Está en la página 1de 87

Testamento de los años 70

de

Héctor Ricardo Leis


Testamento
de los años 70

Héctor Ricardo Leis


2012

Fundación TP
para la recuperación
del pensamiento
más o menos normal.
©2012 Héctor Ricardo Leis para
el texto y Huili Raffo para las
ilustraciones.

Publicado originalmente en Los


Trabajos Prácticos
(www.bonk.com.ar/tp)
“Bienvenido sea todo juicio crítico científico. Contra los pre-
juicios de la llamada opinión pública, a la que nunca he hecho
concesiones, tengo por divisa el lema del gran florentino: Segui
il tuo corso, e lascia dir le genti!”

(Dante. La divina comedia,


El purgatorio, canto V, parafraseado.)

Karl Marx
1818-1883
introducción

héctor ricardo leis


septiembre 2012

Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui


militante comunista y peronista. Esta experiencia me llevó a par-
ticipar en la lucha armada. Estuve un año y medio en la cárcel, fui
amnistiado en 1973. Fui combatiente de los Montoneros hasta el
final de 1976. En el año siguiente me exilié en Brasil, donde fui
reconocido como refugiado político por el Alto Comisionado de
las Naciones Unidas para Refugiados. Después de algunas idas y
8 vueltas fijé residencia en Brasil, nacionalizándome en 1992. Tengo
una maestría en ciencias políticas y otra en filosofía y un doctorado
en filosofía, fui profesor de relaciones internacionales, ciencia po-
lítica y también interdisciplinar en ciencias humanas. Con sesenta
y nueve años me jubilé como profesor en la Universidad Federal
de Santa Catarina. Soy miembro del Club Político Argentino; mi
última militancia.

En este trabajo se combinan elementos analíticos y testimo-


niales a fin de explicar la tragedia vivida en Argentina en los años
70. Para ello se abordan temas como la relación entre el terrorismo,
la guerrilla y la revolución, el conflicto de las generaciones y la
calidad del liderazgo. Por último, mirando hacia el futuro del país,
se hace una reflexión sobre el resentimiento, la reconciliación, la
verdad, la confesión y el perdón.

héctor leis: testamento


“El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a la escuela de la
revolución aprendieron y supieron de antemano que curso una revolución
debe tomar. Fue el curso de los acontecimientos. (…) Ellos habían adquiri-
do la capacidad de representar cualquier papel que el gran drama de la
historia les asignara y, si no hubiera otro papel a su disposición que no
fuera el de villano, estaban más que dispuestos a aceptarlo, en lugar de
quedarse afuera. (…) Hay cierta grandiosidad absurda en el espectáculo
de estos hombres – que se atrevieron a desafiar a todos los poderes y las
autoridades del mundo, y cuyo coraje no tenía ninguna duda – sometién-
dose, a menudo, de la noche a la mañana, con humildad y sin siquiera un
grito, a la llamada de la necesidad histórica, por más loco e incongruente
que les debe haber parecido el aspecto exterior de esta necesidad. Ellos
fueron engañados, no por las palabras de Danton, Robespierre y Saint-
Just y todos las otras que les sonaban en los oídos, fueron engañados por
la historia y se convirtieron en los locos de la historia.”

Hannah Arendt
1906-1975
1. terrorismo,
guerrilla y
revolución

La mayor diferencia entre los modelos de acción de las guerrillas


urbana y rural está en la cuestión del terrorismo. Varios países de
América Latina pasaron de un tipo de guerrilla a otro sin darse
cuenta del cambio de valores que sigue a este cambio. La ideali-
zación romántica de la revolución cubana se extendió a ambos
modelos, cuando en realidad la urbana es mucho más terrorismo
que guerrilla. Sus miembros pagarían caro ese error.

11
Los guerrilleros urbanos sólo pensaban en el enemigo, ignoraban el
poder deletéreo del terrorismo para la calidad de la guerra. El terror
es la mejor palanca para una escalada a los extremos de violencia en
los conflictos armados. Carl von Clausewitz, en su conocido libro
De la Guerra, comprueba que, en general, las guerras no llegan a
los extremos de violencia, aunque conceptualmente las mismas im-
plican dinámicas en las que, para ganar, los dos lados son llevados
hacia los extremos. Según él, las razones moderadoras del uso de la
violencia son muchas, incluyendo la presencia de factores morales,
y sobre todo que la guerra siempre se subordina a objetivos polí-
ticos. En particular, este último aspecto supone que los agentes
conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de
racionalidad. Clausewitz no hace referencia a la cuestión del terror;
él estudiaba la guerra convencional de su tiempo. Pero aun así es

2012
fácil ver que cuando el terror se introduce en el medio de la guerra,
la racionalidad de los actores tiende a eclipsarse y la importancia
de los factores morales y políticos a disminuir, ya que aumenta el
deseo inmediato de venganza. La cual, paradójicamente, se hace
más insaciable cuanto más avanza por el camino del terror. El terror
genera sentimientos profundamente negativos como el miedo y el
resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de
las fuerzas combatientes afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra
a los extremos del exterminio cruel del enemigo, dejando cada vez
más lejos a los factores políticos y morales iniciales. Sólo la rendi-
ción incondicional de uno de los lados —y no siempre— puede
evitar este exterminio. En algunos casos, como en los estados tota-
litarios, incluso después de la eliminación del supuesto enemigo, el
terror sigue retroalimentándose a lo largo de los años.
12
En su conocido manual, La Guerra de Guerrillas, publicado en el
calor de los combates en Cuba, Che Guevara receta la guerrilla ru-
ral para toda América Latina, rechazando explícitamente el terro-
rismo por considerarlo una acción que dificulta el trabajo político
con las masas. Su opinión reflejaba el consenso del viejo marxismo,
que identificaba al terrorismo tradicionalmente con la derecha
y repudiaba la atracción que ejercía sobre los anarquistas. Tras el
fracaso de los intentos de guerrilla rural en los años 60, en América
Latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria del campo
a las ciudades. En este nuevo contexto Carlos Marighella publica,
en 1969, el Manual del Guerrillero Urbano, un libro de referencia
para los distintos grupos del continente, incluso los argentinos. El
líder brasileño caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terro-

héctor ricardo leis


rismo en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla
urbana, concluyendo con énfasis que “el terrorismo es un arma
que el revolucionario no puede abandonar”. Mientras el terror en
las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades
era elogiado. El terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al
final de los 60. Che Guevara murió en 1967, una lástima. Aunque
estimuló de manera insensata a la guerrilla en América Latina y en
el mundo, quizás hubiera sido capaz de impedir el giro terrorista en
nuestro continente. Era el único que tenía la autoridad moral para
hacerlo.

La historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a una


ideología. La acción violenta destinada a matar y a producir terror
con fines políticos es una práctica que abarca todo el espectro de
izquierda y de derecha por igual, a pesar de que su nombre no 13
siempre sea reclamado de forma explícita, tal como lo hizo el líder
brasileño. Durante el siglo 19 y las primeras décadas del 20 el
terrorismo estuvo ligado principalmente a la izquierda anarquista
y al nacionalismo separatista. Sin embargo, entre las dos guerras
mundiales, los principales responsables por actos terroristas fueron
de la extrema derecha fascista. En el contexto de la Guerra Fría el
terrorismo surgió asociado a movimientos de extrema izquierda
revolucionaria o de tipo nacionalista y/o separatista, abarcando
tanto a países desarrollados de Europa como a subdesarrollados de
América Latina, África y Asia. Por último, en el final del siglo 20 y
principio del 21, surgió con más fuerza el terrorismo basado en la
religión, como el de la organización islámica Al-Qaeda, que atacó
las torres del World Trade Center. Este último fue acompañado por

2012
la Guerra contra el Terror del gobierno Bush, que utilizó el concep-
to como una etiqueta para identificar a la mayoría de los enemigos
de los Estados Unidos, complicando aún más la comprensión del
fenómeno.

Con el terrorismo de Estado pasa lo mismo: cualquier ideología o


mentalidad, ya sea de izquierda, de derecha, nacionalista o religio-
sa, puede acompañarlo. A pesar de sus diferencias, la Alemania de
Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Argentina de Videla,
la Serbia de Milosevic, la Camboya de Pol Pot, y el Irán de Ahma-
dinejad, entre otros, son Estados igualmente responsables por actos
de terrorismo. Los comentarios anteriores permiten concluir que el
fenómeno del terrorismo no debería ser caracterizado por sus obje-
tivos, extremamente variados, sino por su capacidad para “envene-
14 nar” los conflictos llevando la violencia (y la confusión conceptual)
hasta los extremos.

s
En América Latina, no todas las guerrillas urbanas fueron igual-
mente terroristas. Los Montoneros de Argentina fueron proba-
blemente el grupo que más adoptó este modelo de acción en los
años 70, y los Tupamaros de Uruguay, los que menos. Por lo tanto,
también será distinta la responsabilidad histórica de cada grupo por
la instalación de la dialéctica de violencia de cada país.

En esa época nadie pensaba que una organización revolucionaria,


aun cuando pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera

héctor ricardo leis


ser terrorista. Igual que mis compañeros, yo era un terrorista de
alma bella. La verdad es difícil de aceptar no sólo para aquellos que
fueron guerrilleros, sino para la mayoría de los argentinos. Algunos
autores sostienen que durante la dictadura militar, desde Onganía
hasta Lanusse, el actor principal de la lucha revolucionaria fue la
guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería progresivamente a
partir de 1974, con el gobierno constitucional de Isabel Perón. Esta
interpretación intenta dividir la lucha armada en dos fases, pero
ocurre que en el caso de Montoneros la lógica e intencionalidades
del terrorismo estuvieron presentes desde su primera acción públi-
ca: el secuestro y ejecución del general Aramburu, en 1970. Este
debate es fundamental para la comprensión de las responsabilida-
des en el proceso de violencia que causó diez mil muertes trágicas
– cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue de mil (1000) por
la Triple A, mil (1000) por las organizaciones revolucionarias y 15
ocho mil (8000) por las fuerzas militares de la dictadura de Videla.
Esta es una cuenta que, en la defensa de la dignidad de la historia
argentina, se tendría que haber hecho con precisión y consenso
público hace mucho tiempo. Mostrando falta de coherencia y bias
ideológico, esta cuenta no está en la lista de las reivindicaciones de
los movimientos o de los organismos estatales que se ocupan de los
derechos humanos en la Argentina.

En la Argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos casi


desde el comienzo de la violencia revolucionaria. El terrorismo se
presentó con un rostro bien definido en la ejecución del sindicalista
peronista Vandor en 1969 (figura principal de la Confederación
General del Trabajo— CGT, colaboracionista con la dictadura de

2012
Onganía y adversario de Perón), del general Aramburu en 1970
(arquitecto de la Revolución Libertadora que derrocó a Perón y
presidente del gobierno de facto de 1955 a 1958), del sindicalista
peronista Rucci en 1973 (secretario general de la CGT y aliado
muy próximo de Perón), y del ex-ministro Mor Roig en 1974
(político ajeno al peronismo que como ministro del gobierno del
general Lanusse articuló el pacto que permitió el retorno de la
democracia en 1973). Todas estas operaciones fueron realizadas
por comandos Montoneros (o que se integrarían después en la or-
ganización, como en el caso de Vandor). Los dos últimos asesinatos
fueron perpetrados a pesar de que el país estaba bajo un régimen
democrático, varios años antes de la llegada de la dictadura militar.

Entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado entre los
16 Montoneros por la amalgama de componentes ideológicos contra-
dictorios que impedían pensar en estrategias políticas realistas y
coherentes. Al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran
funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo
sumar militantes de diversas corrientes ideológicas. Ellos podían
venir tanto del catolicismo nacionalista de derecha, como de la
teología de la liberación marxista, del peronismo revolucionario
de derecha, del comunismo, y de otras variantes de la izquierda.
Los Montoneros surgieron y consolidaron su organización en el
culto a la violencia. Ellos fueron capaces de matar a todos los que
se cruzaron por delante de su voluntad política, sin importarles su
condición, ya fueran peronistas o antiperonistas, militares, políti-
cos o sindicalistas.

héctor ricardo leis


Sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era noble.
Conservo todavía un recuerdo feliz de mi vida en aquellos años.
Fueron sombríos pero también llenos de desprendimiento, alegría
y amor. Sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal
en sí mismo, pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo
convertir hombres buenos en malos, sin darnos tiempo para tomar
conciencia. El retorno de este camino sería extremamente difícil
para la mayoría, casi imposible.

Los Montoneros ocultaron su ambición de poder por detrás del li-


derazgo de Perón, pero cuando se dio su retorno, y él no les entregó
la dirección del movimiento peronista como esperaban, no du-
daron en matar a Rucci para llamar la atención del líder sobre sus
demandas, pero sin reconocer públicamente su autoría. Creían que
la condición de revolucionarios les otorgaba el patrimonio de la 17
historia, por ser dueños de la verdad se permitieron mentirles a sus
contemporáneos (en el otro extremo del espectro político argen-
tino la situación seria semejante, la historia mundial está llena de
ejemplos de este tipo). Del mismo modo, años antes habían matado
al general Aramburu para ser reconocidos como peronistas por
Perón y por las masas. Así como intentaron ocultar la verdad de la
muerte de Rucci, en el caso de Aramburu intentaron hacer desapa-
recer su cuerpo, con la supuesta intención de cambiarlo en el futuro
por el de Eva Perón, secuestrado durante el gobierno de Aramburu.

Como Eva Perón murió de muerte natural, la saga de las desapa-


riciones de personas asesinadas con intencionalidad política en la
Argentina del siglo 20 no la incluye. Según mi conocimiento, esta

2012
triste saga comenzó en 1930 con el anarquista Penina, durante el
gobierno del general Uriburu; siguió en 1955, con el comunista
Ingalinella, en el gobierno del General Perón; continuó en 1962
con el peronista Vallese durante el gobierno provisional de Guido
(que asumió tras el derrocamiento de Frondizi por los militares);
hasta llegar al cuarto de la lista, el general Aramburu, cuyo cadáver
permanecería desaparecido un mes y medio. El imaginario de los
autores de la larga lista desaparecidos que vendría después se cons-
truyó con base en estos antecedentes.

Debido a que el asesinato de Rucci provocó una acelerada ascen-


sión a los extremos de violencia, “envenenando” el gobierno de Pe-
rón en plena democracia, este atentado debería considerarse como
el mayor acto terrorista de la guerrilla argentina en los años 70. Sin
18 embargo, por ser un magnicidio, otro que convocó igualmente a
los demonios fue el de Aramburu. Su cuerpo tardó en descansar en
paz. Además del desaparecimiento sufrido después de su muerte,
cuatro años después de enterrado en el Cementerio de la Recoleta
volvería a pasar por lo mismo. Los Montoneros repitieron la hazaña
para continuar insistiendo en la devolución del cadáver de Eva Pe-
rón. La trágica ironía de este último hecho es que el cuerpo de Evita
había sido entregado a Perón en España tres años antes, en 1971:
¡era el general vivo que no lo querría traer de vuelta al país, no el ge-
neral muerto! Si la primera desaparición del cadáver de Aramburu
podía reivindicar alguna legitimidad, la segunda no tenía ninguna
razón más que insultar la memoria de los militares argentinos. En
favor de los Montoneros se podría decir que la falta de respeto a
los muertos tiene una larga historia en la Argentina; el cadáver de

héctor ricardo leis


Perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas en 1987.

El escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas las


combinaciones posibles de terrorismo, uno más vinculado a los mo-
vimientos de la sociedad civil, otro más a los organismos estatales,
y también casos intermedios, como la Triple A. Todos se retroali-
mentaron entre sí. Obviamente, no todos los miembros del estado
o de la sociedad civil fueron terroristas de la misma forma a lo largo
de la historia. Sin embargo, hubo complicidad en diversos niveles
del Estado y la sociedad civil con el terrorismo producido por los
gobiernos de Lanusse, Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri.
Así como hubo complicidad con el terrorismo de las organizacio-
nes guerrilleras en distintos niveles de la sociedad civil y del Estado
(especialmente en el gobierno de Cámpora y de algunos goberna-
dores provinciales en 1973). 19

2012
Soy testigo de las complicidades ocurridas en 1973.

El 9 de junio se hizo un acto en José León Suárez conmemorando


los fusilamientos de diversos militantes peronistas ocurridos en
un basural de esa localidad en 1955, por la dictadura militar que
había derrocado a Perón. Durante la ceremonia hubo un fuerte
enfrentamiento a tiros entre grupos peronistas antagónicos. Por
un lado, los sectores revolucionarios nucleados alrededor de los
Montoneros, y por otro diversos grupos de derecha y agrupa-
ciones sindicales. El enfrentamiento dejó un muerto y algunos
heridos, todos de la derecha peronista. El tiroteo fue provocado
por una razón trivial no premeditada. Lo sé porque yo fui quién
lo detonó.

20 Como es habitual, después el evento adquirió aires de conspira-


ción, pero mi intención fue simplemente rescatar a una compa-
ñera que me recordaba a Mónica Vitti —de quién me apasioné
en los años 60, cuando miré las películas de Antonioni— que
pasando por donde no debía fue rodeada por cuatro o cinco mili-
tantes de la derecha.

Ellos la estaban molestando. Pienso ahora que no debía ser nada


que no pudiera resolverse de otra manera, pero en aquel momen-
to no dudé, me les fui encima y los amedrenté mostrándoles el re-
volver 38 que llevaba en la cintura. El recuerdo de mi vieja pasión
se salvó, pero yo había pisado el hormiguero. De repente la calle
se llenó de militantes armados de ambos grupos. No fui yo quien
inició el tiroteo, pero respondí inmediatamente a la primera bala

héctor ricardo leis


y en pocos segundos se generalizó. Lo demás es historia.

A pesar de las pocas bajas, en comparación con lo que estaba


por venir, el evento ganó importancia por ser el acto inaugural
de la violencia política en el período democrático iniciado el 25
de mayo de 1973. Demostró que las armas seguían engatilla-
das, que era fácil llevar al nivel militar la confrontación política
que existía en el gobierno peronista, en donde los Montoneros
dividían puestos e influencias con los sindicatos y la derecha. Esta
confrontación parecía enseñar que la violencia era una forma de
romper el impase en la ausencia de Perón, que aún no había re-
gresado al país de forma permanente. A los Montoneros les gustó
el resultado de la confrontación, pero no imaginaron que habría
una reacción tán rápida.
21
Días más tarde, el 20 de junio, Perón regresaba al país y se espe-
raba que hablara en un enorme palco erigido en Ezeiza, cerca del
aeropuerto. Los Montoneros comparecieron con una gran canti-
dad de militantes de todas partes del país, pero al llegar con sus
carteles cerca del palco fueron recibidos a tiros. Todavía no hay
una lista de bajas de este enfrentamiento, los cálculos estimados
son de ochenta muertos y cuatrocientos heridos, la mayoría del
lado de los Montoneros.

A nivel personal, José León Suárez me dejó un legado difícil de


evaluar. Por el lado de las ganancias, ascendí dos grados en la je-
rarquía de los Montoneros, de aspirante fui directamente a oficial
primero. Por el lado de las pérdidas, el día siguiente al tiroteo

2012
mi foto ilustraba una nota en un diario de gran circulación. Yo
aparecía con la pistola en la mano, el subtítulo me acusaba de
ser el asesino. El diario pasó la foto a la policía de la Provincia
de Buenos Aires y a varios grupos de derecha y del sindicalismo
peronista que juraron vengarse. Eso no me preocupó tanto como
la posibilidad de que mi foto fuera identificada por terceros y los
diarios publicasen mi nombre; con el tiempo descubrí que no ha-
bían sido pocos los amigos que me identificaron. Estaba afligido
por mis padres, recién había salido de la cárcel y pensarían que ya
estaba complicado nuevamente.

Pero el subjefe de la policía, por casualidad uno de los pocos so-


brevivientes de los fusilamientos de José León Suárez, también era
Montonero. Nos encontramos y me dijo para no preocuparme:
22 él se había encargado de hacer desaparecer a toda la investigación
policial, incluyendo las fotos. No volví a verlo; la Triple A lo mató
un año más tarde.

Nadie fue procesado por los acontecimientos del 9 de junio de


1973, prueba pequeña pero convincente de la complicidad que
existía en la época entre algunos sectores del Estado y las guerri-
llas peronistas, especialmente con los Montoneros.

héctor ricardo leis


Es falso afirmar la existencia de un “terrorismo de Estado”, como si
fuera una entidad pura y separada del resto de la sociedad, tal como
pretenden las organizaciones de derechos humanos y el gobierno
de los Kirchner. Un terrorismo no es más o menos terrorista en
función de su origen, sino de su contribución a la dinámica de te-
rror dentro de una comunidad política. Si un movimiento terroris-
ta, venga de donde venga, pretende exterminar a un grupo aislado
e indefenso, ya sea nacional, étnico, racial, religioso, cultural o
identitario —como, por ejemplo, armenios, bosnios, tutsis, gitanos,
homosexuales, indígenas, judíos, musulmanes, cristianos, etc.—
eso constituye el peor terrorismo imaginable, lo que el derecho
internacional llama un crimen contra la humanidad. Sin embargo,
el terrorismo ejercido en un contexto de guerra o de conflicto por
el poder entre grupos armados (de manera regular o irregular), no
constituye un crimen contra la “humanidad” —a pesar de lo que 23
digan los juristas— sino contra el colectivo en el que se insertan los
beligerantes. En el caso argentino, tanto el terrorismo que venía del
estado como el que se practicaba desde la sociedad civil eran ejer-
cidos en contra de la comunidad política argentina. Por lo tanto, a
pesar de que los crímenes individuales puedan ser diferenciados por
sentencias y puniciones legales mayores o menores, el terrorismo de
los Montoneros, la Triple A y la dictadura militar son igualmente
graves, ya que contribuyeron solidariamente a una ascensión a los
extremos de la violencia.

La “humanidad”, como categoría empírica, social, religiosa o


política, no existe. Un europeo y un indio de la Amazonia tienen,
en cualquier nivel, más diferencias que similitudes. La humanidad

2012
es sólo una convención moral que, en todo caso, podría identificar
a aquellos grupos pasivos e impotentes frente a la violencia, pero
nunca a los que participan activamente en los conflictos armados,
como pasó en el caso argentino, donde hubo, sí, víctimas inocentes
y ajenas al conflicto, pero que no fueron el objetivo principal del
terror, ni de un lado ni del otro. Los museos “de la memoria” cons-
truidos durante el gobierno de los Kirchner registran solamente a
las víctimas de un lado, pero no del otro, ocultando el hecho de la
beligerancia compartida. Y para intentar una mejor construcción
del supuesto crimen contra la humanidad de los militares, sus
víctimas son transformadas en inocentes sin ningún tipo de iden-
tificación o vínculo con las organizaciones guerrilleras. En algunos
casos este vínculo pudo no existir, pero cuando existe, en nombre
de los derechos humanos el gobierno está suprimiendo la identidad
24 revolucionaria de los “compañeros”. No le hace justicia a la historia,
ni al compañero o la compañera, que se recuerde como estudiante
o empleado a quien, por ejemplo, enfrentó a la muerte con el grado
de oficial de los Montoneros.

En resumen, la víctima es una persona, pero el terrorismo se ejerció


a través de ella en contra de su comunidad política. Aunque en me-
nor grado, todos aquellos que colaboraron de una u otra manera se
convirtieron en sus cómplices y, por lo tanto, también deberían ser
procesados legalmente. Me pregunto entonces, ¿cuántos deberían
estar en el banquillo de los acusados por la lucha armada estallada
en los años 70 en Argentina? Ciertamente, muchos más de los que
están. Los argentinos que fueron testigos de aquella época saben
que una proporción significativa de la población, especialmente los

héctor ricardo leis


jóvenes de la generación de los años 60, apoyaban a la guerrilla, así
como otra parte no menos significativa, sobre todo de la gene-
ración anterior de los años 40, hacía lo mismo con los militares.
Preguntémonos también cuál es el peor terrorismo desde el punto
de vista conceptual e histórico. ¿Es peor aquel realizado en nombre
del asalto al poder o en nombre de la defensa del Estado? No hay
ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del asalto al poder
en un contexto democrático, como ocurrió en el período de 1973
a 1976, durante el cual las organizaciones guerrilleras continuaron
comportándose casi de la misma manera que antes con la dicta-
dura. Para la guerrilla no peronista nada había cambiado con la
llegada de la democracia. Aunque la guerrilla peronista declaró una
suspensión de sus operaciones armadas, en el caso de los Montone-
ros la tregua fue más aparente que real. Como vimos en José León
Suárez, la violencia surgía casi espontáneamente. Formalmente, la 25
tregua concluiría en septiembre de 1974, pero las ejecuciones y las
grandes acciones de los Montoneros empezaron de manera delibe-
rada un año antes.

El terrorismo no tiene ninguna legitimidad —aun luchando contra


una dictadura— si lo que quieren sus ejecutores es hacer una
revolución para imponer nuevas reglas de juego. En este caso, como
bien declaró Thomas Hobbes, el fundador de la teoría política
moderna, en su libro Leviatán (1651), la legitimidad se logra sola-
mente cuando el grupo revolucionario o subversivo toma el poder,
nunca antes. Esto no es reaccionarismo, sino una obviedad histó-
rica y constitucional: el cambio de las reglas del juego, especial-
mente en un sentido revolucionario, no tiene a priori legitimidad

2012
o legalidad alguna en ningún tipo de régimen político o ideología
política. Esto vale tanto para el Estado liberal como para el socialis-
ta, ya sean democráticos o autoritarios. La principal obligación del
Estado es defender su existencia con los medios a su alcance. Como
afirma Hegel en su Filosofía del Derecho (1821), el Estado, aunque
imperfecto en su realización particular, sigue siendo la institución
superior de la historia humana civilizada. El terrorismo contra el
Estado es extremadamente peligroso porque fomenta fuerzas anti-
estatales en su seno que lo degradan rápidamente en la dirección
de la barbarie. Paradójicamente, la única alternativa que resta a los
grupos subversivos y terroristas de izquierda para ganar legitimi-
dad, antes de la toma del poder, viene de la mano del liberalismo
que ellos tanto desprecian. John Locke, fundador reconocido de esa
corriente y cuyas ideas fundamentan las concepciones de derechos
26 humanos y democracia moderna desde el siglo 17, justifica clara-
mente la revuelta de los ciudadanos contra el abuso de poder de los
gobernantes. En el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690),
Locke afirma que los hombres tienen derechos naturales antes de la
existencia del Estado, lo que hace posible la rebelión cuando ellos le
son negados, a fin de recuperarlos. Dicho de otro modo: la revolu-
ción solamente es legítima para restaurar los derechos perdidos, no
para imponer nuevos derechos u obligaciones.

Volviendo al caso argentino, la legitimidad de la lucha armada se


agotó el 25 de mayo de 1973, en el momento en el que todos los
presos políticos fueron liberados, después de que el general Lanusse
le hubiera entregado el mando presidencial a Cámpora, un presi-
dente civil elegido en elecciones limpias, aceptadas por todos los

héctor ricardo leis


partidos después de casi veinte años de proscripciones. A partir de
ahí la ilegitimidad de los grupos guerrilleros fue total. Fueron ellos
los primeros a llevar el terror a la nueva democracia, un terror que
fue respondido enseguida y de la misma forma por la Triple A, apo-
yada por el gobierno. Estos terrores generaron el estado de anarquía
que justificaría el golpe militar de 1976, una intervención que fue
deseada por los Montoneros y otras organizaciones, imaginando
que la salida del gobierno constitucional traería al campo revolu-
cionario un mayor número de fuerzas. La dictadura militar insta-
lada en 1976 decidió avanzar con ímpetu asesino contra aquellos
que habían asumido la lucha revolucionaria, pero la legitimidad
acumulada por la guerrilla en la lucha contra la dictadura militar
anterior, había desaparecido por completo debido a su lucha contra
el régimen democrático constituido en 1973. Por lo tanto, la lucha
guerrillera contra la nueva dictadura militar no fue solamente 27
suicida, sino también ilegítima. Y a pesar de haber sido demoníaca
e ilegal, a pesar de haber llegado a extremos a los cuales la guerrilla
nunca llegaría, la lucha de la dictadura contra la subversión fue
legítima. Este juicio no es una mera opinión: por detrás está la
tradición política y democrática occidental. La Argentina de esos
años no tuvo combatientes, ni héroes. La lucha convirtió a todos
en víctimas y victimarios recíprocos. Hubo más víctimas en un lado
que en otro, pocos inocentes y muchos culpables. Sin embargo,
hubo sentencias solamente para los de un lado.

La generación de los años 60 desafió la omnipotencia de Perón y de


las fuerzas armadas. Pero la tragedia que provocó no era resultado
de cualquier desafío. Perón, que sabía calificar a sus adversarios, los

2012
llamó “imberbes” cuando expulsó a los militantes Montoneros de
la Plaza de Mayo en 1974. Perón siempre supo de la relevancia de
distintas generaciones en la historia política; al llamarlos de imber-
bes los encuadró deliberadamente en este contexto. Cuando estos
“apurados” —otra de las caracterizaciones de Perón— un año antes
le habían tirado el cadáver de Rucci, el viejo líder supo de inmedia-
to que ellos deseaban su muerte. Querían ocupar su lugar.

28

héctor ricardo leis


En el mismo día en el que nacía mi hija, el martes 4 de septiem-
bre de 1973, yo estaba participando de un encuentro regional de
los Montoneros en el nivel de conducción de columnas. Era en la
ciudad de La Plata, en un parque infantil estatal llamado Ciudad
de los Niños, controlado entonces por los Montoneros. Tal vez
por la influencia astral de ese nacimiento, fue un día de suerte
para mí. 29

El encuentro era para discutir un documento elaborado por la


conducción nacional de Montoneros, que justificaba las posi-
ciones de derecha de Perón en función de un supuesto “cerco”
creado a su alrededor, un cerco que le impedía tener contacto
directo con el pueblo, o sea con nosotros. La principal línea de
acción para romper dicho cerco y atraer al líder para nuestro lado
era “tirarle algunos muertos”, según la frase de un miembro de
conducción de columna, que debía estar repitiendo lo que escu-
chara antes en un nivel superior. O, como tradujo alguien que
estaba al lado mío, “Perón tiene que saber que podemos matar a
cualquiera.”

2012
Nunca me olvidaré de las expresiones en las caras de algunos
de estos compañeros, hablaban de matar con una facilidad que
parecía forzada. Matar para hacer justicia era algo que yo acepta-
ba, pero matar para convencer a Perón de que nosotros éramos
los buenos y ellos los malos me parecía un delirio. Me di cuenta
entonces de que la mayoría de los que estaban en la reunión eran
más jóvenes que yo, sin mucha experiencia política anterior a su
ingreso a los Montoneros.

Confieso que en la época mi juicio no era moral, hacía tiempo


que ya no sabía lo que era eso. El error me parecía gravísimo,
pero solamente en el campo político. De todos modos, mi suerte
fue haber dicho públicamente lo que pensaba: por cuenta de mis
críticas sería rebajado en dos grados, poniéndome así en un se-
30 gundo plano del festival de muertes que se venía (en Montoneros
se ganaba el ascenso por acción militar y el descenso por acción
discursiva, los grados que gané a los tiros en José León Suárez los
perdí hablando cinco minutos en la Ciudad de los Niños).

Hoy sé que la conducción de los Montoneros no sabía hacer


política, sólo sabía usar la violencia con fines políticos, que es la
mejor definición de terrorismo que existe. Cuando las armas sus-
tituyen a la política quedan a la vista el terrorismo y las inconsis-
tencias programáticas. ¿Cómo era posible imaginar que, después
de tener como objetivo máximo el retorno de Perón al país, los
Montoneros quisieran hablar con él del mismo modo que con los
militares de la dictadura, por medio de las armas?

héctor ricardo leis


Todavía me acuerdo de mi intervención, pocos estuvieron de
acuerdo conmigo. Dije que si realmente queríamos heredar de
Perón el movimiento peronista, tendríamos de quedarnos quietos,
en lugar de atacarlo, dejando que las masas hicieran su expe-
riencia crítica para entonces respaldarlas. Eran las masas quienes
tenían el derecho de criticar primero a Perón después de tantos
años de espera, hacer lo contrario seria faltarles el respeto. Pero
había algo más que inexperiencia política en la conducción de los
Montoneros. En ese momento, la conducción ya estaba pla-
neando la ejecución de Rucci. Más que abriendo un debate nos
estaban informando lo que venía después, tratando de determi-
nar cuáles eran los oficiales fieles a su línea. Años más tarde me
preguntaría quién estaba más cercado, si Perón o la conducción
nacional, en función de su absoluto centralismo y autoritarismo
organizativo. 31

2012
-¿Quién no desea la muerte de su padre?

–¿Está usted en su juicio? –exclamó el presidente


(del tribunal).

–Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ust-


edes, y como el de todos esos…papanatas.
Se había vuelto hacia el público al decir esto. Ir-
ritado y despectivo, añadió:

–A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se


fingen aterrados y se miran unos a otros haciendo
aspavientos. ¡Farsantes! Todos desean la muerte
de sus padres. Los reptiles se devoran unos a
otros…

Fedor Dostoiewski
1821-1881
2. generaciones

Atentar contra la vida de los militares parecía una cosa natural


para los Montoneros; después de todo se trataba de peronistas que
se atrevían a matar a los amigos de Perón. Los oficiales superiores
de las Fuerzas Armadas vivieron con miedo el surgimiento de los
guerrilleros en el espejo mágico de las generaciones. Reconocían
en ellos las caras de sus hijos. El terror les confirmó que no eran los
hijos deseados, eran hijos que querían matarlos y ocupar sus lugares.
Fuimos aprendices de parricidas. Si admitimos eso quizás los mili-
33
tares se animen a admitir también su barbarie, atroz y demoníaca
— no por haber sido hecha desde el Estado, sino porque les permi-
tió satisfacer plenamente su deseo filicida.

A quien dude de la realidad de estas metáforas generacionales le


sugiero pensar en Sergio Schoklender y Hebe de Bonafini. Ni
Dostoiewski podría haber imaginado que el mayor parricida de
la historia criminal argentina sería adoptado públicamente por la
más notable madre de la historia política del país, la presidenta de
las Madres de Plaza de Mayo, entidad icónica en la defensa de los
derechos humanos en los años 70. Entre Sergio —que mató a sus
padres en forma violenta, cumpliendo después una severa condena
por su crimen— y Hebe —que perdió dos hijos en manos de los mi-
litares— existió un amor declarado de madre e hijo durante varios

2012
años, que acabó sorpresivamente en 2011 cuando el hijo adoptivo,
acusado de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, desvío de
recursos públicos y asociación ilícita, apuntó a su madre adoptiva
como responsable de todo.

El conflicto que asoló a los argentinos y degradó sus instituciones


se debe a múltiples factores, la mayoría bastante conocidos. Pero
existe uno cuya importancia resulta difícil de percibir, debido a los
preconceptos reduccionistas que en el Siglo XX invadieron primero
a las ciencias sociales y después el sentido común de los ciudadanos.
Dicho factor permite entender mejor el comportamiento extrema-
damente bárbaro de algunos actores en los años ’70, problema que
aun hoy resiste a una explicación convincente. No ayuda a captar
las motivaciones racionales, ni las causas materiales de la dinámica
34 política argentina de aquellos años, pero puede ayudar a entender la
subjetividad de los actores, en especial sus motivaciones inconscien-
tes y su traducción en sentimientos y emociones negativas.

Sabemos que explicar objetivamente comportamientos crueles en la


vida pública es una de las tareas más complejas del análisis. Hom-
bres y mujeres con un comportamiento normal y respetuoso en
su vida privada, bajo ciertas condiciones pueden transformarse en
monstruos. Hannah Arendt se refirió a la “banalidad del mal” para
explicar el comportamiento de Eichmann, el jefe de Auschwitz que
después de la guerra encontró refugio en la Argentina de Perón. Por
los testimonios de los sobrevivientes de los campos de concentra-
ción nazis y comunistas sabemos que la barbarie crece en propor-
ción directa a la negación del otro, a la incapacidad para aceptar

héctor ricardo leis


y entender los valores y motivaciones del otro. ¿Pero que podría
existir entre los argentinos que los aproximara a eso? Las ideologías
políticas eran antagónicas y sus aristas totalitarias bien podrían
explicar las atrocidades cometidas, pero existía un plus que aumen-
taba los resentimientos acumulados por las ideologías, la lucha de
clases y el pasado violento del país. Ese plus pocas veces se presentó
con la nitidez que tuvo en la Argentina de los 70, un país que no
tenía los problemas raciales, étnicos o religiosos de la mayoría de los
países de la región. Lo que arreció los conflictos fue la existencia de
una tremenda lucha generacional con reverberaciones en el incons-
ciente de los individuos. Ese contexto hizo que la lucha armada
transformase a los individuos en personajes de una tragedia.

En Homo Sacer, Giorgio Agamben afirma:


35
“Durante mucho tiempo uno de los privilegios característi-
cos del poder soberano fue el derecho de vida y muerte.” Esta
afirmación de Foucault al final de La Voluntad de saber suena
perfectamente trivial; pero la primera vez que en la historia
del derecho nos encontramos con la expresión “ derecho de vida
y de muerte”, es en la fórmula vitae necisque potestas, que no
designa en modo alguno el poder soberano, sino la potestad
incondicionada del pater sobre los hijos varones. (…) la vitae
necisque potestas recae sobre todo ciudadano varón libre en el
momento de su nacimiento y parece así definir el modelo mismo
del poder político en general. No la simple vida natural, sino la
vida expuesta a la muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el
elemento político originario.”

2012
Mi generación fue llevada a creer que los militares eran los padres
de la Patria. Y lo eran de verdad: cuando festejé mi 40ª aniversario
la Argentina había vivido durante 30 años bajo el mando de presi-
dentes de extracción militar. La guerrilla desafió ese supuesto, en el
cual los militares creían más que nadie. Cuando el terror los amena-
zó, la ceguera se transformó en resentimiento y delirio. Al contrario
de los militares golpistas anteriores, que traían en sus mochilas
proyectos relativamente estructurados para gobernar el país, los que
acompañaron a Videla en 1976 subordinaron todo a la venganza;
eran animales heridos dispuestos a exterminar sin piedad a aquellos
que los habían desafiado en su propio territorio existencial, el de la
violencia de las armas. Ni siquiera después de derrotar a la guerrilla
consiguieron esos militares refrenar su pulsión de muerte, e inten-
taron una guerra contra Chile en 1978 –abortada por la mediación
36 papal– y otra contra Inglaterra, por las Islas Malvinas/Falklands,
que llevaron hasta las últimas consecuencias en 1982 pero cuyos
planes de acción habían sido diseñados por la Marina en 1978.

Parte en los años 60, pero sobre todo en los 70, los argentinos
asistieron a la lucha sin tregua entre la vanguardia guerrillera de
una generación más nueva y la retaguardia militar de otra genera-
ción anterior, con la edad de sus padres. Los jóvenes ansiaban el
poder para realizar sus objetivos, con un espíritu tan intelectual y
libertario como autoritario y narcisista, dispuestos a hacer lo que
fuese necesario, incluso matar. Los viejos defendían el poder con un
espíritu autoritario y ciego, sabían que no podían ser derrotados mi-
litarmente. En el límite, sus pulsiones inconscientes les daban una
potestad ancestral e incondicionada sobre sus desafiantes. En los

héctor ricardo leis


años 60 hubo generales que más que matar querían entender lo que
ocurría, el límite no había sido alcanzado. Pero en los 70 la realidad
fue otra, y también otros los generales.

37

2012
Héctor Jouvé, uno de los tenientes de la fracasada tentativa del Ejér-
cito Guerrillero del Pueblo –guerrilla rural guevarista que actuó en
el noroeste de Argentina, a mediados de los 60, durante el gobierno
democrático de Illía– dio una entrevista reveladora del espíritu
militar de la represión en aquel momento, cuatro décadas después
de los acontecimientos.

La entrevista se hizo famosa por haber provocado un extenso


debate intelectual en la Argentina sobre el derecho de matar, a
propósito del fusilamiento por motivos banales de dos guerrilleros
por la conducción del grupo. Interesa aquí destacar otro aspecto,
quizás de menor dramaticidad, pero de alta intensidad heurística si
lo ponemos en perspectiva histórica. La entrevista permite afirmar
que en 1964 existían militares preocupados por los peligros de un
38 futuro golpeado por la lucha armada revolucionaria, cuyo sentido
último se les escapaba confusamente. La entrevista muestra que no
todos eran iguales a los militares que acompañaron a la dictadura de
Videla.

Jouvé relata que después de su detención se encuentra con el general


Julio Alsogaray, comandante de las fuerzas militares que lo derrota-
ron (y que seria más tarde Comandante en Jefe del Ejército.

“¿Y cómo estás?” me dice el General. Yo estaba azul, no


había piel que no tuviera un color azul, violeta. “No quiero
saber nada de las actividades –me dice–, no me interesa
eso. Usted, Jouvé, tiene un perfil muy parecido al de mis
hijos. Hemos hablado con sus profesores de la secundaria,

héctor ricardo leis


y sabemos que usted era muy buen alumno, muy buena
persona, que terminó el bachillerato a los 16 años. Fuimos
a la universidad, también sabemos que hizo una carrera
impresionante hasta que entró al servicio militar y ahí paró,
que su papá era un tipo muy respetado en su pueblo, un tipo
recto, laburante, muy estimado, honesto. No me diga que esto
es porque su mamá lava ropa”. No, no es por eso –le digo–,
no es por ninguna de esas cosas. “Bueno – me dice – pero a mí
me interesa saber por qué entró a la guerrilla, porque mi hijo
se parece mucho a usted.”

El montonero Juan Carlos Alsogaray, hijo del este General, murió


luego en un enfrentamiento con el ejército, en 1976, a los 29 años
de edad.
39

2012
No pretendo reducir las muertes y desapariciones de los 70 a una
lucha generacional. Pero una cosa es cierta: la represión de la dic-
tadura militar de Videla, aun siendo espantosa, tuvo un método;
su violencia fue cruel y excesiva pero no indiscriminada, algo que
se ve claramente ejemplificado en el hecho de que las guerrilleras
embarazadas no eran ejecutadas antes del parto, para entregar des-
pués a sus bebés en adopción clandestina.No ocurrió lo mismo en
otras experiencias históricas de exterminio. Los nazis, por ejemplo,
mataban sin distinciones de este tipo. La acción de los militares
argentinos tenía la originalidad de las locuras sagradas. Ellos creían
que estaban condenadas las almas de sus “hijos”, pero no las de sus
“nietos”. Frente a hechos como estos, me parece insustentable la
hipótesis de que todos los militares hayan sido personas intrínseca-
mente enfermas y malvadas, como supone el sentido común vigen-
40 te. De ambos lados beligerantes se cometieron crímenes que deben
ser juzgados y castigados de acuerdo con la ley, pero sus autores no
eran todos necesariamente criminales patológicos, aunque sin duda
existió un pequeño grupo con trastornos severos de conducta.

Si la violencia hubiera sido resultado de una patología, deberíamos


concluir que fue bastante contagiosa, ya que afectó a buena parte de
la población argentina, que apoyó selectivamente la insensatez que
venía de uno y otro lado, para finalmente apoyar mancomunada-
mente y sin distinción de credo la no menos insensata Guerra de las
Malvinas/Falklands. Si existe alguna patología, ella se encuentra en
la particular combinación de imaginarios políticos fundamentalis-
tas y resentimientos históricos de los actores que, en un momento
particular de su dinámica, usaron ingenuamente el terror, desafian-

héctor ricardo leis


do no sólo a personas e instituciones sino a arquetipos del incons-
ciente colectivo. Ni las ideologías, ni las pasiones, explicarían por
si mismas el grado de las atrocidades que sucedieron. A pesar del
tradicional individualismo y narcisismo de los argentinos, las prin-
cipales motivaciones de sus tragedias no son tanto de orden indivi-
dual, como colectivo. Las responsabilidades por los acontecimientos
también. Tanto en las fuerzas armadas como en las guerrillas hubo
hombres buenos que dejaron de serlo en determinado momento. Y
eso no puede ser explicado por patologías preexistentes.

Los reduccionismos imperantes en el debate público sobre los


derechos humanos, derivados principalmente del sociologismo y
del juridicismo, no nos ayudan a entender el problema. El prime-
ro impide la consideración de cualquier factor socio-biológico o
psicológico en el análisis de la dinámica política; el segundo obtura 41
la percepción de las responsabilidades e intencionalidades colec-
tivas, priorizando la justicia en el plano individual a la necesidad
superior de reparar el daño producido a la comunidad política como
tal. La necesidad de un abordaje interdisciplinario que incluya al
conjunto de los aspectos afectados por los fenómenos políticos está
presente en la mayoría de los pensadores clásicos, desde Aristóteles
y San Agustín, hasta Montesquieu, Tocqueville y Max Weber, entre
otros. Pero en las ciencias sociales contemporáneas casi no existen
rastros de categorías que engloben interdisciplinarmente a múl-
tiples factores. Ni clase social, ni partido político, ni movimiento
social, ni cualquier otra del vocabulario dominante favorecen esa
operación. Para peor, cuando aparece alguna categoría más inte-
resante, es rápidamente difamada y excluida por el establishment

2012
académico, que acompaña las modas teóricas con la misma perdida
de conciencia con la que la población acompaña las modas.

No sorprende entonces que el concepto de generación, uno de los


pocos que permite al campo de la política un análisis más complejo
e interdisciplinar, se encuentre ausente de la literatura. Aclaro que
los factores biológicos no se reducen al ADN o a otras variantes del
mapa genético de las personas. La investigación científica comprue-
ba hoy también aquello que se sabía desde los tiempos antiguos: que
las diferencias de orden biológico (hormonales, en particular, pero
no exclusivamente), vivencial y cultural entre un joven de 20 años
y un adulto de 50 explican una parte esencial de sus diferencias en
el comportamiento. Precisamente, el conjunto de esas diferencias
constituye a cada generación, en contraste con las anteriores. La
42 dinámica de las mismas trae a luz elementos que completan a los
saberes disciplinares en la busca de la verdad histórica.

Cualquiera que afirme que los argentinos no se aman como comu-


nidad corre el riesgo de ser acusado de traidor a la Patria, sin que
nadie se detenga a pensar si existe algo de verdad en eso. Es una
pena, la verdad no debería ser acusada de traición.

Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, fue quizás el primero en relacio-


nar lo que hoy conocemos como factores psicológicos, biológicos,
sociológicos y políticos. Él utilizó el concepto de philia (amor,
amistad) para referirse a lo que cimenta la comunidad política. En
este sentido, la Argentina es un país extremo, son pocas las comu-
nidades políticas donde la philia se encuentra más ausente. Esta no

héctor ricardo leis


es una percepción intuitiva sino un hecho. Cualquier observador
neutral puede comprobar fácilmente dos cosas: la primera, que la
distinción de amigo-enemigo atraviesa prácticamente cada nano-
milímetro de la vida pública y privada; la segunda, que los actores
orientan su acción enfatizando mucho más el lado “enemigo” que
el “amigo”. El conflicto de los años 70 muestra de forma dramática
la ausencia de philia expresada en el choque entre dos generaciones
diferentes. Desde una perspectiva civilizatoria, lo peor de la historia
argentina de las últimas décadas no fue la catástrofe de los años 70
sino el hecho de que la amplia mayoría de los ciudadanos pasó por
ella sin comprender su sentido profundo, permitiendo así que el
viento del destino pueda alimentar nuevos incendios con sus ceni-
zas nunca apagadas.

No es común que las generaciones dejen un registro claro de su 43


paso, para mal o para bien. La historia sigue simultáneamente líneas
de continuidad y de ruptura; siempre que prevalece más el segundo
aspecto hay por detrás una generación más claramente definida, en
un sentido fuerte. Argentina tuvo varias generaciones reconocidas
públicamente. Las más notables fueron las del siglo 19: la genera-
ción del 37, de Echeverría, Sarmiento y Alberdi; y la del 80, de Julio
A. Roca. No entiendo las generaciones como cronologías regulares
en un mundo continuo, sino como momentos de discontinuidad
histórica en los cuales los individuos ganan una nueva identidad
que les permite su protagonismo en la esfera pública. Valoro la im-
portancia dada a este concepto por Ortega y Gasset, a pesar de no
compartir su énfasis como eje interpretativo general de la historia.

2012
Pienso que el concepto de generación se usa habitualmente sin
observar que en el plano empírico puede tener un sentido fuerte o
débil. En un sentido débil la generación recorta (con algún grado
de arbitrariedad) al conjunto de personas que comenzaron a vivir
su vida adulta en determinada década, por ejemplo, en los años 60
o 70. Pero en un sentido fuerte se debe reconocer que existió una
generación en los años 60, pero no en los 70. La generación de los
60 representa una condensación de nuevos valores, paradigmas y
subjetividades que tuvieron fuerte influencia en la vida política,
social y cultural del país, de ahí para adelante. No existe una ge-
neración propiamente dicha si sus integrantes no dejan una marca
original en la historia.

Existe una generación cuando un grupo humano, de edad próxi-


44 ma ente sí, define un antes y un después de forma innegable. Por
eso, en ese sentido fuerte, no existió generación de los 70, la de los
60 colonizó esa década, así como las siguientes, infelizmente. Esa
colonización es la que abre las puertas para la posibilidad de trans-
formar la tragedia en farsa. La pretensión de repetir la historia por
parte de quienes asientan su experiencia sobre bases ajenas engendra
frutos espurios, que comparados con los anteriores se transforman
en farsa. Es el caso de los gobiernos Kirchneristas, que adoptaron
valores y objetivos de la generación del 60 con escaso realismo y sin
ninguna autenticidad (recordemos que Néstor Kirchner nació en
1950 y Cristina Kirchner en 1953, ambos pertenecen a la “genera-
ción” del 70, la mayoría de sus militantes son más jóvenes todavía.)

En la guerra revolucionaria/contra–revolucionaria que comenzó en

héctor ricardo leis


los años 60 y tuvo su apogeo en los 70 se enfrentaron dos generacio-
nes, la del 40 y la del 60. La última era la que poseía un sentido más
fuerte. En esa casi guerra civil las victorias y derrotas pasarían de
mano varias veces. La generación más fuerte sería derrotada militar-
mente por la más débil, que en ese campo era la más fuerte, pero la
historia derrotaría a ambas.

Habitualmente se reconoce como miembros de determinada


generación a aquellos nacidos aproximadamente veinte años antes.
La generación comienza entonces cuando los jóvenes están en
condiciones de asumir sus obligaciones sociales, políticas, cultura-
les y económicas, nutriéndose del ambiente en que actúan. Así, la
generación del 60 nació aproximadamente de 1940 para adelante.
Yo pertenezco a esa generación, nací en 1943. Es el caso también de
los líderes guerrilleros, cuya media de nacimientos se sitúa en 1942. 45

Mi generación combatió a otra más vieja, nacida a partir de 1920 y


madurada en los años 40. La generación de los 60 en Argentina fue
construida por un espíritu del tiempo revolucionario, aventurero y
vanguardista. La generación de los 40 se nutrió, en cambio, de las
ideologías y lamentos de la Segunda Guerra Mundial, dividiendo
sus simpatías entre el nazismo, el comunismo y el liberalismo. Por
causa de esa heterogeneidad los nacidos alrededor de los años 20 no
ganarían el derecho de ser reconocidos como parte de una genera-
ción en el sentido fuerte. Sin embargo, en los años 60 y 70, frente a
la amenaza revolucionaria, las elites militares condensaron las dife-
rencias de origen de su generación dentro de una visión burocrático-
autoritaria cargada de elementos mítico-religiosos. La generación

2012
que no supo tener una identidad definida en los 40 alcanzó ese
triste derecho apoyando a los militares en los 70. Aunque por otros
caminos, la astucia de la razón preparó también un triste destino
para la generación revolucionaria de los 60. Sin la más mínima auto-
crítica, varias décadas después de su catastrófica gesta, numerosos
militantes encontraron la realización de sus anhelos en las políticas
populistas de los gobiernos Kirchner – aprovechando, de paso, la
oportunidad para ocupar cargos públicos.

46

héctor ricardo leis


Los nombres y años de nacimiento de los principales líderes gue-
rrilleros, siguiendo un orden cronológico aproximada de su apa-
rición en el escenario público: El Kadri (1941), Santucho (1936),
Gorriarán Merlo (1941), Olmedo (1943), Quieto (1938), Abal
Medina (1947), Firmenich (1948), Galimberti (1947). La muestra
revela cohesión generacional, en la medida en que los extremos 47
(1936–1948) se sitúan bastante próximos de la media (1942).

Obsérvese que esto no fue necesariamente así en otros países de


América Latina. En Brasil, por ejemplo, la cuestión generacional
no fue un factor tan relevante. En contraste con Argentina, Brasil
tuvo líderes extremamente importantes, como Marighela (1911),
inspirador de la guerrilla urbana en el Brasil y todo el continente,
y Amazonas (1912), dirigente máximo del partido comunista
pro-chino, responsable por la principal guerrilla rural. Ambos
lideres revolucionarios eran de la misma generación que sus ene-
migos, como el político Lacerda (1914) y la sucesión de generales
que serían presidentes de la dictadura militar: Castelo Branco
(1897), Costa e Silva (1899), Medici (1905), Geisel (1907), Fi-

2012
gueiredo (1918). Marighela y Amazonas nacieron apenas cuatro o
cinco años después de la media de sus enemigos (1907. Volviendo
a la Argentina, siguiendo también un orden cronológico, los lide-
res militares, políticos y sindicales más destacados que la guerrilla
enfrentó fueron: Onganía (1914), Vandor (1923), Levingston
(1920), Lorenzo Miguel (1927), Lanusse (1918), Lopez Rega
(1916), Isabel Peron (1931), Videla (1925), Massera (1925). Esos
líderes mostraban una relativa cohesión en torno de la media
(1922), pero de cualquier forma representaban una generación
débil, que ni se acercaba a la homogeneidad en torno de grandes
valores y objetivos que tuvo la generación del 60. Esos líderes
ocupaban un lugar que había sido disputado violentamente tam-
bién en el interior de su generación – a título de ejemplo puede
mencionarse que en las filas de la generación del 40 se inscriben
48 también figuras como Eva Perón y el Che Guevara, nacidos en
1919 y 1928 respectivamente, ambos a escasa distancia de la
media de los líderes antes citados.

héctor ricardo leis


“La libertad exige el vacío para manifestar-se; lo
exige y sucumbe a él. La condición que la deter-
mina es la misma que la anula. Ella carece de bases:
cuánto más completa sea, más vacilará, pues todo
la amenaza, hasta el principio del cual emana. El
hombre es tan poco hecho para soportar la liber-
tad, o para merecerla, que aún los beneficios que
recibe de ella lo trituran, y ella termina siéndole tan
penosa que a los excesos que provoca él prefiere
los del terror.”

Emil Cioran
1911-1995
3. Líderes

La historia militar argentina esta atravesada por conflictos e


ideologías de tipo político. Únicamente un prejuicio maniqueísta
podría equiparar a generales como Perón, Lanusse y Videla. Los tres
fueron generales del Ejército Argentino —por lo tanto, golpistas—
pero en todo lo demás eran diferentes. El primero fue un golpista
contra un gobierno constitucional en 1943, en un contexto pro-fas-
cista, y tenía un gran carisma que utilizó de manera populista hasta
el fin. El segundo fue un antiperonista visceral, golpista reincidente
51
contra gobiernos civiles y militares, pero de ideología liberal y con
suficiente convicción republicana como para organizar elecciones li-
bres que lo obligarían a entregarle la banda presidencial al peronista
Cámpora en 1973. Su republicanismo no se limitó a eso; también lo
llevó a criticar, en varias ocasiones, la dictadura de Videla.

En 1976, cuando empezaban las desapariciones, en Argentina


circuló el rumor de que Lanusse se había encontrado con Vi-
dela para manifestarle su oposición a los acontecimientos, de la
siguiente manera: “Basta de secuestros, general; prisiones, pero no
secuestros”. Esta conversación fue confirmada más tarde. Luego de
la caída de la dictadura, Lanusse declaró como testigo contra los
miembros de las juntas militares. A pesar de las ideologías de Perón
y Lanusse eran opuestas, ambos poseían algo en común que está

2012
absolutamente ausente en Videla. Perón y Lanusse eran maquiavéli-
cos en el buen sentido de la palabra: eran generales políticos, tenían
noción de los límites de violencia que puede ejercer un soberano
para instaurar el orden. No eran militares que se conducían por
el manual de la corporación. Videla, en cambio, era un militar de
carrera insulsa, elegido como comandante en jefe del ejército por
Isabel Perón precisamente por eso, por tener un legajo “limpio” de
acuerdo con el manual. Isabel no debía saber que Videla también
era un fundamentalista, que se sentiría con derecho a hacer cual-
quier cosa en la cumbre del poder: secuestrar, torturar, matar, hacer
desaparecer a los cadáveres y después mentirle a los familiares y a la
sociedad sobre esos crímenes.

Perón y Lanusse fueron grandes generales; tenían una visión del


52 mundo y usaron el ejército para hacer política de acuerdo con sus
recursos y circunstancias generacionales, nunca confundieron a
la política con otra cosa. Videla fue un general mediocre que se
dejó llevar por las circunstancias degradantes que lo rodeaban. Por
eso mismo sería una injusticia transformarlo, junto al resto de sus
comparsas, en los únicos responsables de la tragedia, como pretende
la memoria histórica construida en Argentina.

Los militares que de los 70 eran parte de una estructura de lideraz-


go del país que hacía agua por todos los lados, no apenas el militar.
Entender la degradación de las elites argentinas en los años 70 es
un dato imprescindible para explicar la tragedia que ocurrió. Las
fuerzas en choque estaban conducidas por elites que eran medio-
cres, además de inmorales. Cada uno en su terreno y con los medios

héctor ricardo leis


disponibles, las conducciones de las Fuerzas Armadas y de los Mon-
toneros excluyeron prácticamente a la política de sus agendas para
disputar mejor la carrera a favor del terror y la muerte (si no hablo
de otras organizaciones guerrilleras es porque no milité en ellas;
cada uno que ajuste cuentas con su propio pasado).

53

2012
El carácter del liderazgo de los Montoneros se hizo evidente en
un programa de asesinatos que no era pensado desde la política,
sino desde el deseo, transformando el resultado de la acción en
una ruleta rusa. Las muertes eran elegidas no a partir de debates
políticos o de análisis rigurosos de la realidad, sino de un cálculo
basado en el pensamiento mágico. No se pensaba cuales podían
ser los escenarios posibles como respuesta a una acción; se imag-
inaba apenas cual sería el mejor y se apostaba a eso. Si la realidad
no se correspondía con esa apuesta, nadie era responsabilizado: la
conducción no podía estar equivocada. Nunca hubo autocrítica
pública por los errores estratégicos de esta política terrorista, se
creían infalibles como el Papa. Las víctimas inocentes tampoco
importaban demasiado. Muchas de ellas cayeron por estar en
el lugar equivocado o usar un uniforme particular; las cuotas
54 mensuales de ejecución exigidas por la conducción obligaban a
veces a los combatientes a elegir sus víctimas en la calle, simple-
mente porque llevaban uniforme policial, para enterarse después
—cuando los nombres aparecían en los diarios— de que algunos
de los muertos eran aliados o simpatizantes.

El potencial terrorista de los Montoneros era imposible de prever.


Existía un cálculo inconfeso de medio millón de víctimas, entre
prisión y fusilamientos— que serían necesarias luego de tomar
el poder para que el socialismo pudiera sobrevivir rodeado por
un cerco de países capitalistas subordinados al imperialismo. Un
miembro de la conducción regional de los Montoneros enunció
esa cifra con total naturalidad en 1974, como respuesta a mi pre-
gunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante.

héctor ricardo leis


El terrorismo no se practicaba únicamente hacia afuera de la
organización; se hizo sentir también entre sus miembros. Hubo
fusilamientos “ejemplares” de compañeros por trasgresiones de
consecuencias mínimas, que respondían más a las circunstancias
que al carácter de la persona. Yo recibí orgánicamente informes
de algunos de estos “juicios sumarios”. Lamentablemente estas
ejecuciones no son hoy reivindicadas por nadie. No me extra-
ñaría que los mismos estén incluidos en listas de víctimas de la
dictadura.

De una crueldad y justificación todavía mas banal fueron las


“contraofensivas” lanzadas en 1979 y 1981 por los Montoneros,
cuando ya estaban derrotados. Firmenich declaró en una entrev-
ista, alrededor de 1981, publicada en La Habana, en una de las
revistas del régimen castrista llamada Bohemia (no me acuerdo el 55
número), que la muerte de los compañeros que caían en las con-
traofensivas era el precio a pagar para mantener viva en las masas
la presencia de los Montoneros. Comparó también a los compa-
ñeros con los proyectiles de un arma que la organización – esto
es, él – disparaba cuando fuese necesario. La vida humana era
tratada como mercancía (precio) y como instrumento (proyectil).
Para un revolucionario no podrían haber sido peores, las metáfo-
ras. Lo cierto es que la mayoría de estos compañeros fueron reclu-
tados de apuro, en el exilio, y enviados a Argentina sin demasiada
preparación, con la promesa de que allá habría una estructura
funcionando que les daría soporte logístico. Eso no era verdad.
A esa altura la organización estaba infiltrada por los servicios
de inteligencia de la dictadura, interceptar a los recién llegados

2012
sin necesidad de esforzarse mucho. Así, centenares de hombres
fueron enviados al matadero en nombre de una organización ya
derrotada, circunstancia que la conducción no podía ignorar, ya
que en el segundo semestre de 1976 los principales comandantes
salieron del país como consecuencia de la falta de condiciones
para su permanencia. Con esas contraofensivas la conducción de
los Montoneros no sólo puso en evidencia su falta de escrúpulos
morales, sino también su incapacidad política. En vez de aceptar
la derrota cuando llega —renunciando unilateralmente a con-
tinuar la lucha armada para entonces retomar la lucha política en
mejores condiciones, sumando su voz y el aparato restante a la
defensa de la vida de los militantes secuestrados y desaparecidos,
así como al cuidado de los sobrevivientes— insistieron ciegos y
sordos en la muerte de más compañeros. No sabían hacer política
56 de otra forma. Aunque hubo algunas tentativas de juicio legal,
ninguno de esos líderes fue condenado, ni siquiera por la opinión
pública. Circulan libremente disfrutando del reconocimiento por
su histórica militancia de comandantes de la muerte.

Isabel Perón, peronista que llegó a la presidencia por decisión


nada menos que de Juan Domingo Perón, también bañó sus
manos en la sangre de los argentinos, por su apoyo e incentivo a
los crímenes de la Triple A y de las Fuerzas Armadas durante su
gobierno (1974-1976). Fue ella quien dio la primera autorización
oficial para “aniquilar” a los guerrilleros. Su desempeño en el
cargo de presidente fue de una mediocridad tal que no encuentra
parangón en la historia argentina. Sin embargo, nadie la recu-
erda, ni la critica demasiado, combinación perfecta para con-

héctor ricardo leis


tinuar disfrutando de su libertad y dinero en España. En algunos
momentos es indispensable mencionar nombres, aunque aclaro
que estoy lejos de pretender atribuirles responsabilidades exclu-
sivas a unas pocas personas o instituciones. Los dirigentes que
secundaban a Videla, Firmenich e Isabel Perón en sus respectivas
funciones fueron tan mediocres e inmorales como ellos. Los
vicios y defectos de los liderazgos de aquellos años reflejaban y
reproducían la historia nauseabunda de la vida política argentina
a partir de los años 30 – con la única excepción de los seis años
de gobiernos democráticos de Frondizi (1958-1962) y de Illia
(1964-1966). Lo que se vivió en los años 70 no fue una tragedia
provocada por individuos sino por una cultura de violencia y
muerte compartida entre las principales elites y las masas. Pocos
quedarían al margen de esto defendiendo la letra de la Consti-
tución y el Estado de Derecho. 57

La Iglesia Católica Argentina es otro ejemplo emblemático de la


cultura de esa época. Existieron algunos curas que se rebelaron
contra las autoridades de la Iglesia, pero sus voces no encontraron
eco en una institución cuyas jerarquías apoyaban abiertamente
la política de la dictadura. Los relatos de los sobrevivientes de los
campos de concentración argentinos muestran que en algunos
casos los capellanes acompañaban las torturas, exorcizando al
demonio como se hacía en tiempos de la Inquisición. Cuando se
le preguntaba por los desaparecidos, el arzobispo primado de Ar-
gentina, el cardenal Aramburu, repetía lo mismo que respondía
Videla: que no existían, que “los desaparecidos vivían tranquila-
mente en Europa”. Cuando volvió la democracia al país, la Iglesia

2012
pidió que los militares fueran perdonados, sin especificar de
qué o por qué. Para sostener esta política la jerarquía eclesiástica
contó incluso con la ayuda y complicidad del Papa Juan Pablo
II, que debe haber identificado sus luchas con las de su Iglesia en
Polonia contra el comunismo soviético. El Papa era un luchador
incansable por la libertad en el mundo, pero el contexto de la
Guerra Fría lo llevó a no dar importancia al tema de los desapare-
cidos y a concederle al cardenal Aramburu el record nacional de
permanencia en el cargo de primado.

Descubrí más tarde que Juan Pablo II llegó a mentir para pro-
teger la Iglesia Argentina. Cuando visitó la Argentina en 1987,
consciente de las críticas que recibía la iglesia local por no haber
asumido el tema de los desaparecidos, el Papa declaró en un dis-
58 curso público que la misma siempre lo mantuvo informado sobre
esa cuestión, y que sabía de sus esfuerzos frente a las autoridades
militares. Fue una mentira inspirada en la Guerra Fría, no era
piadosa. Los fieles que tuvieron familiares desaparecidos durante
la dictadura saben que sus quejas y denuncias no eran atendidas,
ni tampoco transmitidas al Papa. Yo confirmé esto de una fuente
directa.

Durante mi exilio en Rio de Janeiro formé parte de un comité


de exiliados. En 1979 decidimos enviar un grupo a hablar con
el cardenal Don Paulo Evaristo Arns, en San Pablo, para tratar
algunas cuestiones relativas a los derechos humanos. Cuando nos
recibió, junto al pastor Jaime Wright, pidió que nos presentára-
mos. En el grupo había más argentinos, pero yo fui el primero a

héctor ricardo leis


presentarme. No puedo recordar ese momento sin sentir otra vez
la misma emoción: Don Paulo Evaristo Arns se me acercó y me
pidió perdón por mi Iglesia. Sorprendido le pregunte por qué.
Me respondió que la Iglesia de mi país nunca le había informado
al Papa sobre la desaparición de personas, que se informaba de
ese tema exclusivamente a través de él. El cardenal franciscano no
solo me había pedido perdón, también se había confesado.

59

2012
A pesar de todo, el gobierno de Alfonsín (1983-1989), primer
presidente elegido democráticamente luego de la debacle militar
producida por la Guerra de las Malvinas/Falklands un año antes,
demostró que la República todavía tenía reservas morales para
enfrentar la decadencia anterior. Pero esas reservas se agotaron
rápido, fueron el canto del cisne. Lo que siguió a partir del gobierno
de Menem lo demostró de manera cabal. La fiesta de la decadencia
de las elites políticas continuó a su ritmo habitual, invitando a las
figuras más oportunistas, sectoriales y mediocres disponibles para
desempeñar los papeles principales. Más allá del debate sobre el sen-
tido del populismo, es un dato indudable que ni Menem, ni Néstor
o Cristina Kirchner, los presidentes más populares de la democracia
post-dictadura, contribuyeron a la consolidación del Estado de
Derecho. Muy por el contrario. Y eso no fue por falta de tiempo:
60 Menem permaneció en el cargo por dos mandatos, de 1989 a 1999,
y los Kirchner van por el tercero, de 2003 hasta la fecha (2012).

En el campo de la sociedad civil pasó lo mismo. Los militantes de


la CGT de los Argentinos fueron substituidos por los funcionarios
públicos oficialistas de La Cámpora. Personas de estatura moral
como la de Ernesto Sábato, presidente de la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), organismo que
publicó en 1984 el relato Nunca Más sobre los crímenes de la dicta-
dura, pieza ejemplar de objetividad y equilibrio en el ejercicio de la
investigación de la violación de los derechos humanos y la construc-
ción de ciudadanía, se desvanecieron en el aire. Fueron remplazadas
en el espacio público por líderes sin densidad propia, construidos
por las circunstancias.

héctor ricardo leis


El caso emblemático es el de Hebe de Bonafini, madre coraje que
supo en tiempos difíciles reclamar por los desaparecidos, pero
cuando las luces de la democracia la encandilaron pasó a defender el
terrorismo en su país y en el mundo. Mujer simple pero capaz de re-
alizar lo imposible, subordinó la defensa de los derechos humanos a
las causas de varios grupos terroristas, como la FARC de Colombia,
el ETA vasco, el Hamas palestino y hasta el propio Al-Qaeda (el
atentado contra el World Trade Center fue públicamente festejado
por ella). Sospecho que si el tiempo fuera para atrás, figuras como
Máximo Kirchner y Hebe de Bonafini serian reconocidos rápidam-
ente como “líderes de los años 70”. Ellos no se quejarían.

61

2012
“La especie humana
no soporta mucho la realidad.”

T. S. Eliot
1888 - 1965
4. MEMORIA Y
CONDIción
humana

En los años 60 y 70, la democracia no se diferenciaba mucho de la


dictadura en la cabeza de los jóvenes revolucionarios: ambas eran
igualmente “burguesas”. Sin embargo, después de la derrota política
y militar de sus fuerzas, los 80 los conducirían sin mucha reflexión
hacia la democracia y los derechos humanos. Estos temas, lejanos
de sus antiguas preocupaciones revolucionarias, serían ahora su
vía de acceso al poder. Surgió entonces un oportuno revisionismo
histórico impulsado por un conjunto heterodoxo de ex-militantes y
63
movimientos de derechos humanos, primero de manera ingenua y
luego con más conocimiento de causa. Intentando darle voz al dolor
de las víctimas, estos movimientos se atribuyeron el derecho de
hablar también en nombre de la verdad histórica. Las consecuencias
serían nefastas. En particular, el rol de Madres de Plaza de Mayo,
asociado posteriormente a las estrategias políticas de los gobiernos
de Néstor y Cristina Kirchner, resultaría en una manipulación tan
brutal como exitosa de la frágil memoria de los años 70, sin duda los
más trágicos de la historia argentina del siglo XX.

Las memorias mal resueltas se traducen en resentimientos de fuerte


potencial destructivo para el futuro de la comunidad política. Vic-
timizando la verdad, las Madres de Plaza de Mayo y los Kirchner
cometieron un crimen imposible de castigar, pero tan violento en el

2012
plano simbólico como el de sus acusados en el plano material. Los
militares mataban y borraban los rastros de las personas. Aunque
los movimientos de derechos humanos no hayan matado a nadie,
se mimetizaron con las intenciones de sus antagonistas al pretender
borrar los rastros de una parte de la verdad histórica de las víctimas.
La supresión del lado “oscuro” del pasado revolucionario fue com-
pleta: en los altares de la “patria democrática” está ahora registrado
que los guerrilleros siempre lucharon contra las dictaduras militares
y en defensa de la democracia. De la misma manera, está registrado
que nunca hubo terrorismo por parte de la sociedad civil, solamente
del Estado.

La construcción de esa memoria fue un trabajo fino, facilitado por


el hecho de que los militares no son tan nihilistas como los revolu-
64 cionarios, en relación a su papel en la historia. Recordando las pala-
bras de Arendt : los revolucionarios “habían adquirido la habilidad
de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les
atribuyese”, los militares no. Las atrocidades de los últimos fueron
inconmensurables pero, salvo excepciones, la fidelidad con su pasa-
do no fue menor. La derrota obligó a los primeros a cambiar, pero
la adopción de los nuevos valores de la democracia y los derechos
humanos no sustituyó a los anteriores de la revolución, apenas los
sumó, evidenciando deshonestidad intelectual y oportunismo mo-
ral. Los antiguos y nuevos valores son contradictorios y excluyentes,
unos pertenecen al paradigma colectivista del socialismo, los otros
al individualista del liberalismo.

Los discursos actuales de los revolucionarios y los militares que se

héctor ricardo leis


enfrentaron en los años 70 se sostienen en la misma cuerda floja.
Los militares dicen que no hicieron lo que hicieron, los revolu-
cionarios dicen haber hecho otra cosa de la que hicieron. Que los
dioses digan lo que es peor. Lo que yo sé sobre los revolucionarios
es que pensábamos nuestras acciones de acuerdo con una filoso-
fía de la historia totalizadora que no nos responsabilizaba por las
consecuencias de nuestros actos individuales. Paradójicamente, las
amnistías políticas tienen supuestos parecidos: ya sean referidas a
acciones militares o revolucionarias, son en cualquier caso de carác-
ter colectivo, no afectan al individuo como tal, sino como parte del
conjunto. Pero la amnistía en vigor para los años 70 incluyó apenas
a los ex-revolucionarios, los militares quedaron afuera a pesar que
ellos tenían también una filosofía de la historia que los exculpaba.

Existe una fuerte dosis de cinismo cuando una sociedad juzga las 65
acciones de un bando de acuerdo con un presupuesto y a las accio-
nes del bando contrario de acuerdo con otro. En otras palabras: dos
varas y dos medidas son la peor receta para hacer justicia desde que
nuestros ancestros salieron de las cavernas. Si hay amnistía debe
existir para todos, si hay juicios de responsabilidad individual deben
existir igualmente para todos. La memoria histórica que justifica la
aplicación del paradigma marxista-colectivista para disculpar a los
revolucionarios y del liberal-individualista para culpar a los milita-
res no es inocente: es intencionalmente perversa con la comunidad
como un todo.

En el informe de la CONADEP se afirmaba: “Durante la década


del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror tanto desde la

2012
extrema derecha como de la extrema izquierda”. Esta visión, a veces
denominada “teoría de los dos demonios”, fue ridiculizada sobre
todo por la izquierda (peronista y no peronista) por pretender igua-
lar las responsabilidades de los actores involucrados. Comenzaron
diciendo que hubo más terror del lado de los militares y terminaron
afirmando que sólo hubo terrorismo de Estado. No concuerdo con
la teoría de los dos demonios, y mucho menos con la de un único
demonio. La CONADEP sugiere implícitamente que se trata de
demonios relativamente nuevos. Pienso, por el contrario, que los
demonios argentinos habitan y se procrean en la larga duración del
tiempo histórico, son de una jerarquía mayor. Mi hipótesis es que
la nación fue acunada en una guerra civil que se internalizó en el
inconsciente colectivo, que los argentinos se acostumbraron a vivir
en estado de guerra permanente, manifiesto o latente, que la paz los
66 aburre.

No existe espacio en un ensayo como este para desarrollar esta hi-


pótesis, ni creo que sea necesario para entender lo que ya fue dicho
sobre las responsabilidades y confusiones de los años 70. Pero aun el
lector complaciente con la lectura de los capítulos anteriores queda-
rá con dudas. Se preguntará por qué las cosas fueron como fueron.
Fueron los 70 una anomalía o parte de una serie mayor de eventos.
Si fuera confirmada, mi hipótesis respondería esa pregunta, ya que
ella refiere a la larga duración de la historia argentina, al trasfondo
del drama de los 70 y las generaciones que se enfrentaron. Sin esta
hipótesis –o alguna otra igualmente instalada en la larga duración–
se corre el riesgo de interpretar los hechos de los 70 como singula-
res, algo que “nunca más” se repetiría. Pero la historia argentina está

héctor ricardo leis


repleta de “nunca más” no atendidos. Los años 70 representan una
ruptura singular, pero también son una continuidad del pasado. El
drama está sobredeterminado por circunstancias en el largo plazo
que permiten imaginarlos como expresión de ciclos de “eterno
retorno”.

y
El aspecto más notable para un observador externo de la realidad
argentina es la tensión que se expresa en la superficie de las relacio-
nes sociales y humanas. Mi hipótesis es que detrás de esa tensión
existe un resentimiento de larga duración que está presente en la
mayoría de los argentinos, independientemente de sus diferencias
de clase, de corporaciones o de ideología política. El origen de ese
resentimiento no residiría en las supuestas intenciones perversas de 67
determinados actores de la historia reciente, va más allá. Los pue-
blos no construyen su historia de forma consciente o racional, son
portadores de valores y sentimientos que sus ciudadanos heredan
del pasado de la nación, así como de la experiencia de su generación.
Los valores y sentimientos que los individuos heredan de su familia
o grupo étnico-social de pertenencia no son capaces, en la mayoría
de los casos, de avanzar a contramano de aquellos que provienen del
espíritu del tiempo.

A quien piensa lo contrario le pido que imagine, por un instante,


los avatares de la vida de trillizos, nacidos en cualquier país de Euro-
pa a principios del siglo 20, que quedan huérfanos en poco tiempo y
son dados en adopción a diferentes familias, una de Alemania, otra

2012
de Rusia y otra de Inglaterra. Obtienen nuevos nombres y nada les
permite sospechar que son adoptados o extranjeros. El lector será
llevado a concluir que el resultado más probable a observar en los
años 30 y 40 será que uno de los trillizos habrá ganado el kit de los
valores y sentimientos de los nazis, otro el de los comunistas y el
restante de los liberales.

Pero a veces ocurre que en un país coexisten dos tradiciones histó-


ricas igualmente fuertes y antagónicas. En ese caso la sociedad está
expuesta a enfrentar una guerra civil manifiesta o latente. Estados
Unidos en el siglo XIX y de España en el siglo XX son ejemplos de
guerra civil manifiesta; independientemente de los resultados, sus
respectivas comunidades supieron con el tiempo apagar los rescol-
dos en esos dos casos. Pero no siempre es así. Argentina pasó por un
68 extenso período de guerra civil en el siglo XIX (1814-1880) cuyos
campos de batalla fueron borrados por el tiempo pero continuan
latentes en el inconsciente colectivo.

Para simplificar: los historiadores se refieren a una lucha entre


unitarios y federales, pero en esos años no estaba en discusión
apenas un régimen político, había fuertes valores y sentimien-
tos entrecruzados, además de una enorme cantidad de intereses
localistas contrapuestos. En esos 66 (sesenta y seis) años hubo 419
(cuatrocientas diecinueve) batallas entre argentinos. Sólo Funes el
Memorioso podría recordar los nombres y circunstancias de todas
ellas. Los muertos y degollados se contaron por centenas de miles,
pero ningún museo de la memoria quiere recordar su existencia. El
magma de la guerra civil devoró las energías de la nación durante

héctor ricardo leis


más de seis décadas, sin embargo ese hecho es poco y mal enseñado
en la escuela, es enviado al basurero de la historia sin antes vacunar
a los niños.

Mi generación fue educada en la creencia que nada anormal había


ocurrido en la historia del país. La guerra civil americana, aunque
de corta duración (1861-1865), fue de una intensidad tremenda,
y hace tiempo que es tratada con objetividad por la escuela de los
Estados Unidos. Ellos no la esconden, ni hacen ideología con ella.
En la Argentina, en cambio, cuando se aborda la guerra civil, los
historiadores y el público en general son poseídos por una fuerte
subjetividad y defienden a uno u otro lado sin interés en la búsque-
da de una verdad consensual.

La generación del 80 (del siglo XIX) construyó un país moderno 69


sobre bases conservadoras, cuyo desarrollo económico y social verti-
ginoso fue facilitado por una ola de inmigración europea no menos
alucinante. La sociedad argentina que festejó en 1910 el Centenario
de la Revolución de Mayo vivía en un país absolutamente diferente
del que había sido treinta años atrás. Buenos Aires era una lujosa
Babel, llena de extranjeros, edificios modernos, monumentos y
plazas. La población total del país casi se había cuadruplicado y la
tasa de crecimiento económico superaba a la de Canadá, Estados
Unidos y Australia, las principales potencias emergentes de la épo-
ca. En 1884 se había instituido la enseñanza primaria obligatoria
y gratuita con excelentes resultados y en 1912 sería garantizado el
voto secreto y obligatorio. La Buenos Aires del siglo XX festejaba el
progreso, nadie parecía recordar la guerra civil del siglo XIX. Pero

2012
en muchas de las atrasadas provincias del interior del país no ocu-
rría lo mismo. Cuando la situación económica en esas provincias se
volvió insostenible se creó una fuerte corriente migratoria interna
en la dirección de Buenos Aires. Principalmente a partir de 1930,
el interior del país sumó una nueva ola poblacional a la anterior de
los inmigrantes europeos, trayendo nuevos conflictos y tensiones.
Los nuevos emigrantes tenía otro color de piel y otras costumbres
civilizatorias, sus raíces indígenas eran inocultables. Si los europeos
habían sido mal recibidos, ellos lo serían peor todavía. Esa masa de
argentinos era el recuerdo vivo de una guerra civil mal resuelta.

La fase de 1880 a 1930 fue de relativa paz, a pesar de algunas


severas tensiones y conflictos. En 1890 y 1905 hubo sublevaciones
cívico-militares en reclamo de derechos políticos. En 1919 (Semana
70 Trágica) y 1920-1921 (Patagonia) hubo fuertes huelgas en reclamo
de derechos sociales. Esos hechos produjeron muchos muertos y fu-
silados, entre ellos había una significativa presencia de extranjeros,
que cargarían con buena parte de la culpa. Pero en 1930 la guerra
civil retomaría su curso, aunque en estado latente. Viejos y nuevos
resentimientos explotaban por todos lados cuando ocurrió el golpe
militar y se entronizó la dictadura fascista de José Félix Uriburu
(1930-1932).

En 1930 el régimen republicano fue derrotado por los militares; a


pesar de sus vicios era la única garantía posible contra los excesos
que llevan una nación al abismo. Así como el impulso civilizatorio
de la generación del 80 llegaría hasta el 30, el impulso de barbarie
de Uriburu llegaría hasta Videla. Fue Uriburu quien instituciona-

héctor ricardo leis


lizó la tortura y quien produjo el primer desaparecido de la historia
argentina moderna. Todos los militares que vinieron después son
sus herederos, incluyendo a Perón, que como se sabe apoyó también
al golpe del 30.

De acuerdo con mi hipótesis, a partir de 1930 comenzaría un ciclo


de guerra civil latente, alimentado por antiguos y nuevos resenti-
mientos. Al resentimiento de los derrotados en las guerras civiles se
sumaba ahora el resentimiento de los vencedores contra el aluvión
extranjero, que en algunos casos traían en la mochila ideologías
reformistas avanzadas, como los socialistas, y en otros ideologías
de revolución violenta, como los anarquistas. Después de más de
seis décadas de guerra civil manifiesta y cinco de relativa paz, los
argentinos descubrirían que a las viejas heridas no habían sido cura-
das, que la paz había sido desperdiciada. El resentimiento atraviesa 71
los poros de la sociedad en forma ambigua y confusa. El Ejército,
cuna de vencedores, dificulta el ingreso a sus escuelas de oficiales
a los hijos de extranjeros, pero no puede evitar que los hijos de los
derrotados en la guerra civil entren en sus cuadros de suboficiales,
por ejemplo. Los extranjeros e hijos de extranjeros que nutrían a
los nuevos sectores sociales en formación —proletariado y clases
medias rurales y urbanas— son sorprendidos por los golpes de 1930
y de 1943, y por el peronismo que les sigue. Serán ellos el motor
principal de los partidos de izquierda y progresistas que, llevados
por creciente disconformidad por la falta de espacio político para
sus fuerzas, destilarían sus energías en la guerrilla de los 70. La gue-
rra civil latente se tornó evidente con el triunfo de Perón en 1946.
A partir de ahí el país se dividió con odio y resentimiento creciente

2012
entre peronistas y antiperonistas. Igual que las familias, las princi-
pales instituciones y clases sociales del país fueron atravesadas por
esa división.

La guerra mostró sus garras en 1955, cuando aviones militares


argentinos bombardearon y mataron a centenas de civiles en Plaza
de Mayo. Fue un episodio claro de guerra civil. A partir de ahí el
resentimiento de los argentinos nunca daría tregua, determinando
un periodo de guerra latente sin fin, con manifestaciones cíclicas de
episodios de guerra civil manifiesta. Con el gobierno de Alfonsín
(1983-1989) el país pareció entrar en un período de obediencia al
Estado de Derecho, pero eso fue una ilusión fugaz, como se puede
hoy comprobar (2012).

72 No resulta difícil suponer que los años 70 constituyeron un mo-


mento que también daba espacio para la expresión de los resenti-
mientos acumulados en los diversos episodios de guerra civil, tanto
del siglo XIX como del XX. Hacia los 70 convergieron dos procesos
que corrieron en paralelo durante esa década: por un lado el del
peronismo, proscripto políticamente por los militares desde 1955,
por el otro el de la nueva izquierda revolucionaria, que tampoco
encontraba su lugar dentro del sistema político vigente. Es posible
que Perón haya querido reconciliación a los argentinos en 1973,
pero queriéndola o no ella ya no era posible, en gran parte debido
a sus acciones anteriores. En los 70 había comenzado un proceso
acelerado de fusión entre peronismo y revolución que encontró su
mejor expresión en los Montoneros. Y ellos querían una confusa
revolución socialista con o sin Perón. Así como el peronismo realizó

héctor ricardo leis


en los 40 una síntesis de fuerzas y sentimientos contradictorios, la
guerrilla en los 70 también haría lo mismo, ella sería peronista y no
peronista, marxista y no marxista, de derecha y de izquierda, atrae-
ría a sus filas a los vencedores y vencidos de las luchas pasadas.

y
La guerra civil no es un invento peronista, obviamente, pero su
fantasma asoló a sus dos gobiernos emblemáticos: el de Perón y
Eva (1946-1955) y el de Perón e Isabel (1973-1976). Tanto en 1955
como en 1973 el país vivió al borde de la guerra civil, con grupos
de civiles y militares armados matando gente por la calle. No es
casualidad. La historia del peronismo y de las fuerzas armadas es
concomitante, ambos actores se resienten por igual de su destino, se 73
sienten incomprendidos e sujetos a injusticia por parte de sus adver-
sarios, los cuales no merecen ni la ley. “Al amigo, todo; al enemigo,
ni justicia”, según una conocida sentencia de Perón pronunciada
frente a las cámaras en 1971, que sirve para ilustrar tanto el com-
portamiento histórico del peronismo, como el de las dictaduras
militares.

Para algunos politólogos la democracia argentina continua firme su


proceso de consolidación. Estoy en desacuerdo, pero no voy a entrar
en detalles, el presente no es el foco de este ensayo. Aun así, a titulo
de ilustración me permito aventurar que al final de la era Kirchner
el país asistirá a un nuevo ciclo de violencia entre argentinos. La
guerra civil argentina todavía no terminó porque la comunidad

2012
continúa dividida. Es importante entender la sobredeterminación
del presente por el pasado en la Argentina. Eso ocurrió en los 70
y continuará ocurriendo en el futuro, por lo menos hasta que los
argentinos se sientan parte otra vez de una historia común.

Los militares que dieron el golpe en 1976 continúan aun ocupando


la primera plana de las noticias de los tribunales. Como de costum-
bre, no hay política ni intención de pensar la reconciliación nacio-
nal por parte del Estado. Por eso el resentimiento se acumula y la
guerra civil retorna cíclicamente.

La fuerza de la explosión dependerá de las circunstancias, podrá ha-


ber centenas o millares de muertos, podrán ser degollados, fusilados
o desaparecidos, pero en todos los casos ocurrirá siempre la misma
74 tragedia de argentinos matando a otros argentinos sin misericordia,
con odio. Un dato curioso de ese eterno retorno es que los fantas-
mas alternan sus posiciones ideológicas sin pudor, eso es posible
porque el resentimiento es una motivación que no se apoya en
distinciones racionales sino en sentimientos y valores difusos.

La palabra “vuelve” tiene ecos profundos en la Argentina, el pasado


siempre está volviendo.

Aramburu fue condenado a muerte por su pasado, no por su


presente. El pueblo peronista dio rápidamente un enorme reco-
nocimiento a sus ejecutores, ellos no estaban comenzando algo
nuevo, sino continuando algo antiguo. Ese acto no tenía ningún
valor simbólico como anuncio de un camino hacia el socialismo, su

héctor ricardo leis


tremendo poder residía en ser un acto de venganza, que pretendía
cambiar la derrota del pasado en victoria futura. Pero el comando
que lo ejecutó traía más cartas en la manga. La enunciación de su
acto fue hecha en un comunicado firmado con el nombre “Monto-
neros”, en donde se incluía en el texto la piadosa frase: “Que Dios
Nuestro Señor se apiade de su alma”. Los Montoneros eligieron
para sí un nombre arquetípico que identificaba a las tropas irregu-
lares en la guerra civil argentina del siglo XIX. Los montoneros (o
las montoneras) fueron protagonistas decisivos en muchos comba-
tes, su heroísmo era mítico. Dando ese nombre a la organización
ellos atrajeron inmediatamente la simpatía de los descendientes
de los derrotados en esa guerra. Incluyendo a Dios en su primer
comunicado los Montoneros consiguieron también atraer simpatías
importantes entre los descendientes de las elites vencedoras, que
vivían con culpa la historia argentina. Dios había sido citado de una 75
forma que, por cierto, no traslucía el contenido doctrinario de la
teología de la liberación de los comandos, sino la religión oficial del
Estado Argentino.

La fuerza de la guerrilla de los años 70 se habría quedado muy atrás


de lo que fue sin la invocación a esas fuerzas míticas y sagradas en
el primer comunicado de los Montoneros. Las otras organizaciones
revolucionarias —ERP, FAL, FAP, FAR, etc.— se presentaban con
nombres y siglas convencionales, sin cualquier atractivo especial.
Sin la presencia de los Montoneros igual habría habido guerrillas
peronistas y no peronistas, pero su expresión popular y sus efectos
políticos habrían sido bien menores, así como la convocatoria para
sumarse a sus estructuras de combate. La guerra habría durado me-

2012
nos y quizás no hubiera habido ni siquiera un Videla, ¿quién sabe?

Una astucia cruel de la historia fue que la conducción de los Monto-


neros se dejó engañar por los efectos de sus primeras acciones. Ellos
creyeron que eran los principales artífices de la enorme popularidad
y reconocimiento que rápidamente ganó la organización. Se creye-
ron que la espantosa dinámica de crecimiento de sus filas, especial-
mente en los años de 1972 y 1973, se debía a su “genio” político. Se
atrevieron así a desafiar a Perón y a las fuerzas armadas al mismo
tiempo, y en el momento más crudo de su derrota llegaron a pensar
que existía un movimiento de masas montonero que era la expre-
sión superior del peronismo, conducido por ellos. Era tal su auto-
engaño que se creyeron invencibles y en 1979-1980 no vacilaron en
mandar a la muerte a sus últimos militantes, convencidos de que
76 al llegar a la Argentina se multiplicarían como por arte de magia.
Muchos analistas ven esas “contraofensivas” como graves errores
políticos de la conducción. Fueron mucho más que eso, fueron la
prueba última y definitiva de que la conducción de los Montoneros
no soportaba la realidad. Como los “aprendices de brujo”, habían
desatado fuerzas que no sabían como controlar sin invocar a la
muerte, hasta el fin.

héctor ricardo leis


El fenómeno del resentimiento tiene raíces antiguas pero cobra
importancia fundamental con la llegada del mundo moderno,
sumando los conflictos por los valores sociales y culturales de la
nueva dinámica histórica a las tradicionales luchas políticas y mi-
litares. Los derrotados en ese mundo de grandes transformaciones
son empujados cada vez más hacia atrás con el correr del tiempo,
aumentando su impotencia y resentimiento en la misma propor-
ción. Acompañando la eclosión de las masas en la política aparecen
individuos y grupos que intentan ponerse por encima de las leyes
y los dioses, lo cual lleva a que se atribuyan el derecho de hablar
sin escuchar, o de hacer y deshacer aquello que está prohibido a los
demás. Eventualmente puede haber entre ellos figuras carismáticas
y personas altruistas, pero la ceguera sobre el verdadero sentido de
sus actos los conduce inevitablemente a la ruina. Disociados de la
realidad, se sienten imposibilitados para pedir perdón por sus actos 77
y eso vuelve imposible la cura de las heridas causadas en la comu-
nidad política. En ellos se cristaliza la convicción de que la culpa
siempre es de los demás; los ciega por un deseo de venganza que les
impide emprender cualquier sacrificio por el bien común.

Para Friedrich Nietzsche el resentimiento surge a través de una


operación sugestiva, mediante la cual el odio de los vencidos es
transformado en una victoria moral. En la literatura posterior a
Nietzsche, el concepto de resentimiento fue ganando relevancia
para entender la dinámica histórica tanto de los vencidos como de
los vencedores, dependiendo de las circunstancias. Más allá de las
diferencias entre diversos autores, hay consenso sobre el hecho de
que el resentimiento evidencia un tiempo penoso que no puede

2012
ser superado u olvidado, transformando a los seres humanos en
rumiantes de la memoria. Esto trae consecuencias que el análisis
político y social contemporáneo no sabe todavía como enfrentar.
En las últimas décadas, las ciencias han reivindicado el valor de la
memoria como una parte esencial de la condición humana. Pero el
congelamiento de un sufrimiento vivido amenaza al futuro con la
espada de la venganza. El recuerdo y registro de los hechos histó-
ricos es tan deseable como el olvido de los sentimientos negativos
asociados a esos mismos hechos. ¿Qué hacer, entonces, cuando
determinadas sociedades o grupos humanos quedan presos de un
resentimiento que se retroalimenta, estableciendo un círculo vicioso
que amenaza no tener fin? Para no caer en el abismo de la barbarie,
vencedores y vencidos deberán buscar algún tipo de reconciliación.
El perdón y el sacrificio son los únicos caminos para eso. El tiempo
78 por sí solo no cura el resentimiento; por el contrario, lo aumenta.
La reconciliación no llega si los actores (o los descendientes de estos
actores) no quieren perdonar ni ser perdonados.

El perdón, el sacrificio y la reconciliación son temas centrales de


la tradición abrahámica, que nutre tanto al judaísmo como al
cristianismo y al islamismo. En La Condición Humana, Hannah
Arendt afirma que el origen religioso de estos elementos no impide
trasladarlos a la política. Sin embargo, en el mundo contemporá-
neo difícilmente llegan de forma auténtica. El sentido común de la
política contemporánea es extremadamente secularizado y creó, en
consecuencia, una falsa antinomia entre perdón y justicia. Pero al
contrario de lo que se piensa habitualmente, la justicia —entendida
como condena de los culpables— no excluye el perdón. Por más

héctor ricardo leis


que la relación entre justicia y perdón pueda ser tensa debe recor-
darse que no son opuestas. Tzvetan Todorov afirma que la justicia
prioriza la ley. Es punitiva, pero no reparadora, no se preocupa por
el bien de la comunidad. La única diferencia entre la venganza y la
justicia punitiva es que la primera es ejecutada por agentes privados
y la segunda por agentes públicos. A pesar de esa diferencia ambas
responden al mismo padrón: “la ley del talión no ha sido abandona-
da”. Ejemplos: con la condena a Videla el Estado ejerció una justicia
pública, con la condena a Aramburu los Montoneros pretendieron
una justicia privada. En este sentido, la ejecución de Aramburu
tenía un justificativo que el asesinato de Rucci no tuvo, él fue
asesinado apenas para mandarle un mensaje (terrorista) a Perón. La
justicia reparadora, que también puede ser llamada reconciliadora,
prioriza la comunidad antes que a los individuos, ya que aspira a la
cura de los resentimientos mutuos entre culpables y victimas de una 79
historia común.

El perdón es el único camino que garantiza la reconciliación. Sin


pedir perdón, sin perdonar a quien lo pide, los errores del pasa-
do continuarán amenazando al presente y al futuro. Pero sin el
sacrificio de la confesión, el perdón puede tornarse un artificio
instrumental sin efecto. El sacrificio es un elemento central porque
demuestra la autenticidad del perdón. El sacrificio de la confesión
garantiza la verdadera intención de paz. Que esa intención no existe
en Argentina se prueba fácilmente: incluso después de cuarenta
años de la tragedia de los años 70, no existe el menor deseo de con-
fesar por parte de los participantes en los hechos de violencia. Peor
todavía, cuando aparece alguien como el capitán Adolfo Scilingo

2012
—quien en 1995 confesó arrepentido su participación en los lla-
mados “vuelos de la muerte” de la Marina, que arrojaban personas
vivas al mar— rápidamente es denigrado por todos, organizaciones
de derechos humanos, actores políticos, opinión pública y gobierno.
¡No sea el caso que su actitud sea imitada! En la Argentina son in-
centivadas y premiadas las acusaciones y la justicia punitiva, nunca
las confesiones y la justicia reparadora

Los acontecimientos del pasado son procesados a través de una


dialéctica entre la memoria y el olvido. Los actores construyen una
memoria que, para fortalecerse, necesita olvidar momentáneamen-
te algunos hechos de su pasado. En particular, aquellos que aun
siendo verdaderos y comprensibles presentan elementos contradic-
torios con las necesidades del presente. La literatura sobre memoria
80 apunta casos interesantes. Uno de ellos es el de los alemanes que,
después de la Segunda Guerra Mundial, precisaban construir un
consenso nacional sobre los crímenes de guerra del nazismo. En esa
memoria había poco lugar para los crímenes de guerra cometidos
por los Aliados contra los propios alemanes (como, por ejemplo, el
que ocurrió en la ciudad de Dresde, pocas semanas antes de la ren-
dición de Alemania, que fue bombardeada con el objetivo principal
de aniquilar a su población civil). Esos hechos debían ser olvidados
para facilitar la convergencia de los alemanes en los trabajos de
reconstrucción del país junto con los Aliados.

Algo parecido ocurrió en la Argentina, donde los atentados terro-


ristas de la guerrilla, realizados entre mayo de 1973 y marzo de
1976 —momento en que el país estaba viviendo bajo un gobierno

héctor ricardo leis


democrático—, tuvieron que ser olvidados cuando retornó la de-
mocracia en diciembre de 1983. La nueva memoria tenía que unir a
los argentinos contra la dictadura militar pasada y contra las fuerzas
armadas del presente, que aun se sentían con poder para amenazar
el futuro. En ese momento no había tiempo y lugar para otra cosa.
Pero el tiempo debería avanzar en dirección de la sustitución de
estas memorias instrumentales, fruto de las circunstancias, por me-
morias que gradualmente se aproximen a la verdad. En la Argentina
parece ocurrir lo contrario, a medida que pasa el tiempo las memo-
rias históricas se tornan más instrumentales y menos verdaderas.

Cuando la instrumentalización de la memoria histórica se vuelve


dominante, deja de ser posible la existencia de una dialéctica au-
téntica, guiada por el bien común, entre memoria y olvido. En esos
momentos la sociedad es obligada a dividirse en base a memorias 81
opuestas, donde lo que recuerda una parte de la sociedad es olvida-
do por la otra y vice versa. Son momentos de fuerte conflicto sim-
bólico, en los cuales la sociedad se polariza dejándose llevar por una
relación amigo-enemigo que exacerba la visión del enemigo, no la
del amigo, colocando en riesgo el futuro político de la comunidad.

Parece que los agravios, de palabra y de hecho, que cada uno de los
actores hizo contra el otro en el pasado, no pudiesen ser olvidados.
¿Qué hacer para salir de esta situación? La reconciliación es la única
solución existente. Pero la misma tiene un fondo trágico que para
ser superado necesita del perdón y de la verdad. Y sin embargo,
el perdón no siempre es posible, posee un aspecto existencial que
supera las posibilidades de la política. ¿Como se podría perdonar

2012
lo imperdonable? se preguntaba Jacques Derrida a propósito del
Holocausto. No obstante, el perdón es imaginable como posibili-
dad siempre que la verdad sea revelada para todos. Sin verdad no
hay qué perdonar. ¿Pero qué hacer entonces cuando la verdad no es
consensual y, por lo tanto, ni siquiera existe la eventualidad de una
reconciliación por el perdón? En este caso sólo restan las confe-
siones. Una muestra de la degradación de quienes hoy reclaman el
perdón para los militares o defienden la amnistía que protege a los
guerrilleros es el hecho de que no reivindican en ningún caso la
debida confesión de los mismos.

Cabe hacer una última pregunta: ¿existe alguna jerarquía entre


verdad, justicia y memoria? Para la tradición ética occidental no hay
duda de que la verdad es el valor principal. Mal se podría hacer jus-
82 ticia sin el conocimiento de la verdad. Para una comunidad política,
la verdad se vuelve esencial porque se refiere a su propia existencia
como tal. La verdad es la justicia que una comunidad hace con su
futuro. La injusticia, por peor que sea, afecta únicamente a una
parte de la comunidad, sean individuos o grupos. Sin la verdad, los
resentimientos y los preconceptos que conducen a la injusticia nun-
ca desaparecen. En este sentido se puede afirmar que la verdad es
terapéutica, mientras que la justicia que no se subordina a la verdad
está lejos de serlo; por el contrario, crea más enemistad en el interior
del cuerpo político. Así como la justicia no puede negar su paren-
tesco con la venganza, la verdad tampoco puede negar su intimidad
con la confesión y el perdón.

héctor ricardo leis


Sé que mi texto llega demorado. Necesitaba una señal para escri-
bir finalmente llegó. Cerca de mis 70 años la inercia se transmutó
en la urgencia de escribir mis memorias. Pretendo concluirlas en
breve, pero la urgencia fue tal que fui obligado a escribir primero
este ensayo sobre los años 70.

En mi vida no creo haber hecho nada con intención perversa o


egoísta, pero hace tiempo descubrí que fui parte activa de una
dinámica histórica que podría haber evitado, si hubiese encon-
trado dentro de mí reservas morales e intelectuales suficientes
para enfrentar el lado oscuro del espíritu del tiempo de mi
generación. Sin embargo, ser más sabio me exigía no aceptar en
aquel momento el desafío de la revolución y, al final de cuentas,
haber participado me dio una oportunidad de sabiduría mayor.
Solo aquellos que se equivocan tienen la oportunidad de alcanzar 83
una verdadera sabiduría, enseñó Platón en el albor de la cultura
occidental. No existe sabiduría innata que ayude evitar los males
de este mundo, los seres humanos nacen apenas con una chispa
de la luz universal, que por ser tan reducida solo puede ser usada
a posteriori, nunca a priori.

Si algún factor me hubiese impedido participar en la principal


jugada histórica de mi generación, no por eso la tragedia hubiera
dejado de ocurrir. Y, habiendo ocurrido, mi participación me
permitió mirar hacia atrás y reconocer que todos —y cuando
digo todos quiero decir todos— hicimos cosas que nunca imagi-
namos que haríamos. Comprender eso me dio fuerzas para mirar
hacia el futuro y criticar la mentira y la falta de compasión de las

2012
memorias vigentes en la Argentina, que rechazan la confesión y
el perdón, dos términos que en el vocabulario político vigente
equivalen a malas palabras.

Concluyo entonces mi texto confesando que contribuí al sufri-


miento argentino con acciones y pensamientos luminosamente
ciegos.

Pido perdón a las víctimas de los hechos donde mi participación


fue directa, como en José León Suarez hace casi cuarenta años.

Pido también perdón a los inocentes y a las generaciones posterio-


res a la mía, que aun sin ser responsables por los acontecimientos
de la reciente historia argentina continúan siendo castigadas con
84 la ignorancia de su verdadero sentido, impidiéndoles así de parar
el yira-yira del karma nacional.

héctor ricardo leis


“El desierto crece: van aumentando los anillos páli-
dos y estériles. Ahora desaparecen las zonas avanza-
das que estaban llenas de sentidos: los jardines de
cuyos frutos nos nutríamos despreocupadamente,
los espacios pertrechados con instrumentos bien
probados. Ahora las leyes se vuelven dudosas, los
utensilios adquieren un doble filo. Ay de aquél que
alberga desiertos: ay de aquel que no lleva consigo,
aunque sólo sea en una de sus células, un poco de
aquella sustancia primordial que una y otra vez es
garantía de fecundidad.”

Ernst Jünger
1895-1998

También podría gustarte