coronarium. En los primeros tiempos eran de laurel,
después las hicieron de oro.
La corona obsidional era la que ofrecían los sitiados al general que los libertaba. Esta era de musgo
recogido en el paraje donde estaban encerrados los sitiados.
Llamábase corona cívica la que recibía como testimonio de gratitud el ciudadano de mano de otro
ciudadano a quien salvaba la vida en el combate. Esta era de hojas de encina.
Corona mural era la que concedía un general al primero que se presentaba para subir al asalto y
escalaba las murallas de una plaza enemiga; por esta razón se la adornaba con almenas.
Llamábase castral la que el general daba a los soldados que penetraban primero combatiendo en el
campamento enemigo. Esta tenía adornos en forma de atrincheramientos.
La corona naval se daba al que en combate marítimo se lanzaba el primero armado sobre nave
enemiga. Esta estaba adornada de proas.
Las coronas mural, castral y naval eran de oro. La oval, de mirto; con ésta se adornaban los
generales que entraban en la ciudad con los honores de la ovación.
Dice Plinio que Manlio, antes de cumplir diez y siete años, había arrancado dos despojos, y que fue
el primer jinete a quien se dió la corona mural; que obtuvo seis coronas cívicas y treinta y siete
recompensas militares; que recibió veintitrés heridas de frente y salvó a P. Servilio, jefe de los
caballeros, aunque herido él mismo en un hombro y un muslo.

(Año 375 a. C.: los tribunos del pueblo Cayo Licinio Calvo Estolón y Lucio Sextio Sextino
proponen las que serían después Leges Liciniae-Sextiae o Leyes Licinias-Sextias. Reacción de
los patricios. Durante cinco años no se nombran tribunos militares) (…) Creados tribunos C.
Licinio y L. Sextio, propusieron muchas leyes, contrarias todas al poder de los patricios y
favorables al pueblo. La primera, acerca de las deudas, tenía por objeto hacer deducir del capital los
intereses recibidos ya, y el resto debía pagarse en tres años por partes iguales. Otra limitaba la
propiedad y prohibía que ningún ciudadano poseyese más de quinientas yugadas de tierra. Otra ley
suprimía las elecciones de tribunos militares y restablecía los cónsules, de los que uno se elegiría
siempre del pueblo. Todas estas leyes eran sumamente importantes y no podían pasar sin luchas
violentísimas. Así pues, al ver atacar a la vez todas las cosas que más excitan la ambición de los
hombres, la propiedad, el dinero y los honores, asustados y temblorosos los patricios, no
encontraron después de muchas reuniones públicas y particulares más que un solo remedio, esto es,
aquella oposición tribunicia, tantas veces utilizada ya en las luchas anteriores, consiguiendo de
algunos tribunos que combatiesen los proyectos de sus colegas. En cuanto vieron éstos que Licinio
y Sextio citaron a los tribunos para que votasen, acudieron sostenidos por buen golpe de patricios e
impidieron la lectura de los proyectos de ley, así como también las demás formalidades usadas para
tomar el voto del pueblo. Habiéndose convocado frecuentemente nuevas asambleas, aunque sin
resultado, parecían suprimidos para siempre los proyectos de ley. “Muy bien, dijo entonces Sextio:
puesto que tanta fuerza se reconoce aquí al poder tribunicio, con esa misma arma defenderemos al
pueblo. Adelante, patricios, señalad comicios para elegir tribunos militares: haré que os agrade
menos la palabra VETO que tanto os gusta hoy en boca de nuestros colegas.” Esta amenaza fue
harto grave, y en lo sucesivo no pudieron celebrarse otras elecciones que las de ediles y tribunos del
pueblo. Reelegidos Licinio y Sextio, no dejaron crear ningún magistrado curul, y como el pueblo
reelegía siempre a los dos tribunos y éstos impedían siempre la elección de tribunos militares, la
ciudad careció de estos magistrados por espacio de cinco años.

(Año 369 a. C.: los tribunos del pueblo Cayo Licinio Calvo Estolón y Lucio Sextio Sextino
continúan abogando por sus reformas, ganándose la adhesión incluso de algunos patricios)
(…) Sextio y Licinio, apoyados por sus colegas y por el tribuno militar Fabio, y, por efecto de
tantos años de experiencia, hábiles para manejar el ánimo de la multitud, hablaban separadamente a
los patricios principales y les abrumaban con preguntas relativas a las leyes presentadas al pueblo:
“¿Se atreverían, cuando se distribuyesen dos yugadas de tierra a los plebeyos, a reclamar para
ellos el libre goce de más de quinientas yugadas? ¿Querría cada uno poseer los bienes de cerca de
trescientos ciudadanos, cuando el campo del plebeyo apenas bastaría para su casa y su tumba?
¿Les agrada ver al pueblo agobiado por la usura, cuando el pago del capital debería libertarle, y
obligado a entregar su cuerpo a los azotes y suplicios? ¿y a los deudores adjudicados y sacados
como rebaños del Foro? ¿y las casas de los nobles llenas de prisioneros? ¿y donde habite un
patricio, una cárcel para los ciudadanos?”
Cuando los tribunos, con el relato de estas indignidades, hubieron excitado a sus oyentes, que
experimentaban por sí mismos mayor indignación aún de la que ellos sentían, continuaron diciendo
a voces: “Los patricios no cesarán de ocupar los bienes del pueblo, de matarle con la usura, si el
pueblo no nombra de su seno un cónsul que vele por su libertad (…) No es posible la igualdad
cuando el mando les pertenece a ellos y los tribunos solamente tienen el derecho de defensa: si al
pueblo no se le asocia al mando, jamás tendrá en la república la parte de poder que le
corresponde. Nadie puede pensar que los plebeyos deban contentarse con su admisión a los
comicios consulares; si no se establece imperiosamente que se elija del pueblo uno de los cónsules,
jamás se tendrá cónsul plebeyo. ¿Se habrá olvidado ya que después que se juzgó conveniente
reemplazar a los cónsules con tribunos militares, para que el pueblo pudiese llegar a la dignidad
suprema, durante cuarenta y cuatro años ni un solo plebeyo ha sido nombrado tribuno militar?
¿Cómo creer ahora que no habiendo más que dos puestos consentirán conceder al pueblo su parte
de honor, cuando están acostumbrados a ocupar las ocho plazas en las elecciones de tribunos
militares? ¿y que se presten a darle ingreso en el consulado, cuando por tanto tiempo le negaron el
tribunado? Indispensable es conseguir por una ley lo que nunca podrá obtenerse como favor en los
comicios; es necesario poner fuera de concurso uno de los consulados para asegurar el acceso al
pueblo; porque si los dos quedan en concurso, los dos serán siempre presa del más poderoso.
Ahora no pueden decir ya los patricios lo que no cesaban de repetir antes, que no hay entre los
plebeyos hombres aptos para las magistraturas curules. ¿Por ventura se ha administrado mal o
con mayor apatía la república desde la época de P. Licinio Calvo, primer tribuno elegido del
pueblo, que durante aquellos años en que solamente se elegían patricios para tribunos militares?
Todo lo contrario: se han condenado patricios después de su tribunado, a plebeyos jamás. Desde
hace algunos años se eligen también cuestores, lo mismo que los tribunos militares, del pueblo, y
nunca ha tenido que arrepentirse el pueblo romano. Solamente falta a los plebeyos el consulado;
éste es el castillo, el complemento de su libertad: que se llegue a él, y entonces podrá creer
realmente el pueblo que se ha expulsado de la ciudad a los reyes y que está bien cimentada su
libertad. Desde este día gozará el pueblo de todas las ventajas que enaltecen a los patricios: la
autoridad, los honores, la gloria de las armas, el nacimiento, la nobleza; y después de gozar de
estos grandes bienes, los dejará mayores aún a sus hijos.” Cuando vieron que se acogían
favorablemente esta clase de oraciones, publicaron otro proyecto de ley, que reemplazaba a los
decenviros encargados de los ritos sagrados con decenviros, mitad del pueblo y mitad patricios;
pero los comicios en que debían discutirse todas estas modificaciones quedaron aplazados hasta el
regreso del ejército que sitiaba a Velitres.

(Año 367 a. C.: los tribunos del pueblo Cayo Licinio Calvo y Lucio Sextio intentan que las
tribus voten sus proyectos de ley. Camilo, nombrado dictador por la influencia de los patricios
para oponerse a aquéllos, alega el derecho de veto a sus colegas de los demás tribunos del
pueblo, y amenaza con detener las votaciones y disolver la asamblea si tal derecho no es
respetado. Abdica la dictadura Camilo, sustituyéndole Publio Manlio Capitolino. Las leyes
propuestas que, según Tito Livio, aprobaba y rechazaba el pueblo) (…) los autores de las leyes
(…) llaman a votar a las tribus (…) comenzó el debate entre los tribunos del pueblo, de los que unos
proponían la ley y otros la rechazaban; pero si la oposición triunfaba por el derecho, quedaba
vencida por la simpatía que inspiraban las leyes y los que las habían presentado. Ya habían dicho las
primeras tribus Uti rogas (como pides), cuando dijo Camilo: “puesto que ahora, ¡oh romanos!,
obedecéis al capricho de los tribunos y no a la soberanía del tribunado, y ese derecho de oposición
que conquistásteis en otro tiempo por medio de la retirada del pueblo, lo destruís hoy por la fuerza
lo mismo que lo adquirísteis, yo, dictador, por el común interés de la república, así como por el
vuestro, ayudaré a la oposición y protegeré con mi autoridad vuestro derecho que destruyen. En
consecuencia de esto, si C. Licinio y L. Sextio ceden a la intervención de sus colegas, no haré
intervenir una magistratura patricia en una asamblea popular; pero si a despecho de la
intervención, pretenden imponer aquí leyes como en una ciudad conquistada, no consentiré que el
poder tribunicio se destruya por sí mismo”. (…) Camilo, mandó a los lictores que dispersasen la
multitud; amenazando además, si resistían, con obligar a toda la juventud al servicio militar y sacar
inmediatamente de la ciudad el ejército (…) sin embargo, antes de que el éxito se declarase por un
partido o por otro, abdicó la magistratura, bien porque adoleciese de algún defecto su elección,
como han dicho algunos escritores, bien porque los tribunos propusieran al pueblo, y éste
consintiese en ello, condenar a M. Furio, si ejercía actos de dictador, a una multa de quinientos mil
ases. Pero imagino que los auspicios le asustaron mucho más que esta proposición sin ejemplo;
llevándome a creerlo, primeramente el carácter de aquel hombre y después el nombramiento de otro
dictador, P. Manlio, que le reemplazó inmediatamente. (…) Además, al año siguiente fue dictador el
mismo M. Furio, que seguramente hubiese rehusado volver a ejercer una autoridad que el año
anterior se había quebrantado en sus manos. Además, en el mismo tiempo en que se propusiera la
multa de que se ha hablado, podía resistir a aquella ley, que, como veía bien, se encaminaba a
mermar su autoridad (…) En fin, en todo tiempo y hasta nuestra epoca, desde que luchan las fuerzas
tribunicias y las consulares, la dictadura ha estado siempre en lo más alto. (…) Entre la abdicación
del primer dictador y la entrada de Manlio en funciones, habiendo aprovechado los tribunos una
especie de interregno para convocar una asamblea del pueblo, pudo conocerse qué proyectos de ley
prefería el pueblo y cuáles sus autores; aceptábanse las leyes sobre la usura, pero se rechazaba el
consulado plebeyo, y se hubiese votado de distinta manera acerca de cada una de estas cosas, a no
declarar los tribunos que el pueblo debía votar sobre todas a la vez. El dictador P. Manlio hizo
inclinar el asunto en favor del pueblo, nombrando jefe de los caballeros al plebeyo C. Licinio, que
había sido tribuno militar.

(Año 366 a. C.: última dictadura, y magistratura, de Camilo. Se adoptan las leyes Licinias-
Sextias y nómbrase el primer cónsul plebeyo, L. Sextio. Se establecen la pretura y la edilidad
curul) (…) adoptáronse las leyes tribunicias, y a pesar de la nobleza se abrieron comicios
consulares, en los que, por primera vez, se nombró a un plebeyo, L. Sextio. No cesaron por esto los
debates, porque rehusando los patricios aprobar la elección, el pueblo estuvo a punto de retirarse,
después de haber hecho espantosas amenazas de guerra civil. El dictador presentó condiciones que
calmaron la discordia (1); la nobleza concedió al pueblo un cónsul plebeyo, y el pueblo a la nobleza
un pretor, encargado de administrar justicia en Roma y elegido entre los patricios. De esta manera,
después de grandes disentimientos, se restableció la paz entre los dos órdenes, y el Senado,
considerando que en ninguna circunstancia podría darse gracias más merecidas a los dioses, decretó
que se celebrarían grandes juegos (1), añadiéndose un día a los tres de costumbre; pero como los
ediles del pueblo retrocedían ante esta carga, los patricios jóvenes dijeron que la aceptaban gustosos
para honrar a los dioses inmortales, y que con este objeto se hacían ediles. Diéronseles universales
gracias, y por medio de un senatus-consulto se mandó al dictador que pidiese al pueblo la creación
de dos ediles patricios, y al Senado la aprobación de todos los comicios del año.

(1) Trátase sin duda de las Ferias Latinas. Plutarco dice que la multitud colmó de aplausos a Camilo
y le acompañó a su casa, y que, para dar gracias a los dioses por la reconciliación de los dos órdenes
del Estado, se decidió que se elevaría un templo a la Concordia, conforme al voto que había hecho
aquel varón eminente, que dominara el paraje donde se celebraban los comicios.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO VII

(Año 366 a. C.: consulado plebeyo, pretura y edilidad curul) Este año se distinguirá por el
consulado de un hombre nuevo (1); por el establecimiento de dos magistraturas nuevas, la pretura
(1) y la edilidad curul (2). Los patricios reivindicaron estas dignidades como compensación por el
consulado cedido al pueblo. El pueblo dió a L. Sextio el consulado que había conquistado, los
patricios dieron la pretura a Sp. Furio, hijo de Camilo, y la edilidad a Cneo Quincio Capitolino y a
P. Cornelio Escipión, tres individuos de su orden, que hicieron nombrar por la influencia de las
tribus campesinas. Dióse a L. Sextio un colega patricio, L. Emilio Mamercino.

(1) Los romanos llamaban hombre nuevo a aquel de quien ningún antepasado había desempeñado
magistratura curul, así denominada porque daba derecho a hacerse llevar en silla de marfil y
sentarse en ella en las asambleas públicas. A los descendientes de los que habían desempeñado estos
cargos se les consideraba y llamaba nobles, tanto a ellos como a sus hijos y toda su posteridad,
formando en Roma lo que se llamaba nobleza. Tenían también el derecho de imágenes; es decir, que
exponían en la parte más visible de su casa las imágenes o retratos de aquellos antepasados que
ocuparon las magistraturas, y los hacían llevar en algunas ceremonias públicas, como las exequias
de los parientes. Estas magistraturas eran: el consulado, la dictadura, y después la edilidad curul y la
pretura.

(1) Las funciones del pretor eran muy importantes, consistiendo en administrar justicia y gobernar
la república en ausencia de los cónsules. Tenían silla curul, dos lictores y hasta seis, según Polibio,
muchos escribanos y aparitores. Cuando juzgaban, colocaban la espada y la pica al lado de su
tribunal. Sin embargo, aunque encargados de la justicia, hasta estando presentes los cónsules, estos
magistrados conservaron siempre mucha jurisdicción y en algunas ocasiones reformaron las
sentencias del pretor.

(2) Los ediles curules, aunque con rango superior, tenían casi las mismas atribuciones que los ediles
plebeyos. Estaban encargados de la policía general de la ciudad; presidían especialmente los
grandes juegos, los aprovisionamientos de la ciudad y de los ejércitos, y también las
representaciones escénicas, lo que les hacía censores de la literatura. Cuando regresaban de una
expedición los jefes militares, daban cuenta a los cuestores del dinero acuñado, al pretor, de los
prisioneros de guerra, y a los ediles curules, de los granos y provisiones cogidos al enemigo. Parece
que además de estas atribuciones gozaban también de altas funciones judiciales en materia criminal,
porque al edil curul Fabio se denunciaron los envenenamientos cometidos por las matronas. Los
ediles curules estaban encargados del conocimiento de los delitos atentatorios a la castidad de las
jóvenes y de las mujeres nacidas libres. La elección de los ediles curules precedía a la de los
plebeyos, que se hacía inmediatamente después.

(Los ediles curules se elegirán indistintamente de entre los patricios y plebeyos) (…) los
tribunos no pudieron soportar en silencio que la nobleza hubiese recibido por un cónsul plebeyo tres
magistrados patricios, sentándose en silla curul y vestidos con la pretexta, de la misma manera que
los cónsules; sin contar el pretor, que administraba la justicia y era colega de los cónsules,
nombrado bajo los mismos auspicios; de manera que el Senado se avergonzó de exigir que los
ediles curules se nombrasen también de entre los patricios. Al principio se convino en nombrarles
de dos en dos años de entre el pueblo; más adelante, se dejó libre la elección.

(Año 364 a. C.: nacen los llamados Juegos Escénicos o Ludi Scenici) (…) continuó la peste (…)
Y como ni los remedios humanos ni la misericordia de los dioses podían calmar la violencia del
mal, apoderóse de los ánimos la superstición, y entonces (…) se imaginaron, según se cuenta, los
juegos escénicos, que fueron una novedad para aquel pueblo guerrero, que hasta entonces solamente
había tenido los del circo. Por lo demás, esta innovación (como todas al empezar) tuvo en sus
comienzos muy poco aparato, y hasta se tomó del extranjero. Algunos barqueros, venidos de la
Etruria, bailaban al sonido de una flauta, ejecutando, según el uso toscano, movimientos que no
carecían de gracia, pero sin canto, versos ni gestos. Muy pronto comenzaron a imitarles los jóvenes
romanos, lanzándose en rudos versos alegres bromas que acompañaban con gestos conformes con la
voz. Una vez aceptada la costumbre, se repitió con frecuencia y agradó. Como en lengua toscana el
batelero se llamaba hister, dióse el nombre de histriones a los actores romanos, que ya no lanzaban
como antes aquellos versos que constituían bufonadas rudas y sin arte, que improvisaban
alternativamente, sino que representaban sátiras melodiosas, con canto regulado por las
modulaciones de la flauta, siguiéndolo el gesto a compás. Algunos años después, Livio, que,
renunciando a la sátira, se atrevió a elevarse a las composiciones dramáticas (y que, como todos los
escritores de aquella época, representaba sus propias obras), llamado muchas veces y habiendo
perdido la voz, dícese que consiguió permiso para colocar delante del flautista un joven esclavo que
cantase por él, pudiendo entonces representar con más vigor y expresión no teniendo que atender a
la propia voz. Desde entonces tuvo el histrión a sus órdenes al cantor, reservando su voz para la
declamación. Desde que prevaleció este uso en las representaciones, desapareció la loca y ruidosa
alegría de los jóvenes, y poco a poco la diversión llegó a ser arte. Entonces abandonó la juventud el
drama a los histriones, y volvió a la costumbre de las antiguas bufonadas, mezcladas con versos y
que más adelante, con el nombre de exodios, tomaron sus asuntos de las fábulas Atelanas. La
juventud se apropió este género de diversión, que había recibido de los oscos, y no consintió que lo
profanasen los histriones. De esto resulta comprobado que los autores de Atelanas no estaban
excluídos de la tribu ni del servicio militar, por no considerárseles como verdaderos comediantes.
He creído poder colocar entre los humildes principios de otras instituciones el origen de estos
juegos, con objeto de demostrar cuán sano fue el principio de esta diversión, tan costosa hoy y a la
que apenas bastan las riquezas de los reinos más opulentos.

(Año 363 a. C.: continúa la peste. Lucio Manlio Capitolino Imperioso, creado dictador para
clavar el clavo del templo de Júpiter: dictator clavi figendi causa) (…) inquietábanse más los
ánimos por encontrar un remedio expiatorio que los cuerpos por sus padecimientos. Dícese que al
fin recordaron los ancianos que en otro tiempo un dictador, clavando el clavo, hizo cesar la peste.
Entonces consideró el Senado como deber sagrado mandar que se nombrase un dictador, con objeto
de que clavase el clavo, y se nombró a L. Manlio Imperioso, quien nombró a L. Pinario jefe de los
caballeros. Existe una ley antigua que dice en caracteres y lenguaje primitivos que el pretor
supremo clave el clavo en los idus de Septiembre, y se fijó a la derecha en el templo de Júpiter
Óptimo Máximo, del lado del santuario de Minerva. En aquellos tiempos en que apenas se conocía
la escritura, dícese que se empleaba el clavo para marcar los años, y la ley fue consagrada en el
santuario de Minerva, porque Minerva inventó los números. Los volsinios designaban también el
número de años por medio de clavos fijados en el templo de Norcia, diosa etrusca, según asegura
Cincio, que tan bien estudió todos los monumentos de este género. En conformidad con la ley, el
cónsul M. Horacio puso el clavo en el templo de Júpiter Óptimo Máximo el año que siguió a la
expulsión de los reyes; después la ejecución de esta ceremonia pasó de los cónsules a los dictadores,
como revestidos de mayor autoridad. Andando los tiempos quedó abandonada esta costumbre, pero
ahora se creyó que la situación merecía que se crease un dictador, y éste fue L. Manlio.

(Año 362 a. C.: Tito Manlio Capitolino Imperioso, llamado después Torcuato, elegido tribuno
de legión) (…) Así, no contento con renunciar a perseguir al padre, quiso honrar al hijo; y como por
primera vez en este año se entregó a los votos la elección de los tribunos de legión (1) (porque antes
elegían los generales a los llamados Rufuli), T. Manlio obtuvo la segunda de las seis plazas, sin
haber merecido este favor por ningún título civil o militar, habiendo pasado su juventud en los
campos y fuera del trato de los hombres.

(1) Los tribunos de las legiones, elegidos de esta manera por el pueblo, se distinguían con el nombre
de concitiati, de los que nombraban directamente los cónsules. Según Festo, llamábanse éstos
Rufuli, del nombre de Rutilio Rufo, autor del decreto que determinaba sus funciones. De aquí
procedían también otras dos denominaciones, Rutili y Rutuli, con los que se les designó más
adelante. En el principio había solamente tres tribunos por legión; cuando estos cuerpos fueron más
numerosos, se crearon cuatro; en los tiempos en que nos encontramos había seis, número de que no
se pasó en lo sucesivo. Ahora bien: ordinariamente se levantaban cuatro legiones por año;
necesitábanse por consiguiente veinticuatro tribunos. Vese, pues, que el pueblo solamente nombraba
la cuarta parte; una ley de los tribunos Atilio y Marcio les dió las dos terceras partes en el año 443, y
cuando se elevó a ocho el número de las legiones, un decreto del Senado distribuyó por mitad los
nombramientos entre el pueblo y los cónsules.

(Año 362 a. C.: decídese la guerra contra los hérnicos) (…) en el mismo año se ocupó de los
hérnicos el Senado, a los que había mandado sin éxito a los faciales (1) a pedir explicaciones;
decidió desde el primer día proponer al pueblo declarar la guerra a esta nación, y el pueblo en
asamblea general ordenó la guerra.

(1) Llamábanse así del verbo facere, hacer, porque tenían el derecho de hacer la paz y la guerra.
Aulo Gelio cita de Cincio Alimento una fórmula de declaración de guerra. El facial, arrojando un
dardo al territorio enemigo, decía: “Porque el pueblo hermúndulo y los hombres del pueblo
hermúndulo han hecho guerra e injuria al pueblo romano, y el pueblo romano ha ordenado la
guerra contra el pueblo hermúndulo y los hombres hermúndulos; por esta causa, yo y el pueblo
romano, al pueblo hermúndulo y a los hombres hermúndulos, declaro y hago la guerra.”

(Año 358 a. C.: propónese una ley contra la intriga) (…) el tribuno C. Petelio presentó por
primera vez al pueblo, con la aprobación del Senado, una ley contra la intriga, creyéndose que por
esta ley podría reprimirse especialmente la ambición de los hombres nuevos, que acostumbraban
reocorrer las ferias y los mercados solicitando votos.

(Año 357 a. C.: ley sobre el interés presentada por los tribunos M. Duilio y L. Menio) (…) Con
menos contento vieron los patricios en el año siguiente, bajo el consulado de C. Marcio y Cn.
Manlio, la ley (…) sobre el interés al uno por ciento (1); el pueblo, por el contrario, recibió y aprobó
con apresuramiento esta ley.

(1) Los romanos contaban el interés como nosotros, a tanto por ciento sobre el capital, y el uso era
calcular por meses. En los cálculos tomaban por unidad la centésima parte del capital, designándola,
como cualquiera otra unidad, con la palabra as.

(Año 357 a. C.: el cónsul Cneo Manlio Capitolino Imperioso hace votar a su ejército una ley
sobre la manumisión de los esclavos) (…) El otro cónsul no hizo nada notable; solamente, lo que
hasta entonces no había tenido ejemplo, habiendo reunido sus tropas por tribus en su campamento
de Sutrium, les hizo votar una ley que imponía un vigésimo sobre el precio de los esclavos que se
manumitían (1). Como esta ley proporcionaba considerables ingresos al Tesoro, que estaba apurado,
el Senado la aprobó. Pero los tribunos del pueblo, cuidándose menos de la ley que de las
consecuencias del ejemplo, dictaron pena capital contra el que en adelante convocase al pueblo
fuera de la ciudad; porque si se autorizaba aquel procedimiento, nada habría, por funesto que fuese
al pueblo, que no se pudiera obtener de los soldados, a quienes su juramento entregaba al cónsul.

(1) Esta ley obligaba al dueño a entregar al Tesoro público el vigésimo del precio que le costó o que
valía el esclavo cuando le daba libertad. Dióse esta ley para restringir las manumisiones; porque el
esclavo, al recibir la libertad, entraba en la sociedad política de su patrono, y se temió que
prodigándose las manumisiones decayese la dignidad de ciudadano.

(Año 352 a. C.: medidas para aliviar las deudas) (…) los nuevos cónsules trataron de aliviar la
carga de la usura (…); hicieron del pago de las deudas cuestión de interés público, y crearon cinco
magistrados encargados de la repartición pecuniaria, llamados por esta razón mensarios, y que por
su celo y equidad merecieron que sus nombres queden consignados en los monumentos de la
historia. Fueron estos magistrados C. Duilio, P. Decio Mus, M. Papirio, Q. Publilio y T. Emilio.
Habían de realizar una de esas difíciles operaciones en que frecuentemente quedan descontentas las
dos partes, y siempre, imprescindiblemente, una de ellas; pero empleando acomodos, y por medio
de adelantos sobre los fondos públicos antes que por sacrificios, consiguieron su objeto.
Encontrábanse muchos pagos retrasados y entorpecidos más por negligencia que por estrechez
verdadera de los deudores, y se establecieron en el Foro pagadurías repletas de dinero, abonando el
Tesoro después de tomar las convenientes seguridades para el Estado; o bien una estimación a justo
precio y una cesión libertaban al deudor. Así pues, sin injusticia, sin quejas de las partes, se pagaron
inmenso número de deudas.

(Año 350 a. C.: guerra contra los galos, dirigida por el cónsul plebeyo Marco Popilio Lenas)
(…) No interrumpieron los romanos su faena, de la que estaban encargados los triarios (1), y los
hastatos y los príncipes, que vigilaban delante de los obreros protegiéndoles con sus armas,
sostuvieron el ataque.

(1) En las legiones romanas había tres clases de soldados de a pie: los hastatos, los principes y los
triarios. Los hastatos se llamaban así por las largas lanzas, hastae, que llevaban y que más adelante
abandonaron como embarazosas. Este cuerpo lo componían los soldados más jóvenes, y formaba la
primera línea. Formaban la segunda los príncipes, que eran los hombres en toda la robustez de la
edad. Parece que en los tiempos más antiguos formaban la primera línea, tomando de esto su
nombre. Los triarios, llamados así porque ocupaban la tercera fila, eran soldados veteranos de valor
experimentado. Llamábaseles también pilani, porque iban armados con el pilum, lanza de seis pies
de larga, terminada por una punta de acero de diez y ocho pulgadas y de forma triangular. Los
hastatos y los príncipes, considerados colectivamente y por oposición a los triarios o pilanos, se
llamaban también antepilanos.

(Año 347 a. C.: nuevas medidas sobre deudas bajo el consulado de T. Manlio Capitolino
Imperioso Torcuato y de Cayo Plaucio Veno Hipseo) (…) Redújose a la mitad el interés fijado en
el uno por ciento, y se decretó que las deudas se pagarían en cuatro plazos iguales, el primero al
contado y los restantes en tres años; y a pesar de que este arreglo fuese oneroso todavía para una
parte del pueblo, el respeto a la fe pública mereció más consideración al Senado que el malestar
particular.

(Año 343 a. C.: bajo el consulado de Marco Valerio Corvo y Aulo Cornelio Coso Arvina,
comienza la guerra con los samnitas) (…) Vamos a ocuparnos ahora de guerras más importantes,
tanto por las fuerzas del enemigo, como por el alejamiento de su teatro y el tiempo de su duración.
En este año tuvo lugar la guerra contra los samnitas, nación poderosa por sus riquezas y sus armas.

(Elogio de Marco Valerio Corvo) (…) Jamás existió general más familiar para el soldado,
compartiendo hasta con el más humilde todos los trabajos del servicio. Además, en los juegos
militares, en que los iguales luchan en agilidad y vigor, afable y de ánimo igual, vencido o
vencedor, no despreciaba ningún adversario que se presentaba. Era benéfico oportunamente en sus
actos; en sus discursos no atendía menos a la independencia ajena que a su propia dignidad; y, lo
que sobre todo agradaba al pueblo, ejercía las magistraturas con el mismo espíritu que las solicitaba.

(Publio Decio Mus, tribuno militar, sitiado por los samnitas) (…) En seguida colocó centinelas e
hizo dar a todos los demás esta consigna (tessera) (1) (…)

(1) La tessera era una tablilla de madera en la que se escribía la consigna. Al ponerse el sol, antes de
colocar las guardias, el tribuno la entregaba a un soldado (que tomaba el nombre de tesserarius),
quien la hacía correr de fila en fila, de manera que volviese antes de la noche al tribuno que la había
dado. Servíanse especialmente de este medio para dar a conocer a un cuerpo de ejército las órdenes
del jefe, cuando se encontraba en observación el enemigo, cuya atención podía atraer la señal dada
con la bocina. Había dos clases de tesseras: unas servían para el uso que acabamos de explicar, las
otras se distribuían a los soldados y les servían para reconocerse en el combate.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO VIII

(Año 341 a. C.: ofrenda religiosa del cónsul Cayo Plaucio Veno después de derrotar a los
volscos) (…) Encontróse gran cantidad de armas entre los cadáveres enemigos y hasta en el
campamento; el cónsul dijo que hacía homenaje de ellas a Lúa Madre (1), y después se dedicó a
talar el territorio enemigo hasta la orilla del mar.

(1) Entre las divinidades que se imploraban en las antiguas rogativas públicas, según el rito romano,
menciona Aulo Gelio a Lua Saturni. Los romanos derivaban este nombre de luere, expiar.

(Año 340 a. C.: bajo el consulado de Tito Manlio Imperioso Torcuato y de Publio Decio Mus,
tiene lugar la Segunda Guerra Latina. Los romanos saben del peligro del enemigo y dificultad
de esta guerra. Consulta a los harúspices antes de la batalla. Descripción de la devotio de
Decio Mus, cuya ala comenzaba a ceder durante la batalla. Observaciones de Tito Livio sobre
la devotio. Consecuencias para los latinos y campanios de su derrota) (…) Hablóse también de
disciplina en el consejo (1); si en alguna guerra había sido necesaria la mayor severidad en el
mando y que se devolviese a la disciplina militar su antiguo rigor, era en la presente. Hacía
indispensable esta precaución el temor del enemigo que iban a combatir; eran los latinos, cuyo
lenguaje, costumbres, armas, instituciones, especialmente las militares, tan conformes estaban con
las de los romanos; de soldados a soldados, de centuriones a centuriones, de tribunos a tribunos la
semejanza era completa; eran compañeros, colegas que se habían encontrado juntos en las mismas
guarniciones, frecuentemente en los mismos manípulos. Así, pues, para evitar equivocaciones en los
soldados, los cónsules prohibieron terminantemente en un edicto que se atacase al enemigo fuera de
las filas. (…) Los cónsules romanos, antes de formar el ejército en batalla, hicieron un sacrificio.
Dícese que el arúspice mostró a Decio que en la parte que consultaba (1) la cabeza del hígado
aparecía mutilada; por lo demás, añadía, la víctima era agradable a los dioses (…) “¡Adelante,
pontífice máximo del pueblo romano! Díctame las palabras que debo pronunciar al sacrificarme
por las legiones”. El pontífice le mandó tomar la toga pretexta, y con la cabeza velada, una mano
levantada debajo de la toga hasta la barba, de pie sobre un dardo tendido en el suelo, pronunciar
estas palabras: “Jano, Júpiter, Marte, padre de los romanos; Quirino, Belona, Lares, dioses
novensiles, dioses indigetos, dioses que tenéis en vuestras manos nuestra suerte y la de los
enemigos; y a vosotros también, dioses Manes, yo os conjuro y os suplico, os pido gracia y confío
en ella, para que dispenséis al pueblo romano de los caballeros la merced de darle fuerza y
victoria, y enviéis a los enemigos del pueblo romano de los caballeros el terror, el espanto y la
muerte. Como ya he declarado por mis palabras, me sacrifico por la república de los caballeros,
por el ejército, las legiones, los auxiliares del pueblo romano de los caballeros, y ofrezco conmigo
a los dioses Manes y a la Tierra las legiones y los auxiliares de los enemigos.” (…) Paréceme deber
añadir que el cónsul, el dictador o el pretor, cuando votan las legiones enemigas, no está obligado
por ello a sacrificarse él mismo, pudiendo designar libremente cualquier otro ciudadano, con tal que
pertenezca a una legión romana. Si el hombre votado perece, considérase el sacrificio
completamente consumado; si sobrevive, entonces se sepulta en tierra su efigie, de siete pies de alta,
y se sacrifica una víctima expiatoria. El magistrado romano no puede atravesar, sin cometer crimen,
el lugar donde está enterrada la efigie; pero si quiere sacrificarse él mismo, como hizo Decio, y no
muere, el que así se ha sacrificado, no podrá realizar puramente ningún sacrificio público ni
privado. Si quiere sacrificar sus armas a Vulcano o a cualquier otro dios con una víctima u otra
ofrenda, podrá hacerlo. El dardo que el cónsul ha tenido bajo sus pies durante el ruego, no debe caer
nunca en poder del enemigo; si cae, se ofrecen a Marte suovetoriles (1) expiatorias. (…) Los latinos
y Capua sufrieron por castigo la pérdida de parte de su territorio. Las tierras del Lacio,
comprendiendo en ellas una parte del territorio de los privernatos, y las de Falerno, que habían
pertenecido a los campanios, hasta el río Vulturno, fueron distribuidas al pueblo de Roma; dándose
por lote dos yugadas del Lacio, con un complemento de tres cuartos de yugada de terreno
privernato, o bien tres yugadas de terreno de Falerno, es decir, una cuarta parte más por razón de la
distancia. Exceptuóse de la pena impuesta a los latinos, a los laurentinos, y a los caballeros de
Capua que no tomaron parte en la defección. Hízose renovar el tratado de los laurentinos, y desde
entonces todavía se renueva todos los años seis días después de las ferias latinas. Dióse el derecho
de ciudadanía a los caballeros campanios, y para conservar el recuerdo consignóse esta distinción
en una plancha de bronce, que se colocó en el templo de Cástor en Roma; impúsose además a los
campanios la obligación de pagar anualmente cada uno de ellos (eran mil seiscientos) un tributo de
cuatrocientos cincuenta dineros (1).

(1) Cuantas veces se creyeron en peligro los romanos o quisieron reparar alguna pérdida, su primer
cuidado fue robustecer la disciplina militar.

(1) La parte del hígado cuyas señales se referían a él y a los suyos, opuesta a la parte hostil:
separábanse las dos partes por una línea imaginaria llamada fissum; dándose también por extensión
el nombre de fissa a las partes separadas por la línea.

(1) Sacrificio en que se inmolaba un cerdo, una oveja y un toro.

(1) El dinero de plata no existía aún, puesto que no se comenzó a acuñar moneda de esta clase en
Roma hasta el año 289 a. C. Creen algunos que se trata aquí de la dracma griega.

(Año 338 a. C.: dictadura de Quinto Publilio Filón. Leges Publiliae) (…) Esta dictadura fue
popular por sus arengas acusadoras contra los patricios y por la promulgación de tres leyes
favorables al pueblo y contrarias a la nobleza. Por la primera quedaban sujetos a los plebiscitos
todos los ciudadanos romanos; por la segunda, las leyes presentadas a los comicios por centurias,
antes de la votación, debía ratificarlas el Senado (¿las curias?); por la tercera, uno de los censores se
elegiría del pueblo, que ya había conseguido nombrar dos cónsules plebeyos. En este año
experimentó Roma en su interior por parte de los cónsules y del dictador más desastres, que
engrandecimiento en el exterior por sus victorias y triunfos militares: así opinaba el Senado.

(Año 338 a. C.: los cónsules L. Furio Camilo y Cayo Menio Nepo subyugan a los pueblos
sublevados del Lacio, obteniendo un triunfo en consecuencia. L. Furio Camilo aconseja
moderación al Senado en el trato a los latinos. Resoluciones del Senado) (…) Los principales
del Senado aprobaron las palabras del cónsul acerca de aquel asunto; pero como no era igual la
causa de todos los pueblos, creyeron que podría apreciarse el mérito de cada uno si se hacía una
información separada de cada pueblo. Hubo, pues, informe y decisión especial para cada uno. A los
habitantes de Lanuvio se concedió el derecho de ciudadanía (1) y se les devolvió el uso de sus
festividades religiosas, a condición, sin embargo, de que el templo y el bosque sagrado de Juno
Sospita (2) serían comunes entre los municipios lanuvienses y el pueblo romano. Aricia, Numentum
y Pedum recibieron con igual título que Lanuvio el derecho de ciudadanía. Tusculum conservó este
derecho que tenía ya; no se dirigió contra el pueblo la acusación de sublevación, cayendo solamente
sobre algunos jefes. Los veliternos, antiguos ciudadanos romanos, en atención a sus numerosas
sublevaciones, fueron tratados con más rigor; derribáronse sus murallas, trajéronse sus senadores y
se les obligó a habitar al otro lado del Tíber; a todo el que se sorprendiese del lado acá, se le
castigaría con la clarigación (3) de una multa de mil ases, y hasta el completo pago de la cantidad
quedaría preso por aquel que le hubiese sorprendido. A las tierras de los senadores enviaron nuevos
colonos que se reunieron a los antiguos, y Velitres recibió su anterior población. Anzio recibió
también una colonia nueva, concediéndose permiso a los anziatos para inscribirse, si querían, en el
número de los colonos; retiráronles sus naves, prohibióse el acceso al mar al pueblo de Anzio, y se
le dió el derecho de ciudadanía. Los tiburtinos y los prenestinos quedaron privados de una parte de
su territorio en castigo, no solamente de su complicidad en la revuelta común de todos los latinos,
sino por haber en otro tiempo, por disgusto del dominio romano, unido sus armas con las de los
agrestes galos. A las demás ciudades latinas se les prohibieron los matrimonios, relaciones y
reuniones entre sí. A los campanios, en consideración a que sus caballeros se negaron a secundar la
revuelta de los latinos, y a los fundanos y formianos por haber consentido en todo tiempo libre y
seguro paso por sus tierras, se les recompensó con el derecho de ciudadanía sin el de sufragio.
Cumas y Suesula obtuvieron el mismo derecho y la misma condición que Capua. Llevóse a Roma
una parte de las naves de Anzio y se quemaron las demás. Con sus espolones se adornó la tribuna de
las arengas, levantada en el Foro, llevando desde entonces este templo (1) el nombre de Rostros.

(1) Los privilegios de estos municipios no eran iguales: unos gozaban del derecho de ciudadanía y
de sufragio; otros tenían el primero sin el segundo, como, por ejemplo, los habitantes de Cerea.

(3) Palabra muy obscura, que parece significar que la deuda se consideraba como la de cosa robada.
Res rapta, clare repetere, dice Plinio.

(1) Sabido es que se daba este nombre a todo lugar consagrado por los augures.

(Año 336 a. C.: proceso de la vestal Minucia) (…) la vestal Minucia, sospechosa ya a causa de
sus trajes demasiado mundanos, fue acusada ante los pontífices por la declaración de un esclavo,
ordenándosele por un decreto que renunciase a sus funciones y a que no diese libertad a ningún
esclavo (1); después se celebró el juicio y fue enterrada viva cerca de la puerta Colina, a la derecha
del camino pavimentado, en el campo del Crimen (Scelerato), creo que llamado así por el de la
vestal.

(1) Prohibiósela manumitir a ningún esclavo, para poder sujetarles al tormento, cosa que hubiese
hecho imposible la manumisión.

(Año 326 a. C.: se abole la esclavitud por deudas) (…) En este año el pueblo romano recibió en
cierta manera una libertad nueva con la abolición de la servidumbre por deudas. Este cambio en el
derecho se debió a la infame pasión y tremenda crueldad de un usurero llamado L. Papirio (1). Éste
retenía en su casa a C. Publilio, que se había entregado para rescatar las deudas de su padre. La edad
y belleza del joven, que debieran excitar su compasión, sólo sirvieron para inflamar su inclinación
al vicio y al libertinaje más odioso. Considerando aquella flor de juventud como aumento de su
crédito, trató primeramente de seducirle con obscenas palabras; y después, como Publilio,
despreciándole, no daba oídos a sus impúdicas instancias, trató de asustarle con amenazas,
poniéndole constantemente delante de los ojos su espantosa miseria: al fin, viendo que piensa más
en su condición de hombre libre que en su situación presente, le hace desnudar y azotar con varas.
Lacerado el joven por los golpes, consigue escapar por la ciudad, que llena con sus quejas contra la
infamia y crueldad del usurero. La multitud, que se había engrosado, compadecida por su juventud,
indignada por el ultraje, animada también por la consideración de lo que le aguarda, tanto a ella
como a sus hijos, marcha al Foro y desde allí se dirige precipitadamente hacia la Curia. Obligados
los cónsules por aquel tumulto imprevisto, habiendo convocado el Senado, a medida que los
senadores entraban el pueblo se arrojaba a sus pies, mostrándoles el lacerado cuerpo del joven. Por
el atentado y violencia de un solo hombre, aquel día quedó roto uno de los lazos más fuertes de la fe
pública. Los cónsules recibieron orden de proponer al pueblo que, en adelante, ningún ciudadano
podría, sino por pena merecida y esperando el suplicio, quedar sujeto con cadenas o grillos; de la
deuda debían responder los bienes y no el cuerpo del deudor. Por esta razón pusieron en libertad a
todos los detenidos por deudas y se tomaron disposiciones para que en adelante ningún deudor
pudiese ser reducido a prisión.

(1) Según Varrón, no quedaban libres todos, sino solamente aquellos que juraban tener con qué
pagar; de lo que resulta que los insolventes quedaban sujetos como antes.

(Año 325 a. C.: el cónsul Lucio Furio Camilo cae enfermo, y es nombrado dictador Lucio
Papirio Cursor para conducir la guerra contra los samnitas. El caso del magister equitum
Quinto Fabio Máximo) (…) Con inciertos auspicios se partió para Samnium; circunstancia
desgraciada que se volvió, no contra la guerra, que fue afortunada, sino contra los generales,
divididos por odios y animosidades. En efecto, el dictador Papirio, en el momento de regresar a
Roma por aviso del pulario (1) para tomar los auspicios, había dado orden al jefe de los caballeros
de mantenerse en su posición, y durante su ausencia no trabar combate alguno con el enemigo (…)

(1) Sábese por Servio que esta costumbre de regresar a Roma para renovar los auspicios, dejó de
observarse rigurosamente cuando, extendiendo la república sus conquistas, llevó sus armas fuera de
Italia. Entonces, para evitar los inconvenientes que podrían resultar de la ausencia demasiado larga
del general, elegíase cerca del campamento, en territorio conquistado, un paraje que se declaraba
romano, y donde el jefe del ejército tomaba nuevos auspicios.

(Año 322 a. C.: dudas sobre quién derrotó a los samnitas en este año: si los cónsules Quinto
Fabio Máximo y Lucio Fulvio Curvo, o el dictador Aulo Cornelio Coso Arvina y el jefe de los
caballeros Marco Fabio Ambusto. Tito Livio denuncia las falsificaciones de la Historia) (…)
Pretenden algunos escritores que pusieron fin a esta guerra los cónsules, que fueron los únicos que
triunfaron de los samnitas, y que Fabio avanzó en la Apulia, de donde trajo inmenso botín.
Convienen en que Cornelio fue dictador aquel año; dudándose solamente si fue nombrado para
dirigir la guerra, o para presidir los juegos romanos en lugar del pretor L. Plaucio, gravemente
enfermo entonces, y dar en ellos la señal a las cuadrigas (1); y si fue después de desempeñar estas
funciones (…) cuando abdicó la dictadura. No es fácil preferir un hecho a otro, ni un escritor a otro
escritor. Estoy persuadido de que los elogios fúnebres y las falsas inscripciones de las imágenes han
alterado los recuerdos del pasado, porque cada familia quiere, con ayuda de falsedades y artificios,
atraerse toda la gloria de las hazañas y de las magistraturas. De aquí nace la confusión en los hechos
de cada uno y en los monumentos públicos de la historia. De esta época no nos queda ningún
escritor cuyo testimonio sea bastante seguro.

(1) Esta señal la daban siempre los primeros magistrados: más adelante se verá que la daba el
cónsul. Bajo el Imperio se reservó a los emperadores este privilegio.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO IX

(Año 321 a. C.: tras la derrota de los romanos en las Horcas Caudinas) (…) Cuando a la
mañana siguiente partieron (las legiones) de Capua, algunos jóvenes nobles recibieron encargo de
acompañarlos hasta las fronteras de Campania. A su regreso, llamados al Senado, contestaron a los
más ancianos: “Que les habían parecido los romanos demasiado tristes y abatidos; que durante su
marcha habían estado silenciosos y casi mudos. En su opinión, el carácter romano había
concluido; les habían arrebatado el valor con las armas; (…) parecían tan asustados, que no
podían despegar los labios, como si les pesase todavía sobre el cuello el yugo bajo el cual habían
pasado. Los samnitas habían conseguido una victoria brillante que les aseguraba el porvenir,
porque habían reducido, no la ciudad, como los galos, sino, lo que era mucho más decisivo, el
valor y la altivez de los romanos”. Cuando tales cosas se decían y oían, y se deploraba en aquel
Senado de aliados fieles casi la extinción del nombre romano, Ofilio Calavio, hijo de Ovio, ilustre
por su cuna y por sus hazañas, venerable por su edad, dijo que no pensaba de aquella manera en
cuanto a los romanos: “Ese obstinado silencio, esos ojos fijos en tierra, esos oídos sordos a todo
consuelo, esa vergüenza de ver la luz, son, a su entender, otros tantos indicios de un hacinamiento
de odios aglomerados en su ánimo. O conoce mal el carácter romano, o ese silencio arrancará muy
pronto a los samnitas gritos de dolor y amargas lágrimas; el recuerdo de la paz de Caudio será
más cruel para ellos que para los romanos; porque el romano tendría siempre consigo su valor,
pero los samnitas no tendrán en todas partes Horcas Caudinas”. En Roma se conocía ya este
vergonzoso desastre. Súpose primeramente que los ejércitos estaban envueltos; después se tuvo
noticia de aquella paz ignominiosa, y esta nueva produjo más consternación que la del peligro. Al
primer rumor de que el ejército estaba rodeado, comenzaron a hacer levas; pero cuando se conoció
aquella bochornosa capitulación, se renunció a los preparativos y a toda idea de socorro; y en el
acto, sin la intervención de la autoridad pública y de común acuerdo, apareció luto general.
Cerráronse las tiendas en el Foro; por sí misma se estableció la vacación de negocios sin haber sido
proclamada (…) No estaban irritados solamente contra los generales y contra aquellos que habían
aconsejado o garantizado la paz; miraban mal hasta a los mismos soldados, aunque inocentes,
hablándose de negarles la entrada en la ciudad y en sus mismas casas. La fermentación calmó a la
vista de aquel ejército digno de la compasión hasta de los más irritados; porque no con la alegría de
hombres que regresan sanos y salvos a su patria, sino con el aspecto de desgraciados cautivos se
presentaron en Roma, de noche y corriendo a ocultarse en sus casas; de manera que ni a la mañana
siguiente, ni en los días sucesivos ninguno quiso presentarse en el Foro o en público. Encerrándose
los cónsules en la vida privada, no realizaron ningún acto de su magistratura (…)

(Elogio de Lucio Papirio Cursor) (…) Indudable es que no hubo gloria militar que no mereciese
aquel varón, que a grande vigor de espíritu reunía extraordinaria fuerza corporal. Su agilidad
especialmente era poderosa, y a esto debe su sobrenombre de Cursor (Corredor), no pudiendo
ningún contemporáneo suyo, según se dice, igualarle en la carrera; y fuese por la fuerza de su
temperamento, o resultado de un ejercicio continuo, nadie comía ni bebía más que él. Como era
infatigable en el trabajo, nunca fue tan rudo el servicio militar para la infantería lo mismo que para
la caballería como bajo su mando. Los jinetes le pidieron un día que, en recompensa del triunfo que
acababan de obtener, aliviase algo sus trabajos: “Para que no digáis que no os dispenso nada, les
contestó, os dispenso de pasar la mano por la grupa de vuestros caballos cuando desmontáis”.
Ejercía la autoridad del mando con extraordinaria energía, tanto contra los aliados como contra los
ciudadanos. Un pretor de Praeneste (1) dudó por temor hacer avanzar sus fuerzas de reserva a la
primera línea. Pasando Papirio delante de su tienda, le hizo llamar, y mandó al lictor que preparase
el hacha. Al oír estas palabras, el pretor quedó inmóvil de miedo: “Vamos, lictor, dijo Papirio, corta
esa raíz incómoda para el que pasea”. Después de aterrar de esta manera al pretor con la idea del
último suplicio, le impuso una multa y le despidió. Seguramente, de aquel siglo, el más fecundo de
todos en grandes hombres, no hubo quien ofreciese apoyo más sólido al poder romano, llegándose a
asegurar que no hubiese cedido ni al Grande Alejandro en talento ni en valor, si este príncipe,
después de conquistar el Asia, hubiese vuelto sus armas contra Europa.

(1) Este pretor no era el magistrado municipal de Praeneste, que en esta época no había sido elevada
aún al rango de municipio; era el jefe militar de las cohortes auxiliares de los praenestinos en el
ejército romano.

(Año 311 a. C.: censura de Apio Claudio y C. Plaucio. El pueblo nombra por primera vez a los
tribunos de los soldados y a los decenviros navales) (…) Aquel año se distinguió también por la
memorable censura de Ap. Claudio y C. Plaucio. Sin embargo, la posteridad conservará con más
agrado la memoria de Apio, porque construyó un camino romano (1) y trajo aguas a Roma (2),
trabajos que terminó él solo. No atreviéndose su colega a arrostrar las enemistades y odios de que
fue causa la revisión del Senado, había abdicado la magistratura. Apio, que tenía la obstinación de
carácter hereditaria en su familia, conservó solo la censura. Por autorización de este mismo Apio,
los Poticios, en posesión de servir el altar principal de Hércules, para libertarse de este ministerio,
adiestraron esclavos públicos para las ceremonias de este culto. Refiérese con este motivo una cosa
extraordinaria y muy a propósito para reprimir la audacia de los innovadores en achaque de religión,
y es que la familia de los Poticios, que en aquella época tenía doce ramas, y que contaba hasta
treinta varones en la edad de la pubertad, pereció toda en aquel año, quedando extinguida. No se
limitó la cólera de los dioses a hacer desaparecer el nombre de los Poticios; alcanzó también al
censor Apio, que murió pocos años después. (…) Este año nombró también el pueblo por primera
vez para dos mandos, pertenecientes los dos al servicio del ejército. Uno era el de tribunos de los
soldados; decidiéndose que el pueblo elegiría dieciséis de ellos para cuatro legiones; cuando antes,
exceptuando un número muy pequeño, cuya elección estaba reservada a los votos del pueblo, todos
los demás los nombraban los dictadores o los cónsules. Los tribunos del pueblo L. Atilio y C.
Marcio presentaron esta ley. El otro era el de decenviros navales, encargados del armamento y
reparación de la armada (1). Decidióse también que la elección de estos dos magistrados
pertenecería al pueblo. M. Decio, tribuno del pueblo, fue el autor de este plebiscito.

(1) La célebre vía Apia, que comenzaba en la puerta Capena y se extendía hasta Capua, desde donde
más adelante se prolongó hasta Brundusio.

(2) Este acueducto es el más antiguo de Roma. Conocíasele con el nombre de Aqua Appia, y no
Aqua Claudia, como han pretendido algunos: este nombre solamente conviene al acueducto que
comenzó Calígula y terminó Claudio.

(1) Es la primera vez que Tito Livio menciona la armada romana. La palabra reparación indica que
ya existía anteriormente; y demuestra, además, que Roma tenía marina en esta época, la existencia
de la colonia establecida en la isla Poncia, bastante alejada del continente.

(Año 310 a. C.: el censor Apio Claudio, transgrediendo la Ley Emilia, se niega a abandonar su
magistratura. El tribuno del pueblo P. Sempronio mueve acción legal contra él. Discurso de
este tribuno) (…) Hacía muchos años que no se había suscitado ninguna desavenencia entre los
magistrados patricios y los tribunos, cuando comenzó la lucha por un miembro de aquella familia
cuyos destinos parecían pesar sobre los tribunos y el pueblo. El censor Ap. Claudio, después de
cumplir sus diez y ocho meses, término que fijaba la ley Emilia para la duración de la censura,
aunque su colega C. Plaucio abdicó su magistratura, ningún poder pudo obligarle a seguir aquel
ejemplo. Era tribuno del pueblo P. Sempronio, e intentó una acción contra el censor para obligarle a
dejar el cargo en la época determinada, acción tan popular como justa, y que no agradó menos a la
multitud que a los mejores ciudadanos. Cuando releía diferentes veces el texto de la ley Emilia y
colmaba de alabanzas al autor de aquella ley, el dictador Mam. Emilio, por haber reducido a diez y
ocho meses la censura, que antes era quinquenal, y cuya larga duración la convertía en una especie
de reinado: “Dinos, por favor, Apio, añadió, lo que hubieses hecho si en la época en que C. Furio o
M. Geganio fueron censores lo hubieses sido tú también.” Apio contestó: “Que la interpelación del
tribuno no tenía mucha relación con su causa; que la ley Emilia obligó a aquellos censores porque
se dió durante su magistratura, y que el pueblo ordenó su ejecución después de su nombramiento,
siendo los últimos decretos del pueblo los que forman ley y regla; pero que ni él ni ninguno de los
que habían sido creados censores posteriormente a aquella ley estaban obligados a someterse a
ella.”
Esta inútil argucia de Apio no obtuvo la aprobación de nadie: “Allí tenéis, romanos, replicó el
tribuno, al descendiente de aquel Apio, que, nombrado decenviro por un año, se nombró a sí mismo
para el segundo; que en el tercero, sin nombrarse él ni que le nombrase nadie, retuvo por
autoridad propia los haces del consulado, y que no renunció a su magistratura, que hubiese
querido conservar siempre, hasta que quedó abrumado por un poder mal adquirido, mal ejercido,
no menos malamente retenido. Esta es aquella misma familia, ¡oh romanos!, cuya violencia e
injusticia os obligaron a desterraros de vuestra patria y a buscar asilo en el monte Sacro. Contra
ella os procurásteis la defensa tribunicia; a causa de ella, dos ejércitos del pueblo se apoderaron
del monte Aventino; ella fue la que combatió siempre las leyes contra la usura y las agrarias; ella
la que entorpeció la alianza entre los patricios y el pueblo; ella la que ha cerrado al pueblo el
acceso a las magistraturas curules; su nombre es mucho más funesto que el de los Tarquinos para
vuestra libertad. ¡Cómo!, Apio Claudio, más de cien años han transcurrido desde la dictadura de
Mam. Emilio, ¿y de tantos personajes de la alcurnia más elevada y del valor más admirable, ni uno
solo habría leído las leyes de las Doce Tablas, ni uno solo sabría que lo que hace ley es lo último
que dispone el pueblo? Lejos de eso, todos lo sabían, y por esta razón se sometieron a la ley Emilia
más bien que a la antigua ley que creó los primeros censores, porque la ley Emilia se votó después,
y cuando se encuentran dos leyes contradictorias, la antigua está siempre abrogada por la nueva.
¿Dirás tú, Apio, que el pueblo no está obligado por la ley Emilia? ¿o bien que él lo está y tú solo
no lo estás? La ley Emilia ha obligado a C. Furio y a M. Geganio, esos censores cuya violencia ha
demostrado cúanto daño podía hacer a la república esa magistratura, cuando por despecho de ver
limitado su poder privaron del derecho de sufragio a Mam. Emilio, el primer ciudadano, el primer
capitán de su época. Después ha obligado durante cien años a todos los censores; obliga
actualmente a tu colega C. Plaucio, creado bajo los mismos auspicios y en virtud del mismo
derecho. ¿No te ha creado el pueblo censor para que goces de todos los derechos inherentes a esa
magistratura, o bien eres tú el censor por excelencia a quien se haya de reservar este único
privilegio? Aquel a quien tú nombres rey de los sacrificios, habiendo recibido el título de rey,
¿pretenderá haber sido creado en virtud de las leyes rey verdadero de Roma? ¿Quién se contentará
en adelante con una dictadura de seis meses, con un interregno de cinco días? ¿A quién podrás
nombrar confiadamente dictador para clavar el clavo sagrado o para presidir los juegos? ¡Cuán
estúpidos e insensatos debe de considerar Apio, oh romanos, a los que al cabo de veinte días,
después de realizar grandes cosas, han abdicado la dictadura o han renunciado inmediatamente su
magistratura por algún vicio en la elección! Mas, ¿a qué buscar ejemplos tan lejos? En estos
últimos tiempos, no hace todavía diez años, el dictador C. Menio, haciendo investigaciones, con tal
severidad que alarmaba a algunos varones influyentes, le acusaron sus enemigos de ser él mismo
cómplice de un crimen que tenía encargo de perseguir, y para salir al encuentro de la acusación,
dejando su carácter público, abdicó la dictadura. No exijo yo de ti tanta moderación; no degeneres
de la soberbia y costumbres imperiosas de tu familia; no dejes el cargo un día, una hora antes de lo
necesario, con tal de que no excedas del tiempo establecido. Demasiado sería ya ocupar la censura
un mes, un día más de lo que quiere la ley. Pero escuchadle: Conservaré la censura, dice, tres
años y seis meses más de lo que permite la ley Emilia, y la conservaré solo. Esto es ser rey ya.
¿Reemplazarás tu colega? La religión no lo permite ni siquiera por la muerte de un censor. ¡Oh
censor religioso!, poco es, en efecto, haber hecho pasar de manos de los pontífices más nobles a las
de esclavos vuestra solemnidad más antigua, la única que estableció el mismo dios que es objeto de
ella. Una familia más antigua que Roma, una familia santificada por la hospitalidad de los dioses
inmortales, gracias a ti y a tu censura ha sido extinguida en un año, y tal vez caerá tu sacrilegio
sobre la república entera, presagio cuya sola idea me estremece. Roma fue tomada durante el
lustro en que L. Papirio Cursor, por no salir de la magistratura, se dió nuevo colega, subrogando
al censor C. Julio, que acababa de morir, M. Cornelio Maluginense. Y sin embargo, Apio, ¡cuánto
más moderada era su ambición que la tuya! L. Papirio no permaneció siendo censor ni solo ni más
tiempo del señalado por la ley; sin embargo, no ha encontrado nadie que quisiera seguir su
ejemplo: todos los censores posteriores a él han abdicado después de la muerte de su colega. Y a ti
no te detienen, ni el término de tu censura, que ha expirado, ni el ejemplo de tu colega, que ha
dimitido, ni la ley ni el honor: tú pones la virtud en el orgullo, en la audacia, en el desprecio de los
dioses y de los hombres. En cuanto a mí, Apio Claudio, por respeto a la magistratura de que has
estado investido, no solamente no quisiera que pusieran mano en tu persona, sino que hubiese
deseado dispensarte de toda palabra severa. Cuanto he dicho, tu obstinación y tu orgullo me han
obligado a decirlo. Si no obedeces la ley Emilia, mandaré que te lleven a la prisión; porque si
nuestros antepasados establecieron para los comicios censorios que, si los candidatos no reunían
el número de votos que exige la ley, debían aplazarse los comicios, sin proclamar a ninguno de los
candidatos, no consentiré que tú, que solo no habrías sido elegido censor, ejerzas solo la censura.”
Dicho esto, mandó apoderarse del censor y llevarle a las prisiones. Seis tribunos apoyaron la acción
de su colega, pero los otros tres admitieron la apelación de Apio; y, con grave disgusto de todos los
órdenes, ejerció solo la censura.

(Año 309 a. C.: segunda dictadura de L. Papirio Cursor y nueva batalla contra los samnitas.
Armadura de éstos) (…) tuvo igual glorioso resultado la guerra con los samnitas. Entre otros
preparativos, quisieron hacer brillar a sus combatientes con nueva armadura (1). Tenían dos
ejércitos, al uno le dieron escudos cincelados en oro y al otro cincelados en plata. Estos escudos
eran anchos en la parte que cubre el pecho y los hombros, tenían igual anchura en la parte superior y
terminaban en punta por la inferior para que fuesen más manejables. El pecho del soldado lo cubría
la esponja (2); un botín la pierna izquierda; el casco, coronado con un penacho, aumentaba la
estatura. Los soldados de los escudos dorados llevaban túnicas multicolores (versicolores) (3); los
de escudos plateados llevaban túnicas blancas (…)

(1) Esta armadura usaron después los gladiadores llamados samnitas. Los campanios fueron los
primeros en tener gladiadores de esta clase.

(2) Existen muchas dudas acerca del significado que aquí tiene esta palabra. Hay quien cree que se
trata de verdadera esponja, como la que llevaban los reciarios para restañar la sangre de sus heridas;
otros creen que ni los reciarios llevaban esponjas para ese uso, puesto que en medio de sus
encarnizados combates no tenían tiempo para servirse de ellas. Creen algunos que daban este
nombre a un tejido de fieltro; otros que se llamaba esponja una coraza que presentaba aspecto
esponjoso, como se llamaban pluma, esquama a las que afectaban forma de plumas o de escamas.
Pero la opinión que parece más verosímil es la de aquellos que creen se trata de verdadera esponja
que colocaban en una parte del pecho.

(3) Creen algunos que esta palabra significa aquí color de púrpura.

(Año 304 a. C.: antes de emprender otra guerra con los ecuos, los romanos les piden
explicaciones por su apoyo a los samnitas. Respuesta de los ecuos) (…) Los romanos volvieron
en seguida sus armas contra los equos, sus antiguos enemigos, pero que habían permanecido
tranquilos durante muchos años bajo la apariencia de una paz engañosa. Mientras los hérnicos
conservaron su independencia, no habían cesado, de acuerdo con ellos, de socorrer a los samnitas; y
después de la sujeción de los hérnicos, casi la nación entera, sin tratar de disimular una resolución
tomada abiertamente, pasó a los enemigos. Cuando los faciales, después de concluído el tratado de
Roma con los samnitas, fueron a pedirles satisfacción, dijeron: “Que se les tendía un lazo para que
el temor de la guerra les obligase a hacerse romanos; que los hérnicos habían hecho ver lo
apetecible que era aquel título, puesto que aquellos a quienes se había dejado la libertad habían
preferido sus leyes al derecho de ciudadanía romana, y que aquellos que no habían podido elegir
lo que querían, considerarían siempre como castigo un título impuesto por la fuerza.” Por estas
ofensivas palabras, dichas públicamente en sus asambleas, el pueblo romano mandó declarar la
guerra a los equos.

(Año 304 a. C.: el escriba Cn. Flavio llega a ser edil curul. Oposición entre el pueblo y los
nobles) (…) En este mismo año, el escriba Cn. Flavio, hijo de Cn., nieto del liberto, nacido en
humilde fortuna, pero astuto y elocuente, llegó a la edilidad curul. Veo en algunos anales que,
sirviendo de aparitor a los ediles, viendo que la primera tribu le nombraba edil y que no se quería
aceptar su nombre a causa de su humilde profesión de escriba, dejó las tablillas y juró que no
volvería a cogerlas. Licinio Macer dice que había renunciado algún tiempo antes la profesión, y se
funda en que Flavio había sido tribuno antes y nombrado para dos triunviratos, el nocturno (1) y el
de las colonias. Por lo demás (y en esto no hay discrepancia), siempre discutió de igual a igual con
los nobles que despreciaban su humilde nacimiento. Divulgó las fórmulas de la jurisprudencia (2),
ocultas hasta entonces, como en el fondo de un santuario, en manos de los pontífices; hizo fijar en el
Foro la lista de los días fastos, para que se supiese cuándo se podía litigar; dedicó a la Concordia (3)
un templo construído sobre el solar del de Vulcano, cosa que sublevó la indignación de los nobles; y
el Pontífice Máximo Cornelio Barbato se vió obligado, por decisión unánime del pueblo, a dictarle
las fórmulas sagradas, aunque protestaba que, según las costumbres antiguas, la dedicación de
templos solamente podían hacerla cónsules o generales. Esta fue la razón de que se presentase por
autoridad del Senado una ley para que nadie pudiese dedicar templo ni altar sin orden del Senado o
de la mayor parte de los tribunos del pueblo. Referiré una cosa poco importante en sí misma si no
mostrase la soberbia que oponía el pueblo al orgullo de los nobles. Flavio había ido a visitar a su
colega, que estaba enfermo, y cierto número de jóvenes se pusieron de acuerdo para que nadie se
levantase al entrar Flavio. Mandó éste traer su silla curul, y desde el asiento de su dignidad
contempló el despecho y la confusión de sus enemigos. Por lo demás, Flavio había sido nombrado
edil por el partido del Foro, robustecido bajo la dictadura (?) de Apio, quien había degradado
primeramente al Senado introduciendo nietos de libertos. Como nadie tuvo en cuenta estas
elecciones, privado Apio de la influencia que había creído conseguir en el Senado, corrompió el
Foro y el Campo de Marte, distribuyendo la ínfima plebe en todas las tribus; y tal indignación
excitaron los comicios en que fue nombrado Flavio, que la mayor parte de los nobles se despojaron
de sus anillos de oro y de sus collares (1). Desde entonces quedó Roma dividida en dos partidos:
formado uno de hombres honrados, adherido a los buenos ciudadanos y queriendo llevarlos a las
magistraturas; el otro, de la facción del Foro. Este estado de cosas perseveró hasta la censura de P.
Decio y de Q. Fabio, el cual, queriendo restablecer la concordia e impedir que los comicios
quedasen en manos del populacho, sacó aquella hez del Foro y la arrojó a las cuatro tribus que
llamó urbanas (2). Según se refiere, con tanto agrado se recibió esta sabia operación, que el epíteto
de Máximo, que no pudo conseguir con tantas victorias, fue el premio de aquel feliz
restablecimiento del equilibrio entre los órdenes. Dícese que también estableció en favor de los
caballeros la fiesta ecuestre de los idus de Julio.

(1) Los triunviros nocturnos rondaban por la ciudad para impedir los incendios y los robos.

(2) No divulgó todo el sistema del derecho romano, sino solamente las fórmulas de que habían de
servirse en las legis actiones, y la designación de los días fastos, en los que permitía la religión
administrar justicia. Antes de Flavio, solamente por la designación de los pontífices se conocían
estos días.

(3) Había hecho voto de elevar un templo a la Concordia en el caso de que pudiera restablecer la
buena armonía entre los partidos opuestos.

(1) Algunos intérpretes de los más modernos atribuyen a los caballeros las phalerae, que antes
solamente de daban a los caballos.

(2) Conócense las tribus urbanas de Servio Tulio; por consiguiente, la operación de Fabio no fue
cosa nueva, sino el restablecimiento del orden, turbado por el censor Apio.

DÉCADA PRIMERA: LIBRO X

(Año 300 a. C.: se propone y finalmente adopta la Lex Ogulnia, por la que los plebeyos pueden
acceder a sacerdocios hasta ahora reservados a los patricios, como el de los augures y el de los
pontífices. Discurso de P. Decio Mus a este propósito. Ley nueva sobre apelación al pueblo,
presentada por Marco Valerio Corvo) (…) Siendo cónsules M. Valerio y Q. Apuleyo, todo se
mantuvo bastante tranquilo en el exterior (…) En Roma también permanecía tranquilo el pueblo,
aliviado por la marcha de multitud de ciudadanos a las colonias. Sin embargo (…) arrojaron tea de
discordia entre los principales de la ciudad, patricios y plebeyos, los tribunos del pueblo Q. y Cn.
Ogulnio. Éstos, después de buscar mil pretextos para acusar a los patricios ante el pueblo,
imaginaron, tras muchas tentativas inútiles, un proyecto de ley a propósito para excitar, no al
populacho, sino a los principales del pueblo y a los consulares y triunfadores plebeyos, a cuyos
honores solamente faltaban los sacerdocios, que todavía no eran accesibles a todos. Como entonces
no había más que cuatro augures y cuatro pontífices y debía aumentarse el número de sacerdotes,
pidieron que los cuatro pontífices y cinco augures que se querían aumentar fuesen nombrados de los
plebeyos. Que el número de augures estuviese reducido a cuatro, no veo medio de explicarlo sino
por la muerte de dos de ellos; porque es regla invariable de los augures que su número sea siempre
impar (?), para que las tres tribus antiguas, Ramnenses, Titinios y Lucerios, tenga cada una el suyo;
de manera que si era necesario un aumento, era indispensable seguir el mismo procedimiento en el
número, como se practicó en esta ocasión, cuando se añadieron cinco augures a los cuatro antiguos
para completar el número de nueve, a fin de que hubiese tres por cada tribu. Por lo demás, este
aumento de sacerdotes tomados todos del pueblo, no ofendía a los patricios más de lo que les
ofendió el repartimiento del consulado entre los dos órdenes; pero tomaban por pretexto “que esta
innovación se refería a los dioses más que a los hombres; que los dioses impedirían la profanación
de su culto; que en cuanto a ellos, se limitaban a desear que no sobreviniese ningún daño a la
república”. Estando acostumbrados a verse vencidos en este género de combates, no fué muy
obstinada la resistencia; porque contemplaban a sus adversarios, no deseando ya las supremas
dignidades en que antes ni siquiera se atrevían a pensar, sino en plena posesión de los títulos que
habían disputado con inciertas esperanzas y contando ya con numerosos consulados, censuras y
triunfos. Sin embargo, en el momento de discutir la ley, hubo debates animados entre Ap. Claudio y
P. Decio Mus. Después que adujeron acerca de los derechos de los patricios y los plebeyos casi las
mismas razones que se alegaron en otro tiempo en contra de la ley Licinia, en la época en que se
pedía el consulado para los plebeyos, Decio, según se refiere, presentó ante la imaginación de los
presentes el cuadro de su padre tal como le vieron muchos de los que asistían en la asamblea,
ceñido como los gabinos, los pies sobre la pica, en la actitud en que se sacrificó por el pueblo
romano y las legiones: “Entonces, exclamó, ¿no pareció a los dioses el cónsul P. Decio víctima tan
pura y santa como lo hubiese sido su colega? ¿Se hubiese creído que aquel mismo no podía, sin
profanación, ser elegido ministro de los sacrificios del pueblo romano? Y en cuanto a él (…) ¿Hace
Apio con más casto corazón los sacrificios domésticos y se muestra más religioso adorador de los
dioses? (…) Contar los generales de cada ejército desde la época en que comenzaron los plebeyos
a mandar en jefe y a dar los auspicios, equivaldría a contar otros tantos triunfos (…) Puesto que
tanto en la guerra como en la paz han competido los jefes plebeyos con los nobles en hechos
gloriosos, ¿qué dios o qué hombre podrá extrañar que los varones a quienes habéis honrado con la
silla curul, la pretexta y la túnica palmeada (1), la toga bordada, el laurel de la corona triunfal;
cuyas casas, que brillan entre todas, decoradas por vuestras propias manos con los despojos
enemigos, que tales varones añadan a tantos títulos las insignias de pontífices y augures? Quien,
ostentando los mismos ornamentos que Júpiter Óptimo Máximo, haya subido al Capitolio después
de atravesar la ciudad en dorado carro, ¿podrá causar extrañeza si se le ve con el capis (2) o el
lituus (3), o con la cabeza cubierta, inmolando una víctima y consultando los augurios en lo alto de
la fortaleza? (…) Pero, ¿qué estoy diciendo, como si hubiese de decidirse todavía acerca de las
pretensiones de los patricios, y no estuviésemos ya en posesión de uno de los sacerdocios más
augustos? Entre los decenviros, ministros de la religión, intérpretes de los versos de la Sibila y de
los destinos de este pueblo, presidiendo el sacrificio de Apolo (4) y otras ceremonias, vemos
plebeyos (…) si hoy un tribuno enérgico y valeroso añade para el pueblo cinco plazas de augures y
cuatro pontífices, no es para desposeeros, Apio, sino para que los plebeyos os ayuden en la
administración de las cosas divinas, como os ayudan con todo su poder en la administración de las
humanas. No te avergüence, Apio, tener por colega en el pontificado al que hubieses podido tener
por compañero en el consulado y en la censura; aquel de quien puedes ser jefe de los caballeros si
es nombrado dictador, como puede serlo tuyo si se te eleva a esa magistratura suprema. Aquel
sabino, aquel extranjero, tronco de vuestra nobleza, a quien llamáis Ato Clauso o Apio Claudio,
recibido fué en sus filas por los patricios antiguos: no desdeñes tú admitirnos en el número de los
sacerdotes. Ostentamos muchos títulos, no diré más, pero sí los mismos que os han hecho tan
soberbio. L. Sextio fué el primer cónsul plebeyo, C. Licinio Stolo el primer jefe de los caballeros, C.
Marcio Rutilo el primer dictador, el primer censor; Q. Publilio Filo el primer pretor. Siempre os
hemos oído igual lenguaje: que a vosotros solos corresponden los auspicios; que vosotros solos
habéis recibido de los antepasados títulos legítimos para mandar bajo vuestros propios auspicios
en la paz y en la guerra. Sin embargo, hasta ahora, el plebeyo no ha mandado con menos éxito que
el patricio, y siempre sucederá lo mismo. ¿No habéis oído nunca decir que los primeros patricios
no bajaron del cielo, sino que se reconoció como tales a los que pudieron citar sus padres, es decir,
hombres nacidos de padres libres y nada más? En cuanto a mí, puedo citar ya por padre a un
cónsul, y mi hijo podrá muy pronto citarle como abuelo. En el fondo ¡oh romanos! todo se reduce a
que, para conseguir, soportamos siempre una negativa. Los patricios solamente desean oponerse,
sin atender al resultado de su oposición. Por mi parte, solamente deseo que para honra y felicidad
del pueblo y de la república, esta ley, en conformidad con la petición que se os hace, reciba vuestra
aprobación”.
Quería el pueblo que se convocasen inmediatamente las tribus (…) pero la oposición de algunos
tribunos impidió que se hiciese nada aquel día. Al siguiente no quisieron persistir los que se
oponían, y se aprobó la ley por gran mayoría. Crearon pontífices a P. Decio Mus, que había
defendido la ley; a P. Sempronio Sofo, C. Marcio Rutilo y M. Livio Denter. Los cinco augures,
nombrados también del pueblo, fueron C. Genucio, P. Elio Peto, M. Minucio Teso, C. Marcio y T.
Publilio. Así pues, el número de los pontífices se elevó a ocho, y a nueve el de los augures. En el
mismo año, el cónsul M. Valerio presentó en favor de la apelación al pueblo una ley nueva,
redactada con más cuidado que las anteriores (1); era la tercera vez, después de la expulsión de los
reyes, que se presentaba una ley semejante, y siempre por individuos de la misma familia. No puedo
explicar esta frecuente renovación de la misma ley, sino es suponiendo que la influencia de algunos
grandes conseguía siempre triunfar de la libertad del pueblo. Sin embargo, parece que la ley Porcia
(2) fué la única que garantizó la inviolabilidad del ciudadano, porque contenía disposiciones severas
contra el que azotase o diese muerte a un romano. La ley Valeria prohibía azotar o decapitar al que
hubiese apelado al pueblo, sin añadir más que cometería mala acción el que contraviniese a la ley.
La honradez de aquella época hizo, a lo que creo, que se considerase esto suficiente para asegurar el
cumplimiento de la ley (…)

(1) Traje conocido de los triunfadores, a los que pertenecían también la corona de laurel y el carro
dorado.

(2) Taza de dos asas que usaban en los sacrificios.

(3) El cayado de los augures.

(1) Indica con esto que la nueva ley se redactó con más cuidado que las anteriores relativas al
mismo asunto. La primera la presentó Valerio Publicola y la segunda Valerio Potito.

(2) Tito Livio cita esta ley para hacer ver la diferencia de criterio que, en dos épocas diferentes,
había inspirado dos leyes sobre el mismo asunto. La ley Porcia permitía a los condenados
desterrarse, en vez de soportar el suplicio. En el año 556 la sostuvo M. Porcio Cato Censorio, pero
se cree que la propuso el tribuno del pueblo P. Porcio Lua.

(Año 295 a. C.: tercera guerra samnita. Bajo el consulado de Quinto Fabio Máximo y P. Decio
Mus, vencen los romanos en la decisiva batalla de Sentino a una coalición de samnitas, galos,
etruscos y umbrios. Exageraciones de los historiadores) (…) La gloria de aquella memorable
batalla de Sentino es bastante resplandeciente, aunque nos atengamos a la estricta verdad. Pero
algunos historiadores la han aumentado con exageraciones. Atribuyen al enemigo cuarenta mil
trescientos treinta hombres a pie, seis mil caballos y mil carros, comprendiendo sin duda en estas
fuerzas a los umbrios y etruscos, a quienes suponen en la batalla, y para aumentar también las
fuerzas de los romanos unen al procónsul L. Volumnio con los cónsules, y su ejército a las legiones
de éstos. Según la mayor parte de los anales, esta victoria pertenece exclusivamente a los cónsules.
Entretanto, Volumnio hacía la guerra en el Samnio, y después de rechazar al ejército de los samnitas
hasta el monte Tiferno, le atacó sin temer las dificultades del terreno, y le puso en fuga. Q. Fabio,
dejando en la Etruria el ejército de Decio, llevó sus legiones a Roma y triunfó de los galos, de los
etruscos y de los samnitas.

(Año 293 a. C.: bajo el consulado de Lucio Papirio Cursor, hijo del gran cónsul homónimo, y
de Spurio Carvilio Máximo, los samnitas preparan otra gran guerra contra los romanos) (…)
Todo concurrió para que fuese memorable el año siguiente: el consulado de L. Papirio Cursor,
ilustre por la gloria de su padre y por la suya, una guerra terrible y una victoria tan brillante, que
ningún general, exceptuando el padre del cónsul, había conseguido hasta entonces de los samnitas.
Éstos, con los mismos esfuerzos y aparato que otras veces, habían adornado a sus tropas con todo el
lujo de sus magníficas armas; habían hecho intervenir a los dioses, sometiendo a los soldados a una
manera de iniciación, por medio de un juramento tomado de un rito antiguo, y haciendo levas en
todo el Samnio, según una nueva ley que decía: “Si algún joven no se presenta al llamamiento del
general o abandona las enseñas sin su permiso, su cabeza quedará votada a Júpiter”. Designóse
Aquilonia para punto de reunión del ejército, y acudieron allí cuarenta mil combatientes, que
formaban todas las fuerzas del Samnio. En medio del campamento formaron un recinto que tenía
doscientos pies en todos sentidos, cerrándole con celosías y tabiques y cubriéndole con lienzo de
hilo. En su interior se celebró un sacrificio en la forma prescrita por un ritual antiguo escrito en
lienzo. El sacrificador era Ovio Paccio, varón muy anciano, que aseguraba haber encontrado
aquellas fórmulas en las antiguas prácticas religiosas de los samnitas, empleadas en otros tiempos
por sus antepasados, cuando tomaron disposiciones secretas para arrebatar Capua a los etruscos.
Terminado el sacrificio, el general mandó llamar por medio de un viator a los más distinguidos por
su nacimiento y hazañas, instruyéndoles uno a uno. El aparato de aquella ceremonia era a propósito,
no solamente para infundir en el ánimo religioso terror, sino que en medio de aquel recinto,
completamente cubierto, habían levantado altares, rodeados de víctimas inmoladas y guardadas por
centuriones, que permanecían de pie, con la espada en la mano. A estos altares hacían acercarse a
cada soldado, más como víctima que como participante del sacrificio, y tenía que obligarse por
juramento a no revelar nada de lo que viese u oyese en aquel paraje. Obligábanle en seguida a
proferir terribles imprecaciones, cuya fórmula le dictaban, contra él mismo, contra su familia y toda
su raza, si no marchaba al combate por todas partes donde le llevasen sus jefes, si huía del campo de
batalla, o si no mataba en el acto al primero que viese huir. Al principio se negaron algunos a este
juramento; pero les degollaron junto a los altares, y sus cuerpos tendidos entre las ensangrentadas
víctimas sirvieron para advertir a los demás que no resistieran. Una vez ligados por estas
imprecaciones los samnitas más ilustres, el general nombró diez, que debían nombrar otros tantos,
hasta que se completase el número de diez y seis mil. Esta legión se llamó linteata por los lienzos de
lino que cubrían el recinto donde se había ligado por juramento la nobleza. Dióse a los que la
formaban brillantes armaduras y cascos con penachos para poder distinguirlos en medio de los
otros. El resto del ejército ascendía a poco más de veinte mil hombres, que por la estatura o por la
reputación de valor y por el equipo cedían a la legión linteata. Tal era el ejército que se reunió en
Aquilonia.

(Año 293 a. C.: toma de los auspicios antes de la batalla con los samnitas) (…) Esta excitación
de todos los ánimos se había comunicado hasta a los ministros de los auspicios. Así fue que, a pesar
de que las gallinas se negaron a comer, el pulario se atrevió a mentir, anunciando al cónsul que los
auspicios eran favorables (tripudium solistimum) (1).

(1) El augurio que se obtenía de las gallinas sagradas era funesto cuando estas aves salían
lentamente de su jaula o no querían comer. Pero en el caso contrario, cuando comían con tal avidez
que se les caía el grano del pico al suelo, el hecho se llamaba tripudium solistimum.
DÉCADA TERCERA: LIBRO XXI

(Tito Livio se dispone a narrar la Segunda Guerra Púnica) (…) Dícese que Aníbal, teniendo
apenas nueve años de edad, habiendo suplicado a su padre entre mil caricias infantiles que le llevase
a España, cuando después de haber terminado la guerra de África (1) se preparaba Amílcar por un
sacrificio a conducir un ejército a este país, le llevó al altar, le hizo tocar las ofrendas y le obligó a
que jurase hacerse, todo lo más pronto que pudiera, enemigo del pueblo romano. Aquel ánimo altivo
estaba apenado por la pérdida de la Sicilia y de la Cerdeña. En su opinión, había sido abandonada la
Sicilia por desesperación demasiado precipitada; y acusaba a los romanos de haber arrebatado
pérfidamente la Cerdeña, aprovechando las turbulencias de África, y de haberle impuesto además a
Cartago nuevo tributo.
Dominado por estos sentimientos durante los cinco años de la guerra de África (2), a la que siguió
de cerca la paz de Roma, después en España, durante nueve años, de tal manera trabajó en aumentar
la fuerza de su patria, que fácilmente pudo verse que meditaba una guerra más importante que la
que le ocupaba entonces, y que, si hubiera vivido más tiempo, los cartagineses hubiesen llevado a
Italia, guiados por Amílcar, la guerra que llevaron conducidos por Aníbal. La muerte de Amílcar,
muy oportuna para los romanos, y la infancia de Aníbal retardaron esta guerra. Entre el padre y el
hijo medió un intervalo de ocho años, durante el cual obtuvo Asdrúbal el mando. Dícese que la
gracia de su juventud le valió el cariño de Amílcar; después, en la ancianidad de éste, llegando a ser
yerno suyo, merced a la elevación de su carácter y apoyado en virtud de este título por la fracción
barcina (1), cuya influencia era grande sobre los soldados y el pueblo, se apoderó del poder, al que
los nobles no pensaban llevarle. Usando con más gusto de la habilidad que de la fuerza, de los lazos
de hospitalidad formados con los reyezuelos de África, y el arte de ganarse de este modo los
pueblos por la amistad de los reyes, le ayudaron más que la guerra y las armas para realzar el
poderío de Cartago. Por lo demás, la paz no le salvó: irritado un bárbaro porque había hecho perecer
a su señor, le asesinó públicamente. Cogido por los que rodeaban a Asdrúbal, no se mostró más
inquieto que si se hubiese fugado; y cuando se veía desgarrado por la tortura, tanta fue su fortaleza
que su serenidad no cedió al dolor, llegando hasta a sonreír. Con aquel maravilloso arte que tenía
Asdrúbal para atraerse a las naciones y hacerlas entrar en sus intereses, indujo a los romanos a que
renovasen con él el tratado de alianza, según el cual los dos imperios debían tener el Ebro por
límite, y conservar su independencia los saguntinos, que se encontraban entre las dos fronteras.
Muerto Asdrúbal, no pudo dudarse que la prerrogativa de los soldados, que en el acto habían
llevado al joven Aníbal al pretorio, proclamándolo general con grito y consentimiento unánimes,
quedase muy pronto confirmada por el voto del pueblo (1). Apenas había entrado en la edad de la
pubertad, cuando Asdrúbal escribió a Cartago para tenerle a su lado. El Senado deliberó acerca de la
petición y fue enérgicamente apoyada por los Barca, que deseaban vivamente hiciese Aníbal su
aprendizaje en la guerra y sucediese en mando a su padre. Hannón, jefe del partido contrario,
declaró “que la petición de Asdrúbal le parecía justa, pero que no pensaba acceder a ella.” Y como
extrañase la singularidad de esta ambigua contestación, añadió: “Asdrúbal, por haber prostituido la
flor de su juventud al padre de Aníbal, cree tener derecho para cobrar el favor a su hijo; pero no
nos conviene que nuestros jóvenes, en vez de hacer el aprendizaje de la guerra, vayan a habituarse
al desenfreno de nuestros generales. ¿Tememos que el hijo de Amílcar vea demasiado pronto la
imagen del poder ilimitado y de la realeza de su padre? ¿Y se teme que caigamos demasiado tarde
en la servidumbre de ese rey de Cartago, que dejó nuestros ejércitos en herencia a su yerno? Por
mi parte, creo que ese joven debe permanecer aquí bajo la sujeción de las leyes, para aprender
bajo nuestros magistrados a vivir en igualdad con todos sus conciudadanos, por temor de que
algún día esta débil chispa llegue a producir un incendio”.

(Retrato de Aníbal) Algunos senadores, casi todos los más prudentes, participaban del parecer de
Hannón; pero como muchas veces sucede, el número venció a la prudencia. Enviado Aníbal a
España, desde su llegada atrajo las miradas del ejército. Los soldados veteranos creyeron ver a
Amílcar en su juventud: tenía su rostro igual expresión de energía, el mismo brillo en la mirada, la
misma expresión de boca, las mismas facciones. Muy pronto cesó de necesitar el recuerdo de su
padre para granjearse el favor. Jamás hubo carácter más a propósito para las cosas más opuestas,
obedecer y mandar; por esta razón hubiese sido difícil decidir quién le quería más, si el general o el
ejército. Asdrúbal no elegía otro hombre si se trataba de algún golpe de audacia y de intrepidez; y
con ningún otro mostraban los soldados mayor confianza y valor. Increíblemente atrevido para
arrostrar los peligros, observaba en ellos maravillosa prudencia. Ningún trabajo fatigaba su cuerpo
ni abatía su ánimo. Igualmente soportaba el frío y el calor. Para la comida y bebida consultaba las
necesidades de la naturaleza y jamás el placer. Sus vigilias y sueños no los regulaban el día y noche.
El tiempo que le quedaba después de los negocios lo dedicaba al descanso, que, por lo demás, no
buscaba en las dulzuras del lecho ni en el silencio. Frecuentemente se le vió cubierto con un casco
de soldado, tendido en el suelo, entre los centinelas y las guardias. Sus ropas en nada se distinguían
de las de sus iguales; solamente eran notables sus armas y caballos. El mejor a la vez de los jinetes
y de los infantes, marchaba el primero al combate y se retiraba el último. Acompañaban a tan
grandes cualidades vicios no menos grandes: feroz crueldad, perfidia más que púnica, ninguna
franqueza, ningún pudor, ni sombra de miedo a los dioses, ningún respeto a la fe del juramento,
ninguna religión. Con esta mezcla de virtudes y vicios, sirvió tres años bajo Asdrúbal, sin olvidar
nada de cuanto debía hacer ver en él el hombre destinado a ser gran capitán.

(1) Alude a aquella terrible guerra de los mercenarios, que por modo tan repentino estalló al
terminar la primera guerra púnica, sublevando al África contra la odiosa dominación de los
cartagineses y reduciéndoles a sus propias murallas. Tan grande fue el peligro, que reconcilió
momentáneamente y por primera vez a los dos bandos rivales de los Barca y de los Hannón. En este
apuro, tuvo Cartago que arrojarse en brazos de Amílcar, a quien acusaba de haber encendido aquella
guerra con sus exageradas promesas, y a quien en otras circunstancias, tal vez hubiese reservado
muy distinta suerte. Amílcar, después de intentar en vano reducir a los rebeldes por la moderación,
exterminó más de sesenta mil en tres batallas sucesivas. Esto mereció a esta guerra el nombre de
inexpiable.

(2) Polibio dice que esta guerra solamente duró tres años y cuatro meses. En estos cinco años que
cuenta Tito Livio, debe comprenderse el tiempo que permaneció Amílcar en África, es decir, el
intervalo que medió desde la terminación de la primera guerra púnica hasta el paso del general
cartaginés a España.

(1) El Senado de Cartago estaba dividido en dos partidos constantemente hostiles, por las familias
Hannón y Barca. Éstos, que dieron a Cartago sus generales más famosos, se veían apoyados por el
pueblo; aquéllos, generales torpes y administradores infieles, tenían de su parte a los rentistas, los
mercaderes y todos los que hacían fortuna y se ocupaban de negocios en Cartago, no siendo éstos el
número menor. La obstinación de su antagonismo parece indicar, más que rivalidad de familias,
rivalidad de razas. Los Barca, como indica el origen africano de su nombre, representaban por su
genio militar el ardiente carácter de los indígenas, los númidas; mientras que los Hannón,
verdaderos cartagineses, representaban el carácter ávido y mercantil de la raza fenicia. Sea como
quiera, esta rivalidad, que desempeña importante papel en la historia de los cartagineses, fue tal vez
la salvación de Roma, y seguramente causa poderosa de la ruina de Cartago.

(1) Este nombramiento de los jefes hecho por los soldados era una irregularidad en la constitución
de Cartago. Ordinariamente el Consejo procedía primero a la elección de generales, sometiéndose
en seguida la elección a la aprobación del Senado y del pueblo. Algunas veces también el ejército
proclamaba su general, tolerándose este nombramiento irregular, aunque debía confirmarlo el
pueblo, como vemos en esta ocasión. Polibio dice hablando de esto: “Cuando se supo en Cartago
que el ejército había proclamado por unanimidad a Aníbal, reunióse inmediatamente al pueblo en
asamblea, y ratificó con una sola voz la elección de los campamentos”. Parece, sin embargo, que
esta ratificación del pueblo era mera formalidad, que daba a estos nombramientos apariencia legal.
(Año 220 a. C.: comienzan los movimientos de Aníbal) Por lo demás, desde el día en que fue
nombrado general, (…) persuadido de que no debía perder ni un momento (…) decidió atacar a
Sagunto. Pero como el sitio de esta ciudad había de provocar irremisiblemente las armas romanas,
entró primeramente en territorio de los olcados, pueblo situado al otro lado del Ebro, y que más
estaban nominalmente que en realidad bajo la dominación de los cartagineses (1), con objeto de que
pareciera que no había llevado voluntariamente la guerra a los saguntinos, sino que le había
arrastrado el encadenamiento de las circunstancias a la conquista y sumisión de los pueblos vecinos.

(1) Parece que, según el tratado que señalaba el Ebro como límite respectivo de los dos pueblos,
fuesen dueños de la parte de España que se reservaban; pero no era así. Porque los romanos no
poseían nada o casi nada al lado acá del Ebro, puesto que no tenían ningunas tropas en esta parte; y
al otro lado del río, considerable número de pueblos no reconocían el dominio de los cartagineses.
Por esta razón dice Tito Livio de los olcados que sólo nominalmente pertenecían a los cartagineses.

(Año 219-218 a. C.: sitio de Sagunto) (…) Mientras los romanos deliberaban y formaban estos
proyectos, veíase estrechada Sagunto con extraordinario vigor. De todas las ciudades allende el
Ebro, ésta era incomparablemente la más poderosa. Encontrábase situada a unos mil pasos del mar;
sus habitantes pasaban por ser una colonia de Zacinto, mezclada más adelante con algunos rútulos
de Ardea. Por lo demás, habíase elevado rápidamente a aquel grado de poder, sea por su comercio
de mar y tierra, sea por el aumento de su población, o bien por la severidad de principios que le hizo
conservar la fe en las alianzas hasta su propia ruina (…) Los saguntinos tenían un arma arrojadiza
llamada falárica, cuya asta era de abeto y redonda en toda su longitud, exceptuando el extremo, en
que engastaba el hierro. El extremo, cuadrado como el de la jabalina romana, estaba rodeado de
estopa empapada en pez. El hierro tenía tres pies de largo, de manera que pudiese traspasar la
armadura y el cuerpo. Pero aunque la falárica quedase clavada en el escudo sin alcanzar el cuerpo,
causaba sin embargo profundo espanto; porque, como estaba encendida por el centro y la carrera
avivaba la llama, el soldado a quien alcanzaban veíase obligado a arrojar sus armas y a exponerse
sin defensa a los golpes siguientes.

(Discurso que Tito Livio pone en boca de Hannón en el Senado de Cartago, y ante los legados
romanos, que piden satisfacción por la violación del tratado) (…) “En nombre de los dioses,
árbitros y fiadores de los tratados, les había advertido y suplicado que no enviasen al ejército al
hijo de Amílcar; ni los manes, ni el vástago de aquel hombre podían resignarse al reposo, y
mientras quedase alguno de la sangre y el nombre de los Barca, no sería tranquila la alianza
romana. Vivía un joven entre vosotros, ardiendo en deseos de reinar, y no viendo otro medio para
conseguirlo que promover guerra tras guerra y vivir rodeado de armas y de legiones, vosotros
alimentáis ese fuego amenazador; ¡vosotros enviáis ese joven al ejército! (…) Vuestros soldados
asedian a Sagunto, adonde los tratados les prohiben acercarse. Muy pronto las legiones romanas
sitiarán a Cartago, conducidas por esos mismos dioses que, en la primera guerra, vengaron la
violación de los tratados. ¿Acaso desconocéis al enemigo, a vosotros mismos o a la fortuna del uno
y del otro pueblo? Aliados y para aliados envían embajadores; vuestro digno general no los recibe
(…) Arrojados como jamás lo fueron ni los legados del enemigo, estos legados se os presentan;
piden satisfacción según los tratados; nada piden a la nación, solamente reclaman un solo
culpable, el autor del crimen. Cuanta mayor moderación y paciencia muestran en los primeros
pasos, mayores energías temo en el rigor, una vez desencadenado (…) nos vencieron los dioses y
los hombres; y la cuestión de saber cuál de los dos pueblos rompió el tratado, la decidió la suerte
de la guerra, dando la victoria como juez equitativo al partido que tenía a su favor la justicia. (…)
Las ruinas de Sagunto (¡ojalá sea falso adivino!) caerán sobre nuestras cabezas; esta guerra
comenzada contra los saguntinos, habrá que sostenerla contra Roma. Preguntaránme:
¿entregaremos a Aníbal? Bien sé que acerca de este punto no puedo tener autoridad a causa de mis
enemistades con su padre. Pero no me regocijé de la muerte de Amílcar, sino porque viviendo él
tendríamos ya la guerra con Roma; y odio y detesto a ese joven porque veo en él una furia, una tea
de esa guerra. No solamente debemos entregarle en expiación del tratado violado, sino que, si
nadie lo reclama, se le debe deportar a los últimos confines de los mares y las tierras y relegarle a
tal paraje, que ni su fama ni su nombre pueda llegar hasta nosotros y turbar la tranquilidad de
nuestra patria. Propongo, por tanto, que en el acto se envíen legados a Roma para dar satisfacción
al Senado; otros a Aníbal para mandarle levantar el sitio de Sagunto y entregarle a él mismo a los
romanos, y otros además para restituir a Sagunto todo lo que ha perdido”.

(Toma de Sagunto, después de ocho meses de asedio) (…) Aníbal (…) ataca con todas sus
fuerzas la ciudad, la toma en el acto y manda pasar a cuchillo a cuantos tenían edad para llevar las
armas; medida cruel cuya necesidad, sin embargo, demostraron los acontecimientos. Porque ¿cómo
perdonar hombres que se quemaban en sus casas con sus mujeres y sus hijos o que con las armas en
la mano combatían hasta morir?

(Embajada romana a Cartago. Justificaciones de los cartagineses. Roma declara formalmente


la guerra a Cartago. Tito Livio rechaza los argumentos de los cartagineses) (…) Terminados
estos preparativos, con objeto de hacerlo todo en justicia antes de la guerra, los romanos nombraron
legados a cinco varones venerables, Q. Fabio, M. Livio, L. Emilio, C. Licinio y L. Bevio, para que
preguntasen a los cartagineses si Aníbal había sido autorizado para sitiar a Sagunto y para
declararles la guerra en el caso muy probable de que confesasen el hecho y lo defendiesen. Cuando
llegaron a Cartago los legados romanos, fueron introducidos en el Senado, y Fabio hizo
sencillamente la pregunta que le habían encargado. En el acto se levantó un cartaginés, diciendo:
“Romanos, temeraria fue sin duda vuestra primera legación, cuando vinisteis a reclamar a Aníbal
como único culpable del sitio de Sagunto; pero ésta, más moderada en los términos, es en realidad
mucho más violenta. Entonces, el acusado y reclamado era solamente Aníbal; hoy pretendéis
imponernos a todos la confesión de una falta, y como consecuencia, la reparación inmediata. Por
mi parte, creo que la cuestión está en saber, no si el sitio de Sagunto es resultado de voluntad
pública o privada, sino si ha sido legítimo o injusto. Porque solamente a nosotros compete juzgar y
castigar a nuestro conciudadano, haya obrado por sí o por nuestra orden. Solamente tenemos que
discutir con vosotros un punto: si podía hacerse dentro del tratado. Ahora bien: puesto que os
place distinguir entre los actos de los generales los que les son personales y los que se les ordenan,
entre Roma y nosotros existe un tratado concluído por el cónsul Lutacio, en el cual se hicieron
estipulaciones para los aliados de las dos partes y en manera alguna para los saguntinos, porque
no eran a la sazón aliados vuestros. Pero se dirá: en el tratado ajustado con Asdrúbal no se
exceptúa a los saguntinos. A esto solamente contestaré lo que vosotros mismos me habéis
enseñado. Vosotros no os habéis creído obligados por el tratado del cónsul Lutacio, porque no le
habían autorizado el Senado ni el pueblo: en consecuencia, le renovó el poder público. Si, pues,
vosotros solamente admitís aquellos tratados que están redactados por vuestra sanción y vuestra
orden, tampoco puede obligarnos el que firmó Asdrúbal sin conocimiento nuestro. Por tanto, no
habléis de Sagunto ni del Ebro, y que estalle hoy al fin lo que desde mucho tiempo está escondido
en vuestros ánimos.” Entonces, haciendo Fabio un pliegue a su toga, dijo: “Os traemos la paz o la
guerra: elegid”. “Elegid vosotros mismos”, exclamaron con igual altivez. Y cuando el romano,
dejando caer el recogido de la toga, dijo: “la guerra”, todos contestaron “la guerra”, y que la harían
con tanto ardimiento como la aceptaban.
Pareció más conforme con la dignidad del pueblo romano una pregunta terminante seguida de la
declaración de guerra, que disputas de palabras acerca de los derechos de los tratados, antes de la
ruina de Sagunto y mucho más después de su caída. En efecto, si tal discusión hubiese tenido algún
valor, ¿cómo hubieran podido comparar el tratado de Asdrúbal con el primero de Lutacio, que fue
modificado en seguida? Lutacio cuidó de añadir esta cláusula: “Que solamente sería válido
mediante la ratificación del pueblo romano”. Pero en el tratado de Asdrúbal no había ninguna
restricción; mas un silencio de muchos años le había confirmado de tal manera en vida de aquel
general, que nada se cambió después de su muerte. Sin embargo, aunque se hubiesen atenido al
primer tratado, los saguntinos estaban bastante garantidos por la excepción estipulada en favor de
los aliados; porque no se había añadido “de los que lo son actualmente” ni “que no se aceptarían
otros en adelante”. Y puesto que podían admitirse nuevos aliados, ¿habría sido justo no recibir a
pueblo alguno en la amistad de los romanos, por ningún servicio, o no defenderle después de
admitido? Solamente quedaban obligados los romanos a no inducir a la defección a los aliados de
Cartago, y en el caso de que se separasen, a no ajustar alianza con ellos.

(Diferentes opiniones sobre el estado del ejército de Aníbal después de atravesar los Alpes, y
sobre el punto por donde los pasó) (…) Tales fueron los principales accidentes de aquella marcha
de Aníbal, que en cinco meses pasó de Cartagena a Italia, según dicen algunos autores, habiendo
empleado quince días en atravesar los Alpes. Los historiadores no están de acuerdo acerca del
número de tropas que tenía en aquel momento (1). Los que las hacen subir más, le dan cien mil
infantes y veinte mil caballos; los que le dan menos, veinte mil hombres de a pie y seis mil de a
caballo. Para mí sería decisiva la autoridad de Cincio Alimento, que dice haber sido prisionero de
Aníbal, si no confundiese los nombres, añadiendo galos y ligurios. Contando a éstos, entraron en
Italia ochenta mil infantes y diez mil caballos (es probable que este número resultase de alguna
reunión, y así opinan algunos autores). Por lo demás, Cincio pretende haber oído decir a Aníbal que
desde el paso del Ródano hasta su llegada a Italia, había perdido treinta y seis mil hombres, además
de considerable número de caballos y otras bestias de carga en el territorio de los taurinios, pueblo
vecino de los galos. Como todos los autores concuerdan en esto, me asombra más la inseguridad en
que están acerca del punto por donde pasó Aníbal los Alpes, y la opinión general que le hace pasar
por los Alpes Peninos, que por esta circunstancia tienen su nombre. Celio pretende que Aníbal
siguió el monte de Cremona: ahora bien, estos dos desfiladeros le hubiesen llevado, no al territorio
de los taurinios, sino al de los galos líbicos por los montes Salacos. Y no es verosímil que pudiese
haber ganado la Galia Cisalpina, porque todos los caminos que conducen a los Alpes Peninos
hubiesen estado cerrados por pueblos semigermanos. Además, prueba cierta para los que participan
de esta opinión, es que los veragros, habitantes de estas montañas, no recuerdan que recibieran su
nombre del paso de cartagineses, sino de un dios que se adoraba en la cumbre, al que los
montañeses llaman Penino.

(1) Polibio, tan exacto en los detalles, da los siguientes números, tomados de la tabla laciniana.
Aníbal pasó el Ebro a la cabeza de noventa mil hombres de infantería y doce mil de caballería. Dejó
a Hannón diez mil infantes y mil caballos, y envió igual número a sus casas, quedándole setenta mil
hombres de una clase y diez mil de la otra. La sumisión de los territorios situados entre el Ebro y los
Pirineos le costó mucha gente, y después de atravesar las montañas, solamente tenía cincuenta mil
infantes y nueve mil caballos. Cruzado el Ródano, quedó reducido este número a treinta y ocho mil
infantes y poco más de ocho mil caballos. En fin, en el paso de los Alpes perdió cerca de la mitad de
sus tropas, y al descender a las llanuras de la Galia Cisalpina solamente le quedaban veinte mil
hombres de infantería, de los cuales eran doce mil africanos y ocho mil españoles, y seis mil de
caballería. Con tan reducido ejército emprendió la conquista de Italia.

(El cónsul Publio Cornelio Escipión, padre del Africano, antes de la batalla del Tesino, arenga
a sus soldados, recordando, entre otras cosas, los beneficios hechos por los romanos a los
cartagineses y la ingratitud de éstos) “(…) En nuestro poder estaba conservar los prisioneros
sobre el monte Erice, y dejarles perecer allí por medio del suplicio más espantoso, el hambre;
podíamos llevar a África nuestra flota victoriosa, y sin combatir, destruir a Cartago en pocos días.
Les concedimos la gracia que imploraron, dejamos de sitiarles, ajustamos la paz con los vencidos;
en fin, les tomamos bajo nuestra tutela, cuando se encontraban estrechados por la guerra de África
(1). En agradecimiento de estos beneficios vienen en pos de un joven loco a atacar nuestra patria.
¡Y pluguiese a los dioses que en esta lucha estuviese comprometido vuestro honor y no vuestra
salvación! Pero hoy no se trata, como en otro tiempo, de la posesión de la Sicilia y de la Cerdeña,
sino de la Italia misma; y no queda otro ejército para detener al enemigo si no alcanzamos la
victoria, ni otros Alpes, cuyo paso, retrasándole, nos diese tiempo para preparar nuevas fuerzas: es
necesario hacer frente aquí, como si combatiésemos delante de las murallas de Roma. Que cada
cual se persuada que no defiende su cuerpo, sino a su esposa y a sus hijos (…)”.

(1) En efecto, los romanos socorrieron a los cartagineses en la guerra de los mercenarios,
permitiéndoles hacer levas en Italia, cosa terminantemente prohibida por los tratados, y abastecerse
entre los aliados. Enviaron también legados para reconciliar los dos partidos, y se negaron a
reconocer las ciudades de África que se habían declarado por ellos. Pero P. Escipión no habla de la
manera cómo se pagaron por sí mismos más adelante, cuando pasó el primer arranque de
generosidad, ni de la perfidia más que púnica que usaron con sus protegidos para que los entregasen
la Cerdeña.

(Malos presagios en el campamento romano antes de la batalla del Tesino) (…) Lejos estaban
los romanos de experimentar igual ardimiento; nuevos prodigios habían aumentado su primer terror,
porque había penetrado un lobo en el campamento, y después de dilacerar a cuantos había
encontrado, había escapado ileso. En un árbol que cubría la tienda del general había posado un
enjambre de abejas (1).

(1) Considerábase como mal presagio que se posase un enjambre de abejas sobre las águilas u otros
estandartes, sobre un árbol, en el Foro, en el campo, en los techos de las casas o de los templos. Sin
embargo, había opiniones contrarias, como se ve en Plinio: “Suspendidas en racimos en las casas o
en los templos, las abejas forman presagios privados o públicos, comprobados frecuentemente por
grandes acontecimientos. Posáronse en la boca de Platón siendo niño, anunciando la dulzura de su
admirable elocuencia. Posáronse también en el campamento de Druso, cuando combatió con tanta
fortuna cerca de Arbalón. Esto contradice la doctrina de los harúspices, que opinan que tal
presagio es siempre funesto.”

(Invierno 218-217 a. C.: Tito Livio refiere varios prodigios supuestamente ocurridos en Roma
y sus inmediaciones. Prodigio de Cerea) (…) En Cerea se habían apequeñado las suertes (1).

(1) Estas suertes eran de ordinario piececitas de madera redondas, cuadradas o cúbicas, en las que
había trazados caracteres; mezclábanlas en una urna y las sacaba un niño. Toda disminución era mal
agüero para los antiguos; y el efecto contrario ocasionaba presagio diferente. Por esta razón, las
cuadrigas de arcilla, destinadas al templo de Júpiter Capitolino, habiéndose desarrollado mucho en
el horno donde las preparaban, presagiaron a Roma dichosos destinos. Refiere Plinio que un pan
que cocían para Perdiccas, cuando guardaba los rebaños del rey de Macedonia, habiendo crecido el
doble en el horno, fue agüero de su reinado.
La ciudad de Cerea era muy venerada de los romanos desde la invasión de los galos; en ella se
refugiaron el flamin Quirinal, las vestales, todo el sacerdocio y el culto de Roma; sin embargo,
nunca pudo conseguir ni el derecho de ciudad ni el de sufragio. Decíase en Roma de aquellos a
quienes los censores privaban del derecho de emitir o recibir sufragios, que quedaban inscritos en
las tablas de los habitantes de Cerea.

(Año 217 a. C.: Cayo Flaminio Nepote, nombrado cónsul. Su enemistad con el Senado y los
optimates) (…) Era su proyecto tomar posesión del consulado en esta provincia (Arimino), porque
recordaba las discusiones que había tenido con el Senado, siendo tribuno del pueblo (1), y después
en su consulado, primeramente por la abrogación de su título de cónsul y después con ocasión de su
triunfo. También le querían mal los senadores a causa de una nueva ley que Q. Claudio, tribuno del
pueblo, había presentado contra el Senado, siendo Flaminio el único senador que la defendió; ley
por la que se prohibía a todo senador o padre de senador poseer una nave marítima de mayor cabida
de trescientas ánforas. Esta capacidad pareció bastante para transportar los frutos de los campos (1);
considerándose indigna del senador toda especulación. Debatida acaloradamente la cuestión,
promovió contra Flaminio, partidario de aquella ley, el odio de la nobleza, pero le atrajo el favor del
pueblo y por consecuencia el segundo consulado. Por este motivo, persuadido de que recurrirían a
los falsos auspicios (2), a las ferias latinas y otros entorpecimientos consulares para retenerle en
Roma, pretextando un viaje, marchó furtivamente a su provincia, no siendo hasta entonces más que
un particular. Cuando se divulgó el hecho aumentó considerablemente contra él la animosidad de
los senadores, que ya estaban muy irritados: “No solamente al Senado, sino a los mismos dioses
hacía la guerra Flaminio. Nombrado anteriormente cónsul bajo sospechosos auspicios, había
desobedecido a los dioses y a los hombres que le llamaban del ejército. Y ahora, con plena
conciencia de su impiedad, había huído del Capitolio (3) y de los votos solemnes, para no entrar el
día de su instalación en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, para no tener que consultar al
Senado, al que era odioso y al que él solamente odiaba; para no presidir las ferias latinas, no
ofrecer en el monte Albano el sacrificio a Júpiter Lacial, no subir al Capitolio con el
reconocimiento de los auspicios para pronunciar los votos solemnes, y para no ir a su provincia
revestido con el manto consular y seguido de los lictores. Como un criado, sin insignias ni lictores,
había partido furtivamente, como si saliese de su país para el destierro. Sin duda sería más digno
de la majestad del mando entrar en cargo en Arimino que en Roma y tomar la pretexta en una
posada (diversorio hospitali) (1) que en medio de sus penates.” En vista de esto, todos opinaron
llamarle, obligarle a regresar y hacerle cumplir públicamente todos sus deberes para con los dioses
y los hombres, antes de marchar al ejército y su provincia. Encargados de esta misión Q. Terencio y
M. Antiscio (porque se creyó conveniente enviarle legados), no le decidieron, como no le habían
decidido las cartas del Senado en la época de su primer consulado. Pocos días después tomó
posesión de la magistratura, y la víctima que ofreció, habiéndose escapado después del primer golpe
(2) de manos de los sacrificadores, manchó de sangre a casi todos los espectadores. La fuga y el
tumulto fueron grandísimos, especialmente entre los que ignoraban la causa del desorden;
considerándose generalmente este lance como espantoso presagio (…)

(1) Siendo tribuno, presentó al pueblo, a pesar de la oposición del Senado, una proposición de ley
para la distribución de las tierras de la Galia Cisalpina y del Piceno. Siendo cónsul, se puso en
oposición con el Senado por la abrogación de su consulado, y en seguida por su triunfo. Dice
Plutarco, que habiendo declarado los augures irregular la creación de los cónsules, que habían
partido ya contra los insubrios, el Senado les envió inmediatamente cartas, llamándoles a Roma y
mandándoles que dimitiesen el cargo, sin realizar ningún acto de autoridad de la que no estaban
regularmente investidos. Flaminio derrotó primeramente a los enemigos y abrió después las cartas.
Por esta razón se le negó el triunfo cuando regresó victorioso y cargado de inmenso botín.

(1) Después de la primera guerra púnica, los senadores habían comprado propiedades en Sicilia,
Cerdeña y Córcega, y, so pretexto del transporte de los frutos que recogían, se dedicaban a
operaciones de comercio, que Claudio consideraba indignas de su rango. Para evitar esto, presentó
la ley ne quis senator, etc; que Flaminio solo apoyó en el Senado.

(2) Los auspicios eran un arma política en manos de los patricios, de la que usaban y abusaban. No
eran raros los casos de falsos auspicios, porque los escritores emplean con mucha frecuencia esta
palabra.

(3) Al entrar en cargo, el cónsul recibía en su casa el oficium, es decir, el saludo del Senado y del
pueblo, que en seguida le llevaban al Capitolio, a lo que se llamaba processus consularis. Allí
pronunciaba los votos según los ritos, e inmolaba un buey a Júpiter. Después de tomar los auspicios
de su dignidad en presencia del Senado reunido, le consultaba acerca de las ceremonias, de las
ferias latinas y de los asuntos de la república; en seguida, juraba observar las leyes. Terminadas
todas estas cosas, celebraba las ferias latinas y hacía el sacrificio solemne a Júpiter Lacial.

(1) Llamábanse así las casas construídas al lado de los caminos, en las que se detenían los viajeros,
ora perteneciesen a particulares que hospedaban a sus amigos, ora estuviesen destinadas a aposentar
viajeros.

(2) La víctima la llevaban al altar ministros llamados popae, que marchaban con las ropas
levantadas y estaban desnudos hasta la cintura. La cuerda con que sujetaban al animal debía ir floja,
para que no pareciese que lo llevaban con violencia, lo cual habría sido de mal agüero. Por la misma
razón, se le dejaba libre delante del altar, considerándose siempre su fuga como siniestro presagio.

DÉCADA TERCERA: LIBRO XXII

(Tito Livio refiere más prodigios y las expiaciones decretadas. Nacen las Saturnales) (…) En
Sicilia, los venablos de algunos soldados se habían inflamado en sus manos, y de la misma manera
en Cerdeña el bastón de un caballero que hacía la ronda en las murallas (1) (…) en fin, que las
mismas libertas reunirían medios para ofrecer un don a la diosa Feronia (1) (…) En el mes de
diciembre anterior se había hecho un sacrificio en Roma; en el templo de Saturno habíase ordenado
un lectisterno y dispuesto el lecho para los senadores; habíase celebrado un festín público; en fin,
toda la ciudad había repetido durante un día y una noche el grito de las saturnales, y habíase
decretado que el pueblo conservaría y celebraría en lo venidero este día festivo.

(1) Este era el oficio especial de los caballeros. En los últimos tiempos nombraban los tribunos a los
que habían de encargarse de esta vigilancia. Llamábaseles circuitores o circitores. El bastón que
aquí se menciona tal vez sería una insignia, que a ejemplo de los centuriones, llevaban los
caballeros para hacerse reconocer en sus rondas nocturnas.

(1) Cerca de Circeo se alzaba el templo de la diosa Feronia o Faronia, fundado, según se dice, por
los espartanos que huyeron de la severidad de las leyes de Licurgo, y que desde allí pasaron al
territorio de los sabinos, donde fundaron otro igual. Los esclavos libertos visitaban este templo.
Aníbal lo saqueó, pero se encontró el tesoro, formado por los dones de los libertos, que los soldados
de Aníbal respetaron.

(Año 217 a. C.: Aníbal baja hacia la Etruria. Pierde un ojo) (…) como le indicaban un camino
fácil, pero largo, emprendió otro más corto a través de un terreno pantanoso, que el Arno algunos
días antes había inundado más que de ordinario (2). (…) Aníbal, enfermo ya de los ojos por las
variaciones de calor y frío que ocurren en primavera, aunque montado en el único elefante que le
quedaba, con objeto de encontrarse siempre fuera del agua, se agravó por efecto de las vigilias, la
humedad de las noches y las nieblas del pantano; y como no estaba ni en paraje ni en ocasión de
cuidarse, perdió un ojo (1).

(2) Según Estrabón, al partir Aníbal de la Galia Cisalpina para la Etruria, no eligió el fácil camino
de la Umbría y Arimino, porque sabía que lo guardaba bien el enemigo, sino que siguió el más
difícil que bordea el lago Trasimeno.

(1) Aníbal no perdió completamente el uso del ojo, según dice Cornelio Nepote, pero en adelante no
se sirvió bien del ojo derecho. Además, este accidente le ocurrió en el paso del Apenino y no al
atravesar los pantanos de la Liguria y de la Etruria, como dicen Tito Livio y Polibio.

(Año 217 a. C.: nombramiento como dictador de Quinto Fabio Máximo Cunctator) (…)
acudió la república a un remedio que desde mucho tiempo no había sido deseado ni empleado: el
nombramiento de un dictador. Pero como el cónsul, que era el único que podía designarlo, se
encontraba ausente, y estando toda la Italia ocupada por los cartagineses, no era fácil enviarle
mensajeros ni cartas; y como, por otra parte, el pueblo no tenía derecho para nombrar dictador, lo
que no había ocurrido jamás, creóse prodictador a Q. Fabio Máximo y a M. Minucio Rufo jefe de
los caballeros.

(Expiaciones de los romanos: Primavera Sagrada ó Ver Sacrum) (…) el Pontífice Máximo L.
Cornelio Léntulo, consultado por el colegio de pretores, declaró que ante todo era necesario
consultar al pueblo acerca de la primavera sagrada, porque sin orden del pueblo no podía hacerse
ningún voto. En vista de esto, consultóse al pueblo en estas palabras: “¿Queréis y mandáis que esto
se haga así? Si de aquí a cinco años la república y el pueblo romano de los caballeros sale
felizmente, como deseo, de la guerra que tiene que sostener con los cartagineses y con los galos de
aquende los Alpes, que el pueblo romano de los caballeros haga una ofrenda a Júpiter de todo
cuanto en la primavera nazca de puercos, ovejas, cabras y bueyes y que no se encuentre ya
consagrado, a contar desde el día que señalen el pueblo y el Senado. Que el que haga este
sacrificio lo realice cuando y como quiera, y que sea legítimo de cualquier manera que lo ofrezca.
Si muere el animal que debía ser sacrificado, quede como profano y que no se considere su muerte
como impiedad. Si alguno lo estropea o mata sin querer, que no se le impute como crimen. Si es
robado, que el robo no recaiga sobre el pueblo ni sobre el que lo sufra. Si por ignorancia se
verifica el sacrificio en día nefasto, sea tenido por legítimo; legítimo será también celébrese de día
o de noche, por esclavo o por hombre libre. Si tiene lugar antes del término fijado por el Senado y
el pueblo, que el pueblo no sea en manera alguna responsable”. Con el mismo objeto, se votó
dedicar a los grandes juegos trescientas treinta tres libras y un tercio de cobre (1), inmolar a Júpiter
tres hecatombes, y a otros muchos dioses bueyes blancos y otras víctimas.

(1) En los votos solemnes dominaba como sagrado el número tres.

(Año 216 a. C.: es nombrado cónsul Cayo Terencio Varrón, plebeyo y jefe del partido popular,
con la consiguiente preocupación de los nobles, quienes intentan y finalmente logran se le dé
por colega a Lucio Emilio Paulo. Se eligen también pretores) (…) Habiendo experimentado la
nobleza la poca influencia de sus candidatos, decidió a L. E. Paulo a que se presentase, después de
prolongada resistencia de su parte; porque este noble ciudadano, que había sido cónsul con M.
Livio, había conservado profundo resentimiento por la condenación de su colega y por el peligro
que él mismo había corrido (1) (…) Procedióse en seguida al nombramiento de pretores, siendo
elegidos Manio Pomponio Matho y P. Furio Filo. La suerte dió a Pomponio la jurisdicción de los
ciudadanos romanos, (1) y la de los extranjeros a Furio Filo. Creáronse otros dos pretores (1), M.
Claudio Marcelo para la Sicilia y L. Postumio Albino para la Galia.

(1) Este colega fue M. Livio Salinátor, quien, después de su consulado, fue condenado por el pueblo
por no haber repartido por igual el botín entre los soldados. Parece que Paulo Emilio fue
comprendido en la misma acusación y que le costó mucho trabajo escapar de la pena (ambustus
exaserat?). Decíase ambustus del herido por el rayo, y los antiguos llamaban a la condenación o
destierro fulmen, rayo.

(1) Al principio fue general el nombre de pretor para todos los magistrados, is qui praeit jure et
exercitu. Por esta razón se llamaba al dictador praetor maximus. Pero como ocupados los cónsules
en guerras continuas no podían acudir a la administración de justicia, hízose de esta función una
magistratura distinta el año de Roma 389, tomando especialmente el título de pretor aquel a quien
se confiaba. Al principio se reservaron los patricios esta magistratura, como recompensa de la
admisión de los plebeyos al consulado; pero en el año 418 tuvieron que admitir también para ella a
los plebeyos.
Un pretor solo no podía atender a los numerosos negocios ocasionados por la multitud de
extranjeros que de todas partes afluían a Roma, por lo que, hacia el año 310 a. C., se le dió un
colega, qui inter cives romanos et peregrinos jus diceret; frase que ordinariamente se entiende en el
sentido de que las funciones de este pretor eran aplicables cuando una de las partes era un romano y
la otra un extranjero: entendiendo otros que significa que el pretor administraba justicia, fuesen o no
romanos los contendientes. Decidíase por sorteo la jurisdicción asignada a cada uno de los pretores
elegidos. Llamábase praetor peregrinus al que administraba justicia a los extranjeros, y por
oposición se dió al otro el nombre de praetor urbanus. Teníanse por más nobles las funciones de
éste, y de aquí la frase praetor honoratus. Sabido es que el pretor urbano, al entrar en funciones,
publicaba un edicto o exposición de las reglas que se proponía observar en la administración de
justicia durante el año, y que de aquí nació aquel derecho honorario, jus honorarium, que tanta
influencia tuvo en la legislación romana. Creen algunos que las funciones del pretor urbano
consistían en publicar un edicto anual y que el praetor peregrinus administraba justicia, en tanto en
conformidad con el edicto, en tanto según las leyes de la nación extranjera a que pertenecían las
partes y hasta según el derecho natural; pero los autores hablan también de edictos del praetor
peregrinus, y parece que en ciertos casos se podía apelar a su tribunal de las disposiciones del pretor
urbano. Sin embargo, parece también que no tenía lo que se llamaba las acciones de la ley, legis
actiones, que no se podía pedir en justicia ante él legalmente y en conformidad con el derecho civil.
Entre los dos pretores existía otra diferencia: la de que los extranjeros no podían demandar en
justicia ante el pretor urbano, teniendo este derecho los ciudadanos solamente.

(1) Mientras el imperio romano estuvo reducido a Italia, solamente hubo dos pretores. Después se
crearon otros dos para gobernar la Sicilia y la Cerdeña, cuando estas dos islas pasaron a ser
provincias romanas, en el año de Roma 506. Algo más adelante, la conquista de las Españas,
ulterior y citerior, hizo crear otros pretores. De estos seis magistrados, solamente dos permanecían
en Roma; los otros, inmediatamente que eran reconocidos, marchaban a sus provincias, que se
repartían, lo mismo que los cónsules, por sorteo o voluntariamente.

(Los tribunos militares obligan a jurar a los soldados) (…) los tribunos militares, cosa que no se
había exigido nunca, hicieron jurar a los soldados que acudirían a las órdenes de los cónsules y que
no se alejarían jamás sin licencia. Antes solamente existía compromiso solemne: cuando formaban
por decurias o centurias, los jinetes y los infantes en sus decurias o centurias juraban juntos y
espontáneamente no huir ni temer y no abandonar su puesto sino para tomar o recoger un arma,
herir a un enemigo o salvar un ciudadano. Este pacto voluntario se convirtió en juramento legal,
prestado en manos de los tribunos.

(Derrota terrible de los romanos en Cannas. Cifras de muertos en el ejército romano dadas
por Tito Livio) (…) Dícese que Roma perdió cuarenta y cinco mil infantes y dos mil setecientos
caballeros, en partes casi iguales de ciudadanos y aliados. Contáronse entre los muertos los dos
cuestores de los cónsules, L. Atilio y L. Furio Bibáculo; veintiún tribunos militares, muchos
consulares, pretorianos o edilicios, entre ellos Cn. Servilio Gemino y M. Minucio, jefe de los
caballeros el año anterior y cónsul algunos años antes; además, ochenta senadores o antiguos
magistrados a quienes su cargo debía dar ingreso en el Senado (1) y que se habían alistado
voluntariamente en las legiones. Dícese que el enemigo se apoderó también de tres mil infantes y
trescientos jinetes.

(1) Para reemplazar a los senadores muertos o arrojados del Senado por los censores, se elegía en
primer lugar a los que habían ejercido magistraturas curules, siguiendo ordinariamente el orden de
nombramiento; en seguida se pasaba a los que ejercían o habían ejercido magistraturas menores.
Antes de que les nombrasen los censores y de pertenecer al número de los senadores, entraban en el
Senado con voz consultiva.

(Botín ganado por los cartagineses tras la batalla de Cannas) (…) El botín fue inmenso, y
exceptuando los caballos, hombres y plata, que se encontraba principalmente en los arneses de los
caballos, porque los romanos tenían muy poca vajilla de plata en la guerra (2), todo lo demás fue
abandonado al pillaje.
(2) Dice Tito Livio que en esta época había poca vajilla de plata en los campamentos; pero según
parece, en tiempos del segundo Africano había comenzado a introducirse este lujo en los ejércitos
romanos, hasta el punto de que fue necesario reprimirlo. En efecto, en el sitio de Numancia,
Escipión prohibió a sus soldados los vasos y copas de plata grandes; Pascenio hizo la misma
prohibición en su campamento, y mandó además a los soldados que usasen escudillas de madera.
Plinio reconviene a los romanos por el lujo que reinaba en sus campamentos, citándoles el ejemplo
de Spartaco, que prohibió el oro y la plata a los esclavos que mandaba.

(Rasgo de Escipión, el futuro vencedor de Aníbal, después de Cannas) (…) En último caso,
como entre estas tropas (refugiadas en Canusia) había cuatro tribunos militares: Fabio Máximo, de
la primera legión, cuyo padre había sido dictador el año anterior; L. Publilio Bíbulo y P. Cornelio
Escipión, de la segunda, y de la tercera Apio Claudio Pulquer, que recientemente había sido edil,
por consentimiento unánime se dió el mando a P. Escipión, muy joven aún, y a Ap. Claudio. En el
momento en que deliberaban en corto número acerca de su situación, P. Furio Filo, hijo de un
consular, se presentó a decirles: “Que en vano querrán restablecer una esperanza destruída; que la
república está irremisiblemente perdida; que muchos jóvenes nobles, a cuyo frente se encuentra L.
Cecilio Metelo, buscaban naves para abandonar la Italia y refugiarse en territorio de cualquier
rey”. Este acontecimiento, deplorable por sí mismo, y sobre todo nuevo, hasta después de tantos
desastres, les colmó de sorpresa y estupor, y los que se encontraban presentes proponían deliberar
acerca de ello. Pero el joven Escipión, el jefe que los destinos reservaban para esta guerra, replicó
que el consejo nada tenía que ver en aquel asunto; “que en una calamidad tan apremiante se
necesitaba obrar y no discutir; que los que quisieran salvar la república no tenían otra cosa que
hacer sino tomar las armas y seguirle; que los enemigos estaban verdaderamente allí donde se
tramaban tales propósitos”. En seguida, acompañado por corto número, marchó al alojamiento de
Metelo, y encontrando allí aquel conciliábulo de jóvenes de quienes le habían hablado, sacó la
espada, y levantándola sobre su cabeza, dijo: “Estoy firmemente decidido a no abandonar la
república romana y a no consentir que otro la abandone. Si falto a este juramento, que Júpiter
Óptimo Máximo castigue a mi familia y a mí con la muerte más cruel. Cecilio y todos los que aquí
estáis, jurad por estas palabras, yo lo exijo; el que no jure, perecerá al filo de esta espada”.
Temblando como si hubiesen visto al mismo Aníbal, todos juraron y se entregaron a la guarda de
Escipión.

(Medidas inmediatas para la ciudad que propone Q. Fabio Máximo Cunctator) (…) Como en
una desgracia tan grande y desconocida aún era difícil tomar una resolución; como los gritos y
lamentos de las mujeres resonaban en las puertas del Senado, y como, en la ignorancia en que se
encontraban, todas la casas lloraban a la vez los muertos y los vivos, Q. Fabio Máximo dijo “que
era necesario enviar por la vía Apia y por la vía Latina jinetes armados a la ligera, para interrogar
a los que encontrasen (…) y saber por ellos cuál era la suerte de los cónsules y los ejércitos; si los
dioses inmortales, compadecidos de las desgracias del imperio, habían conservado algunos restos
de las legiones, dónde se encontraban, dónde había marchado Aníbal después del combate, qué
proyectaba, qué hacía y qué iba a hacer. Esta comisión debían desempeñarla jóvenes muy activos.
Los senadores debían encargarse, a falta de magistrados, muy poco numerosos, de contener en la
ciudad la turbación y el espanto, de impedir la presencia de las mujeres en los parajes públicos y
obligarlas a que permaneciesen en sus casas, de reprimir las lamentaciones de las familias, de
mantener el silencio en Roma, de enterar a los pretores de todas las noticias, de velar para que
cada cual esperase en su casa las que le fuesen personales, de colocar, en fin, guardias en las
puertas para impedir a todos la salida y para obligar a cada ciudadano a no esperar salvación
sino de la salvación de la ciudad. Cuando el tumulto estuviese calmado, podrían convocar de
nuevo al Senado y deliberar acerca de los medios de defensa.”

(Se suspenden las fiestas de Ceres) (…) Entonces supieron también las familias sus pérdidas
particulares, y tantas personas vistieron luto, que se interrumpieron las fiestas anuales de Ceres (1),
no pudiendo celebrarlas los que están de duelo, y no existiendo por otra parte en aquella ocasión
ninguna madre de familia que no hubiese experimentado alguna pérdida.

(1) No podían celebrarse las fiestas de Ceres durante un luto público, porque entonces vestían de
negro las señoras romanas, mientras que para la celebración de estas fiestas debían llevar trajes
blancos. Introdujéronse en Roma las fiestas de Ceres bajo la edilidad de Memmio. Comenzaban el
15 de los idus de Abril, duraban ocho días y las celebraban en el circo las señoras romanas, vestidas
de blanco, así como los hombres, que eran simples espectadores. Las señoras desfilaban con
antorchas en recuerdo de los viajes que hizo Ceres en busca de Proserpina, con una antorcha
encendida en el monte Etna. Durante estas fiestas, las señoras estaban obligadas a completa
castidad.

(Expiaciones de supuestos prodigios tras Cannas) (…) según las prescripciones de los libros
sagrados, se celebraron algunos sacrificios: entre otros, un galo y una gala, un griego y una griega
fueron enterrados vivos en el Foro Boario, en un paraje cerrado por piedras enormes y
ensangrentado ya por víctimas humanas, sacrificio indigno del nombre romano.

(Punto interesante del discurso de Tito Manlio Torcuato en que se opone al rescate de los
prisioneros romanos de Aníbal) “(…) Cincuenta mil ciudadanos o aliados han caído en derredor
vuestro en esa batalla; si tantos ejemplos de valor no os impresionan, nada os impresionará jamás;
si tantas muertes no os han inspirado el desprecio de la vida, nada os lo inspirará. Siendo libres,
gozando de todos los derechos, se puede echar de menos a la patria; puede echarse de menos
mientras la patria existe, mientras se es ciudadano; pero vosotros la echáis de menos demasiado
tarde, habiendo experimentado la muerte civil (1), estando extrañados del derecho de los
ciudadanos y hechos esclavos de los cartagineses. ¿Os devolverá jamás el dinero lo que habéis
perdido por bajeza y cobardía? (…)”

(1) Según Justiniano, la diminutio capitis es cambio de estado, definición que solamente es exacta
dando a estado el sentido de familia. Porque la diminutio capitis no producía siempre cambio de
estado; por ejemplo, el adoptado quedaba capite minutus, como el emancipado, y sin embargo el
adoptado no era sui juris, sino que continuaba hijo de familia; es decir, que cambiaba de familia sin
cambiar de estado. Pero en todos los casos de capitis diminutio había por lo menos cambio de
familia: familia tantum mutatur, dice el jurisconsulto Paulo hablando de la minima capitis
diminutio.
Todo ciudadano romano era considerado cabeza, caput, en la ciudad, en la familia a que pertenecía
y en la que tenía su puesto, su estado. En este sentido fácil es comprender cómo la pérdida de este
puesto venía a producir capitis diminutio, cambio de estado, cambio de familia. Cuando se
cambiaba de familia, se trasladaba una persona, una cabeza in familiam et domum alienam. La
familia que se dejaba contaba un agnato, agnatus, una cabeza de menos: había, pues, diminutio
capitis. De la misma manera, el deportado, por ejemplo, tollitur e numero civium romanorum: la
ciudad contaba por consiguiente con un ciudadano, una cabeza menos, y la misma disminución
resultaba en el número de las personas libres cuando alguna de ellas quedaba reducida a la
esclavitud. Hablando con propiedad, la ciudad, la familia, son las que disminuyen en una cabeza;
pero, por inversión, se llama capite minutus al individuo por quien se verifica la disminución. El
que de esta manera es capite minutus pierde el rango que ocupaba, y por consiguiente los derechos
que le resultaban de su asociación a la ciudad y la familia.
En la diminutio capitis se consideraban tres grados: máxima, media y mínima: por la máxima, el
individuo perdía a la vez sus derechos de libertad, de ciudadanía y de familia, como ocurría al
cautivo, aunque debe decirse que, en cuanto a éste, sus derechos no estaban más que suspendidos,
porque siempre gozaba del derecho de post liminii, que le restablecía en su estado, en el caso de que
regresara.
El que perdiendo los derechos de ciudadanía conservaba la libertad, experimentaba una diminutio
capitis mucho menor, quedando en el punto medio entre la precedente y aquella en que,
permaneciendo libre el ciudadano, cambiaba sencillamente de familia. En este último caso la
diminutio capitis era mínima, la más pequeña de todas.

DÉCADA TERCERA: LIBRO XXIII

(Discurso de C. Terencio Varrón a una legación de Capua, en que pide a los campanios, no
ayuda para el ejército romano, sino que levanten por sí mismos un ejército que oponer a
Aníbal, y en que exagera los horrores de una dominación cartaginesa en Italia) “(…) No
tenemos que habérnoslas con los samnitas y etruscos: el imperio que podrían arrebatarnos
quedaría al menos en Italia. Nuestro enemigo el cartaginés lleva en pos soldados, ni siquiera
africanos, sino salidos de los confines del mundo, del Océano y de las columnas de Hércules, sin
leyes, sin derechos, casi sin lenguaje humano. A estos soldados, naturalmente feroces y salvajes, su
jefe les ha hecho más salvajes todavía, haciéndoles construir puentes y diques con cadáveres
humanos amontonados, y, lo que no puede decirse sin horror, enseñándoles a alimentarse con
carne humana (2). ¡A esos hombres, alimentados con horribles manjares, esos hombres a quienes
ni siquiera podría tocarse sin repugnancia, tendríamos que considerarlos como señores nuestros!
¡tendríamos que pedir nuestras leyes al África, a Cartago; soportar que Italia fuese una provincia
de los númidas y de los moros! ¿Habrá algún engendrado en Italia que pueda pensar esto sin
indignación? (...)”.

(2) Esta creencia popular que suponía caníbales a los cartagineses, nació sin duda de lo que se
refiere de Aníbal Monómaco, quien, en una deliberación acerca de aprovisionamientos, dificilísimos
para el ejército, que a gran coste hacía traer de España, atravesando tantos pueblos bárbaros,
aconsejó acostumbrar a los soldados a comer carne humana. Pero, según Polibio, Aníbal rechazó
con horror la proposición.

(Marco Junio Pera, nombrado dictador, presenta, según costumbre, al pueblo una ley para
que le permita montar a caballo. Posible origen o explicación de esta disposición legislativa)

(…) y en cuanto al dictador M. Junio Pera, después de cumplir los deberes religiosos, y presentado,
según costumbre, una ley al pueblo para que le permitiese montar a caballo (1) (…)

(1) ¿Qué ley era, de qué época y por qué razón se prohibió al dictador montar a caballo? Acerca de
esta disposición legislativa, que aquí se menciona por primera vez y que tan pocas huellas ha dejado
en la historia, solamente pueden hacerse conjeturas. Las más verosímiles son éstas. En la época de
la institución de la dictadura, uno de los derechos de la autoridad suprema del dictador era el de
presentarse a caballo en la ciudad; pero este derecho recordaba demasiado la autoridad real. Dióse
por tanto una ley que prohibía al dictador montar a caballo fuera de los tiempos de las expediciones
y antes de salir de la ciudad. Más adelante se le permitió de nuevo; pero se necesitaba para esto una
ley expresa del pueblo, y según parece resultar de las palabras de Tito Livio como de costumbre,
esta ley llegó a ser como una fórmula que servía para moderar la ilimitada autoridad del dictador,
recordándole que, para ejercerla, tenía necesidad de recurrir al poder del pueblo.

(Aníbal va a invernar a Capua, que se le ha entregado. Enervamiento de sus tropas en esta


ciudad) (…) Durante la mayor parte del tiempo tuvo alojadas en las casas de la ciudad sus tropas,
desde antiguo tan experimentadas y endurecidas contra todos los sufrimientos, y tan extrañas y
desacostumbradas a la comodidad. El exceso de males las encontró invencibles; pero quedaron sin
fuerza ante las delicias de voluptuosidades inmoderadas y tanto más embriagadoras cuanto más
desconocidas; por cuya razón se precipitaron furiosamente a ellas. El sueño, el vino, los festines, las
orgías, los baños y el descanso, que la costumbre hace más agradable cada día, les enervaron hasta
tal punto que en lo sucesivo se defendieron más por sus victorias pasadas que por sus fuerzas
presentes. Para los capitanes, esta falta fue mucho más grave que la que cometió no marchando
contra Roma inmediatamente después de la batalla de Cannas. Su vacilación en aquella
circunstancia pudo parecer aplazamiento de su triunfo; mientras que esta última le quitó las fuerzas
necesarias para vencer en adelante. Así fue que pudo verse que no tenía el mismo ejército cuando
salió de Capua: casi todos los cartagineses volvían acompañados de mujeres de mala vida; y cuando
comenzaron a habitar bajo la tienda, cuando volvieron a las marchas y fatigas de la vida de soldado,
cual si fueran reclutas, les faltaba fuerza y valor. Más adelante, en pleno verano, escapaban en
grupos, abandonando sin licencia las enseñas, refugiándose en Capua los desertores.

(Anécdota del sitio de Casilino) (…) Fueron devoradas las ratas y todos los animales (1).

(1) Al sitio de Casilino se refiere sin duda la anécdota de aquel avaro que vendió en ciento o
doscientos dineros una rata que había cogido. El avaro murió de hambre y el comprador sobrevivió.

(Año 215 a. C.: batalla de Nola, sitiada por Aníbal y defendida por Marco Claudio Marcelo.
Arenga de Marcelo) (…) “No están todos en el combate; los merodeadores recorren los campos, y
los que pelean están enervados por las delicias de Capua, por el vino, por las cortesanas, por un
invierno entero de desórdenes. Ya no conservan el vigor, la energía de otro tiempo: han perdido
aquella fuerza del cuerpo, aquel valor que les hizo atravesar los Pirineos y los Alpes. Ya no son
más que los restos de aquellos cartagineses, apenas capaces hoy de sostener las armas y sostenerse
ellos mismos. Capua ha sido Cannas para Aníbal. En Capua han perecido para siempre su valor,
su disciplina, su antigua gloria y sus esperanzas para lo venidero.”

DÉCADA TERCERA: LIBRO XXIV

(Año 214 a. C.: el procónsul Tiberio Sempronio Graco, con sus dos legiones formadas de
esclavos y presos, derrota al general cartaginés Hannón el Viejo en la batalla de Benevento,
habiendo prometido previamente la libertad a sus soldados si se muestran valientes en el
combate. Castigo de los combatientes que se han mostrado débiles o cobardes. Regreso
victorioso a Benevento, donde los romanos son festejados) “(…) Antes de haceros a todos
iguales por los derechos de la libertad, no he querido aplicar a ninguno de vosotros el nombre de
valiente o de cobarde. Ahora que la república acaba de pagar su deuda, como no se debe suprimir
la diferencia entre el valor y la cobardía, tomaré los nombres de aquellos que, conociéndose
culpables de debilidad en el combate, acaban de separarse del ejército. Haré que se presenten
sucesivamente delante de mí, y les obligaré a jurar que, a menos de enfermedad que se lo impida,
comerán y beberán siempre de pie mientras dure su servicio (1). Y os someteréis a este castigo sin
murmurar, si consideráis que no pueda haberlo menor para vuestra cobardía.” (…) Los
beneventinos salieron a recibirlos, abrazando a los soldados, felicitándoles y ofreciéndoles
hospitalidad. Todos habían puesto mesas en los patios de sus casas, y llamaban a los soldados,
rogando a Graco les permitiese que fuesen a sentarse. Graco lo consintió, pero a condición de que
comiesen en público. Cada vecino sacó su comida a la puerta; los voluntarios, con la cabeza
cubierta con el pileum (2) o gorro de lana blanca, tomaron parte en el banquete, unos en los lechos,
otros de pie, sirviendo y comiendo a la vez (…)

(1) Hasta en la cena, porque los soldados romanos comían de pie, y este castigo solamente en la
cena podía cumplirse.

(2) La lana blanca era símbolo de la libertad. El pileum era un gorro de lana blanca que los libertos
recibían en el acto de la manumisión. Antes de tomarlo se cortaban el pelo.

(Los censores Publio Furio Filo y Marco Atilio Régulo tachan a los que propusieron huir de
Italia tras la derrota de Cannas, a los prisioneros romanos que faltaron a la fe del juramento y
a los jóvenes que, sin causa justificada, no han servido en el ejército en los últimos cuatro
años) (…) Primeramente, citaron ante su tribunal a los acusados de haber querido, después de la
batalla de Cannas, abandonar la república y huir lejos de Italia (…) Después fueron citados aquellos
intérpretes tan astutos para librarse de la fe del juramento; aquellos prisioneros que, después de salir
del campamento de Aníbal, volvieron furtivamente a él, creyéndose entonces libres del juramento
que habían hecho de regresar a él. Estos y los otros de que hemos hablado antes fueron privados de
los caballos que les suministraba el Estado; trasladados de tribu (1), quedaron como simples
pecheros. No se limitaron las severas investigaciones de los censores a la conducta del Senado y de
los caballeros: en los registros en que estaban inscritos los nombres de los jóvenes, tomaron los
nombres de los que no habían servido en cuatro años, aunque no tuviesen legítima exención, ni
enfermedad que alegar como excusa. Encontráronse más de dos mil, llevándoseles también entre los
pecheros y arrojándoles de su tribu. A esta tacha de los censores, que no fijaba ningún castigo, se
unió un senatus-consulto muy riguroso, disponiendo que todos los tachados por los censores
servirían a pie e irían a Sicilia a reunirse con los restos del ejército de Cannas, cuyo tiempo de
servicio no debía cesar hasta el día en que fuese arrojado de Italia el enemigo.

(1) Tribu moti eran aquellos a quienes los censores trasladaban de una tribu a otra inferior; por
ejemplo, de una tribu rústica a otra urbana; porque las tribus rústicas eran más honrosas que las
urbanas, lo que procedía de lo mucho que se honró antiguamente la agricultura en Roma. Ap.
Claudio pasó a una tribu rústica, que desde entonces se llamó Claudia; y andando el tiempo, muchas
tribus tomaron los nombres de las familias ilustres que habían recibido en su seno; como las tribus
Papiria, Cornelia, Emilia, Fabia, Horacia, etc. Otra causa de la preponderancia de las tribus rústicas,
era que aumentaba su número a medida que se extendía el derecho de ciudadanía a más pueblos,
mientras que las tribus urbanas continuaban, como primitivamente, en número de cuatro. Además,
las formaban los ciudadanos más despreciables, como se ve en el hecho del censor, Q. Fabio, que
reunió todo lo más vil de las otras tribus para arrojarlo en las cuatro tribus urbanas. Eran, pues,
superiores las tribus rústicas a las urbanas por la calidad y por la cantidad, triunfando en las
votaciones. Por eso se tenía a honor formar parte de ellas, mientras que se trasladaba a las otras por
castigo.

(Admirable patriotismo de los romanos) A causa del agotamiento del Tesoro, los censores no
habían hecho contratas para el entretenimiento de los edificios sagrados, ni para el suministro de los
caballos curules (1), ni ninguna de estas cosas. Los que ordinariamente se encargaban de estas
contratas acudieron a ellos, invitándoles a que obrasen en todo como si dispusieran de fondos del
Tesoro, porque ninguno de ellos pediría dinero antes de que terminase la guerra. Poco después se
reunieron los dueños de los manumitidos por T. Sempronio en Benevento; estos propietarios dijeron
que los triunviros administradores de las rentas les habían llamado para que recibiesen el precio,
pero que nada aceptarían antes de la terminación de la guerra. Por consecuencia de esta decisión de
todo el pueblo para acudir en socorro del Tesoro agotado, lleváronse primeramente los fondos de los
huérfanos, después los de las viudas, no creyendo los administradores que podían encontrar
depósito más seguro y más sagrado que la fe pública. Si por los huérfanos o las viudas se compraba
algo, el pretor lo anotaba en sus cuentas. Esta buena disposición de los particulares pasó de la
ciudad a los campamentos. Los caballeros y los centuriones no querían sueldo, increpando con el
nombre de mercenarios a los que lo recibían.

(1) Según unos, los caballos destinados a los magistrados curules; según otros, las cuadrigas que se
empleaban en los juegos públicos, suministradas por el Estado.

(Luchas civiles en Siracusa tras el asesinato del tirano Jerónimo, nieto de Hierón) (…)
Andranodoro había llenado de tropas la Isla (1), la fortaleza y todos los puntos ventajosos de que
había podido apoderarse.
(1) Siracusa estaba dividida en cuatro partes, que parecían otras tantas ciudades. La Isla, situada
entre los dos puertos, el grande y el pequeño, llamado Lacio; la Tiquea, llamada así de un templo
antiguo consagrado a la Fortuna; la Acradina, más grande, mejor fortificada y más antigua, que
encerraba los mejores edificios de Siracusa, y que, bañada por el mar, separábala de la Tiquea, por
la parte norte, una muralla muy alta; y en fin, la parte moderna, llamada Neápolis, ciudad nueva.
Algunos añaden otra parte llamada Epípola, paraje escarpado y casi desierto.

(Año 213 a. C.: Publio Cornelio Escipión y su hermano Cneo, que llevan con éxito la guerra
en España, ajustan alianza en nombre de Roma con Sifax, el rey de los númidas masesilianos,
que pasa a ser repentinamente enemigo de Cartago. Sifax pide a los romanos le instruyan en
el arte militar. Presentación de Masinisa) (…) En este mismo año los dos Escipiones, después de
brillantes triunfos en España, después de haber renovado muchas alianzas antiguas y formado otras
nuevas, concibieron esperanzas hasta sobre el África. El rey de los númidas Sifax se convirtió de
repente en enemigo de Cartago. Los generales romanos le enviaron tres centuriones para que
ajustasen un tratado de amistad y alianza (…) La legación agradó bastante al bárbaro, que habló
mucho con los romanos acerca de los medios de hacer la guerra, y, por lo que le dijeron aquellos
veteranos, al comparar la admirable organización de las tropas romanas con la de las suyas,
comprendió cuánto ignoraba. Así fue, que les pidió ante todo que para obrar como buenos y fieles
aliados volviesen solamente dos centuriones a dar cuenta de su embajada a sus generales, y que uno
de los tres quedase con él para enseñar a los númidas el arte militar; que su nación era
completamente inhábil en los combates de infantería, no sabiendo utilizar más que sus caballos; que
desde los primeros tiempos sus antepasados solamente habían combatido a caballo, y que ellos
mismos, desde su infancia, no habían aprendido a combatir de otra manera; que teniendo un
enemigo cuya infantería era excelente, era necesario que organizase él también una infantería; que
en su reino había muchos hombres, pero que ignoraba la manera de armarlos, de equiparlos y
ordenarlos; que su ejército, como toda multitud reunida de pronto, solamente ofrecía desordenadas
masas. Los legados contestaron que inmediatamente iban a hacer lo que pedía, después de recibir la
palabra del rey de que devolvería al centurión si sus generales no aprobaban su conducta. El que
quedó con el rey se llamaba Q. Estatorio. El númida envió a España con los otros dos romanos
embajadores que debían recibir la palabra de los generales y trabajar para atraerse lo más pronto
posible a los númidas auxiliares que formaban parte de las guarniciones cartaginesas. Estatorio creó
con la juventud númida una infantería al rey, enseñándola, según la táctica romana, a formar en
línea, a correr siguiendo las enseñas y a conservar las filas; acostumbrándola de tal manera, en fin, a
los trabajos y todo lo que constituye la disciplina militar, que muy pronto tuvo el rey tanta confianza
en su infantería como en su caballería (…) Los romanos, por su parte, ganaron mucho en España
con la llegada de los legados del rey, porque en cuanto se informaron los númidas, se les pasaron en
gran número. Ajustóse, pues, alianza con Sifax, y ante esta noticia, los cartagineses enviaron una
legación a Gala, que reinaba en la otra parte de la Numidia, a cuyos habitantes se llama masilios.
Tenía Gala un hijo llamado Masinisa, de diez y siete años de edad y cuyo carácter anunciaba ya
que haría su reino más grande y considerable que lo recibiría de su padre.

(Primeros mercenarios en el ejército romano) (…) En este año una sola cosa notable ocurrió en
España, el hecho de ser los celtíberos los primeros soldados mercenarios que hasta entonces habían
recibido los romanos en su ejército.

DÉCADA TERCERA: LIBRO XXV

(Cunde en Roma el culto a dioses extranjeros) (…) Desarrollóse entonces en Roma tal celo por el
culto de los dioses, o mejor dicho, de los dioses extranjeros, que parecía habían cambiado de pronto
los dioses y los hombres. No era un secreto en el interior de las casas que se abolía el antiguo culto
romano; en público también, en el Foro y en el Capitolio había un grupo de mujeres que no
sacrificaban, que no rogaban a los dioses según la manera de sus antepasados. Sacrificadores
despreciables y adivinos se habían apoderado de todas las imaginaciones. El número fue en
aumento, contribuyendo a ello, por una parte, la población de los campos, obligada por la miseria y
el terror a abandonar sus tierras incultas y por mucho tiempo devastadas por la guerra, para
refugiarse en la ciudad; y por el fácil lucro que se ganaba explotando la superstición, como si fuese
profesión autorizada. Al principio se indignaron en secreto las personas honradas, pero después se
alzaron quejas y las llevaron al Senado, que reprendió severamente por su negligencia a los ediles y
a los triunviros capitales. Mas cuando quisieron expulsar a la multitud del Foro y dispersar el
aparato de los sacrificios, faltó poco para que les rechazasen con violencia. Era ya evidente que el
mal se había propagado demasiado para que pudiesen remediarlo magistrados inferiores (1), y el
Senado tuvo que encargar a M. Atilio, pretor de la ciudad, que librase al pueblo de aquellas
supersticiones. Convocóse al pueblo, y el pretor leyó un senatus-consulto, y mandó por un edicto
que quien tuviese libros de adivinación, fórmulas de plegarias o compendios de las ceremonias de
aquellos sacrificios, llevase a su casa todos aquellos libros de adivinación, todos aquellos escritos,
antes de las kalendas de Abril, y prohibió que nadie en paraje público o sagrado sacrificase según
ritos nuevos o extranjeros.
En este año murieron muchos de los sacerdotes del culto público (…) y C. Papirio Masón, hijo de
Lucio, decenviro de los sacrificios (2).

(1) Comprendíanse en esta calificación, no solamente los triunviros capitales, sino también los
ediles curules y otros. Dábaseles el nombre de magistrados inferiores en comparación de los
cónsules, pretores, etc.
Los triunviros capitales eran clase de jueces que residían en el Foro. Nombrábaseles por votos del
pueblo, y su misión era conocer de los crímenes y delitos. La dignidad de su cargo rebajó mucho,
cuando en el año de Roma 608 se establecieron las cuestiones perpetuas; porque, a partir de esta
época, solamente juzgaron esclavos y hombres de la clase ínfima. Estaban también encargados de la
vigilancia de las cárceles, por lo que se les llamaba también triunviros de las cárceles.

(2) En el principio no fueron más que dos, y por lo mismo se les llamó duunviros. Su misión era
vigilar por la conservación de los libros sibilinos o proféticos y por la perfecta observancia de los
ritos y ceremonias en todos los sacrificios que prescribían. Más adelante, se elevó el número de
estos magistrados a diez, cinco patricios y cinco plebeyos.

(Año 212 a. C.: Publio Cornelio Escipión, el posterior Africano, es nombrado edil curul antes
de tener la edad correspondiente) (…) P. Cornelio Escipión, llamado más tarde el Africano, fue
edil curul con M. Cornelio Cethego. Los tribunos del pueblo se oponían a esta candidatura,
pretendiendo que no debía tomarse en consideración porque el candidato no tenía la edad que exigía
la ley (1). “Si todos los romanos quieren hacerme edil, exclamó, tendré la edad”; y de tal manera se
declaró el pueblo en favor suyo, al marchar a votar en las tribus, que los tribunos cedieron en
seguida. Los ediles, para cumplir lo que exigía su cargo, hicieron celebrar los juegos romanos (1)
con grande magnificencia para aquel tiempo y distribuir una medida de aceite en cada barrio.

(1) Escipión tenía entonces veintidós años y ni siquiera había ejercido la cuestura. En el año de
Roma 575, la ley Velia fijó la edad para los diferentes cargos públicos; pero según resulta de este
pasaje, existía costumbre o ley acerca de este asunto, aunque generalmente se cree que la costumbre
o la ley solamente fijaba la época en que se tenía capacidad para los cargos públicos. Desde la
promulgación de la ley Velia, desapareció toda vaguedad, porque determinaba que debían tenerse
para la cuestura 31 años; para la edilidad curul 37; para la pretura 40, y para el consulado 43.

(1) Para abrirse paso a las magistraturas superiores, acostumbraban los ediles al entrar en funciones
captarse el favor popular por medio de juegos públicos que hacían celebrar con la mayor pompa
posible, con donativos y distribuciones de vino y aceite. De aquí el nombre de congiario que se
daba a estas distribuciones, de cualquier género que fuesen, bien se hicieran al pueblo o bien a los
soldados, aunque en este último caso se usaba generalmente la palabra donativo. También se usaron
en Grecia estas liberalidades, especialmente después de la conquista romana.

(Multa al colector de impuestos o publicano M. Postumio y posterior alboroto) (…) Era


Postumio un colector de impuestos que desde mucho tiempo no había tenido en la república igual
para el fraude y la avidez (…) Como el Tesoro público respondía de las pérdidas en caso de
tempestad en cuanto al material transportado para el ejército, supuso naufragios que no habían
ocurrido, y hasta los verdaderos se debían al fraude y no a la casualidad. Cargaba con mercancías
sin valor naves viejas inservibles y las hacía echar a pique en alta mar, cuidando de tener preparadas
las barcas para salvar las tripulaciones. En seguida declaraba falsamente que las mercancías
perdidas eran considerables (…) los dos tribunos Sp. y L. Calvilio, excitados por las quejas del
pueblo y viendo que estos amaños sublevaban la indignación y el desprecio de todos, condenaron a
M. Postumio a una multa de doscientas mil piezas de moneda (1). El día en que el pueblo debía
votar acerca de esta multa, fue tan numerosa la multitud que apenas cabía en la plaza del Capitolio.
Oídos los defensores, parecía que Postumio no tenía más que un recurso, que C. Servilio Casca,
pariente suyo y tribuno del pueblo, interviniese antes de que se llamase a votar las tribus. Cuando
hubieron declarado los testigos, los tribunos mandaron retirarse al pueblo, y se llevó la urna (sitella
allata) (1) para que decidiese la suerte en qué orden habían de votar las tribus. Los publicanos
estrechaban a Casca para que hiciese aplazar la decisión. El pueblo reclamaba, y Casca, que estaba
sentado en el extremo del banco de los tribunos (2), vacilaba entre la vergüenza y el temor. Viendo
que no podían contar con él, los publicanos, para escapar a favor del tumulto, se precipitaron en el
espacio que quedaba vacío y al que el pueblo no podía acercarse, disputando a la vez con el pueblo
y los tribunos; y hubiese habido algún combate, si el cónsul Fulvio no hubiese exclamado,
dirigiéndose a éstos: “¿No veis que tenéis que ceder y que es inminente una sedición si no os
apresuráis a disolver la asamblea?”
Retiróse el pueblo y se convocó al Senado. Los cónsules dieron cuenta de la violencia y audacia de
los publicanos, que habían turbado la asamblea del pueblo (…) El Senado declaró por un decreto
que aquella tentativa era un ejemplo peligroso y un atentado contra la república. En el acto los dos
Carvilios, tribunos del pueblo, prescindiendo de la multa, presentaron acusación capital contra
Postumio, mandando a los lictores que le prendiesen si no presentaba caución y llevarle a las
prisiones. Postumio dió caución y no compareció. A petición de los tribunos, el pueblo decidió que
“si M. Postumio no se presentaba antes de las kalendas de Mayo, si no contestaba este día cuando
se leyese su nombre, o si no se admitían sus excusas, sería desterrado, vendidos sus bienes y se le
prohibirían el agua y el fuego” (1). En seguida acusaron sucesivamente los tribunos de crimen
capital a todos los que promovieron aquel tumulto, y les obligaron a dar caución. Al principio los
que no la dieron y después hasta los que podían darla fueron encarcelados; de manera que, para
evitar este peligro, la mayor parte se desterraron.

(1) Los tribunos del pueblo imponían las multas y el pueblo las ratificaba o perdonaba.

(1) Era una especie de cesta en que se recogían los votos. Empleábase de esta manera: el que
presentaba una ley, ponía en la sitella los nombres de las tribus y en seguida los sacaba a la suerte
para enviarlas sucesivamente a votar a medida que salían los nombres.

(2) In cornu: en el extremo de los bancos colocados en semicírculo. Los tribunos no tenían tribunal,
sino bancos solamente.

(1) Esta era la fórmula con que se designaba el destierro, que, como se ve, constituía condenación
indirecta. No se pronunciaba la palabra destierro ni ninguna otra sinónima, como observa Cicerón,
pero la consecuencia forzosa era el destierro. Por medio de esta ficción se privaba al ciudadano
romano de los derechos que no podía perder contra su voluntad. Y por medio de ésta también, más
adelante, bajo los emperadores, en la pena llamada relegación en una isla, que dejaba libertad a los
que la sufrían, no se prohibía al condenado salir del punto de su relegación, pero se le prohibían
todos los demás, exceptuando aquél, lo que de hecho producía igual resultado. En tiempo de los
emperadores se reemplazó la prohibición del agua y del fuego por la deportación y diferentes clases
de relegaciones, que constituían diferentes penas en distintos grados.

(El Senado nombra dos comisiones de triunviros para hacer levas extraordinarias) (…) Los
cónsules apenas podían hacer levas, porque agotada ya la juventud, no podía formar nuevas
legiones urbanas y llenar los huecos de las antiguas. El Senado (…) nombró dos comisiones de
triunviros, encargadas de examinar, una en cincuenta millas de radio alrededor de Roma, y la otra
más allá de este límite, cuántos jóvenes de condición libre se encontraban en las ciudades, pueblos y
mercados (pagi, forisque et conciliabulis) (1) bastante fuertes para empuñar las armas, y que los
alistasen aunque no tuviesen edad para el servicio (2).

(1) Es muy útil comprender bien el significado que tenían estas palabras. Pagi eran barrios situados
frecuentemente en alturas, y fuertes por su posición, que Numa o Servio Tulio establecieron para
refugio de los campesinos, y que a causa de esto se llamaron con esa palabra, es decir, colinas. Fora
eran ciudades pequeñas fortificadas, en las que en determinados días se celebraban ferias y se
administraba justicia. Conciliabula eran parajes en que se celebraban asambleas. Parece que
mediaba poca diferencia entre conciliabula y fora.

(2) La edad del servicio militar era la de diez y siete años, habiéndose fijado así porque no se les
creía bastante fuertes antes a los jóvenes para manejar las armas.

(Los soldados supervivientes de Cannas, llevados a Sicilia y mantenidos inactivos con


deshonra por el Senado, imploran su rehabilitación al procónsul Marcelo, quien consulta al
Senado) (…) Los nuevos cónsules recibieron las cartas de Marcelo y las leyeron en el Senado;
deliberóse y se dió en siguiente decreto: “Que el Senado no creía que podía confiarse la salvación
pública a soldados que en Cannas habían abandonado a sus compañeros en medio del combate.
Que si el procónsul M. Claudio opinaba de otra manera, hiciese lo que le inspirase el interés de la
república y su celo, con tal de que ningún soldado de aquellos pudiese quedar exento de trabajos
(1), recibir recompensa militar por su valor, ni volver a Italia mientras quedase un enemigo”.

(1) Créese que se refiera esta prohibición a ciertos trabajos que los soldados tenían que realizar en
los campamentos, como llevar leña, forraje, agua, etc. Cuando se distinguía un soldado al frente del
enemigo, se le concedía algunas veces excepción de estos trabajos como premio a su valor. Algunas
veces también obtenían los soldados que los centuriones les exceptuasen mediante cierta cantidad
de dinero.

(Tras la muerte por traición de T. Sempronio Graco, procónsul, el cuestor Cn. Cornelio se
hace cargo de su ejército) (…) ya no era aquello más que un combate de caballería, cuando se vió
a lo lejos el ejército de Sempronio, cuyo mando había tomado el cuestor Cn. Cornelio (1) (…)

(1) El cuestor provincial, como magistrado del pueblo romano, era superior a los tenientes, y
después de la muerte del procónsul o propretor, y hasta en ausencia suya, o mientras se esperaba la
llegada de su sucesor cuando cesaba en sus funciones, le reemplazaba en el mando de las tropas.

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