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II Domingo de Cuaresma

Ciclo C
17 de marzo de 2019

Él transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo. San


Pablo invita a los filipenses a imitar juntos su ejemplo, con la esperanza de que habrá de venir
del cielo nuestro salvador, Jesucristo. Los mueve, así, a pensar en el cuerpo glorioso del
Señor, la belleza consumada de su naturaleza humana con la que reina a la derecha del Padre,
después de haber cruzado por el camino doloroso de la cruz. También la Iglesia el día de hoy
pone ante nuestros ojos el cuerpo del Señor. No aún el cuerpo glorificado después de la
resurrección, aunque es ciertamente en referencia a su Pascua que nos seguimos
congregando. Pero sí nos convida a aquella participación adelantada de la dicha eterna que
un pequeño grupo de apóstoles pudo tener de la gloria de Dios traslucida en el cuerpo de
Cristo. Con Pedro, Santiago y Juan, sube hoy toda la Iglesia al monte con Jesús para hacer
oración. Nuestra oración cuaresmal. Siguiendo sus pasos, nos dejamos conducir por él,
aunque la experiencia a la que nos convoca supera infinitamente nuestra capacidad de
comprensión. Pero el amor, de alguna manera, el amor divino que ya se nos comunica por la
familiaridad con Jesús, dispone la mirada para dejarnos tocar por su luz. ¡Qué bueno sería
quedarnos aquí!

El itinerario del tiempo santo no esconde sus exigencias. El llamado a la conversión es fuerte,
y nos advierte sobre el peligro de volvernos enemigos de la cruz. Ahí están también para
nosotros el vientre que se propone como dios y las vergüenzas que se ofrecen como remedo
de gloria. Ahí está la fuerza gravitatoria del mal intentando deglutirnos hacia la perdición.
Pero de ninguna manera el peso del camino nos quiere desanimar. Desde ahora y después de
haber hecho conciencia del realismo de las tentaciones, el faro del puerto nos despierta con
el saludo de su amable brillo. Como lo hizo también con los apóstoles, que tenían aún por
delante el desconcertante cáliz de la pasión, Jesús nos entrega un dulce momento de intimidad
dentro del cual los episodios que han de cumplirse en Jerusalén adelantan su sentido. Jesús
pertenece al cielo, y aunque mientras caminó su historia humana se sometió a los rigores de
nuestra humildad, nunca dejó de ser el hijo de Dios, reconocido por su Padre, el elegido, a
quien hay que escuchar.

En un ambiente de oración, el rostro de Jesús mudó y sus ropas se volvieron deslumbrantes.


La presencia de Moisés y de Elías, dos grandes orantes ellos mismos, rodeados de esplendor,
trazaba una línea misteriosa de continuidad entre los acontecimientos pasados del pueblo de
Israel, los inminentes que estaban a punto de ocurrir en Jerusalén y la expectativa de la gloria
definitiva que se nos ofrece en Cristo. Orar es lo que necesitamos. Orar es lo que la Iglesia
nos enseña a hacer. Orar como Moisés, atentos a la sensatez divina y humana que se contiene
en los mandamientos. Orar como Elías, aguzando el oído, el olfato y la piel para percibir el
paso de Dios en la brisa suave. Orar como Abraham, con la mirada en el cielo desafiado por
el número de las estrellas y la fidelidad en la tierra, ahuyentando a los buitres que pueden
alterar la ofrenda de la Alianza. Orar nos abre siempre a una perspectiva distinta: la divina.
Nuestra oración cuaresmal se concentra en Cristo y, por su medio, en la Trinidad. Es un
ascenso que quiere llegar a contemplar, y en el cual somos desbordados por la divina
presencia, de un modo que nunca hubiéramos podido imaginar. Es deslumbrante claridad la
del Señor que a la vez nos envuelve en la nube del Espíritu para hacernos escuchar la voz del
Padre. Voz que, finalmente, nos vuelve de nuevo a Cristo, indicando que hemos de
escucharlo. A través del cuerpo de Cristo, la cercanía de Dios es palpable, visible, audible.
Por eso la disposición de la Iglesia es de una continua sobriedad, que nos permita
desembarazarnos de todo lo que nos distrae para llegar a lo esencial. Y lo esencial está en su
cuerpo. Su cuerpo terreno, el mismo que condujo a los discípulos al arrobamiento y después
a su desconcertante entrega en la cruz. Su cuerpo glorioso, el mismo que concedió en un
asomo que contemplaran los tres bienaventurados apóstoles, como adelanto de su propia
resurrección. Su cuerpo místico, que es la Iglesia, en el cual su gloria también se nos desborda
como gracia sacramental, como intimidad de comunión, como revelación en el anuncio. Su
cuerpo eucarístico, del que nos nutrimos, para dirigirnos después al cuerpo del hermano,
especialmente el más necesitado, el que ha sido lastimado y yace a la vera del camino, en el
que reconocemos también su misteriosa presencia que nos provoca al servicio.

Hermanos: nos une el amor de Cristo. La tensión hacia la Pascua nos hace caminar con él y
en él. Le suplicamos que acoja la ofrenda de nuestro propio cuerpo, para que continúe su
obra de configurarlo con el suyo. En la estación cuaresmal, imploramos para cada uno de
nosotros y para la comunidad eclesial, que la regeneración del bautismo nos actualice en la
gracia, en la verdad y en la integridad. Perseveremos en la conversión, sin cansarnos de
contemplarlo, de modo que él encuentre en nosotros más que la voluntad de hacer tres
tiendas, la de hacer de nosotros mismos el templo de su amable morada.

Lecturas

Del libro del Génesis (15,5-12.18-18)

En aquellos días, Dios sacó a Abram de su casa y le dijo: “Mira el cielo y cuenta las estrellas,
si puedes”. Luego añadió: “Así será tu descendencia”. Abram creyó lo que el Señor le decía
y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo. Entonces le dijo: “Yo soy el Señor, el que te sacó de
Ur, ciudad de los caldeos, para entregarte en posesión esta tierra”. Abram replicó: “Señor
Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?” Dios le dijo: “Tráeme una ternera, una cabra y un
carnero, todos de tres años; una tórtola y un pichón”. Tomó Abram aquellos animales, los
partió por la mitad y puso las mitades una enfrente de la otra, pero no partió las aves. Pronto
comenzaron los buitres a descender sobre los cadáveres y Abram los ahuyentaba. Estando ya
para ponerse el sol, Abram cayó en un profundo letargo, y un terror intenso y misterioso se
apoderó de él. Cuando se puso el sol, hubo densa oscuridad y sucedió que un brasero
humeante y una antorcha encendida, pasaron por entre aquellos animales partidos. De esta
manera hizo el Señor, aquel día, una alianza con Abram, diciendo: “A tus descendientes doy
esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río Éufrates”.

Salmo Responsorial (Sal 26)

R/. El Señor es mi luz y mi salvación.


El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién voy a tenerle miedo?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién podrá hacerme temblar? R/.

Oye, Señor, mi voz y mis clamores


y tenme compasión;
el corazón me dice que te busque
y buscándote estoy. R/.

No rechaces con cólera a tu siervo,


tú eres mi único auxilio;
no me abandones ni me dejes solo,
Dios y salvador mío. R/.

La bondad del Señor espero ver


en esta misma vida.
Ármate de valor y fortaleza
y en el Señor confía. R/.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses (3,17–4,1)

Hermanos: Sean todos ustedes imitadores míos y observen la conducta de aquellos que siguen
el ejemplo que les he dado a ustedes. Porque, como muchas veces se lo he dicho a ustedes, y
ahora se lo repito llorando, hay muchos que viven como enemigos de la cruz de Cristo. Esos
tales acabarán en la perdición, porque su dios es el vientre, se enorgullecen de lo que deberían
avergonzarse y sólo piensan en cosas de la tierra. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos
del cielo, de donde esperamos que venga nuestro salvador, Jesucristo. Él transformará nuestro
cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para
someter a su dominio todas las cosas. Hermanos míos: a quienes tanto quiero y extraño:
ustedes, hermanos míos amadísimos, que son mi alegría y mi corona, manténganse fieles al
Señor.

R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que
decía: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo”. R/.

Del santo Evangelio según san Lucas (9,28-36)

En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte
para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron
blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes
rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en
Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la
gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús:
“Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti,
una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía. No había terminado de hablar,
cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron
de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Este es mi hijo, mi escogido; escúchenlo”.
Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces
no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

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