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convergencias y disonancias
Carlos M. Vilas
Universidad Nacional de Lanús
Argentina(*)
Introducción
El tema de este seminario vincula dos conceptos respecto de los cuales periódicamente se
suscita debate. Además, son conceptos a los que se asigna valoraciones opuestas:
democracia recibe siempre una calificación altamente positiva, mientras que populismo lleva
consigo las más de las veces una fuerte carga peyorativa. La mejor prueba de esto es que
ningún populista acepta ser catalogado como tal, pero a todo el mundo le encanta ser
considerado democrático. El populismo vendría a ser, de acuerdo al saber convencional, una
patología, una perversión de la democracia, y en el lenguaje cotidiano, un adjetivo
descalificativo.
Para ello he organizado mi exposición en tres partes. En la primera señalo el modo en que el
tratamiento de este asunto se reabrió a partir de ciertas reconfiguraciones en los escenarios
políticos y socioeconómicos y a los términos en que las ideas hasta entonces más o menos
aceptadas de populismo y de democracia han vuelto a ser revisadas –o como ahora se dice,
revisitadas. En la parte siguiente destaco algunos rasgos constitutivos de un conjunto de
regímenes políticos, generalmente considerados “populismos radicales”, surgidos en países de
la región en lo que va de la presente década, poniendo el acento en los elementos del debate
sobre democracia y populismo que, en mi interpretación, están presentes en esos regímenes,
desde la perspectiva de las que denomino democracias de transformación y de conflicto.
Finalmente planteo algunas conclusiones que vinculan el asunto tratado con aspectos más
amplios de la teoría y la sociología políticas.
En efecto: por una variedad de factores (ascenso de las luchas sociales, universalización del
sufragio, revoluciones sociales y de liberación nacional, por mencionar sólo algunos) se instaló
a lo largo del siglo XX en gran parte del mundo y no sólo en América Latina, la idea de que un
régimen democrático implica -además de la libre e igualitaria participación de los ciudadanos
en la elección del gobierno y de quienes ocupan los principales cargos públicos, y el
reconocimiento institucional de derechos, libertades y obligaciones iguales y universales- la
eficacia del entramado institucional para mejorar la calidad de vida de la población y del
ejercicio de la ciudadanía. Es decir, identifica en la democracia una virtualidad reformadora,
con un sentido de progreso, de la realidad socioeconómica, simplemente como corolario del
principio del gobierno de las mayorías y postula como orientación normativa la consecución
de una coherencia entre ese principio y el mejoramiento, a través de acciones de política, de
las condiciones y la calidad de vida de las mayorías sociales. En particular se afirma la
responsabilidad del poder político en la promoción de las condiciones materiales y culturales
requeridas para el pleno ejercicio de la ciudadanía política y especialmente en la eliminación
de las desigualdades de hecho que conspiran contra ese ejercicio –lo que usualmente se
conoce como “nivelar el terreno de juego”. El constitucionalismo social del siglo XX recogió
este enfoque “expansionista” de la democracia. De cierta manera y sin perjuicio de las críticas
a que ha sido sometido, el concepto de ciudadanía social de T.H. Marshall refiere a este mismo
aspecto.
La sociología política latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado puso el acento en
lo que el populismo significó como expresión de la crisis del capitalismo primario exportador y
de la sociedad que éste había producido, crisis que se manifestaba, entre otros aspectos, en las
crecientes contradicciones entre distintas fracciones de la burguesía y entre éstas y las clases
trabajadoras (asalariados urbanos y rurales, campesinos, artesanado, trabajadores por cuenta
propia y otros). El populismo fue visto asimismo como una respuesta a esa crisis por la vía de la
incorporación al mercado de trabajo y de consumo, a acciones institucionales de promoción
económica y social y al ejercicio activo de la ciudadanía, de clases y sectores sociales hasta
entonces marginadas o subordinadas, con el consiguiente cambio en las relaciones de poder
político y social.
Es un enfoque descriptivo tanto como explicativo, en cuanto además de plantear una versión
de en qué consiste el populismo, desarrolla también una explicación de las causas de su
surgimiento y desarrollo, de las modalidades asumidas, de su dinámica interna, de las
tensiones que lo dinamizan (por ejemplo Germani 1962, 1965; Di Tella 1965; Weffort 1973,
1978; Ianni 1975; Córdova 1979; Vilas 1988, 1994a). Existen variaciones importantes dentro
de este conjunto de autores, pero en todos ellos destaca la interpretación del populismo como
un fenómeno multidimensional, producto y articulación de un conjunto amplio de elementos
en escenarios particulares.[1] Varios de esos ingredientes eran preexistentes y el populismo los
resignificó; otros fueron el resultado de su propia dinámica. En este sentido lo realmente
novedoso y eficaz del populismo no son los ingredientes o dimensiones que están presentes
sino el modo específico de articulación política de los mismos, por más que, desde una
perspectiva analítica sea posible proceder a su desagregación.
i) En lo que toca a sus bases sociales, el populismo es policlasista. El peso mayoritario de los
asalariados urbanos y rurales y el campesinado, de los pobres y los empobrecidos, es
complementado con el apoyo de sectores medios urbanos en ascenso e incluso elementos
aislados de la burguesía orientados hacia el mercado interno. De estos sectores más
acomodados surgen normalmente los principales dirigentes iniciales de la experiencia –
cuestión que tiene que ver más que con el populismo en sí mismo, con los efectos de la
estratificación social. Sin embargo, en sociedades donde preexistía cierto nivel y experiencia de
organización sindical, o partidos políticos de base laboral, dirigentes y elementos ligados a esas
organizaciones han alcanzado posiciones de relevancia en la conducción política del
populismo. En realidad las grandes organizaciones y expresiones políticas latinoamericanas
siempre han sido policlasistas en lo que toca al perfil sociológico de sus contingentes, y hasta
los partidos oligárquicos tuvieron un sustento importante en su habilidad para movilizar a las
clases trabajadoras y empobrecidas rurales y urbanas, a las que convertían en masa de
maniobra y en ejército de lucha en las contiendas políticas. Al contrario, la incorporación de las
masas al populismo tiene lugar con marcados rasgos de clase (organizaciones sindicales y
campesinas) y ejercicio activo de derechos de ciudadanía (participación electoral, integración a
partidos políticos). Es en consecuencia una coalición policlasista en la que las clases
trabajadoras y los grupos medios desempeñaron papeles mucho más activos y posiciones de
poder más relevantes que en las experiencias tradicionales de dominación oligárquica, pero en
función de una orientación de reformas adaptativas más que de transformaciones
estructurales, y en esto se diferencian de opciones más radicales.
iii) Una estrategia de acumulación extensiva, entendiéndose por tal el acento puesto en la
ampliación del mercado de trabajo, incorporación de nuevos recursos materiales, financieros y
humanos a los procesos de producción, expansión de la frontera agrícola, incremento de los
volúmenes de producción, desarrollo de nuevas ramas de la industria, ampliación de la
cobertura de los servicios sociales y de la educación, etcétera, pero con menos énfasis en el
incremento de la productividad, la eficiencia, la innovación –lo que podríamos denominar
estilo de acumulación intensiva. La orientación reformista implicó la introducción, por acción
del estado, de algunas modificaciones importantes en la asignación de los recursos –
redireccionamiento del crédito, reforma agraria, nacionalizaciones, promoción industrial,
mayor espacio para la organización de los sectores trabajadores y medios, políticas sociales de
cobertura universal o significativamente expandida. Con ello se buscó dar satisfacción a un
arco amplio de demandas de los trabajadores y los sectores medios así como a los
requerimientos de fuerza de trabajo calificada para el mercado de trabajo. La distribución del
ingreso tuvo lugar en términos funcionales por el crecimiento del empleo e indirectos (acceso
a recursos y servicios) más que monetarios; fue vista como un instrumento de ampliación del
mercado interno en el que se realizaba la producción (de ahí la frecuente vinculación del
populismo a un determinado momento del proceso de desarrollo capitalista en las periferias
del mercado mundial y sus afinidades con las teorías económicas de los populistas rusos y
estadounidenses de la segunda mitad del siglo XIX) y fortalecimiento de la integración social.
Presentar la política económica del populismo como fruto de una estrategia puede resultar
excesivo en algunas de sus manifestaciones concretas; en algunos países (Argentina, Brasil,
México) corresponden al populismo los primeros experimentos en planificación del desarrollo,
pero en otros fue más bien resultado de un encadenamiento de acciones producto de las
circunstancias, o la continuidad de enfoques que habían comenzado a tener presencia como
respuesta a determinados estímulos externos. En general es admitido que, producto de
programaciones articuladas o resultado de determinadas coyunturas, la macroeconomía del
populismo presentó convergencias evidentes con una variedad de enfoques que en la misma
época venían siendo puestos en práctica por las principales economías capitalistas –o con
algunas de las acciones que en esas mismas economías se están adoptando para capear
algunos de los efectos de la crisis presente.
v) Una ideología altamente movilizadora, legitimadora del cambio y las demandas sociales,
que enfatiza el principio de soberanía popular y la unidad sustancial del pueblo. La ideología
populista concibe a la política como una relación de lucha entre proyectos antagónicos en los
que se juegan destinos colectivos; reconoce el conflicto social pero tiende a presentarlo en
términos éticos más que de intereses o de clases, ya que la explicitación del conflicto en estos
términos cuestionaría el supuesto de la unidad sustancial del pueblo. Éste no es una categoría
sociológica sino política; sus integrantes provienen de una variedad de “lugares” de la
estructura social. La ideología del populismo es antioligárquica, o anti élites, más que
antiburguesa; no critica al capitalismo pero sí al capitalismo voraz, o especulativo, o egoísta, o
inhumano. En esta ideología el poder político actúa como garante de la unidad popular; todo lo
que divide es extraño al pueblo; el enemigo es siempre un enemigo externo, ya por su propia
identidad –lo extranjero, el imperialismo, la “internacional del dinero”...—o porque por el
hecho mismo de plantear una división, se coloca al margen del pueblo.
vi) Una especie de republicanismo práctico en cuanto levanta la bandera de la primacía de los
intereses y el bienestar del conjunto (pueblo, nación, patria) por encima de los intereses y los
privilegios particulares, y se expresa en la institucionalización de un arco amplio de derechos
sociales y económicos y de regulaciones públicas. A diferencia del liberalismo en cualesquiera
de sus variantes, en las que la prioridad del interés general sobre los intereses particulares o
individuales no va, usualmente, mucho más allá de las formas legales o la retórica de
circunstancias, en el populismo esa primacía se operacionaliza en una variedad de políticas
públicas, programas de desarrollo y en la reglamentación y la regulación de algunos aspectos
especialmente caros a los grupos de poder económico, como el derecho de propiedad privada,
el contrato de trabajo, la recaudación tributaria.
Hubo por lo tanto, en esta caracterización, una correspondencia fuerte entre el populismo y la
“democracia expansiva” o social que mencioné más arriba. Esta democracia choca con muchas
de las prácticas, las instituciones y los alcances de la teoría democrática del liberalismo, pero
no mucho más, aunque sí en otros aspectos, que el conflicto entre esa misma teoría y el modo
en que ella fue interpretada y puesta en práctica a lo largo de la historia política de América
Latina y el Caribe -conflicto que, justo es reconocer, es una fuente de inspiración más bien
esporádica en el ejercicio académico de la sociología política y disciplinas conexas.
Populismos unidimensionales y neopopulismos
Según Hermet, para quien el populismo es un rasgo del dirigente antes que un tipo de
régimen político o una forma de gobierno, la característica central es la ausencia de una visión
de largo plazo; el dirigente populista está dispuesto a incorporar a la agenda política cualquier
fantasía o ensoñación de la gente, aún a sabiendas que la realización no es posible, porque lo
fundamental es juntar la mayor cantidad posible de votos, y después se verá (Hermet 2003).
Hermet pasa por alto, llamativamente, la circunstancia ya señalada y bien conocida de que las
primeras experiencias de planificación en esta parte del mundo tuvieron lugar durante
regímenes considerados populistas. Para otros autores lo definitorio del populismo es su mala
política macroeconómica que se desentiende de los equilibrios y los fundamentos de la teoría
neoclásica y antes o después deriva en severas crisis que dan por tierra con la experiencia
(Sachs 1989; Dornbusch y Edwards 1990, 1991; Dornbusch y Edwards 1991; Burki y Edwards
1996, entre otros). Es sabido sin embargo que descalabros y crisis tan severas como las que se
diagnosticaron para el populismo también pusieron fin a varios experimentos de la sana
macroeconomía recomendada por estos analistas; además, el propio pragmatismo de los
gobiernos populistas les permitió ensayar, cuando fue necesario, una variedad de estilos de
política macroeconómica, incluyendo algunas del tipo de ortodoxia aludido en esta versión.
Otras veces el populismo es simplemente una ideología de exaltación de las virtudes cívicas y
la pureza moral del pueblo, al que el dirigente se vincula simbólicamente dejando al margen a
los partidos y otras estructuras políticas racionales, como estrategia para captar los votos de
determinados sectores socialmente más vulnerables, y ganar y ejercer el poder (de la Torre
2000; Weyland 2001). En estos casos destaca la fuerte gravitación del dirigente y el
personalismo de su conducción política, su oratoria e incluso lo que en la percepción de
algunos analistas aparece como oportunismo y demagogia. Correlativamente, el pueblo es
presentado como una masa más bien estúpida, manipulable a voluntad del dirigente. [3]
La constitución discursiva de dos universos antagónicos en los que la parte se asume como el
todo no es exclusiva del populismo; hace a la naturaleza de la política en tanto competencia y
lucha por el poder. Es necesario por lo tanto saber diferenciar el modo en que ese
antagonismo es planteado por el populismo y el que se encuentra, por ejemplo, en procesos
de tipo revolucionario. En aquél, el conflicto aparece siempre mediado por un agente externo
(el dirigente, el estado) en quien el pueblo delega o reconoce ese papel; en éstos, el pueblo,
constituído a partir de las mismas categorías socioeconómicas del mundo del trabajo,
protagoniza el conflicto sin mediaciones ajenas.[5]
La reducción del populismo a una estrategia o estilo de acción política y de discurso, o el peso
exagerado asignado a estos elementos, permitieron extender el concepto a una variedad de
experiencias de gobierno que, surgidas de procesos electorales, eran la antípoda de lo que
hasta entonces había venido siendo considerada la política social y económica característica
del populismo latinoamericano: los que en la literatura de la década de 1990 se conoció como
populismos neoliberales (por ejemplo Dresser 1991; Roberts 1995; Weyland 1996, 1999;
Gibson 1997; Knight 1998; Demmers et al. 2001).
La expresión fue, como lo reconoce uno de esos autores, producto de una sorpresa inicial.
Inesperadamente, las “transiciones a la democracia” conducían a gobiernos, partidos y
dirigentes que ejecutaban ajustes recesivos, contracción del gasto público, ortodoxia
monetaria, desregulación amplia de la economía, desmantelamiento de las estructuras y
mecanismos de intervención del estado, pero que contaban con apoyo electoral socialmente
amplio (por lo menos durante cierto tiempo) en contraste con un buen número de políticas
similares que siempre recurrieron a golpes militares, fraudes electorales y una amplia variedad
de proscripciones; gobiernos en los que destacaba además el fuerte personalismo del ejercicio
presidencial y los estilos de conducción, centralizaban decisiones estratégicas en el ejecutivo,
controlaban al poder legislativo y al judicial. El acento puesto en los estilos del liderazgo, en la
transferencia de atribuciones legislativas al ejecutivo (lo que Guillermo O’Donnell denominó
“democracias delegativas”), en la trasgresión a ciertos estilos y convencionalismos de la
democracia representativa sirvió de puente simbólico para unificar bajo el rótulo
“neopopulismo” políticas, estrategias, visiones y efectos opuestos en circunstancias diferentes.
Y así como el reduccionismo discursivo permitió meter en el mismo saco a Adolfo Hitler, Juan
Domingo Perón y a Mao Zedong, así también el neopopulismo neoliberal metió en el mismo
saco la promoción del crecimiento industrial y el desmantelamiento industrial, la
nacionalización de las industrias, los servicios y los recursos básicos y la privatización de esas
mismas industrias, servicios y recursos; el impulso al empleo productivo y a la organización
sindical y la promoción de la “flexibilización laboral” y los despidos masivos; las políticas
sociales universales y los planes asistenciales de emergencia; la acumulación extensiva y la
acumulación excluyente.[6] Frente a este panorama, tiene sentido la afirmación de
Roxborough acerca de la inutilidad de la categoría populismo, o su único valor como adjetivo
descalificativo (Roxborugh 1987).
Las crisis económicas y políticas que estallaron en varios países de América del Sur a fines de la
década pasada e inicios de la actual crearon condiciones para que los procesos electorales
permitieran el acceso al gobierno de nuevas coaliciones de fuerzas, muchas de las cuales
habían sido protagonistas del enfrentamiento a los diseños macroeconómicos e institucionales
del llamado “Consenso de Washington”. Me refiero particularmente a los casos de Venezuela,
Ecuador, Bolivia, y en cierto sentido también a Argentina. La formación de estos gobiernos
renovó el interés de los académicos tanto como la preocupación de algunos actores de la
política respecto de lo que se considera el resurgimiento de un populismo (por alguno de los
aspectos señalados en la sección anterior) radical (por la ejecución de ciertas políticas y
algunas realineaciones geoestratégicas, y la intensificación del conflicto social). Los populismos
“clásicos” (Panizza 2005) o “viejos” (Freidenberg 2007) del siglo veinte, que se creía liquidados
por sus propios fracasos, por las reacciones conservadoras y los golpes militares y más
recientemente por el neoliberalismo, y sucedidos por los “neopopulismos” del “Consenso de
Washington”, resucitarían ahora, cual versión criolla del ave fénix, de entre los escombros de
las crisis y las revueltas sociales.
Todos estos gobiernos surgieron de las crisis profundas que estallaron en la región como
efecto de una variedad de factores entre los que destacan los resultados aportados por las
políticas ejecutadas desde mediados de los años ochentas. La caída de los niveles de empleo
formal y de los ingresos reales, la fragmentación de los mercados de trabajo y las altas tasas de
desempleo o subempleo, el deterioro de un amplio arco de servicios públicos, la crisis de los
sistemas públicos de atención a la salud, educación y seguridad social impactaron en el
crecimiento de la pobreza y la indigencia y agravaron severamente las desigualdades sociales.
Durante los años del experimento neoliberal la desigualdad del ingreso aumentó
significativamente en la región en su conjunto y, con algunas excepciones, en cada uno de los
países, revirtiendo la tendencia que se había registrado hasta inicios de la década de 1980. El
crecimiento de la pobreza y el ahondamiento de las desigualdades sociales tuvieron lugar al
mismo tiempo que se recuperaba el crecimiento de la economía; además de desmentir la
hipótesis del “derrame”, la percepción de la distribución desigual de esos frutos contribuyó a
deslegitimar al sistema político que toleraba según algunos, promovía según otros, este
resultado (Vilas 2007; De Ferranti 2004).
La conflictividad de los escenarios sociales se proyectó sobre los sistemas políticos. Los
gobiernos más comprometidos en la ejecución del programa neoliberal cayeron como efecto
de tremendas convulsiones sociales; debieron concluir sus mandatos antes de los plazos
estipulados constitucionalmente o perdieron las siguientes elecciones generales. Junto a los
gobiernos cayeron o sufrieron fraccionamientos o retrocesos electorales severos los partidos
políticos que de una u otra manera habían apoyado los esquemas neoliberales y contribuyeron
desde el gobierno o los parlamentos a su ejecución. Su responsabilidad en las políticas de
ajuste neoliberal se combinó con la difusión pública de frecuentes casos de corrupción oficial –
muchos de ellos directamente relacionados con el diseño e implementación de esas políticas—
y potenciaron la ira social. Partidos de larga trayectoria abandonaron el centro de una escena
política que habían hegemonizado durante décadas (Movimiento Nacionalista Revolucionario
en Bolivia, Acción Democrática y COPEI en Venezuela, Partido Justicialista y Partido Radical en
Argentina, Roldosismo en Ecuador...) y tuvieron que competir en desventaja con nuevas
organizaciones (Frente Grande, Causa R, CONDEPA...) que a su turno también cayeron víctimas
del torbellino político que no excluyó manifestaciones de violencia y masivas represiones de la
protesta social. Ambas dimensiones –socioeconómica y política-- de la crisis contribuyeron a
devaluar la opinión del público respecto de la política, sus instituciones (partidos, parlamentos,
tribunales) y los políticos, sin perjuicio de la sostenida y mayoritaria valoración positiva de la
democracia (por ejemplo Corporación Latinobarómetro 2006). La crisis de representación, que
en la mayoría de los análisis era referida básicamente al impacto de la globalización económica
y financiera y al surgimiento de actores y fuerzas transnacionales en las capacidades de gestión
de los sistemas políticos, adquirió niveles exponenciales en los nuevos escenarios. Pero en
lugar del proclamado fin del estado (Ohmae) o de la democracia (Guéhenno), dio paso a una
recuperación de las capacidades regulatorias y de intervención del estado y a estas variantes
de democracia insurgente sobre las que cobrarían forma los “populismos radicales”.
Ponerse de acuerdo sobre lo radical de estos experimentos es tan difícil, o trivial, como
acordar sobre los conceptos de izquierda o derecha. Todos aluden a posiciones relacionales, y
no siempre es posible deslindar con claridad, en la conclusión a que se arribe, entre los hechos
objetivos y la subjetividad de los autores: cuanto más conservador es el observador, más
izquierdistas o “radicales” descubre.[7] Por eso me parece más fructífero, y seguramente más
serio, señalar simplemente que estos “populismos radicales” surgidos de las competencias
electorales en esos escenarios llaman la atención no tanto por los estilos de hacer política de
sus principales dirigentes, que ya hemos visto son frecuentes en una variedad amplia de
gobiernos y sistemas políticos, como por las decisiones que toman y, en consecuencia, por la
construcción de los apoyos y antagonismos que hacen posible la toma de ciertas decisiones.
Apuntando más a lo que tienen en común que a lo mucho que los diferencia, se trata de
gobiernos, y más ampliamente de regímenes políticos, que podemos caracterizar como
democracias de transformación. Lo genéricamente democrático refiere a un conjunto de
variables y procedimientos referidos a la participación ciudadana en la elección y renovación
de los cargos políticos, a la conceptualización misma de la población como pueblo de
ciudadanos, a la vigencia efectiva de derechos y deberes garantizados por el control de los
medios de coacción por un estado legitimado por el origen del poder que él institucionaliza en
la expresión libre de la voluntad ciudadana, y a la codificación de todo esto en textos
constitucionales elaborados y redactados en asambleas públicas convocadas y elegidas,
también ellas, por procedimientos electorales competitivos. Debe agregarse asimismo que se
trata de democracias que han incorporado, o están haciéndolo, nuevas dimensiones de
derechos a los tradicionales de la concepción individualista liberal o a los derechos sociales del
constitucionalismo del siglo pasado: los llamados derechos “de tercera generación”.
La vehemencia de los discursos, la intensa emocionalidad de las acciones, ilustran los elevados
niveles que alcanza la confrontación de intereses en estos escenarios. Si la política en tiempos
normales se ajusta razonablemente bien al paradigma teórico de la deliberación entre iguales
del liberalismo constitucional y los enfoques arendtianos o habermasianos, la política de estos
tiempos extraordinarios se explicita en toda su contundencia como “pasión y lucha”, que decía
Max Weber, entre otras causas porque los iguales son ahora muchos más. En consecuencia las
democracias de transformación son, inherentemente, democracias de conflicto, y la intensidad
del conflicto está vinculada a la profundidad y alcances de las transformaciones intentadas, a
las resistencias que se le oponen, y a los estilos y las trayectorias de los actores que se ubican a
uno y otro lado de las líneas de fractura. La construcción de consensos sólo parece posible una
vez que las rupturas se cierran a partir de una nueva definición de quiénes se erigen como
ordenadores del conjunto a partir de las transformaciones que se introducen en la sociedad y
quiénes se ajustan a los nuevos términos de las relaciones de poder, acompañan y colaboran a
través de las nuevas prácticas sociales y las instituciones así constituidas.
Los populismos, por las características señaladas, tienen una relación incómoda con la
política representativa, pero no con la democracia. Puede objetarse que desde hace por lo
menos dos siglos la única manera de hacer más o menos efectiva la democracia es recurriendo
a sistemas de representación política. Esto es cierto, pero también lo es que el modo en que la
democracia representativa ha funcionado y aún funciona por estos rumbos no es mucho lo
que tiene que ver con lo que la teoría plantea, y esto cabe tanto para el populismo como para
regímenes más convencionales. Gran parte de las confusiones respecto de esta relación se
debe a que las disquisiciones tienden a circular por las amplias avenidas de una abstracción
carente de polos a tierra, más que por los meandros pantanosos de la política realmente
existente.[8] De tal modo que lo relevante para entender estos fenómenos la pregunta crucial
que habría que tratar de responder, o el asunto a discutir, es por qué los regímenes
considerados populistas plantean estos tensionamientos “por arriba” y “por abajo” con los
formatos teóricos de la democracia representativa, y qué matriz de relaciones se teje, en
determinados escenarios y en ciertos momentos, entre procesos sustantivos y explicitaciones
formales.
Cuando las inequidades sociales alcanzan la profundidad y la magnitud de los niveles que se
registran en la mayoría de nuestras sociedades, es inevitable que quienes han sido forzados a
cargar con los costos de la reestructuración capitalista del pasado reciente adhieran con
entusiasmo a las perspectivas que se les abren de mejorar las cosas sin preguntarse mucho
respecto de la compatibilidad de esas perspectivas con determinados formatos institucionales,
del mismo modo que quienes preservaron o incrementaron su participación en los beneficios
están determinados a defenderla con dientes y uñas sin hacerle asco a determinado
procedimientos. Como señaló Herman Heller en vísperas de la debacle de la República de
Weimar, “Hay un cierto grado de homogeneidad social sin el cual no resulta posible la
formación democrática de la unidad. (...) Sin homogeneidad social, la más radical igualdad
formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase
dominante” (Heller 1985:262, 265). Me parece ilustrativo que en un sondeo de alcance
continental casi tres cuartas partes de los entrevistados respondieran que, cuando los
poderosos ejercen el gobierno, éste funciona básicamente para el beneficio de ellos (Informe
Latinobarómetro 2006:65-66). Como en una ocasión resumió el sociólogo brasileño Octavio
Ianni “En América latina las élites no se comportan como dominantes, sino como
conquistadores”.
Las disonancias entre populismos y política representativa pueden ser vistas también como
efecto del formalismo y las limitaciones de la segunda para dar cuenta de la dinámica de la
política en momentos en que lo que se discute es la titularidad efectiva del poder también
efectivo, y no ya, o no todavía, las formas en que ha de administrárselo. Los conflictos que el
populismo expresa y a los que busca dar solución son de esta índole: no se trata de reformar el
estado sino de crear un estado a partir de una nueva constelación de relaciones de fuerza que
aún no está consolidada. En la perspectiva que he tratado de desarrollar en esta presentación,
el momento populista –y ese momento puede ser prolongado- es un momento fundacional. Es
un momento en el que están en juego concepciones antagónicas de los temas fundamentales
de la política: el ejercicio de derechos, la concepción y la vigencia de la justicia y de la
democracia, los fines hacia los que se ordena el conjunto social. La gravitación del debate y los
choques acerca de los contenidos obliga a un repliegue de la preocupación por las formas y los
procedimientos tanto por los que avanzan como por los que resisten o retroceden, hasta que
nuevos equilibrios sean alcanzados.
Finalmente, quiero traer a colación una recomendación metodológica de John Rawls (no son
tantas las ocasiones que tengo para coincidir con Rawls que no quiero dejar pasar ésta). Dice
Rawls en su Teoría de la justicia que, en las discusiones y análisis acerca de la justicia y la
igualdad, debemos adoptar siempre “la perspectiva del más desfavorecido”, porque esa es la
que permite llevar a la práctica una concepción más plena de justicia y de igualdad (Rawls
1979). En esta perspectiva del “más desfavorecido”, me parece evidente que más allá de las
características personales, los estilos o la retórica de sus principales figuras públicas, el
“populismo radical” también pude ser visto como el modo de hacerse efectivos los empeños
emancipatorios de grandes sectores de la población obligados a hacerse cargo de los enormes
costos sociales de la reestructuración capitalista del pasado reciente. Expresan por lo tanto su
búsqueda de un trato justo y reparatorio, su inserción efectiva en un sistema de derechos
ciudadanos y de bienestar abierto a sus necesidades y aspiraciones, el reconocimiento de su
dignidad.
[1] Cuando los enfoques multidimensionales del populismo destacan su carácter histórico, o
históricamente situado, no están aludiendo a una fijación cronológica del populismo sino a su
condición de ser el resultado de la articulación contingente de una variedad de elementos
producto de determinadas configuraciones socio-económicas, culturales, políticas, etc.
nacionales e internacionales y del conflicto social resultante, que sitúa esos ingredientes en sus
relaciones recíprocas y les acuerda significado. La confusión entre lo histórico y lo meramente
crónico es común a la mayoría de las visiones unidimensionales del populismo a las que me
refiero más abajo.
[2] Ha sido señalado que la única excepción a esto fue la del narodnichestvo ruso de la segunda
mitad del siglo diecinueva (Taggart 2002a), pero me parece que esto expresa más que una
limitación, o elección, ideológica, una elemental adaptación al escenario político de la Rusia
zarista: si algo no puede predicarse de ésta, es la existencia de un sistema de democracia
representativa.
[3] “¿Qué espera la gran mayoría de los ciudadanos? Sueñan, por supuesto; pero este sueño
no es suyo. Es un espíritu menos cívico, sueñan con la supresión de la otra distancia, la que
separa sus deseos personales o colectivos inmediatos de su realización siempre muy diferida,
en nombre de las complicaciones de la acción política. Ahora bien, los populistas dicen que
este deseo onírico podría verse satisfecho sin cambios profundos ni revolución dolorosa
siempre y cuando confíen en ellos” (Hermet 2003). En un texto reciente Silvia Sigal recurre al
concepto weberiano de “relación carismática”, más que “liderazgo carismático” para llevar a
cabo una acertada crítica al modo banal en que el “carisma” del líder es enfocado por la
mayoría de los estudios sobre el populismo y en particular el papel pasivo que se asigna a las
clases populares (Sigal 2008). Aunque referido al peronismo, su análisis es pertinente para
otros casos similares.
[6] La proliferación de neopopulismos también dio lugar a situaciones curiosas: un mismo caso
bajo examen podía ser considerado populista y no populista, según el reduccionismo por el
que se optara. En Sudamérica las presidencias de Carlos Menem en Argentina y de Alberto
Fujimori en Perú fueron presentadas como sendos ejemplos de “neopopulismo neoliberal” en
virtud de los estilos de conducción política, el fuerte personalismo de los presidentes y la
concentración de las principales decisiones en los más altos niveles del ejecutivo; esos mismos
casos fueron caracterizados en cambio por autores ligados al Banco Mundial como verdaderos
titanes en el desmantelamiento del populismo, a causa de sus políticas macroeconómicas
acertadas –es decir, neoliberales (Burki y Edwards 1996). Cammack es a mi juicio el intento
más serio de sortear estas situaciones; su estudio vincula la funcionalidad de ciertas
características personales del liderazgo político para la ejecución de los programas
neoliberales, en escenarios en los que por varias razones no es posible recurrir a dictaduras
militares o instrumentos similares (Cammack 2000). Pero su mirada se queda en lo descriptivo,
sin indagar o plantear hipótesis de los motivos que llevaron a esos gobiernos a ejecutar
políticas opuestas a las que ofrecieron durante las campañas electorales: ¿perversión,
mendacidad o picardía de los dirigentes? ¿cambio sobreviniente de los escenarios? ¿fractura
de las coaliciones electorales?
[7] Tengo la impresión que esto de lo radical –planteado también por algunos autores respecto
de una “democracia radical”, una “ciudadanía radical”, etc.-- tiene que ver con el desencanto
respecto de propuestas de enfrentamiento al capitalismo y sus modalidades de existencia
política e institucional y su “superación” por algún tipo de socialismo. Los experimentos
“radicales” plantearían la posibilidad de explorar y hacer efectivas todas las posibilidades de
democracia, ciudadanía, etc. del liberalismo hasta tocar los límites del capitalismo; de ahí
también el énfasis asignado a lo político por diferenciación con lo económico y lo social. Por
supuesto, no son éstos el lugar ni la ocasión para desarrollar mi argumento pero no quería
dejar de “tirar la piedra”.
[8] Realidad que, manifestaciones institucionales o legales aparte, refiere siempre a lo mismo
en cualquier lugar del mundo: el poder.
[9] En un libro reciente Ileana Rodriguez desarrolla, con prosa intensa, nuevos argumentos
sobre las funcionalidades y los límites del liberalismo político en estas sociedades (Rodriguez
2009).